Material de Lectura

 

 

La señorita Julia

 

La señorita Julia, como la llamaban sus compañeros de oficina, llevaba más de un mes sin dormir, lo cual empezaba a dejarle huellas. Las mejillas habían perdido aquel tono rosado que Julia conservaba, a pesar de los años, como resultado de una vida sana, metódica y tranquila. Tenía grandes y profundas ojeras y la ropa se le notaba floja. Y sus compañeros habían observado, con bastante alarma, que la memoria de la señorita Julia no era como antes. Olvidaba cosas, sufría frecuentes distracciones y lo que más les preocupaba era verla sentada, ante su escritorio, cabeceando, a punto casi de quedarse dormida. Ella que siempre estaba fresca y activa. Su trabajo había sido hasta entonces eficiente y digno de todo elogio. En la oficina empezaron a hacer conjeturas. Les resultaba inexplicable aquel cambio. La señorita Julia era una de esas muchachas de conducta intachable y todos lo sabían. Su vida podía tomarse como ejemplo de moderación y rectitud. Desde que sus hermanas menores se habían casado. Julia vivía sola en la casa que los padres les habían dejado al morir. Ella la tenía arreglada con buen gusto y escrupulosamente limpia, por lo que resultaba un sitio agradable, no obstante ser una casa vieja. Todo allí era tratado con cuidado y cariño. El menor detalle delataba el fino espíritu de Julia, quien gustaba de la música y los buenos libros: la poesía de Shelley y la de Keats, los Sonetos del Portugués y las novelas de las hermanas Brontë. Ella misma se preparaba los alimentos y limpiaba la casa con verdadero agrado. Siempre se la veía pulcra; vestida con sencillez y propiedad. Debió de haber sido bella; aún conservaba una tez fresca y aquella tranquila y dulce mirada que le daba un aspecto de infinita bondad. Desde hacía algún tiempo estaba comprometida con el señor De Luna, contador de la empresa, quien la acompañaba todas las tardes desde la oficina hasta su casa. Algunas veces se quedaba a tomar un café y a oír música, mientras la señorita Julia tejía algún suéter para sus sobrinos. Cuando había un buen concierto asistían juntos; todos los domingos iban a misa y, a la salida, a tomar helados o pasear por el bosque. Después Julia comía con sus hermanas y sobrinos; por la tarde jugaban canasta uruguaya y tomaban el té. Al oscurecer Julia volvía a su casa muy satisfecha. Revisaba su ropa y se prendía los rizos.

Hacía más de un mes que Julia no dormía. Una noche la había despertado un ruido extraño como de pequeñas patadas y carreras ligeras. Encendió la luz y buscó por toda la casa, sin encontrar nada. Trató de volver a dormirse y no pudo conseguirlo. A la noche siguiente sucedió lo mismo, y así, día tras día... Apenas comenzaba a dormirse cuando el ruido la despertaba. La pobre Julia no podía más. Diariamente revisaba la casa de arriba abajo sin encontrar ningún rastro. Como la duela de los pisos era bastante vieja, Julia pensó que a lo mejor estaba llena de ratas, y eran éstas las que la despertaban noche a noche. Contrató entonces a un hombre para que tapara todos los orificios de la casa, no sin antes introducir en los agujeros un raticida. Tuvo que pagar por este trabajo 60 pesos, lo cual le pareció bastante caro. Esa noche se acostó satisfecha pensando que había ya puesto fin a aquella tortura. Le molestaba mucho, sin embargo, haber tenido que hacer aquel gasto, pero se repitió muchas veces que no era posible seguir en vela ni un día más. Estaba durmiendo plácidamente cuando el tan conocido ruido la despertó. Fácil es imaginar la desilusión de la señorita Julia. Como de costumbre revisó la casa sin resultado. Desesperada se dejó caer en un viejo sillón de descanso y rompió a llorar. Allí vio amanecer...

Como a las once de la mañana Julia no podía de sueño; sentía que los ojos se le cerraban y el cuerpo se le aflojaba pesadamente. Fue al baño a echarse agua en la cara. Entonces oyó que dos de las muchachas hablaban en el pasillo, junto a la escalera.

