Material de Lectura

 width= Raymond Carver



Selección, nota
introductoria y
traducción de
Laura Emilia Pacheco



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Nota introductoria


Joseph Brodsky dice que toda carrera literaria empieza como una búsqueda personal de santidad, de autosuperación. En la casa que Raymond Carver (1938-1988) compartió hasta morir de cáncer a los 50 años con la poeta Tess Gallagher, hay un cuadro que le regaló su amigo Alfredo Arreguín. Se titula The Hero’s Journey. En él se ve a un salmón en su frenético intento por remontar la poderosa corriente de un río ajeno a su batalla. Simboliza la vida de Raymond Carver, su propio viaje frenético y a contracorriente en busca de lo que llamamos “la vida”.

Hijo de un operario de aserradero cuya solución para todos los problemas era una botella de whisky y una mujer que eternamente tomaba tónico para los nervios, Carver tuvo muy poca educación formal. Su único contacto con la literatura fueron las revistas de caza y pesca (sus deportes favoritos) y las novelas de aventuras que leía su padre en su natal Clatskanie, Oregon. A los diecisiete años y con una esposa de dieciséis y embarazada, Carver sólo podía pensar en obtener un trabajo que le permitiera sobrevivir. Durante esos años se sucedieron una larga lista de empleos ínfimos y mal pagados que abarcaron, desde corrector de libros de texto hasta velador en un hospital.

A todas las presiones se agregó la de su alcoholismo. A punto de morir, recurrió a Alcohólicos Anónimos para dejar de beber, hazaña que siempre le produjo más orgullo que todos sus méritos literarios juntos. Se iniciaron entonces los diez años más fructíferos de su vida. Se inscribió en el taller literario que dirigía el poeta James Gardner en la Universidad de Iowa y desde ese momento Carver dedicó su vida a escribir.

Producto de los talleres literarios, como profesor Carver nunca desalentó a nadie. Sentía que ya había suficiente desaliento en el mundo. El tono bajo de su voz implicaba un gran respeto hacia las palabras, como si fuera casi imposible decir con exactitud lo que quería. A sus alumnos les enseñaba sobre todo que la literatura puede surgir de la mera observación de la vida real, dondequiera y comoquiera que sea vivida. Eso constituyó toda una novedad y produjo en la narrativa norteamericana los movimientos que se conocen como “minimalismo” y “realismo sucio” —aunque aquí dirty más bien se traduce en la acepción de “sórdido”.

Hoy Carver está considerado el Chéjov del cuento norteamericano contemporáneo y su influencia literaria es equiparable a la ejercida por Hemingway en décadas anteriores. Carver tiene la misma prosa sencilla y clara (escribía hasta 30 versiones de un mismo cuento), el ritmo conversacional y la penetrante agudeza en la descripción de Hemingway; pero, a diferencia de él, Carver no escribe sobre la vida bohemia, sobre campos de batalla europeos, sobre hermosas enfermeras o acogedoras pensiones perfumadas con el aroma a vino tinto: el tipo de cambio respecto al dólar no lo favoreció.

Carver escribe sobre la vida diaria o, más bien, a pesar de la vida diaria norteamericana, en la que lo común es el estruendo del televisor, el olor a alcohol barato, la botella de catsup sobre la mesa. Esta gran enseñanza de que se puede escribir literatura en cualquier parte constituye toda una novedad que le imprime nuevo vigor al realismo y exalta el género del cuento como el dominante en el fin del siglo.

De los tres cuentos que traduzco aquí, “El gordo” y“Plumas” nos muestra las trampas y la violencia de lo real y tenemos que inclinarnos para escuchar lo que Carver tiene que contar. Muy distinto es “El encargo” (escrito unos meses antes de morir) en donde un momento ordinario ilumina las cosas más extraordinarias. Aquí encontramos a un gran narrador que maneja la dependencia y la gravedad que ejerce cada palabra particular en la poesía, que enfoca el pensamiento, omite lo evidente y utiliza el lenguaje como una herramienta de asimilación más que de conocimiento.

En su póstumo libro de poemas A New Path to the Waterfall (publicado unos meses después de su muerte) hay un poema que se llama “Gravy” —la salsa espesa y harinosa que recubre la comida de los pobres— y resume clara y llanamente su vida durante esos diez años de fecunda producción literaria, de feroz lucha contra la corriente:

Ninguna palabra distinta funcionaría. Porque eso es lo que fue: gravy.

Gravy, los diez años que transcurrieron.
Vivo, sobrio, escribiendo, amando
Y siendo amado por una buena mujer...
Tuve diez años más de lo que esperaba, O de lo que esperaba cualquier otro.
Puro gravy. Y en modo alguno lo olvido.


Laura Emilia Pacheco


Plumas

 

Bud, un compañero de trabajo, nos invitó a cenar a Fran y a mí. Yo no conocía a su esposa y él no cono­cía a Fran. Estábamos parejos. Pero Bud y yo éramos amigos. Sabía que en casa de Bud tenían un bebé. El bebé debía tener como ocho meses cuando Bud nos invitó a cenar. ¿A dónde se fueron esos ocho meses? Demonios, cómo ha pasado el tiempo desde entonces. Recuerdo el día en que Bud llegó al trabajo con unos puros. Los repartió en el comedor. Eran puros de farmacia. Dutch Masters. Pero cada uno tenía un sello rojo y una envoltura que decía ¡FUE VARÓN! Aunque no fumo puro, tomé uno.

—Toma más —me dijo Bud agitando la caja—. A mí tampoco me gustan los puros. Fue idea de ella. —Se refería a su esposa. Olla.

Nunca había visto a la esposa de Bud, pero una vez la escuché por teléfono. Fue un sábado por la tarde, no tenía nada que hacer. Así es que llamé a Bud para ver si se le ocurría algo. Su mujer descolgó el teléfono y dijo:

—Hola. —Me paralicé y no pude recordar su nombre. El nombre de la esposa de Bud. Bud me lo había dicho varias veces. Pero me entró por un oído y me salió por el otro.

—¡Hola! —repitió.

Al fondo podía escucharse el televisor. Entonces la mujer dijo:

—¿Quién habla?

Oí que un bebé empezaba a llorar.

—¡Bud! —gritó la mujer.

—¿Qué? —oí que Bud le contestó.

Todavía no lograba recordar su nombre. Así que colgué. Al verlo de nuevo en el trabajo no le dije a Bud que había llamado a su casa. Pero logré que mencionara el nombre de su esposa. —Olla—, dijo. Olla, me dije a mí mismo. Olla.

—Nada formal —me dijo Bud.

Estábamos en la cafetería tomando café.

—Sólo los cuatro. Tú y tu señora, y yo y Olla. Nada formal. Vengan como a las siete. Ella le da de comer al bebé a las seis y lo acuesta. Después podemos cenar. No es difícil encontrar nuestra casa pero aquí tienes un mapa.

Me entregó una hoja de papel con toda clase de líneas que indicaban las calles principales y secundarias, las carreteras y demás, y flechas que apuntaban hacia los cuatro puntos cardinales. Una gran X marcaba la ubicación de su casa.

—Nos daría mucho gusto —dije. Pero Fran no estaba muy entusiasmada.

Aquella tarde, mientras veíamos la televisión, le pregunté a Fran si debíamos llevar algo a casa de Bud.

—¿Como qué? —preguntó Fran—. ¿Te dijo que les lleváramos algo? Yo qué voy a saber. No tengo la menor idea. —Se encogió de hombros y me lanzó una mirada. Ya antes me había oído hablar de Bud. Pero Fran no lo conocía y no tenía el menor interés en conocerlo.

—Podríamos llevar una botella de vino —dijo—. Pero a mí me da igual. ¿Por qué no llevas vino?

Meneó la cabeza. Su largo cabello se meció sobre sus hombros. Parecía estarme diciendo: ¿Por qué necesitamos a otras personas? Nos tenemos el uno al otro.

—Ven acá —le dije.

Se arrimó un poquito de modo que pudiera abrazarla. Fran es como un buen trago de agua. Tiene este cabello rubio que le cuelga por la espalda. Acaricié su cabello y lo olfateé. Lo enredé en mi mano. Dejó que la abrazara. Puse mi rostro contra su cabello y la estreché un poco más.

A veces, cuando el cabello le estorba, Fran tiene que echárselo para atrás. Se enoja con él. —Qué cabello —dice—. Sólo me da problemas. —Fran trabaja en una lechería y tiene que recogerse el cabello cuando va a su labor. Debe lavárselo todas las noches y cepillárselo cuando estamos viendo la televisión. A veces amenaza con cortárselo. Pero no creo que lo haría. Sabe que me gusta muchísimo. Sabe que su cabello me enloquece. Le digo que me enamoré de ella por su cabellera. Le digo que podría dejar de quererla si se la cortara. En ocasiones la llamo “sueca”. Podría pasar por sueca. Aquellas veces en que estábamos juntos por las tardes, ella se cepillaba el cabello y deseábamos en voz alta todas las cosas que no teníamos. Deseábamos un automóvil nuevo, esa es una de las cosas que deseábamos tener. Y deseábamos irnos un par de semanas a Canadá. Pero una cosa que no deseábamos era tener niños. La razón por la que no tuvimos niños es porque no queríamos tener niños. Un día de estos, nos decíamos. Pero en ese momento estábamos esperando. Algunas noches íbamos al cine. Otras, nos quedábamos a ver televisión. Fran me cocinaba algo y nos comíamos lo que preparaba.

—A lo mejor no toman vino —le dije.

—Llévalo de todos modos —dijo Fran—. Si ellos no se lo toman, nos lo tomaremos nosotros.

—¿Blanco o tinto? —le pregunté.

