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Ángel de Campo



Selección y nota
introductoria de
María del Carmen Millán



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Nota introductoria



Ángel Efrén de Campo y Valle nació en la ciudad de México el 9 de julio de 1868 y murió el 8 de febrero de 1908, en la misma ciudad, víctima del tifo. Huérfano de padre, desde muy niño conoció las estrecheces económicas, y debido a ellas y a la muerte de su madre, no le fue posible continuar sus estudios, apenas iniciados, de Medicina. Para resolver sus problemas económicos y poder hacerse cargo de sus hermanos menores, desempeñó un empleo en la Secretaría de Hacienda; inició sus actividades periodísticas desde 1885 y fue profesor de literatura en la Escuela Nacional Preparatoria.

Cuando fue estudiante encontró su vocación literaria bajo la guía del maestro Ignacio Manuel Altamirano. Nació en aquellos años de Preparatoria una firme amistad con otros entonces también incipientes escritores como Luis González Obregón, Luis G. Urbina, Victoriano Salado Álvarez, Balbino Dávalos, Federico Gamboa. Con el tiempo estos jóvenes escritores se unieron en asociaciones literarias; publicaron revistas como El Liceo mexicano, de la que Ángel de Campo fue fundador. En El Nacional, El Imparcial, La Revista Azul, etcétera, donde colaboró con regularidad, hizo populares los pseudónimos de Micrós y Tick Tack.

Aunque escribió un estudio sobre la hacienda pública, poesías, novelas, crónicas y cuentos, los tres únicos libros que aparecieron en vida del autor, son colecciones de cuentos: Ocios y apuntes, (1890), con prólogo de Luis González Obregón; Cosas vistas (1894) y Cartones (1897). Con ellos llamó la atención sobre un género que se consideraba menor. Puede decirse que Micrós otorgó al cuento autonomía y legitimidad artística. Su tema fue, sobre todo, la Ciudad de México y los problemas diarios de la clase media baja, excluida de las ventajas del progreso porfirista.

Micrós fue un escritor que recreó con profundo realismo y melancolía las costumbres de su tiempo. Siguió la línea iniciada por José Joaquín Fernández de Lizardi, matizada con la doctrina nacionalista de Altamirano. Su tono, ponderado y discretamente irónico, no se avenía con el estilo ornamentado y audaz de sus contemporáneos, los poetas modernistas. A Micrós le duelen la miseria y la injusticia que sufren los desheredados, los humildes que en su camino no encuentran sino frustraciones. Sirvan de ejemplos: "¡Pobre viejo!", "El Pinto", "¡Pobre Jacinta!", "El Chato Barrios".

La crónica, género periodístico que registra los sucesos del tiempo, fue utilizada con buena fortuna por Altamirano, Guillermo Prieto, Manuel Gutiérrez Nájera, Luis G. Urbina. Micrós fijó, en el trabajo diario de la crónica, los diferentes rostros de la ciudad con pincelada rápida y oportuna. El valor documental y humano bajo la apariencia frívola, festiva, irónica o tierna, se manifiesta especialmente en las 364 Semanas alegres que escribió para El Imparcial, en su mayor parte aún inéditas. En sus colaboraciones periodísticas deja Micrós fijas las diferentes imágenes de una ciudad a la que se acerca con amor pero también con espíritu crítico.

Ángel de Campo intentó el género novelesco. Para el periódico El Nacional escribió por entregas La Rumba (1890-91), que se recogió en forma de libro en 1958, en la Colección de Escritores Mexicanos. Se conoce el primer capítulo de otra: La sombra de Medrano, que seguramente se perdió.

La sensibilidad del poeta que fue Micrós, más que en los versos -que también escribió- está presente en la piedad humana con que maneja los sentimientos de personajes: seres humanos o animales. De acuerdo con su tiempo, trata de explicarse científicamente las enfermedades del cuerpo y del alma que esclavizan y destruyen al género humano. Poco optimista con el futuro de las clases pobres, sin embargo se hace eco de las injusticias que sufren, y protesta por la situación que padecen.

Fiel a la tarea que se impuso de dejar a la posteridad un retrato fiel de lo que fue su mundo y su tiempo, fin de siglo, fin de una larga y discutida época de paz, no desmayó en su empeño, seguro de que su palabra, su verdad, su intención, tenían en el periódico el medio idóneo para convencer, para persuadir, para mover la conciencia de un pueblo tan necesitado de conocerse a sí mismo.

 

María del Carmen Millán

 


 

La mesa chica



Poníase los días de gran función en el cuarto del baño, que quedaba precisamente junto al comedor; por supuesto que fungía de asiento la tina, mediante una tabla atravesada y un banco de macetas luxado de las cuatro patas; la mesa de la cocina completada con otra de ajedrez y una de estorbo, un cajón volcado para el que no cupiera, y si con todo esto faltaba sitio, quedaba el antepecho de la ventana para completar el extraño comedor de los muchachos.

Los manteles muy rotitos, pero muy blancos; las servilletas ordinarias, y a veces la madera desnuda, servían de lecho a las tazas, porque vasos no se conocían en aquellas regiones; invitado había que se resignaba a beber en jarro, lo mismo el nacional licor que algún Médoc falsificado. Dábase media torta de pan por cabeza, y nombrábase jefe del movimiento a un chico mayor que los demás, o a la vieja cachazuda que había sido nodriza de los tíos.

Recuerdo aquellas épocas y se me revuelve la bilis como entonces, al pensar en las humillaciones de que éramos objeto los muchachos.

Tengo muy presente el cuadro. Pintado el corredor, arreglado el pasillo de la antesala, que parecía no alfombra, sino canevá bordado a medias; remendado el tapiz de la sala y muy ordenado el mobiliario, notábase que el plumero había corrido desde el marco de los opacos espejos hasta las chucherías de porcelana de la mesa. Muy tendidas de limpio las camas, y vistiendo flamantes trajes los dueños de la casa.

Cada diez minutos sonaba la campana y nos empinábamos en el corredor para ver.

—Las Sánchez.

—Las Sánchez —decía una oficiosa corriendo.

—Las Sánchez —corría la voz, y un ejército de muchachos se alineaba junto al portón. Bajaban los políticos hasta el descanso de la escalera para ofrecerles el brazo, y:

—Chula.

—Linda.

—Mi vida.

—Presta tu sombrero.

—Da’ca la sombrilla... —y una tempestad de besos y de abrazos procedía a la pregunta de:

—¿Cómo has pasado tu día?

—Bien, gracias. Pasen ustedes. Joaquinito, ¿por qué no se van a jugar? Ya les he dicho que se vayan a la azotehuela, y no se anden metiendo entre la gente grande.

—Déjelos usted.

—No; así se acostumbran a igualados; parece que no han visto gente.

Y tras esta loa, unos chillando, otros sin que les importara un bledo, y otros más grandecitos, heridos en nuestra dignidad, nos retirábamos a la azotehuela, donde seguía la frasca.

