Material de Lectura

 width= Jesús Gardea



Selección y nota
introductoria de
Vicente Francisco Torres



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Nota introductoria

 

Los viernes de Lautaro (Siglo XXI Editores, 1979), primer libro de cuentos de Jesús Gardea, llamó la atención por las atmósferas de amargura y desencanto que envolvían un paisaje desolado y árido. El denso lirismo de ese libro era un recurso para presentar la abrasadora geografía del norte de México.

Desde entonces, Gardea (Ciudad Delicias, Chihuahua, 1939) apareció dueño de una voz parca y evocadora, de una prosa pausada y certera que conseguía una belleza hosca. Sus libros están llenos de interrogantes, luces, ecos, silencios, fríos, vientos y sopores.

Ningún otro narrador de la década de los ochenta utilizó tanto y tan bien los tropos para escribir cuentos y novelas:

No sé si llegue yo completo a la casa de mi amigo, pues sudo como si fuera un país de muchos ríos.

Leónidas Góngora, bolsita de veneno, nos escupía.

En 1980, aparece Septiembre y los otros días, que confirma los aciertos del libro anterior y le hace merecedor del premio Xavier Villaurrutia en la rama de cuento.

A continuación, con un ritmo acelerado, Gardea publicará un conjunto de novelas que en poco se distinguen de los cuentos porque aquéllas giran alrededor de un argumento mínimo. Dichas novelas fueron: La canción de las mulas muertas (1981), El sol que estás mirando (1981), El tornavoz (1983), Soñar la guerra (1984), Los músicos y el fuego (1985) y Sóbol (1985).

Cuando en una ocasión le pregunté en qué se distinguía una novela de un cuento suyo, me dijo: “si escribir, para mí, es como pelear a sablazos, entonces digamos que a una novela la liquidó (esto no es cierto, la novela siempre queda viva, siempre de algún modo, resulta vencedora) de cien sablazos, mientras que al cuento de diez”.

En un intermedio, publicó un libro de poemas pero se dio cuenta que era más poeta en la prosa que en el verso.

Se trata de Canciones para una sola cuerda (1982).

Los tres últimos libros que hasta el momento ha publicado Jesús Gardea, muestran una paradoja: por un lado, De Alba sombría (1985) es uno de los libros de cuentos más bellos que ha publicado su autor y, por otro, Las luces del mundo (1986) y El diablo en el ojo (1989) parecen conducir a un atolladero al que los lectores no quieren entrar pues por el momento su mundo asfixiante y sus argumentos apretados necesitan aire fresco.

Este Material de Lectura entrega, primero, dos cuentos de Septiembre y los otros días. En ellos está la prosa de Gardea en uno de sus mejores momentos: opresiva y misteriosa pero, sobre todo, bella. La tercera narración de este tomito nos muestra la árida geografía norteña —y la inmensa soledad de dos personajes— en un estado que poco hemos visto en la literatura mexicana: cubierta de nieve.

Vicente Francisco Torres


 

Según Evaristo

 

Los años no han logrado gastarme el recuerdo de Evaristo. Ahora andará en el polvo, con el sol sobre los ojos para siempre. Hoy se levanta en los míos. Baja suavemente a mi alma, como buscando la penumbra de un alero. No ha cambiado un ápice. Ya lo dije. Es el mismo. De donde llega trae el perfume de las fuertes soledades; le brota de todo el cuerpo esbelto al menor movimiento que hace. Cuando habla, acompaña sus palabras y sus gestos, como un viento de aguas escondidas.

Mi padre era su amigo. Lo conoció y comenzó a tratar en otro pueblo, cuando era un joven herbolario. Mi padre lo conoció en el negocio, detrás de un cajoncito para el dinero de la venta: allí se pasaba el día de la mañana a la tarde, a las últimas horas de la tarde. No dejaba el cajoncito ni para ir a comer. Hacia el mediodía, la mujer salía del negocio para traerle comida de un restaurant en una cacerola. El herbolario despachaba rápido el revoltijo y luego volvía, con un eructo final, a su mutismo.

Mi padre nunca supo bien cómo fue que pudo arrancarle las palabras y que se convirtieron en amigos.

La mujer lo doblaba en edad. Perdida en los diversos olores de las hierbas lo celaba, lo cuidaba a distancia, sentada al fondo del local. La mujer se levantaba sólo para atender a los clientes; para lo del restaurant; y para recoger la venta y cerrar. La primera vez que mi padre se puso a conversar con el herbolario, la mujer no cesó de moverse, intranquila, en su asiento, ni de mirarlo con atención. Mi padre apenas la había visto un par de veces en su vida y no le gustaba. Era extraordinariamente delgada, cetrina, sin brillo: más alta que su hombre. Después de cerrar el negocio, los esposos caminaban a la placita cercana. Nunca se miraban entre sí. Preferían contemplar el kiosco y a los niños que jugaban en él. Duraban hasta el crepúsculo y luego seguían el camino a la casa.

Cuando mi padre llegó al pueblo, hacía siete años que estaban casados; que el hombre se había convertido en cajero, en herbolario. Muy al principio, en los días posteriores a la boda, el pueblo volcó sus lástimas sobre el joven esposo mientras que, a un mismo tiempo, censuraba el apetito de la mujer. Esto le contaron a mi padre. Pero él halló nada más indiferencia perfecta por la pareja: un tesón de ciegos y de sordos.


Con un ramito de hierba en la mano izquierda, despachado por la mujer en el fondo del local, mi padre se presentó al herbolario, ofreciéndole su diestra saludadora, abierta como un sol:

—¡Onésimo Sanjurjo! —le dijo.

Evaristo, que había extendido la mano para recibir el dinero, se desconcertó de pronto; pero luego, dándole un giro rápido, la aprestó para el saludo.

Faltaban todavía un par de horas para que empezara a caer la tarde. Mi padre y su nuevo amigo conversaron todo ese tiempo sin pausa, como dos que se han reencontrado. Mi padre tenía apoyada la mano del ramito en el mostrador, casi junto a la caja de los centavos, y su fragancia lo deleitaba; ponía en su lengua las mismas intensas luces del verano.

—Mire usted, Sanjurjo —le decía Evaristo—, lo que son las cosas. No tienen orilla. Hasta hora es que huelo realmente la yerbabuena; hasta ahora que la pone usted debajo de mis narices.

—Yo la llamo menta, Evaristo —le contestaba mi padre, y alzaba el ramito a la altura de sus ojos y lo movía como una sonaja—. Cundía el aroma entonces por todo el aire e iba a morir afuera, en la desierta playa de la calle. Mi padre gozaba provocando estas olitas. Nos aseguraba ser cierto que las oía romper y que las veía luego desbaratarse en una espuma verde y translúcida. Pero el amigo acababa por detenerlo:

—Sanjurjo, ya no repique más, por favor. La mujer puede incomodarse. Los olores la tienen sin cuidado; pero la molestan si se agudizan y se vuelven impertinentes.

Mi padre, obediente, favorecía al amigo. Y bajaba el ramito.

Y a esa primera tarde se sucedieron otras. Evaristo dejó el mostrador y salió a conversar al umbral de la puerta. Mi padre, en las postrimerías de la tarde, comenzaba a consultar con regularidad la hora: sabía que hacia las seis y cuarto, la mujer de Evaristo se ponía de pie, seca y larga, en la penumbra de su rincón, para atravesar, de un extremo al otro, el mundo aquel de todos los días. Así que mi padre, dando las seis y cuarto, estaba ya despidiéndose del amigo, con la promesa de regresar al día siguiente. Evaristo aceptaba, rencoroso con su mujer.

Mi padre en la calle volteaba a mirar a la pareja: Evaristo permanecía parado aún en la puerta, pero mirando hacia adentro. La mujer, como un pájaro de las sombras, había caído sobre el cajoncito de los centavos y los estaba contando. Mi padre oía, en la quietud de la hora, el choque de las monedas al ser apiladas en el mostrador. Evaristo, dejando la puerta, de pronto había ido a colocarse cerca de la mujer, con un bolso abierto entre las manos. Allí caía el dinero; volvía a sonar, pero muy apenas, casi como si fueran guijarros. Después, mi padre veía a la mujer quitarle el bolso al amigo y colgárselo a la bandolera, la correa por encima de los pechos sin gracia.

