Material de Lectura

 width= José de la Colina



Nota
introductoria de
Juan José Reyes



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NOTA INTRODUCTORIA



Cuando la Universidad Veracruzana reunió en 1985 varios de los cuentos de José de la Colina en La tumba india reanudó con entera justicia una labor de primera importancia, que por distintas razones y sinrazones se había postergado. Con aquella edición, y con la posterior a cargo de la Secretaría de Educación Pública, se acercó a los lectores una obra singularísima y en más de un sentido ejemplar dentro de la narrativa mexicana.

Al hablar de José de la Colina no falta la referencia a las vastas regiones del quehacer intelectual que este escritor ha iluminado: la crítica cinematográfica, que con él se volvió tan noble y severa como brillante, construida y labrada a partir y a través de una mirada naturalmente dispuesta al asombro y a las luces de una inteligencia limpia y alerta; el ensayo literario, enérgico y punzante, fiel a sus filias y a una seriedad no excepcionalmente suscitadora de sorpresas y descubrimientos; las publicaciones culturales, muchas y diversas, a las que José de la Colina anima con enorme vehemencia y con mayor lucidez, a partir de premisas elementales pero no abundantes: la calidad de los textos y la actualidad de los temas. Con todo esto sobraría para redondear la imagen de una figura central en nuestro medio.

Pero lo que ha hecho José de la Colina tiene, y debe tener, un valor mayor. Su obra narrativa —no tan escasa como él mismo diría quizá— contiene momentos de conmovedora intensidad, de fuerza real y perturbadora, de una extraña belleza. Elimino el posible equívoco: los momentos no son trozos aislados, luces intermitentes. Digo momentos por obras. En la narrativa de José de la Colina hay varias obras, varios cuentos, que a la vez son conmovedoras, perturbadoras y bellas.

Esta selección para la colección Material de Lectura da cuenta, en su brevedad, de estas cualidades. Está en ella el cuento más conocido de José de la Colina: “La tumba india”, presente en toda antología seria del cuento mexicano, y provisto de una hermosura estremecedora, por algo que tal vez no haya sido visto en la narrativa de De la Colina y que para mí es un elemento fundacional: la mirada hacia los valores, la fuerza moral. Mejor dicho: la sensibilidad moral. “La tumba india” es un cuento redondo, en el sentido griego: es perfecto. Su comienzo, tan cercano al melodrama, es también su final. Pero entonces el principio es ya y siempre otra cosa: el cuento tiene tres planos que son uno: el diálogo entre la pareja de amantes que rompe; el monólogo del varón desdichado, diálogo iracundo, rencoroso, justamente amargo porque pide lo que es imposible: el amor que ni siquiera fue ofrecido; y la sucinta historia de un maharajá engañado que con todo el odio manda construir el monumento al amor perdido. El cuento sacude. Lo hace por la fuerza que contiene, una auténtica y poderosa fuerza moral, cifrada en una fórmula mínima pero insoslayable: los personajes del cuento acuerdan un pacto mientras uno de ellos espera que lo que prevalecerá es el amor por el que ambos tácitamente habrían suscrito un compromiso. Lo que sigue es justa rabia, que equivale al verdadero amor: la necesaria creencia de que lo sagrado es la mujer, su sexo, su carne, las palabras que dice y el silencio que crea.

La fantasía vuelve a aparecer junto a la desdicha y la rabia en “Excalibur”. Se trata también de una fantasía trágica, definitoria y proveniente de un hecho triste, doloroso e incluso injuriante. En “Excalibur” aquella espada “de luz de acero de relámpago, tan fina, delgada, incisiva, cortante...” se dirige a un fantasma real, una bruja que todos los días, y concentrando las miradas y las palabras de todos, de casi todos, no sólo quiere herir sino sobre todo anular. Herir, masacrar, matar. El personaje del cuento no hace más que soñar (actuar) en consecuencia: con su espada enderezará el orden del mundo, un mundo que lo agravia y que ha visto corrompida su naturaleza al desviar a una bella mujer —hija de la bruja— de su destino único.

En esta misma línea, otro cuento admirable de José de la Colina, de tono sólo aparentemente menor por su siempre manifiesta trayectoria. “Una muchacha sin nombre” es una historia en la que sólo están en acción la mirada y el sentimiento. El asunto es sencillo: dos muchachos han ido a Veracruz, han llegado a casa de un amigo y desde la habitación que les tocó miran vivir a una mujer naturalmente hermosa y distinta. Sus conjeturas en torno a ella son bastante elementales: que si está casada, que si tal fulano es el marido, que si aquel grupo de hombres groseros son sus hermanos celosos. Igualmente ordinaria es la actitud del amigo y de sus padres: conservadora, cursi o ridícula, siempre insoportable. Si la ira define a “La tumba india” y la rabia levanta los sueños de “Excalibur”, la indignación parece dictar este cuento hermoso. En los tres casos una mujer es el centro, directa o indirectamente. En el primero parece ser la causa exclusiva; en los otros dos al contrario: surge como la única salvación. Y en los tres la mujer siempre está lejos. Irremediablemente. En el primero por propia voluntad, lo que causa el odio; en el segundo por las invencibles fuerzas del destino, lo que propicia la rabia; y en el tercero, por las comunes y en el fondo sórdidas circunstancias, lo que enmarca la indignación de dos personajes (sobre todo de uno) que están —por fin— dispuestos a olvidarlo todo, a olvidarse de todo a partir de su mirada furtiva y casi onírica, la mirada hacia aquella mujer que no comprendería nada.

Todo es imposible. Y estos cuentos se fundan en esta certidumbre. Pero tal imposible tiene una pura naturaleza y por eso es fuente de la vida, o mejor: del sentido de la vida o del sinsentido de los empeños de esta y estotra vida. La vida del amante abandonado, la del chico inocente, la del desencantado y poderoso sueño del adolescente, y la vida de Juan, el religioso que no se contenta tras el claustro de la fe disciplinada y entrevé con una Ella que lo es todo, para platicar con Ella para poseerla también o tratar de poseerla en el vuelo de la poesía. “La noche de Juan” es el violento canto poético, el canto rebelado. En “El tercero” lo imposible tiene también cuerpo y sangre. Es un cuento magistral, fundamentalmente porque está construido merced al silencio. El silencio de la larga travesía, la larga e imposible travesía, y el silencio que ronda y propicia la aparición de aquel fantasma que nunca dejó de estar allí.

Un cuento más hay en este conjunto: “La ley de la herencia”. En él no hay pérdidas sino recuperaciones. Como en “La noche de Juan” aquí De la Colina prueba que lo más sórdido puede tener una fuerza real, lejos de lo meramente denunciatorio. Un registro frecuente en la obra de De la Colina: el momento, la situación que parece alucinante y que transcurre como un denso relámpago. El azar, horrendo o simplemente sorpresivo, se convierte en ley, y como en alguna película aparece tocado por la belleza. Una rara belleza, la que nace de la fuerza, diríase una belleza airada, y sin duda una belleza aireada, que hace fluir una prosa de relámpagos y crestas, de honduras luminosas, de pura fidelidad a un ritmo propio y puro y de todos.


Juan José Reyes

La Tumba India


Al margen de Fritz Lang


—De modo que para eso acudiste a la cita, para decirme que por fin te casas con él.

—Sí. Lo siento.

—No lo sientas. En realidad, no hay nada que sentir, nada que lamentar. Todo está bien. ¿Y cuándo te casas?

—A comienzos de julio.

—Perfectamente. Que sean muy felices. Creo que harás una magnífica ama de casa.

—Por Dios, no son de tu estilo esos sarcasmos.

—Si crees que a esto se le puede llamar un sarcasmo, estás muy equivocada. Puro y simple rencor, puras y simples ganas de mandarte a la chingada, ¿qué te parece?

—Que no lo tomas con mucha elegancia que digamos.

—¿Y qué me dices de la elegancia con que vienes aquí, después de llevar yo una hora esperándote, y me dices así, tranquilamente, que es la última vez que nos vemos? ¿Qué me dices de eso?

—Pensé que no te tomaría de sorpresa. Ya habíamos hablado de ello. En realidad, desde que iniciamos nuestra relación estaba claro que seríamos libres y que no habría ningún sentimentalismo entre nosotros. Tú estuviste de acuerdo.

—Sí, es verdad, no me toma de sorpresa. Y confieso que estuve de acuerdo. Pero creí que habías olvidado ya el pacto. Creí que sería tan hombre, que serías tan mujer y que habría tanto amor entre nosotros, que el pacto quedaría olvidado.

—Sabes que te quiero. No soy una ramera. Imposible haber tenido una relación así contigo y no quererte. Pero...

—Pero no me amas, eso es todo.

—No sé si te amo. Sé que te quiero. Y que agradezco profundamente haberte conocido.

—No es nada, el agradecido soy yo.

—Por Dios, no hables así.

—¿Y cómo no he de estar agradecido? Imagínate, haber podido acostarme contigo, haber tenido el honor de que tú te permitieras gozar conmigo. Mucho más de lo que podía soñar, ¿no es cierto?

—Hablas como un perfecto cínico.

—Hablo como un perfecto cínico. Exacto. Como un perfecto cínico. ¿Y tú? ¿Y tú, querida? ¿No hablas como una perfecta cínica? ¿No es cinismo eso de “no mezclaremos el amor en nuestras relaciones”? ¿No es cinismo acostarse con un hombre y no amarlo?

—Estás haciendo todo esto muy desagradable.

—¿Cómo dices? ¿Muy desagradable? O sea: que no lo tomo con elegancia, ¿verdad?

—Oh, por favor, querido. Tú sabías que no iba a durar, que eso no dura, que lo mejor es vivir ese maravilloso instante y no intentar desesperadamente alargarlo toda una vida.

—Sigue, sigue hablando.

—¿Crees que no voy a recordarte? Claro que voy a recordarte. Y a desearte. Pero ¿no es mejor quedar con el recuerdo que llegar a cansarse uno de otro, llegar a conocerse tanto que ya no hay misterio ni nada?

—Hablas muy bien, amor mío, sigue, sigue hablando, me encanta oírte.