—¿Te fijaste en la cara que tiene hoy?

—Sí, desastrosa.

—No sé cómo puede presentarse a trabajar así, hasta un niño sospecharía...

— ¿Entonces tú también crees...?

—¡Pero si es evidente...!

—Nunca me imaginé que la señorita Julia...

—Lo que a mí me da coraje es que se haga pasar por una santa.

—A mí me da mucho dolor verla, la pobre ya no puede ni con su alma.

—¡Claro!, a su edad...

Julia sintió que toda la sangre se le subía a la cabeza. Le comenzaron a temblar las manos y las piernas se le aflojaron. Le resultaba difícil entender aquella infamia. Un velo tibio le nubló la vista y las lágrimas rodaron por las mejillas encendidas.

La señorita Julia compró trampas para ratas, queso y veneno. Y no permitió que Carlos de Luna la acompa­ñara, porque le apenaba sobremanera que llegara a saber que su casa se encontraba llena de ratas. El señor De Luna podía pensar que no había la suficiente limpieza, que ella era desaseada y vivía entre alimañas. Colocó una ratonera en cada una de las habitaciones, con una ración de queso envenenado, pues pensaba que si las ratas lograban salvarse de la ratonera morirían envenenadas con el queso. Y para lograr mejores resultados y eliminar cualquier riesgo, puso un pequeño recipiente con agua, envenenada también, por si las ratas se libraban de la trampa y no gustaban del queso, pues imaginó que sentirían sed, después de su desenfrenado juego. Toda la noche escuchó ruidos, carreras, saltos, resbalones... ¡Aquellas ratas se divertían de lo lindo, pero sería su última fiesta! Este pensamiento le comunicaba algunas fuerzas y le abría la puerta de la liberación. Cuando el ruido terminó, ya en la madrugada, Julia se levantó llena de ansiedad a ver cuántas ratas habían caído en las ratoneras. No encontró una sola. Las ratoneras estaban vacías, el queso intacto. Su única esperanza era que, por lo menos, hubieran bebido el agua envenenada.

La pobre Julia empezó a probar diariamente un nuevo veneno. Y tenía que comprarlos en sitios diferentes y donde no la conocieran, pues en los lugares adonde había ido varias veces comenzaban a verla con miradas maliciosas, como sospechando algo terrible. Su situación era desesperada. Cada día sus fuerzas disminuían de manera notable. Había perdido su alegría habitual y la tranquilidad de que siempre había gozado; su aspecto comenzaba a ser deplorable y su estado nervioso, insostenible. Perdió por completo el apetito y el placer por la lectura y la música. Aunque lo intentaba, no podía interesarse en nada. Lo único que leía y estudiaba con desesperación eran unos viejos libros de farmacopea que habían pertenecido a su padre. Pensaba que su única salvación consistiría en descubrir ella misma algún poderoso veneno que acabara con aquellos diabólicos animales, puesto que ningún otro producto de los ordinarios surtía efecto en ellos.

La señorita Julia se había quedado dormida. Alguien le tocó suavemente un hombro. Despertó al instante, sobresaltada.

—El jefe la llama, señorita Julia.

Julia se restregó los ojos, muy apenada, y se empolvó ligeramente tratando de borrar las huellas del sueño. Después se encaminó hacia la oficina del señor Lemus. Apenas si llamó a la puerta. Y se sentó en el borde de la silla, estirada, tensa. El señor Lemus comenzó diciendo que siempre había estado contento con el trabajo de Julia, eficiente y satisfactorio, pero que de algún tiempo a la fecha las cosas habían cambiado y él estaba muy preocupado por ella... Que lo había pensado bastante antes de decidirse a hablarle... Y le aseguraba que, por su parte, no había prestado atención a ciertos rumores... (esto último lo dijo bajando la vista). Julia había enrojecido por completo, se afianzó de la silla para no caer, su corazón golpeaba sordamente. No supo cómo salió de aquel privado ni si alcanzó a decir algo en su defensa. Cuando llegó a su escritorio sintió sobre ella las miradas de todos los de la oficina. Afortunadamente el señor De Luna no estaba en ese momento. Julia no hubiera podido soportar semejante humillación.