A un paso la cocina reventaba de gente; era aquello un ir y venir de criadas. Las niñas de la casa, con delantal y los brazos desnudos, volteaban las gelatinas, previamente puestas a enfriar en sus moldes en bandejas de agua fría. Quién corría para pedir la mantequilla, que transformaba en rizados copos, mediante un ayate; quién las aceitunas, que no podían sacar con tenedor del frasco, y había que vaciar en ancho platón jugo y frutas, para colocarlas después en rebaneras que tenían la forma de una valva; quién pedía a gritos el queso hecho tiras, y quién en el lavadero hundía en agua fría un dedo y pedía tafetán, porque se había cortado al rebanar el jamón. Dominaba a la atroz barahunda el ruido de la vajilla en el comedor; ordenábanse las copas, haciánse caprichosos dobleces a las servilletas en cuya cúspide emanaban aromas, pequeños ramilletes, y la esencia poética de las violetas se mezclaba al olor prosaico del queso de Gruyère y de los pickles.

—¡Que traigan el dulce de leche!

—Buena la haces, Tomás: mientras uno trabaja, tú te comes todo. Deja los pasteles, los desarreglas. ¡Qué tal! Si no ayudas, no estorbes. Vete a la sala.

—Ábranla. Quita los platos para... Dame una mano...

—Vas a voltear la salsa.

—Pues ayuden.

Era un fenomenal pescado que desaparecía bajo la capa de adornos vegetales: ruedas de jitomate y cebolla, florituras de perejil, huevo picado y otras menudencias que nadaban en el vinagre surcado por los pálidos ojuelos de oro del aceite.

—Destapa el vino blanco y le vuelves a poner un tapón.

—¿Dónde anda el tirabuzón?

—Se lo llevó Luz, para el jarabe de grosella.

Entretanto, nosotros espiábamos aplastando las narices contra los apagados vidrios, y a cada viaje de los atareados mozos en un...

—¡Quítate del paso, por nada me tiras!

No faltaban atrevidos que a lo mustio se deslizaban al comedor ofreciendo sus servicios.

—Sáquese de aquí.

—Echen a ese muchacho.

—Vete a jugar.

En la azotehuela estallaban loas parecidas, porque Benjamín se apoderaba de las lechugas que flotaban en la pileta, porque Manuelito abría la llave y un chorro se precipitaba anegando el piso.

—Ora verás, Manuel. ¡Mira cómo te has empapado!

—¡Jesús, deja esa escoba!

—¿Qué quieres aquí, Luis? Los hombres no entran a la cocina, se te van a caer los pantalones.

—¡Niña, venga usted a ver a estos niños que están emporcándose las manos con el carbón!

—Ve a decirle a la niña...

—Ya no lo vuelvo a hacer.

—Pues estése quieto.

No dábamos un paso sin que no recibiéramos el correspondiente regaño: malcriados, incapaces, feos, tontos, necios, etcétera, eran los dulces calificativos que a cada paso nos lanzaban las gentes sin paciencia.

—Qué bonito, ¿eh, sáquese el dedo de las narices; siempre haciendo píldoras, ¡cochino!

—¡Qué le importa!

—Sucio, te voy a acusar.

—Si te dan medio, me das cuartilla por el chisme.

—Groserote...

—Y tú... ¡tan bien educada!

—Sigue hablando y...

—¿Qué me haces?

—¿Qué te hago? Acusarte para que te manden al colegio.

—Pues ve corriendo, no me asustas.

Y la hermana mayor corría en efecto a dar parte a las autoridades superiores, que mandaban llamar al reo.

—Si no te estás quieto...

—No, mamá, si yo...

—Ya me dijeron, pero te la guardo; ahora que lleguemos a casa yo te enseñaré a tratar a tus hermanas...

—Si esa fastidiosa...

—¿Qué? ¡Vuélvelo a repetir! ¿Qué dijiste?

—Nada.

—Me la vas a pagar (pellizco canónico).

—¡Ay! (llorando).

—¡Váyase usted de aquí!

—Y se iba el castigado, no sin lanzar a su paso nueva interjección a su hermana.

—¡Chismosa! ¡Rajona!

—Estás de reventarte. Nadie los puede aguantar, tú.

Hubiera seguido el pleito de palabra, si la caravana de personas formales, precedida por el licenciado y la arqueológica madre de los Cañete, no invadieran el comedor, y ruido de sillas, conflictos para acomodar alternados a las hembras y a los varones, pedir licencia para pasar contrayendo el abdomen y de puntillas, todo esto formaba animada algarabía.

—Córranse...

—Háganle un lugar a Pancho...

—Está usted bien, no se pare.

—Vete a dar una vuelta a la mesa chica.

Y Carlota aparecía a nuestros ojos. Aquello era digno de verse. Dos nanas se aplastaban (sic) en las sillas con los rubios niños, que sólo tomaban su arrocito, medio dedo de vino, huevos tibios y tres rajas de pan. Al lado María y Concha, niñas con pretensiones de mujeres, merecían el alto honor de que se les encargara el cuidado de Nestorito y Bebé (un cafrecito de dos años). Pedro y Antonio, enojados porque se les había expulsado ignominiosamente de la congregación de los formales, se aislaban en un rincón, improvisando su mesa en una silla y escondiendo debajo de un viejo tocador el fruto de robos disimulados: rebanadas de queso y de jamón, no pocos pasteles, frutas secas y hasta media botella de coñac. A todos faltaba algo: a unos pan, a otros plato, al de más allá cubierto, y al bien educadito de Crispín, por callado, cubierto, plato y pan... hasta asiento.

En el comedor veíase a los comensales inclinados, tomando ya la sopa. Las señoras, graves, volvían sus apagados ojos hacia nuestro destierro, diciendo:

—¡Qué muchachería!

Y las mamás, con gesto de autoridad y amenaza, agregaban:

—Muy quietecitos, ¿eh?

Carlota daba órdenes:

—No den su plato, no dejen su cubierto y cállense. Ya se les va a servir.

Llegaba la sopera y un escandaloso coro provocado por el hambre la recibía.

—A su lugar... al que se pare no le sirvo. Siéntate, José. Vayan pasando sus platos; no me pidan, porque me atarantan.

A más de tres desordenados despidieron de la mesa grande con cajas destempladas, porque iban de puntillas a pedir vino al oído de alguna tía.

—A su hora se les dará —respondía, poniendo en ridículo al solicitante.

Y no nos iba mal. Cierto es que los platones llegaban a nuestro encierro diezmados, pero el que con tino adjudicaba las raciones, buen cuidado tenía de acordarse que los chicos faltaban, y mientras allá, por circunspección, apenas probaban bocado y les tocaba poco por temor de que no alcanzara. Nosotros, sin educación, la emprendíamos contra los restos, comiendo más allá de la medida.