Y era la primera en salir.

La doblaba el peso del bolso hacia un lado.

Evaristo, mientras tanto, afuera ya también, comenzaba a bajar, lentamente, la cortina metálica. El chirrido ponía de punta el aire, y la mujer se desesperaba:

—De un jalón, de un jalón —decía—, no es de seda.

Evaristo se detenía entonces un momento:

—Yo no tengo sus pocos nervios —le contestaba, metiendo todos los rencores de siempre en la voz—: ya lo sabe usted.

Ninguno de los dos se daba cuenta de que mi padre los estaba observando, oyendo. Se miraban, desafiantes. Mi padre sentía que el sol de la tarde no llegaba hasta la pareja. Huía de ellos como de un amargo nudo de sombras.

—Lo que usted no tiene, es cabeza —le decía la mujer, y procuraba enderezarse, no hacer en el mundo el lastre del bolso—. Mi padre la veía entonces ganar tamaño, como una larga vara que hubiera estado bajo la mano del viento y recién recuperara su libertad.

Evaristo volteó a mirarla a la cara: el coraje le cubría de ceniza la piel muerta de las mejillas, los párpados, la frente. Respiraba, como una endiablada, el aire oscuro. Pero Evaristo no se amilanó: en una de sus manos, tenía el candado de la cortina.

—Un animal —continuaba la mujer— me hubiera entendido mucho mejor. Usted no. Usted, no. Máteme a iras. Eso es lo que usted anda buscando.

—Siempre es lo mismo —se quejaba Evaristo con fastidio.

—Usted es un pobre de espíritu.

Evaristo, al oír esto, se volteaba de plano hacia la mujer y le decía:

—Esos pobres, a veces son pájaros, son águilas que nadie sospecha. También se lo he dicho ya. Lo que yo ando buscando no es su muerte, que usted está muerta, sino un cielo...

—Usted habla así porque no tiene experiencia en la vida; porque es un simple.

—Sueño con un valle. Con un cielo en la tierra.

La noche de esa tarde, le fue imposible a mi padre dormir.

Había luna. Mi padre salió a la calle y paseó por la desierta placita hasta cansarse.

Otro día, se levantó pensando en el amigo. Dejó para después los negocios que lo habían llevado al pueblo, y fue a visitarlo. Y era por la mañana. A Evaristo le sorprendió verlo llegar. Pero mi padre no se detuvo a saludarlo; se dirigió al fondo del local, con la mujer. Nos contaba que se había encontrado con una casi distinta a la de las tardes. La mujer estaba sentada en su silla y miraba para la calle, todavía sin sol, pero ya clara como el día. Al acercársele mi padre, se puso de pie y rápidamente abarcó, de una sola mirada, su mundo de hierbas. De las mesas vino a mi padre, entonces, una rica oleada de perfumes que lo hizo trastabillar. Se apoyó en el borde de una mesa. La mujer lo miró con curiosidad. Habló. Le dijo que tras una noche de encierro, y en verano, las hierbas, como las hembras, amanecen potentes, como nuevas; pero que andando las horas, el aire, y la luz, se encargan de desgastarlas. Mi padre oyó la voz aquella como un hilo de agua corriendo por las mentas. Y ya no siguió adelante. Y regresó adonde Evaristo, que lo estaba esperando. Mucho rato estuvieron sin hablar. El sol entró por fin a la calle y se deslizó por las blancas fachadas de cal. Mi padre suspiró. En su cara, como en la de Evaristo, la tinta del sol se fue apaciguando. Ruidos de cortinas metálicas rompieron el silencio; pero luego, la calle volvió a la calma.

—No se engañe con la mujer, Sanjurjo —le advirtió Evaristo a mi padre.

—Yo venía dispuesto a hablar con ella.

—No se engañe... —repitió Evaristo.


Una semana después, Evaristo se presentaba en nuestra casa. Mi padre lo recibió con verdadero gusto. Los niños lo rodeamos para mirarlo. Yo toque el veliz que traía en una mano, y le pregunté de dónde había venido. Pero Evaristo no me oyó: mi padre lo arrastraba al interior de la casa mientras nos pedía a nosotros que siguiéramos jugando. No sé cuántas veces más volvió Evaristo a visitarnos, pero fueron muchas.

Un día dejé de jugar para siempre en la tierra de la calle y me convertí en ayudante de mi padre. Aunque ya entonces sólo veíamos a Evaristo de vez en cuando, mi padre hablaba sin embargo de él continuamente, como si acabara de estar en su compañía. Evaristo se había vuelto a casar en nuestro pueblo al poco tiempo de haber llegado, finalizando un verano. Según mi padre, todos en la casa, incluso los perros que la cuidaban, fuimos a la boda. Quizá lo único que yo recuerdo, y no muy bien, sea la música y a los músicos, que sudaban tocando un vals bajo el sol. Pero mi padre entraba, con emoción, en los detalles; en el detalle.

Como padrino de Evaristo le correspondía bailar la primera pieza, el vals, con la novia, una muchachita en comparación a la herbolaria. La música mecía en la sombra a los dos bailadores. Afuera, destellaban vivamente los instrumentos de latón y se apiñaban los curiosos a la puerta del saloncito. En las vueltas que daba, mi padre miraba la cara feliz de Evaristo y las de los bobos asomados y sentía que ése era el mejor día de su vida, de sus años. Pero la música se terminó. Entonces, mi padre soltó a la muchachita y se la devolvió al novio, que se había adelantado a encontrarlos.

—Todavía no, Sanjurjo —les dijo Evaristo—, todavía no.

Dos veces más bailó mi padre.

Evaristo no se había regresado a la mesa, en la que se hallaban los padres de la novia, mi madre, otros invitados y el pastel de bodas, una torta con dos monitos señoreándola. Evaristo fue a pararse delante de los curiosos, en la puerta. Lucía bien en su traje negro; alto, entre los descamisados. Mi padre, viéndolo así, lo recordó como era en sus tiempos de herbolario: flaco como la mujer; modesta, sin fuerzas, la llamita de su vida; como sofocada. Pero había cambiado: estaba crecido, ardiendo a la perfección, como un fuego en el camino más ancho del aire.

El calor del saloncito y el que generaba la presencia de Evaristo, se habían comunicado a la novia para ablandarla como cera en los brazos de mi padre. Mi padre notó la diferencia, la falta total de la rigidez primera que le impedía moldearla por la cintura. Y, con desenfado y alegría, empezó a acercársela. Se tocaba ya por segunda vez el vals cuando mi padre sintió como una ventana abierta en el pecho, por la que le estaban entrando, caudalosos, los perfumes y el sol del otro cuerpo.

Evaristo lo miraba sólo a él, como si la muchacha no existiera o como si quisiera dejarla a la sombra intencionalmente.

Las últimas vueltas por el saloncito le parecieron a mi padre eternas. Que para darlas había tenido que consumir, que valerse de la vida de todos los allí presentes. En el silencio que siguió después de la música, mi padre escuchó, distante, la voz del amigo pidiendo a los curiosos se retiraran para que pudieran entrar el aire y los músicos. Entraron éstos y buscaron acomodo en unas sillas repegadas a la pared, y mi padre, Evaristo, y la novia, fueron a sentarse a la mesa, en los desocupados lugares de honor.

La felicidad resonaba, sin mengua, en el corazón de mi padre, que atacaba, con una cucharita y verdaderas ganas, un enorme pedazo de pastel. Los perros amarillos de nuestra casa entraron a la pista y dieron unas cuantas vueltas, husmeando el piso y las piernas de los músicos y sus instrumentos. Mi padre tenía la boca llena, dulce. Y contaba que el inusitado paseo de los perros, uno detrás del otro, le había causado muchísima gracia; lo había hecho, también, muy feliz. Y en su recuerdo seguía viéndolos: se iban campantemente del lugar, al sol de nuevo, al calor y al ilimitado espacio de afuera, el lomo encendido, brillándoles como el filo de un cuchillo. Y nosotros corríamos a encontrarlos, y mi padre nos veía a todos, perros y niños, como metidos en una pantalla de cine.

