Material de Lectura

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Selección y
entrevista
preliminar de
Ambra Polidori
 


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Julieta Campos o el rito de la escritura como acto de liberación1

 

 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 

Julieta Campos, escritora que nació en Cuba y residió en México desde 1955 hasta su muerte en 2007, fue doctora en Filosofía y Letras y traductora. Su producción crítica en La imagen en el espejo, Oficio de leer y Función de la novela. Su obra narrativa: Muerte por agua o los gatos, Tiene los cabellos rojizos y se llama Sabina (premio Xavier Villaurrutia, 1974) la sitúa como uno de los representantes del nouveau román entre los hispanoamericanos, ya que la palabra, en sus textos líricos y eminentemente intelectuales, es un objeto válido por sí mismo y no de comunicación.

Su novela: El miedo de perder a Eurídice (serie Nueva Narrativa Hispánica de Joaquín Mortiz) presenta una historia de amor, que es todas las historias posibles, la búsqueda del paraíso, en un mundo de islas y de arte, pero sobre todo es el testimonio de la fascinación de la palabra por sí misma en el hallazgo de la perduración infinita.

De este texto y de su actividad literaria nos habló la escritora.

—La escritura, como proyecto —nos dice Julieta Campos—, estuvo ahí desde el principio de la adolescencia, como una prolongación casi natural de una avidez que durante la infancia se gastó como afán de lectura; el mar, los cuentos de hadas y las vidas de los mártires cristianos llenaron mis años de niña con espacios fantaseados cuya realidad, sin embargo, desplazaba muchas veces la más inmediata, de la casa y de las cosas. Supongo que sería alrededor de los doce o trece años cuando empecé a anotar impresiones en un diario. Puede que haya sido la pérdida de la infancia lo que suscitó aquel primer intento, seguramente muy elemental, de escritura. Asocio el comienzo de la escritura con la sensación de pérdida. Pero también lo asocio con la fantasía de viaje. Cuando pienso en un diario, pienso en un diario de viaje. En Eurídice el personaje que inventa el espacio imaginario del libro, Monsieur N., lleva un diario de viaje, que es un espacio metafórico del espacio de la escritura: es el sitio del encuentro entre todos los proyectos. Escribí una primera novela, Muerte por agua, mientras mi madre se iba muriendo. En ese libro las palabras son como una tela de araña que recoge lo que flota en el aire, lo que podría volar y desperdigarse. Lo que flota en el aire son las vibraciones que emiten tres seres cuyas identidades son difusas, se prolongan más allá de los límites de sus cuerpos e invaden territorios ajenos. Esa tela de araña que segregan las palabras envuelve a los tres personajes —¿que aluden, acaso, al triángulo edípico?— en un encantamiento semejante al que suscita, alrededor de los rostros y los cuerpos impresos en la cartulina, el color sepia que rodea a las figuras en los daguerrotipos. Por otro lado, habría en la escritura una ambivalencia. Alucinar un objeto de amor que se desvanece y, a la vez, exorcizarlo.

¿Por qué vino a México?

—Yo estudiaba en París y tenía veinte años. Me encontré a Enrique González Pedrero, que no se parecía en nada a mí y se parecía mucho. La gente solía creer, al principio, que éramos hermanos. En París, empecé a vivir en México. Vivíamos entre mexicanos. Yo adopté a México antes de que me adoptara a mí. Muchas veces, los latinoamericanos descubrimos lo que es nuestro cuando lo miramos desde lejos y París ha propiciado siempre ese encuentro desde la lejanía, con estos ámbitos nuestros donde la geografía invade y penetra por los poros, donde la palabra telúrico se cae por su peso. Mi encuentro con lo latinoamericano se dio en París y fue doble. En aquel espejo las imágenes nacionales, la cubana, la mexicana, reflejaban también su anatomía menos periférica, su identidad más profunda.

Julieta Campos nos habla de la relación que existe entre sus novelas:

—En Muerte por agua los tres personajes, diluidas sus diferencias por obra de esa lluvia interminable que borra límites, anega, aísla, no salen de su claustro: un espacio cerrado y a-isla-do del exterior. La lluvia vuelve a la casa isla, prolongación de ese mar que encierra a la otra isla, más grande, donde está la casa y la protege, como a un castillo rodeado de un foso, del mundo exterior. El personaje único de Sabina ha salido de ese claustro y mira al mundo, mirándose en el espejo del mar. Un diluvio universal borra primero las fronteras, en un universo simbiótico, sin identidades singulares. Cada día se cierra sobre sí mismo en la obsesiva y recurrente repetición de algo que ya ha sido. La memoria, el pasado, se devora a los personajes, de una manera parecida a como Venecia va siendo tragada inexorablemente por la laguna. Después, en Sabina los tiempos son múltiples pero también se anulan como transcurrir, puesto que coinciden —pasado y futuro— en un presente amplificado al infinito gracias al conjuro de las palabras. Creo que la obsesión con la fotografía, en uno y otro libro, tiene algo que ver con esto. La fotografía detiene el gesto, lo extrae del tiempo, lo rescata. Y, a la vez, le roba al fotografiado algo de su alma. No es muy distinto lo que ocurre con las palabras, que apresan en sus redes a la temblorosa, y tan evasiva, vibración de la vida. Cuando se dice, al final de Sabina: “éste no es el fin sino el principio” se cierra un círculo en ese tiempo cíclico, circular, donde el fin es siempre el principio, donde se inscribe el espacio imaginario de la creación. Yo pienso que hay una cierta continuidad entre mis libros y sus personajes y me imagino a Sabina como sobreviviente de aquel naufragio, de aquel diluvio universal, que invadía las páginas de Muerte por agua. Las palabras se le ofrecen, como islas propicias. Así se ligaría ese texto con otro, más reciente, El miedo de perder a Eurídice: la escritura emerge del naufragio del mundo. Salen a flote como islas, los textos. Las palabras son rebotes del obstinado silencio de las cosas.

¿Cómo estructura sus obras? ¿Parte de un esquema inicial o sobre la marcha va conformando sus elementos?

—Un libro suele empezar con el informe deseo de aliviarse de algo y de ponerlo afuera. Curiosamente, eso de lo que queremos aliviarnos nos va a colmar, aunque sólo sea de una manera transitoria, cuando ya esté afuera, objetivado. Pero empieza como una presión que rompe los diques que opone la inercia, la vida que sólo demanda fluir tranquilamente hacia su acabamiento. Una presión que rompe, también, las tentaciones del ocio y su canto de sirenas, el de una lectura gratuita, por el puro placer de leer, como se leía en la infancia, por el puro placer de dejarse saciar sin interrupción por el fluir generoso, y adormecedor, de una lectura pasiva, de un recibir constante. Escribir es romper esa inercia. Restablecer una unidad perdida, pero no de una manera pasiva, puramente receptiva. Al principio, eso que pugna por decirse acaba por condensarse en una frase, que suele estar ligada a una imagen, suelen estar implícitos los elementos que van a descomponerse y luego a rearticularse en el texto: cierto ritmo, cierta respiración. Yo diría que en ese microcosmos está, latente, el libro completo. Luego, casi siempre, cuando el libro se ha empezado a escribir, pretendo construir un diseño de la arquitectura que esa imagen previa parecía estar imponiéndome o, para decirlo de otra manera, creo descubrir la gramática de esa casa que voy a habitar por un tiempo. Pero la escritura misma va configurando el organismo del libro, que tiene sus exigencias y que se vuelve cuerpo en el papel, que las palabras van volviendo cuerpo. Me imaginé Eurídice como el contrapunto entre dos discursos: uno racional, reflexivo, y el otro apasionado, poético. Surgió de una alianza, una conciliación, entre un proyecto de pensar el vínculo entre Julio Verne y William Golding y sus respectivos vínculos con la isla y los náufragos (a partir de Dos años de vacaciones y El señor de las moscas) y el proyecto de vivir, en mi relación singular con un texto, un mito que a mí me seduce: el de Odiseo buscándose entre islas y naufragios. Cuando me senté a escribir surgió, de alguna parte, una frase: “Yo voy a escribir una historia y esa historia es la historia de un sueño”. Luego, algo me obligó a escribir: “Érase una vez una pareja”. Y, casi al mismo tiempo, brotó otra frase: “En el principio fue el deseo”. El libro escogía su camino más allá de mis proyectos conscientes.

