Material de Lectura

Casa de la estupidez

 

“¿Te vas definitivamente de esta casa o piensas regresar?”

Me volví, de repente, hacia donde venía la voz, pero no vi a nadie. Estaba solo en la acera, frente al portón que acababa de dejar a mis espaldas. Hasta donde alcanzaba la vista, las calles también estaban desiertas. ¿Quién me había hablado?

El entronque de tres calles formaba una plazoleta y, en medio de ésta, como un barco inmóvil, avanzaba la casa en que había pasado la velada: esa estúpida velada.

Volví a mirar mi alrededor: ninguna alma viva. La casa, semejante a una enorme proa, imponía a la plazoleta su sombra larga. Más allá de la sombra, la luz de la luna invisible expandía en el asfalto una metálica claridad. Todo estaba frío y muerto en torno. Parecía que la vida se hubiese congelado en la desierta construcción.

Alcé los ojos hacia la fachada, pensando que la voz había partido de alguna de las ventanas que, en cinco filas paralelas, me observaban; pero todas estaban herméticamente cerradas, demasiado altas y lejanas para que una voz me hubiese podido hablar sin levantar el tono.

Era una voz áspera. La más áspera que había oído en mi vida. Una voz pedregosa y profunda, que parecía brotar con tremenda fatiga de las entrañas de un monte. “Una voz Encelado”*, pensé con disgusto. ¿Por qué Encelado me hablaba precisamente a mí, sin cuerpo visible y en el corazón de una ciudad moderna, entre las doce y la una de la mañana, después de haber pasado una velada en esa casa a la que había ido por error; donde me hallé acompañado por gente con la cual nada podía compartir, gente más bien hostil, enemiga de todo lo que amo o estimo, amiga de todo lo que odio y desprecio; donde me fui quedando hasta ya muy tarde sólo por inercia, por esa especie de estado hipnótico que crea a veces la antipatía, que nos impide movernos, reaccionar, “salvarnos”?

Mi mirada cayó de las ventanas del último piso hasta el balcón monumental del primero, que estaba sostenido por las robustas espaldas de dos telamones de mármol que flanqueaban el portón, pensativos, barbudos, melancólicos e inclinados bajo la carga, con el cuerpo puntiagudo en la parte inferior en dos pilastras con forma de pirámide invertida.

Mientras miraba el balcón, pensando que acaso la voz pertenecía a alguien que se ocultaba detrás de las columnitas de la balaustrada, gruesas como salchichas con la cintura ceñida, tuve la impresión de que comenzaba un terremoto: el balcón y los dos telamones que lo sostenían se ondulaban lentamente, como si de improviso se hubiesen vuelto tan livianos para dejarse mover por el viento. ¿Pero cuál viento, si el aire estaba perfectamente inmóvil?

“Ya no sigas buscando: fui yo quien te habló.”

Pasaron algunos minutos antes de que yo pudiera aceptar como algo real la evidencia increíble.

“Respóndeme”, prosiguió el telamón que estaba a la izquierda.

“¿Te vas definitivamente de esta casa o piensas regresar?”

Reuní mi voz, como alguien que busca por los suelos las cuentas de un collar roto, y reanudando los hilos, respondí:

“Definitivamente.”

“Bien, dijo el telamón, entonces ya me puedo ir.”

El estupor fortaleció mi voz:

“¿Irte?”

“Hace media hora, al sonar las doce, se cumplieron cincuenta años de estar sosteniendo, mi compañero y yo, este balcón, día y noche. Es nuestro deber, pero el deber se ha vuelto un engorro y he decidido liberarme.”

Le pregunté:

“¿Por qué un deber? Tu presencia en la fachada de esta casa ¿no tiene un fin solamente decorativo?”

“¡Pero qué es lo que dices!”, gritó el telamón, pareciendo que la piedra se rompía al emitir aquella voz. “Es el deber lo que me mantiene aquí. Las cariátides, como su nombre lo indica, eran en un principio las habitantes de la Caria, y fueron condenadas a sostener el peso de los techos, de los arquitrabes, de una simple mesita o del brazo de un sillón, pero no eran por esto menos infelices, ya que expían una traición cometida por sus compatriotas.”