—Oh, ya sé, ya sé que tienes razón y que merezco tus reproches y tus injurias, merezco que me mates, pero... trata de comprender... trata de...

—Habla, ¿por qué callas?

—No sé, yo quería tanto que nos separáramos como amigos.

—¡Ja!

—Si al menos no me guardaras rencor, si no me odiaras.

—¿Rencor? ¿Odio? ¿De qué hablas? Todo eso son tonterías, amor mío. Ven. Vamos. Vamos al departamento y olvidemos estas tonterías. Te amo y te deseo. Y luego me dirás si aún quieres casarte con ese animal. Ven, vamos al departamento. Vamos.

—No querido, sabes que no iré. No terminemos mal esto.

—Sí, sé que no irás. No irás. Porque esta vez sería por amor, y no hay que mezclar en esto eso que llaman amor, ¿verdad? Pero no puedo prometerte que no voy a guardarte rencor, que no voy a odiarte. Porque quiero odiarte. Eso será lo que me quede de ti. Tu odiado nombre, tu odiado rostro, tus odiados labios. Y vete mucho al demonio, puta.

Hubo un pequeño silencio entre ellos, y luego ella se levantó y se fue, y él se quedó oyendo el jazz estúpido y diciendo puta por lo bajo, hasta que la palabra perdió todo sentido.

Había una vez un maharajá en Eschnapur que amaba con locura a una bailarina del templo y tenía un amigo llegado de lejas tierras, pero la bailarina y el extranjero se amaban y huyeron, y el corazón del maharajá albergó tanto odio como había albergado amor, y entonces persiguió a los amantes por selvas y desiertos, los acosó de sed, los hizo adentrarse en el reino de las víboras venenosas, de los tigres sanguinarios, de las mortíferas arañas, y en el fondo de su dolorido corazón el maharajá juró matarlos, porque ellos lo habían traicionado dos veces, en su amor y en su amistad, y por ello mandó llamar al constructor y le dijo que debía erigir en el más bello lugar de Eschnapur una tumba grande y fastuosa para la mujer que él había amado...

Vio su propio rostro en las losetas negras de la pared, un rostro oscurecido y borroso, irreal como una imagen cinematográfica mal proyectada, y luego el rostro de ella, tan oscurecido, borroso e irreal, y se dijo todo esto es una historia de fantasmas, una historia de amor y separación entre fantasmas, y miró un momento en torno y distinguió las otras mesas, los rostros de hombres y mujeres suavemente iluminados por las lámparas, hablando en murmullo, oyendo distraídos la dulzona caricatura de jazz que el pianista extraía del piano, y después miró el rostro de ella, no el irreal reflejo en las losetas negras, sino el pálido y bello rostro real de ojos verdes, frente alta y abombada y cabello peinado en corto, cuyos mechones castaños rodeaban la frente y los ojos, y el fino vello sobre los labios humedecidos por el minyulep. Voy a darle una bofetada, pensó.

—De modo que para eso acudiste a la cita, como venías antes, como viniste la segunda vez que nos vimos: traías el traje sastre y el cabello rociado de pequeñas gotas titilantes, y frías las manos, y tomaste un minyulep que yo te sugerí, y hablamos de tonterías hasta que de pronto me dijiste que querías conocer mi departamento y que así añorarías tus días de estudiante, para decirme que por fin te casas con él, con el idiota ese que no tardará en ser el mejor médico de la ciudad, porque, como él nos decía, “el consultorio hace al médico”, y su papi va a ponerle el mejor consultorio de la ciudad.

—Sí —dijo ella—. Lo siento.

Lo siente, la maldita puta. No lo sientas. En realidad, ¿en cuál realidad, en la de esos rostros fantasmales y borrosos que gesticulan en esas losetas oscuras, recordando que fueron nosotros?, no hay nada que sentir, nada que lamentar, salvo lo ya perdido: las tardes caminadas por el Paseo de la Reforma, el ocaso desde el alto edificio de la Latinoamericana y la ciudad vasta y minúscula a nuestros pies, y los juegos en el lecho, y el sabor de tu vientre en mi lengua, y las citas en el pequeño café estilo suizo donde comías aquellos pasteles cuyo hojaldre deliciosamente crujía en tus dientes, y la insistencia del piano y el contrabajo y los tambores en los discos de Brubeck, y tu manera de acariciarme la espalda casi rasguñándomela cuando llegabas al placer. Todo está bien. ¿Y cuándo te casas? ¿Cuándo te tiendes bocarriba y le abres los muslos, puta?

—A comienzos de julio —dijo ella.

Perfectamente, perfectamente perfectamente perfectamente. Que sean muy felices. Creo que harás una magnífica ama de casa, una especie de barredora eléctrica o lavadora automática dotada de sexo, lista y eficiente para barrer, lavar y fornicar en cuanto el amo oprima el botón, aunque por supuesto, como eres una señora, o vas a serlo, delegarás en un simple ser humano las dos primeras funciones para limitarte a la tercera, que es muy de señora, y de puta, y de perra.

—Por Dios, no son de tu estilo esos sarcasmos —dijo ella.

—Si crees que a esto se le puede llamar un sarcasmo, estás muy equivocada. Puro y simple rencor, puras y simples ganas de mandarte a la chingada, pero decirte ven conmigo, ven, vamos al departamento, pondré el disco de Brubeck que te gusta y lo oiremos mientras te desnudo dulcemente, y besaré tus pechos y seré más impetuoso y tierno y salvaje y delicado que nunca en el acto de amor, ¿qué te parece?

—Que no lo tomas con mucha elegancia que digamos —dijo ella.

¿Y qué me dices de la elegancia con que me has envenenado, víbora, viborita fatal moviendo el culo como un cascabel? ¿Y qué me dices de la elegancia con que vienes aquí, después de llevar yo una hora esperándote, y me dices, así, tranquilamente, que es la última vez que nos vemos? ¿Qué me dices de eso? Dime, arrastrada, perra vendida al mejor postor.

—Pensé que no te tomaría de sorpresa —dijo ella—. Ya habíamos hablado de ello. En realidad, desde que iniciamos nuestra relación estaba claro que seríamos libres y que no habría ningún sentimentalismo entre nosotros. Tú estuviste de acuerdo.

—Sí, es verdad, no me toma de sorpresa. Fue esa segunda vez que nos vimos, y tú estabas vistiéndote, estirando cuidadosamente la media sobre una pierna y sacando la lengua entre los labios, con esa repentina indiferencia hacia todo que no sea presente que hay en la mujer poco después de haberse entregado, como si con ello recuperase un tiempo propio y nada más que suyo, y me dijiste: “esto tiene que ser así siempre, una relación entre dos que se gustan y se entienden sexualmente, no hay que mezclar en esto eso que llaman amor”. Y confieso que estuve de acuerdo, que te dije, viéndote desde la cama donde yacía, “Perfectamente”, y sin saber por qué eché a reír y tú también reíste, y de repente te echaste sobre mí y empezaste a hacerme cosquillas y caricias luego, de modo que tuvimos que empezar de nuevo, a pesar de que yo estaba un poco cansado, pero creí que habías olvidado ya el pacto. Creí que sería tan hombre, que serías tan mujer y que habría tanto amor en nosotros, que el pacto quedaría olvidado.

—Sabes que te quiero —dijo ella, mirándolo con una tierna sonrisa, como a un niño—. No soy una ramera. Imposible haber tenido una relación así contigo y no quererte. Pero...

—Pero no me amas, eso es todo. ¿Y cómo te atreves a decirlo, cómo te atreves, cómo te atreves si nos hemos acostado juntos, si conozco cada curva, cada rincón y cada lunar de tu cuerpo, si conozco tu piel, tu calor, tu sabor, tu aroma, si he visto la frialdad fundirse en tus ojos verdes, si te he oído pedir más, gimiendo de placer, si conoces mi cuerpo y lo has besado sin pudores, si conoces el sabor de mi lengua, si me has dicho durante el acto que la gloria sería morir así, cómo te atreves, di, cómo te atreves a decir que todo ese placer será entregado al olvido, que todo ese placer fue sin amor?

—No sé si te amo —dijo ella—. Sé que te quiero. Y que agradezco profundamente haberte conocido.

Ten cuidado con eso que dices, maldita puta víbora venenosa, ten cuidado con eso que dices, porque ardo en deseos de abofetearte. No es nada, el agradecido soy yo.

—Por Dios —dijo ella—, no hables así.

—¿Y cómo no he de estar agradecido? Imagínate, haber podido acostarme contigo, un futuro medicucho como yo, alguien que probablemente seguirá el camino del fracaso, a menos de que me saque la lotería o consiga una viuda millonaria, cosas para las cuales no tengo suerte o estoy dotado, un joven que tiene lo más que se puede tener y que no tiene nada, porque esa riqueza que es juventud se pierde día con día, y por tanto habría que gozarla día con día, alegre, frenéticamente, para sólo dejarle a la muerte un cuerpo enteramente gastado, vacío, sin una gota de vida por vivir, pero el placer es sólo un instante, poco más que un abrir y cerrar de ojos, que un fuerte latido, y el amor está solitario, aullando en el vacío, mientras las mujeres de la tierra, las bellas, espléndidas, terribles mujeres de la tierra, pasan a nuestro lado, se quedan unas noches con nosotros y luego parten para convertirse en recuerdo, para olvidarnos, para hacerse eternamente ajenas, haber tenido el honor de que tú te permitieras gozar y bien gozaste conmigo. Mucho más de lo que podía soñar, ¿no es cierto?

—Hablas como un perfecto cínico —dijo ella.

—Hablo como un perfecto cínico. Exacto. Como un perfecto cínico. ¿Y tú? ¿Y tú, querida? ¿No hablas como una perfecta cínica, como una perfecta puta cínica? ¿No es cinismo eso de “no mezclaremos el amor en nuestras relaciones”? ¿No es cinismo acostarse con un hombre y no amarlo? ¿No es cinismo acostarse con un hombre, abrirle las piernas, dejarlo penetrar en tu cuerpo y no ponerlo como un sello sobre el corazón, como una marca sobre tu brazo?

—Estás haciendo todo esto muy desagradable —dijo ella.

