Material de Lectura

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Selección y nota
introductoria
Vicente Francisco Torres



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Nota introductoria

 

Agustín Monsreal nació en la ciudad de Mérida, Yucatán, hace 69 años. Se inició simultáneamente en el cuento y en la poesía pues en 1979 publicó Punto de fuga (Cuadernos de Estraza) y Los ángeles enfermos (Editorial Joaquín Mortiz) que le dio el Premio Nacional de Cuento con un jurado compuesto por Mario Benedetti, Sergio Galindo y Huberto Batis. Aunque en 1980 reincidió en la poesía (Canción de amor al revés, La Bolsa y la Vida Ediciones), hoy se ha convertido en un cuentista de tiempo completo y, ciertamente, en uno de los más importantes de nuestro país.

Su prosa ha explorado con tres libros tres caminos distintos.

Los ángeles enfermos fue una sorpresa por su limpia escritura y porque asumía el reto del cuento fantástico que hoy apenas atienden autores como José Emilio Pacheco y Emiliano González. “Ventana abierta al mar” y “En el cautiverio” provienen de este libro y muestran los tópicos de la inversión de la realidad y ese escándalo, esa rajadura, esa irrupción insólita e insoportable que, dice Roger Caillois, ofrece la literatura fantástica.

Pero si en este libro Monsreal se afiliaba a una larga lista en la que encontramos a Jorge Luis Borges, Julio Cortázar, Elena Garro, Amparo Dávila, Juan José Arreola y Francisco Tario, Sueños de segunda mano (Folios Ediciones, 1983) iba a remitirnos a un autor tan distinto como Efrén Hernández (Monsreal mantuvo en Excélsior una columna llamada Tachas en honor al autor de El señor de palo). En este libro Monsreal abordaba los vulgares y pequeños apocalipsis de la vida cotidiana como la estrechez económica, el desamor, los adulterios hipócritas, el aplastamiento burocrático, la frustración pequeña e incesante, el autoengaño y la rutina. Se trata de incidentes sordos y grises en los que sin embargo está contenida la existencia; no es lo mejor que puede sucederle a uno pero es preciso mostrar la vida de todos esos seres cuya jabalina nunca va a llegar al sol. De este libro están tomados “Otra vuelta de tuerca” y “Nunca acaricies un círculo porque se vuelve un círculo vicioso”.

Si Los ángeles enfermos entregó cuentos ceñidos por el final sorpresa que es inherente al texto fantástico, Sueños de segunda mano se armó con relatos, es decir, con trabajos más libres que dependen no nada más del final, sino de todo el desarrollo bien dosificado en sus tensiones.

Cuando Agustín Monsreal publicó La banda de los enanos calvos (Secretaría de Educación Pública, Lecturas Mexicanas, Segunda Serie, 1987) ya conocía muy bien el mundillo de los hombres de letras y a su costa armó un conjunto de textos que oscilan entre el ensayo burlesco y el relato y que con humor corrosivo hacen mofa de la charlatanería, el ansia de fama, las componendas, la simulación, la ignorancia, la pereza, los proyectos frustrados y los prejuicios que se dan con especial intensidad en el mundillo de los escritores. También aparecen ridiculizados los autores que experimentan con las modas pero que no tienen la más mínima idea de lo que es la vida; y los críticos que le asignan un papel demoledor a las influencias literarias; y la intrascendente vida social. . . “Entre peros y sin embargos” y “La selva de los suicidas” pertenecen a La banda de los enanos calvos.

Hasta hoy la obra de Monsreal ofrece tres vertientes distintas; es imaginativa pero también terrenal y corrosiva. El común denominador de sus tres proyectos está constituido por la calidad y la eficacia.
Entre la bibliografía de Agustín Monsreal encontramos 22 cuentos 4 autores (Ediciones Punto de Partida, unam), de 1970 y Pájaros de la misma sombra (Ediciones Océano, 1987) que reúne Los ángeles enfermos y Sueños de segunda mano.

 

 

Vicente Francisco Torres

Ventana abierta al mar

 

Caminaba por la playa mirando hacia el fondo de la tarde, vagamente abandonado y apacible, casi podría decirse que despreocupado. Hacía una temporada más o menos larga que no percibía aquel sonido que lo torturaba. Se encontraba ya en la etapa final de la convalecencia y, si no fuera por esa suerte de amargura que en ocasiones le oscurecía el rostro, cualquiera se atrevería a afirmar que completamente recobrado. La última vez que escuchó el canto se precipitó al mar haciendo añicos los cristales de la ventana, y se salvó gracias a que en esos momentos los pescadores de la isla regresaban de su diaria labor. Un buen tiempo lo pasó postrado víctima de violentos ataques febriles en los que siempre repetía que le sacaran esa voz que le brotaba del centro mismo del cuerpo, y que cantaba y cantaba, que furiosa, insoportablemente cantaba. Ahora se restablecía dando paseos por la playa, pescando al amanecer, jugando a las cartas por la noche con sus camaradas y recordándola a ella, recordando su expresión de lejanía y tristeza, sus cabellos lacios y claros. Ella. ¿Volvería a verla algún día?

La cuestión de la voz empezó la mañana en que fue conducido por sus padres a la morada de un anciano familiar, el cual, según decían, era un hombre sabio. Lo llevaron allí porque mostraba un comportamiento peculiar, y la víspera apenas si alcanzaron a frustrar su intento de arrojarse a la calle por la ventana. La casa del anciano era cegadoramente blanca en su exterior, y amplia, acogedora por dentro. Lo dejaron abrir todas las puertas y andar por todos los corredores y aposentos sin acecharlo ni reconvenirlo a cada instante, como acostumbraban. En la habitación que juzgó sería la sala, por la disposición del mobiliario, descubrió, sobre la repisa de la chimenea, una sorprendente botella verde que contenía una nave argiva a escala en su interior. Le causó tal extrañeza el objeto que prolongó su estatura por medio de una silla para examinar de cerca los detalles, y como no le bastó con eso, trepó a la repisa. Durante largo rato estuvo recorriendo la superficie del vidrio, palmo a palmo, sin lograr hacer una brecha de luz en el misterio. Cuando advirtió que había oscurecido y que por lo tanto estaba próximo el momento de la partida, se decidió a quitar el tapón de corcho que mantenía clausurada la única posible vía de acceso al enigma; al destaparlo, una terrible voz femenina le martirizó los oídos y lo obligó a soltar la botella. Cayó entonces estrepitosamente al piso, sin sentido.

