Material de Lectura

El fin del círculo

                               ...los hombres están tan tristes que
                               tienen necesidad de ser humillados
                               por alguien.

Roberto Arlt, Los siete locos


La luz del sol atravesaba las cortinas de tul, dándole al aposento un tono rojizo. Edmundo paseaba con desgano un trapo sobre las mesitas, sobre la madera de los muebles de un danés cursi y pasado de moda. Después se entretuvo limpiando meticulosamente un paisaje marino al óleo, que colgaba en el centro de la pared principal de la sala. Eran las cinco de la tarde; a las siete debía correr las cortinas oscuras en esa habitación, en la de junto y en los cuartos del piso superior, donde andaba ahorita la Negra cambiando sábanas, barriendo pisos, moviendo muebles, trajinando de manera que el ruido le hiciera saber a él, a Edmundo, que trabajaba, que se movía afanosa, que estaba viva. Pero a él bien poco le importaba lo que hiciese la Negra; por su parte, podía tirarse en una cama, estándose allí toda la tarde, hasta que llegara doña Jesusa y con sus gritos y su cara hosca pusiera a todo mundo en movimiento. A todo mundo: es decir a él y a la Negra.

Edmundo, echándose en un sillón, pensó dulcemente en Eloísa. La niña, el pimpollo, la bebita de la casa de citas de doña Jesusa. ¿Qué me cuentas, niña? Eloísa diciendo que está muy cansada, que le duele la barriga, que esa tarde tomó un té de manzanilla, pero ni así. Edmundo también se sentía cansado y aburrido. Quisiera que a las siete no llegara doña Jesusa y, después de quitarse el abrigo comenzara a revisar la casa para ver si todo estaba limpio y en orden. Luego iría a la cocina para abrir la alacena y contar las botellas de licor. ¿No falta nada, Edmundo? Y Edmundo parado frente a ella, con los ojos bajos, diciendo no falta nada tenemos tehuacanes cocacolas refrescos de todas marcas ayer se rompieron siete vasos los compré luego le doy la nota. Quisiera que a las ocho no llegaran las muchachas, pintadas y temblorosas, no fueran al baño, después de despojarse de los abrigos, para fumar un cigarro y retocar su maquillaje. Quisiera que más tarde los clientes no tocaran a la puerta y entraran frotándose las manos, diciendo qué frío hace y se acomodaran en los sillones que él había sacudido esa tarde. Edmundo pensaba dulcemente en Eloísa. Quisiera que esta noche la niña llegara antes que nadie y le dijera Edmundo vámonos de aquí, ya no aguanto esta vida. Entonces él se pondría el saco y saldrían a la calle y se alejarían del lugar a toda prisa para no volver jamás.

A las cinco y media la Negra bajó y le dijo que había terminado. Agitaba una escoba y sonreía, mostrando los huecos de su dentadura. A Edmundo le molestó la presencia de la Negra.

—¿Quieres que te diga una cosa, Negra...? Eres muy fea.

La Negra se dirigió a la cocina arrastrando la escoba. Antes de desaparecer se dio vuelta y le dijo a Edmundo que era un completo huevón.

—Quiero que venga doña Jesusa para decirle que no haces nada, pasas toda la tarde echado en los sillones, papando moscas.

Edmundo se echó a reír. Lo que me asusta la vieja. Pero se levantó y se puso a desempolvar los cojines de los muebles, azotándolos uno contra otro. Luego fue a la cocina y encontró a la Negra, comiendo cacahuates de una bolsa.

—Así que vas a rajar con la vieja, desgraciada.

La tomó de la mano e hizo pasar su brazo por la espalda. La Negra se quejaba y lanzaba taconazos a las espinillas de Edmundo.

—¿Qué le vas a decir a la vieja?

La Negra nada, nada, suéltame, me lastimas.

—¿Me vas a seguir amenazando?