—Llevaremos algo dulce —dijo, sin prestarme la me­nor atención—. Me tiene sin cuidado si llevamos algo o no. Es tu teatrito. No hagamos de él un acontecimiento, si no, prefiero no ir. Puedo hacer una rosca de café y frambuesas. O unos pastelitos.

—Ya tendrán el postre —le dije—. No invitas a nadie a cenar sin tener postre.

—Podrían servir budín de arroz. ¡O Jell-O! Algo que no nos guste —dijo—. No sé nada de la esposa. ¿Cómo sabemos lo que van a servir? ¿Qué tal si nos dan Jell-O?

Fran meneó la cabeza. Me encogí de hombros. Pero ella tenía razón.

—Lleva esos viejos puros que te dio —dijo—. Así ustedes se pueden ir a la sala a fumar puros y beber oporto, o lo que tomen esas personas que salen en las películas.

—Está bien. Sólo nos llevaremos a nosotros mismos —dije. Fran dijo:

—Llevaremos una hogaza de mi pan.



Bud y Olla vivían como a unos treinta kilómetros del pueblo. Vivimos en aquel pueblo tres años, pero, maldición, Fran y yo apenas nos habíamos asomado al campo. Me sentía bien manejando por esos caminitos sinuosos. En las primeras horas de la tarde la temperatura estaba cálida y agradable, y vimos pastizales, rejas, vacas lecheras dirigiéndose lentamente hacia viejos graneros. Vimos mirlos de alas rojas sobre las cercas y palomas circundando los pajares. Había huertos y cosas por el estilo, flores silvestres en plenitud y casitas apartadas del camino. Dije:

—Ojalá tuviéramos un lugarcito aquí.

Fue sólo un pensamiento ocioso, otro deseo que no conduciría a nada. Fran no me contestó. Estaba ocupada examinando el mapa de Bud. Llegamos al cruce que había marcado. Dimos vuelta a la derecha, como decía el mapa, y avanzamos exactamente 3.6 kilómetros. A la izquierda del camino vi un maizal, un buzón y una larga entrada empedrada. Al final había unos árboles y una casa con pórtico y chimenea. Pero era verano, así que desde luego, no le salía humo. Pensé que era una bonita vista y se lo dije a Fran.

—Esto queda en el fin del mundo —dijo Fran.

Me dirigí a la entrada. El maíz crecía a ambos lados y era más alto que el automóvil. Podía oír el crepitar de la grava bajo las llantas. Conforme nos acercábamos a la casa, pudimos ver un huerto con unas enredaderas de las que colgaban unas cosas verdes del tamaño de pelotas de béisbol.

—¿Qué es eso? —pregunté.

—Yo qué sé —contestó—. Calabazas, tal vez, no tengo la menor idea.

—Oye Fran —le dije—. Tranquilízate.

No contestó. Se mordió un instante el labio inferior. Cuando nos acercamos a la casa apagó la radio.

En el patio delantero había un juego para bebé y algunos juguetes tirados en el pórtico. Estacioné el coche enfrente. Entonces escuchamos ese espantoso berrido. Sí, había un bebé en la casa, pero ese chillido era demasiado fuerte para ser de un bebé.

—¿Qué es eso? —preguntó Fran.

Entonces algo del tamaño de un zopilote aleteó pesadamente desde uno de los árboles y aterrizó frente al coche. Se zangoloteó. Volvió su largo cuello hacia el auto, alzó la cabeza, y nos contempló.

—Maldita sea —dije. Yo estaba sentado allí con las manos sobre el volante mirando a esa cosa.

—¿Puedes creerlo? —dijo Fran—. Nunca había visto uno de verdad.

Desde luego los dos sabíamos que era un pavorreal, pero no pronunciamos la palabra, únicamente lo observamos. El ave volvió su cabeza en el aire y emitió otra vez su áspero chillido. Se había esponjado y se veía como del doble del tamaño que cuando había aterrizado.

—Maldita sea —repetí. Nos quedamos petrificados en el asiento delantero.

El ave se adelantó un poco. Después movió la cabeza a un lado y se preparó. Mantenía su brillante ojo salvaje fijo en nosotros. Su cola estaba erguida y era como un gran abanico que se doblaba y desdoblaba. En esa cola brillaban todos los colores del arcoíris.

—Dios mío —dijo Fran quedamente. Movió su mano hacia mi rodilla.

—Maldita sea —dije. No había nada más que decir.

El ave emitió el extraño lamento una vez más. Hacía “meyó-meyó”. Si hubiera sido la primera vez que lo escuchaba en la noche, habría pensado que era el grito de un agonizante, o de algo salvaje y peligroso. La puerta delantera se abrió y Bud salió al pórtico. Se estaba abotonando la camisa. Tenía el cabello mojado como si acabara de salir de la regadera.

—¡Cállate, Joey! —le dijo al pavorreal. Dio unas palmadas y el ave retrocedió un poco—. ¡Ya basta! Eso es, ¡cállate! ¡Cállate, demonio!

Bud bajó las escaleras. Se fajó la camisa mientras se dirigía hacia el coche. Llevaba lo que siempre usaba en el trabajo: pantalones vaqueros y camisa de mezclilla. Yo llevaba mis pantalones y una camisa informal de manga corta. Mis mocasines buenos. Cuando vi lo que Bud llevaba puesto, me disgustó ir tan arreglado.

—Me alegra que hayan venido —dijo Bud mientras se acercaba al auto—. Pasen.

—¿Cómo estás, Bud? —le dije.

Fran y yo bajamos del coche. El pavorreal se apartó un poco moviendo su cabeza de un lado a otro. Tuvimos cuidado de mantener alguna distancia entre él y nosotros.

—¿No tuvieron problemas para llegar? —me preguntó Bud. No había mirado a Fran. Estaba esperando a que lo presentara.

—Tus instrucciones fueron muy buenas —le dije—. Oye Bud, te presento a Fran. Fran, te presento a Bud. Le he hablado mucho de ti, Bud.

Bud se rió y se estrecharon la mano. Fran era más alta que Bud. Bud tuvo que mirar hacia arriba.

—Jack habla mucho de ti —dijo Fran. Retrajo su mano—. Bud esto, Bud lo otro. Creo que eres la única persona de allá de la que habla. Siento como si ya te conociera.

Fran estaba vigilando al pavorreal. El pájaro se había arrimado hacia el pórtico.

—Aquí el señor es mi amigo —dijo Bud—. Debería hablar de mí. —Después de decir esto Bud sonrió y me dio una palmadita en el brazo.

Fran seguía cargando su hogaza de pan. No sabía qué hacer con ella. Se la dio a Bud.

—Les trajimos esto.

Bud tomó la hogaza. Le dio vuelta y la miró como si fuera la primera hogaza de pan que hubiera visto en su vida.

—Muy amable de su parte. —Se llevó la hogaza a la cara y la olfateó.

—Fran horneó el pan —le dije a Bud.

Bud asintió. Después dijo:

—Pasen para que conozcan a la esposa y madre.

Seguro se refería a Olla. Olla era la única madre que había por allí. Bud me había contado que su madre había muerto y su padre los había abandonado cuando él era niño.

El pavorreal se escabulló delante de nosotros y saltó al pórtico cuando Bud abrió la puerta. Estaba tratando de entrar a la casa.

—Ay —dijo Fran mientras el pavorreal se tallaba contra su pierna.

—Caramba, Joey —dijo Bud.

El pavorreal retrocedió y se sacudió. Las plumas de su cola cascabelearon mientras se sacudía. Bud hizo como que iba a patearlo, y el pavorreal retrocedió un poco más. Entonces Bud detuvo la puerta.

—Ella deja que el maldito pájaro entre en la casa. Pronto va a querer comer en la maldita mesa y dormir en la maldita cama.

Fran se detuvo justo en el umbral. Se volvió a ver los maizales.

—Tienen una casa preciosa —dijo. Bud seguía deteniendo la puerta.

—¿Verdad, Jack?

—Claro que sí —dije. Estaba sorprendido de oírla decir eso.

—Cómo no —dijo. Me sorprendió que dijera eso.

—Un lugar como éste está menos mal de lo que se supone —dijo Bud, que seguía deteniendo la puerta. Hizo un movimiento como para golpear al pavorreal.

—Le da a uno energía. No hay ni un minuto de aburrimiento. —Después añadió:

—Pasen, amigos.

Le dije:

—Oye Bud: ¿qué estás cultivando allá?

—Son jitomates —contestó.

—Esto es lo que se llama un granjero —dijo Fran y meneó la cabeza.

Bud se rió. Entramos. En la sala nos estaba esperando una mujer rellenita con el cabello recogido en un chongo. Tenía las manos metidas en el delantal. Sus mejillas eran de un rojo encendido. Al principio creí que le faltaba el aliento, que estaba loca o algo así.

Me examinó con la mirada e hizo lo mismo con Fran. No de una manera agresiva, sólo mirando. Sostuvo la mirada en Fran y se sonrojó.

Bud dijo:

—Olla, te presento a Fran. Y éste es mi amigo Jack. Ya sabes todo acerca de Jack. Amigos, les presento a Olla —y le entregó la hogaza de pan.

—¿Qué es esto? —preguntó—. Ah, pan hecho en casa. Bueno, pues gracias. Siéntense donde quieran. Están en su casa. Bud, ¿por qué no les preguntas qué les gustaría tomar? Yo tengo que ir a vigilar la cena.

Dicho esto Olla se fue a la cocina con el pan en la mano.

—Siéntense —dijo Bud.

Fran y yo nos clavamos en el sofá. Saqué mis cigarros. Bud dijo:

—Aquí hay un cenicero.

Tomó un objeto pesado de encima del televisor. Dijo:

—Usa esto —y colocó esa cosa pesada frente a mí, sobre la mesita de centro.

Era uno de esos ceniceros de cristal en forma de cisne. Prendí un cigarro y dejé caer el cerillo donde comenzaba la abertura de la espalda del cisne. Vi cómo salía un hilillo de humo del interior del cisne.