Dentro del campo de la narrativa latinoamericana contemporánea ¿en qué corriente se sitúa y qué elementos cree aportar (estilísticos, de estructuración…)?

—Yo creo que tiene razón Octavio Paz cuando sugiere, en El arco y la lira, que cada obra crea y agota su propia técnica. Por supuesto, uno puede hablar de estilo, o tendencias, o corrientes. Pero queda algo irreductible —¿le parece?—. En cada obra, algo que la hace distinta a todas las demás y, en cierto sentido, inexpugnable. Me siento más cerca, desde luego, de los que no pierden de vista la textura imaginaria del espacio de la ficción y dejan que en sus textos se relaje la cautela de la vigilia para dejar que prevalezca otra lógica, que se parece tanto a la que engendran los sueños.

¿Piensa usted que la abolición de una historia, de una anécdota, aleja al lector de la lectura en vez de acercarlo?

—La vida no tiene un diseño muy evidente ¿verdad?, salvo el que se dibuja con la infalibilidad del transcurso de una flecha hacia su blanco, entre el nacimiento y la muerte. O acaso nuestro afán por contar historias sea una manera de diferir al infinito el cumplimiento de ese único diseño, el que nos dibuja constantemente, devolviéndonos al vacío de donde vinimos, horadándonos para hacerle sitio a la muerte. Creo que en el gesto de Sheherezade, en su formulación de historias para aplazar el momento de su muerte está algo que se repite cada vez que alguien vuelve a enfrentarse con una página en blanco. Con los libros podemos hacer lo mismo que con los sueños: quedarnos con sus mensajes explícitos o explorar sus contenidos latentes. Los hilos sueltos, los dibujos inconclusos, siguen, como en los sueños, una enigmática cartografía, la cartografía del deseo. Pienso que toda escritura cuenta una misma historia, que tiene que ver con la muerte y también con el deseo. En otras palabras, se cuenta una historia aunque no se cuente.

Una constante de su reflexión crítica y de su creación es el tema del artista que da testimonio del mundo y se contempla a sí mismo en el acto de concebir su obra. ¿Puede hablarnos de esta preocupación?

—La obsesión con la especularidad es antigua: los alejandrinos ya la conocieron. Me refiero a la metáfora del espejo y al juego de los reflejos. No todos se adhirieron en la antigüedad a la noción aristotélica del arte como imitación. Longino y Filóstrato advirtieron desde entonces la importancia de la imaginación. El tema del espejo tiene que ver con esto. Cuando el artista se mira en el acto de crear y se introduce en el espacio de la obra mirándose en el acto de crear está proponiendo al espectador, o al lector, que entre al juego laberíntico de especularidades. La obra, que puede formularse como otras metáforas o encerrar varias en su interior, como las cajas chinas, se vuelve entonces, además, una metáfora del arte mismo: se refleja en un espejo que la refleja. Lo que la obra dice no es el mundo sino los reflejos —deformados o enriquecidos— que proyecta la imaginación del creador, que multiplica el mundo en infinitos espejos. Por supuesto, en última instancia, lo que se refleja en el espejo es una obsesión por la muerte y por el tiempo y una cierta melancolía. En la pintura es más detectable esta preocupación que en la literatura, pero ha estado presente en ambas, sobre todo en las épocas en que el universo deja de ser percibido como certidumbre y armonía. Puede decirse que reaparece una y otra vez a lo largo de toda la modernidad y se acentúa desde el fin du siècle que seguimos viviendo en muchos aspectos.

¿A qué se debe la presencia constante, la carga de simbolismo del agua, del mar, en sus obras?

—Pienso que alguien como Bachelard ha dicho mucho más de lo que yo podría decirle acerca del simbolismo acuático. También Mircea Eliade ha explorado los símbolos del agua y todo lo que se relaciona con ella como la forma espiral, laberíntica, del caracol. Prefiero contarle, mejor, algunas vivencias personales. Quizás el ruido del mar fue uno de los primeros que oí. La familia vivía muy cerca del malecón, es decir, del mar abierto donde el oleaje rompe violentamente y parece siempre a punto de invadir la calle y la ciudad. Mi infancia estuvo marcada por el mar. De la mano de mi padre recorría ese borde marino de La Habana que entonces me parecía tan largo, infinitamente largo, caminando y a veces corriendo sobre el muro de contención que separaba la calle de los arrecifes. Y con mi madre iba a nadar a aquellas piscinas, construidas entre arrecifes, donde se bañaban por un lado las mujeres y por otro los hombres. Jugaba, buena parte del día, en un portal frente al mar. A lo lejos iban y venían barcos y yo sabía, además, que uno de mis abuelos había sido marino y que mi padre había venido del otro lado de aquel mar. Mi padre nació en Cádiz. Hace apenas unos años estuve allí y sentí una emoción absolutamente infantil cuando me paré en un muelle, frente al mar y recuperé, idéntica, mi sensación frente al mar de La Habana. Pero el mar era también la muerte: había traído, desde New York, el cadáver de mi otro abuelo, que murió allí de pulmonía.

Usted que ha ejercido la crítica literaria, ¿cómo juzga a los críticos actuales que practican esa disciplina? ¿existe verdadera crítica en México?

—Por supuesto, aunque no abunda. Pienso en Paz, en Xirau, en José Emilio Pacheco, en Tomás Segovia, en García Ponce, que crean no sólo cuando escriben sus libros sino cuando reflexionan sobre los libros ajenos. Me interesa la crítica que establece un vínculo apasionado con la obra, no la que se propone matarla y hacer su disección.

¿Con qué criterio elige autores y temas para su crítica literaria?

—Sólo escribo sobre una obra o sobre un autor cuando me despiertan resonancias, ecos, que me incitan a explorar esa otra geografía que, sin ser la mía, puede propiciar —uno lo detecta— el encuentro de un sendero nuevo para pasar, como Alicia, al otro lado del espejo.

¿Habría alguna diferencia primordial entre El miedo de perder a Eurídice y sus obras anteriores?

—Pienso que recoge imágenes, temas, obsesiones que siempre han estado presentes pero que ahora exigieron otro tratamiento, generaron un organismo distinto, quizá porque suscitaron otros reflejos, se mostraron en otras facetas. Creo que uno cuenta siempre la misma historia, aunque pretenda contar muchas historias distintas o pretenda no contar ninguna. Explícitamente, en algún momento se alude en este libro a una historia de amor que en Sabina se insinuaba sin llegar a contarse. Aquí es rescatada y se convierte en leitmotiv. La novela surgió, en la antigüedad, como una hibridación del relato del viaje y la historia de amor. En este libro el relato establece el vínculo con aquellos núcleos de las más viejas narraciones. Por otra parte, se me ocurre que hay un rastro que conduce de Muerte por agua a Eurídice y que completa de alguna manera un ciclo como el de los viejos cuentos que narran la aventura de un personaje que se desprende de su lugar de origen —casa, familia— para hacer un viaje que lo hará pasar por numerosas pruebas, inclusive una muerte figurada hasta encontrarse con la propia identidad y, a la vez, con el amor. Pienso en el tránsito del espacio concluso de la casa, rodeada de lluvia en el primer libro, al mirador desde el cual se contempla el proyecto del viaje (el personaje, en Sabina, se sumerge en el mar como en las aguas primordiales, en una especie de inicio de viaje subterráneo o descenso al infierno y, por supuesto, una muerte figurada) y, por último, el viaje mismo que sería el momento de Eurídice. Todo viaje imaginario es, de alguna manera, el cumplimiento de un proceso iniciático que tiende a repetir el gran mito de los orígenes: el que atraviesa el proceso renace del caos, como surgió el mundo en un principio. La escritura es un viaje imaginario y los libros marcan etapas de ese viaje, ciclos que parecen completarse o cerrarse en un momento dado para dar comienzo a otros.

Eurídice encierra distintas “historias”, pero ¿cuál sería el eje fundamental del texto? ¿Serían esos núcleos temáticos que usted señala? ¿Hay otros temas o hilos conductores?