Cuando volvió en sí (allá lejos el techo, inestable y borroso al principio; aneblado y sólido como una amenaza, después), se encontró acostado en un diván, vigorosamente amarrado. Recortadas contra la profundidad gris de un ventanal, tres siluetas inmóviles murmuraban palabras apesadumbradas y bajas. En cuanto notaron que había recobrado el conocimiento, sus padres salieron de la estancia sonriendo torpemente y el anciano se acercó, sosteniendo entre sus manos la miniatura liberada de su frágil prisión. Grave, ensombrecidamente le dijo: “A partir de ahora, el orden de tu vida será de continuo alterado mientras no sepas hallar una botella similar a la que has roto y consigas introducir en ella este navío”. Y tras una pausa amarga, trabajosa, espesa, concluyó: “Así está decretado”. Desató las ligaduras que lo sujetaban y le entregó la diminuta curiosidad de madera. Y él ya no retornó a la casa de sus padres (los largos corredores de su infancia, los muros llenos de murmullos, los múltiples escondrijos colmados de habitantes secretos). Esa misma noche lo trasladaron al albergue de la isla, donde quedó al cuidado de un grupo de personas cariñosas y afables que lo presentaron desde luego a los compañeros con quienes conviviría.

Allí conoció, durante una de sus jornadas solitarias, a la muchacha que tenía una inalcanzable expresión de tristeza en la mirada. No la había visto sino una vez; una solamente, sentada sobre una roca revestida de musgo, con las piernas recogidas, refugiadas en una dócil postura de nostalgia; con los labios vibrando en una especie de invocación anhelante, de íntimo lamento que buscara hacer eco en la distancia; y, como en un rito mil veces celebrado, sujetando en trenzas el viento lacio y claro de su cabellera. La contempló en silencio, llenándose de ella los ojos y el pensamiento, hasta que consideró peligroso que permaneciera en ese lugar, ya que la marea subía casi de golpe en esas horas vesperales. Fue entonces a su encuentro y la ayudó a descender. Era hermosa, suave y dura a un tiempo, como el agua. Se entrelazaron por la cintura y, sin hablar, echaron a andar por la franja de arena tibiamente desnuda, mojados los pies con los arrestos últimos de las olas murientes. La tarde, que languidecía lenta en la línea reposada del horizonte, se envolvía con los aires viejos e inubicables de los grillos —cómo endulzan los grillos con su enjambre de aires viejos el infinito repetido de los anocheceres—. Cuando ella dijo que debía retirarse (no quiso confiar a dónde), él le preguntó si la vería al día siguiente y ella respondió que no. Sabía, aunque ignoraba el origen de su conocimiento, que él pasaría un tiempo muy grande en el mar, un tiempo que llegaría a parecerles tan vasto como el mar mismo, pero que finalmente volverían a reunirse. Ella sabría aguardar. Trenzaría y destrenzaría una vez y otra sus cabellos, una tarde y otra tarde y otra, hasta que él regresara. Al despedirse, entre los rescoldos del ocaso, quedamente se dijeron hasta entonces.

En ocasiones, llevado de la mano por ese laborioso régimen de sol y brisa marina a que era sometido sin dejárselo sentir, lograba que los pasados sucesos —la nave y la voz y la botella— durmieran un sueño que casi parecía el del olvido. Pero siempre llegaba a despertarlo, de manera violenta, aquel sonido impiadoso que lo corroía, aquel canto que le devastaba los sentidos y lo obligaba a arrojarse contra las ventanas en inútiles pretensiones de fuga. Por eso se dio a buscar con una avidez desesperada la forma de vidrio verde que lo redimiría de la obsesión; por eso su mirada semejaba un faro infatigable, una ansiedad en perpetuo estado de alerta. Calladamente infeliz, confuso y desesperanzado, llegó a imaginarse condenado a sufrir la vana búsqueda eternamente, y las ventanas, el infierno que representaban en su soledad las ventanas. Ahora convalecía de la última vez deambulando por la playa, abandonado vagamente y apacible, aspirando el aroma de sombra y el silencio con que se maduraba el crepúsculo.

Se había alejado un trecho largo, y regresaba ya al albergue, cuando la punta de un guijarro le desgarró rabiosamente la planta del pie izquierdo. El accidente se le reveló como un presagio, como el inequívoco signo de la próxima, de la inminente culminación de su infortunio, ya que al estar lavando el ardor de la herida con agua salada y un puñado de esponja virgen, vislumbró a la distancia, como flotando en la cima de un acantilado, la estructura brumosa de una casa. Sin un propósito determinado, casi sin reparar en lo que hacía, se incorporó y se dirigió hacia ella. Después de llamar a la entrada principal varias veces sin recibir contestación, se coló al interior por una puerta lateral, sólo entornada, que golpeaba y golpeaba levemente impulsada por el viento, apenas impetuoso. Un resplandor intenso inundaba la enormidad de la casa. No había nadie en los corredores, ni en las habitaciones que recorrió una a una, sin vacilaciones ni apresuramientos, hasta que se halló por fin en la que, al parecer, era la sala. Crepitaba amable el fuego en el hogar y creyó escuchar, dulcificado por la lejanía, con un acento de antigüedad muy triste, un ensimismado rumoreo de grillos. Todo era tan cálido, tan bondadoso, emanaba tanta serenidad y era como tan íntimamente conocido todo, que sin sorprenderse mayor cosa, más bien como si de antemano hubiera sabido que en ese sitio lo aguardaban, descubrió, sobre la trama sigilosa de la alfombra, su nave y una botella verde con algo en su opacidad de secreto e inmemorial.