—¿Cómo dices? Sí, muy desagradable. O sea: que no lo tomo con elegancia, ¿verdad?

—Oh, por favor, querido —dijo ella—. Tú sabías que no iba a durar, que eso no dura, que lo mejor es vivir ese maravilloso instante y no intentar desesperadamente alargarlo toda una vida.

Sigue, sigue hablando, pero cállate, maldita puta de muslos abiertos, cállate y mira que muero de sed junto a la fuente, mira que muero de sed y la serpiente del olvido anida en mi corazón, se retuerce, muerde y devora muerde y devora mi corazón.

—¿Crees que no voy a recordarte? —dijo ella—. Claro que voy a recordarte. Y a desearte. Pero ¿no es mejor quedar con el recuerdo que llegar a cansarse uno de otro, llegar a conocerse tanto que ya no hay misterio ni nada?

—Hablas muy bien, amor mío, sigue, sigue hablando y di todo eso del recuerdo, dilo, como si yo no supiera que la mente recuerda pero la carne olvida, di que vas a preferir un cuerpo recordado, un cuerpo oscurecido y borroso, cada vez más humo, cada vez más nada en tus manos, a mi cuerpo real, tangible, carnal, hecho para que lo toquen tus dedos, tus labios, tu lengua, anda, di, dile a mi pobre cuerpo desesperado, a mi loco sexo disparado hacia ti, que ya nunca tendrá tu cuerpo y tu sexo, diles que van a buscar inútilmente, que van a buscar con el grito feroz del que muere porque lo ha mordido la serpiente que anidaba en su corazón, que mis dedos van a rozar sólo el recuerdo de tu cuerpo, sólo el recuerdo, que es el primer tiempo del olvido, nada más que un fantasma oscurecido y borroso, cada vez más humo, cada vez más nada, sigue hablando, miente que la carne recuerda lo que la mente no olvida, sigue hablando, me encanta oírte.

—Oh —dijo ella—, ya sé, ya sé que tienes razón y que merezco tus reproches y tus injurias, merezco que me mates, pero... trata de comprender... trata de...

Tú lo has dicho, mereces que te mate, y eso es lo que voy a hacer, amor mío, putita mía, viborita venenosa, eso es lo que voy a hacer, lo que hago, lo que estoy haciendo: matarte, matarte lentamente, con estas manos, estas manos, las mismas del amor, míralas curvar poco a poco los dedos y avanzar hacia tu garganta, crispadas como garras, siéntelas acariciar primero y desgarrar después, siente el loco saltar y tamborilear de esa vena tuya, mira brotar la sangre, asume tu muerte, amor, esta dulce cruel muerte que te doy con toda mi dulzura toda mi crueldad. Habla, ¿por qué callas?

—No sé —dijo ella—, yo quería tanto que nos separáramos como amigos.

¡Ja! O quizá sea mejor, amada putita mía, matarte con el puñal, desnudarte y meter el puñal en tu sexo clavándolo bien hondo y luego dar un tirón hacia arriba desgarrándote abriéndote en canal de modo que se vean al aire tus vísceras palpitantes y tus venas y tus huesos y quede apaciguada la serpiente que muerde mi corazón, que muerde y devora mi corazón.

—Si al menos no me guardaras rencor, si no me odiaras —dijo ella.

—¿Rencor? ¿Odio? Hay tres cosas en mi corazón: todas las cobras amarillas de Birmania, todos los hongos mortíferos de Bengala, todas la flores venenosas del Nepal. ¿De qué hablas? Todo esto son tonterías, amor mío. Ven. Vamos. Vamos al departamento y olvidemos estas tonterías. Te amo y te deseo. Y luego me dirás si aún quieres casarte con ese animal.

—No, querido —dijo ella—, sabes que no iré. No terminemos mal esto.

—Sí, sé que no irás. No irás, no irás no irás no irás. Porque esta vez sería por amor, y no hay que mezclar en esto eso que llaman amor, ¿verdad? Te pierdo, la carne te pierde y te olvida, empiezas a no ser más que recuerdo, y giro en la oscuridad para abrazarte y mis dedos se hunden en humo, en nada, en recuerdo, mientras la carne olvida, inexorablemente olvida. Pero no puedo prometerte que no voy a guardarte rencor, que no voy a odiarte. Porque quiero odiarte. Eso será lo que me quede de ti, el odio que te recordará viva, de carne y no de humo. Tu odiado nombre, tu odiado rostro, tus odiados labios. Las muchas aguas no podrán apagar el rencor, ni lo ahogarán los ríos. Y vete mucho al demonio, puta, pero quédate, pero vete, pero quédate.

Y cuando ella se fue, después del silencio que hubo entre ellos, silencio que inútilmente trató de llenar la música del piano, él se quedó llamándola puta por lo bajo, sintiendo que la palabra iba perdiendo todo sentido.


Y entonces el constructor dijo: “Señor, siento que la mujer que amáis haya muerto”, pero el maharajá preguntó: “¿Quién dice que ha muerto? ¿Quién dice que la amo?”, y el constructor se turbó y dijo: “Señor, creí que la tumba sería un monumento a un gran amor”, y entonces le contestó el maharajá: “No te equivocas: la tumba la construye ahora mi odio. Pero cuando pasen muchos años, tantos años que esta historia será olvidada, y mi nombre, y el de ella, la tumba quedará sólo como un monumento que un hombre mandó construir en memoria de un gran amor”.

Excalibur

 

¿Dónde vas tú, el desdichado?
¿Dónde vas, triste de ti?
.............
Muerta es tu enamorada,
Muerta es que yo la vi.


Una espada, una espada de luz de acero de relámpago, tan fina, delgada, incisiva, cortante, que en un solo zumbido rasgara el aire hechizado y cortara el cuerpo, la carne fofa, arrugada, temblorosa, de la bruja, dividiendo tan rápida, limpiamente en dos, que no se notara la línea del corte, no burbujeara sangre, y matando tan silenciosa, rápida, luminosamente a la bruja, que no pareciera muerta y quedara en pie, riendo con sus pocos dientes como una ventana apedreada, y zuum, zuuum, zummm, la espada siguiera girando alrededor de las cabezas de ellos, protegiéndolos a él y ella, a la morena, silenciosa, linda linda linda hija de la bruja, huyendo los dos en un galope de caballo color luz de acero de relámpago de espada ¡huyendo, tierna, alegre, heroicamente huyendo...

Iba con los cuadernos y el libro debajo del brazo, apretándolos nerviosamente, mientras con la otra mano empuñaba la regla metálica, haciéndola girar y hender el aire, contento de que algunas personas se apartaran de su camino. Un niño tonto, dirían, como decía papá para hacer llorar a mamá, para que mamá estrechara a su pobre hijito contra el pecho, mientras él pensaba: ellos me hicieron, yo no tengo la culpa, porque le habían dicho los muchachos inteligentes que a los niños los hacen los papás. Yo no tengo la culpa, ellos me hicieron. Y como lo habían hecho mal, lo habían hecho tonto, ahora ya no lo mandaban a la escuela, donde le pegaban y se reían de él, sino a la casa de aquella profesora vieja, gorda, casi calva, con lentes en los que los ojos quedaban lejanos, y que decía: mi hijo tenía dieciséis años como tú, pero ése sí era listo, aunque a él no le importaba aquel que tuvo dieciséis años y se quedó quieto para siempre con sus dieciséis años, sino la hija, la de los veinte a los veintinosecuántos, la morena, la alta, la silenciosa, la de los grandes adormilados ojos que le mostraba estampas de caballeros con espadas luminosas que abatían brujas y dragones, ellas mirándolo a uno, tomándole la mano para que escribiera palabras cuando la bruja se iba a la cocina a hechizar con aire color de naranja la estrecha habitación llena de muebles que tronaban, de altas pilas de periódicos de muchos, muchísimos años atrás, y la mano larga, morena, calor de ave, iba dirigiendo su mano, sólo eso, dirigiendo su mano tonta, y el olor mermelada de naranja hechizaba la habitación, y entonces venía la bruja, y la mano larga, de largos dedos morenos, linda linda linda, se apartaba, se iba, porque la bruja decía: no le ayudes, Patricia, que se hace más tonto de lo que es. ¡Vieja bruja, vieja bruja, tengo una espada, te mato, me llevo a tu hija, su mano me llevo, tu hija, su mano, escapamos, te mato, vieja bruja, bruja, bruja...!

Llegó a la casa de dos pisos, de estrecha fachada gris comprimida entre los dos edificios nuevos, tocó ferozmente con el puño, esperó a que del otro lado de la puerta el cordón manejado desde arriba tirase de la cerradura, empujó, entró, subió la escalera que daba vueltas, empujó la otra puerta, avanzó por el pasillo de tablas chirriantes como ratas en agonía, entró en la habitación en que ya estaba sentada la mujer, casi calva, redonda, con los ojos muy lejanos. ¿Dónde estará ella, la alta, la silenciosa, Patricia de largos dedos? Continuaba su avance empuñando la regla, pero la bruja se movió de un lado a otro en su carne fofa y mil veces plegada, diciendo: no habrá lección porque mi hija se casa, y a él le pareció que todavía estaba ella diciéndolo y riéndose con el gesto de ventana apedreada cuando se alzó en el aire el silbido luz de acero de relámpago de espada y la hirió; la rasgó de arriba abajo, tan silenciosa, rápida, limpiamente, que ni siquiera se abrieron las dos mitades del cuerpo, no cayeron a los lados, y la invisible línea del corte no burbujeó sangre, ni la bruja lo advirtió, y seguía diciendo: no habrá lección porque mi hija se casa, pero a él no le asustaba la sonrisa de un lado a otro balanceada, y hacía girar el relámpago luz de acero silbante sobre la cabeza de la bruja, preguntando con rugidos, llanto y mocos disparados rabiosamente, dispuesto a herir, a cortar, preguntando: ¿dónde la has ocultado, bruja pelona, ojos de rata pelona bruja; dónde, en qué cueva oscura, su cuerpo sin sangre, sin vida, su mano buena, sus ojos dulces, dónde, bruja?, y nuevamente (o nunca) la luz silbante de acero de relámpago la hirió, la mató sin que ella lo supiera, mientras el cuerpo, el rostro de ventana apedreada, ladeándose repetidamente en la carne fofa mil veces arrugada, decía: no habrá lección porque mi hija se casa, la bruja, la pelona, maldita bruja.