—En el libro hay varias escrituras sobrepuestas, como en los palimpsestos, lo que sugiere y suscita varias lecturas posibles. Esa linterna mágica que aparece al final puede tener algo en común con aquel laberinto óptico que proponía Leonardo y es, por supuesto, una variante de la obsesión especular de la que ya hemos hablado. El tema de la pareja, el tema del amor, alude al cumplimiento de un deseo de volver a los orígenes, de recuperar el paraíso, de reencontrar una totalidad. Hay en el amor una ruptura con el tiempo que marcan los relojes, el tiempo de la historia. Al final la pareja sabe que repite un gesto, un acto arquetípico, que ritualiza el amor y entra, a través de ese acto, a un tiempo fuera del tiempo, sagrado, mítico. El acto poético hace lo mismo. Cuando digo acto poético me refiero al acto de creación que no siempre produce un poema, en el sentido literal. También puede producir, eventualmente una novela. El trazo de una isla sinuosa en una servilleta blanca, genera el espacio imaginario del libro, de la escritura que es en sí un viaje y el diario que registra el viaje. La isla es el espacio imaginario por excelencia y fue siempre el espacio de la utopía. Ahora sabemos que las utopías, al realizarse o al pretender realizarse, suelen volver infiernos la imaginación del paraíso. Ya no hay islas afortunadas, como decía Camus. Sólo, en todo caso, las del amor, ese sueño, y las de ese otro sueño, la poesía. Yo diría que sólo en la escritura, en el arte, se concilian el deseo y su objeto. Si Eurídice es un conjuro para invocar la Isla (mi espacio imaginario, mi noción de paraíso) es también una probeta alquímica.

¿Cómo una probeta alquímica?

—En la probeta de los alquimistas, no se le olvide, se celebraban las bodas de una pareja incestuosa que conciliaba los dos principios opuestos, pero complementarios, de lo masculino y lo femenino. La isla era el espacio metafórico de ese encuentro, o uno de ellos, porque la riqueza simbólica de la tradición hermética fue infinitamente rica.

¿Qué problemas le planteó la composición de esa novela?

—Al principio hubo dos tonos, o dos discursos, uno mucho más racional y el otro mucho más apasionado, como el juego alternado de una armonía y una melodía. Si el texto definitivo es algo, sería, justamente, la conciliación entre esos dos registros o tonos, que acaban por disolverse el uno en el otro, por imbricarse. Pero prefiero que nos detengamos aquí. Volviendo a los alquimistas: la Obra era protegida, mediante el secreto, de cualquier naufragio. Hay que dejar que el libro se diga. ¿No le parece?



1 Entrevista de Ambra Polidori, publicada en Unomásuno el 9 de junio de 1979.

 


Muerte por agua1

 

Después de llover, de repente salía el sol al mediodía. Los contornos de las casas, de los árboles, las torres y las cúpulas más altas se dibujaban en la reverberación de esa luz. Un vaho, que alteraba los ritmos de la respiración, subía del asfalto de las calles. La gente caminaba como si cada cual llevara todo el sol en la espalda. Había poca gente en la calle. Las aceras se volvían muy largas, interminables e inútiles, desiertas, aplastadas fatigosamente por la luz, por el calor. La luz derretía los colores y la ciudad confundía y mezclaba sus aristas a la vez que se separaba del mar, se sumergía en las estrías de los reflejos solares, se levantaba un poco del suelo y se quedaba allí suspendida, entre el vaho y el sol. Nadie recibía los golpes de frescura, las bocanadas de aire que salían de los zaguanes. Nadie se acercaba a los círculos de sombra que hacían los árboles, tan escasos, de las avenidas. La ciudad se aletargaba. Se olvidaba de sí misma, se borraba, se desvanecía. Se aplastaba como un insecto de muchos colores, muerto y recubierto por un tenue polvillo amarillo. No había huellas de humedad, ni traza de la lluvia que había rebosado las azoteas, los patios y las calles. Se habían tragado toda el agua y volvían a estar resecos, a la expectativa. El mar, reducido a su ámbito, era un gran estanque que se ondulaba apenas, de cuando en cuando. La ciudad caldeada, ardiente, no era más que una ciudad irreal, la ciudad imaginada de un espejismo.

—Hay que comer antes de que se enfríe. Después no es lo mismo.

—Y además se hace tarde. Se me hace tarde.

—¿Te sirvo?

—Sí. Prefiero. Ya sabes…

…Suspendidas. Así se quedan suspendidas. Como unos aritos de latón en la cabeza. Aunque a mí no me parece haber dicho nada. A lo mejor yo no tengo mi arito. Tomar la sopa sin hacer ruido. Sorberla despacito. ¡Es difícil! Como si en cualquier momento el Espíritu Santo… Y ya no serían aros sino lengüitas de fuego. Delante de mi frente. Y de la tuya. Y de la tuya. ¡A quién se le ocurre! A mí se me ocurre. Los tres modestamente. Esperando la gracia. Esperando el primer plato. Y algo más que el primer plato o algo menos. Como si no supiéramos ya que las repeticiones y las recapitulaciones… Como todos los días. Buscando otra vez. Detrás de los gestos. De las palabras. Queriendo reunir algo en esa lentitud, en subir y bajar así la cuchara. En tanto cuidado. Tragando primero un poquito y luego lo demás. Para no quemarnos. Sin masticar los fideos. Tragándonos enteros los fideos. Sin aspavientos. Sin darle importancia. Como se debe. Con la esperanza. Siempre con la esperanza. La última cucharada. Por fin. Llamar para que se lleven los platos. Para que traigan la primera fuente… Hacer todo lo posible porque no se derrame una gota. Llenarla y subirla poco a poco. Y volver a bajarla. Para volver a llenarla. Esta impresión de estar de más. De no ser necesario. De haberme quedado afuera como si ya no hiciera falta. Por encima del plato de sopa, del mío y del tuyo, me acerco discretamente, sin hacer ruido, busco el tono, me doy tiempo mientras tanto. Mientras ustedes hablan de algo, se quitan la palabra de la boca como para no dejar nada en el aire, o para espantar una mosca. Se quitan de encima algo molesto. Me miran para ver si he oído. Y miran para otro lado.

—¡Qué calor está haciendo! Para eso sirve la lluvia.

—No se oye zumbar una mosca. Dan ganas de que vuelva a llover.

—Después de todo la lluvia…

—Yo creí por un momento que el invierno… Pero otra vez parece pleno verano.

—Este tiempo… Este tiempo… En ninguna parte…

—¿No les parece que si entornáramos las persianas…? …Los platos. Nada lechosos. Con otra textura. Casi diría con otro color. Con otro peso. Completamente distintos que en la repisa. Cuando están puestos en la cocina. Encima del caballito un solo cuchillo. Ya la cuchara y ahora el tenedor. Podría ser si yo me decidiera. Bastarían algunas palabras. Dejarlas caer encima como una red. Sin que te dieras cuenta de cómo. Ni te pudieras salir. No darte la oportunidad. No dejar que trates de convencerme. Dar vueltas alrededor como un moscón. Pero para eso tendría que hablar mucho. Y no se me ocurre nada. Prefiero el destello en el trébol rojo. Encima de la persiana.

…Yo de este lado y ellos de aquél. Sentada en el portal, viendo cómo pasa la gente por la calle. Meciéndome yo sola entre los demás sillones vacíos. Así estamos. Y no porque yo quiera, sino porque me he quedado de este lado. Así qué fácil. Qué inútil. No, al contrario, qué claro. ¡Qué claro verlos así! Tú y él. El y tú del otro lado. Y eso que no los miro mucho. No hace falta. ¡Es tan cómodo! Aquí nadie me molesta. Además no puedo abrir mucho los ojos porque entra demasiado el sol por los cristales. Estoy en ese barco que se acerca al muelle. Por la mañana, muy temprano. Mejor en ese barco.

…Sigo empeñado. No lo puedo evitar. Después de todo anoche… Volver a donde lo dejamos. No perder el hilo. No sé por qué siento como si estuviera pasando algo y yo no me diera cuenta. Empieza a ser casi casi una obsesión. Me pondrían en un aprieto si tuviera que explicarlo. Es muy molesto. Tan fácil que sería buscarte un sitio cuidado, preservado, acogedor, donde pudiera ponerte. Donde te dejaras poner. Necesito decir algo.