El televisor de colores estaba encendido, así es que lo vimos un rato. En la pantalla unos coches se estaban despedazando mientras daban vueltas alrededor de la pista. El locutor hablaba con voz grave. Pero también parecía como si contuviera sus emociones.

—Aún esperamos confirmación oficial —dijo el locutor.

—¿Quieren ver esto? —dijo Bud, todavía de pie.

Dije que no me importaba. Y no me importaba. Fran se encogió de hombros. ¿A ella qué más le daba?, parecía decir. El día ya estaba perdido de todas maneras.

—Sólo faltan como veinte vueltas —dijo Bud. Ya va a terminar. Hace rato hubo un choquesazo. Destrozó media docena de autos. Algunos pilotos resultaron heridos. Todavía no han dicho si fue de gravedad.

—Déjalo encendido —dije—. Vamos a verlo.

—Quizá uno de esos malditos carros estalle frente a nosotros —dijo Fran—. O si no, tal vez se vayan a estrellar contra las gradas y aplasten al tipo que vende esos asquerosos hot-dogs.

Tomó una hebra de su cabello, la enrolló entre sus dedos y se quedó mirando fijamente el televisor.

Bud se volvió a ver a Fran para comprobar si estaba bromeando.

—Ese es otro asunto; el choque, eso sí fue algo. Una cosa llevó a otra. Autos, pedazos de auto, gente por todas partes. Bueno, ¿qué les sirvo? Tenemos cerveza, hay una botella de Old Crow.

—¿Qué estás tomando? —le pregunté a Bud.

—Cerveza —dijo—. Está buena y fría.

—Entonces cerveza —contesté.

—Yo un traguito de Old Crow con un poco de agua —dijo Fran—. En un vaso alto, por favor. Con unos cuantos hielos. Gracias, Bud.

Con mucho gusto —dijo Bud. Le echó una última mirada al televisor y se dirigió a la cocina.

Fran me dio un ligero codazo y señaló con la cabeza el televisor.

—Mira lo que hay encima —susurró—. ¿Ves lo que yo veo?

Me volví hacia donde me señalaba. Había un largo florero rojo en el que alguien había puesto unas cuantas margaritas del jardín. Junto al florero, sobre el tapetito, había un viejo molde de yeso de los dientes más chuecos y cariados del mundo. Esa cosa horrenda no tenía labios ni encías ni mandíbula, sólo esos viejos dientes de yeso amontonados sobre algo que parecía gruesas encías amarillentas.

Justo en ese momento Olla regresó con una lata de nueces surtidas y una botella de cerveza de raíz. Se había quitado el delantal. Puso la lata de nueces sobre la mesa, junto al cisne.

—Sírvanse —dijo—. Bud está preparando sus be­bidas.

Olla se sonrojó al decir esto. Se sentó en una vieja mecedora de bejuco y se empezó a mecer. Le dio un sorbo a su cerveza y miró hacia el televisor. Bud regresó con el vaso de whisky con agua que había pedido Fran y mi botella de cerveza. En la charola traía otra botella para él.

—¿Quieres vaso? —me preguntó.

Negué con la cabeza. Me dio un golpecito en la rodilla y se volvió a ver a Fran.

Ella tomó el vaso y le dio las gracias. De nuevo dirigió su mirada hacia la dentadura. Bud se dio cuenta de qué era lo que estaba mirando. Los autos rugían alrededor de la pista. Tomé mi cerveza y dediqué mi atención a la pantalla. La dentadura no era de mi incumbencia.

—Así se veían los dientes de Olla antes de que le pusieran frenos —Bud le dijo a Fran.

—Yo ya me acostumbré, pero supongo que se ven algo raros allá arriba. Les juro que no sé por qué los guarda.

Se volvió a ver a Olla. Entonces me miró y me hizo un guiño. Se sentó en su sillón reclinable y cruzó las piernas. Bebió de su cerveza y se le quedó viendo a Olla.

Una vez más Olla se sonrojó. Sostenía su lata de cerveza de raíz. Le dio un sorbo. Luego dijo:

—Son para recordarme lo mucho que le debo a Bud.

—¿Qué dijiste? —preguntó Fran.

Comía unas nueces, sobre todo nueces de la India. Fran dejó de hacer lo que hacía y miró a Olla.

—Perdóname pero no escuché lo que acabas de decir.

Fran se le quedó mirando a la mujer y esperó a que dijera lo que tuviese que añadir.

Olla volvió a sonrojarse.

—Tengo muchas cosas de qué estar agradecida —dijo—. Ésa es una de ellas. Mis dientes me recuerdan lo mucho que le debo a Bud. Por eso los tengo ahí.

Tomó otro sorbo de su cerveza de raíz. Después asentó la botella y dijo:

—Fran, tú tienes bonitos dientes. Lo noté de inmediato. Pero cuando era niña me salieron los dientes todos chuecos.

Con la uña les dio un par de golpecitos a sus incisivos. Dijo:

—Mis padres no tuvieron para arreglarme los dientes. Me salieron como les dio la gana. A mi primer marido no le importaba en lo absoluto cómo me veía. No, no le importaba. A él no le importaba nada excepto conseguir el próximo trago. En este mundo sólo tenía una amiga: la botella. —Meneó la cabeza—. Entonces llegó Bud y me sacó de ese lío. Cuando nos unimos lo primero que me dijo fue: “Vamos a componerte esos dientes”. Ese molde que ven me lo hicieron justo después de que Bud y yo nos conocimos; se hizo con motivo de mi segunda visita al ortodoncista. Antes de que me pusieran frenos.

La cara de Olla todavía estaba sonrojada. Miró la imagen en la pantalla de televisión. Bebió su cerveza de raíz y no pareció tener nada más que agregar.

—Ese ortodoncista debe de haber sido un genio —dijo Fran. Se volvió a ver los dientes que estaban sobre el televisor y que parecían salidos de un espectáculo de terror.

—Era maravilloso —dijo Olla. Se remolinó en su silla y dijo:

—¿Ven? —Abrió la boca y nos enseñó sus dientes una vez más, ahora sin la menor timidez.

Bud se dirigió al televisor para recoger la dentadura. Caminó hacia Olla y colocó los dientes junto a la mejilla de su esposa.

—Antes y después —dijo Bud.

Olla tomó el molde de manos de Bud.

—¿Saben qué? El ortodoncista quería quedarse con esto. —Sostenía la dentadura en su regazo mientras hablaba—. Le dije que no. Le señalé que eran mis dientes. Así que le tomó fotos al molde. Me dijo que las iba a publicar en una revista.

Bud dijo:

—Imagínense qué tipo de revista sería. No creo tener mucho interés en verla. No, creo que no —dijo y todos nos reímos.

—Después que me quitaron los frenos seguía tapándome la boca cada vez que me reía.  Así —dijo—. A veces todavía lo hago. Por costumbre. Un día Bud me dijo:

—No vuelvas a hacerlo. Ya tienes dientes bonitos.

Olla miró a Bud. Bud le hizo un guiño. Ella sonrió y bajó la mirada.

Fran bebió de su vaso. Tomé un poco de mi cerveza. No sabía que decir ante esto. Tampoco Fran. Pero supe que Fran tendría mucho que agregar.

Dije:

—Olla, una vez llamé. Tú contestaste el teléfono. Pero colgué. No sé por qué colgué.

Dije eso y le di un traguito a mi cerveza. No sé por qué lo mencioné en ese momento.

—No me acuerdo —dijo Olla—. ¿Cuándo fue eso?

—Hace tiempo.

—No me acuerdo —dijo y meneó la cabeza. Estaba manoseando los dientes de yeso que tenía sobre el regazo. Vio la carrera de autos y se volvió a mecer.

Fran se volvió a verme. Tenía el labio caído pero no dijo nada.

Bud dijo:

—Bueno, ¿qué más novedades?

—Toma más nueces —dijo Olla—. La cena ya casi está lista.

Se escuchó un llanto que provenía de una habitación al fondo de la casa.

—Él, no —dijo Olla y le hizo una mueca a Bud.

—El nene —dijo Bud. Se recostó en su silla y vimos lo que faltaba de la carrera, tres o cuatro vueltas, sin sonido.

Una o dos veces volvimos a oír al bebé. Se escuchaban molestos chilliditos que provenían de la habitación que estaba en la parte posterior de la casa.

—No lo sé —dijo Olla. Se levantó de su silla—. Ya casi está todo listo para que nos sentemos. Sólo tengo que preparar la salsa. Pero mejor voy a revisarlo primero. Por qué no se van sentando a la mesa. No tardo.

—Me gustaría conocer al bebé —dijo Fran.

Olla aún sostenía los dientes en la mano. Fue a ponerlos en su lugar encima del televisor.

—Ahora podría molestarse —dijo—. No está acostumbrado a los extraños. Déjame ver si puedo dormirlo. Entonces puedes asomarte. Mientras está dormido.

Terminó de decir esto y se dirigió al pasillo hacia una habitación donde abrió una puerta. Se deslizó al interior y cerró la puerta tras ella. El bebé dejó de llorar.


Bud apagó el televisor y nos fuimos a sentar a la mesa. Bud y yo platicamos de cosas del trabajo. Fran escuchaba. De vez en cuando preguntaba algo. Pero yo sabía que estaba aburrida, y quizá molesta con Olla porque no la había dejado ver al bebé. Husmeó en la cocina de Olla. Enredó una hebra de cabello alrededor de sus dedos y examinó las cosas de Olla.

Olla regresó a la cocina y dijo:

—Lo cambié y le di su patito de hule. A ver si así nos deja cenar. Pero no hagan apuestas.