Las hermanas se dieron cuenta bien pronto de que algo muy grave sucedía a Julia. Al principio aseguraba que no tenía nada, pero a medida que las cosas empeoraron y que Julia fue perdiendo la estabilidad tuvo que confesarles su tragedia. Trataron inútilmente de calmarla y le prometieron ayudarla en todo. Junto con sus maridos revisaron la casa varias veces sin encontrar nada, lo cual las dejó muy desconcertadas. Aumentaron entonces sus cuidados y atenciones hacia la pobre hermana. Poco después decidieron que Julia necesitaba un buen descanso y que debía solicitar cuanto antes un “permiso” en su trabajo. Julia también se daba cuenta de que estaba muy cansada y que le hacía falta reponerse, pero veía con gran tristeza que sus hermanas dudaban también del único y real motivo que la tenía sumida en aquel estado. Se sentía observada por ellas hasta en los detalles más insignificantes, y ni qué decir de la oficina, donde su conducta llevaba a los compañeros a pensar en motivos humillantes y vergonzosos. La incomprensión y la bajeza de que era capaz la mayoría de la gente, la había destrozado y deprimido por completo. Recordaba constantemente aquella conversación que había tenido el infortunio de escuchar, y la reconvención del señor Lemus... y entonces las lágrimas le rodaban por las mejillas y los sollozos subían a su garganta.

La señorita Julia estaba encariñada con su trabajo, no obstante la serie de humillaciones y calumnias que a últimas fechas había tenido que sufrir. Llevaba quince años en aquella oficina, y siempre había pensado trabajar allí hasta el último día que pudiera hacerlo, a menos que se le concediera la dicha de formar un hogar como a sus hermanas. Pensaba que era poco serio andar de un trabajo en otro, y que eso no podía sentar ningún buen precedente. Después de mucho cavilar resolvió que no le quedaba más remedio que solicitar un permiso, como deseaban sus hermanas, y tratar de restablecerse.

Las relaciones de Julia con el señor De Luna se habían ido enfriando poco a poco, y no porque ésta fuera la intención de ella. Cuando empezó a sufrir aquella situación desquiciante, se rehusó a verlo diariamente como hasta entonces lo hacía, por temor a que él sospechara algo. Experimentaba una enorme vergüenza de que descubriera su tragedia. De sólo imaginarlo sentía que las manos le sudaban y la angustia le provocaba náuseas. Después ya no era sólo ese temor, sino que Julia no tenía tiempo para otra cosa que no fuera preparar venenos. Había improvisado un pequeñísimo laboratorio utilizando algunas cosas que se había encontrado en un cajón, y que sin duda su padre guardaba como recuerdo de sus años de farmacéutico, pues unos años antes de morir vendió la farmacia y sólo se dedicaba a atender unos cuantos enfermos. En ese laboratorio Julia pasaba todos sus ratos libres y algunas horas de la noche mezclando sustancias extrañas que, la mayoría de las veces, producían emanaciones insoportables o gases que le irritaban los ojos y la garganta, ocasionándole accesos de tos y copioso lagrimeo... Así las cosas, Julia ya no tenía tiempo ni paz para sentarse a escuchar música con el señor De Luna. Se veían poco, si acaso una vez por semana y los domingos que iban a misa. Pero Julia sentía que aquel afecto era de tal solidez y firmeza que nada lo podía menoscabar. “Un sentimiento sereno y tranquilo, como una sonata de Bach; un entendimiento espiritual estrecho y profundo, lleno de pureza y alegría...” Así lo había Julia definido.