—Deben ser niños que gritan en alguna azotea. Por aquí cerca.

—Sí. ¡Qué raro! Tan tranquilo que estaba todo.

—A mí no es que me molestara. Me extrañó. No sé si he estado distraído pero no me había fijado que hubiera niños por aquí cerca. ¿Y tú?

—Yo tampoco.

…Tampoco. Es la verdad. Yo tampoco. Siempre me ha gustado ese trébol rojo en el arco. Las ramas de los árboles se mueven con el aire y se puede ver la luz entre las hojas. Yo estoy abajo. Miró cómo se mecen las copas y empiezo a marearme. No es cierto. Estoy en el pasillo y la luz se ha puesto rara. No. Estoy sentada aquí en la mesa. Esa es la verdad. A la hora del almuerzo. Las copas de los árboles y las hojas que se mueven se van corriendo y no las podría alcanzar. Ni quiero. Sólo me da pena la brisa. Siempre me ha gustado la brisa. No sé por qué comemos hígado. No puedo soportarlo. Ni el sabor metálico ni lo gelatinosa que se siente la carne.

…El mar está pálido y no hay olas. Vienen las lanchas y la gente grita y se ríe. No terminan las palabras. Las cantan. Los árboles, después del muelle, son largos y lisos como columnas y tienen penachos verdes. Detrás hay portales con columnas y balcones. En un arco, tapado con cristales como éstos, iguales a éstos, se ve el sol más que en ninguna otra parte. No calienta mucho todavía. Subimos a un coche de caballos y en seguida nos metemos por una calle estrecha y dejo de ver el mar. Miro los balcones y todos, casi todos, son distintos.

…Un sitio distinto de ese donde estás, a mi derecha, mientras ella está a mi izquierda y yo en la cabecera. Si no se nos ocurre nada vamos a volver a hablar del tiempo. Te quitan el plato y no te das cuenta y casi se tira la salsa. Me alegro que no se haya tirado. Si no, otra mancha como ayer. Me gusta ver en orden los platos y las fuentes. Es un alivio. Los cubiertos y los caballitos. Ya nadie los usa, seguramente. Pero nosotros sí. Me gusta ver las sillas junto a la pared. Las copas dentro de la vitrina. Las rosadas abajo y las blancas arriba. Me alegró que las sacaran anoche. Pero prefiero verlas ahí, en su lugar. Y en medio los vasos con borde de plata. El espejo, al fondo, convierte las tres filas de copas en seis filas de copas. La mesa son dos mesas en el espejo. Las dos inclinadas, juntándose en el centro. Ya lo he visto en alguna parte. Los platos como si fueran a caerse. En alguna parte. En un libro de historia. En un grabado antiguo. Eso es. Dejar de mirarnos en el espejo porque un poco más y no podré contenerme y voy a querer evitar que se resbalen los platos. Será una tontería. Una ridiculez.

—Este año no habrá ciclón. Pero no ha parado el mal tiempo. A mí no me engaña este sol. Ya veremos dentro de un rato. Cualquiera diría que ya es época de nortes. Los días ya son más cortos. Cuando menos se imagina uno oscurece. ¿Te has fijado?

—Hay que ser precavidos. ¿No se te hace tarde? Como a ti no te gusta que se te pase la hora...

—No te preocupes. Hay tiempo para el café. Me alcanza perfectamente.

...Miro con el rabillo del ojo. Sabía que estaba ahí, pero tenía la impresión de que se había levantado. Como si nos hubiera dejado solos. Claramente esa sensación. Acaba de dar la una.

...Antes, todavía antes, el polvo se levantaba y todos los lugares se ponían grises. Las filas largas de hormigas se metían por la hierba.

...Hay sol. Está el arco de cristal. El arco de cristal. El arco tiene tres colores. El sol da fuerte en los cristales.

...Todavía están en la mesa los platos de postre. Las conchas donde siempre se sirve la natilla. Con caminitos abiertos por las cucharas. De niño los seguía con el dedo. Eran iguales las conchas.

...Algunas veces me ponía a oír con curiosidad cómo me latía el corazón. Pero entonces no parecía mi corazón ni parecía que esos latidos fueran míos.

...La puerta. Las persianas en la puerta. Los mosaicos rojos. El barandal.

...Dentro de media hora sonará otra campanada.

...Después me gustaron las noches. Los ojos se acostumbraban a la oscuridad y abría mucho los brazos en la cama. Quizás para abrazar a la noche o para abrazarte. ¡Ya nos habíamos casado y éramos tan jóvenes! Pero yo te había esperado mucho tiempo y tú me habías esperado mucho tiempo.

...Los colores vibran fuera del arco, dentro de la luz, en un cono de sol. Es hoy, al mediodía.

...Dentro de media hora.

...Las gardenias tenían mucho perfume. También olían los lirios sobre todo si estaban ya un poco marchitos.

...Yo estoy aquí. Sentada. En esta silla.

...Tendré que bajar la escalera y este reloj dejará de importarme.

...Miraré mi reloj y luego preguntaré la hora y miraré el reloj de la oficina.

...Una vez nos paseamos por la playa. La arena era muy suave y se me iban los pies, parecía que se los quería tragar. Me agarré de tu brazo como si de verdad tuviera miedo. Me diste unas piedras para que las guardara. El mar nos mojó los pies y se iba y venía y volvía a mojarnos. Nos quedamos así mucho rato.

...Estoy sentada aquí. A la mesa.

...Y me imaginaré tu tarde.

...Y otra vez guardé mariposas en una red anaranjada y luego las dejé escapar. Pero eso fue mucho antes.

...A la hora del almuerzo. Con ustedes a mi lado.

...Me pondré a pensar si ya te sentaste a coser.

...Aprendí a tejer. Tejía a todas horas y no me daban ganas de hacer otra cosa.

...Y eso es todo lo que hay. No hay nada más.

...O si habrás puesto el sillón en la ventana.

...Estoy meciendo la cuna, una vez y otra vez y tengo el pelo negro y después blanco, pero la cuna sigue siendo la misma.

...Hay luz. Hay cristales. Hay colores. Yo puedo mirarlos.

...Miraré el reloj a las dos, a las tres, a las cuatro.

…Corro mucho por el campo. En el quicio de una puerta me siento. La casa es blanca y tiene geranios.

...No tiene nada que ver con el polvo en la persiana. Con las gotas en los alambres. Y sí tiene que ver. Sí tiene.

...La tarde es igual para ti, para mi, para ella. También para los que pasan por la calle. ¿No te has puesto a mirar por la ventana?

...El barco es lento. Nunca se acaba el mar.

...La luz es compacta. La luz se ha puesto anaranjada.

...No es una ilusión. Deberías creerme. La tarde es la misma. La misma para todos.

...Me aprendí canciones tristes. Después me enseñaste a bailar. Bailamos lanceros y mazurcas. Siempre esperé con paciencia. Sigo esperando.

...Y yo ya no estaré. Ya no estaré en el pasillo. Ni debajo de los árboles, ni sentada a la mesa. Yo ya no estaré mirándola.

...A ti te importa saber que siempre es la primera vez y la única vez. Que el reloj no ha marcado nunca, ni volverá a marcar nunca las mismas dos, las mismas tres, las mismas cuatro. Pero no hay que pensarlo mucho. Hazme caso.

...Te besaba en la boca. Las iniciales que bordaba en las sábanas de hilo, en los manteles blancos, eran tus iniciales.

...Habrá un momento inútil. Que será después de. ¿Después de qué? No me lo puedo imaginar. Pero ése será el final.

...Basta que sean las dos, las tres, las cuatro de este día, de este mes, de este año.

...Las camas eran anchas y por el día las tendían con colchas de crochet.

...Los colores serán los mismos. La luz será la misma. Sin mí.

...Un año, un número con cifras gruesas. En relieve. Así se reúnen uno al lado de otro, iguales, todos los años que vivimos.

...Me mecía en los sillones altos de rejilla, casi nunca en los sillones de mimbre. Me parecía que iba a irme para atrás.

...Toda esta luz. Tanta, tanta luz. Y el vacío.