Alzó una tapa y sacó una cazuela de la estufa. Vertió la salsa roja en un recipiente y lo puso sobre la mesa. Alzó las tapas de otras cazuelas y revisó que todo estuviera listo. En la mesa había jamón cocido, camotes, puré de papas, habas, elotes, ensalada. La hogaza de Fran ocupaba un lugar prominente junto al jamón.

—Se me olvidaron las servilletas —dijo Olla—. Ustedes empiecen. ¿Qué quieren de tomar? Bud toma leche en todas las comidas.

—Leche está bien —dije.

—Para mí, agua —dijo Fran—. Pero yo puedo ir por ella. No te molestes atendiéndome. Ya bastante quehacer tienes. —Hizo como si se levantara de su silla.

Olla dijo:

—Por favor. Son nuestros huéspedes. No te pares. Yo voy. —Otra vez se estaba sonrojando.

Nos quedamos sentados con las manos en el regazo y esperamos. Yo estaba pensando en los dientes de yeso. Olla regresó con servilletas, vasos grandes de leche para Bud y para mí, y un vaso de agua helada para Fran. Fran dijo:

—Gracias.

—De nada —contestó Olla.

Después se sentó. Bud carraspeó. Inclinó la cabeza y dijo unas cuantas palabras de agradecimiento. Hablaba en voz tan baja que yo apenas podía descifrar lo que estaba diciendo. Pero le agarré el hilo: daba las gracias al Poder de Dios por la comida que estábamos a punto de embaularnos.

—Amén —dijo Olla cuando él hubo terminado.

Bud me pasó el plato con jamón y se sirvió puré de papas; entonces empezamos a comer. Casi no hablábamos, sólo que de vez en cuando Bud o yo decíamos:

—Este jamón está buenísimo. O bien:

—Este maíz es el mejor que he comido en toda mi vida.

—Lo mejor es este pan —dijo Olla.

—Olla, si me haces favor, sírveme otro poquito de ensalada —dijo Fran, quizá suavizándose un poco.

—Toma más de esto —decía Bud mientras me pasaba el plato del jamón, o el recipiente de la salsa roja.

De vez en cuando oíamos los ruidos del bebé. Olla se volvía para escuchar y, satisfecha de que el bebé nada más estuviera jugueteando, volvía a concentrarse en la comida.

—El bebé está de malas esta noche —le dijo Olla a Bud.

—De todos modos me gustaría verlo —dijo Fran—. Mi hermana tiene un bebito. Pero ella y el bebé viven en Denver. ¿Cuándo voy a ir a Denver? Tengo una sobrina a la que ni siquiera he visto. —Fran reflexionó sobre esto un minuto y después siguió comiendo.

Olla se metió un poco de jamón en la boca.

—Esperemos que se duerma —dijo.

Bud dijo:

—Hay más de todo. Tomen un poco más de jamón y camote.

—No me cabe un bocado más —dijo Fran. Asentó el tenedor en el plato—. Está delicioso, pero no puedo más.

—Guarda un lugarcito —dijo Bud—. Olla hizo pastel de ruibarbo.

Fran dijo:

—Cuando todos hayan terminado, creo que tomaré un pedacito.

—Yo también —dije.

Pero lo dije por amabilidad. Desde los trece años había odiado el pastel de ruibarbo: me enfermé comiéndolo con helado de fresa y me daba ganas de vomitar.

Nos terminamos lo que quedaba en nuestros platos. Entonces oímos al maldito pavorreal otra vez. Esa cosa estaba sobre el techo. Podíamos escucharlo caminar sobre nuestras cabezas. Producía un tic-tac mientras iba y venía sobre las tejas.

Bud meneó la cabeza.

—Joey no tarda en cansarse e irse —dijo Bud—. Duerme en uno de esos árboles.

El ave volvió a emitir su lamento una vez más.

“Meyó”, gritaba. Nadie dijo nada. ¿Qué podíamos decir?

Entonces Olla dijo:

—Quiere entrar, Bud.

—Pues no puede entrar —dijo Bud—. Por si no te habías dado cuenta, tenemos visitas. Estas personas no quieren ver a un viejo pajarraco en la casa. ¡Ese pájaro apestoso y tus viejos dientes! ¿Qué van a decir estas personas? —Meneó la cabeza. Se rió. Todos nos reímos. Fran se rió con nosotros.

—No apesta, Bud —dijo Olla—. ¿Qué te pasa? Joey te cae bien. ¿Desde cuándo empezaste a llamarlo pájaro apestoso?

—Desde esa vez que se cagó en la alfombra —dijo Bud—. Perdón por hablar en francés  —le dijo a Fran—. Pero les juro que a veces me dan ganas de retorcerle el pescuezo a ese pajarraco. Ni siquiera vale la pena matarlo, ¿verdad, Olla? A veces me despierta a medianoche con su grito. No vale ni un centavo, ¿verdad, Olla?

Olla meneó la cabeza ante las tonterías que Bud estaba diciendo. Movió unas cuantas habas en su plato.

—En primer lugar, ¿cómo consiguieron un pavo­rreal? —Fran quería saber.

Olla alzó la vista de su plato. Dijo:

—Siempre soñé con tener un pavorreal. Desde que era niña y vi una fotografía en una revista. Pensé que era lo más hermoso que había visto en mi vida. Recorté la foto y la colgué sobre mi cama. Guardé esa fotografía durante muchísimo tiempo. Después cuando Bud y yo nos mudamos a esta casa, vi mi oportunidad. Dije: “Bud, quiero un pavorreal”. Bud pensó que era una buena idea.

—Finalmente pregunté por ahí —dijo Bud—. Oí hablar de un fulano que los criaba en el condado vecino. Los llamaba aves del paraíso —dijo golpeándose la frente con la mano—. Por Dios Santo que me conseguí una mujer con gustos caros. —Le sonrió a Olla.

—Bud —dijo Olla— sabes que eso no es cierto. Aparte de todo lo demás, Joey es un buen perro guardián —le dijo a Fran—. Con Joey no necesitamos perro guardián. Puede oír casi cualquier cosa.

—Si los tiempos se ponen difíciles, como es posible que suceda, pondré a Joey en la sartén —dijo Bud—. Con todo y plumas.

—¡Bud! No me hace ninguna gracia —dijo Olla—. Pero se rió y nuevamente pudimos echarle un buen vistazo a sus dientes.

De nuevo el bebé empezó a hacer ruido. Esta vez era un llanto en serio. Olla asentó su servilleta y se levantó de la mesa.

Bud dijo:

—Cuando no es una cosa es otra. Tráelo, Olla.

—Eso voy a hacer —dijo Olla y fue a traer al bebé.


El pavorreal volvió a lamentarse y se me erizaron los cabellos de la nuca. Miré a Fran. Levantó su servilleta y la asentó de nuevo. Miré hacia la ventana de la cocina. Afuera todo estaba oscuro. La ventana se hallaba abierta y había una alambrera en el marco. Creí escuchar al ave en el pórtico.

Fran se volvió hacia el corredor. Estaba esperando a que salieran Olla y el bebé.

Al poco rato Olla regresó con él. Miré al bebé y respiré hondo. Olla se sentó a la mesa con el bebé. Lo sostenía por debajo de los brazos de manera que pudiera pararse sobre su regazo y nos diera la cara. Olla miró a Fran y después a mí. Ahora no se estaba sonrojando. Esperó a que uno de los dos hiciera algún comentario.

—¡Ah! —dijo Fran.

—¿Qué te sucede? —dijo Olla rápidamente.

—Nada —dijo Fran—. Creo que vi algo en la ventana. Creo que vi un murciélago.

—Por aquí no hay murciélagos —dijo Olla.

—A lo mejor era una polilla —dijo Fran—. Era algo. Bueno —dijo— qué lindo está tu bebé.

Bud estaba viendo al bebé. Después miró a Fran. Se recargó sobre las patas traseras de su silla y asintió con la cabeza. Volvió a asentir y dijo,

—Está bien, no se preocupen. Sabemos que por ahora no ganaría ningún concurso de belleza. No se parece a Clark Gable. Pero denle tiempo. Saben, con suerte se va a parecer a su papá cuando crezca.

El bebé estaba parado contra el regazo de Olla, mirando la mesa y a nosotros. Olla había puesto sus manos en la cintura del bebé, de manera que pudiese mecerse sobre sus rollizas piernas. Sin ninguna excepción, era el bebé más feo que había visto en mi vida. Era tan horrible que no podía decir nada. Ninguna palabra salía de mi boca. No quiero decir que el bebé estuviera enfermo o desfigurado. Nada de eso. Solamente era horrendo. Tenía una gran cara roja, ojos saltones, frente ancha y labios muy gruesos. En vez de cuello tenía tres o cuatro papadas gordas. Sus papadas se enrollaban hasta debajo de las orejas que salían disparadas de su cabeza calva. La grasa le colgaba de las muñecas. Sus brazos y sus dedos eran gordos. Decir que era feo equivalía a elogiarlo.


El bebé feo hacía ruido y brincaba contra el regazo de su madre. Dejó de brincar. Se inclinó hacia adelante y trató de agarrar el plato de Olla con su mano gorda.

He visto muchos bebés. Entre mi infancia y mi adolescencia mis dos hermanos tuvieron seis bebés en total. Cuando era niño casi siempre estaba con bebés. He visto muchos bebés en tiendas y todo eso. Pero este bebé les ganaba a todos. Fran también se le quedó viendo. Supongo que tampoco sabía qué decir.

—Es un muchachote, ¿verdad? —dije.

Bud dijo:

—Por Dios que dentro de poco va a ser futbolista. De seguro que en esta casa no le faltará alimento.

Como para cerciorarse de esto, Olla hundió su tenedor en los camotes y lo llevó hasta la boca del bebé.

—¿Quién es mi bebecito? —le dijo a la cosa gorda, ignorándonos.