Y el señor De Luna pensaba igual que Julia respecto de la nobleza de sus relaciones, “tan raras y difíciles de encontrar, en un mundo enloquecido y lleno de perversión, en aquel desenfreno donde ya nadie tenía tiempo de pensar en su alma ni en su salvación, donde los hogares cristianos cada vez eran más escasos...” y daba gracias diariamente por aquella bella dádiva que se le había otorgado y que tal vez él no merecía. Pero Carlos de Luna era un hombre en extremo piadoso, hijo y hermano ejemplar, contador honorable y muy competente. Pertenecía con gran orgullo a la Orden de Caballeros de Colón de cuya mesa directiva formaba parte. Ya hacía algunos años que debería haberse casado, pero él, responsable en extremo, había querido esperar a tener la consistencia moral necesaria, así como cierta tranquilidad económica que le permitiera sostener un hogar con todo lo necesario y seguir ayudando a sus ancianos padres. Había conocido a Julia desde tiempo atrás, después tuvo la suerte de trabajar en la misma oficina, lo cual facilitó la iniciación de aquella amistad que poco a poco se fue transformando en hondo afecto. A últimas fechas, el señor De Luna se hallaba muy preocupado y confuso. Julia había cambiado notablemente, y él sospechaba que algo muy grave debía de ocurrirle. Se mostraba reservada, evitaba hablarle a solas. Empezó a sufrir en silencio aquel repentino y extraño cambio de Julia y a esperar que un día le abriera su corazón y se aclarara todo. Pero Julia cada día se alejaba más y el señor De Luna empezó a notar que en la oficina se comentaba también el cambio de Julia. Después llegaron hasta él frases maliciosas y mal intencionadas que tuvieron la virtud, primero de producirle honda indignación y, después, de prender la duda y la desconfianza en su corazón. En este estado fue a consultar su caso con el Reverendo Padre Cuevas, que desde hacía muchos años era su confesor y guía espiritual y quien resolvía los pocos problemas que el buen hombre tenía. El Reverendo Padre le aconsejó que esperara un tiempo prudente para ver si Julia volvía a ser la de antes o, de lo contrario, se alejara de ella definitivamente, ya que a lo mejor ésa era una prueba palpable que daba Dios de que esa unión no convenía y estaba encaminada al fracaso y al desencanto, y podía ser, tal vez, un grave peligro para la salvación de su alma.

La señorita Julia llegó una tarde, última que trabajaba en la oficina, a pedirle a Carlos de Luna que la acompañara hasta su casa porque quería comunicarle algo importante. Este la recibió con marcada frialdad, de una manera casi hostil, como se puede ver algo que está produciendo daño o un peligro inmediato y temido. Julia, más cohibida que de costumbre por la actitud de Carlos, le relató en el camino que iba a dejar de trabajar por un tiempo porque necesitaba descanso. Carlos de Luna escuchaba sin hacer ningún comentario. Con sombrero y paraguas negros y su habitual traje oscuro tenía siempre un aire grave y taciturno, que ese día estaba más acentuado.

Julia lo invitó a pasar. Mientras hacía el café experi­mentaba un gran bienestar. La sola presencia del señor De Luna le producía confianza y tranquilidad. Se reprochó entonces haberlo visto tan poco durante ese último tiempo. Se reprochó también no haber tenido el valor de confiarle su tragedia. El la hubiera confortado y juntos habrían encontrado alguna solución. Decidió entonces hablar con Carlos.

Los dos bebían el café, en silencio. De pronto Julia dijo:

—Carlos... yo quisiera decirle...

—Diga, Julia.

— ¿No quisiera oír algo de música?

—Como usted guste.

Julia se levantó a poner unos discos, profundamente contrariada consigo misma. No se había atrevido, no se atrevería nunca. Las palabras se habían negado a salir. Tal vez aquella actitud demasiado seca de Carlos la había contenido. Aquella mirada tan lejana cuando ella iba a empezar a contarle su tragedia. Cogió su tejido y se sentó. Entonces Carlos de Luna comenzó a hablar, más bien a balbucear:

—Julia, yo quisiera proponerle... más bien... yo he pensado... querida Julia... yo creo que lo mejor... es decir, tomando en cuenta... Julia, por nuestro bien y salud espiritual... lo más conveniente es dar por termi­nado... bueno, quiero decir no llevar adelante nuestro proyecto de matrimonio...

Mientras el señor De Luna trataba de decir esto, se secó la frente con el pañuelo varias veces. Estaba tan pálido como un muerto y la voz se le quebraba constantemente. Después, un poco más calmado, siguió hablando “de la tremenda responsabilidad que el matrimonio implicaba, de los numerosos deberes y las obligaciones de los cónyuges...”