Mi padre, los novios y los invitados, habían terminado con su pastel y lo reposaban, echándole encima, de cuando en cuando, traguitos de refresco. Los músicos, también ya con los platos vacíos, conversaban a media voz y lo hacían de un modo grave, anclados sus gestos y ademanes a la importancia que sabían tenía su arte para ésa y otras bodas.

Evaristo los interrumpió para llamar a su director a la mesa:

—Acacio —le dijo—, quiero puros valses. Quedito. Porque ya no van a salir ni usted ni sus hombres. Que no está el sol para tentarlo.

Mi padre jamás había visto bailar al amigo. Lo suponía torpe. Enmohecido por los años de noches dadas a la herbolaria. Pero no; Evaristo resultó que era un bailarín de los buenos y, por lo tanto, de los que no se fatigan. Se levantó como a las tres de la tarde de la mesa, tomando la mano de la novia y haciendo una leve caravana a mi padre. Se dirigió luego, como los bailarines de todo el mundo, al centro del saloncito y adoptó la postura de un valsante. Los curiosos habían vuelto a la puerta, como abejas a la flor de la música que entonces recomenzaba, suave, discreta. Evaristo los advirtió —estaba de espaldas a la puerta— por la vaga oscuridad que proyectaron sobre el blanco mantel de la mesa; sobre el islote del pastel que había sobrado y el par de monitos, encaramados allí. Mi padre creyó que Evaristo iría, sin dilatarse nada, a despejar la puerta de nuevo, sensible a la falta de aire. Pero Evaristo no movió ni un solo dedo con esa intención. Y empezó a bailar. Mi padre entendió que el amigo delegaba en él el asunto y antes de que el vals finalizara, se levantó a resolverlo. Despejada la puerta, mi padre hizo el descubrimiento de nosotros jugando en la calle con los perros. Nos llamó:

—Ustedes —nos dijo— ¿ya comieron pastel?

—No —le respondimos.

—¡Válgame! —exclamó, y desapareció, aprisa, de nuestra vista.


Los novios bailaron durante dos horas. Hasta pasadas las cinco. En la mesa no quedaban más que mi padre y mi madre; los demás se habían ido retirando a intervalos regulares y previo apretón de mano a mis padres, a manera de adiós y de disculpa. Porque era un día entre semana y de trabajo. Y porque estaban allí a causa de mi padre, principalmente, el único que conocía, en el pueblo, al novio. Pero mi madre también se fue, después del último de los invitados y en el momento en que Evaristo y la muchacha regresaban a la mesa.

Mi padre los recordaba apenas cansados.

—¿Contento? —le preguntó Evaristo a mi padre—. Y luego, dirigiéndose a los músicos:

—Vengan, tómense con nosotros un refresco.

Los músicos bebieron de pie el refresco, como centinelas de los novios. Después, volvieron a sus instrumentos y se sentaron en las sillas, despatarrados. Mi padre se le quedó viendo a Acacio:

—Tocaste muy bien —le dijo—, como siempre, como si para ti todos fueran buenos tiempos.

—No —negó el músico—. Fueron los valses, Sanjurjo.

Mi padre, junto con estas palabras, sintió un olor a menta. Y pensó en Acacio, en su espíritu melodioso escapándosele por la boca.

—Un vals sólo es un vals —le arguyó mi padre, que quería más perfume en el aire—. Pero el músico ya no habló.

El perfume venía de abajo de la mesa. A soplos, el músico lo había impulsado, como a un barco de vela, hacia mi padre. Mi padre recordaba la gran sonoridad del aire. Había hablado con Acacio como en secreto, como si lo hubiera tenido a varios metros de distancia. Y Acacio, lo mismo. Y mi padre buscó, entonces, la fuente del perfume, y miró a la novia y a Evaristo. Evaristo, al sentirse mirado, se volvió y le preguntó a mi padre otra vez:

—¿Contento, pues, Sanjurjo, porque bailó usted como Dios manda?

El ramito de la menta estaba entre las manos de la muchacha, reposando en su falda, oculto por el mantel: mi padre lo vio levantarse de allí, subir por el aire en la mano que lo sostenía y detenerse, como un sol, frente a su cara. El deslumbramiento lo dejó sin habla, confuso, parpadeante.

—Para usted —le dijo la novia y le acercó el ramito al pecho—, para usted, de nosotros.

Éste fue el detalle. Y a mi padre le gustaba, en sus recuerdos, ponerlo por encima de las bodas mismas para que se las iluminara hasta el fin.

Lo de Evaristo se acabó al atardecer. Los novios abandonaron el saloncito primero que mi padre y que los músicos. Mi padre salió a despedirlos a la puerta. En la calle había un poco de polvo suspendido a ras del suelo y los novios hundieron en él sus pies. Mi padre regresó al saloncito; llevaba oliendo la menta en la mano izquierda. Se detuvo frente a los músicos:

—Acacio —dijo—, ¿pueden tocarme otro vals?

—Los que usted quiera, Sanjurjo.


Evaristo enviudó tres años después. Yo acompañé a mi padre al panteón. Tenía mucho sol la tarde, pero tibio y era como una paloma mecida en el cielo por el viento. El viento se oía en las hojas secas de los árboles. Yo tenía ya casi el tamaño de mi padre. Parado detrás de él, por encima de su hombro, vi cómo la pena doblaba a Evaristo, recia y silenciosa, hacia la tierra. Evaristo se encontraba delante de nosotros, como una desolación, como en el otro extremo del mundo. El viento que descendía de los árboles, daba sobre él, en sus espaldas, y le arrancaba, como si lo estuviera deshojando, las envolturas de las dos últimas noches: el olor a crisantemos y el de la cera y el de la vigilia ardiente. A medio camino entre Evaristo y nosotros, él viento hacía una cabriola, una vuelta completa de campana para desprenderse aquellas esencias y volcarlas en la tierra abierta. De ahí, de la oscura herida con el cuerpo de mujer, recogíamos mi padre y yo lo que el viento había dejado, y nos volvíamos a mirar a Evaristo con renovada compasión. Mi padre me dijo:

—Evaristo luce el mismo traje de la boda. Y eso es malo porque es como si le echara nudo a su dolor.

Evaristo no quiso que nadie lo acompañara cuando abandonamos el panteón. Mi padre, sin embargo, insistió:

—Los amigos para estos trances son los amigos deveras.

Evaristo me miró a mí, luego a mi padre, y luego a su muerta, que no se había quedado allá sino que se había venido siguiéndolo, imitando el rumor del viento en las hojas de los árboles:

—Es verdad lo que usted dice, Sanjurjo —aceptó.

Mi padre se animó entonces le puso una mano en el hombro:

—Vámonos, pues —le dijo—; andando las piernas pierden

—No, Sanjurjo. Se lo agradezca; pero debo regresar solo a la casa.

—Como usted mande, Evaristo. En la casa lo estaremos esperando cuando ya se sienta usted mejor. Adiós.

—Adiós, Sanjurjo.

Eso dijo mi padre. Pero Evaristo nunca volvió a pisar nuestra casa. Tampoco mi padre fue a buscarlo a la suya. Todos entendíamos que la amistad se había acabado. Pasaron los días. Mi padre, yo, esperábamos, siempre, toparnos con Evaristo y reiniciar así, como por un azar, la amistad. A veces durábamos más de lo necesario en la calle, como para favorecer el encuentro y como si anduviéramos llamando a voces al viudo. Pero se acabaron los días de otoño y el invierno limitó nuestras salidas. Entonces fue cuando alguien le dijo a mi padre una tarde que él estaba de confidencias:

—No se preocupe, Sanjurjo. Evaristo ya no es amigo de nadie. Ni siquiera sale, y si lo hace, no hay poder que le arranque un saludo, una mirada para los otros.

Mi padre quedó pensativo. Yo leí en sus ojos los recuerdos de la boda y todavía más atrás: los del tiempo en que conoció al amigo.

—Es que esa mujer —dijo—, esa muchacha suya era de las que saben echar hondas raíces. Semilla de Dios. Milagro de Dios.