El bebé se inclinó y abrió la boca para recibir el camote. Alcanzó el tenedor de Olla a medida que ella guiaba el camote hacia su boca, y luego lo afianzó. El bebé masticó y se meció un poco más contra el regazo de Olla. Tenía ojos tan saltones que parecía conectado a algo.

Fran dijo:

—Qué bebé, Olla.

El bebé arrugó la cara. Empezó a protestar de nuevo.

—Deja que entre Joey —Olla le dijo a Bud.

Bud dejó que las patas de su silla bajaran al piso.

—Creo que al menos deberíamos preguntarles a estas personas si no tienen inconveniente —dijo Bud.

Olla se volvió a ver a Fran y después a mí. Se había sonrojado de nuevo. El bebé seguía cabriolándose y retorciéndose en el regazo de Olla para bajarse.

—Somos amigos —dije—. Como ustedes gusten.

Bud dijo:

—A lo mejor no les gusta que un viejo pajarraco como Joey entre en la casa. ¿No se te ha ocurrido, Olla?

—¿Les importa, amigos? —nos dijo Olla—. ¿Les importa que entre Joey? Esta noche las cosas no andan muy bien con ese pájaro. Con el bebé tampoco, creo. Está acostumbrado a que Joey entre y juegue un poquito con él antes de acostarse. Ninguno de los dos está tranquilo esta noche.

—A nosotros no nos preguntes —dijo Fran—. A mí no me importa que entre. Nunca he estado cerca de un pavorreal. Pero no me importa. —Me miró. Supongo que quería oírme decir algo.

—Claro que no —dije—. Déjenlo entrar. —Tomé mi vaso y me acabé la leche.

Bud se levantó de su silla. Fue hacia la puerta y la abrió. Encendió las luces del patio.

—¿Cómo se llama tu bebé? —Fran quería saber.

—Harold —respondió Olla. Le dio a Harold un poco más de camote de su plato—. Es muy vivo. Es un águila. Siempre sabe lo que uno le está diciendo. ¿Verdad, Harold? Espera a que tengas tu bebé, Fran. Ya verás.

Fran sólo se quedó mirándola. Escuché la puerta abrirse y volverse a cerrar.

—Vaya que si es listo —dijo Bud mientras regresaba a la cocina—. Se parece al papá de Olla. Ése sí que era vivo.


Me volví a ver atrás de Bud y pude ver que el pavorreal estaba rezagado en la sala, volviendo su cabeza para uno y otro lado, como si fuera un espejo de mano. Se sacudió y el sonido que produjo fue como el de alguien que estuviera barajando unos naipes en la otra habitación.

Avanzó un paso. Después otro.

—¿Puedo cargar al bebé? —preguntó Fran. Lo dijo como si Olla fuera a hacerle un favor al permitírselo.

Olla le paso al bebé por encima de la mesa.

Fran trató de que el bebé se quedara en su regazo. Pero el bebé comenzó a retorcerse y a hacer sus ruidos.

—Harold —le dijo Fran.

Olla observaba a Fran con el bebé. Dijo:

—Cuando el abuelito de Harold tenía dieciséis años, se propuso leer la enciclopedia de la A a la Z. Y lo hizo. Terminó cuando tenía veinte años. Justo antes de conocer a mi mamá.

—¿Dónde está él ahora? —pregunté—. ¿A qué se dedica?

Quería saber qué había pasado con un hombre capaz de fijarse una meta como ésa.

—Murió —dijo Olla.

Estaba vigilando a Fran que a esas alturas tenía al bebé recostado sobre sus rodillas. Fran le hizo cariñitos al bebé bajo una de sus papadas. Le empezó a balbucear.

—Trabajaba en el bosque —dijo Bud—. Los taladores le dejaron caer un árbol encima.

—Mi mamá recibió algo del seguro —dijo Olla—. Pero se lo gastó. Bud le manda algo cada mes.

—No es gran cosa —dijo Bud—. No tenemos mucho. Pero es la mamá de Olla.

Para entonces el pavorreal se había envalentonado y empezaba a moverse lentamente hacia la cocina, sacudiéndose con un ligero vaivén. Mantenía la cabeza erguida pero en ángulo, y sus ojos rojos estaban fijos en nosotros. Su cresta, un mechoncito de plumas, estaba a unos cuantos centímetros sobre su cabeza. El plumaje de su cola estaba erguido. El ave se detuvo a unos cuantos metros de la mesa y nos revisó.

—No en balde los llaman aves del paraíso —dijo Bud.

Fran no levantó la mirada. Toda su atención se concentraba en el bebé. Había empezado a jugar manitas calientes con él, lo que agradó ligeramente al bebé. Bueno, cuando menos dejó de molestar.

Fran lo levantó hasta la altura de su cuello y le susurró algo al oído.

—No vayas a decirle a nadie lo que te dije —comentó Fran.

El bebé se le quedó mirando con sus ojos saltones. Después llenó su mano de bebé con el cabello rubio de Fran. El pavorreal se acercó más a la mesa. Nadie dijo nada. Sólo permanecimos sentados y quietos. El bebé vio el pavorreal. Soltó el cabello de Fran y se paró contra su regazo. Con sus dedos gordos señalaba al pavorreal. Brincaba haciendo ruidos.

El pavorreal dio la vuelta rápidamente a la mesa y fue hacia donde estaba el bebé. Talló su largo cuello contra las piernas del bebé. Metió su pico bajo la parte superior de la piyama del bebé y movió su cabeza rígida para adelante y para atrás. El bebé reía y pataleaba. Poniéndose rápidamente de espaldas, el bebé logró bajarse de las piernas de Fran. El pavorreal continuaba embistiendo al bebé, como si estuvieran jugando. Fran sostenía al bebé contra sus piernas mientras el bebé se estiraba hacia adelante.

—Sencillamente no puedo creerlo —dijo Fran.

—Lo que pasa es que este pavorreal está loco —dijo Bud—. El maldito pájaro no sabe que es un pájaro; ése es su gran problema.

Olla sonrió y mostró sus dientes de nuevo. Se volvió a ver a Bud. Bud retiró su silla de la mesa y asintió.

Era un bebé horrible. Pero, por lo que vi, parecía no importarles mucho a Bud y a Olla. O si les importaba quizá simplemente pensaron; muy bien, es un bebé feo. Es nuestro bebé. Y ésta es sólo una etapa. Muy pronto vendrá otra etapa. Hay esta etapa y luego viene otra etapa. A la larga todo va a estar bien, una vez que hayamos pasado por todas las etapas. A lo mejor pensaron algo así.

Bud tomó al bebé y lo meció sobre su cabeza hasta que Harold gritó. El pavorreal encrespó sus plumas y observó.

Fran volvió a menear la cabeza. Alisó su vestido en el lugar donde había estado el bebé. Olla levantó su tenedor para ensartar las habas en su plato.

Bud pasó al bebé a su cadera y dijo:

—Faltan el pastel y el café.

Aquella noche en casa de Bud y Olla había sido especial. Yo sabía que había sido especial. Aquella noche me sentí bien acerca de casi todo en mi vida. Me moría de ganas de estar a solas con Fran para decirle lo que estaba pensando. Aquella noche pedí un deseo. Sentado allí en la mesa, cerré los ojos un minuto y pensé con todas mis fuerzas. Lo que pedí fue nunca olvidar o dejar ir aquella noche. Ese fue un deseo que sí se me cumplió. Y me cayó de malas el que se me cumpliera. Pero, desde luego, en ese momento no podía saberlo.

—¿En qué estás pensando, Jack? —me preguntó Bud.

—Sólo estoy pensando —le dije con una sonrisa.

—¿En qué? —dijo Olla—: ¿En la inmortalidad del cangrejo?

Sonreí otro poco y meneé la cabeza.


Aquella noche cuando regresamos de casa de Bud y Olla y estábamos bajo las sábanas, Fran me dijo:

—Amor, cólmame con tu semilla.

Cuando dijo eso, la escuché hasta la punta de mis pies, y grité y me dejé ir.

Más tarde, cuando las cosas habían cambiado entre nosotros, había llegado el niño y todo eso, Fran vería aquella noche como el inicio del cambio. Pero está equivocada. El cambio vino después; y cuando vino era como algo que le estuviera pasando a otra gente, no como algo que nos hubiera podido pasar a nosotros.

—Malditas sean esas personas y su horrible bebé —decía Fran, sin ninguna razón aparente, mientras veíamos la televisión en la noche.

—Y ese pajarraco apestoso. Por Dios, ¡quién lo necesita!

Dice mucho este tipo de cosas, aunque no ha vuelto a ver a Bud ni a Olla desde esa única vez.

Fran ya no trabaja en la cremería y hace tiempo se cortó el cabello. Se ha puesto gorda también. No decimos nada al respecto. ¿Qué podríamos decir?

Sigo viendo a Bud en la planta. Trabajamos juntos y juntos abrimos nuestras loncheras. Si le pregunto me habla de Olla y de Harold. Joey quedó fuera del panorama. Una noche voló a su árbol y ese fue su fin. No volvió a bajar. Quizá fue la edad, dice Bud. Después los búhos se encargaron de él. Bud se encoge de hombros. Se come su sándwich y dice que algún día Harold va a ser defensor de línea.

—Deberías ver a ese niño —dice Bud.

Yo asiento con la cabeza. Todavía somos amigos. Eso no ha cambiado. Pero tengo cuidado con lo que le digo. Y sé que él se da cuenta y desearía que fuera de otro modo. Yo también.

Una vez cada mil años me pregunta por mi familia. Cuando lo hace le digo que todos están bien.

—Todos están bien —le digo.