Sintiéndose liberado por fin del hábito de la pesadumbre, excitado y agradecido por la felicidad que le procuraba el tan deseado encuentro, se arrodilló, como en una ceremonia, y acarició profundamente el perfil curvado del frasco. Aspiró luego el aire liviano y generoso de la estancia y se dijo que debía poner de inmediato manos a la obra. Lo primero fue aproximar el navío a la boca de la botella, y de allí comenzó a tirar hacia adentro, con vehemente empeño y amoroso cuidado, a tirar. Al cabo de tres infructuosas tentativas, comprendió que por ese medio no lograría entrarlo jamás y se sentó a cavilar acerca del modo de realizar su propósito. Tuvo la impresión, entonces, de que los muebles adquirían un tamaño desproporcionado, desarrollando su estatura hasta casi tocar el espacio remoto del cielo raso, y de que las llamas, indóciles y fugaces a manera de espuma, se desbordaban fuera del marco ahora gigantesco de la chimenea. La alfombra misma parecía extenderse, dilatar en forma paulatina sus límites y envolverlo con suavidad en su dibujo. (Recobró fugitivamente sus juegos de la niñez, el recuerdo de cuando era tan pequeño que podía hurtarse a la vigilancia severa de sus mayores metiéndose debajo de algún estante o alguna mesa para observar qué distinto, qué extraño y sobrecogedor se mostraba el mundo desde esa perspectiva íntima, despreocupada.) Entretanto las cosas, en derredor, avanzaban lentas en su crecimiento, se alejaban cada vez más de él, lo disminuían mientras él, atento de nuevo a su proyecto, discurría que había que ingresar las partes una a una y volver a armar cuando estuviesen todas incluidas. Afanosa, esforzadamente desarmó y fue numerando fragmentos. Al terminar esta absorbente labor, sin perder un minuto emprendió la tarea de introducir la minúscula embarcación. Y en el instante preciso en que se abismaba, mástil al hombro, en aquel universo aislado, denso, verde y transparente, advirtió, con un terrible sobresalto, la llegada de una figura descomunal de lacios cabellos claros, que cantaba y cantaba, que enfebrecida, insoportablemente cantaba, y que al ver la botella en el suelo frente a las partes dispersas (él, colérico, aterrado, se aporreaba contra las enérgicas paredes de vidrio para llamar la atención de la mujer), con un movimiento rápido y resuelto la cogió por el cuello y, sin sospechar siquiera que hubiese alguien adentro, la arrojó al mar a través de la ventana abierta.


En el cautiverio

 

Estoy inmóvil entre las sábanas, observándola. Reparo en su pequeño cuerpo de ceniza encogido y la supongo presa de un miedo extremo. Espera, tal vez, que de la blancura surja urdido en juez supremo y con un gesto definitivo y grave la condene o, mordido a piedad por su insignificante condición, la absuelva. Su sombra crece en la pared, se desplaza con un lento movimiento y se rompe de repente. Me vuelvo hacia el rincón y encuentro, tercas frente a mis ojos, las dos pelotitas brillantes de los de ella, mirándome con esa quietud oscura, esa penetrante fijeza. Mis párpados comienzan a hacerse pesados, a vencerse. Advierto cómo gradualmente desciendo a la hondura del silencio, y me hallo de pronto en la cima de un altísimo promontorio, indefenso ante la obstinada visión de las tinieblas, debilitado por el vértigo del abismo; y caigo, caigo; mi carne se desgarra y cercena y se siembra mi sangre en la tierra que va abriéndose bajo mi peso; caigo, infinitamente; continúo cayendo, cayendo... Y despierto colmado de ansiedad y fiebre, experimentando una terrible opresión en el pecho. En la brevedad legamosa del sueño sentí el agudo raspar de sus pisadas, su fetidez, su empecinada presencia hurgando las partes todas de mi cuerpo, precisa, minuciosamente. Examino los hilos de su secreción viscosa impregnados en las regiones de mi piel como una plaga devastadora. Mi fuerza entera es una larga huida. Todas las noches sus ojos puestos en mí, obsesivos, obligándome al sueño.

En un principio no le di importancia, juzgué natural que hubiese una, en reclusorios de este tipo siempre hay. Su compañía vino a ser una especie de consuelo; saber que no estaba solo, que había algo que respiraba y se movía a mi alrededor era bueno, me ayudaba a sobrellevar el encierro. La primera vez que la vi, su aspecto me produjo una repulsión tan grande que tuve deseos de aplastarla; pero se posaron en los míos sus ojos... Y poco a poco me fui habituando a ella, a oírla corretear, a mirarla mirándome desde su rincón. Cuando tenía oportunidad, hurtaba yo trozos de pan y los escondía en mis bolsillos para regar después migajas por el suelo; pero dejé de hacerlo porque no las tocaba, amanecían intactas, siempre. Las ocasiones en que al regresar no la encontraba, me ponía en cuclillas y me asomaba debajo de los muebles, me metía entre ellos, los cambiaba de lugar, y si no aparecía me echaba boca abajo a escudriñar en su agujero. Y hasta que no se me revelaban las dos minúsculas lucecitas brillando en lo más profundo de la cavidad, no me iba a acostar. Después comencé a hablarle. Creo que nadie supo nunca de mis pensamientos como ella, nadie fue capaz nunca de comprenderme como ella: en su mutismo y quietud recibía la mejor respuesta a mis palabras. Le confesé que estaba arrepentido de aquel primer impulso de rechazo y, contemplándola, me convencí de que la belleza es únicamente cosa de costumbre.

Una noche desperté sobresaltado al percibir un roce repugnante contra mi carne. Inspeccioné por todos lados sin notar nada anormal fuera del silencio, que parecía estar dentro de mí y buscando un sitio por donde salir. Imaginé que era debido al calor y me quité la ropa. A la mañana siguiente, al arreglar la cama, advertí en la sábana una mínima rasgadura, como hecha con un alfiler. El día fue una copia idéntica de los días anteriores. Y por la noche se repitió lo de la víspera, sólo que esta vez la impresión fue más clara, más precisa: algo me caminaba por el cuerpo. Encendí la luz y me descubrí un breve rasguño en el estómago, y un poco más arriba una manchita de humedad. Seguramente era mi propio sudor; seguramente el encierro me estaba afectando demasiado y mi voluntad comenzaba a resquebrajarse. Pero el rasguño... Decidí mantenerme despierto y alerta, mas al cabo de unos minutos una suerte de adormilamiento se apoderó de mí. Entonces la sentí trepándome por el costado, sentí el asqueroso contacto mórbido de su vientre, y la frialdad áspera y morosa de su cola, y la baba que su hocico iba sembrando en mi piel. Estaba paralizado, luchando por surgir de ese sopor que me dominaba, de ese abismo que absorbía mis sentidos y los laceraba. Cuando conseguí abrir los ojos, se colaba por todas las rendijas la claridad de la mañana. Entonces resolví exterminarla.