Ya solos, mi padre se volvió a mí:

—Hay que buscarlo —dijo.


Evaristo recibió a mi padre cordialmente. Disipó las sombras de los largos meses en que no nos vimos cuando dijo:

—Discúlpeme usted, Sanjurjo.

Y luego comenzó a hablarnos de la muerta. La voz yo no se la oí igual a como la recordaba, sonando en nuestra casa, en la tarde aquella del panteón. Había perdido su tono medio por uno grave, de un instrumento de cuerdas. Para pulsar el instrumento con fortuna, Evaristo cerraba los ojos y movía acompasadamente las manos delante de nosotros.

La noche nos sorprendió escuchándolo.

Nos despedimos como ciegos de él, hundido y callado, como una piedra en la oscuridad del cuarto.

Camino a la casa, mi padre dijo que no pensaba volver más a visitarlo.

—El hombre trae de nuevo a mi presencia a la muchacha. Por eso. Pero tú —añadió—, tú sí vas a volver para que me mantengas informado de su salud, de sus semblantes. Porque Evaristo se está acabando y no tardará en morirse también.


Pero mi padre se equivocaba. El murió primero. El día que por mi boca lo supo Evaristo, no habló para nada de la mujer. Sentado, el mentón de barbitas disparejas caído sobre la tristeza de su pecho, comenzó a darle vueltas al torno de los recuerdos. Algunos eran similares a los que me contó mi padre; Otros, incontables, no. Evaristo parecía estarlos inventando. El día se nos fue. Evaristo dejó su silla y encendió una luz.

Pero Evaristo, como si no me hubiera oído, volvió a sentarse; volvió otra vez a su memoria. La luz del foco le llenaba la cara como el sol al mediodía llena un patio: era ya demasiado el estrago de la soledad y de las constantes evocaciones.

—Evaristo —lo invité—, venga usted conmigo mañana. Voy a ir al panteón. La tumba de su mujer está muy descuidada, usted podría arreglarla. Hace cinco años. Un día de estos usted no va a encontrar nada.

—Mercedes no está en el panteón, joven Sanjurjo —me respondió, y luego, sacando su cara de la luz, la bajó al pecho y cerró los ojos.

—De todos modos acompáñeme. Visitaría usted la de mi padre, Evaristo.

—Tampoco su padre está ahí...

Ya no quise insistir. Y Evaristo retomó el hilo de sus recuerdos. Pero no pasó mucho rato cuando, de pronto, la lengua, el torno, se detuvo con un largo suspiro. Entonces fue lo del perfume. Empezó a brotar de todo el cuerpo de Evaristo; de su boca semiabierta, como de una fuente. Subió por mí como una marea, y yo veía, a través del agua que era verde, las manos de Evaristo reposando sobre sus piernas. Las sombras de su cara tenían reflejos de este mismo color. Evaristo levantó una mano y se la puso en el pecho; luego se lo golpeó con ella, con la yema de los dedos, ligeramente, como si tocara un tambor por encima del agua.

—Ellos están aquí —dijo, y aplanó la mano contra el pecho.

El agua del perfume nos rodeaba ya por todas partes. El foco era como un sol vegetal.

—Huelen a menta —murmuré.

—Sí. Huelen a menta —dijo Evaristo.

 

 


Trinitario

 

Llegaron un sábado por la mañana. Una mujer les abrió la puerta. Entraron uno tras de otro, sacándose el sombrero de la cabeza y volviéndoselo a poner luego. La mujer cerró la puerta; ahogó la luz que venía de la calle tranquila. Los hombres se quedaron parados, en fila, esperándola a que los precediera. Cuando pasó a su lado, en la penumbra del cuarto, los acarició con perfume de azahares. Ellos abiertamente lo aspiraron y se dispusieron a seguirla. Del cuarto en donde estaban, una salita con muebles de madera y un linóleo viejo, como pudieron ver, pasaron a otro que tenía una ventana llena de sol, y que era la fuente del perfume de la mujer. Había allí una cama grande, nada más, con una cenefa azul en la colcha de seda. La mujer dilató ostensiblemente el paso, como si fuera un cicerone mostrando a turistas una habitación histórica. Pero los hombres, que al penetrar allí ya habían visto todo lo que había que ver, dedicaron sus miradas mejor a la clara estampa de la mujer, hundida y como navegando en la luz que se colaba del exterior. Su nuca descubierta y sus orejas con pelusilla de oro en los lóbulos, fueron las dos cosas que de inmediato los cautivaron. Una corriente de aire fresco los atravesó a los tres, como a un campo muy atosigado por un verano terrible. Y el que iba a la cabeza hizo un movimiento de apropiación con una mano... pero luego se arrepintió. Pero para entonces, ya estaban entrando a una tercera pieza, y los encantos de la mujer se habían eclipsado. Pieza penumbrosa, como la salita. Y fría. Los hombres, a un mismo tiempo, se arrebujaron en sus capas y miraron a diestra y siniestra. En aquello, que les pareció, ser una bodega, columbraron altos rimeros de costales, cuyo remate se perdía en la total tiniebla del techo; y cajas, también estibadas, y otros objetos, tirados en el suelo. Para aliviar sus almas, todos a una volvieron sus ojos interiores al esplendor que acababan de contemplar. La mujer, conocedora del camino les había tomado ventaja, de manera que cuando ellos mediaban la pieza, ella estaba esperándolos ya en la puerta siguiente, de espaldas. Otra recámara, igual de iluminada que la primera, pero muy descuidada, un camastro desnudo, una percha de dos clavos en la pared, y un piso de polvo. Los hombres pensaron que allí no dormiría nadie, pero luego, fijándose bien, advirtieron las señas recientes de un cuerpo sobre la sábana sucia. Volvían a pisar casi los talones de la mujer, y a beberse su perfume y su imagen: se sintieron protegidos contra la sordidez del lugar, como a salvo de las potencias que en su atmósfera pululaban. La recámara tenía, más o menos, las mismas dimensiones que los otros cuartos, pero a los hombres les pareció mucho mayor. Y cuando al fin salieron a un patio y recobraron el cielo y el aire, lanzaron un tan ruidoso suspiro, que la mujer volteó a mirarlos.


En el patio, los hombres avanzaron de frente. La mujer se rezagó entonces. Quería contemplar a su gusto las capas rojas de los visitantes, que desde la entrada le habían llamado la atención. Aunque no soplaba ni pizca de viento, ni los hombres caminaban de prisa, sus capas, sin embargo, ondeaban como estandartes, como banderas de guerra. El patio era grande, bardeado, y la mujer caminó un buen trecho detrás de los trapos, como un niño que sigue el convite de un circo. Al fondo del patio se veía un automóvil, y enmarcándolo un zaguán de alto dintel. Conforme los hombres se aproximaban al auto, cerraban la formación que traían. Pronto sus capas, al estorbarse entre sí, cuando ellos iban ya codo con codo, dejaron de zarandearse. A la mujer se le esfumó el contento del rostro, y comenzó a andar con reposo. Llevaba la mirada alzada, alojada en el vacío. Los hombres, a unos cuantos metros del auto, se detuvieron a esperarla. La mujer llegó y fue a pararse junto al cofre.

—Trinitario... —dijo inclinándose levemente.

Transcurrieron largos segundos sin que nadie le respondiera. Los hombres la miraban. Les pareció graciosa, y joven en extremo. Pero algo en el ámbito del patio no tardó en levantarse para deslucirla y aventajarla. Los hombres miraron la barda. Y la mujer repitió su llamado:

—Trinitario: lo buscan.

Un ruido, debajo del auto, y, un segundo después, la cara grasienta de un viejo asomándose.

—Servidor —les dijo a los hombres—. Y acabó de salir.