Cierro mi lonchera y saco mis cigarros. Bud asiente y bebe traguitos de café. La verdad es que mi niño tiene cierta tendencia confabulatoria. Pero no lo menciono. Ni siquiera a su madre. Especialmente no a ella. La verdad es que ella y yo hablamos cada vez menos. Vemos la televisión casi todo el tiempo. Pero recuerdo aquella noche. Recuerdo la manera en que el pavorreal recogió sus patas grises y avanzó poco a poco alrededor de la mesa. Y después mi amigo y su mujer diciéndonos buenas noches en el pórtico. Olla dándole unas plumas de pavorreal a Fran para que se las llevara a casa. Recuerdo a todos estrechándonos las manos, abrazándonos, diciendo cosas. Cuando partimos Fran se sentó a mi lado en el coche. A todo lo largo del trayecto conservó su mano en mi pierna. Así fue como regresamos de casa de mi amigo.


El encargo

 

Chéjov. La tarde del 22 de marzo de 1897 cenó en Moscú con su amigo y confidente Alexei Suvorin. Este Suvorin era un acaudalado editor de libros y periódicos, un reaccionario, hijo de sus propias obras y de un soldado raso que combatió en la batalla de Borodino. Como Chéjov, era nieto de un siervo. Ambos tenían en común la sangre campesina en sus venas. Por lo demás, política y temperamentalmente, se hallaban muy distanciados. No obstante, Suvorin era uno de los pocos amigos íntimos de Chéjov y Chéjov disfrutaba de su compañía.

Naturalmente, fueron al mejor restaurante de la ciudad: un antiguo palacio llamado L’Hermitage —un sitio donde llegar al final de una comida de diez platillos podía llevar horas, incluso la mitad de la noche, y desde luego incluía varios tipos de vinos, licores y café—. Como siempre, Chéjov iba impecablemente vestido: traje y chaleco oscuros y sus quevedos de costumbre. Esa noche lucía tal y como se le ve en las fotos de aquella época. Se sentía relajado, jovial. Estrechó la mano del maître y con una sola mirada abarcó el comedor. Estaba muy iluminado con candelabros floridos y ocupaban las mesas hombres y mujeres elegantes. Los meseros iban y venían sin cesar. Apenas lo habían conducido hasta su asiento frente a Suvorin cuando, de pronto, por la boca le empezó a salir sangre a borbotones. Suvorin y dos meseros lo llevaron hasta el baño e intentaron restañar el flujo de sangre con bolsas de hielo. Suvorin lo acompañó hasta el hotel y ordenó que le prepararan a Chéjov una cama en una de las habitaciones de la suite. Más tarde, después de otra hemorragia, Chéjov accedió a que lo condujeran a una clínica especializada en el tratamiento de la tuberculosis y otras infecciones respiratorias. Cuando Suvorin fue a visitarlo, Chéjov se disculpó por el “escándalo” que había causado en el “Hermitage” tres días antes, pero insistió en que no se trataba de nada serio. “Se rió y bromeó como de costumbre, mientras escupía sangre en una gran palangana”, escribió Suvorin en su diario.

Durante los últimos días de marzo, María, la hermana menor de Chéjov, fue a visitarlo a la clínica. El clima era espantoso; había una nevisca y montones de nieve por todas partes. Resultaba difícil conseguir un carruaje que la llevara hasta el hospital. Para cuando logró llegar la invadían el pavor y la ansiedad.

“Antón Pavlovich yacía boca arriba”, anotó María en sus Memorias. Tenía prohibido hablar. Después de saludarlo me dirigí a la mesa para ocultar mi estado de ánimo. Allí, entre botellas de champaña, frascos de caviar y ramos de flores enviados por sus amigos, María vio algo que la aterró: un esquema de los pulmones de Chéjov, ejecutado, evidentemente, por un especialista. Era la clase de boceto que hace un doctor para mostrarle a su paciente lo que piensa que está sucediendo. Los pulmones estaban delineados en azul, pero las partes superiores en rojo. “Me di cuenta de que estaban enfermas”, escribió María.

Otro de los visitantes fue León Tolstoi. El personal de la clínica estaba pasmado de encontrarse ante la presencia del más grande escritor del país. ¿El hombre más famoso de Rusia? Por supuesto debían permitirle ver a Chéjov, aun cuando estaban prohibidas las visitas “no esenciales”. Con gran servilismo por parte de médicos y enfermeras, el hombre barbado de apariencia feroz fue conducido hasta el cuarto de Chéjov. A pesar de la mala opinión que tenía sobre las habilidades de éste como dramaturgo (Tolstoi sentía que las obras de Chéjov eran estáticas y carecían de la mínima visión moral. “¿A dónde conducen tus personajes?”, alguna vez le preguntó a Chéjov. “Del sofá al tugurio y de regreso”) a Tolstoi le agradaban los cuentos de Chéjov y, además, sencillamente, lo estimaba. “¡Qué hombre más hermoso y magnífico: modesto y callado como una niña! ¡Es maravilloso!”, le comentó alguna vez a Gorki. Y Tolstoi escribió en su diario (en esa época todo el mundo tenía un diario o un cuaderno de apuntes): “Me alegro de querer… a Chéjov”.

Tolstoi se quitó su bufanda de lana, su abrigo de piel de oso y se colocó en una silla junto a la cama de Chéjov. Importaba poco el que Chéjov estuviera tomando medicinas y le hubiesen prohibido hablar, ya no digamos sostener una conversación. Asombrado, tuvo que escuchar mientras el Conde empezaba a disertar sobre sus teorías acerca de la inmortalidad del alma. De esa visita Chéjov escribió después: “Tolstoi supone que todos (humanos y animales por igual) sobreviviremos encarnados en un principio (como la razón o el amor) cuya esencia y objetivos son un misterio para nosotros. Esa clase de inmortalidad me resulta inservible. No la comprendo, y Lev Nikolaievich se asombró de que no la entendiera”.

Sin embargo, Chéjov estaba impresionado por el cariño que Tolstoi había mostrado durante su visita. Pero, a diferencia de él, Chéjov no creía, y jamás lo había hecho, en la vida después de la muerte. No creía en nada que uno o más de sus cinco sentidos no pudieran captar. Y en lo que se refiere a su perspectiva acerca de la vida y la escritura, Chéjov comentó alguna vez que él no tenía “una visión política, religiosa o filosófica del mundo. La cambio cada mes, así es que tendré que limitarme a la descripción de cómo mis personajes aman, se casan, procrean, mueren y hablan”.

En otra época, antes de que le diagnosticaran la tuberculosis, Chéjov había dicho: “Cuando un campesino está enfermo de consunción, dice: ‛No hay nada que hacer. Me iré con el deshielo de la primavera’”. (Chéjov murió en el verano durante una onda cálida.) Pero una vez diagnosticada la enfermedad siempre trató de minimizar la seriedad de su estado. Era evidente que hasta el final sintió que era capaz de deshacerse de la tuberculosis como si se tratara de un catarro prolongado. Hasta sus últimos días habló con la aparente convicción de que era posible una mejoría. En una carta que escribió poco antes de su muerte se atrevió a decirle a su hermana que estaba engordando y que se sentía mucho mejor desde que estaba en Badenweiler.

Badenweiler es un balneario cerca de Basilea, al occidente de la Selva Negra. Los Vosgos pueden verse desde casi cualquier punto de la ciudad y en aquellos días el aire era puro y vigorizante. Los rusos siempre habían ido allí a curarse en los baños termales y a pasear en los bulevares. En junio de 1904 Chéjov fue allí para morir.

A principios de ese mes, Chéjov había realizado un difícil viaje por tren de Moscú a Berlín. Viajaba con su esposa, la actriz Olga Knipper, a quien había conocido en 1898 durante los ensayos de La gaviota. Sus contemporáneos la describen como una excelente actriz; talentosa, bella y casi diez años menor que el dramaturgo. Chéjov se había sentido de inmediato atraído hacia ella, pero actuaba con demasiada reserva. Como siempre, prefería el coqueteo al matrimonio. Por fin, después de un cortejo de tres años que incluyó múltiples separaciones, muchas cartas y los inevitables malentendidos, contrajeron matrimonio en una ceremonia privada en Moscú, el 25 de mayo de 1901. Chéjov estaba inmensamente feliz. Llamaba a Olga su “pony” y a veces “perrita” o “cachorrita”. También le gustaba llamarla “pavita” o, simplemente, “mi dicha”.

En Berlín, Chéjov consultó al doctor Karl Edward, un famoso especialista en enfermedades pulmonares. Pero, según un testigo, después de examinar a Chéjov, el doctor alzó los brazos y salió de la habitación sin decir palabra. Su enfermedad estaba demasiado avanzada para ayudarlo: el doctor Edward se sentía furioso consigo mismo por no poder obrar milagros y con Chéjov por estar tan enfermo.

De casualidad un periodista ruso visitó a los Chéjov en su hotel y le envió este despacho a su director: “Los días de Chéjov están contados. Se le ve enfermo de muerte. Tose continuamente, al menor movimiento le falta el resuello y tiene mucha fiebre”. El mismo periodista acompañó a los Chéjov cuando partieron a la estación Postdam para abordar el tren a Badenweiler. Según su recuento: “Chéjov tuvo problemas para subir la escalera de la estación. Se vio obligado a sentarse durante varios minutos para recuperar el aliento”. De hecho, moverse le resultaba doloroso: las piernas y las entrañas le dolían. La tuberculosis le había atacado el intestino y la columna vertebral. En ese momento le quedaba menos de un mes de vida. Entonces, según Olga, cuando Chéjov hablaba de su estado lo hacía “con una indiferencia casi temeraria”.

El doctor Schwöhrer era uno de los muchos médicos que se ganaban una buena vida atendiendo a la gente acaudalada que iba al balneario en busca de un remedio para sus numerosas enfermedades. Algunos de sus pacientes estaban de verdad enfermos y llenos de achaques; otros sólo eran viejos e hipocondríacos. Pero el de Chéjov era un caso especial: resultaba evidente que era un paciente desahuciado y en sus últimos días. Además, era muy famoso. Hasta el doctor Schwöhrer lo conocía: había leído algunos de sus cuentos en una revista alemana. Cuando examinó al escritor en los primeros días de junio, le expresó la admiración que sentía hacia su arte, pero se reservó sus opiniones médicas. En vez de eso, le recetó una dieta a base de chocolate, avena bañada en mantequilla y té de fresa para que lo ayudara a dormir.