…Algo con peso, denso, consistente. Un pequeño bloque de. Acero liso y bien recortado, con bordes precisos que lo separan del vacío, de todos los años que nunca vivimos antes, de todos los que no viviremos después. Así es y así está bien. No hay nada que dudar. Te lo aseguro. Soy yo quien te lo aseguro.

...Los sinsontes cantaban y me gustaba tener tomeguines. Por las mañanas se abrían los escaparates y todo olía a resedá. Entonces.

...Como saltar con un paracaídas que no se abrirá nunca.

...Siempre habrá relojes. No tendrás que tener miedo.

…Decírtelo de alguna manera. Decir cualquier cosa.

…Voy a tener que irme sin... Se les debe haber olvidado.

...No. Espérate. En seguida vengo. Lo traigo.

...Ellos eran los que se iban y los que venían. Yo siempre me quedaba. Alguien tenía que cerrar la puerta. Me decían lecciones largas sin que yo las entendiera. Yo que hubiera querido oler otra vez la hierba húmeda. A mí que me gustaba la leche acabada de ordeñar. Me ponía lazos en las trenzas y jugaba sola en el patio donde había un árbol frondoso que nunca dio flores. Mi madre se vestía de negro. Había el portal por la tarde y la brisa. Y las ganas de abrazarla. Las temporadas largas en los baños de mar. Y vestirse de luto. Mirar el reloj con impaciencia. Las arañas dan vueltas y vueltas en el techo, cuajadas de luces, y afuera hace una noche amoratada., llena de estrellas y es invierno. Una casa y otra casa antes de esta casa, mi casa. La mesa se iba quedando vacía. Ya no hubo espejos por todas partes. Todos me rodeaban. Estoy sola. Los nombres de mis hijos yo se los puse, para que todos les dijeran después por esos nombres. Nadie me había puesto nunca un telegrama y ese día, cuando lo abrí, decía que estaba muerto. Yo no te vi morir. Yo seguí viviendo. No. No quiero. Tapar la taza con la mano antes de que me sirva. Se me olvida lo que podría decirle. Como pescar algo que se ha ido al fondo del pozo. Y me gusta el olor. Siempre me ha gustado cómo huele el café. Pero no quiero. Eres tú la que lo sirves ahora. ¿Desde cuándo? Desde hace tiempo. No lo tomaré. No tengo ganas. Me recostaría porque tengo mucho sueño. Y eso que nunca me ha gustado la siesta. Un instante. Ya vamos a acabar de almorzar.

...Todo tan natural. Tan ahí. Como esta cucharita a la que le estoy dando vueltas. De la que no puedo apartar los ojos. Como si me hubiera hipnotizado. Un instante. Eso. Y pasa. Pasa la claridad que casi lo ciega a uno. Esa sensación de que se ha encendido de pronto un reflector muy potente para no iluminar nada. Para llenar de luz un sitio donde no puede haber luz. Imposible de imaginar. Un lugar que no es. Apenas un instante. Y luego esto. La tranquilidad. Este aplazamiento no se sabe hasta cuándo. Estar aquí sentada en una silla. Mirando una luz que atraviesa un arco de cristales por un punto, un solo punto, y se abre después como un abanico. Mirando los helechos. Y los espárragos. Detrás de la persiana. Mirándome los dedos de la mano. De la mano que es mía. Que juega con la cuchara. Que dibuja rayas. Otra vez rayas. Encima del mantel blanco. Entre las migajas de pan y los granos de arroz que se han caído de los platos. De los tenedores. Un instante. Mientras que tú, como siempre, pretendes reunir todos los hilos, y hacer y decir, sin llegar a nada porque no encuentras qué. Porque no hay qué. Te veo. Tomándote el café sin respirar. La veo. Tapando la taza con la mano. Con los ojos medio cerrados como si fuera a quedarse dormida. Y es como si yo me viera. Dándole vueltas a la cucharita. Como si estuviéramos posando. Posando los tres. Para una fotografía que nos deja fijos, inmovilizados, atrapados. Y no hay más que los gestos de los tres en este instante. Que nos descargan, no sabría ni cómo ni por qué, de todo lo que no hace falta. De nuestros cuerpos. De los lastres. De lo que pueda venir después. De lo que no habremos hecho. Detenidos. Posando para alguien. Que no está o sí está. Y todo se reduce. Se afina, se purifica y se queda así. Un instante. Nada más. Y es todo.

...Probártelo. Me gustaría probártelo. Poco a poco, pacientemente, pero no sé si ahora. Tendré que encontrar el momento. El momento oportuno. El café ya se ha enfriado. Y está tan amargo y se asienta en el fondo como polvo mojado. Se me queda en la garganta. No me pasa. Decirte que no se te olvide el azúcar, dos cucharaditas, ya lo sabes. Pero ahora bebérmelo hasta el final, como si nada. Y el vaso entero de agua para quitarme el sabor. Lo que no se hace. Intacto. Sudado porque el agua estuvo muy fría hasta hace un momento. Pero ahora estará tibia. Casi. Tomaré el vaso y empezaré a beberlo. Y dejará en el mantel, ya ha dejado, deja un pequeño círculo mojado que se secará pronto. Y no quedará ninguna huella, ni la sombra del lugar donde estuvo el vaso, ni nada, porque también a mí, aunque quiera evitarlo, dentro de un rato se me habrá olvidado.

 

1 1965

 


Tiene los cabellos rojizos y se llama Sabina1

 