Me procuro dos viejos cajones de madera olorosos a jabón y un desmelenado palo de escoba. Entro con ellos en la celda y estudio el sitio más estratégico para colocarlos. Exploro con la vista el reducido campo donde procederá la contienda; mido la longitud del salto que tendré que dar y preveo la celeridad de la carrera de ella. Su agujero está casi en la esquina de la escuadra que forman las dos paredes. Dispongo un cajón a izquierda y otro a derecha. Anulo la posibilidad de que intente un trayecto de frente; ella avanza siempre con el lomo pegado a la pared —así se nutre, supongo, de tranquilidad—. Pero será en las faldas de una pared donde exhalará el último chillido. Impelido por mi nerviosismo, el palo de escoba se suelta de mis manos y rueda a esconderse, como avergonzado de la misión que ha de desempeñar; penetro en el negro hueco entre la cama y el suelo para recuperarlo. Recuerdo el tiempo en que era a ella a quien buscaba aquí abajo y el recuerdo me hace agradable este encuentro, esta comunión con el polvo adherido a las duelas del piso; el olor a humedad también es placentero; se está bien aquí, la semioscuridad es acogedora y dulce, semejante al escondite donde se guardan uno a uno todos los secretos. Oigo la mansedumbre de mi voz que se desata, el sonido de mi voz que murmura como para sí misma una plegaria. Siento la memoria como bordeada de cicatrices, el corazón como distanciado.

Inesperadamente ante mí comparece: vital, elástica, imbatible, blandiendo amenazadora su hocico alargado y desafiante, dispuesta para el combate, ostentando una gran confianza en sí misma, la seguridad que da el saber quién está dotado de las mejores armas, las más precisas y contundentes, esa seguridad de quien conoce de antemano que saldrá triunfante. Logro vencer el entumecimiento que sus ojos me producen y, empavorecido, insospechadamente ágil, corro en busca del amparo de la pared, tropiezo con uno de los cajones y caigo, correteo entonces acosado por ella que, en forma alucinante, insólita, se multiplica por todas partes: cónclave rojo de ojos palpitando. Giro en un intento de precisarla en un lugar, determinarla, pero su sombra se extiende a todos los rincones, repta, piruetea grotesca, se descuelga del techo, contra mí, inaudita, sobre mí, voraz, y de pronto no soporto más la infinita opresión y se deslindan los cordones de mi garganta y lanzo un alarido que concluye sólo cuando estoy totalmente doblegado, comprimido dentro de esta prisión minúscula y grisácea. Trato de liberarme del enorme peso que me sujeta la larga parte posterior y me escucho chillar y la miro observándome desde la cama, inmóvil, serena, satisfecha de poseer por fin mi cuerpo.


Otra vuelta de tuerca otra

 

img-01.jpgDe buenas a primeras comenzó a notar a su mujer algo cambiada, como muy planeadora con él, qué tal te fue, qué tal de trabajo tuviste, qué dice el patrón, como muy obsequiosa, te compré tu cervecita, te puse a calentar tantita agua para los pies, como comprensiva: si por cualquier motivo él se atoraba en el camino y llegaba tarde a casa ay me quedé dormida se disculpaba ella y se levantaba a darle de cenar, sin fastidio ni reproches, con sonrisas, más bien, con aniñada complacencia, con lacias miradas de solidaridad: has de venir tan cansado, pobre, con cariñitos en los cabellos, en las manos, con masajitos en la espalda. Y él, desconcertado: —Y ora ¿qué te traes?

Y ella, enigmática: —Oh pues.

Y él, a la expectativa: cuando una mujer después de once años de matrimonio se pone así de suavecita y adulcedumbrada, no puede ser nomás porque sí, perturbado, corazón en suspenso: ha pasado una semana desde que la notó distinta y nada, seguía lo mismo de modosita y hasta más, pero ni por asomo pedía nada, algo se guardaba en la trastienda, cauto y en guardia: en cualquier momento le largaba la zarpa encima, alguna premeditación esconde, de seguro, algún apremio: hoy la sintió como con ánimos de atreverse, le anduvo ronroneando alrededor un buen rato, módica y morosa, carita sugestiva, expresión casi resuelta, sólo que en eso llegaron los compadres Zoila y Nico (menos mal que sin excesos, es decir, sin prole y nada más de pasadita) y se le estropeó, se le asustó la determinación de delatarse. Y transcurrieron quince días y él sin arriesgarse a insinuar, a preguntar, a escarbar, y cosa rara: ella muy pegadita, muy apretadita contra él todo el tiempo, moderadamente excitada, aproximadamente divertida, a veces también como impaciente, como con miedo también, y él: si será mi imaginación, a lo mejor le retoñó el sentimiento, a lo mejor le llegó su segundo aire y está obrando de buena fe, si serán mis nervios, moros con tranchete, pensaba, cinco pies al gato, preferible me olvido, figuraciones mías, se afirmaba, tres semanas ya.

La curiosidad lo mata. Y de repente, era domingo por la noche, ronda que ronda como una gatita sinuosa, ya decía él, se le acercó, le rodeó el cuello con sus brazos gorditos, que algo se traía, pegó su mejilla olorosa a crema de almendras contra la barba de dos días y con un chorrito de voz cálida, medio íntima y medio tímida:

—Sabes, mi amor —cosquillitas con el aliento, con los labios sobre la oreja de él. Y él:

—¿Qué? —fingidamente indiferente, estremecido vaya a saber si por los mimos o por el temor, vaya a saber si contento o angustiado. Y ella:

—Pero prométeme que no te vas a enojar conmigo —su tono entre suplicante y pícaro, con esa inocencia de las criaturas (pensó él: bueno, papá, te lo digo pero no me pegas), y los brazos redonditos estrecharon un tantito más y las uñas de alguna de sus manos le comenzaron a trabajar leves y cándidas ora arriba ora abajo por la nuca, y él, con las agujas de la aprensión picándole en todo el cuerpo: tantos días, tantos rodeos: no se trataba de dinero para un vestido o unas cortinas, tantas prevenciones, tantas medidas de seguridad: no pretendía planear unas vacaciones lindas en Acapulco, tampoco aventuraba una visita del haragán de su hermano, que viene a saludar qué tal familia y se nos encaja en casa seis meses por lo menos: ¿entonces?

—Bueno, dímelo de una vez —recia la voz, urgida, el pulso suspendido, una como espesura de goma atorada pérfidamente en el garguero.

—Sabes, amor, es que, mira, no te vayas a enojar, pero es que, yo no tuve la culpa, de veras —se mojaba los labios, parpadeaba, se tronaba los dedos—, te juro que ni cuenta me di cuando me descompuse, pensé que, nomás un atraso, tú sabes, ni por aquí me pasó, créeme, uy qué me iba a pasar, uy que, pero no pongas esa cara, amor, no me mires tan incumplido, yo qué culpa tengo, no te enfurezcas, no seas así.

La verdad es que él no estaba enfurecido, estupefacto sí, con la boca incrédula y los ojos saltones sí, con expresión de imbécil sí.