La Negra no, no, te lo prometo, suéltame. Edmundo la soltó y la Negra le dio una cachetada. Entonces él dejó caer su mano dos veces sobre las oscuras mejillas de la Negra y ella salió corriendo de la cocina y se puso a llorar con la cara entre las manos, recostada en una de las mesitas. Edmundo se echó un puñado de cacahuates a la boca y cerró la bolsa. Negra pendeja, a mí no me va a faltar al respeto. Luego subió al piso superior y se acostó en una de las camas. Desde allí escuchaba los sollozos de la Negra, que poco a poco se fueron apagando.

Asomado a la ventana, de codos en el antepecho, Edmundo miraba la calle oscura, llena de sombras, y entonces fueron encendidas las luces de mercurio y un grupo de chamacos saltó al pavimento para jugar futbol y Edmundo dejó caer la mirada sobre el perro bermejo que se rascaba las pulgas en la acera de enfrente. Faltaba poco para las siete de la noche; dentro de unos minutos bajaría a correr las cortinas oscuras, y luego subiría a acodarse de nuevo en la ventana hasta que el taxi se detuviera frente a la puerta y bajara la señora de cara macilenta y abrigo negro. Entonces escucharía el chirrido de la llave en la cerradura y la voz de doña Jesusa preguntando por él.

—¿Dónde está Edmundo? —preguntó doña Jesusa. La Negra indicó con la mano que arriba.

—¿Ya llegó Ramón?

La Negra dijo que no. Doña Jesusa subió los escalones arrastrando las piernas reumáticas. En la recámara la esperaba Edmundo limpiando la luna del ropero. La señora, quitándose el abrigo, preguntó si no faltaba nada. Edmundo dijo nada, nada, deme su abrigo, y tomó el abrigo negro para guardarlo en el ropero donde las muchachas depositaban sus cosas. La señora le dijo a Edmundo que saliera y él abandonó la habitación. Por el ojo de la cerradura la vio despojarse de los zapatos y tirarse en la cama con un cigarro encendido en la boca.

Con el ojo colocado ante la cerradura, Edmundo veía fumar a la mujer. Que ese humo que aspiraba, deleitándose, que llenaba todas las concavidades de su boca, que subía a su nariz para salir despedido en dos largas columnas, le supiera amargo. La maldita tenía, o se tomaba, tiempo para pensar en sus problemas. El primero, la edad: cincuenta y dos años, la cara arrugada a pesar de los diarios embates de las cremas y de los cosméticos, el cuerpo gordo y esponjoso, las piernas hinchadas y doloridas. Odiaba a sus muchachas, la perra; odiaba a las jovencitas de maneras fáciles y piel tensa, brillante, laqueada. Pero sobre todo odiaba a Eloísa, la niña que la hacía regresar a su juventud, como en algunas ocasiones se lo había confesado a él, a Edmundo. La carne blanca y turgente de Eloísa le recordaba la carne de sus veinte años. Dentro de pocos minutos ellas estarían en la casa, riendo, subiendo a los cuartos, entregándose, y la vieja las miraría con envidia, con celos, e iría a la cocina para decir a Ramón que no sirviera las cubas tan cargadas. Eloísa. Ojalá que su carne no se pudriera nunca; nunca se llenara de granulitos azulados como la de doña Jesusa. ¡Maldita vieja! Cómo la aborrecía.

Antes de las ocho comenzaron a llegar las muchachas. Subían a guardar los abrigos y se amontonaban en el baño para fumar el primer cigarro, para comentar los hechos de su vida. Eloísa se sumó al grupo de muchachas del baño. Edmundo, desde el pasillo que separaba las hileras de cuartitos, acechaba su salida del baño. Cuando el primer cliente entró a la sala, doña Jesusa tocó la puerta del baño para que las muchachas salieran a divertirlo. Edmundo bajó a ver si el cliente quería tomar algo.