Para Catalina Vieira

 


Una muchacha sin nombre

 

Tú no sabías que desde la ventana, a través de la persiana entrecerrada, mientras se consumía aquel atardecer de Veracruz, te veíamos planchar enmarcada en tu ventana, al otro lado de la calle, en la pequeña casa de madera que tenía un cercado y un patio de tierra endurecida, con un plátano enano, cuyas hojas mecía suavemente la brisa, y que estuvimos así mucho tiempo, mirando aquel marco de madera pintado de verde en el cual tu cuerpo delgado y moreno, de busto erguido y anchas caderas, se balanceaba en el vaivén de la plancha sobre las camisas blancas, azules, rojas, que no terminaban de salir del gran cesto de mimbre de donde las tomabas para extenderlas sobre la pequeña mesa. Tú no sabías que cuando desaparecías de aquel rectángulo, permanecíamos como idiotas pegados a la persiana, mirando entre las tiras de madera, observando la plancha y las camisas y el cesto, observando la espera de aquellas cosas y ordenándote mentalmente que volvieras a aparecer allí, pensando que sólo allí existías, en el marco de la ventana, como en un encantamiento. Luego volvías a estar allí, con tu vestido sin mangas, color mamey, y tu cabello oscuro suelto, vista de perfil y un poco de espaldas, escorzada hacia delante, llevando de un lado a otro el brazo torneado y cobrizo, balanceándote un poco y moviendo los labios como si estuvieras canturreando. En el patio, junto al plátano enano, cinco hombres, uno cercano a los cuarenta y los otros entre los veinte y los treinta años, con los morenos torsos desnudos, trabajaban rudamente en algo que la valla nos ocultaba.

—Son sus hermanos —dijo Mario.

—¿Sus hermanos? —dije— No. Ella es demasiado fina y ellos tienen aspecto de gorilas.

—Sí —repuso Mario—. La bella y las bestias. Pero estoy seguro de que son sus hermanos. Podría jurarlo.

—Dime por qué.

—Simplemente porque siempre es así. Cuando encuentras a una muchacha como ésa, como siempre la has deseado encontrar, resulta que tiene unos kingkones de hermanos dispuestos a romperte la cara si te descubren mirándola más de lo que ellos consideran lo debido. Si supieran que dos chilangos están ahora viéndola, esperarían a que saliéramos y nos harían puré.

A veces, cuando levantabas una camisa, tu cuerpo se hacía más esbelto y parecía aquietarse en un segundo de eternidad, y era bello seguir la línea de tu hombro, de tu brazo alzado, formando ángulo abierto con el antebrazo, y la tela de tu vestido se te ceñía al torso, al pecho y a las caderas, mientras te mordías el labio superior con aire pensativo.

—Vamos a bajar —le dije a Mario—. Los Rivero deben estar esperándonos.

—Calma —me respondió—. Bajaremos más tarde. Ahora se supone que nos hemos dormido porque estamos muy cansados del viaje.

—Pero quizá ellos han hecho planes. Deben estar esperándonos en la sala.

—Te digo que te calmes. Tara ellos estamos dormidos. Les dijimos que anoche no dormimos en el autobús, ¿no? Despreocúpate. Bajaremos cuando se haga de noche. Ahora estamos dormidos.

El aire entre tú y nosotros oscurecía y se espesaba, y tu figura se veía menos claramente en el rectángulo negro, como si estuvieras tras un cristal polvoriento, y sólo las camisas blancas destacaban con nitidez, pero estabas allí, planchando, mientras del patio llegaban las voces de los hombres, las secas detonaciones del martillo que alguien descargaba contra algo.

—Son sus hermanos —dijo Mario—. Ella les endulza la vida, pero ellos no se dan cuenta.

Una basta mujer cuarentona, con una barriga que abombaba el vestido rosa e informe, apareció en la ventana y se acodó allí, eclipsándote y mirando la calle con ojos de vaca. Cuando alzó la mirada, Mario y yo nos echamos atrás como si hubiera podido vernos. Nos miramos y reíamos, para luego volver a observar por entre las hojas de la persiana.

—Un cachalote —dije.

—Es su madre —dijo Mario.

—O quizá su suegra.

Mario se volvió bruscamente hacia mí.

—¿Qué dices? Ella no está casada.

—Ella está casada. ¿Y por qué no? Es lógico que así sea. Está casada con aquél.

Señalé hacia el patio, al hombre de cuarenta años, ancho y macizo, con barba de algunos días, que ahora estaba en camiseta, sudoroso, y parecía estar serrando algo, a juzgar por el movimiento de su cabeza y sus hombros, que era lo único de él que la valla permitía ver.

—Así sucede siempre —dije.

—No. Ellos son sus hermanos y la quieren, pero a su manera. Nunca le hacen un regalo o la llevan a algún sitio, pero la quieren. Y si alguien empieza a hacerle el amor, ellos le romperán la cara apenas lo encuentren.

Te habían hablado del interior y saliste del marco. Nuevamente se quedó la ventana deshabitada, muda para nuestros ojos.

—Vamos a bañarnos y a bajar —dije.

Okey, hazlo tú y yo te sigo.

Se quedó tendido en la cama, mirando hacia tu ventana, y mientras yo me desvestía, entraba al cuarto de baño, me daba un regaderazo y me enjabonaba, estuve escuchando su voz, que sonaba, ininterrumpidamente con un tono monocorde, de oración, como una melopea amorosa o un constante reclamo animal en el que las palabras no eran otra cosa que el pretexto para emitir aquel sonido, como si con él pensara ejercer sobre ti alguna magia, al modo de la melodía de una flauta para encantar a las cobras:

—Vuelve por favor mi vida vuelve a la ventana para que yo vea desde aquí tu cuerpo saleroso no ves que me muero por verte y no vienes y ahí está la ventana vacía y estoy triste y tengo ganas de pegarme un tiro sólo si vinieras mi corazón repicaría como una campana y estaría todo el día repicando tu gloria porque tienes el cuerpo más hermoso de la tierra y unas caderas que son un sueño y a mí qué me importan las otras mujeres de la tierra las malditas mujeres de la capital las mujeres perfumadas que pasan por la calle de Génova y  toman té helado en el Kineret qué carajo me importan si tú eres la verdadera la única la primera novia la hermosa princesa descalza que trabaja para King Kong y yo quisiera llegar un día y raptarte y llevarte a la grupa de mi caballo dime si lo quieres si quieres ser la mujer que yo he soñado y perfumarme la vida de vago maldito y de imbécil y de pobrecosa que soy puesto que ni siquiera me conoces y estás ahí planchando sin importar si yo existo o no si me muero si me quedo para siempre sin tus besos sin acariciar tu hermoso cabello porque siempre estarás lejana y yo llamándote como ahora...

Salí del baño y comencé a secarme. El agua fría me había despojado de la sensación de cansancio, de un cansancio elaborado tenazmente por la noche, en el autobús que nos llevaba a Veracruz, mientras hablábamos y hablábamos sin cesar, en voz baja para no molestar a los demás viajeros.

—¡Mira! —gritó Mario, llamándome con un gesto de la mano, sin dejar de mirar por la persiana—. ¡Mira eso!
Estabas peinándote, arqueada hacia atrás, tirando pacientemente con el peine de tus cabellos, apoyando la parte delantera de los muslos en el borde de la mesa, de manera que uno imaginaba —no podía dejar de imaginarla marca que eso dejaba en tu carne maciza y morena, y avanzabas un poco los labios como para un beso, sosteniendo en ellos las horquillas que ibas tomando para tu peinado.

—Vidita vidita vidita —susurró Mario.

Luego, uno de los hombres que en el patio trabajaban apareció en el marco de la ventana, habló contigo y los dos os fuisteis, y sólo quedó la mesa y sobre ella el largo peine negro, y esperamos a que volvieras a aparecer, pero tardabas.

—Báñate —dije a Mario—. Yo voy a bajar.

Al bajar encontré en la sala, escuchando un disco de Chopin, a toda la familia Rivero: Julio, su padre y su madre.

—Buenas tardes —dije.

—Casi noches —rectificó el señor Rivero—. ¿Qué tal el paseo?

—Muy bien —dije—. La ciudad es fea. Pero está el mar.

—Sí —dijo la señora Rivero—. Siempre he dicho que la ciudad es horrenda. Deberíamos irnos definitivamente a México. Pero mi marido no quiere.

El señor Rivero sonrió con aire fatigado y supe que aquello era una vieja discusión.

—A veces uno se cansa déla capital —dijo Julio—. Pero no hay como la capital, ¿verdad?

Asentí. La discusión sobre el tema se alargó. De repente, la señora halló modo de hablar de otra cosa y me preguntó sobre nuestros estudios, si nos sentíamos orgullosos de estudiar en la Universidad, lo que significaba tantos esfuerzos para nuestros padres, y si Julio era buen estudiante, y yo a todo decía que sí, hasta que noté, tras una pregunta que no entendí bien, que debía haber dicho que no, pues ella se molestó y el señor Rivero lanzó una breve risita. La señora Rivero se estiró tanto en el sofá que sus pies casi tocaron el piso.

—Es natural, mujer —dijo bonachonamente el señor Rivero—. Son jóvenes… Y no sólo de pan vive el hombre.

Julio me hizo un gesto malicioso, como si estuviera conmigo en algún secreto, cosa que nunca había sucedido. El disco giró un buen rato sin que habláramos.

—¿Qué le pasa a su amigo? —preguntó de pronto la señora Rivero—. ¿No va a bajar?

—Voy a buscarlo —dije.

Subí al cuarto y encontré a Mario, con el pantalón y el calzado puestos, pero sin la camisa, atisbando por la persiana, y al acercarme a observar, te vi sentada ante la mesa, con la luz encendida, y tenías una flor en el pelo y comías algo con gestos lánguidos y curiosamente aristocráticos.