—Pero, yo, pero, no, cómo —su cerebro, su garganta, su lengua, sus labios incapaces—. No me, no digas, no, que.

—Sí —expresó ella, cautamente y escondió bajo los párpados sus dos chispillas fulgurantes, entre arrepentida y traviesa, como muy acongojada pero igual como con mucho regocijo, y él, derrumbándose tremendo y afligido sobre el sillón de mimbre que les regaló la tía Genoveva cuando se casaron, estrujándose la barba de dos días, rumiando, medio gesticulando, articulando por fin su protesta:

—No hay que ser, María de Jesús, no me hagas eso, no fastidies —doblado sobre sí mismo: qué peso encima, torturado: mundo injusto—. Uno por año, no hay derecho, adonde vamos a parar, me prometiste que ya te ibas a cuidar, que ibas a ir al Seguro para que te arreglaran.

—Tuve miedo —sincera, seria, chanzas aparte—: dicen que de esos arreglos le viene a una el cáncer.

—Que ibas a llevar bien las cuentas.

—Las llevo, yo no tuve la culpa, fuiste tú.

Y él, disparándose del sillón, ahora sí de sobra enfurecido, hinchado de tan rabioso, golpeándose el pecho:

— ¿Yo? ¿Yo, María de Jesús? ¿Yo?

Y ella, temerosa pero como queriéndosele enfrentar:

—Sí, tú, acuérdate, yo no quería, te dije que era peligroso y tú dijiste qué peligroso ni qué nada, órale, y ahora, pues, digo, ahí está la cosa, yo no tuve la culpa.

Y él, ah: rugiendo, ah: tirando zarpazos, ah: tigre azorado, espeluznado por toda la sala:

—Ahora resulta que yo, claro, siempre yo soy el culpable, y tú qué, tú pudiste haberte negado más, si sabías, tú pudiste decir que no con más firmeza, ¿por qué no lo hiciste? ¿A ver? ¿Por qué?

Y ella, arrugándose distraída el cordón de la bata, con las piernas muy juntas, observándose las borlitas de las zapatillas:

—Pues porque luego tú te enojas y dices que es mi obligación, y que si yo no te quiero cumplimentar te vas con otra mujer, que mujeres para hacer eso sobran, y pues, para que no te fueras.

—Pero tú sabes que eso no es cierto —buscándole la cara, pensando: burra, tonta, sintiendo lástima: pobrecita—. Tú sabes que no soy capaz.

—Yo no sé nada, a lo mejor sí.

—Cuidado, no me busques, María de Jesús —perjudicado en su orgullo, en su dignidad—. No me busques porque me encuentras.

—Yo no te busco nada, y compórtate serio, que luego tus hijos se espantan con tus gritos y luego tienen pesadillas y luego hasta se me enferman del estómago, como tú no los cuidas ni tienes que llevarlos a la clínica.

Pero ya era tarde, del otro lado de la pared uno o dos gritos frágiles despertaban mamá pa ven pa mamá y amenazaban con despertar a los demás.

Y ella, corriendo a la recámara: —Ya ves, te dije.

Y él, retornando a la querencia, es decir, al mimbre del sillón: otro hijo, nomás eso nos faltaba, apesadumbrado, entorpecido, desbaratado: como si con ocho no fuera suficiente, como si tuviéramos tanto dinero, lastimado, indignado: como si el dinero se lo regalaran a uno, si viviéramos en la abundancia pues estaba bien, si uno fuera persona pudiente, banquero o cosa por el estilo, pues estaba bien, pero no, qué va uno a ser.

Y ella, regresando, pisando quedito:

—Ya se quedaron, no vayas a empezar otra vez con tu escándalo.

Y él, pensándolo mejor, vislumbrando una luz en el horizonte: aunque como luego dicen y es verdad, el único patrimonio de los pobres son los hijos, analizando a fondo, objetivo: y mientras más haya pues más grande es el patrimonio, y quién quita y alguno de los críos le sale a uno persona importante, político, o empresario, o futbolista, ya de menos, entusiasmándose, recuperando el color, el equilibrio, la amplitud de corazón: y en última instancia donde comen dos comen cuatro y donde comen cuatro comen ocho y de ahí para una boquita más sí alcanza, además todos los niños traen su torta bajo el brazo, y si Dios los manda por algo ha de ser, y el nueve siempre ha sido número de buena suerte, y total.

Y se pone de pie, lento y perdonador, tigre domesticado, y deja reposar una pesada caricia sobre la cabeza, sobre la cara de resentimiento de ella, y le sonríe y le gruñe de cerquita:

—A ver, míreme. No sea tonta, si ya sabe que me gustan harto los escuincles, no sea burra. A ver, míreme.

Y lo mira, pero apenitas, porque prefiere abrazarlo con todas sus fuerzas, sentir que se hace chiquita y que puede quedársele como para siempre en un huequito del pecho: bien guardadita, segura, aternurada.

Nunca acaricies un círculo porque
se vuelve un círculo vicioso

 

Aglomerado con cuatro o cinco cómplices más, al cabo de un día cuyo único horizonte han sido máquinas y escritorios y en ráfagas secretas cierta meritoria minifalda, Jorge Andrés sale de la oficina y nos dirigimos, con ese nuestro andar de galán nostálgicamente sobrado, a despachar el tiempo que te quede libre en un café, o mejor una cueva, o mejor una balsa de náufragos de la irremisible Zona Rosa donde nos esperan o al rato llegan los demás conspiradores. En un principio, fuera de los saludos de rigor y de alguna consideración a propósito de la inconstancia casi mujeril del clima o del smog que es algo así como la suciedad espiritual de la ciudad o del equipo de fútbol de nuestra predilección que lleva ya seis partidos consecutivos sin ver la suya, escasamente hablamos. Perjudicados todos por esa oscura palidez que no se sabe si es producto del pésimo alumbrado o si es un hábito triste de la piel o si es un mal congénito de esa indescifrable querella que los poetas suelen llamar alma, vemos pasar tan cerca de mis ojos tan lejos de mi vida a las muchachas acertadamente bulliciosas pero prejuicios aparte con el escándalo de la liberación cada vez menos femeninas, y eso, quiérase o no, causa siempre alguna lástima. A nuestro alrededor otros grupos, como en una inapelable casa de espejos (para que te des idea de cómo anda el mundo), nos multiplican rigurosamente y hay en ellos tantos resabios, tanto destino de servidumbre, tanto de presente insustancialmente repetido que su sola vista le produce a uno, sin el menor remedio, un acceso conjunto de compasión y rabia, lo pone a uno entre la espada y la piedad.