“Una iniquidad que obliga a espiar a otros...”

“Inicuo, pero habitual, ¿Las culpas de los padres no recaen, por ventura, sobre los hijos? No tiene nada de extraño si también las culpas de los hombres recaigan a veces sobre las mujeres; las cuales, siendo engendradas de algún modo por nosotros, son por lo mismo nuestras hijas. Los carios, por añadidura, eran orientales, y los orientales acostumbran que las mujeres carguen un gran peso. ¿Por qué pensaste que mi presencia al lado de este portón sólo tenía una función decorativa? Los griegos no hacían nada, ni siquiera un detalle arquitectónico, que no respondiera a una razón moral; y quién sabe ahora entender sus templos o sus edificios, los lee en cada una de sus partes como quien lee cualquier diálogo de Platón. También nosotros somos cariátides, mas no te asombre nuestro sexo masculino. Vitrubio enseña que las cariátides también pueden ser masculinas. Nos llaman telamones como un homenaje a Ayax Telamonio, que sostuvo casi solo el asedio de Troya, mientras Aquiles se quedaba en su tienda haciendo berrinches; también sobre nosotros recayó la culpa de los antiguos carios, y debemos expiarla. Por este motivo me ves agachado debajo de este balcón que sostengo con la nuca y las manos, y al cual salen de vez en cuando los miembros de la familia Oxifels a tomar el aire, la cual está formada por el comendador Oxifels; su mujer, cuyo nombre de soltera es Pedalitos, y sus dos hijos, Armanda y Gustavo. Lo sé: me miras y no hallas en mí el porte orgulloso que tenían las cariátides del Panteón de Agripa, del cual habla Plinio, y que se perdieron junto con las esculturas de Diógenes; ni aquél que poseen las cariátides del Erecteo, las cuales se mantienen totalmente erguidas y tienen aspecto perfectamente impasible, que ostentan hasta una cierta libertad de movimiento, como si el arquitrabe del pórtico de Filoctetes no estuviera apoyado sobre las cabezas, como si en lugar de llevar un arquitrabe llevaran una hidria llenada poco antes en las aguas del Ilixo; y la razón de esta diferencia está en que el griego consideraba indecentes las manifestaciones de la fatiga y del dolor. En cambio, mi colega y yo fuimos esculpidos a imitación de los omenones de Leone Leoni, los mismos que puedes ver en otra calle de esta ciudad, y el cual, como ya sabrás, era una especie de Miguel Ángel de segunda, es decir un émulo de ese gran hombre que, junto con Adolfo Wildt y Eleonora Duse, fue un grandísimo cultor del dolorismo y del fatiguismo.”

“¿Pero cómo es que después de medio siglo de fiel e ininterrumpido servicio te has resuelto a faltar a tu deber y a truncar la expiación de la antigua falta de los carios?”, le pregunté.

“Antes que nada, respondió, debo decirte que desde hace mucho he venido madurando esta resolución; en segundo lugar, me he convencido de que yo, como todas las cariátides hombres y mujeres que sostenemos un balcón, una bóveda, una ménsula o una silla, realizamos un trabajo inútil al expiar la traición de los antiguos carios.”

“¿Y eres precisamente tú quien me dice estas cosas después de hablar jactanciosamente de los griegos, que no hacían nada que no respondiese a una razón moral?”

“Pienso que la antigua traición de los carios y la consecuente expiación significan una cosa caduca. La culpa es tal en cuanto contrasta con la inocencia, así como la sombra resulta tal cuando contrasta con la luz; mientras que la sombra en medio de la sombra no es sombra ni la culpa es culpa donde todo es culpa.”

“¿Dónde has hallado tanta cantidad de culpas?”

“Aquí, en esta casa que sostengo con mi nuca. No culpas, sino estupidez, que es la madre de todas las culpas. Estupidez en todos los pisos, en todos los cuartos, en los pasillos, en los cuchitriles, desde la azotea hasta el sótano. ¿Te parece justo que para expiar una culpa cometida hace quién sabe cuántos siglos, de la que ya nadie se acuerda y que tal vez no fue una gran culpa, te parece justo que siga sosteniendo en mis hombros esta casa llena de hombres estúpidos?”