El 13 de junio, menos de tres semanas antes de su muerte, Chéjov le escribió a su madre para decirle que su salud estaba mejorando. “Es probable que en una semana esté completamente restablecido.” Quién sabe por qué lo dijo. ¿En qué estaría pensando? Él era médico y sabía bien cuál era la gravedad de su condición. Se estaba muriendo. Era tan simple e inevitable como eso. Sin embargo, se sentó en el balcón de su cuarto de hotel a leer horarios de trenes. Solicitaba informes acerca de los barcos que zarpaban con destino a Odesa desde Marsella. Pero lo sabía. A esas alturas por fuerza lo sabía. Y a pesar de todo, en una de las últimas cartas que escribió le dijo a su hermana que estaba más fuerte cada día.

Ya no tenía apetito para el trabajo literario, lo había perdido tiempo atrás. Incluso, el año anterior había estado a punto de abandonar El jardín de los cerezos. Escribir esa obra había sido lo más difícil de su vida. Hacia el final, sólo había escrito seis o siete líneas al día. “He comenzado a desanimarme”, escribió a Olga. “Siento que estoy acabado como escritor y cada oración me parece vacía y sin objeto.” Pero no se detuvo. En octubre de 1903 terminó la obra. Fue lo último que escribió, a excepción de cartas y algunas anotaciones en su cuaderno.

El 2 de julio de 1904, poco después de medianoche, Olga mandó a llamar al doctor Schwöhrer. Era una emergencia: Chéjov estaba delirando. Por casualidad dos jóvenes vacacionistas rusos ocupaban la habitación contigua, y Olga corrió a su cuarto para explicarles lo que sucedía. Uno de los jóvenes estaba dormido en su cama, pero el otro leía y fumaba un cigarrillo. De inmediato abandonó el hotel para ir en busca del doctor Schwöhrer. “Todavía puedo escuchar el sonido de la grava bajos sus zapatos, en medio del silencio de aquella sofocante noche de julio”, Olga anotó más tarde en sus memorias. Chéjov sufría alucinaciones, hablaba de marineros y algo decía de los japoneses. Cuando Olga trató de ponerle una bolsa de hielo en el pecho, Chéjov le dijo: “No se pone hielo sobre un estómago vacío”.

El doctor Schwöhrer llegó y desempacó su maletín, sin apartar la vista de Chéjov que jadeaba en la cama. Las pupilas del enfermo estaban dilatadas y el sudor brillaba en sus sienes. El rostro del doctor Schwöhrer no se alteró. No era un hombre sentimental pero sabía que el fin de Chéjov se acercaba. Aun así, era un médico y había jurado hacer todo lo posible, y Chéjov se aferraba a la vida, aunque con fragilidad. El doctor Schwöhrer preparó una aguja hipodérmica y le puso una inyección de alcanfor, supuestamente para acelerarle el corazón. Pero la inyección no sirvió —nada, desde luego, hubiera surtido efecto—. Sin embargo, el doctor le avisó a Olga que tenía intención de mandar a traer oxígeno. De repente, Chéjov se levantó, recuperó su lucidez, y dijo calladamente: “¿Qué caso tiene? Para cuando llegue seré un cadáver.”

El doctor Schwöhrer se atusó el mostacho y se quedó mirando a Chéjov. Las mejillas del escritor estaban hundidas y grises, su cara parecía de cera; respiraba con dificultad. El doctor Schwöhrer sabía que tal vez sólo le quedaban unos cuantos minutos. Sin decir una palabra ni consultarle a Olga, se dirigió hacia una alcoba donde había un teléfono de pared. Leyó las instrucciones para usar el aparato. Si apretaba un botón y daba vuelta a la manivela que estaba al lado del teléfono, podía comunicarse con el sótano del hotel donde estaba la cocina. Levantó el auricular, lo acercó a su oído y siguió las instrucciones. Cuando por fin alguien contestó, el doctor Schwöhrer ordenó una botella de la mejor champaña que hubiera en el hotel. “¿Cuántas copas?”, le preguntaron. “¡Tres!”, gritó en el auricular. “Y dese prisa, ¿entiende?” Fue uno de esos extraños momentos de inspiración que más tarde pueden pasarse por alto con facilidad, porque la acción es tan apropiada que parece inevitable.

Un joven rubio de aspecto cansado y cabello hirsuto llevó la champaña hasta la puerta. Los pantalones de su uniforme estaban arrugados, la raya había desaparecido, y en su premura se había saltado un ojal al abotonarse la chaqueta. Tenía la apariencia de alguien que hubiera estado descansando (tirado en una silla o durmiendo un poco, por decir algo), cuando en la distancia el teléfono había soltado su estruendo en las primeras horas de la mañana —¡Por Dios Santo!— y cuando se dio cuenta un superior lo estaba despertando para decirle que llevara una botella de Moét a la habitación 211.

“Y dése prisa, ¿entiende?”

El joven entró en la habitación cargando una cubeta de plata con la champaña y una bandeja también de plata con tres copas de cristal cortado. Encontró un lugar en la mesa para la cubeta y las copas, mientras estiraba todo el tiempo el cuello para atisbar qué había en la otra habitación, donde alguien jadeaba desesperadamente. Era un sonido terrible, horripilante. El joven inclinó la cabeza y se alejó cuando empeoró aquella respiración áspera. En un momento de distracción se asomó por la ventana abierta hacia la ciudad oscurecida. Entonces aquel hombre grande e imponente le puso algunas monedas en la mano —una buena propina por lo que podía sentir— y de repente vio la puerta abierta. Dio algunos pasos y se encontró en el descanso de la escalera, donde abrió la mano y vio con asombro las monedas.

Metódicamente, como lo hacía todo, el doctor se abocó a la tarea de descorchar la botella. Lo hizo de forma que se minimizara la festiva explosión de la champaña. Sirvió tres copas y, por hábito, volvió a colocar el corcho en la botella. Después llevó las copas de champaña a la cama. Por un momento Olga soltó la mano de Chéjov —una mano que le quemaba los dedos, como diría después—, y le acomodó otra almohada para que apoyara la cabeza. Puso la refrescante champaña contra la palma de Chéjov y se aseguró de que sus dedos se cerraran alrededor del pie de la copa. Chéjov, Olga, el doctor Schwöhrer intercambiaron miradas. No chocaron las copas. No hubo ningún brindis. ¿Por qué brindar? ¿Por la muerte? Chéjov hizo acopio de fuerza y dijo: “Hacía tanto tiempo que no tomaba champaña”. Se llevó la copa a los labios y bebió. Uno o dos minutos después Olga tomó la copa vacía de su mano y la puso en el buró. Entonces Chéjov se volvió. Cerró los ojos y suspiró. Un minuto después dejó de respirar.

El doctor Schwöhrer levantó de la sábana la mano de Chéjov. Le tomó la muñeca entre sus dedos y sacó del bolsillo de su chaleco un reloj de oro y levantó la tapa de la carátula. El minutero se movía despacio, muy despacio. Dejó que recorriera tres veces el reloj mientras esperaba algún indicio del pulso. Eran las tres de la mañana y la habitación todavía resultaba sofocante. Badenweiler sufría la peor onda cálida en muchos años. Todas las ventanas de las dos habitaciones estaban abiertas pero no soplaba ni la menor brisa. Una gran polilla de alas negras entró por la ventana y chocó violentamente contra la lámpara eléctrica. El doctor Schwöhrer soltó la muñeca de Chéjov. “Se acabó”, dijo. Cerró la tapa de su reloj y lo volvió a guardar en el bolsillo de su chaleco.

De inmediato Olga se secó las lágrimas y trató de recuperar la compostura. Le dio las gracias al doctor por haber ido. Él le preguntó si no quería alguna medicina —láudano quizá, o unas gotas de valeriana—. Ella negó con la cabeza. En cambio, tenía una petición que hacerle: antes de que las autoridades fueran notificadas y los periódicos se enteraran, antes de que llegase el momento en que Chéjov dejara de estar a su cuidado, quería estar a solas con él durante un rato. “¿Podría ayudarla en eso?” ¿Podía silenciar, aunque fuera un rato, lo que acababa de ocurrir?

El doctor Schwöhrer se acarició el mostacho con un dedo. Por supuesto. Después de todo, ¿qué diferencia habría en que el asunto se conociera en ese momento o unas horas después? El único detalle que quedaba por resolver era llenar el certificado de defunción, y esto podía hacerse en la mañana, más tarde, después de que él hubiera dormido unas horas. El doctor Schwöhrer asintió y se preparó para marcharse. “Un honor”, dijo el doctor Schwöhrer. Recogió su maletín y abandonó la habitación y, con ello, las páginas de la historia.

En ese momento saltó el corcho de la botella de champaña y la espuma se derramó en la mesa. Olga volvió al lado de Chéjov. Estaba sentada en un taburete, tomando su mano, y de vez en cuando le acariciaba la cara. “No había voces humanas, ni ruidos cotidianos”, escribió. “Sólo había belleza, paz, y la magnificencia de la muerte.”

Permaneció con Chéjov hasta el amanecer cuando los zorzales empezaron a cantar en el jardín de abajo. Entonces empezó el ruido del acomodo de sillas y mesas. Al poco tiempo, oyó voces. En ese momento tocaron a la puerta. Desde luego pensó que era algún funcionario —el médico forense, o alguien de la policía que tenía algunas preguntas que hacerle y unos formularios para llenar, o tal vez, sólo tal vez, podría ser el mismo doctor Schwöhrer que regresaba con un embalsamador para que lo ayudara a preparar y transportar a Rusia los restos de Chéjov.