Julia estaba aún más pálida que él. El tejido había caído de sus manos y la boca se le secó completamente. El dolor y el desencanto la habían traspasado de tal manera que temía no poder decir ni una sola palabra. Haciendo un verdadero esfuerzo le aseguró que estaba de acuerdo con él, y que esa decisión, sin duda, era lo mejor para ambos.

La señorita Julia se sentía como una casa deshabitada y en ruinas; no encontraba sitio ni apoyo; se había que­dado en el vacío; girando a ciegas en lo oscuro; quería dejarse ir, perderse en el sueño; olvidarlo todo. Dejó entonces de preparar venenos y de inventar trampas para las ratas. Tenía la convicción de que aquellos animales la perseguirían hasta el último día de su vida, y toda lucha contra ellos resultaría inútil. No fue más los domingos a comer con sus hermanas por no poder soportar el ruido que hacían los niños y menos aún jugar a las cartas. Tejía constantemente con manos temblorosas; de cuando en cuando se enjugaba una lágrima. Y sólo interrumpía su labor para asear un poco la casa y prepararse algo de comida. A veces se quedaba, algún rato, dormida en el sillón, y esto era todo su descanso. Su hermana Mela iba todas las noches a acompañarla. Temían que algo le pasara, si la dejaban sola; tal era su estado. Y Mela, cansada de las labores de su casa, caía rendida y se dormía profun­damente. A veces la despertaban los pasos de Julia que iba y venía por toda la casa buscando las ratas, “aquellas ratas infernales que no la dejaban dormir. . .”

Julia tenía los ojos cerrados, pero estaba despierta y escuchaba los ruidos en la estancia... en la escalera... aquellas carreras... saltos... resbalones... después allí en su cuarto... llegando hasta su cama... debajo de la cama. Abrió los ojos y se incorporó; algo de claridad penetraba por las viejas persianas de madera. Escuchó como una estampida, una huida rápida, distinguió unas sombras alargadas y alcanzó a ver unos ojillos muy redondos, muy rojos y brillantes. Encendió la luz y saltó de la cama; ahora sí las encuentro... Después de algún rato de inútil búsqueda volvió a la cama tiritando de frío. Lloró sordamente. Se mesaba los cabellos con desesperación o se clavaba las uñas en las palmas de las manos produciéndose un daño que ya no sentía.

Aquella mañana la señorita Julia se levantó haciendo un gran esfuerzo. Dio algunos pasos tambaleante y se detuvo unos minutos frente al espejo para componerse el cabello. El rostro que vio reflejado no podía ser más desastroso. Abrió el clóset para buscar algo que ponerse y... ¡allí estaban!... Julia se precipitó sobre ellas y las aprisionó furiosamente. ¡Por fin las había descubierto!... ¡las malditas, las malditas, eran ellas!... con sus ojillos rojos y brillantes... eran ellas las que no la dejaban dormir y la estaban matando poco a poco... pero las había descubierto y ahora estaban a su merced... no volverían a correr por las noches ni a hacer ruido... estaba salvada... volvería a dormir... volvería a ser feliz... allí las tenía fuertemente cogidas... se las enseñaría a todo el mundo... a los de la oficina... a Carlos de Luna... a sus hermanas... todos se arrepentirían de haber pensado mal... se disculparían... olvidaría todo... ¡malditas, malditas!... ¡qué daño tan grande le habían hecho!... pero allí estaban... en sus manos... reía a carcajadas... las apretaba más... caminaba de un lado a otro del cuarto... estaba tan feliz de haberlas descubierto... ya había perdido toda esperanza... reía estrepitosamente... Ahora estaban en su poder... ya no le harían daño nunca más... hablaba y reía... lloraba de gusto y de emoción gritaba, gritaba... qué suerte haberlas descubierto, qué suerte... risa y llanto, gritos, carcajadas... con aquellos ojillos rojos y brillantes... gritaba... gritaba... gritaba…

Cuando Mela llegó, restregándose los ojos y boste­zando, encontró a Julia apretando furiosamente su her­mosa estola de martas cebellinas.