Corto de estatura. Recio de cuerpo. Sólo la cara no encajaba en su persona. Con un movimiento vigoroso de sus anchas manos, se sacudió la tierra de los riñones y las nalgas. Mientras, miró a la mujer, todavía frente al cofre, pero las nubecitas de polvo que se le corrieron por detrás y a la derecha, se le nublaron. Entonces volvió los ojos a la pechera del pantalón. Bizqueando, se dio a la tarea de examinar las manchas recién descubiertas. Los hombres le vieron así la mollera, con facilidad: hundido y pálido redondel sin pelos a la luz del sol. El viejo debió sentir las indiscretas miradas, porque en seguida enderezó la cabeza y le pasó una mano por encima. Luego, con la misma mano le hizo señas a la mujer para que se acercara. La mujer obedeció al instante. Parada entre el viejo y ellos, los hombres sintieron que ya no olía a nada. Les estaba dando la espalda y el viejo apenas le llegaba a los pechos, de manera que cuando él habló les pareció que su voz tropezaba y se rompía allí, al subir. Como en las paredes de una cañada. Nada pudieron entenderle. La mujer, después de oír hasta la última palabra, partió al trote rumbo a la casa. Recargado en una puerta del auto, el tacón del zapato en el estribo, el viejo se había quedado esperándola. Tenía la cara ligeramente vuelta en dirección a la casa, y los ojos entornados y pariendo arrugas; el sol lo bañaba de lleno. Los hombres estaban incómodos. No sabían qué pensar. Y tampoco sentían muchas ganas de ser ellos quienes abatieran el prolongado silencio si el viejo no les prestaba verdadera atención primero. La mujer regresó con una estopa y una botella. El viejo se apartó del auto. Luego, parsimonioso, abrió sus manazas con desmesura, como si estuviera por recibir un don del cielo en la apacible mañana. Pero ya estaba la mujer poniéndole la estopa en las manos y se preparaba a verter el líquido de la botella. El choque surgió claro como el agua y mojó la estopa. La mujer hizo un poco la cara hacia atrás, como para evitar los vapores de la gasolina, el tufo. Había destapado la botella con la boca y se le veía entre los dientes el corcho oscuro: los hombres se quedaron admirados de tan blancos y parejos dientes, y se imaginaron, en lugar del corcho, la secreta carne de ellos, mordida dulcemente. Con una especie de gruñido, el viejo le indicó a la mujer que enderezara ya el pico de la botella y la volviera a tapar. La mujer lo hizo y luego se dispuso a observarlo cómo comenzó a restregarse las manos y los antebrazos, con furor. La estopa rezumaba gasolina y la pestilencia era inaguantable. Sin aspavientos, recatados, los hombres se embozaron, y entonces el reflejo del sol en las capas arreboló a la mujer y al viejo. Ella se sonrió y hubo un relámpago de felicidad en su cara, como si un amor le hubiera entrado en el cuerpo, al atardecer. Los brazos del viejo, como los émbolos de una máquina fatigada, se detuvieron en medio de un resoplido. La mujer dejó la botella en el suelo. Los hombres bajaron sus capas. El viejo miraba el aire de la mañana con ojos de briago; sudaba negro en la frente, por la grasa. Sin que hubiera habido ninguna orden previa, los hombres vieron avanzar un paso a la mujer y limpiarle con el mandil la cara al viejo, que cerró dócilmente los ojos. En tanto terminaba, los hombres se pusieron a ver más detenidamente el patio, las cosas que tenía. Cuando no pudieron abarcarlo todo y sus cuellos se hallaban en el máximo grado de torsión, empezaron a girar sobre sí mismos. Emitían, en la silenciosa mañana, un ruido de engranajes, como de muñecos montados en sendas plataformas mecánicas. En su vuelta, con el sol prendido a las capas de seda, incendiaron con sordo fuego rojo la región sombría del patio: la parte trasera de la casa. La mujer estaba recogiendo la botella del suelo cuando ellos retornaron al punto de partida; se sacaron —dibujando un saludo en el aire— los sombreros de nuevo, como para despedirla. Y la mujer regresó a la casa.

El viejo miró a los tres hombres de arriba abajo.

—Me gusta la gente perspicaz —les dijo—. Hay asuntos que no toleran la presencia del mundo, y la mujer es el mundo. Díganme.

Los hombres se humedecieron los labios con la lengua. Comprobaron si el moñito del cordón con el que se ataban las capas estaba bien, y luego dijeron:

—El automóvil, ¿en cuánto lo está usted vendiendo?

El viejo se puso a sobarse un antebrazo, como si acariciara a un animal al sol. Los hombres volvieron a humedecerse los labios. Notaron que el viejo comenzaba a oler de nuevo a gasolina. Se miraron entre sí. E insistieron:

—¿Qué nos dice usted?

El viejo terminó de sobarse, y dijo, mal velada la burla:

—Qué no saben mucho de negocios. Vénganse conmigo a la sombra. Antes de los pesos, algunas palabras, o muchas; es una regla.

Los hombres lo siguieron hasta un rincón del patio.

—Aquí —señaló el viejo—. Ni mundo, ni aire indiscreto. Conque les interesa el auto...

—Sí.

—Pues habrá necesidad de probarlo primero.

—Eso íbamos a pedirle...

—Ustedes me preguntaron por el precio.

—De alguna manera...

El viejo los miró hacia arriba, a los ojos.

—Bueno. Regresemos —dijo.

Los cuatro volvieron otra vez al sol. El viejo por delante, llamando a gritos a la mujer:

—¡Salga! ¡Venga a abrirnos el zaguán!


Los tres hombres llegaron al auto antes que el viejo, que se había desviado para llamar a la mujer desde la puerta de la casa. Se asomaron al interior, aplastando las narices contra los vidrios cerrados. El lujo del tablero y los asientos los sorprendió: felpa por donde quiera, de color blanco, inmaculada. Sin dejar de asomarse, fueron dando la vuelta alrededor del auto, golpeando con sus nudillos la lámina verde mate. Pero no lo hacían por intención alguna de indagar la dureza del material; pegaban por pegar, por nervios. Quizá por eso los toquidos se apagaban y morían luego sobre la lámina caliente, como las palabras cuando nacen al mundo privadas del poderío y la clarividencia de la voluntad. Terminada su inspección, los hombres se recargaron en un guardafango a esperar al viejo. El viejo salió de la casa con la mujer, que a los pocos pasos se apartó de él. Limpísimo divisaron los hom­bres al viejo. De overol azul con cremallera radiante que lo partía por el centro; de zapatos tenis, también azules.

—Dispénsenme ustedes —les dijo al llegar—, pero no me acordaba que tenía que cambiarme de ropa. Habrán mirado ustedes la tapicería...

El viejo abrió la puerta del lado del volante y se metió al auto y se corrió en el asiento para quitar el seguro a las demás puertas.

—Suban —invitó a los hombres mientras bajaba rápidamente el vidrio de su ventanilla.


Los hombres subieron y se acomodaron: uno enfrente, los otros dos atrás. Envolvieron las piernas en la capa y se quedaron profundamente quietos. La blancura los rodeaba; estaban intimidados, como adolescentes ante una mujer rijosa. El viejo, por el contrario, se movía con absoluta naturalidad y sacaba y metía botones en el tablero de control. Indicaba a los hieráticos, sin ningún fruto, para qué era todo. Le brillaban de placer los ojos de mico. A la boca de sus arrugas afloraba una luz de entusiasmo que le cundía por el rostro, anulando el desdichado espesor del tiempo. Les mostró también, y por último, la cajuelita. Entonces se oyó el zaguán. Un chirrido de bisagras renuentes hizo a los tres hombres girar la cabeza a la derecha y mirar. La mujer lo estaba abriendo ya. Con mucho trabajo: como si al mismo tiempo que el zaguán, estuviera empujando el inmenso cielo azul que se extendía al fondo. Los tres hombres sintieron lástima por la mujer y odiaron al viejo. Cuando el camino estuvo libre y el llano desnudo a la vista, el viejo echó a andar el auto. Primero de reversa, hasta ponerlo de trompa apuntándolo a la soledad de afuera, y luego hacia adelante. Pasaron rozando a la mujer. Los tres hombres tuvieron repetida, inesperada y fugaz, la visión del principio: oro en los lóbulos velluditos de las orejas. El auto entró al llano buscando un camino practicable. Lenta, perezosamente, como un verde escarabajo aturdido por el sol. Al viejo el volante le quedaba grande. Para maniobrarlo se colgaba de él y sudaba y fruncía el rostro peor que un alma en tormento. Los hombres lo miraban con sorna y ceñían más sus capas al cuerpo. Pero no sentían ganas de reír. Era el odio lo que les estaba creciendo adentro. Por fin, el auto empezó a rodar por un camino vecinal, de tierra maciza, recto. El viejo, aliviado, respiró y descansó la húmeda frente en una manga del overol.