Y de a pocos la mesa se sobreabunda de tacitas de té y cigarrillos y bocaditos de queso y pastelillos que acompañamos estadísticamente con el recuento de nuestras no muy abundantes jornadas sentimentales y la glosa de nuestras tampoco muy abundantes aspiraciones y el inventario de nuestros en cambio sí muy abundantes infortunios y, ya puestos en tan lastimoso camino, con el catálogo casi político y sutilmente revolucionario de calamidades tales como la inflación y los impuestos y el desempleo y miren ustedes, aquí en confianza, al paso que vamos dentro de poco no nos va a quedar otra salida que entrarle a la guerrilla, la situación está cada día peor (habla más bajo las paredes oyen), cada día son más las injusticias y las arbitrariedades y para colmo ese cretinazo de Rivera empecinado en fastidiarle a uno la existencia y uno aguantando pero todo tiene un límite y preferible que se cuide porque el valiente vive mientras el cobarde (tráigame otro tecito por favor preciosa), nada más es cosa de juntar valor, no siempre vamos a estar a su merced, ¿verdad?

La preciosa sonríe a todos y a ninguno y nos mira con módica impudicia y escombra un poco la mesa y los ánimos y depositaría de nuestro más ferviente bullicio interior se ausenta llevándose prendido en la docilidad de las caderas un poético qué ganas de amoldarme a los modos de tu cuerpo. Pero bueno, volviendo a lo de antes, basta de frivolidades, Jorge Andrés compone una mueca de desolación estricta y nosotros actuamos una temperamental autosuficiencia y tal como lo decimos, en este país el mero tener talento nunca alcanza, la improvisación es una de nuestras más gloriosas costumbres, no lo tomes tan a la tremenda, a todos nos sucede igual, los Rivera nomás no nos merecen, nosotros sin pensarlo mayor cosa haríamos un papel más brillante si nos dieran la oportunidad de probar, de demostrar quién es quién, pero no, cómo te van a dar el chance, si de sobra conocen lo que uno vale, de sobra saben que uno está más puntualmente preparado y que llegado el caso les tumba el puesto, son retrasados mentales pero no tanto, por eso se cuidan de uno y lo están reprimiendo todo el tiempo, para que no les pises la sombra, por puritita envidia profesional, sí, puritito encono de que tú eres mejor, Jorge Andrés, qué duda cabe.

No hay que ser una autoridad en delitos morales o un aplicado de la sagacidad o siquiera un regular en clandestinaje para advertir que Jorge Andrés y sus camaradas ya encajamos en el molde escrupuloso de los elogios mutuos (único y auténtico y por lo tanto altamente estimulante y generoso atractivo de toda conjura de café), que ya nos refugiamos en la cofradía de los apóstoles incomprendidos para predicarnos remedios contra la tiranía o intercambiar bálsamos contra el resentimiento y hacernos fuertes o cuando menos capaces de soportar los acatamientos de mañana, las vejaciones del día siguiente, que si ese podrido de Rivera es un soberano imbécil que por su mero complejo de inferioridad nos trae de encargo, el muy (gracias preciosa es usted un ángel), que si se la pasa corrigiéndote cuanto uno hace sólo por quedar de lo más bien ante el equipazo físico de la meritoria minifalda, que dicho sea entre paréntesis no ignora que la devoras con los ojos en ráfagas secretas pero simula no darse cuenta porque su objetivo no es un infeliz como tú sino un infeliz de más altura o sea el mismísimo Rivera, que con ademanes reposados pero con mirada de acero inoxidable te reprende a todas horas y a todas horas nos aconseja y aprovecha para volcarte encima, muy en paternal, muy en modestia aparte, su inmundo repertorio de puestos desempeñados y sus dizque metódicos progresos y su rectitud de obra y su claridad de pensamiento y no es por ponerse de ejemplo él mismo pero cuando todavía no era nadie (mira tú), como si estuviera detrás de ese escritorio por merecimientos propios, como si no supiéramos sus tejes y manejes, como si no fuera público y notorio y aun versión oficial que llegó adonde llegó por lo que a todos nos consta, sí, Jorge Andrés, los redentores de vilipendios nos adherimos a tu justa indignación, nosotros te ayudamos a exprimirte la rabia, a emanciparte de la vergüenza, a segregar el rencor y amortiguar las inconformidades para que te sientas escrupulosamente distinto, para sentirnos en resumidas cuentas de a de veras mejores.

—Si nomás porque necesita uno el dinero, con tantos compromisos; pero palabra que me dan ganas de botarle la chamba y buscar por otro lado, oportunidades no han de faltar.

Claro que sí, viejo, los conjurados te asistimos moralmente, para cuándo son los amigos si no, lárgale su mugre trabajo, hermano, total, en el coro siempre encuentras un solista que tiene un primo que está colocadazo y te puede ayudar para conseguir una labor más acorde a tu capacidad, a tu experiencia, tú ya sabes cómo son las palancas.

— ¿Y por qué no le pides algo para ti, que estás en idénticas condiciones que yo?

Pues caray, Jorge Andrés, porque ya sabes cómo son las relaciones familiares, ni modo que el solista vaya y le diga a su primo, fíjate que ya no aguanto al inconsecuente de mi jefe, búscame una colocacioncita, ¿sí? Pues no, de inmediato el primo va a decir que no, que a ver si más adelante, que sin embargo no deje de darse sus vueltas de vez en cuando, que no se pierda de vista, pero en cambio si es para ti me canso de que hace valer sus influencias y de que en un dos por tres ya te echaste a la bolsa un nombramiento sensacional, me requetecanso.