En el comedor podían moverse apenas, y nosotros, cuál a la bartola, cuál a pierna suelta, en posturas orientales, sin el freno de la urbanidad, como muchachos inquietos; a falta de tenedor, mano limpia. De cada tarascada nos llevábamos las carnes de un muslo de pollo o los intercostales del caparazón de un pavo, que nos dejaba luengos bigotes de salsa, manchones de grasa en los carrillos y mil máculas en la nariz. El vino nos excitaba; nos parábamos de la mesa y nos amenazaban con no darnos fruta; pero al ver que ésta se acababa en la mesa grande, invadíamos el comedor con suplicante clamoreo, que cesaba tan sólo cuando el repique de las copas anunciaba un brindis.

Henos aquí muy serios, con la cara sucia y las manos indecentes, contemplando la mesa, los deshechos ramos, los platos vacíos, las cáscaras de nuez y almendra sobre el mantel arrugado, disueltos casi los migajones en un charco rojo de vino espolvoreado de sal, los rostros congestionados, las miradas vagas, los gases produciendo somnolencia a las gentes gordas, las servilletas caídas o formando montañas sobre los vasos, y el que brindaba, distraído por el revolar de las moscas, los necios insectos, buitres en ese campo de batalla que se llama una mesa.

Concluido el brindis, las gentes graves sentían los amagos de la jaqueca: se paraban con las piernas entumecidas y el paso vacilante, y los de la mesa chica se lanzaban al patio.

El moderado Crispín, el reservado jovencito, solía no aparecer y se le hallaba en la caballeriza, demudado y sudoroso, con un codo en la pared, sobre el codo la frente, los ojos llorosos y escupiendo de un hilo.

—¿Qué te pasa?

—La mayonesa...

—Ya te lo han dicho: el pescado te hace daño y tú eres muy delicado.

—¿Quieres carbonato?

—Lo que quiero... (con la vista vaga) lo que... quie.. .brr... ¡Ay Dios!

—Quítate del aire... Acuéstate, hombre. Dame el brazo... Jesús, traiga una escoba y limpie ahí.

 

 


 

 

Mater dolorosa



En la sacristía. La luz entra a chorros por una alta ventana llena de vidrios de colores que arroja al piso, deslumbrante de limpio, los manchones danzantes de un kaleidoscopio. La amplia y sonorosa pieza está pintada de blanco y en el muro se extiende un viejo cuadro en marco plateresco, que representa complicadísimas escenas del Gólgota, una puesta de sol cárdena como ráfaga súbita en nubes color de índigo fueteadas por un rayo; un eclipse de sol, y en ese fondo pavoroso, confusas, apretadas, siluetas inquietantes: soldadesca, fariseos, escribas, plebe, mujeres que gritan, redondas ancas de caballos de las que arrancan colas retorcidas como barba mosaica, y en lo alto, en el montículo, tres crucificados; uno de ellos con aureola: Jesús.

Abajo la pileta carcomida de mármol, en una concha el jabón y al lado, suspensa a dos rodillos, la banda continua de una toalla; viejos y amplios sillones labrados, con patas salomónicas, y en el fondo la cómoda rematada por una cruz y al medio una mesa donde el sacristán recorta hostias, pulveriza incienso y dobla casullas. Se han lavado las vinajeras, se han preparado los misales que forman pila y limpiado los candeleros de la tercerilla. La iglesia está cerrada, así es que en la nave se oye el chisporroteo de las lámparas y la letanía cascada del reloj, y del colegio de los padres, por un callejón sombrío, bocanadas de aire húmedo y bullicio de recreo.

Son los días santos, en que hay mucho que hacer, limpiar apóstoles, componer el casco de los sayones, vendar las patas luxadas del caballo de un centurión, remendar las narices de San Juan, pegarle una mano a San Lucas y lavar de pies a cabeza a media docena de angelitos de enagua corta, que han salido de la covacha, incapaces, llenos de polvo y telarañas: además, preparar las velas para el monumento, dorar naranjas y clavarles banderitas de papel de china y, poniéndose de asco, llenar los vasos con aguas de colores.

—Ya en el altar mayor comienza la faena, ya se oyen los gritos.

Alza el palacio de Herodes, más a la derecha, así...

—A ver tú, Santos, ¿no ves que rompes el candelabro?

—¿Qué juzgas ahí, tú, el de la blusa? Son reliquias, eso no se toca.

El padre Anselmo, un sexagenario que no anda, se desliza con alpargatas, pegando la nariz a todo porque es miope incorregible, sacude su manojo de llaves, abre cajones, dobla amitos, manípulos, corporales, sobrepellices; canturreando trepa por la escalera de un tapanco, donde sobre un clavicordio fuera de servicio, está el tesoro de los resplandores, oriflamas, ramos de papel dorado, jarrones y bombas azogadas; cuánto deslumbrará, fingiendo incendios en el altar lleno de cirios.

Una beata pregunta si no se sienta el padre Moralitos, y a mí se me encarga delicadísima tarea; soy un niño, mis manos están puras y puedo vestir a la Dolorosa, a esa bella escultura del pesar, que va a estrenar traje porque han gastado la orla de sus vestidos los besos de los fieles.

—Presta el corazón (un corazón de oro traspasado por siete puñales con larguísimo pivote), y el pañuelo y el manto. Ahora sí.

—Y entre el padre Anselmo y yo, guardando el equilibrio sobre un burro, desnudamos a la imagen; limpiamos sus mejillas por donde ruedan lágrimas de vidrio; sus ojos de esmalte, vueltos al cielo; su boca que parece exhalar un gemido; sus manos donde la devoción ha puesto costosas piedras, y uno por uno descosemos los ex votos, símbolos de consuelo, que recaman la falda de luto.

Ha quedado lista, y yo la miro de hito en hito, porque me han enseñado a amarla, porque desde niño me llevaba de la mano ¡ay! una mujer buena y llorosa y enlutada como ella, a la penumbra de la capilla, me arrodillaba, así juicioso, los bracitos cruzados.

—Di conmigo, anda hijo, di conmigo, anda:

—Acuérdate, oh piadosísima Virgen, que no se ha oído decir hasta ahora, que ninguno... yo, animado de esa confianza, vengo a ti; no quieras, ¡oh Madre de la palabra eterna! despreciar mis palabras; óyeme favorable a lo que te suplico... Amén. Ahora un sudario por tu papá.

Y aquellos ojos, que siempre me supieron ver con ternura, cintilaban a la luz de una lámpara, empapados de lágrimas. No oía lo que balbuceaban los labios; pero en lo ardiente de la súplica, en lo tierno de la devoción, en el inmenso reclamo de la mirada, comprendía que por mí, niño indefenso, pedía una madre desconsolada a otra madre infeliz.