Y en el paisaje, confundido y esfumado en la luz, vendrían a sucederse, como las imágenes de una linterna mágica, otros paisajes que también son voces y que coincidirían en el milagro de la escenografía, por obra de un artificio literario que sería relativamente fácil. Al mirar el promontorio, el personaje obedece a una exigencia profunda (palabras que tomo prestadas sin saber a quién, o que me son dictadas, lo que viene a ser lo mismo). Su presencia en el parapeto, que es un mirador, que es una terraza se debe a una inspiración súbita que la empuja a salir por última vez antes de irse, a salir para tomar una fotografía que no tomará porque ese movimiento inspirado que la sitúa frente al promontorio tiene otros fines y pronto sustituirá el deseo de la fotografía por la anticipación de una novela. Ese movimiento inspirado, como me atrevo a llamarlo sin temor de caer en un exceso de fantasía, niega la opacidad del escenario, que para cualquier otra mirada permanecería mudo en ese instante, para trasladarlo a la claridad de un discurso ficticio donde la luz, eminentemente irreal, procede exclusivamente de la formulación de muchas palabras que han estado esperando ser enunciadas. En la claridad deslumbrante de esas cuatro de la tarde ideales, perfectas, como sólo podrían serlo de haber sido imaginadas, inventadas y puestas en palabras, su mirada es, paradójicamente, una mirada nocturna. ¿Una mirada que prescinde de lastres inútiles, que vuelve las espaldas a lo cotidiano? Sí pero, sobre todo, una mirada que en un golpe de vista abarca sólo lo rescatable y para la cual se vuelve elocuente el silencio de la escenografía. El personaje ha ido a ponerse, por un movimiento inspirado, en el lugar que le estaba adjudicado desde que el promontorio prefiguró la imagen de una escenografía genial. El personaje no tiene nombre porque no tiene identidad o, si quieres, porque en él, en ella se intercambian ;y coinciden muchas identidades latentes o posibles. La mirada y la anticipación de una novela futura no se distinguen: son, en todo momento, una y la misma cosa. Para que la novela se configure es indispensable el lapso de suspenso abierto por una mirada. El ruido del mar se aquieta hasta enmudecer a las cuatro de la tarde. Y sin embargo en ese lapso de suspenso que abre la mirada sobre la escenografía en el interior del ámbito creado para la novela por una sucesión de palabras angustiosamente atrapadas, el ruido del mar es el único fondo sonoro que sustenta las palabras. Las palabras pretenden sustituir el ruido del mar. Las palabras son el ruido del mar. La duración artificiosamente henchida que abre la mirada del personaje sobre una escenografía involuntaria pero predestinada y perfecta, se inscribe dentro de otra duración idealmente distraída al tiempo y suspendida en un vacío ideal: la duración de unas vacaciones que rompen la molesta insignificancia de lo cotidiano. Se trata de un artificio. Se trata de una novela hecha exclusivamente de palabras. ¿Podrás prescindir de la insistencia con que ellos te llaman? Ellos representan un papel y yo represento un papel: se trata únicamente de que cada cual cumpla su función dentro de la novela. Lo demás no importa. Importa determinar, eso sí, cuál es el papel de ellos y cuál es el mío. ¿Qué exigen de mí y qué me impide abandonar la terraza, el mar, la escenografía, el hotel? Un hotel es un lugar de paso. ¿A qué se debe, pues, esa obsesión de no dejarlo, esa fantasía de prolongar sin término una estancia que debe ser pasajera; que sólo vale, además, por esa necesidad de ponerle un límite, un principio y un fin? El personaje se distrae. Deja de mirar la escenografía para mirar a su alrededor. Entre todas las historias posibles hay también una historia de muchachas en flor. El hotel se ha llenado de jovencitas rubias (hay cuatro en cada cuarto), ruidosas, descalzas que de día se tienden al sol en sus respectivas terrazas, conservando únicamente el pequeño calzón de un diminuto bikini y dejando expuesta la espalda desnuda. Relumbrosa de aceite. Cuando las puertas de sus cuartos se quedan abiertas es posible ver desde afuera las botellas de ron tiradas entre los huaraches, las blusas y los shorts, en un desorden que el cuidado aspecto de las niñas desmentiría. Tratamos de hacer reservaciones en el hotel y nos comunican, en un tono cortés e impersonal que ha cundido una epidemia de cólera. Pensamos que el cólera es una enfermedad estomacal que produce vómito incesante, hasta la muerte. Hacemos, sin embargo, las reservaciones. Al llegar al hotel, observamos con curiosidad a los huéspedes para sorprender cualquier evidencia, en el semblante, en el comportamiento, en el aire exterior, de la enfermedad que nos han anunciado. Pero todos parecen sanos y despreocupados y dan vueltas en pequeños grupos, alrededor de una alberca cubierta, rodeada de arcos romanos, llena de agua que hierve a borbotones. Unos altavoces difunden los acordes frívolos, exquisitamente fin de siglo, del vals de los Bosques de Viena. Los paseantes dan la impresión de moverse al ritmo del vals, aunque no están bailando sino únicamente caminando. Es entonces cuando percibimos que el vals se interrumpe regularmente, para dejar escuchar una voz que pronuncia, distante y ajena, un nombre: de alguno de los grupos se adelanta una persona hacia la piscina y salta, todo al alegre son de Johann Strauss. El agua que, como ya se ha dicho, hierve a borbotones, se lo traga de inmediato. ¿Un sueño que se inmiscuye en el contexto de la novela igual que esa pantalla rota de seda azul que pusiste en la sala como un detalle surrealista? Quizá, pero es fácil descartarlo. Lo importante es la obsesión por la luz. Yo he visto esa misma estela brillante en otras playas, a otras horas, a veces cuando ya se acerca el crepúsculo. La estela va ascendiendo entonces al cielo que se vuelve, en el horizonte, platinado y frío, iluminado detrás de una nube por el último brillo, lunar, de un sol avergonzado de su esplendor diurno. El cielo liso, platino, de esas transiciones hacia la noche puede ser tan fascinante como la estela de mar, reflejo deslumbrante del sol de las cuatro, que seduce a tu personaje. Luego, el resol acerado se va transformando en plomizo y por fin las nubes se emparejan y el cielo, en el horizonte, se pinta de azul añil traspasado por una luz intensa que confunde durante un fragmento de segundo impresionante el cielo y el mar. He visto ese crepúsculo en una isla del Caribe protegida de los vientos y las agitaciones de alta mar por otras islas cercanas, de modo que las playas se recogían tranquilas, al borde de un estanque inmóvil. El Caribe no es uno sólo. Crees reconocer un matiz, una ondulación del agua y algo, de repente, lo singulariza y lo vuelve único. El Caribe es un mito: es Utopía, es la Isla de Robinson. Pero me gustaría que me explicaras ahora, antes de seguir adelante, quién dice esas palabras: “No estoy aquí. Estoy en otra playa, hace veintidós años”. ¿Es el narrador o, en este caso, la narradora, o es el personaje que uno de los narradores, el que acaba por escribir un texto que se empeña en llamar novela, inventa en el momento mismo en que empieza ese discurso imaginario? La narradora y su personaje estarán ligadas como dos hermanas siamesas. Sus corazones latirán con la misma cadencia y una podrá adivinar lo que piensa o siente la otra, porque una y otra serán las dos caras de una misma, casi incestuosa, identidad. ¿Y esa alusión a Hamlet que luego se pierde? Dijiste que la novela habría de ser un continuo ininterrumpido, que podría empezar en cualquier momento y terminar en cualquier momento, acaso como la vida. Mi novela no pretendería reproducir la vida sino, más bien, describir un instante en el que un personaje inventaría negar que el ciclo no se interrumpe nunca: aspiraría a negar, con su presencia imaginaria en un mirador colocado frente a un promontorio espectacular, que la secuencia del tiempo es inalterable. Tampoco allí había mariposas. En la noche cerrada sólo se distinguían los tubos largos de luz morada, cuidadosamente distribuidos para garantizar la salubridad del hotel, un remanso de comodidades modernas en medio de la virginidad de la isla. Nunca vi que los tubos morados atrajeran estos moscones gruesos que se te cuelan por el cuello de la camisa en algunos lugares del trópico. Había, eso sí, muchísimas mariposas, sobre todo pequeños cadáveres achicharrados de mariposas amarillas. El ruido de la descarga no dejaba de estremecer un poco mientras uno se dirigía, con pantalones Daks y camisa Pucci sabiéndose protegido, a sorber vasos helados de rum punch en el bar de la Pequeña Sirena o en la Caverna de Neptuno. Ese barco, encerrado en una botella, lo he buscado inútilmente en Curazao, sintiendo quizá que era como buscarlo en Amsterdam. Lo he buscado inútilmente. Anótalo. ¿No traes tu libreta de apuntes? Lo has buscado entre pulseras y arracadas hindúes, anillos de jade que traen la buena suerte, pomitos de ungüento chinos, bálsamos mágicos para aliviar dolores y para estimular las facultades eróticas, telas de Java, caftanes y estatuillas balinesas. Pero tu búsqueda ha sido inútil y has acabado por comprarte una reproducción de la Santa María que era igual a la Pinta que era igual a la Niña en una farmacia de Montego Bay. Creo que empiezo a entender el porqué de Hamlet, esa premonición del personaje. En una versión cinematográfica, si no me falla la memoria, Hamlet formula frente al mar su célebre duda metafísica: To be or not to be y abajo el mar embravecido de Dinamarca, que tiene algo que ver con Islandia, si no me equivoco. ¿La vocación? La vocación de ser únicamente su propio espejo, de contemplarse como conciencia, en perpetua, monótona, insistente y maniática reflexión sobre la propia vida y la propia muerte. Hamlet entre la tentación de la inmovilidad, de la contemplación pura, y la obligación de realizar un acto que no es sino un acto de venganza, de celos incestuosos y, en última instancia, de identificación póstuma con la figura paterna. Quiero decir que, de una manera oscura ella, al imaginarse como personaje que enuncia mentalmente ciertas palabras que evocan, tal vez para volverlo presente, un momento vivido veintidós años antes tiene una fantasía un poco grandiosa y cree percibir la figura de Hamlet ascendiendo lentamente los escalones del promontorio y ve, al mismo tiempo, que la escenografía es en realidad el original de un grabado donde todo movimiento se hubiera detenido y al pie del cual hubieran escrito con letras mayúsculas HAMLET y, con letras minúsculas, By William Shakespeare. Mi absurda necesidad de justificar la necesidad de lo innecesario, de racionalizar las intuiciones, de convertir en discurso literario los presentimientos más incipientes, los que hubieran podido quedarse tranquilamente sin ser formulados y sin que a nadie le importara un comino. Tu absurdo afán de dejarte deslizar hacia el irracionalismo, de creer en los presagios, en los augurios y en las sigilosas señales del otro mundo. Cuídate del ocio: es un terreno resbaladizo que resbala precisamente hacia el abismo. Abisal es una hermosa palabra que entra muy bien en mi vocabulario. Abisal, malva, ámbar. Déjame asociar libremente. Deslizarme suavemente. Creo que ha llegado el momento de poner algo en claro. ¿Cuál es el tiempo de esa novela que estás escribiendo? ¿El tiempo de ella, la que mira desde el mirador, o el tiempo de ella, la que escribe con tinta verde sobre las hojas anchas de un cuaderno rayado colocado encima de la tabla abierta de un escritorio de maple? ¿Cuál es el tiempo de la novela que podrías o más bien deberías estar escribiendo, que me pregunto si estás efectivamente escribiendo aunque indudablemente tiene ya alguna, aunque sea mínima, consistencia real puesto que puedes referirte en concreto a ciertas palabras enunciadas, pienso que no en alta voz, por un personaje indudablemente femenino, al que has situado en una terraza cuya vista sobre un peñasco que emerge del mar es excepcional y hasta podría decirse privilegiada? El dilema entre un tiempo y otro tiempo es algo que no se decide todavía. Pero hay esto de cierto: la posición de ella, el personaje del mirador, resulta cada vez más incómoda. No se puede reflexionar acerca de la propia vida y la propia muerte (aquí se abren y se cierran comillas) cuando la temperatura al sol es de 38 grados centígrados y no corre la brisa. Sólo consigno un hecho. Y ese hecho es el siguiente: a las cuatro de la tarde del domingo ocho de mayo de 1971, una mujer mira desde la terraza de un cuarto llamado El mirador en un hotel de Acapulco, hacia un punto situado precisamente frente a ella, unos treinta metros más abajo, un punto donde se encuentra un islote escarpado, un promontorio alisado, un peñasco erosionado por el oleaje y hacia la ancha estela que se extiende desde allí hasta el horizonte, una estela dibujada por la reverberación solar sobre la superficie indiferente del mar. El promontorio es amarillo de bordes irregulares, afilándose en su extremo superior. Quince escalones tallados en su base permiten el acceso, desde una plataforma mojada constantemente por el mar, que enlaza ese islote flotante con el macizo de acantilados donde ha sido construido el hotel; plataforma que rodea una poza o piscina marina donde el agua, que penetra por los intersticios de los arrecifes que sostienen la plataforma, se estanca y toma un color esmeralda transparente que deja ver, en el fondo, la arena gruesa y ocre. Este es un hecho real. El único hecho real. Todo lo demás que pueda decirse en torno, acerca o sobre esa mujer y su manera de mirar el mar depende únicamente de la voluntad de un narrador situado en otra terraza, la del cuarto llamado El laberinto, que la convertirá o no en el personaje marginal de un relato al estilo de A sangre fría, y de la fantasía de una narradora sentada, a la vez, en uno de los escalones del promontorio y frente a un escritorio de maple americano, donde escribe con una pluma verde en tinta verde, a lo ancho de un cuaderno rayado que la convertirá, si se decide a hacerlo, en un personaje de reminiscencias shakesperianas, ligeramente anacrónico, desmesurado y ridículo. La mujer que mira el mar el ocho de mayo de 1971 intenta ser por su parte, patéticamente y sin muchos resultados, por un instante, quizás el único de toda su vida, su propio personaje. ¿Recuerda, sueña, anticipa? Recuerda que preferiría olvidar; sueña, Rilke; que mira hacia afuera mientras que es por dentro donde el árbol crece, quiero decir, en este caso, donde se ondula y murmura el mar; anticipa una despedida, oscilando peligrosamente entre esa despedida y un obstinado deseo de petrificar el gesto de adiós que esbozar ingenuamente con la mano izquierda, posada sobre el muro de la terraza como un pájaro tembloroso, indeciso entre el nido y el vuelo. Las palabras la abandonan. ¿Será que la mirada, esa manera de mirar, excluye las palabras? imagina haber tenido una visión e imagina, también, que la visión se ha desvanecido. Imagina la libertad, la apertura, el vuelo. Se imagina a sí misma como objeto obsesivamente acariciado por su mirada. Se imagina mirada por el mar. Se imagina ceñida por el mar. Se imagina el mar. Me imagino, a mí misma, el mar.