Y ni tardos ni vertiginosos, ni rudos ni moderados, ni prepotentes ni disminuidos sino todo lo contrario, comenzamos a fraguar una fenomenal dosis de proyectos para mandar al diablo al engreído de Rivera y para cantarle sus cuatro verdades en cuantito renuncies y para escupirle en plena cara que es un mediocre y un insignificante y que no se vaya a querer poner sabroso, Jorge Andrés, que ni lo intente porque quién quita y hasta lo golpeamos ahí mérito en su oficina y delante de la despreciativa minifalda que de puro susto se va a desaforar chillando lo mismito que una rata envenenada pero que después te va a fulminar con unos ojazos de admiración de este tamaño y a lo mejor hasta se la lleva uno al nuevo trabajo y puede que con tantita suerte y hasta, sí, claro que sí, todo cabe en un sueñito sabiéndolo acomodar y para luego es tarde ya estás a la caza de un compadrazgo que nos dé una manita, un empujoncito para escamotearle el sitio a ese acomodaticio de Rivera y desquitarte de todas las que nos han hecho y tratar a tus subordinados parecidamente a como el pérfido de Rivera nos ha tratado, o peor, porque ahora que ya eres el mero mero, el que las puede todas, el que tiene por el mango la justicia y los derechos y los privilegios y además entera la sabiduría del mundo y de los siglos, el que juzga, el que perdona, el que humilla, el que denigra, el que sentencia, el que encumbra o arruina, el infalible, el lúcido, el estricto, el categórico, el equilibrado, el justo, el implacable, el sublime, el superior, el dios de casimir inglés detrás del escritorio al que todos venialmente reverencian y adulan y agasajan pero al que en el fondo siniestramente envidian y temen y odian, ahora que ya no eres uno más del montón o uno más de los que aproximan al escalafón sus esperanzas o uno más que pudo haber sido y no fue sino nada menos que el Señor Don Máximopoder, ahora que los entrañables de ayer (mira lo que son las cosas) resultan ser los enemigos emboscados de hoy porque lo que para ellos sigue siendo una infamia hoy es para ti un negocio y lo que para ellos sigue siendo un vicio hoy es para ti una cuestión de alta política y así por el estilo, no te pueden ver ni en uno de tus magníficos retratos espléndidamente distribuidos (salvo por supuesto aquellos jorgeandreses a los que has invitado a entrarle de punta a punta en el juego de la corrupción y de la deshonestidad y de la complicidad), ahora que has llegado a estas formidables alturas y que los agitadores de migajón a tu alrededor nos sentimos un poco tristes o un poco mancillados o un poco envilecidos y diezmados por el apasionado esfuerzo de imaginación (tráiganos unos vasitos de agua por favor preciosa y la cuenta de una vez si es tan amable), ahora justa y brutalmente es hora de partir o sea hora de cancelar el intercambio de empresas vengativas o sea es hora de convalecer de la ilusión y de encajar de nueva cuenta en el conformismo y, vulnerados por esa ausencia de resquicio interior verdadero para la rebeldía, sabedores de que nuestra jabalina nunca llegará al sol, irrecuperables, nos desdecimos y nos negamos y seamos sinceros (ahí te va la justificación la excusa la trampa), la verdad es que no se puede hacer nada, Jorge Andrés, la verdad es que no nos queda otra que aguantar y parodiar felicidad y qué encanto es la vida (gracias preciosa hasta la próxima se porta bien ¿eh?) y defender así tu mundito de satisfacciones banales y nuestra pequeña seguridad, que al fin y al cabo es lo único que importa.


¿Te das cuenta? No es que uno le saque el cuerpo a romperse el alma, pero hay que ser objetivos y realistas y lo fundamental es permanecer unidos y conscientes y es una lástima que sea tan tarde y de a pocos la pandilla de héroes menores nos dispersamos carcomidos tenuemente por la noche y con ese nuestro andar desganadamente sobrado y arrastrando cada uno su carga de incertidumbre y su sombra intocada por el gozo, su derrota rutinariamente justificada, su ilícita resignación (qué barbaridad). Bueno, esto es un mero decir, claro está, no hay por qué hacer el patético ni el ridículo, no es para tanto, de cuándo acá tan sentimental, sí, de cuándo acá.


Entre peros y sin embargos

 

Suele suceder, con harta frecuencia, que por exigencias del trabajo asalariado, por andar a salto de cama a causa del amor, o simplemente por condescender a las tentaciones no del todo interpretables del sueño (incluidas en éste las aspiraciones francas o veladas de fama, dinero, posición social), deja uno de escribir esa página pendiente desde hace días, semanas quizá, y empieza a convertir la vida en un saco roto de promesas y proyectos para después, cuando haya tiempo.

Ah, pero ocurre que el tiempo es una especie de amante caprichosa y posesiva que siempre y cada vez más se las arregla para no permitirnos hacer nada. Nos envuelve con sus insinuaciones, con sus mañas, con sus cantos sediciosos, y uno, que al igual que el Ulises de Julio Torri está dispuesto a perderse, cede al dulce veneno de la pereza, se dedica con fruición de potentado a engordar del alma y, como alguien que huye a ciegas de la alcoba donde la querida duerme, se despoja también del continente de placer que prodiga la lectura.

Digo, la lectura de aquellos autores que, entre otras cosas elementales, enseñan a pensar y a escribir: Shakespeare, Cervantes, Balzac, Thomas Mann, Proust. ¿Lo digo en serio? ¿Tengo idea acaso de lo que eso significa? Casi no hay tiempo ni para respirar y este loco pretende tirarlo por la alcantarilla. No, manito, la época no está para tamaños desperdicios. Si alcanzas a barnizarte con la literatura del día, date por bien servido y punto. Acuérdate de lo que dijo el viejo France: “La vida es muy corta, y Proust muy largo”. (Sólo que el vasto Anatole sí se partió el alma para legar una obra.)

Y entonces, por la exclusiva y grandísima culpa de esa Circe corruptora e implacable que es el tiempo, uno se da la espalda a sí mismo, se afilia a la moda en turno y, para taparle la boca a cualquier probable reclamo de la conciencia, para estar en forma ante los demás, proclama que esos clásicos son muy aburridos y que no sirven para maldita la cosa. Y que se pudran, para acabar pronto.

Claro, esta pobre alharaca no es sino una manera cómoda y chata de encubrir la ignorancia, de excusar y justificar la falta de estatura, de maquillar a la mediocridad con los polvos de una dudosa audacia, de un valor arrabalero, de una inteligencia torcida. Uno generalmente menosprecia lo que no es capaz de entender. Y no cualquiera tiene la vocación tan bien puesta como para fajarse con las imposturas y limitaciones que le impone el mundo, y vencerlas. Ellos, los autores cuyas obras se mantienen vivas a pesar de la escasa generosidad del tiempo, supieron hacerlo. Tal vez eso sea lo que nos molesta y nos acobarda.

Sí, ya sé, es verdad, las depredaciones de tiempo que sufre uno a manos de las necesidades de supervivencia son múltiples, angustiosas, ofensivas; sin embargo, también es cierto que somos fáciles de sobornar por las intrascendencias sociales; que no pocas veces nos sobra anhelo de notoriedad, ansia de fotogenia política o burocrática; que nos dejamos cultivar más de la cuenta por los guiños escenográficos de lo insustancial; que nos malbaratamos en componendas, charlatanerías, bobaliconadas. Y luego, a la hora de dar la cara, con intensa rabieta o con lágrima furtiva, se queja uno de lo que tú ya sabes, mano, la falta de tiempo.