Era la confidente de nuestra miserias aquella hermosísima señora que no hablaba; aquella Mater Dolorosa, cuyo retrato se ponía en la cabecera de nuestras camas, era, según me decían, la que curaba a los enfermos; era la intercesora en nuestras angustias con Dios, ese Señor anciano y blanco, como mi abuelo; era la madre de todos los huérfanos, la consoladora de los afligidos... Y acostumbréme a mirarla como a una pariente de influencias, sintiendo en mis ideas de niño un vago respeto por la imagen, y grabóse en mí su faz descompuesta por el pesar, pues que siempre en las horas de tribulación la miraba, porque su estampa lloraba a la luz de la lámpara cerca de mi lecho y nunca faltaron flores al vaso azul de su repisa; porque lanzado a la vida fue la primera que supo de mis descarríos, porque mi madre se los contaba...

Y heme aquí, mirándola más de cerca, con una curiosidad punzante, tocándola con miedo, convenciéndome de que no era de carne sino de madera, palpando sus manos olientes a bálsamo, acercando mi índice a sus lágrimas y pasando la palma por sus cabellos de seda, y evocando uno por uno los momentos de oración ante su altar y, en un arranque, postrándome con respeto para pedirle, niño pobre, algo, muy poco, una friolera, para más judas y mi matraca, plenamente seguro de que sucedería algo tremendo en casa, pues tenía estrictamente prohibido pedir un solo centavo, ni aun a los parientes.

—Vamos, amigo, ya está lista la Virgen y mañana limpiaremos los incensarios, porque ya oscurece y ahí viene la criada por ti... Y toma esta pesetilla, porque bien la mereces, has trabajado como una gente formal.

Y salí convencido del milagro en una época en que las pesetas eran muy raras en los rotos bolsillos de mi chaleco.


*

¡Cuántos años han pasado! Jamás hubiera creído que a través de los tiempos me arrancaran escépticas sonrisas los sayones, soldados romanos, centuriones y fariseos del monumento, y olvidara tantos diálogos de capilla; pero hay un recuerdo, uno querido, uno inolvidable que surge en mi memoria, cuando contemplara la Mater Dolorosa: el recuerdo, triste y dulce a la par, de la única que oró por mí: blanco lirio entre las purpúreas adelfas del poeta.

 

 

 

 


 

 

 

¡Pobre viejo!

 

Ni duda, aquella era la casa; lo encontré todo igual. El tiempo, es verdad, la había hecho más triste, porque estaban manchadas las paredes con las huellas de la lluvia, y el musgo dibujaba en ellas siluetas verdinegras: el santo de cantera, el roto macetón de la azotea, el balcón mohoso, la entrada angosta: ¡todo lo mismo! Sólo que en el ventanillo no se veía la jaula del loro locuaz, ni aquellos tiestos de geranio y rosa de Castilla. ¡Con qué emoción leí aquel rótulo que en fondo negro y con letras blancas casi borradas, decía COLEGIO PARA NIÑOS!

Subí la escalera de mampostería. Como siempre, ardía en el descanso la lamparilla frente a la Virgen de Guadalupe.

Asomó tras el portón verde, no la muchacha harapienta, la pelona famosa, sino una viejecilla enjuta. En el silencio de la casa, en el aire discreto de la criada, en todo, adiviné lo que había pasado. ¿El señor Quiroz? —pregunté.

—Esta mañana, a las tres —me respondió con aire compungido la vieja, llevándose el delantal a los ojos—. Pase usted...

¡El señor Quiroz había muerto! Aquel hombre intachable, aquel recuerdo apenas vive en tantos que, como yo, mucho le debieron. Solo, ni uno de sus discípulos lo acompañaba en aquella pieza desmantelada que conocía tan bien: el mobiliario miserable de aquella sala pobre; las consolas sin pie, el sofá de cerda, el estante del libros viejos, la esfera terrestre, aquel diploma pegado a la pared. Junto a un mapamundi, la mesa revuelta que le regalamos de cuelga el año de 70, llena de firmas infantiles y borroneadas; en medio de la pieza, el catre de hierro, y sobre sus tablas desnudas un cadáver vestido de luto; un pañuelo cubría su cara, y a los lados dos grandes cirios que ardían. ¡Era el maestro de primeras letras! Con respeto y temor lo descubrí. ¡Cómo había envejecido! ¡Qué aspecto tan desconsolador en aquellas líneas modeladas por la muerte! ¡Qué elocuente aquella soledad silenciosa, donde antes todo era bullicio! Pobre amigo, yo lo acompañaría. Y me senté en el viejo sofá de cerda y me puse a pensar en el pasado...

¿Te acuerdas? Aquellas mañanas cuando oía la voz de mi madre que me gritaba: “¡Van a dar las ocho!” Aquel malhumor con que me levantaba, aquellas cóleras diarias contra la criada que me restregaba con demasiada fuerza el zacate y el jabón al lavarme el pescuezo, la brusquedad con que pasaba el cepillo por los cabellos aún rubios; el desayuno apurado de prisa, y aquel desconsuelo al tomar la bolsa deshecha, donde dormían la pizarra, el libro de Mantilla y el Padre Ripalda... ¡Las ocho! Era hora; llorando todavía, llegaba al colegio; la criada me veía subir desde el zaguán, mientras le gritaba antes de tirar del grasiento cordón de la campanilla: “¡Ven a las doce en punto!”, y entraba.

No puedo olvidar aquella pieza, aquel techo lleno de pelotas de papel mascado, las paredes con letreros y manchas de tinta morada, negra y roja; los mapas polvorientos, las muestras de dibujo, el sistema métrico decimal; el Corazón de Jesús al frente sobre un reloj siempre parado.

La plataforma pintada de negro y encima la mesa del señor Quiroz; el tintero representando un ciervo; la regla, las planas en orden, los libros formando pilas. Las dos hileras de bancas y mesas con sus tinteros de plomo; sus candados en las tapas de las papeleras, y tantas letras grabadas con navaja en la madera de los muebles... Me parece volver a aquellos tiempos, siento el aire fresco de  aquellas mañanas, el olor del ladrillo recién regado, el sol entrando por el balcón abierto, el señor Quiroz golpeando la mesa con la regla y gritando: “¡Pepito López, a su lugar!” para seguir rayando concienzudamente el papel. Juanito Llamas borraba cifras aritméticas en el pizarrón; Miguel Vilches, oculto por la tapa de la papelera, mordía un cuerno de rosca; tras el antifaz de los catecismos platicaban Mejía y Méndez; leía en voz alta Zamudio, y Pepito López, inquietísimo, se deslizaba hipócritamente a lo largo de la banca (siempre era esa su disculpa) para pedir un lápiz a Marticorena o a mí, que con la vista vaga seguía el vuelo de las moscas que aprisionaba Orozco y pegaba con cera a soldados de papel.

¡Ah, época inolvidable! No se cuidaba uno ni del día ni del mes, sino para saber, porque todos los juegos tenían su temporada, cuándo se debía jugar a las canicas, cuándo al balero, cuándo concluía el reinado del trompo y comenzaba el de los huesos de chabacano, el piso y el burro. Sin más temor que el de ser sorprendidos in fraganti conversación, en desiguales cambalaches de pizarrines y caramelos o en el mayor crimen, fumar, pálidos de espanto tras la puerta del común, el primer cigarro de monzón robado al ama de llaves.