1 1974

 


El miedo de perder a Eurídice1

 


Pero, aun sin saberlo, las palabras del sueño le dejaron la inexplicable sensación de haber recibido un mensaje o de haber escuchado el dictamen de un oráculo. Aunque, por supuesto, las palabras mismas, la formulación se había desvanecido cuando despertó.

Hay escenarios que cuentan, de por sí, una historia. Lugares que, al describirse, se narran. Tal, por ejemplo, el interior entrevisto de un palacio veneciano a cuya puerta comparece, abotonándose el chaleco con la mano izquierda, un criado de librea. El conde Ucello, descendiente de alguno de los Dogos, lo habita. Todo palacio, en Venecia, es un escenario teatral que evoca el histrionismo de Wagner y la suntuosa melancolía del Palazzo Guistiani. Gruesas cortinas de terciopelo rojo y rojas tapicerías de caída majestuosa, moderadamente deterioradas, acentuarán la clausura y propiciarán el tibio erotismo que habría fluido, por mediación de la pluma de oro de Mathilde Wesendonk, a lo largo del segundo acto de Tristán. 

¿No es la ciudad entera, después de todo, la más intencionada y desmesurada escenografía?

El rojo de los muros exteriores se desnuda, por aquí y por allá, insinuando la intimidad de la morada con cierta refinada impudicia. Hasta hace poco eran tres en la casa pero el joven sobrino del conde se ha ido. El conde pasa sus días en el breve jardín que asoma al campiello de los Arcángeles. Una hiedra tenue, ambarina, cubre ese revés del palacio que mira al jardín, diminuta floresta de naranjos, jazmines, coralillos, rosales espinosos que no han sido podados en mucho tiempo, yerbas silvestres, intrusas, que nadie arranca, florecillas invasoras que desbordan setos cuidadosamente trazados y gatos que se acomodan en algún sitio protegido y lo habitan, en silencio discreto, dos o tres meses. El conde dedica largos ratos a hojear álbumes de pintura y sale únicamente, de vez en cuando, para ir a la Academia donde examina con infinita paciencia, a través de una lupa montada en oro y sostenida por un amorcillo, las Alegorías de Bellini. En el Museo lo saludan con respeto y procuran dejarlo a solas para que pueda contemplar sin prisas al hombre que sale del caracol y contempla, él mismo, a la serpiente. Cuando aparece, los turistas se inquietan un poco, sin saber, si deben aplaudir o no, adivinando la irrupción en escena de un actor de viejos prestigios, injustamente olvidado. En ocasiones, se detiene algunos instantes, en el salón contiguo, frente a La Tempestad y luego, después de echar un último vistazo a sus Alegorías, sale velozmente como si el tiempo lo presionara, atraviesa el puente y se dirige, sin ningún rodeo, al palacio rojo que, al semiabrirse para engullir a su dueño, despide la iridiscente y trémula luminosidad de una valva por los reflejos del sol que multiplican los cristales biselados de las ventanas, los rayos que inciden en los numerosos espejos y los destellos multicolores que proyectan las lámparas de Murano. Por no aludir al sobrino que se ha ido, el señor y el criado hablan, dicen los vecinos, de catarros y de rosas. Los mismos vecinos han creído atisbar al joven en la terraza del tercer piso, o descendiendo al jardín por la escalera descubierta que comunica, por afuera, todos los niveles de la casa, pero han comprendido en seguida que se trataba tan sólo del criado, vestido con la ropa del heredero y los más observadores apuntan que se ha hecho ondular el cabello y lo ha aclarado, para acentuar el parecido, uno o dos tonos. La edad del conde es imprecisa: quienes lo han visto de cerca le atribuyen casi la vejez o casi la juventud, sin poder determinar de qué depende la incertidumbre del paso del tiempo en ese rostro hermoso, en ese perfil de moneda antigua, en esos ojos intensos y evasivos, en esos modales ágiles o excesivamente fatigados. Los que pasan frente a la puertecilla del jardín a horas fijas se extrañan de verlo una y otra vez en la misma posición, inmóvil, con una pluma en la mano, y mientras hay quien supone que escribe largas cartas al que tan intempestivamente se ha marchado, otros jurarían que no escribe sino dibuja, pretendiendo reproducir de memoria acaso, la alegoría del hombre que sale del caracol y contempla a la serpiente. Así se justifican sus visitas a la Academia, esas excursiones que lo arrancan por breves lapsos de su inquietante ensimismamiento. Con más envidia que simpatía se le atribuye una inútil fortuna acrecentada con la viudez reciente (de una napolitana tan pródiga que lo habría dejado, a la vez, libre e imperdonablemente rico) y una disposición egoísta que no se habría alterado ni aun con la presencia del único hijo de su hermana, muerta casi al mismo tiempo que su mujer.