—Tiene novio —dije—. Se ha emperifollado para salir con el novio.

—Estás loco —dijo Mario—. Ellos no le permitirían tener novio. Ella siempre se pone una flor en el pelo, todas las noches, por si algún día llega alguien. Pero ellos no dejarían que nadie se le acercara.

—Vamos —dije—. Los Rivero van á pensar que no queremos verlos, que sólo hemos venido a dormir y tragar.

—¿Qué comen que adivinan?

Después de la cena volvimos todos a la sala y Julio puso la otra cara del disco de Chopin; pero su padre le pidió que quitara a ese cursi, de modo que escuchamos durante una hora Rigoletto, mientras la señora dormitaba en el sofá, el señor Rivero silbaba bajito los temas principales y Julio, Mario y yo nos aburríamos.

—Papá —dijo Julio de repente—. Voy a dar una vuelta con los muchachos. ¿Me prestas el carro?

El señor Rivero asintió y le dio las llaves del automóvil. Cuando salimos de la casa en el coche las estrellas brillaban pálidamente en el cielo nublado.

Recorrimos el Malecón, mirando y escuchando el mar.

—¿Cuánto tiempo se van a quedar? —preguntó Julio.

—Mañana nos vamos —dijo Mario.

—¿Cómo? ¿Vinieron nada más a estar unas horas?

—Sí —dije—. Queríamos ver el mar y nos dio la chifladura de repente. Estábamos deprimidos y había que hacer algo.

—¿Por lo de los exámenes?

—Sí.

Guardamos silencio y sólo se escuchaba, a medida que dejábamos atrás la zona poblada, el ruido del oleaje y de las llantas sobre el asfalto. Mario callaba hurañamente, hecho un ovillo en su asiento y mirando las estrellas por la ventanilla.

—Bueno —dijo Julio—. Pueden machetear y presentarse a título.

—Mario puede —dije—. Pero yo creo que no tengo bastantes asistencias.

—Se durmieron, ¿eh?

Vi una sonrisita de superioridad en Julio y un breve relámpago de rencor en Mario, que luego recobró su mirada lejana, dirigida hacia el cielo nocturno.

—Bueno —dijo Julio—. ¿Y cómo lo piensan remediar?

—Yo no sé —dije—. En realidad no quiero estudiar arquitectura. Me hubiera gustado más la Facultad de Derecho.

—Debiste pensarlo antes, viejo.

—No me atreví a decírselo a mi padre. Desde que yo era pequeño él tenía metido en la cabeza que yo fuera arquitecto.

—Pero, el derecho... ¿Te interesa mucho?

—Pst... No sé.

—Hoy sobran abogados y arquitectos. La mayoría se muere de hambre.

Mario se removió en el asiento.

—Oigan —dijo—. Si van a hablar todo el tiempo como imbéciles, me bajo. He venido a ver el mar. ¿Está claro?

Poco después, Julio detuvo el coche en una pequeña playa desierta, y Mario y yo nos desnudamos y nos lanzamos al agua. Julio no quiso seguirnos.

—Eso es para los chilangos —dijo.

Nadamos un poco en el agua fría y oscura y luego Mario se quedó de pie, con el agua hasta las rodillas, chorreando, y me miró con una sonrisa vacía.

—Viejo, esto no resulta —dijo.

Estaba temblando un poco, igual que yo.

—¡Oye! —le gritó de pronto a Julio—. ¿No habría manera de conseguir una botellita de algo?

—Por este rumbo es difícil —contestó Julio.

—Bueno, pero tienes el carro, ¿no?

—¿Pues qué me vieron cara de su gato?

—No la amueles, hombre. Es para entrar en calor.

Okey —dijo Julio de mala gana. Se metió en el automóvil, arrancó y se perdió de vista.

—Es un imbécil —comentó Mario—.No lo aguanto a él ni a su familia. “Julio, quita a ese cursi de Chopin”. Cretinos.

Se zambulló y lo seguí. Nadamos un poco más y volvimos a ponernos de pie, combatidos por el oleaje y mirando mar adentro.

—No resulta, ¿eh? —me dijo.

—No —asentí—. No resulta. Nada resulta.

—Si al menos hubiera algo que hacer. Pero en realidad no quiero hacer nada. No quiero estudiar arquitectura, ni medicina, ni química, ni derecho ni nada. ¿Qué te parece?

—Genial. Yo tampoco.

—Lo único que quiero es echarme a nadar y no detenerme hasta llegar a Hawai.

—Estás loco. Eso queda del otro lado, en el Pacífico.

—No seas imbécil, tú me entiendes.

Luego llegó Julio con una botella de ron, nos vestimos y nos pusimos a beber sentados en la arena. Bebíamos y hablábamos de cosas que no nos importaban. Al cabo de un tiempo Mario y yo empezamos a sentirnos borrachos. Julio no, porque casi no había bebido. Mario lanzó una risita y se volvió hacia Julio.

—“Quita a ese cursi de Chopin” —le dijo, pastosamente.

—¿Qué? —preguntó Julio, sin saber qué pasaba—. ¿Qué dices?

—“Julito, quita a ese cursi de Chopin”.

—No te entiendo.

—Por supuesto —repuso Mario.

Se levantó y arrojó al mar la botella vacía, que describió una parábola, hizo ¡chafff! al pegar en el agua y empezó a hundirse gorgoteando en el vaivén del oleaje. Mario avanzó trastabillando hacia el mar y gritó salvajemente, agitando los brazos sobre su cabeza:

—¡Mundo de mierdaaaaaaaaa...! —Empezó a reírse entrecortadamente y volvió a gritar—. ¡Pinche mundo de mierdaaaaaaaa...!

—¿Qué le pasa a ése? —preguntó Julio.

—¿No lo sabes? —le dije riéndome de él—. Está borracho. Y yo también.

—Pues estamos fregados —dijo.

Mario se acercó a nosotros con paso vacilante y se inclinó hacia Julio.

—“Quita a ese cursi de Chopin” —dijo, y lanzó una risita—. “Julito, quita a ese cursi de Chopin”.

—No friegues, viejo.

Mario se reía, casi sin sonido, sólo con los movimientos convulsivos de su cuerpo.

—Anda, monada... Quita a ese cursi de Chopin... Y nada de andar perdiendo el tiempo, hijito... hay que estudiar... Pero quita al cursi de Chopin...

Julio se zafó, molesto, de las manos de Mario, y se levantó sacudiéndose la arena del pantalón.

—¿Qué te pasa? —le preguntó a Mario—. ¿Qué quieres?

—No quiero nada... Sólo quiero que quites a ese cursi de Chopin... ¿Comprendes?... No quiero nada... No quiero estudiar nada, ni trabajar en nada... Ni ser nada... Sólo quiero gritar... Sólo eso —y volvió a gritar hacia el mar—: ¡Mundo de mierdaaaaaa!

—Vámonos —dijo Julio serio y casi asustado—. Ya estuvo bien. Vámonos.

Se encaminó hacia el coche, pero Mario le hizo dar media vuelta tomándolo del brazo y se encaró a él.

—No te gusta mojarte, ¿eh?... “Eso es para los chilangos”... Ven, hijito, ven a darte un baño...

Forcejeando, trató de llevarlo cerca del agua, y entonces yo me levanté, tomé a Julio de un brazo y lo llevamos, mientras se debatía ferozmente, hasta el borde del agua, que nos mojó los pies. Tras una breve lucha lo soltamos y se fue silencioso al coche. Lo seguimos.

—Ya estuvo bien de fregar —nos dijo, poniendo en marcha el motor—. Vámonos ya.

Subimos al coche y salimos a la charretera.

—Perdona —dijo Mario—. Fue una broma.

Cuando subimos al cuarto, lo primero que hicimos sin prender la luz, fue atisbar a través de la persiana, pero todo estaba oscuro en tu casa, y sólo podíamos imaginar que dormías, desnuda en la cama y con una sola sábana en el cuerpo, por el intenso calor.

—Entonces ¿qué? —le dije a Mario— ¿Mañana nos vamos?

—Por supuesto, viejo —me respondió—. Esto no resulta.

—No. No resulta.

—Nos levantamos temprano, les dejamos una nota dándoles las gracias y nos largamos.

—¿Pero si nos quedamos dormidos hasta muy tarde?

—Deja levantada la persiana. La luz nos despertará.

—¿Crees que ella estará levantada mañana? La chica de allá.

—Quién sabe. Y me importa madre. ¿Sabes lo que voy a hacer cuando llegue a México? Voy a invitar a Telma al cine y luego me la redondeo. ¡Pinche vida de mierda! ¿Para qué rayos están las mujeres en el mundo?

—Hay que dormir —dije.

Estuvimos un rato callados, mirando hacia el techo y sudando, a pesar de que no teníamos nada encima.

—¿Sabes? —me dijo Mario—. A veces me digo que si no vas a ser nadie, debería uno dedicarse a vagabundo. Como en las películas de Chaplin. Irte por ahí, sin dinero ni nada, y robarte gallinas en las granjas para comer. ¿No te parece mejor que estar encerrado en una pinche oficina toda la vida?

—Se va enfurecer mi padre —dije—. Está convencido de que soy un bueno en los estudios.

—Pues si de veras quiere uno ser algo, hay que serlo de verdad. Cuando tenía doce o trece años soñaba con meterme en un autobús e irme a Hollywood para ser actor de cine. Comenzaba siendo extra y un día alguien me descubría talento y me ponía en una película con Elizabeth Taylor.

—Bueno, yo también pensaba a veces en eso.

—Eran pendejadas. Pero se sentía uno mejor pensando en ellas.

—Vamos a dormirnos.

Al día siguiente desperté antes que él, a eso de las seis y media, y me acerqué a la ventana a tratar de verte, y vi la ventana abierta, pero no estabas tú, sino la mujer gorda desayunando con el hombre mayor, de modo que estuve un buen rato esperando a que aparecieras, y cuando Mario se despertó se puso a mi lado a observar.

—No va a salir —dije.

—No. Nos iremos sin verla.