—¡Pepito, media hora de castigo!

—¡Señor, si no he hecho nada!

—Sí, señor; está usted distrayendo a Orozco; ¡media hora!

—No, señor (jeremiqueando) ¡a la otra!

—¡A su lugar! (reglazo).

Y después de estos diálogos, el señor Quiroz seguía rayando papel hasta que alguno alzaba el brazo y enseñando dos dedos, pedía permiso para “hacer de las aguas”

—¡Está ocupado! —Aquel era el gran pretexto; ir a tomar agua o a cumplir alguna función fisiológica de grande importancia. En aquellas escapadas se mordía el pedazo de pan, resto del desayuno; se contaban las canicas y, sobre todo, se estaba fuera de aquella pieza estrecha, de aquellas durísimas bancas, donde colgaban los pies; se lavaban las manos llenas de tinta, frotando los dedos en el ladrillo del lavadero; y haciendo repetir al perico aquella mala palabra que sabía y todos oían con una punzante curiosidad, y se repetía en voz baja, muy baja, porque si el señor Quiroz la oía, “¡al cachote!”, aquel cuarto húmedo y oscuro, lleno de sillas rotas, tinas desfondadas y ropa sucia donde paseaban las ratas del tamaño de un conejo. Había alacranes y mestizos, que acobardaban a los más valientes; era preferible dar cien líneas del Urcullu, estar media hora hincado y en cruz, hasta recibir la orden de que no le dieran dulce y fruta en su casa, a entrar a aquella pieza que olía a ropa sucia y a humedad.

¿Cuántas cosas habría en el bufete del señor Quiroz? Dicen que ahí guardaba todo lo que les quitaba a los niños; muchas canicas, membrillos mordidos, pedazos de charamusca, soldados de plomo, juguetes de madera, pinturas, caramelos, baleros, trompos; la teja de plomo que servía para jugar al piso, pliegos de papel de colores para forrar libros y tapizar los cajones, armellas, ¡qué se yo! Era un tesoro.

¡Qué tristes aquellas tardes cuando estaba uno en la lista con dos o tres rayitas: cada una era media hora! Todos se iban a jugar al patio y uno se quedaba solo. Gritaba la criada: —¡Por el niño Mendoza!

—Hasta las seis —respondía muy serio el señor Quiroz. No valían ruegos, ni valían pretextos. “¡Es la última, señor! ¡Ya no lo vuelvo a hacer!” Nada, era inflexible.

¿Qué decir en casa, al llegar? ¿Cómo resistir a aquella pregunta: “¿Por qué viene usted tan tarde?” Y aquella comparación humillante de “¿ya ves a tu primo Félix? pues, nunca lo castigan”. ¿Cómo presentar los sábados aquella plana donde se repetían cinco veces las palabras Venecia, Valladolid, Valencia, o aquella máxima escrita con bella letra inglesa: “El estudio es fuente de riqueza”, que unos copiaban con caracteres que parecían patas de mosca o, como aseguraba el señor Quiroz, hechos con popotes? ¿Cómo mostrar aquella calificación: Conducta, mal... Aplicación, mal... Aseo, bien, escrita al dorso? ¿Cómo coser los pantalones hechos pedazos, el saco lleno de gis, la camisa de tinta, las medias de ladrillo? ¿Cómo curar los moretones sacados en aquellos lances de honor que se ventilaban a las cinco, en un rincón de la azotehuela? Graves preocupaciones de la edad, imposibles de resolver a los siete años.

Para nosotros el señor Quiroz era un inquisidor: ¿por qué nos daba garnuchos en las orejas? ¡Cómo se enfullinaba cuando alguno se le paraba de gallito! ¡Pobre viejo! Alguna vez me pregunté: ¿por qué será tan pálido y tan flaco? Más tarde lo he sabido, más tarde he resuelto aquel enigma. Ya sé por qué llevaba siempre aquel saco café lleno de manchas, aquel chaleco gris, aquel pantalón de casimir del país con grandes rodilleras: sé por qué se ponía pensativo al reflexionar en la mañana, y por qué está pálido y flaco un hombre que no tiene dinero, a quien matan lentamente las privaciones, a quien consume el cerebro el repetir año tras año: “¿qué es Gramática?”, escribir día tras día el mismo ejemplo de sumar quebrados; resistir el eterno dos por dos cuatro, dos por tres seis; levantarse con el alba, sufrir malas respuestas y cargos de papás descontentos.

Ésa es la vida. ¿Por qué el inventor tiene bustos de bronce que lo inmortalicen y retratos y biografías en los periódicos ilustrados? ¿Por qué el mercader es grande y el sembrador se olvida? ¿Por qué sólo se alaba el encaje de piedra que corona las hermosas cornisas y no hay una mención para el cimiento?

Es un amigo de los primeros años; descifra ese jeroglífico encerrado en las páginas de un silabario, esa frase milagrosa que al pronunciarla se abren los inmensos horizontes desconocidos de la vida, da la clave para arrancar al libro su riqueza, arroja en el alma ese primer germen que diferencia al estúpido del hombre social, y sin embargo, es para todos un pobre viejo retrógrado, porque a fuerza de enseñar ya nada puede aprender, un bilioso que castiga sin justicia, a quien se le paga una vil mensualidad y ¡hasta luego!

¡Pobre señor Quiroz, muerto!

¿Qué se habían hecho aquellos compañeros de colegio, por qué no había venido uno solo a recoger la última mirada dulce, dulce como la tenía el día de la comunión general y de la repartición de premios? ¡Era bueno, sí! El día que acabé el libro de Mantilla y dejé el colegio; cuando yo usaba pantalón corto, no lo olvido, me regaló una estampa con un San Luis Gonzaga y, conmovido, llorando se despidió diciéndome: “Que logre verte hecho un licenciado”. ¡Y entró con los ojos húmedos a explicar los denominados por partes alícuotas!

No puede ser malo el que muerto tiene cara de santo. No; me arrepentía de mis malos pensamientos de niño mimado de siete años: la gratitud, una inmensa gratitud, brotaba a mi labio. ¿Para qué besar aquella frente? Era demasiado tarde.

¡Pobre viejo!, como le decían los vecinos. Ya descansa. Y me alejé con una tristeza profunda, mientras un grupo de niños salía festivo del zaguán, niños que reían contentos como la mañana, porque... ¡no había colegio!

 

 

 

 



 

 

El Pinto. Notas biográficas de un perro

 

Chilindrina era una perrita poblana, gordita, muy lavada, muy blanca, con su listón azul al cuello, siempre dormitando en las faldas de doña Felicia, su ama, que era dueña de un estanquillo y había concentrado en ella todo su amor de vieja solterona. Cuidaba del buen nombre del animal como las madres cuidan de la inocencia de sus hijos, y casi murió de dolor cuando supo la terrible noticia: Chilindrina, la doncella sin mancha, había tenido amores con el Capitán, escuintle horroroso de un zapatero vecino: frutos de estos amores fueron la Diana, el Turco y el Pinto, de quien voy a ocuparme.