—Nunca me había sucedido esto —se quejó a los hombres—, se encabritó la máquina como un caballo. Como queriendo regresarse al patio. Ustedes no saben lo entumidos que traigo ahora los brazos.

Los tres hombres siguieron callados. El sol entraba por la ventanilla de atrás; a los dos hombres que venían allí sentados la capa se les incendiaba por los hombros y les inventaba un resplandor en torno a la cabeza. El motor del auto casi no se oía. Las llantas sí: un susurro que se elevaba del camino y rompía apenas el silencio de la mañana. El viejo traía sólo una mano en el volante. La otra, fuera de la ventanilla, en el aire, se le iba desentumiendo y despertando por los dedos. Los hombres pensaron en un pulsador de arpa. Entonces, el viejo, la vista en el camino, les preguntó que por qué no bajaban los vidrios.

—No hace falta —dijeron— tenemos esta mañana clima benigno. Primaveral. Un tan excelente clima, don, que hasta su fatigada mano revive.

El viejo sonrió, miró de soslayo la mano y dijo:

—Y qué les parece, pues, el auto.

El hombre de adelante volteó a mirar a los de atrás, iluminados como santos en su hornacina; luego miró a sus sombreros, sobre el asiento blanco; como un par de huellas elefantinas en la nieve.

—Ostentoso —respondieron los hombres— para este pueblo.

El viejo metió la mano, tibia de sol y despabilada, y la cerró en torno al volante. Los ojitos de mono se le hundieron flechados por mil arrugas. Las palabras le salieron aplanadas, como navajas, por entre las mandíbulas trabadas por una musculatura potente:

—No me gusta la franqueza en bocas no amigas. No me gusta. Yo les pregunto a ustedes por la máquina, cómo la sienten...

Los hombres hicieron una mueca de fastidio.

—No entendemos de máquinas —dijeron—; pero parece que ésta camina perfectamente.


El viejo aminoró la velocidad. Cerca había un grupo de casas a ambos lados del camino. El viejo se echó a su derecha y se estacionó junto a unos arbolitos frente a una casa de fachada azul, una tienda. No acababa de detenerse el auto, cuando ya los tres hombres habían escondido la cabeza por debajo de las ventanillas; en el caparazón verde, como tortugas temerosas. Pero el viejo ni siquiera se dio cuenta; abrió la puerta con energía y bajó. En el suelo, se dirigió al aire para anunciarle que tenía sed, mucha sed. Los hombres lo oyeron. Todavía vibraba en su voz el coraje. El viejo rodeó el auto por detrás y entró a la tienda. Su cuerpo escaso movió, sin embargo, al pasar por los arbolitos, las ramas con una corriente de aire. El viejo sintió la racha y volteó a mirar a los arbolitos, cuyas ramas seguían meciéndose y lloviendo polvo; y tuvo miedo. La tienda estaba sola; en el mostrador unas moscas se paseaban por un queso y se encaramaban al cuchillo medio enterrado en él. Otras se habían precipitado al abismo de unas botellas vacías, encontrando la muerte. El hombre las contempló un segundo. Luego buscó la hielera y sacó un refresco. Lo destapó y comenzó a tomárselo, recorriendo, mientras tanto, los casilleros con la vista. Allí, la desolación era peor aún: las tablas, pintadas de azul como la fachada, se hallaban desiertas y habían venido a parar en polvosas terrazas a donde otras moscas iban a pasear. El viejo cerró los ojos, acabó de beberse el refresco, y puso luego la botella vacía sobre el mostrador. Después, volviendo a ver la desolación de las terrazas, preguntó si no había nadie en la tienda que viniera a despacharlo. Una mosca voló del queso a la nueva botella, al pico. Se columpió, atraída por el dulce fondo amarillo, por las heces tranquilas. El viejo la había visto, y entonces, con un rapidísimo movimiento de su mano, tapó el pico, despenándola. Cayó la mosca en lo amarillo. Navegó, sin fortuna apreciable, unos cuantos segundos... Pero el viejo quiso, como un dios impaciente, rematar la peripecia de la mosca, y tomó otra vez la botella por el cuello y empezó a agitar vivamente las heces. Una voz sonó a sus espaldas. Dejó la botella y se volvió: era el dueño de la tienda.

—Cómo le va... —lo saludó.

—Bien —le dijo el otro—, qué anda haciendo usted por acá. Vi su auto estacionado en la calle.

El dueño se fue directo al queso, a espantar a las moscas.

—Nada en especial —contestó el viejo—, pasaba, nada más. Pero traía sed.

Las moscas volaron hasta los casilleros. El dueño miró a las botellas vacías:

—¿Y tomó usted algo? —preguntó.

—Un refresco de naranja. Pero el naranja no es un sabor de mi predilección. De fresa, ¿tiene?

—No sé. En la hielera...

—No hay. No había más que el de naranja. En otro lado, tal vez, aunque sea al tiempo.

—No. Hace días y días que no me surten. Usted tuvo suerte.

El dueño se le quedó viendo fijamente a la cara al viejo. Algunas moscas regresaron al queso y al pomo del cuchillo. Y el dueño dijo.

—¡Qué cara la de usted esta mañana!...

—¿Qué cara?

—Mitades iguales de diablo y de congoja

—Me voy. Cuánto le debo...

—Nada. Que le vaya bien...

—Bueno. Gracias y adiós.


El viejo trepó al auto. Pensó en mirarse la cara en el espejo retrovisor del parabrisas, pero se arrepintió en seguida. Encendió el motor. Pero no arrancó sino que se apoyó en el volante a mirar el camino, el cielo límpido y el camino que se unía a lo lejos, confundidos por el brillo del sol. La tierra no conocía montes allí, nada que atajara las soledades, los vientos, los silencios. El sol se tendía siempre a morir en pleno llano, como una bestia reventada; la hierba recibía su cuerpo, y no había el beneficio de las sombras refrescantes, piadosas, que preceden el fin de otros soles en otros lugares. El viejo se mordió los labios; la congoja le ganó el resto de la cara. Metió el cambio y arrancó. Ya en el camino y a distancia de las casas, los tres hombres emergieron. El viejo los sintió, sobre todo por el reflejo de sus capas que la luz del sol volvía a herir. Miró al que traía a un lado, endurecidos los ojitos. Rencoroso, le dijo:

—Así que ustedes no entienden de máquinas.

—Ni pizca, don —respondieron.

El viejo comenzó a acelerar.

—Correré un poco, unos cinco kilómetros, y luego regresamos —dijo, las palabras como partidas, como partida el alma que las había proferido. Los hombres repitieron su gesto de fastidio y afirmaron sus pies en el piso del auto. El tiempo que duró la carrera los hombres tuvieron el sentimiento de no haberse movido para nada y de haber sólo empañado el monótono paisaje con una espesa nube de polvo.

Cuando el viejo sacó el acelerador y dio la vuelta para el regreso, los hombres se aflojaron y volvieron a mirarse entre sí. El viejo tosió.

—¿De qué entienden ustedes, pues? —dijo.

—Somos actores.

El viejo se burló, maligno como cuando la mosca:

—¿Por eso traen tan ridículos trapos, esa hojarasca de risa?... ¿Por eso hablan como quien les está pidiendo la lección: al mismo tiempo, como tres niños benditos?

—Exacto, don. Estábamos ensayando cuando nos pidieron ir a su casa a ver el auto. Nuestro patrón. Ensayamos siempre así, vestiditos, según nuestro papel...

—Hace años tuve dificultades con un carpero —dijo el viejo cortándoles la palabra, ¿cómo se llama el patrón de ustedes?

—La nuestra no es carpa. Es Compañía. El patrón se apellida Santiago.

—Entonces no es. Aquél era un tal Martín.

—Santiago es éste.