Escribimos una nota de agradecimiento a los Rivero, otra para Julio, tomamos nuestros maletines y salimos sigilosamente de la casa. Un taxi nos llevó a la agencia de autobuses y a las ocho salimos de Veracruz. Mario iba sentado junto a la ventanilla y durante casi una hora guardó silencio.

—Me gustaría volver —dije al fin.

Apartó los ojos de la ventanilla para verme.

—¿A este lugar de mierda?

—Bueno —dije—. Está el mar. Y me gustaría hablar con ella.

—Ya estás haciéndote ilusiones. Sabes que no resultaría.

—Sí, lo sé. Pero de todos modos, ¿no te gustaría verla?

Volvió nuevamente los ojos hacia la ventanilla, sin contestarme, y durante casi todo el trayecto no pronunció una palabra, y yo tampoco, pero los dos sabíamos que estábamos pensando en ti, que te habías quedado en Veracruz, con tu cuerpo esbelto y cobrizo y tus amplias caderas y tu largo pelo suelto, en aquella ventana que nosotros ya no veíamos.


El tercero


1

El ruido de las balas y las bombas se había quedado a sus espaldas, y ahora llenaba sus oídos un silencio acaso más terrible, porque en él iba uno escuchando lo que se decía por dentro. La hilera culebreaba sobre la hierba amarilla; cuando una parte de ella se atrasaba, parecía una serpiente partida en dos y agonizante. Los hombres vestían aún el uniforme de milicianos; los guiaba un ex maestro de escuela que había sido montañista en su mocedad. Acompañaba al silencio un jadeo persistente, al que se mezclaban el gemir de los heridos o las voces de los sedientos. El terreno ascendía, cada vez más ralo de hierba, duro y resbaladizo. Luego, recogida en alargados cuencos de tierra, apareció la nieve, limpia como no podía estarlo la que los hombres habían visto en sus ciudades. Recordaba uno la nieve que se amontonaba sobre las trincheras, aquella nieve manchada de sangre de los compañeros caídos.

El terreno se empinaba, y los hombres redoblaron sus esfuerzos. El frío comenzaba a hostigarlos: se le sentía insinuarse sobre la carne.

—Ánimo, muchachos —dijo el maestro de escuela, jadeante—, no os acordéis de cansaros, que Francia no está muy lejos.

Algunos alzaron la cabeza y le vieron con mal disimulado rencor; les irritaba la pedantería y el tono protector con que hablaba siempre. Un espacio de silencio más apretado seguía las palabras del maestro, algo como un poco más de frío.

De cuando en cuando las cantimploras eran desprendidas de la cintura de sus portadores, pasadas de una mano a otra y alzadas sobre las gargantas sedientas, donde dejaban caer un chorro de aguardiente, y luego desandaban el camino, otra vez de mano en mano, para quedar prendidas y oscilantes en los cinturones. Después, por el calor debido al aguardiente, un halo vaporoso rodeaba a cada hombre, dándole un aspecto fantasmal.

El sol brillaba poco; a veces se oscurecía completamente, borrando la hilera de sombras que calcaba sobre la nieve la marcha de los hombres. Y era como si nadie existiera, como si nadie caminara por allí...


2

La noche llegó sin anunciarse, sin haber asomado una sola estrella por algún rincón del cielo. Se pensaba que había estado allí desde siempre, que eran ellos los que habían entrado en su oscuridad. Acaso debieron haber pensado unas horas antes, cuando las sombras nacieron de las raíces de los pinos y se alargaron poco a poco hacia los cansados pies de los hombres, que la noche debía llegar. Hubiera sido mejor que lo pensaran así, y de este modo no los habría sorprendido. Porque, sí, los ha sorprendido, y los ha asustado; la noche es para ellos algo más que la noche: un olvido gigantesco donde ningún corazón late por ellos.

Pero había que andar, a pesar de todo. Y sin luz. Alguien había encendido una linterna, pero el maestro le ordenó que la apagase, porque había que ahorrar luz para cuando la noche espesara.

Los pinos aparecían con frecuencia y hubo un momento en que formaron un muro sombrío, ante el cual se deshizo la hilera, como si se hubiera golpeado contra él. El profesor estuvo un rato mirando la espesura con el rostro contraído como el de un perro que olfatea.

—Es un bosque —dijo—; vaya uno a saber si será muy largo. De todos modos hay que seguir. Con la brújula y la luz de las linternas no podemos perdernos. Encended las linternas. Hay que seguir.

Una, dos, tres linternas se han encendido en medio del grupo, colocando sus vivos corazones luminosos en la oscuridad, y la hilera se ha formado nuevamente. Así han penetrado en el bosque, donde les envuelve una negrura más densa, más sofocante. La luz de las linternas baila sobre los troncos de los pinos, extendiéndose en círculo y languideciendo en la lejanía. Los árboles parecen moverse, cambiar de sitio, desaparecer en el juego de sombras. Hay sobre la cabeza de los intrusos una confusa agitación que delata la alarma del bosque; entre las hojas algo, o alguien, suelta un chillido.


3

En una de las hondonadas del bosque José hizo alto y fue a sentarse en un tronco derribado, quejándose de su pierna. Alberto descubrió que comenzaba a irritarse contra su compañero. José habíase detenido muchas veces durante la marcha, y no resultaba grato quedarse rezagado en la oscuridad, porque si no se escuchaba el acezar de los hombres que iban adelante, uno comenzaba a sentir miedo.

Maldecía José de su pierna como si no fuera parte de su cuerpo, sino algo distinto a él, un pariente molesto con el que se está obligado a convivir. Cuando se olvidaba de su pierna era para hablar de Evaristo Maldonado.

—¡Maldito trasto! Duele como un demonio. ¿Crees que tendrán que cortármela?... ¿Sabes lo que hacía Maldonado antes de dormir? Pues fumaba una pipa. La fumaba muy despacio, como si fuera eso lo último que haría en su vida. Si entonces le hablabas, te respondía secamente e iba a sentarse a otro sitio. Tenía fama de bilioso. ¿Recuerdas? Se había peleado ya con todos los de la trinchera. Decían que le gustaba discutir, pero... ahora pienso en muchas cosas de las que decía y me parece... ¡en fin! El caso es que ahora ya no es tiempo.

Eso hacía José: hablar y hablar de Evaristo Maldonado. Ahora se había detenido, se había sentado en un tronco, y gemía de dolor, echada atrás la cabeza.

—¿Te aprieto el vendaje? —preguntó Alberto.

A un gesto de asentimiento del herido, se inclinó sobre el muslo hinchado, recibiendo sobre la nuca el aliento cálido de su compañero. Cuando apretaba demasiado la venda, veía contraerse la recia cara cetrina y curvarse hacia abajo los labios de José. Entre gemido y gemido, éste seguía hablando:

—Tenía en su pueblo una relojería: eso me contó una vez mientras me arreglaba el reloj. ¡Daba un gusto verle arreglar relojes! Lo hacía con el cariño con que uno cuida un animal muy pequeño... ¡Ay... maldita porquería! ¿Me la cortarán, Alberto? ¿Crees tú que tendrán que cortármela?

—No digas tonterías, hombre. ¿Por qué te la van a cortar?

—¿Y por qué no? Uno nunca sabe. Hemos visto a muchos que les fue peor, ¿no es cierto? No tiene nada de raro que tengan que cortármela.

—No te quejes. Otros murieron.

—Sí, otros murieron. También él... ¿Recuerdas cómo quedó?

—¿Quién?

—¡Vaya, pues él, Evaristo Maldonado! Quedó abierto, abierto de arriba abajo. No sé si lo viste tan claramente como yo. Vi caer la granada, lento, muy lento; nunca he visto que una granada cayera tan despacio. Y... bueno, él estaba donde la granada iba a caer, donde cayó.

¿Por qué tanto hablar de Evaristo Maldonado? Alberto lo recordaba como un hombrecito amarillo, de cejas levantadas y cabello ralo; nadie de importancia: un cuerpo menudo cargado de bilis, movedizo como el azogue, presente siempre en todas las discusiones acaloradas. ¿Por qué tanto hablar de él?

No le gustó a Alberto el silencio que les cercaba y se levantó para mirar en torno. Vio entonces todo lo que no había delante, la soledad que les envolvía. Estuvo un rato así, mirando y sólo mirando, y luego corrió hacia el interior del bosque. Gritó:

—¡Eeeeeeey, eeeeeey!

Y su propia voz volvió a él deformada, repitiéndole una y otra vez, como si unos seres ocultos contestaran desde el fondo del bosque. Pero no, nadie contesta.

Dio la espalda a su eco y se volvió hacia José.

—Sólo esto nos faltaba —dijo.

Hubo un espacio de tiempo muy largo. José, sin comprender, se acariciaba la enorme pierna. De su frente arrugada resbaló una gota de sudor, bordeó el párpado, se deslizó por la mejilla y se perdió en la región barbada.

—¡Pero es que no te das cuenta, idiota! —gritó Alberto— ¡Los hemos perdido! ¡Nos han dejado solos!

Luego, palmeándose los muslos con gesto de impotencia:

—Estamos fritos...

Es evidente que José quiere hablar: le mira fijamente, abre la boca, mueve los labios, pero ninguna palabra llega a formarse en ellos.

“¿Y las linternas?, piensa Alberto, ¿por qué no se ve la luz de las linternas?”

Al mirar al suelo vio una sombra de ramajes a la que estaba prendida su propia sombra, y entonces levantó la vista y vio la luna sobre las copas de los árboles. Ahora comprendía: el profesor, al ver salir la luna, habría ordenado que para ahorrar luz se apagaran las linternas.

Con un tenue sollozo, José preguntó:

—¿Y ahora qué hacemos?

—Hay que tratar de alcanzarlos, y lo siento por tu pierna, pero ellos tienen alimento y aguardiente. Seguiremos el rastro en la nieve.

Echaron a andar, y el bosque fue abriéndose, hasta que los pinos desaparecieron del todo, mientras el terreno volvía a ascender.


4

Avanzan, suben lentamente; a veces el herido tras de su compañero, o juntos los dos y apoyado aquél en éste, acezantes, tercos a pesar de los resbalones. Así, mientras se muevan, podrán sentir calor, y por lo tanto no deben detenerse; aunque estén agotados, aunque el herido gima y los pies resbalen. Bajo la absorta mirada de la luna, las rocas, los picachos y las depresiones tienen una presencia sombría.