Era un perro de pueblo, enteramente flaco, de orejas derechas y agudas, ojo vivaz, hocico puntiagudo, grandes pelos lacios y cerdosos, patas delgadas y cola pendiente; era de esa clase de perros de raza indígena que tienen una semejanza con los lobos, de un color amarillo sucio manchado de negro, lo que le valía su nombre de Pinto. Su historia puede encerrarse en estos capítulos: el hogar, el cuartel, la calle, la vagancia.

Muy pocos días duró bajo el brasero en el cajón de vino, lleno de trapos manchados de petróleo que le sirvió de cuna. Aún no abría bien los ojos, que tenían esa opacidad azulosa de los recién nacidos, aún su paso era débil, cuando lo regalaron a la primera que lo pidió, y fue doña Petra, portera del 6 de Mesones, señora fea que, no teniendo quien la amara, amaba a los animales. Un gato se le había desertado, y para mitigar la ausencia iba a sustituirlo con un consentido más fiel: el Pinto. Con calma maternal daba las migas de pan en leche al tierno niño, lo acostaba en un rincón envuelto en trozos de alfombra, lo arrullaba en el regazo y en horas de quehacer lo exponía al sol tibio de la mañana; ahí reposaba el Pinto cazando moscas al vuelo, dando paseos cortos, oliendo las juntas del embaldosado y acostándose de nuevo, previas las vueltas de ordenanza.

 

Creció, y comía entonces las sobras que daba a su ama una familia de la vivienda principal. Su vida era sedentaria; se reducía a vegetar y no salía del zaguán de la casa, porque sentía un temor invencible por los transeúntes, los coches y los perros más grandes que él. Cuando el ama salía, lo dejaba encerrado, y más de una vez se oyeron tras la puerta aullidos lastimeros a los que respondían frases coléricas de los vecinos nerviosos.

 

Vivían arriba dos niños que al irse al colegio le arrojaban un pedazo de pan y al volver le hacían un cariño, diciéndole con voz muy dulce: “Pintito, toma”, y tronándole los dedos lo llamaban en dirección a la escalera. Él los hubiera seguido, pero le inspiraba serios temores aquella ascensión peligrosa y, sobre todo, la opinión de su ama. Un día se decidió a subir, los Angulo lo colmaron de cariños, lo hicieron corretear por el corredor, enseñándole y escondiéndole un pañuelo que desgarraba a mordiscos, y los hacía exclamar con infinito placer: “¡Sabe jugar al toro!” Ya era amigos: ya el pobre Pinto seguía a la criada hasta el colegio, y con disimulo señalaba su huella en todas las esquinas para reconocer el camino. Aparecían los Angulito, y corría con esa vivacidad infantil propia de una gran emoción.

 

Todo lo sufría el buen amigo; que lo ensillaran, lo vistieran de muñeco, lo hicieran tirar de un carrito de palo lleno de ladrillos, lo forzaran a saltar por el mango de una escoba, o hacer de toro y hasta de verdugo, cuando alguna rata infeliz salía de un agujero por sus negras desdichas. Sin embargo, ¡qué de temores en aquellas visitas! ¡Qué odio debía tenerle aquella señora descolorida que lo veía con ojos tan malos y lo hacía despejar el corredor!

 

Una ocasión los niños no lo llamaron como otras veces y él subió. La criada lo esperaba tras de la puerta y lo llamaba ¡cosa rara! con voz dulce. Acudió y entonces lo suspendió por el aire tomándolo por el pescuezo; lo llevó a un rincón del corredor, le restregó el hocico contra un ladrillo sucio y le pegó de escobazos. En vano aulló, en vano decía con los ojos “¡yo no he sido!”; la fuerte mocetona le pegó duro, y los niños lo veían con inmensa compasión tras de los vidrios.

 

¡Pobre Pinto! Su ama lo abandonó. Días enteros se pasó en las calles oliendo todos los rincones y en busca de ella. Aulló a la puerta de la antigua portería hasta que una vecina se compadeció de él; era una mujer de cascos ligeros que tenía amores con un albañil. Hacían tres viajes diarios hasta la Alameda para que comiera en una banca el señor aquel lleno de cal. Gravemente sentado, esperaba que le echaran su piltrafa de carne: como perro bien educado, ni parpadeaba.

 

Después, el amor de su nueva ama pasó a un soldado y supo lo que era la vida de cuartel. Comió el vil rancho, tuvo amistad con gentes malignas; pero sucedió lo que tenía que tenía que suceder: el regimiento salió y de nuevo lo abandonaron.

 

¿Qué comer? Si se detenía en la puerta de una fonda, le aventaban unas tenazas; si iba a una carnicería lo pateaban; si encontraba un hueso, se lo arrancaba otro can famélico más fuerte que él. En aquellos días se apiadó de él un viejo de barba blanca y sucia, pantalones rotos y zapatos llenos de agujeros: era un mendigo que se fingía el ciego.

 

Todo el día se pasaba a la puerta de las iglesias donde había función o jubileo. El amo, apoyado en el grasiento bastón en forma de báculo y él, amarrado del cuello con un mecate lleno de punzantes hilos. Comió las tortillas heladas y los mendrugos de pan frío de la miseria; sufrió los palos de más de un sacristán, y tenía también, en aquella época, un aire de mendicidad, la cabeza gacha, los ojos tristes, el rabo entre las piernas, y hecho un esqueleto...

 

Estaba predestinado para el martirio. Su amo, el falso ciego, robó una vez y lo condujeron a la inspección. ¡Terrible noche al aire libre! La pasó en la puerta de la comisaría y nunca olvidó la escena del día siguiente: el rostro demacrado del amo, que acompañado por muchos pillos, con un jarrito colgado a la espalda, entre dos hileras de gendarmes fue conducido hasta Belén. Quiso entrar, pero no tuvo ni una mirada de despedida de su amo, y sí un culatazo de un centinela.

 

¿Qué hacer? Caminar al acaso. Anduvo calles y más calles, fatigado, sudoroso, sediento, y lo recibían en los barrios con ladridos de amenaza.

 

El hambre lo postraba; ni una fonda, ni una carnicería, ¡nada! El aislamiento, el verano de calores quemantes, la repulsión en todas partes; buscaba la sombra en el hueco de un zaguán, y crueles porteros lo espantaban; seguía a alguien, y aquel alguien, al entrar a su casa, dando una patada en el suelo, le cerraba las puertas en los hocicos. ¡Pobre Pinto! Dos veces intentó olvidar con el amor su desdicha, pero las dos fue desgraciado. Ya casi había conquistado a una desconocida, cuando un señor alto, moralista tal vez, lo espantó pegándole un bastonazo; lo iba a machucar un tren, y perdió a la dama. Su segunda tentativa fue tan desgraciada como la primera: un Terranova, abusando de la fuerza, le arrebató a la que tanto había soñado. ¡Pobre Pinto!