—Sí, ya les oí. No ha de saber tampoco nada de autos, puesto que confía en ustedes.

El auto cruzó de nuevo entre las casas, por la tienda de los arbolitos. Los tres hombres sólo doblaron la cabeza para adelante, escondiéndola. El viejo se burló de ellos.

—Ya, don..., no se sobrepase —le advirtieron, volteando sus boquitas hacia arriba, hacia la región de luz más clara, la que comenzaba a partir del marco inferior de las ventanillas.

—Así se me figuran ustedes peces: con su trompita abierta, como una flor, en las aguas de un río.


El viejo manejaba, como al principio, despacio. Los hombres se habían recargado en las portezuelas, la cabeza descansando en los vidrios cerrados, en los rostros un reflejo de insuperable fastidio, de cansancio. El que iba al lado del viejo, despegando la cabeza del vidrio, dijo:

—¿Quisiera detenerse usted un rato, don?, queremos estirar las piernas. La inmovilidad no es buena, y menos para nosotros. Un rato. Unos pasos.

El viejo no contestó nada, pero luego detuvo el auto. Los hombres, entonces, abrieron las portezuelas y bajaron. Pero no se fueron caminando juntos, sino que se repartieron el horizonte; uno, rumbo al norte, por la orilla de la terracería, como si el cofre del auto le hubiera indicado la dirección; el otro, por el poniente; y el tercero, al oriente: ambos por el llano. El viejo sólo siguió con la vista al que sus ojos encuadraban de una manera natural y sin esfuerzo, y por un momento tuvo la tentación de echarle el auto encima.

No habían transcurrido cinco minutos cuando los tres hombres estaban ya de regreso. El viejo puso la mano en la palanca de las velocidades, listo para embragar.

¡Qué rápidos! —pensó.

El hombre del Norte se quedó parado delante del auto, y llamó a los otros dos; y luego al viejo, con una mano y voz de alarma:

—¡Don, venga, vea...!

Los hombres miraban algo debajo de la coraza del auto y se agarraban a los bordes de sus capas, como si temieran resbalar y caer. El viejo llegó manoteando, todas sus arrugas exaltadas. Se colocó en medio de los hombres, su overol más azul por efecto de los rayos del sol que rebotaban en el cromo abundante de la coraza. Se volvió al que lo había llamado y le dijo:

—¡Qué! ¿qué hay?

El otro advirtió:

—Allí, fíjese... el agua, el radiador...

El viejo se inclinó. Pero entonces, los hombres, sin soltar el borde de sus capas, abrieron los brazos como alas y lo cubrieron.

—¿Y esta carpa...? —fue todo lo que alcanzó a decir el viejo bajo la sombra roja, y antes de las balas.

Los hombres lo arrastraron al llano sin destaparlo, hacia el poniente; como una araña a su víctima, así se lo llevaron.

De vuelta, uno de ellos dejó oír su voz solitaria:

—Y “Trinitario”, ¿qué será: nombre o apellido?

—¿Quién va a saberlo? —dijeron los otros—, habría que preguntárselo a don Martín.

—¿Y la mujer...? —tornó a preguntar la voz solitaria.

 


 

Todos los años de nieve

 

Lorenzo Corbala puso al viejo en la carretilla. Lo tapó, luego, con una manta y comenzó a andar empujando. Rechinaba la rueda, como nunca. Por el frío. La descubierta cabeza del viejo apuntaba a Corbala, se mecía como la de un niño en su cuna. Todos los ruidos que había en la tierra esa mañana, menos el de la rueda, morían aplastados por la plancha gris del cielo. Atravesó Corbala la tristeza de las calles, la desolación de las esquinas, hasta llegar al llano. Ahí se detuvo. Quitó sus manos ateridas de los mangos de la carretilla y se las metió en las bolsas del saco. Delante tenía la boca del camino que se perdía entre los mezquites. La miró largo, con desesperanza. Estaba dura del hielo de la noche anterior. También vio que las espinas, heladas, brillaban como cuchillos. Se le acercó al viejo. El viejo tenía los ojos cerrados. Corbala le contempló el matorral de pelos de la oreja a la intemperie. Eran como raíces chupando el aire. El viejo lo sintió. Abrió los ojos. Luego, enderezando la cara, le preguntó:

—¿Peso, Lorenzo?

Corbala se tragó la lástima. Más duro le pegó el frío en el cuerpo.

—Casi no.

El viejo apartó la vista del rostro de Corbala y miró al cielo.

—Me hubiera gustado morir con sol —dijo.

Corbala tomó de nuevo la carretilla. El frío del metal de los mangos le quemó la carne, le abrió los huesos. Y despacio, empezó otra vez el rechinido de la rueda. Cuando Corbala se metió ya en el llano, el rechinido, le pareció, se hacía más punzante. Culpó a las espinas; a su eco. Miró a la oreja del viejo. Allí el ruido se iba a enredar; se iba a perder. Menos mal. Pero el frío, era de los cundidores. De los que ganan terreno finamente. Y, de los primeros huesos de Corbala, subió a los de sus brazos, y luego a los de sus hombros. Corbala pensó en sus manos como en dos cosas lejanas, como en dos animalitos en la nieve. Les tuvo lástima, como al otro. Entonces paró de empujar la carretilla. Pensando todavía en sus manos, las rescató y las echó luego al calorcito de las bolsas. Temblaba de arriba abajo; En el solitario camino, con su saco negro que apenas le cubría las nalgas, Corbala era como el desdichado fantasma de un pájaro; el último en aquellos llanos. Pegó al pecho los pelos escuetos de la barba. Después, se quedó quieto, tieso, despidiendo un fulgor helado. Hacía cuentas de lo que aún le faltaba de caminar. Pensaba en las condiciones del viejo, en el frío duro, y en las atrancadas puertas del cielo. Había como el tufo de un castigo flotando en el silencio de la mañana de enero. No estaba resultando como él creía; que el ejercicio iba a traerle el calor necesario para irse, de un hilo, hasta allá. Y ni modo de regresarse. No contra la voluntad de nadie. Corbala levantó la barba del pecho y miró en torno, y al cielo. Encima de ellos, el cielo tenía poco menos que el color del saco, como si estuviera juntando todos los infortunios. La nieve de muchos años. La de los muchos inviernos secos que habían tenido. Miró al viejo en su cuna de lámina. Al matorral de su oído, tan blanco y luminoso de pronto como un borbotón de plata. Corbala, inclinándose hacia él le tocó el hombro. Lo llamó tres veces seguidas, como si se encontrara en el fondo de una noria. El viejo abrió los ojos al fin y los giró adonde sonaba la voz.

—Qué, Lorenzo.

Corbala cerró los ojos un momento, antes de contestar.

—Vamos a tardarnos.

La cara del viejo se estrelló como el hielo, como una capa de hielo. Las arrugas de la frente se le abrieron como zanjas, y las de las mejillas sombrías. Corbala se arrepintió de su aviso. Y más cuando vio brillar las oscuras lágrimas. Se acordó entonces de las piernas del viejo colgando fuera de la carretilla. Debía tenerlas ya medio muertas.

—¿Viene calándole mucho el frío?

—¿En las piernas, dices, Lorenzo?

—En las piernas digo.

El viejo recorrió el cielo con la vista

—Estoy curtido —contestó—. No es mi primer invierno en el mundo.

—Si le corro la manta a las piernas se va a trampar con la rueda.

—No es eso.

Corbala volvió a pegar las barbitas al pecho. Él también tenía ganas de llorar. El viejo lo había despertado al amanecer, si es que hay amanecer cuando falta el sol. Encendió la lámpara y alumbró las palabras, el susurro. El susurro, negro como la noche, una serpentina de humo elevándose hacia las vigas del cuarto. Creyó Corbala que el viejo se moría y que soltaba su alma. Con la vista buscó un trapo en la penumbra, para sujetarle la quijada en el momento de acabar. Morirse con la boca abierta nunca fue de gentes. Costumbre sí, de animales. De infinidad de perros. Pero el viejo le sospechó la intención.

—Qué buscas, Lorenzo.

Corbala no se sorprendió por la brusca lucidez de estas palabras, la locura de todos los moribundos.