Caminaron luego por terreno llano, siguiendo un sendero de huellas sobre la nieve. El dolor aprieta sobre la pierna de José, que está a punto de llorar.

—Tenemos que darnos prisa —le dice Alberto—. Nos llevan mucha ventaja.

Alberto quería decirle que le era tan molesto como a él su pierna, y se preguntaba qué derecho tenía José a ser el débil, el que ha de ser conducido, el que no debe seguir atentamente el rumbo de esos pasos en la nieve.

¡Si al menos no hiciese tanto frío! El sudor se congelaba sobre la piel, formando una máscara dura, y las piernas se negaban a andar.

José continuaba hablando de Evaristo Maldonado, de lo que Maldonado decía o hacía, de sus relojes, de sus discusiones. A Alberto le dolía la cabeza; una delgada pero intensa línea de dolor le cruza el pensamiento de una sien a otra. Los ojos se ciegan a intervalos cortos, al ritmo de los latidos que le suben del corazón a la garganta, agolpándose allí, ocupando espacio, ahogándole. Se ha mirado los dedos de la mano y no le parecen suyos; los mordió y no le dolieron. Y la voz del otro, asediando sus oídos:

—Me hubiera gustado conocer más a Maldonado... No andes tan aprisa, esto duele… Conocer a la gente en tiempo de guerra es igual que no conocerla... Tenía una familia numerosa, no sé cómo podía mantenerla... Andas muy rápido, no puedo seguirte… Sí, no le gustaba la guerra. Ya sé que no le gusta a nadie, pero él tenía menos calma que nosotros, estaba siempre rezongando. Me parece que si lo hubiéramos conocido en tiempo de paz hubiéramos podido llevarnos mejor con él... ¿Te acuerdas lo que decía? “Para esto nos han servido todas nuestras doctrinas de la fraternidad y la justicia, para matarnos como bestias. No podemos dejar de ser bestias.” Discutió con no sé quién, vinieron a las manos y recibió una golpiza. Menos mal que no se enteraron los oficiales. ¿Recuerdas? Se levantó del suelo sin decir nada, humillado, y desde ese momento... No vayas tan aprisa... desde ese momento estuvo silencioso, fumando su pipa o examinando su reloj, hasta que lo mataron… Yo vi caer la granada, estuve a punto de gritarle y entonces la granada estalló...

Allí enfrente hay una pared blanca erizada de peñascos vueltos con sus rostros negros, como las ventanas oscuras de una casa abandonada, hacia los hombres. Hay que subir otra vez —¿cuántas veces han subido y bajado en este viaje?— arrastrando casi al compañero y buscando senderos practicables por entre esas cadenas de escarpaduras ascendentes.

—¿Pero es posible, Alberto, que hayan pasado por aquí?

—¿Y quiénes, si no han sido ellos? ¿No ves las huellas?

Cuando José se sienta, Alberto le toma por el brazo y le arranca del lugar como a un arbusto de profunda raíz. Han avanzado así durante horas —o al menos eso creyeron—, tropezando con paredes de hielo que parecían salir a su paso para aplastarlos. En ocasiones han escuchado, lejano, un estruendo prolongado, el ruido de una gran masa que caía deslizándose por una ladera. Después el silencio se cerraba sobre ellos.

—¿Te duele menos la pierna?

—No, más, mucho más.

—¡Virgen de Dios! ¿Cómo pudimos distraernos tanto tiempo? ¿Qué ventaja nos llevarán? Ellos tienen aguardiente, galletas, fruta...

Sí, ellos tenían eso; pero tenían algo más. Algo intangible, pero cierto, maravillosamente cierto, y por desgracia sólo perceptible cuando se pierde: tal hombro que choca varias veces con el de uno, el calor que despide el conjunto de hombres, el ruido de los pies que marchan pesadamente y la confianza en el destino de todos.

Alberto sentía la presión del frío sobre la nuca, sobre los hombros, sobre el pecho, en torno a los brazos y las piernas.


5

Estaba la noche muy cerrada; la luna había ido entrando en un mar de nubes y se había ocultado al fin. La negrura yacía sobre el mundo con pesadez de piedra; era una gran piedra negra que había caído sobre el filo del horizonte.

Cuanto más se esforzaba Alberto por ver, más se cegaba. Y aquel nombre eternamente en sus oídos, aquel nombre que se multiplicaba y giraba alrededor suyo, un sin fin de nombres iguales como insectos alrededor de una luz, diciendo todos “Maldonado, Maldonado, Evaristo Maldonado”.

¿Y ahora qué pasa? ¿Dónde está el rastro de los otros? Ahí la nieve, blanca, extensa, igual que una cuartilla donde no se puede leer nada, porque no hay nada escrito. ¿Cuándo han perdido el rastro? ¿En qué maldito lugar se han metido esas pisadas?

Se ha detenido, ha soltado a José, y el cuerpo de éste, se ha descolgado de él y ha caído al suelo. Ha escuchado el grito de José, le ha mirado al rostro y se ha estremecido de miedo y rabia. Casi se oye silbar el frío.

—¡Vamos, levántate! —ha ordenado.

Del cuerpo caído, que se retuerce consumiéndose en ayes, ensangrentando la nieve, sale una voz chillona.

—No puedo, Alberto; te juro que no puedo...

Ha ido echándose atrás, tembloroso, sin dejar de mirar la mano que el otro le extiende. Un cuerpo que ya no le parece un hombre, sino un fardo negro e inútil que se debe abandonar.

—¡Alberto, no me dejes!

Ahora ha ido volviendo las espaldas, ha dejado de ver la mano, ya no la ve.

—¡Alberto, por Dios!

Y se ha lanzado a correr, ha tropezado, se levantó, sigue corriendo.

—¡Albertooo, Albertooo!

Como si los gritos le empujaran, como si Francia hubiese esperado mucho y le diera un plazo para llegar. Rugiendo, babeando, tratando de abrir una brecha en la oscuridad, llevándose jirones de frío prendidos a la carne.

En esa carrera todo se ha trastocado, todo gira sobre él: el cielo, la noche, las estrellas, la nieve y las rocas; todo. No sabe ya qué es lo de arriba, qué es lo de abajo. Se han metido las estrellas en la nieve, la nieve está arriba, la noche abajo, pisada por sus pies.

—¡…toooooo!


6

La sangre le está bullendo, late en las sienes, en las puntas de los dedos, en las ingles. Tiene la frente apoyada en algo consistente y rugoso, y eso también parece latir; ahora lo toca con la mano: sí, aquí hay unas ramas, es un árbol. El que late es él, pero también el árbol está recorrido por un cálido palpitar.

Entonces abrió los ojos, ha visto el árbol, ve a sus costados, miró hacia el cielo, ha vuelto a pasear la mirada en torno. La nieve está allí todavía, pero no entera. Hay trechos de nieve, y luego, esparcidos por todas partes, trechos de yerba, yerba pajiza del invierno, pero yerba. Los ojos van poseyendo las cosas de modo cada vez más confiado; sus pulmones se calman. Sí, la tierra se ve más desnuda de nieve; sus ojos ven más claramente, sus pulmones recuperan el ritmo que les conviene. Él está vivo.

El vive, él puede mover las piernas, él puede andar, él anda.

Allá, lejanas y ante él — ¡que no sea un engaño, que no sean estrellas muy bajas en el horizonte! —unas luces, acaso las de un pueblo.

Pero ¿quién? ¿Quién le acompaña? ¿Quién jadea a su lado? ¿Quién hace sonar, opacos, sus pies? ¿Y por qué no lo ha visto al volver la cabeza? ¿Y por qué, si se trata de alguien, de un hombre, no hay pisadas en la nieve? Sólo hay unas pisadas, y ésas son las que uno ha ido dejando.

—¿Quién es?

Ha sido una tontería buscarlo detrás de uno. Ahí, a unos pasos del camino que cruza la escasa nieve, delante de todas esas luces que brillan como las de un pueblo en donde estuvieran los hombres con su atmósfera caliente y compadecida, está él. No podría uno saber si es un gigante o si tiene una estatura demasiado pequeña. La verdad es que está ahí, silencioso. Uno se pregunta qué es lo que hace ahí, qué quiere, y por qué no habla primero. Alberto espera eso, que sea él quien hable primero.

Pero el otro no habla. Encogido de hombros, pequeño y amarillo, con la pipa en la boca, está examinando atentamente algo brillante que tiene entre las manos: es un reloj.

Alberto ha extendido el brazo, ha dirigido su mano abierta hacia Evaristo Maldonado.

—¿Está muy lejos Francia?

El otro no contestó; ha vuelto la espalda, camina hacia el pueblo, pero camina demasiado aprisa. Y luego ya no está, y hay una cantidad enorme de piedras que salen el paso, que hieren sus rodillas, y el pueblo ya no es un pueblo, sino estrellas, y uno quiere volver, mientras alguien grita allá atrás, muy lejos —¡Albertooooo...!—, desde un lugar donde se ha quedado como una cosa oscura y sin nombre.

Por allí, por ese camino va Evaristo Maldonado.

—¡Albertoooooo...!

