Material de Lectura

 

La mesa chica



Poníase los días de gran función en el cuarto del baño, que quedaba precisamente junto al comedor; por supuesto que fungía de asiento la tina, mediante una tabla atravesada y un banco de macetas luxado de las cuatro patas; la mesa de la cocina completada con otra de ajedrez y una de estorbo, un cajón volcado para el que no cupiera, y si con todo esto faltaba sitio, quedaba el antepecho de la ventana para completar el extraño comedor de los muchachos.

Los manteles muy rotitos, pero muy blancos; las servilletas ordinarias, y a veces la madera desnuda, servían de lecho a las tazas, porque vasos no se conocían en aquellas regiones; invitado había que se resignaba a beber en jarro, lo mismo el nacional licor que algún Médoc falsificado. Dábase media torta de pan por cabeza, y nombrábase jefe del movimiento a un chico mayor que los demás, o a la vieja cachazuda que había sido nodriza de los tíos.

Recuerdo aquellas épocas y se me revuelve la bilis como entonces, al pensar en las humillaciones de que éramos objeto los muchachos.

Tengo muy presente el cuadro. Pintado el corredor, arreglado el pasillo de la antesala, que parecía no alfombra, sino canevá bordado a medias; remendado el tapiz de la sala y muy ordenado el mobiliario, notábase que el plumero había corrido desde el marco de los opacos espejos hasta las chucherías de porcelana de la mesa. Muy tendidas de limpio las camas, y vistiendo flamantes trajes los dueños de la casa.

Cada diez minutos sonaba la campana y nos empinábamos en el corredor para ver.

—Las Sánchez.

—Las Sánchez —decía una oficiosa corriendo.

—Las Sánchez —corría la voz, y un ejército de muchachos se alineaba junto al portón. Bajaban los políticos hasta el descanso de la escalera para ofrecerles el brazo, y:

—Chula.

—Linda.

—Mi vida.

—Presta tu sombrero.

—Da’ca la sombrilla... —y una tempestad de besos y de abrazos procedía a la pregunta de:

—¿Cómo has pasado tu día?

—Bien, gracias. Pasen ustedes. Joaquinito, ¿por qué no se van a jugar? Ya les he dicho que se vayan a la azotehuela, y no se anden metiendo entre la gente grande.

—Déjelos usted.

—No; así se acostumbran a igualados; parece que no han visto gente.

Y tras esta loa, unos chillando, otros sin que les importara un bledo, y otros más grandecitos, heridos en nuestra dignidad, nos retirábamos a la azotehuela, donde seguía la frasca.

A un paso la cocina reventaba de gente; era aquello un ir y venir de criadas. Las niñas de la casa, con delantal y los brazos desnudos, volteaban las gelatinas, previamente puestas a enfriar en sus moldes en bandejas de agua fría. Quién corría para pedir la mantequilla, que transformaba en rizados copos, mediante un ayate; quién las aceitunas, que no podían sacar con tenedor del frasco, y había que vaciar en ancho platón jugo y frutas, para colocarlas después en rebaneras que tenían la forma de una valva; quién pedía a gritos el queso hecho tiras, y quién en el lavadero hundía en agua fría un dedo y pedía tafetán, porque se había cortado al rebanar el jamón. Dominaba a la atroz barahunda el ruido de la vajilla en el comedor; ordenábanse las copas, haciánse caprichosos dobleces a las servilletas en cuya cúspide emanaban aromas, pequeños ramilletes, y la esencia poética de las violetas se mezclaba al olor prosaico del queso de Gruyère y de los pickles.

—¡Que traigan el dulce de leche!

—Buena la haces, Tomás: mientras uno trabaja, tú te comes todo. Deja los pasteles, los desarreglas. ¡Qué tal! Si no ayudas, no estorbes. Vete a la sala.

—Ábranla. Quita los platos para... Dame una mano...

—Vas a voltear la salsa.

—Pues ayuden.

Era un fenomenal pescado que desaparecía bajo la capa de adornos vegetales: ruedas de jitomate y cebolla, florituras de perejil, huevo picado y otras menudencias que nadaban en el vinagre surcado por los pálidos ojuelos de oro del aceite.

—Destapa el vino blanco y le vuelves a poner un tapón.

—¿Dónde anda el tirabuzón?

—Se lo llevó Luz, para el jarabe de grosella.

Entretanto, nosotros espiábamos aplastando las narices contra los apagados vidrios, y a cada viaje de los atareados mozos en un...

—¡Quítate del paso, por nada me tiras!

No faltaban atrevidos que a lo mustio se deslizaban al comedor ofreciendo sus servicios.

—Sáquese de aquí.

—Echen a ese muchacho.

—Vete a jugar.

En la azotehuela estallaban loas parecidas, porque Benjamín se apoderaba de las lechugas que flotaban en la pileta, porque Manuelito abría la llave y un chorro se precipitaba anegando el piso.

—Ora verás, Manuel. ¡Mira cómo te has empapado!

—¡Jesús, deja esa escoba!

—¿Qué quieres aquí, Luis? Los hombres no entran a la cocina, se te van a caer los pantalones.

—¡Niña, venga usted a ver a estos niños que están emporcándose las manos con el carbón!

—Ve a decirle a la niña...

—Ya no lo vuelvo a hacer.

—Pues estése quieto.

No dábamos un paso sin que no recibiéramos el correspondiente regaño: malcriados, incapaces, feos, tontos, necios, etcétera, eran los dulces calificativos que a cada paso nos lanzaban las gentes sin paciencia.

—Qué bonito, ¿eh, sáquese el dedo de las narices; siempre haciendo píldoras, ¡cochino!

—¡Qué le importa!

—Sucio, te voy a acusar.