 

Llegaron aquellas noches interminables de vagancia, aquel husmear continuo en todos los rincones, a la puerta de las accesorias, esperando que arrojaran al caño el agua sucia de la cena, para pescar un hueso y huir con él donde nadie se lo disputara; rebuscar en los montones de basura; seguir a los ebrios para... ¡Qué fúnebres rondas hacía con otros compañeros de desgracia! Se olfateaban los unos a los otros para saludarse, se mordían, ladraban, y un vecino les arrojaba agua desde un balcón; dormían hechos rosca en el umbral de una puerta.

 

Eran noches de pesadillas terribles. Pinto soñaba estar en una azotea con la cazuela de sobras repleta, subía la Diana, le hablaba de amores, junto al tinaco le decía: “eres mi vida”, y ¡paf! Un señor que entraba a deshoras a su casa, lo despertaba con un puntapié. Aquello no era vida, los carretones de basura no traían ni un solo hueso que roer, y cuando lo había, la fuerza bruta se lo arrancaba de los dientes.

 

Evocaba aquel pasado siempre adverso: ¿para qué había nacido? ¡Sin creencias, sin paraíso, sin palabras siquiera para pedir un mendrugo! Y cazaba  moscas al vuelo o saciaba su sed en los charcos.

 

Una mañana lo llamó un señor y le arrojó un pedazo de carne. ¡Al fin! Sí, sí; había indudablemente un espíritu protector de los hambrientos; sintió una embriaguez de placer al aspirar el aroma tibio de aquella pulpa, y ¡era fresca! y la comió con glotonería. Un fuego devorador circulaba por sus venas, parecía que desgarraba sus entrañas, sus miembros se estremecían en dolorosas convulsiones; tambaleaba como un ebrio y, por fin, se desplomó. ¡Lo habían envenenado!

 

¡Qué cuadro! Yacía en el lodazal. Todo fue crueldad en aquellos momentos. Un carro al pasar le trituró una pata; había un círculo de curiosas, criadas que volvían de la compra; mandaderos con la canasta en la mano y que se entretenían en picarlo para provocarle largos estremecimientos convulsivos. La cabeza caída, los ojos inyectados fuera de las órbitas; los blancos colmillos descubiertos, la lengua de fuera, el hocico abierto y babeante; la respiración de un sofocado, y las patas agitándose en nervioso desorden. ¡Y aún en su agonía lo azuzaban y se reían de sus contracciones de epiléptico! Ni una queja, ni un ladrido... Los niños Angulo pasaron y se detuvieron, sus ojos infantiles lo vieron con gran tristeza, y los oyó murmurar:

 

–¡Pobrecito! y se parece al Pinto.

 

Era el Pinto: ¡qué flaco estaría para ser inconocible! Después de un último sacudimiento quedó inmóvil.

 

 

 

*

 

 

 

El carro de la limpia fue su ataúd y el muladar su cementerio. Ahí, sobre montones de ceniza, cascarones de huevo, zapatos rotos, harapos y momias de gato, fue arrojado junto a un casco de botella; quizá lo hubieran devorado los mismos que lo acompañaron hasta su última morada, si no hubiera habido otro entierro, el de un caballo que llegó en un carretón con una bandera blanca y escoltado por canes hambrientos que hicieron de sus despojos una atroz carnicería.

 

Lamiéndose los bigotes dijo uno de los comensales: “He aquí al Pinto, ciudadano honrado, de origen noble, fiel, trabajador, digno de un cojín de viuda o de una azotea de ranchería, convertido en cadáver y ¡envenenado!... Pero ¡esta es la vida!” Y se alejó al trote por el potrero, donde ya las sombras se extendían; el crepúsculo daba un fulgor sangriento a aquel cuadro y perfilaba en el horizonte las siluetas macabras de esas limosneras que remueven las basuras para encontrar hilachas.

 

La sombra tendió sus alas de búho en aquel cementerio de cosas viejas y animales muertos. Cementerio sin epitafios.

 

*

 

¡Cuántos en la plebe son como el Pinto!

¡Cuántos desdichados hay que, con forma humana, no son sino perros que hablan y que visten pantalones!

 

 

 


 

 

 

El Chato Barrios

 

El salón de nuestra escuela estaba inconocible; salón de escuela de barrio que, gracias a muebles alquilados, había perdido su aspecto lamentable de otras veces. El heno y las ramas de ciprés, colocadas profusamente a lo largo de las manchadas paredes; banderas tricolores de papel y águilas empleadas para fiestas cívicas, servían de altar a grandes retratos de Hidalgo, Juárez y otros héroes, amén del Corazón de Jesús, iluminado, inmediatamente arriba de una esfera terrestre cubierta de crespón.

Barrido el piso de ladrillos y en vez de bancas, triple hilera de sillas austriacas que, arrancando de la mesa, cubierta por un tápalo chino, terminaba junto a la puerta de la Dirección.

Era el día de premios, ese gran día para la infancia de aquellos rumbos, luminoso día para los padres de familia y de constante preocupación para el señor Quiroz (q.e.p.d.) y su ayudante, el paupérrimo cuanto simpático Borbolla.

Recuerdo que dos días duraba la compostura del salón, en la cual tomaban parte activa unos vecinos, la criada y aquellos alumnos que se distinguían por su juicio y mayor edad.

Las economías del año se empleaban en comprar libros baratos y en imprimir los diplomas cuya idea –una matrona rodeada de chicuelos que cargaban escolares atributos– pertenecía a Borbolla.

Libros y diplomas, atados con listones de color, se hacinaban en la mesa a los lados de un tintero de porcelana; dos candelabros con velas jamás encendidas y amarillentas ya, y un par de bustos de yeso, representando a Minerva, el uno, y a Minerva también, el otro.

Se alquilaba un piano y en él lucía sus anuales adelantos la señorita Peredo, tanto en el piano como en el canto. Era el factótum, y desempeñaba todo lo concerniente a la parte musical, inclusive el acompañamiento de las fantasías que sobre viejas óperas ejecutaba un antiguo tocador de flauta, Bibiano Armenta.

Henos aquí desde las siete de la mañana, muy lavados, con traje nuevo los unos, cepillado y remendado los otros, sin adorno alguno los más. Pobres niños de barrio, hijos de porteros, artesanos y gente arrancada, que no podía hacer más gasto que el de medio real; cuartilla para pomada y cuartilla para betún. ¿Pero el traje, qué importaba? Todos éramos felices, y sin parpadear, colgándonos los pies, nos sentábamos en las altas bancas, con los brazos cruzados, contemplando un sillón, miembro de no sé que ajuar de reps verde, en el que debía tomar asiento, frente a la mesa, un eclesiástico, me parece que canónigo o cura de la parroquia, que siempre presidía el acto y era el gran personaje.