 

Para Emilio Carballido


La noche de Juan

 

Lo habían detenido en la noche no sabía cuántas noches antes, eran una decena de hombres con picas, espadas, hoces y rastrillos, sus siluetas corno un solo ser animal en la puerta brutalmente recortada contra el campo y el cielo nocturnos, y él recordaría el suspendido gesto de su propia mano, la gota de tinta que caía de la punta de la pluma al papel, y una voz campesina había dicho “frailuco reformón, en nombre de la Santa Madre Iglesia, date preso”, y otros se habían puesto a revolver las pocas pertenencias en busca de no sabía qué, y luego lo habían llevado por el campo duro y frío, atadas las manos, un perro olfateándole las piernas, los hombros robustos de los otros empujándolo en la marcha, y las piedrecitas se le clavaban en las plantas de los pies desnudos, “¿pues no eres de los Descalzos?, aguanta ahora”, “sí, éste es de lo que beben los vientos por la revoltosa Madre Teresa”, y de allí en adelante todo había sido un caminar de aquí para allá, confundía los días y las noches, recordaba el gran patio y las palabras que descendían sobre él (“sembrando la discordia entre nosotros y el seno de Nuestra Santa Madre... desobedeciendo la autoridad eterna de los Santos Padres y Apóstoles...”), se recordaba así en el refertorio, hincado de rodillas sobre las losas, recibiendo los azotes en la espalda, la carne abriéndose y escociendo mientras la voz leía los textos sagrados, los quejidos que le salían de los labios rítmicamente, sus ojos fijos en el ventanuco, la luz acerada sobre las tonsuras y una y otra vez la vara cayendo sobre su espalda, el espacio de intolerable tiempo entre uno y otro silbido de la vara y el intento de refugiarse en el verso, de retornar con la memoria al instante en que su mano había quedado detenida, la gota de tinta aún no caía en el papel, la imagen casi se precisaba, el bajar de las caballerías a la vista de las aguas, y la voz casi apiadada que atrás de él iba contando con pujidos cada golpe de la vara, los pujidos del castigador y los gemidos del castigado mezclándose en un brutal remedo sonoro de la bestia de dos espaldas, y la voz del superior, “para que abráis los ojos a vuestro inmenso error de soberbia y comprendáis qué gran pecado es intentar remover de su sitio la divina fábrica de nuestra religión, y más que vos, sacerdote ordenado conforme a sus mandamientos, antes debíais ser perro guardián de sus santísimos preceptos y no sembrar la mala hierba”, y luego lo volvían a la estrecha celda en la que apenas podía dar dos pasos, al encerrado olor del jergón semipodrido, a aquella cueva cavada como una letrina en el cuerpo del convento, al zumbido de la noche helada y el rumor de los calores, su hábito que se le caía a pedazos, aquel convivir con sus excrementos, de los que parecían nacer espontáneamente las ratas y las cucarachas, y casi podía ver entonces la mirada del perro alzada hacia él cuando lo llevaban maniatado por los campos, entre el tintinear de las armas, y las rudas voces imprecatorias, veían al perro que lo veía, y el perro pensaba “triste cosa es esta que sucede entre los hombres, tantas querellas y disputas y para qué si dicen ellos que para todos Dios es el mismo”, y luego el perro se había apartado de los hombres y se había alejado a buscar un hueso mondo o el coño de una perra, y ellos habían avanzado hacia las murallas, entrado en la ciudad, seguido las sinuosas y estrechas calles, las piedras ahora más gruesas bajo los pies ya desollados, “¿pues Descalzo no querías ser?”, y él neciamente, pese a todo, detenido entre las dos imágenes de la pluma goteando tinta suspendida en el aire y de los caballos bajando tranquilamente a beber en las aguas que reflejaban el firmamento estrellado en el que la voluntad de Él se componía incesantemente como juntando las dispersas piezas de un reloj inmenso, lo habían llevado a pie y con los ojos vendados, en una posada el posadero le había propuesto “ayuda para escapar” y “no”, había dicho él, “que sea lo que Dios quiera”, los ojos del posadero de pronto eran como los del perro retirándose, y allí en la celda, en el insoportable calor de agosto, comido de los piojos y el hambre, pidió ahora que Él lo apartara no del sufrimiento sino del orgullo del sufrimiento, se preguntó qué sería de la Madre Fundadora, si ella pensaba que él podría flaquear, renunciar al sueño que como una novela de caballerías a lo divino ellos habían emprendido (“Qué bien sé yo la fonte que mana y corre, aunque es de noche”), y se removió en el jergón y todas las señales incididas en su espalda recomenzaron a arder y con ellas parecía arder también, en el estrecho ámbito, el olor de los orines y la mierda, las picaduras de los piojos, repentinamente se olió y se dolió en su miseria carne hediondez de la carne en vida como hediondez de la carne en la muerte, animal pestilente y dolido que somos, oh Señora, Ella había descendido una vez hasta la oscuridad del agua, cuando él era niño, lo había salvado de ahogarse en el fondo del oscuro pozo, y “¿dónde estás, Señora mía, que no te duele mi mal”, y sollozó como el niño hundiéndose más y más abajo y más y más en lo oscuro cuando un resplandor le hirvió en los párpados, la luz fue en la celda igual que una expansiva flor súbita, la Virgen estaba delante de él, flotando en la gozosa luz fría, sonriéndole, “heme aquí, Juan, mi hijo amadísimo, mi pobrecito de amor”, y él cerró los ojos sospechando el engaño de sus sentidos, los abrió y parpadeó, miró fijamente con la boca abierta y la Virgen reía como una niña, “qué cara de bobo es ésa, Juan, no, no sueñas” y no, no soñaba, nunca dejaría de estar persuadido de que no soñaba, y Ella dijo “en este momento, Juan, la Madre Teresa escribe al Rey para pedir que te saquen, pero esa mujeruca nada podrá, sólo yo puedo hacerlo, Juan, mira” y la mano de Ella se movió en el plateado resplandor y los muros de la celda se abrieron, Ella lo tomó en sus brazos, él era muy chico ahora, sintió el pecho de Ella a través del frescor de la seda, era como el que siente una música, el relox de estrellas estaba ahora alrededor de ellos, la noche giraba en una danza suave, ascendían, “dime si esto lo puede hacer tu Teresa” dijo Ella, descendían blandamente, estaban de nuevo con los pies en la tierra, el campo sin fin y florecido los rodeaba de una respiración de primavera, el alba no tardaría en llegar, él se arrodilló a los pies de Ella y los besó, tenían el convento-cárcel al lado, y Ella le dijo “estás libre, Juan, estás fuera de tu prisión”, y a él le dolieron las heridas de la vara, dolían como si aullaran en la carne, y de pronto supo que estaba a punto de ser despojado de algo, despojado por la Gracia, y volvió a arrodillarse y lloró “no, Señora, no, yo te suplico que no”, y Ella no comprendía y él estaba en el suelo, alzaba hacia Ella los ojos humanos como el perro aquella noche los había levantado hacia él, “¿qué dices, loco, qué dices?”, preguntó Ella pegando con el piececico en el suelo, “¿acaso rechazas la merced que te hago?”, y él volvía a lloriquear: “rechazarla no, Señora, sólo humildemente te pido que no me quites de esta prueba”, y mientras esto decía estaba él viendo con los ojos de la mente la caballería descendiendo hacia el río, sentía las palabras pugnar bajo la lengua, pero no podía oírlas, no podía verlas en letra, y sólo volviendo a la celda..., y Ella lo miró con una seriedad que parecía avejentarla, había arrugas en torno a sus ojos, “oh, Señora, Señora, no me miréis así” gritó él y oyó el cerrarse de las piedras en torno suyo, sintió el calor terrible, sintió bajo las rodillas el áspero suelo de la celda, en las narices el olor a orines y a mierda, estaba en la apretada oscuridad por fin, otra vez solo, las palabras impacientes por llegar a su boca, “Y la caballería a la vista de las aguas descendía”, eso era, de una vez por todas, y luego se tendió en el jergón, bocabajo, pensando en los tornillos de la puerta, en el instrumento que podía fabricar aplastando y alisando el plato de metal, habría que desgarrar las sábanas para hacer una cuerda y descender el muro, eso tardaría mucho pero tenía ya las palabras, los caballos lengüeteaban ya mansamente en el río, y sonrió en la oscuridad, repitió el verso y recreó otra vez la imagen, los caballos bebían y sus grandes ojos inocentes estaban en el río y el río estaba en sus ojos, así hasta que llegó el dulce sueño.


La ley de la herencia

 

Durante más de diez años habíamos vivido sin problemas en este edificio habitado por empleados gubernamentales o profesores de escuela como yo hasta que un día en el terreno baldío que se ve desde la ventana de nuestro cuarto piso apareció una vieja y esquelética mendiga despiojándose al sol y como nos dio lástima le llevábamos por las noches mi mujer o yo las sobras de nuestra comida a aquel lugar de muebles despanzurrados y maquinarias paralíticas y latas herrumbrosas y ratas furtivas y la mendiga se arrojaba al plato de cartón apenas lo poníamos en el suelo y devoraba el contenido lanzando temerosas miradas a un lado y a otro como si alguien fuese a robarla pero al poco tiempo ya no se resignaba a esperarnos y poco después de caer la noche la oíamos subir la escalera con sus pies pesados y tocaba a nuestra puerta y gemía larga y rítmicamente si tardábamos en abrir y en presentarle lo que sin duda ya consideraba un obligado tributo y así una noche tras otra y a veces nos hundíamos en la habitación más retirada conteniendo el aliento y mi mujer apretándose temblorosa contra mi pecho mientras la mendiga permanecía allá junto a la puerta del departamento lloriqueando sin pausa y mecánicamente de modo que como temíamos el escándalo de los vecinos, terminábamos saliendo y dándole la pitanza bajando los ojos ante los suyos resentidos o irónicos y ella se alejaba envolviendo el plato en su raída y remendada y sucia capa bajo cuyo peso se inclinaba y así inexorablemente por no sabemos cuánto tiempo hasta que los vecinos que ya se quejaban mucho ante nosotros hicieron que la policía se llevara a la mendiga y con algún remordimiento nos sentimos exentos de aquella servidumbre sin prever que una semana después se presentaría un hombre con aspecto de pulcro burócrata que decía venir de cierta Sociedad y nos entregó una caja con unos sucios andrajos que fácilmente reconocimos sobre todo por la remendada caja y nos hizo firmar un recibo informándonos de que éramos depositarios de esos bienes y no lo entendimos del todo sino hasta unos días después cuando mi mujer se asomó a la ventana y lanzó un grito y empezó a llorar y yo me asomé y allí en el terreno baldío había otra mendiga tal vez menos vieja y menos flaca enteramente desnuda y rascándose las costras y mirando hacia nuestra ventana y entonces comprendimos que había que bajar llevando mi mujer el plato de sobras y yo la caja con los andrajos y que no serviría de nada cambiarse de casa ni de colonia ni de ciudad ni tal vez de país.