Las muchachas bajaron con sus escotes amplios y sus vestidos esplendorosos y entallados. Desfilaron frente al cliente, que las miraba con ojos ávidos, que no se decidía, están todas muy buenas, con cuál me quedo, hasta que escogió a Aurora, una costeña de nalgas boludas, y la invitó a que se sentara a su lado y bebiera una copa. Las demás mujeres se diseminaron por el cuarto para esperar a los clientes, que no tardarían en llegar. Eloísa se acomodó con las piernas cruzadas, mostrando, más allá de donde Edmundo lo aceptaría, los muslos blancos y redondos. Edmundo depositó una cuba y una copa de anís frente a la pareja y miró con placer y disgusto los muslos de Eloísa.

—¿Quieres una copa, Eloísa...? Yo te la invito para que entres en calor.

La muchacha dijo que sí.

A las once de la noche el establecimiento estaba lleno. Edmundo se veía atareadísimo llevando copas para acá y para allá y había perdido a Eloísa entre el tumulto. Siempre es así los viernes. En una de esas se dio maña para subir la escalera y encontrar a la Negra y preguntarle cuántas veces había entrado Eloísa. Ninguna todavía.

—Mírala, allá está, rodeada de muchachones.

La negra señaló un rincón de la sala, donde Eloísa se desnudaba los pechos frente a tres carcajeantes jóvenes. ¡La desgraciada piruja de mierda!

Alfredo, Pancho y Pepe le pedían que mostrara los senos y Eloísa los complacía, pensando en los ciento cincuenta pesos que ganaría por acostarse con alguno de ellos. Con Pancho, el de los cabellos y los ojos negros, que cuando sacaba los senos los acariciaba, los besaba, decía qué chula eres, te llevo conmigo a la cama. Con Pancho, con Pancho. Pero a la mera hora Pancho dijo que no tenía dinero. Con Alfredo. Pero Alfredo eligió a Rosa María, que le iba a cobrar nada más cien pesos. Con Pepe. Pero Pepe le ofrecía cien pesos y Eloísa estaba necia con ciento cincuenta. Cincuenta para la vieja y cien para ella, si no no convenía. Pepe dale a los cien y Eloísa ciento cincuenta, ciento cincuenta. Los tres muchachos la abandonaron, y un viejo que gastaba mucho dinero, que enseñaba los rutilantes anillos, que fumaba cigarros americanos, que llamaba a Edmundo a cada rato y whisky, whisky, le dijo a Eloísa que se sentara a su lado y ella pensó ahora sí, ciento cincuenta pesos.

—Te voy a dar doscientos, pero harás lo que yo quiera —dijo el hombre de los anillos.

—¿Qué quieres por doscientos pesos?

El hombre dijo que si no pedía explicaciones le daría doscientos cincuenta. El hombre estaba dispuesto a gastar su dinero. Eloísa pidió quinientos. El hombre la llevó a la alcoba, al pequeño cuarto donde apenas había espacio para la cama y para desvestirse.

Quinientos pesos. El hombre le pidió a Eloísa que no se desnudara. El hombre sacó uno de sus cigarros americanos y lo encendió.

—Nada más descúbrete la espalda.

El hombre fumaba. Eloísa sintió el círculo de fuego que se extendía.

—No grites, no vayas a gritar.

Eloísa sintió de nuevo el fuego y apretó los dientes. Quinientos pesos. Se dio vuelta para ver al hombre: sudaba, sonreía mostrando los dientes cariados y amarillos; el cigarro avanzaba y Eloísa esperaba con los ojos cerrados, con las mandíbulas trabadas. El marco la invadió y ya no supo más hasta que Edmundo la encontró desmayada en la cama.

Edmundo agitó el cuerpo laso de Eloísa. Ella abrió los ojos y dijo ya no, no quiero. Edmundo agitaba con la mano derecha un frasco con alcohol. Humedeció un trapo y lo colocó bajo la nariz de Eloísa, luego le frotó las sienes y la frente. Eloísa se quejaba. Edmundo miró con ojos helados las manchas en la espalda de la muchacha y luego la miró a los ojos. Ella comenzó a llorar, muy quedo, conteniendo los gemidos con el trapo lleno de alcohol. Abajo la vieja llamaba a gritos a Edmundo. Él salió, seco, vacío, indiferente.