Material de Lectura

Nunca

 

—¿Otra vez perdieron? —preguntó la Beba, fingiendo candor, mientras iba sacando del platón las tórtolas más suculentas y las iba cubriendo con salsa de guayaba.

El Nene no contestó. Cabizbajo, dejó pasar el arroz al anís, las setas ahumadas, los chícharos en crema agria, pero no el agua de betabel, porque el partido, como de costumbre, lo había dejado con sed.

—Déjalo en paz —murmuró la tía Martucha, sin alzar la mirada del plato, que había quedado vacío.

—¿Quieres un poco más? —le ofreció una de las primas memoriosas, pero no llegó a tenderle la fuente porque la tía parecía concentrada en alguna otra cosa.

En la cabecera, Martín sacudió la cabellera rubia, con aire de consternación.

—¿Qué dijo el doctor? —susurró alguien.

—Tres a cero —se quejó el Nene, mientras se frotaba una rodilla inflamada.

—¿Vamos a ir al cine? —dijo Fermín, tímido, seguro de conocer la respuesta, y torció la carita con un puchero resignado.

—No te preocupes, Martín —dijo la Beba chupando unos huesos diminutos y quebradizos—, ya conseguirás otra cosa.

—Siempre podrás... —quiso decir Martucha, pero guardó silencio; nos miró con los ojos cansados y transparentes, como si no tuviera fuerza para seguir.

—¿Mañana? —insistió Fermín, que se contenía para no llorar.

—Mañana —contestó una de las primas memoriosas, al tiempo que Toña entraba con una bandeja de merengues de lima y de jerez.

Un largo silencio acompañó los movimientos de Toña, que dejó la bandeja en la mesa, recogió unos platos, encendió la lámpara, se detuvo un momento en la ventana para ver cómo comenzaba a llover. La tía Martucha nos miró como si quisiera decirnos algo. Tomó la cigarrera de piel y sacó un cigarro, pero no lo encendió; lo dejó a un lado de la taza y pidió un poco más de beber.

—Nos madrearon, además —protestó el Nene, que tenía partido un labio. Martucha le lanzó una mirada de escándalo.

—Déjalo en paz —le recriminó la Beba, ocupada aún con las tórtolas.

—El abono del carro —murmuró Martín en la cabecera, con el copete rubio enredado en los dedos de una de sus manos, grandes como las de un pianista.

Los golpes de la lluvia en el cristal. Las ramas de los liquidámbares barriendo la tarde. Algún gorrión extraviado. Todos callados. Fermín indeciso, a punto de llorar. En la cocina, Toña lavaba trastes, canturreando, como suele hacerlo. Nadie le había oído esa canción:

Nunca volverás a ver
La luz maravillosa de este día.