“Yo no diría que es justo; pero si debiesen tirar todas las casas que albergan hombres estúpidos...”

“Yo no me refiero a las demás casas, sino a ésta, y que los otros telamones se encarguen de las otras. ¿Quieres saber una cosa? Jamás me hubiera asqueado tanto esta casa si supiera que en ella hay un hombre dispuesto a abrir la ventana y a lanzarse por ella para rescatar con su muerte la estupidez propia y la de los demás inquilinos. Los hombres suelen decir que serán redimidos del pecado original. Pero de la estupidez original ¿quién los redime?”

Fue tanta la vehemencia con la que el telamón formuló esta pregunta, que toda la casa se estremeció, haciendo vibrar incluso la acera.

“¿Pero has pensado ya que si te apartas del balcón vas a romper la estabilidad de la fachada, y que con ello pones en peligro todo el edificio?”

“Eso es precisamente lo que quiero hacer. Y me sentiría más contento si pudiera hacer que se desplomaran todas las casas de la estupidez que hay en el mundo, no sólo las casas de la estupidez que hay en esta ciudad.”

“¿Y tu colega qué piensa?”

“Ya le hablé al respecto, ya le propuse que se vaya conmigo; pero no lo acepta. Es uno de esos que gozan con el cumplimiento del deber por el sólo gusto de servir, sin ponerse a examinar si el deber que cumplen sirve realmente para algo. Este compañero es el esclavo perfecto. Respetemos su felicidad.”

“¿Y cuándo piensas realizar tu proyecto?”

“Inmediatamente. Sólo esperaba que salieras.”

“¿Yo? ¿Y por qué quieres salvarme?”

“Te vi cuando entrabas en la casa, hace unas tres horas. En torno tuyo hay una luz que yo conozco. De día es difícil verla; pero en la noche tiene una luminosidad opaca, como la de las carátulas de ciertos relojes de pulso. Desde hace cincuenta años estoy aquí, conozco a todos los inquilinos, uno por uno: nadie tiene esa luz. Es la casa de la estupidez. Hazte a un lado, no vaya a ser que te caiga el balcón en la cabeza.”

Yo quería gritar, alerta a todos los inquilinos de la casa, pedir auxilio, ¿pero quién me hubiera oído en aquel desierto?

Empero, la catástrofe ocurrió de la manera más rápida y discreta, y en medio de un silencio perfecto. El telamón, debo reconocerlo, obraba como el padre eterno. Dejó su lugar bajo el balcón, a sus espaldas la casa se arrodilló sobre la acera, el techo y todo el interior se hundieron hasta el fondo, y en el vacío formado por dos muros laterales que quedaron intactos, como dos brazos implorantes, apareció la luna, indiferente y redonda. Entonces dije yo, cristianamente: “Ha dejado de sufrir la casa de la estupidez”.

Al terminar de decir esas palabras, la ciudad se llenó inmediatamente de luces, de transeúntes y vehículos de todo tipo. Enormes anuncios, colocados sobre los altos edificios, anunciaban con letras mayúsculas: “La Casa de la estupidez”, y los altoparlantes gritaban: “La Casa de la estupidez. ¡Artículos para hombres, mujeres y niños! ¡La mejor calidad, a los mejores precios! ¡vengan todos a la Casa de la estupidez! ¡Es vuestra Casa!”

La ciudad volvió a apagarse, súbitamente, y en el silencio escuché los pesados pasos del telamón que se alejaba por las calles desiertas, dando breves saltos sobre su pie en forma de pilastra.


Nota. Antes de abandonar su sitio deba/o del balcón, el telamón me dio la lista completa de los inquilinos de la Casa de la estupidez, misma que anoté en mi agenda. No me atrevo a publicar los nombres de la lista, que ya destruí por caridad. Habían muchos grandes hombres. Algunos de ellos, políticos que han guiado la suerte del mundo. Algunos generales que se han cubierto de gloria. Algunos científicos de fama mundial. Un gran filósofo. Algunos artistas célebres. Incluso un hombre reconocido y admirado por su “inteligencia”, Así es. A menudo se toma por inteligencia lo que en verdad no es sino fértil y brillante estupidez. Y el telamón lo sabía.

* En español en el original (N. del T.)