Y de repente, en alguna de esas ráfagas de contrición que se nos cuelan en el alma por el ojo de un insomnio, te topas de frente con ese testigo censuratorio que eres tú mismo y, puestos a hablar sin tapujos, confesionariamente, con los redaños en su sitio, vamos a ver: ¿De veras no nos queda tiempo para nada? ¿No será más bien que nuestra pasión por la literatura es demasiado benigna? ¿No será que la amamos sin convicción; que creemos enamoramiento lo que no pasa de ser un débil entusiasmo? Recuerda lo que dijo aquella vez Onetti: que el verdadero escritor siempre encuentra la manera de robarle una hora al patrón, al amor o al sueño. Así que quítate de pretextos. Porque el tiempo, como la soledad, es un instrumento de trabajo que debemos aprender a usar.


Y después de una medianamente exhaustiva meditación, justo cuando ha llegado uno a la decisión definitiva de alimentar su voluntad, de fortalecer su disciplina, de asumir el máximo rigor, en fin, de no malversar más el ya de por sí exiguo tiempo; justo entonces, decía, me viene a la mente que esta noche tengo que ir al coctel de Alterego, ni modo de dejarlo colgado, pero antes voy a darme una vuelta por la librería, a ver qué novedades encuentro, y mañana debo llevar a Coco al cine, y pensándolo mejor, no me puedo sentar a escribir si antes no tengo la idea bien madura en la cabeza, robador de tiempo, ya me imagino, bonito me vería escondido en el baño leyendo a Sófocles. ¿No te lo dije? Sí, qué tonta, qué triste, qué obviamente inútil es nuestra imagen en el espejo, a veces.


La selva de los suicidas

 

A la memoria de
Jesús Luis Benítez,
una de las víctimas

 

El escritor nunca ha sido, en ningún tiempo ni en ninguna parte del mundo, un ser privilegiado. Es verdad que ha gozado, en ocasiones, de ciertas prerrogativas; pero eso se ha debido más que nada a esa pasión innata de los poderosos por la prostitución de la inteligencia, por la compra del talento ajeno para engalanarse con él. Las ideas se corrompen, o se persiguen: las cárceles, los exilios, la muerte. El escritor, como la mayoría de los hombres, vive de la única manera que le permite la civilización: a la defensiva. Acaso su peculiaridad, y de ahí que se le considere distinto, aun peligroso, es que asume la función de testigo de sí mismo y de la sociedad en que vive. El testigo de nuestra mediocridad siempre nos es molesto; lo rechazamos siempre porque de una o de otra manera nos echa en cara nuestra pequeñez, nuestra cobardía. Cada día más, los logros de la ciencia y de la técnica nos alejan de nuestra propia esencia, nos mutilan, nos invalidan, nos envuelven en una placenta de satisfactores artificiales, nos deshumanizan. Cada vez más, nos enseñamos a pasar de largo por la vida. Olvidados cada vez más de las vocaciones humanas, tal parece que estuviésemos viviendo sólo para huir de nosotros mismos.

El escritor (el poeta) no es ni puede ser ajeno a esta circunstancia; como todos, vive expuesto a los virus innumerables de la corrupción, a las contaminaciones de la cosmetología social, a las inoculaciones colectivas de conformismo, de resignación; vive pidiendo un juego limpio y marcando sus cartas; es, como todos, actor de contradicciones esenciales, sujeto de ambigüedad moral, y, por lo tanto, está igualmente propenso a sucumbir frente a los antagonismos del mundo: trozo de grasa en el fuego de este mundo que no quiere, no acepta, no tolera testigos ni disidentes y conforma, en cambio, cómplices, lacayos, meras aproximaciones, tristes remedos humanos.

Ciertamente, las vías de escape, las tentaciones, los promisorios cebos que se ofrecen al escritor (a los escritores) para desertar de sus principios, para entrampar su talento, para prostituir su vocación, son múltiples, como múltiples y difícilmente soportables suelen ser también las mordeduras de la incomprensión, las heridas del rechazo, las llagas del amor propio ulcerado, las formas de la desesperación, la desesperanza, el sentimiento de inutilidad, la sensación de fracaso. ¿Para qué luchar por decir algo que nadie quiere oír? ¿Para qué obstinarse en la pretensión de mostrar la luz a quienes se complacen en su ceguera? ¿Por qué? ¿Para quién? La literatura no sirve para nada, mejor amarrarle una piedra al cuello y tirarla de cabeza al abismo. Ya está. Inmolación de lo que se ama. Holocausto de uno mismo.

Amante resentido con la vida, como todo aquel que sacrifica por debilidad o pobrecía de espíritu al objeto amado, el escritor que abandona el ejercicio vital de la literatura se desata del mástil y se tira de bruces al espejismo, al canto de las sirenas de la comodidad condicionada, al forraje del dinero, los apoltronamientos del puesto público, las suaves intrascendencias del oropel social; o se encarama en las espaldas del cinismo y se dedica a manosear hasta oxidarla, la pobre moneda de su castrado único libro; o se aplica con rabiosa sordidez a ejercer el oficio miserable de cancerbero, de custodio implacable de las puertas de la creación que él no supo trasponer; o a emprender el camino brutal de la propia devastación física y moral, el lento suicido con la navaja mellada de la drogadicción o el alcoholismo. En algún caso, simple y desvergonzadamente, impotencia; en algún otro, una tortuosa, desgarradora manifestación de desprecio, un encanallarse a sí mismo para enrostrarle a los demás esa su condición de seres a ras de suelo.

Al rechazo, a la indiferencia de la sociedad, este último escritor responde con la irresponsabilidad, con la autodestrucción; pero el negar la propia inteligencia, el trocar las actividades creadoras por la esterilidad, es una muy precaria venganza. La sordera de los hombres no es motivo para callar; su presunto letargo mental no justifica ninguna deserción; significa, por el contrario, una especie de traición imperdonable, una concesión definitiva a quienes persiguen la mediatización de la humanidad.
Ningún hombre que viva en sociedad tiene derecho al silencio, ni nadie posee la facultad moral para imponerlo. Todos somos culpables de lo mismo. Un crimen, un suicidio, cualquier tipo de aniquilamiento individual forma parte de una irreversible degradación colectiva. La muerte, tal vez por incomprendida e incomprensible, es ya de por sí dolorosa; no la hagamos también estúpida.