El conde sale al jardín por las mañanas, cuando los músicos de La Fenice empiezan a ensayar la obertura de El Buque Fantasma que iniciará, pronto, la temporada musical de invierno. Lo espera un sillón de mimbre con cojines de cretona floreada, ya muy desteñida, una manta escocesa y una mesita. Las lluvias lo desplazan, eventualmente, a la terraza cubierta. Pero la figura se ha mimetizado al aura melancólica del pequeño jardín salvaje, se le ha vuelto tan consubstancial que los transeúntes cotidianos creen distinguirlo, al espiar entre las forjas de la puertecilla indiscreta, detrás de un seto, incrustado en la verdura, aun cuando el sillón no esté visible y un vientecillo helado sugiera el aguacero. En un café lejano del campiello de los Arcángeles, alguien ha hablado de una góndola vacía vista en Isola Bianca, a donde nadie acude desde que fueron incinerados allí los huesos de viejos huéspedes del cementerio de San Michele y donde ahora, se murmura con cierto énfasis que sugiere tanto repugnancia como fascinación, sólo proliferan serpientes. La góndola del conde no es ya una góndola como las otras: a medida que la historia es contada más lejos del palacio por gente que jamás ha visto en persona al protagonista, la góndola se va volviendo más lúgubre y la imagen del dueño más ambigua. Una y otra, ya casi fantasmales, han sido detectadas en más de una de las pequeñas islas bajas de la periferia, deshabitadas, cenagosas, inquietantes espejos de los orígenes de la ciudad, donde la tierra y el agua no respetan sus mutuos límites y se confunden en un lodo plomizo, oscilante y tembloroso. Cuando la bruma se aposenta y toda la ciudad simula levitar en ella como si fuera a emprender el vuelo o, ya reblandecida estuviera a punto de entregarse, sin ninguna resistencia, al abrazo ávido del mar; cuando los puentes y los peldaños resbalosos de musgo que descienden al agua amoratada de los canales interiores no se distinguen de la bruma, en una lechosa turbiedad indiferenciada; cuando el granate de la Venecia interior se fermenta en ese humo neblinoso, húmedo, y el mármol de la fachada de Venecia se derrama en una espuma cenicienta de modo que la ciudad-isla se vuelve su propio espejismo y flota sobre la laguna velada, rosácea, irreal, ya casi desvanecida, el conde ha sido visto, al mismo tiempo, en San Trovaso, en campo Santa Margherita, en San Rócco, en S. Giovanni e Paolo y en Santa María Formosa, en los Frari y en S. Zanipolo. Se habla, a veces, de su muerte: golpeado en la cabeza con un candelabro de plata, por un desconocido, lo ha descubierto el criado, a la mañana siguiente, en la alcoba; o de su desaparición: nadie lo ha visto después de aquella tarde, en aquel puente, en tal otro callejón, con un paraguas negro, abierto, a pesar de que apenas llovía. Se le atribuyen historias cuya autenticidad está suficientemente comprobada pero cuyos protagonistas fueron otros. La verdad es que el conde se ha esfumado y es inútil asomarse a la reja para espiarlo en el jardín (pero también es cierto que se aproxima el invierno y que la neblina y el viento glacial se prestan a la truculencia). Es un hecho que ha dejado de frecuentar la Academia. Ni las Alegorías, que están cerca de la entrada, ni el Giorgione del salón contiguo han reclamado su maniática, minuciosa, contemplación. La púrpura cardenalicia de los muros del palacio, purificada por la lluvia, parece asumir para sí un luto que no es exclusivo del palacio, ni de esas paredes, porque toda Venecia llora su duelo cada invierno como un coro de plañideras, pero los vecinos prefieren atribuirlo a la desaparición del conde para aislar allí, como se condenaban las puertas de las casas donde había muerto una víctima de la plaga en los llamados siglos oscuros, un luto que se ostenta, a lágrima viva, en las fachadas más dilapidadas y en las que disimulan con cierto recato la proximidad de la muerte. Una nota folletinesca de indudable ingenio se debe a un bebedor de grappa asiduo a la tertulia que se congrega cada domingo en la tarde en el bar que está a la vuelta del Palacio, un modesto establecimiento que algún bromista ha bautizado el palacio de Minos: el criado ha extraído el cuerpo en la madrugada y ha ido a tirarlo al mar o, mejor, lo ha dejado insepulto en Isola Bianca, donde todo el mundo sabe que pululan las serpientes. Como hace frío, no deja de llover y la vida en Venecia es tan provinciana son bienvenidos para romper la monotonía, los relatos que huelen a vampiro. Y pensar que la verdad es tanto más simple y que, para leerla bastaría dejar que el escenario se contara: violar la memoria sellada de los espejos y clavar como mariposas en alfileres las palabras que el viento ha ido enredando entre las indecisas floraciones de las lámparas de Murano.

Habría aparecido entonces un tercer personaje (“hasta hace poco eran tres... pero el joven sobrino del conde se ha ido...”). No, no el criado que en la verdadera historia es un oscuro figurante, sino una jovencita inglesa que habría llegado a Venecia al expirar el verano y se habría mudado a los pocos días al palacio Ucello, que conocería ese otoño las intermitencias de una furtiva y vertiginosa historia de amor escrita sobre otra, impaciente y expedita. La pareja furtiva se escurrió una mañana, muy temprano, por la angosta puerta forjada del campiello y se dirigió al embarcadero más cercano, donde los jóvenes subieron al vaporetto procedente de Lido, con destino a la Stazione F.S.S. Lucia. De la escena que se representó la víspera, ya muy entrada la noche, supieron, además de los tres personajes que miman la figura de este episodio veneciano, las colgaduras rojas que los abuelos del conde mandaron instalar cuando Wagner las puso de moda, allá por el otoño de 1858; los espejos, únicos sobrevivientes del Ottocento junto con el escritorio laqueado y el retrato de la tía bisabuela pintado por Rosalba Carriera y las desproporcionadas lámparas, mecidas peligrosamente por el viento de la laguna, cómplices en el secreto que siempre debería hacerse en torno a las palabras alteradas, a los reproches destemplados que aluden a mentiras y locuras, a traiciones, a heridas mortales, a las escenas de celos, en una palabra, confundiendo la intemperancia de las voces con la armoniosa melodía que emite el buen cristal, humedecido, cuando es despertado por una mano ducha o por el viento.

Pero ¿bastaría? porque el ruido de toda esa efusión verbal y el estrépito melodramático de la pantomima gesticulada podrían disimular para siempre, de no saber leer entre líneas, la violenta angustia soterrada de otro discurso no proferido: “¿Quién revelará jamás la causa secreta e insondable de todo mi dolor?” (Inicio de largo lamento melancólico dirigido por el rey Mark a su sobrino: escena en el Jardín: segundo acto de Tristán e Isolda).

El Giorgione de la Academia le habría comunicado al conde, como presagio, su inminencia premonitoria, ese extraño color de los jardines en las tardes plomizas, cuando se aproxima una tormenta eléctrica. Ahora que ya empieza el verano a nadie le extraña, y parece lo más natural, que hayan vuelto a abrirse las ventanas sobre el jardín y que el mismo criado que sacude las persianas con un plumero demasiado grande se asome luego a la puerta que da al Canal, abotonándose el chaleco con la mano izquierda irreprochablemente enguantada. El conde, en un sillón de mimbre, escribe en un cuaderno y, aunque empieza a hacer calor, se cubre las piernas con la manta escocesa. Escribe para conjurar, volviéndolo palabras, un recuerdo inoportuno: “Hay ciertas tardes melancólicas cuando parece que el mundo está a punto de acabarse”.

 

1  1979