—Algo con qué amarrarle las mandíbulas.

—Todavía no, Lorenzo.

Corbala le miró a los ojos. La luz de lámpara, al reflejarse en ellos, se enturbiaba.

—Luego se van ustedes de aquí como carcajeándose.

—No es el tiempo, Lorenzo.

Corbala movió la cabeza. Retiró la luz de la cara del viejo.

—No lo tomarán en serio ni el diablo ni Dios —le advirtió.

—No me importa, Lorenzo.

—Bueno, usted sabe.

Corbala se acercó la lámpara al pecho. Comenzaba a sentir frío; de nuevo, sueño. Pero no se levantaría de la cama hasta que el viejo no diera su último hálito. Estaba pendiente del susurro, del restablecimiento de la agonía.

La espera de Corbala duró nada. La mano del otro, en su muñeca, lo estremeció.

—Lorenzo, llévame hoy con Trinidad.

La mano lo apretaba.

—Para qué. Trinidad ya no se acuerda de usted.

El viejo aflojó la mano. Cerró los ojos despacio, como para apartarse del mundo y mirarse por dentro. Corbala apagó la lámpara y la dejó en el piso. La luz del día nublado estaba entrando, hueca, por la ventana del cuarto.

—Quiero que Trinidad sepa.

Corbala se levantó de la cama. El viejo andaba con la idea de ventear cenizas. De incomodar almas.

—¿Ahorita?

—Sí, Lorenzo.

Corbala sentía el hielo en la planta de los pies como un fuego, como si el invierno fuera un suelo de espinas.

—No es eso —repitió el viejo—. Es que puedo tocar ya la raya. Con la punta de los dedos.

—Bueno. Vamos. Es el frío el que viene impidiéndome.

Corbala zapateó la tierra destemplada. Luego sacó sus manos de las bolsas y les echó el calorcito de su boca. Como movido por un caprichoso soplo de ánimo hizo estas cosas. Pero al colocarse entre los mangos de la carretilla, volvió, alzó sus ojos a la mancha de arriba. La muerte. Estaba observándolos la muerte, con su ojo de tinieblas, sin párpados, como el de las víboras. La voz del viejo le llegó medio confusa, como salida de un agujero en el llano:

—El nudo de la tormenta, Lorenzo.

Corbala, entonces, bajó la vista y lo miró. El viejo, con un brazo fuera de la manta, apuntaba al cielo. El brazo describía un círculo en el aire, como para señalarle a Corbala los límites del nudo, la extensión del mal.

—Viento y nieve, Lorenzo, desaforados, haciéndose el amor, llenos de resuellos, Lorenzo. Toda la nieve que no ha caído desde que tú eras un niño.

A Corbala se le empalmaron, en el espinazo, el frío del invierno y el frío del miedo. Pescó los mangos de la carretilla y empezó a empujarla. La rueda lanzó un alarido, como el de una chicharra cogida entre los dientes del verano. El viejo metió el brazo bajo la manta pero ya no recostó la cara en la lámina. Miraba, como olfateándolos, el aire quieto, el eco de la rueda.

—No pediste ayuda, Lorenzo.

—Usted sabe cómo soy.

En la memoria del viejo crecía el recuerdo de otras nevadas, junto con el de Trinidad. La nieve era peor que julio y agosto. Diez o veinte veces peor. Era como si Dios lo echara a uno de su propia casa y se quedara Él, además, con el sol.

—Va a costamos, Lorenzo.

Corbala refunfuñó:

—Usted quiso venir.

—La nieve borra los caminos, Lorenzo. Y el frío, con viento, no es igual al frío sin viento.

Corbala entró a un trote, espantado, como un animal. Los huesos del viejo empezaron a sonar como cañas sueltas. El viejo, aferrándose con las manos a los bordes de la carretilla, le ordenó a Corbala detenerse y volver al paso. Corbala, con el chirrido de la rueda, la sonaja, y el temor, no oyó la orden. Entonces, viendo que no le obedecían y que iba perdiendo fuerzas en las manos, el viejo rompió a llorar. No porque a Corbala lo hubieran detenido mejor las lágrimas que las palabras fue que se paró. No. Fue por cansancio, por falta de aire. Mientras lo recuperaba, el otro, todavía agarrado a la carretilla, le dijo:

—Me habrías matado, Lorenzo.

Corbala, abierta de par en par la boca, metía y sacaba el pecho. El aire del invierno le entraba al cuerpo crujiéndole como hojas de otoño.

—Adrede la carrera, Lorenzo.

Miró con furia al viejo y su calumnia. Aspiró algunas bocanadas más de aire.

—Usted me asustó —le reclamó—. Yo casi vi la tanta nieve, el montón de viento. Desde esta mañana a mí me viene pareciendo que usted desvaría. Qué andamos haciendo. Ya le dije que para Trinidad, usted es un fantasma. Ni siquiera va a recibirlo. Son muchos años. Estamos aquí, como perros, cumpliendo la voluntad de usted. Olvídese de la mujer y vamos a devolvernos.

El viejo metió los brazos a la manta. De todo su cuerpo se desprendía un silencio, enorme como el del cielo. En el silencio estaba la esperanza de Corbala; en las palabras juiciosas, quizás madurando. El viejo dejó crecer el silencio, y luego, de pronto, con una calma que impresionó a Corbala, replicó:

—No son muchos años, Lorenzo. Tú no sabes nada. La raya, alumbra. La vida es una noche perpetua. Quién te dijo que de noche se pueden contar los años; las flores de un campo. Síguele.

Corbala despegó del suelo las patas de la carretilla. Las palmas y las plantas de los pies los sentía una sola llaga ardiente.

Oscura, como al anochecer, la tierra del camino. Corbala cogió una cantinela. De trecho en trecho, decía:

—Vamos aquí por su voluntad. Por su voluntad.

El viejo callaba, atento al cielo, al ruido de la carretilla, al olor de la luz en el aire.

—Por su voluntad, congelándonos.

El viejo levantó un brazo.

—Por su voluntad.

El viejo hizo un movimiento perentorio con la mano, de hombre montado, al frente de una columna. El rencor de Corbala envolvió la mano que estaba dándole la orden de detenerse. La voz.

—Lorenzo, escucha.

Corbala soltó la carretilla. Le dolían las manos. Metiéndolas a las bolsas del pantalón miró con miedo a la maraña que los rodeaba. Las espinas y las ramas tenían un color negro, opaco, venenoso. Los mezquites estaban a la orilla del camino como tarántulas. Hervía el llano de cuerpos peludos.

—Qué —dijo Corbala.

El viejo permanecía con su mano en el aire, señalando el norte.

—El viento. Ya comenzó.

Corbala miró al cielo de allá; luego a los mezquites.

—Aquí no se oye, no se mueve nada.

—Lorenzo...

El viejo había doblado el brazo y lo tenía en el pecho, sobre la manta. Corbala le pidió que lo quitara del frío.

—¿Hueles, Lorenzo...?

—La mano —insiste Corbala— va a helársele.

—¿Hueles, Lorenzo?

—Tampoco huelo nada. El sol es el que levanta los olores.

—La nieve se nos viene encima.

Corbala levantó la vista. De un golpe dejó de sentir frío, como si ya se hubiera muerto: el cielo, todo el horizonte, delante de él, estaba blanco, como lleno de luz. Y entonces sí, empezó a oír el rumor, el choque de unas ramas con otras, el aullido de las espinas lejanas. Sin pensarlo, tomó aprisa los mangos de la carretilla para darle la vuelta y ponerse de regreso. Pero el viejo lo detuvo:

—No, Lorenzo. Yo ya no llego a ninguna parte. Déjame quieto.

—Es mucha nieve.

—La raya está quemándome el pecho.

Corbala apretaba los mangos de la carretilla.

—Si me apuro...

El viejo cerró los ojos. Luego, murmuró sus palabras finales para siempre:

—Ve y dile a Trinidad...

En unos cuantos segundos, entre remolinos deslumbrantes y bramidos del aire, desaparecieron el llano y los mezquites. Corbala se inclinó sobre el viejo. El viento y la nieve le quemaban las lágrimas.