Llegaban las familias sin que nadie se moviese: señoras de enaguas ruidosas y rebozo nuevo, papás de fieltro o sombrero ancho, con ruidosos zapatos y que cruzaban sobre la barriga las manos o se acariciaban las rodillas, niñas de profusos rizos y vestidos de lana... Las personas distinguidas eran invitadas por el señor Quiroz para tomar asiento en la primera fila, en la que, vestida de blanco, con zapatos bajos, listones tricolores y pelo espolvoreado con partículas de oro o hilos de escarcha, estaba ya la señorita Peredo, muy tiesa y empuñando el enorme rollo de piezas de música.

Sordo y elocuente murmullo se levantaba del salón, cuando se presentaba en escena la familia de Isidorito Cañas; el señor Quiroz bajaba las escaleras, Borbolla se apoderaba de una de las niñas, los hombres se ponían en pie y las mujeres miraban con respeto casi, a la familia que vestía de seda, usaba costosos sombreros, claros guantes y deslumbrantes abanicos.

Isidorito separábase de la familia para ocupar su puesto en la banca, y todos lo mirábamos de hito en hito; cada año estrenaba traje y cada año se sacaba el premio y se lo disputaba ¡oh coincidencia! el Chato Barrios, hijo del carbonero de la esquina, el más feo y desarrapado alumno de la escuela.

En nuestros corazones de rapazuelos de cinco años influía la elegancia en sumo grado, y veíamos a Isidorito, no como un simple condiscípulo, sino como a un ser colocado en más alta esfera. Su traje nuevo, su cuello enorme y blanquísimo, la corbata de seda, el cinturón de charol brillante con hebilla de metal, las medias restiradas a rayas azules, las botitas hasta media pierna, el pelo rizadoad hoc y los diminutos guantes, hacían de él un héroe de la fiesta. Con razón parecíamos los demás un atajo de indios, mal vestidos, mal peinados y con una actitud de gente sin educación.

El señor Quiroz le hacía un cariño y daba conversación a la familia en actitud de hombre juicioso, cruzando los dedos, dando vueltas al pulgar, semiinclinado y con leve sonrisa que entreabría sus labios. Borbolla, incomodado por el estrecho jaquet y la corbata refractaria a guardar el sitio conveniente, abría el piano, sacudía las teclas, y al sonar un mi bemol por casualidad, reinaba el silencio; veía el eclesiástico el reloj ytín , sonaba el timbre, oíase ruido de sillas y bancas, cruzábamos los brazos al sentir la severa mirada de Borbolla, que con el mayor disimulo apretaba los labios, y con los ojos parecía decirnos: compostura, señores.

Poníase en pie el señor Quiroz y leía la memoria que terminaba siempre con estas frases:

“Réstame sólo, respetable público, daros las gracias por la asistencia a esta solemnidad y en particular a aquellas personas (a la niña Peredo y al flautista Armenta) que han contribuído con sus altas dotes a la solemnidad del acto. He dicho.”

Mirábamos a Borbolla para ver si era tiempo de aplaudir, y aplaudíamos con rabia lanzando un ¡viva! al señor Quiroz que respondíamos nosotros mismos.

Stella confidente, leía el eclesiástico en un papel pequeño, y la niña Peredo, con voz trémula que parecía arrancada por nervioso dolor, gorgoreaba la fantasía. Tornábamos a ver a Borbolla y apluadíamos lanzando el ¡viva la señorita Peredo! que se nos había enseñado.

“Fábula en francés por el niño Isidoro Cañas.” Nuestro director palidecía, Borbolla dejaba que se pronunciara la corbata y la familia de Isidorito se conmovía; avanzaba el muchachito, miraba a todos lados, sacudía la cabeza poniéndose en el pecho el rollo de papel atado con un listón y gritaba:

 
 
 


                   Maitre Corbeau sur un arbre, perché…
                   tenait a son bec un fromage.


Cada palabra acompañábala con un ademán especial: parecía arrancarse un botón del saco, dándose antes un golpe de pecho, y al concluir sonaban nutridos aplausos; abría la boca el eclesiástico, respiraba el señor Quiroz, sonreía Borbolla, se refugiaba Isidorito en las faldas de su madre y gritábamos: ¡Viva el niño Cañas!


Desde ese momento Isidorito era el héroe y lo besaban las señoras cuando, tropezando, podía apenas cargar los grandes libros que había merecido como premio... y envidiábamos a Isidorito.
—Mención honorífica– leía Borbolla con voz clara— al alumno Rito Barrios.

Y oíase en las bancas estudiantiles un rumor:

“Ándale, Chato, Chato Barrios, a ti te toca”. Pero el muchacho no se atrevía a pararse y había necesidad de que Quiroz, con voz amable, le dijera:

—Señor Barrios, acérquese usted...

Y un muchacho descalzo, de blusa hecha jirones, mordiéndose un dedo, arrastrando el sombrero de petate y viendo a todos lados con cara de imbécil, cruzaba el salón. Las gentes lo miraban con lástima, los niños con desprecio, y unos ojos empapados en lágrimas lo seguían: los de una mujer que ocupaba la última fila, perdida en la multitud, su madre; y el Chato Barrios, aquel modelo, en el último grado del desconcierto, olvidando público y lugar, pegaba la carrera de la mesa a su asiento.

Me acuerdo que sentía no sé qué dolor, no sé qué tristeza al mirar a Barrios; inexplicable amargura de cosas aún no comprendidas, cuando paseaba mi observación de niño, ya de Isidorito al Chato y viceversa, Isidorito, que vestía bien; Isidorito, que decía una tontería y no le pegaban; Isidorito, que estudiaba menos; Isidorito, que usaba reloj, y el Chato, que llegaba al colegio antes que otro; el Chato que aprendía la lección en un segundo; el Chato, que vivía en una carbonería; el Chato que iba al colegio de balde; el Chato...que era muy infeliz.


*


He visto, después de muchos años, aquellos diplomas: el de Isidorito se ostenta sobre el bufete de un abogado, su padre, encerrado en un marco desdorado, como si acusara una ironía del ayer comparado con el hoy, denunciando el favoritismo de otra época y la imbecilidad actual, que es la cualidad notable de mi antiguo compañero de escuela. Alguien me dijo, no lo sé, que los premios del Chato iban al Empeño; y ese Chato es un muchacho de traje hecho jirones, que estudia en libros prestados, vive en un suburbio, jamás falta a clase y parece prometer. Cuando tal me dicen, pienso en el pasado, porque no ignoro cuál es la vida del que no posee más que un libro y un mendrugo; lucha por elevarse del cieno en que vive, perseguido por esa amargura que se encarna en todos los enemigos de la pobreza; pero me consuela saber que de ese barro amasado con lágrimas, de esa lucha con el hambre, de esa humillación continua, de esa plebe infeliz y pisoteada surgen las testas coronadas de los sabios que, os lo juro, valen más que esos muñecos de porcelana, esos juguetes de tocador, que en la comedia humana se llaman Isidorito Cañas.