—Si te dan medio, me das cuartilla por el chisme.

—Groserote...

—Y tú... ¡tan bien educada!

—Sigue hablando y...

—¿Qué me haces?

—¿Qué te hago? Acusarte para que te manden al colegio.

—Pues ve corriendo, no me asustas.

Y la hermana mayor corría en efecto a dar parte a las autoridades superiores, que mandaban llamar al reo.

—Si no te estás quieto...

—No, mamá, si yo...

—Ya me dijeron, pero te la guardo; ahora que lleguemos a casa yo te enseñaré a tratar a tus hermanas...

—Si esa fastidiosa...

—¿Qué? ¡Vuélvelo a repetir! ¿Qué dijiste?

—Nada.

—Me la vas a pagar (pellizco canónico).

—¡Ay! (llorando).

—¡Váyase usted de aquí!

—Y se iba el castigado, no sin lanzar a su paso nueva interjección a su hermana.

—¡Chismosa! ¡Rajona!

—Estás de reventarte. Nadie los puede aguantar, tú.

Hubiera seguido el pleito de palabra, si la caravana de personas formales, precedida por el licenciado y la arqueológica madre de los Cañete, no invadieran el comedor, y ruido de sillas, conflictos para acomodar alternados a las hembras y a los varones, pedir licencia para pasar contrayendo el abdomen y de puntillas, todo esto formaba animada algarabía.

—Córranse...

—Háganle un lugar a Pancho...

—Está usted bien, no se pare.

—Vete a dar una vuelta a la mesa chica.

Y Carlota aparecía a nuestros ojos. Aquello era digno de verse. Dos nanas se aplastaban (sic) en las sillas con los rubios niños, que sólo tomaban su arrocito, medio dedo de vino, huevos tibios y tres rajas de pan. Al lado María y Concha, niñas con pretensiones de mujeres, merecían el alto honor de que se les encargara el cuidado de Nestorito y Bebé (un cafrecito de dos años). Pedro y Antonio, enojados porque se les había expulsado ignominiosamente de la congregación de los formales, se aislaban en un rincón, improvisando su mesa en una silla y escondiendo debajo de un viejo tocador el fruto de robos disimulados: rebanadas de queso y de jamón, no pocos pasteles, frutas secas y hasta media botella de coñac. A todos faltaba algo: a unos pan, a otros plato, al de más allá cubierto, y al bien educadito de Crispín, por callado, cubierto, plato y pan... hasta asiento.

En el comedor veíase a los comensales inclinados, tomando ya la sopa. Las señoras, graves, volvían sus apagados ojos hacia nuestro destierro, diciendo:

—¡Qué muchachería!

Y las mamás, con gesto de autoridad y amenaza, agregaban:

—Muy quietecitos, ¿eh?

Carlota daba órdenes:

—No den su plato, no dejen su cubierto y cállense. Ya se les va a servir.

Llegaba la sopera y un escandaloso coro provocado por el hambre la recibía.

—A su lugar... al que se pare no le sirvo. Siéntate, José. Vayan pasando sus platos; no me pidan, porque me atarantan.

A más de tres desordenados despidieron de la mesa grande con cajas destempladas, porque iban de puntillas a pedir vino al oído de alguna tía.

—A su hora se les dará —respondía, poniendo en ridículo al solicitante.

Y no nos iba mal. Cierto es que los platones llegaban a nuestro encierro diezmados, pero el que con tino adjudicaba las raciones, buen cuidado tenía de acordarse que los chicos faltaban, y mientras allá, por circunspección, apenas probaban bocado y les tocaba poco por temor de que no alcanzara. Nosotros, sin educación, la emprendíamos contra los restos, comiendo más allá de la medida.

En el comedor podían moverse apenas, y nosotros, cuál a la bartola, cuál a pierna suelta, en posturas orientales, sin el freno de la urbanidad, como muchachos inquietos; a falta de tenedor, mano limpia. De cada tarascada nos llevábamos las carnes de un muslo de pollo o los intercostales del caparazón de un pavo, que nos dejaba luengos bigotes de salsa, manchones de grasa en los carrillos y mil máculas en la nariz. El vino nos excitaba; nos parábamos de la mesa y nos amenazaban con no darnos fruta; pero al ver que ésta se acababa en la mesa grande, invadíamos el comedor con suplicante clamoreo, que cesaba tan sólo cuando el repique de las copas anunciaba un brindis.

Henos aquí muy serios, con la cara sucia y las manos indecentes, contemplando la mesa, los deshechos ramos, los platos vacíos, las cáscaras de nuez y almendra sobre el mantel arrugado, disueltos casi los migajones en un charco rojo de vino espolvoreado de sal, los rostros congestionados, las miradas vagas, los gases produciendo somnolencia a las gentes gordas, las servilletas caídas o formando montañas sobre los vasos, y el que brindaba, distraído por el revolar de las moscas, los necios insectos, buitres en ese campo de batalla que se llama una mesa.

Concluido el brindis, las gentes graves sentían los amagos de la jaqueca: se paraban con las piernas entumecidas y el paso vacilante, y los de la mesa chica se lanzaban al patio.

El moderado Crispín, el reservado jovencito, solía no aparecer y se le hallaba en la caballeriza, demudado y sudoroso, con un codo en la pared, sobre el codo la frente, los ojos llorosos y escupiendo de un hilo.

—¿Qué te pasa?

—La mayonesa...

—Ya te lo han dicho: el pescado te hace daño y tú eres muy delicado.

—¿Quieres carbonato?

—Lo que quiero... (con la vista vaga) lo que... quie.. .brr... ¡Ay Dios!

—Quítate del aire... Acuéstate, hombre. Dame el brazo... Jesús, traiga una escoba y limpie ahí.