Pero, en vez de esto, era el mismo joven rubio que había traído la champaña unas horas antes. Esta vez, sin embargo, los pantalones de su uniforme estaban planchados, la raya bien marcada al frente, y todos los botones de su ceñida chaqueta estaban abrochados. Parecía otra persona. No sólo estaba bien despierto sino que sus mejillas regordetas se hallaban bien afeitadas, su cabello peinado, y parecía deseoso de ayudar. Llevaba un florero de porcelana con tres rosas amarillas de tallos largos. Se las presentó a Olga con un elegante entrechocar de tacones. Ella se hizo a un lado para dejarlo entrar en la habitación. Sí, dijo, estaba allí para recoger las copas, la cubeta y la bandeja. Pero también quería decirle que, debido al calor extremo, esa mañana el desayuno se serviría en el jardín. Esperaba que el clima no fuera demasiado molesto y se disculpó.

La mujer parecía aturdida. Mientras él hablaba, ella se volvió a ver algo en la alfombra. Cruzó los brazos y se agarró los codos. Mientras tanto, el joven examinó los detalles de la habitación, aún con el florero en la mano, esperando alguna señal. A través de las ventanas, el sol resplandeciente bañaba la alcoba. El cuarto estaba en orden y parecía inalterado, casi intacto. No había ropa sobre las sillas, ni se podían ver maletas abiertas ni zapatos, calcetines o tirantes. En resumen, no había desorden: nada excepto los pesados muebles de hotel. Entonces, como la mujer seguía mirando al piso, él miró también, y de inmediato descubrió un corcho cerca de su zapato. La mujer no lo vio, estaba mirando hacia otra parte. El joven quería agacharse a recogerlo, pero aún sostenía las rosas y no quería llamar la atención para no parecer entrometido. De mala gana dejó el corcho donde estaba y levantó la vista. Todo estaba en orden a no ser por la media botella de champaña destapada que se hallaba en la mesita, junto a las dos copas. A través de una puerta abierta pudo ver la tercera copa que estaba en el buró de la recámara. ¡Pero alguien ocupaba aún la cama! No podía ver ningún rostro, pero la figura bajo las sábanas yacía inmóvil y en perfecto silencio. Vio la figura y desvió la mirada. Entonces, por una razón que no podía comprender, una sensación de incomodidad se apoderó de él. Carraspeó y apoyó su peso en la otra pierna. La mujer aún no levantaba la vista ni rompía su silencio. El joven sintió que sus mejillas se ruborizaban. Se le ocurrió, sin que lo hubiera pensado bien, que tal vez debía sugerir otra alternativa al desayuno en el jardín. Tosió con la esperanza de que la mujer reparara en él, pero no lo vio. Los distinguidos huéspedes extranjeros, dijo, podían tomar el desayuno en sus habitaciones si así lo deseaban. El joven (su nombre no ha sobrevivido, pero es probable que haya muerto en la Gran Guerra) dijo que con gusto subiría una bandeja. Dos bandejas, añadió, mirando incierto, una vez más, en dirección a la recámara.

Guardó silencio y recorrió con un dedo el interior del cuello de su camisa. No comprendía. Ni siquiera estaba seguro de que la mujer lo hubiera escuchado. Ahora no sabía qué hacer; aún sostenía el florero. El dulce aroma de las rosas llenó sus fosas nasales e inexplicablemente sintió un súbito arrepentimiento. Durante todo el tiempo que había esperado, la mujer parecía inmersa en sus pensamientos. Era como si todo el tiempo que había estado allí, de pie, hablando, balanceando su peso, sosteniendo las flores, ella hubiera estado en algún otro lugar, lejos de Badenweiler. Pero en ese momento volvió en sí y su cara asumió una expresión distinta. Alzó los ojos, lo miró, y después negó con la cabeza. Parecía que luchaba para entender qué demonios estaba haciendo ese joven en la habitación sosteniendo un florero con tres rosas amarillas. ¿Flores? Ella no había pedido flores.

El momento pasó. Olga se dirigió a donde estaba su bolsa y sacó algunas monedas. También unos billetes. El joven se pasó la lengua por los labios; estaba a punto de recibir otra buena propina pero, ¿por qué? ¿Qué esperaba Olga de él? Nunca había atendido a huéspedes como estos. Carraspeó una vez más.

No querían desayuno, dijo la mujer. Aún no, en todo caso. El desayuno no era lo más importante aquella mañana. Necesitaba algo más. Necesitaba que fuera a buscar a un embalsamador. ¿Entendía? Verá, Herr Chéjov ha muerto. ¿Comprenez-vous? ¿Sí, joven? Antón Chéjov había muerto. Ahora escúcheme con atención, le dijo. Ella quería que bajara a preguntarle a alguien en la administración adónde podía encontrar al embalsamador más prestigiado de toda la ciudad. Alguien confiable, dedicado a su trabajo y con modales propios para el caso. En resumen, un embalsamador digno de un gran artista. Tenga, le dijo, y le entregó el dinero. Dígales en la administración que deseo que sea usted el encargado de este servicio. ¿Me está escuchando? ¿Comprende lo que le estoy diciendo?

El joven se esforzaba por entender lo que ella decía. Prefirió no volver a mirar en dirección de la alcoba. Había intuido que algo no estaba bien. Advirtió que su corazón latía agitado bajo su chaqueta, y sintió cómo brotaba el sudor en su frente. No sabía hacia dónde mirar. Quería asentar el florero.

Por favor, hágame este encargo, le dijo la mujer. Lo recordaré con gratitud. Dígales en la administración que insisto. Dígales eso. Pero no llame la atención innecesariamente hacia usted o hacia la circunstancia. Sólo diga que es algo indispensable, que yo lo solicito —es todo. ¿Me escucha? Asienta con la cabeza si me comprende. Sobre todo, no provoque la alarma. Todo lo demás, la conmoción —llegará a su hora. Lo peor ya pasó. ¿Nos entendemos bien?

El joven había empalidecido. Estaba rígido, con el florero en la mano. Logró asentir con la cabeza. Después de obtener permiso para salir del hotel debía dirigirse, en silencio y con resolución, sin ninguna prisa exagerada, hacia donde se encontraba el embalsamador. Debía comportarse exactamente como si estuviera comprometido a realizar un encargo muy importante, y nada más. Estaba comprometido a realizar un encargo muy importante, le dijo ella. Y si eso servía para darle una mayor determinación a sus movimientos, debía imaginarse que era como alguien que lleva un florero de porcelana lleno de rosas por una calle congestionada para entregarlas a un hombre muy importante. (Ella hablaba en voz baja, casi de manera confidencial, como si él fuera un pariente o un amigo.) Incluso podía decirse a sí mismo que el hombre al que iba a buscar lo estaba esperando y esperaba las flores con impaciencia. Sin embargo, el joven no debía exaltarse ni correr sino ir a buen paso. ¡Recuerde el florero que lleva! Debía caminar con brío, comportándose en todo momento de la manera más digna posible. Debía seguir caminando hasta llegar a la funeraria y detenerse a la puerta. Entonces debía levantar la aldaba de latón y dejarla caer, una, dos, tres veces. El embalsamador en persona abriría la puerta en un momento.

Sin lugar a dudas, el embalsamador tendría alrededor de cuarenta, quizá cincuenta años —calvo, de complexión robusta, con lentes de armazón de acero colocados en la punta de la nariz—. Sería modesto, sin pretensiones, un hombre que sólo haría las preguntas más directas e indispensables. Un delantal. Probablemente llevaría un delantal. Hasta era posible que se estuviera limpiando las manos con una toalla oscura mientras escuchaba lo que se le decía, y el joven no debía preocuparse. Ya casi era un adulto y nada de esto debía asustarlo o repugnarle. El embalsamador lo escucharía hasta el final. Este embalsamador era un hombre discreto y de porte digno, alguien que podía aliviar, no acrecentar, los temores de las personas en una situación como ésta. Hacía mucho tiempo se había familiarizado con la muerte en todas sus formas y apariencias; la muerte ya no le reservaba ninguna sorpresa, ningún secreto oculto. Era éste el hombre cuyos servicios se requerían esta mañana.

El embalsamador toma el florero. Sólo una vez mientras el joven está hablando hay un destello de interés, o una mínima indicación de que ha escuchado algo fuera de lo ordinario. Pero la única vez que el joven menciona el nombre del difunto, el embalsamador levanta las cejas un poco. ¿Chéjov, dice usted? Espere un minuto, enseguida estaré con usted.

¿Comprende lo que le estoy diciendo?, le dijo Olga al joven. Deje las copas. No se preocupe por ellas. Olvídese de las copas y de todo lo demás. Deje el cuarto tal como está. Todo está listo ahora. Estamos listos. ¿Irá?

Pero en ese momento el joven pensaba en el corcho que todavía estaba cerca de su zapato. Para recuperarlo tendría que agacharse, con el florero aún en la mano. Lo haría. Se inclinó. Sin mirar hacia abajo, lo levantó y cerró el puño en torno del corcho.


El gordo

 

Estoy sentada tomando café y fumando en casa de mi amiga Rita y se lo estoy contando.

Esto es lo que le cuento.

Es ya tarde en un miércoles lento cuando Herb sienta al gordo en una mesa de mi sección.

Este gordo es la persona más gorda que he visto, aunque se ve pulcro y bien vestido. Todo en él es enorme. Pero lo que mejor recuerdo son sus dedos. Me doy cuenta por primera vez cuando me detengo en la mesa cercana a la suya para atender a la pareja de ancianos. Sus dedos son tres veces más grandes que los de una persona normal: largos, gruesos, cremosos.

Atiendo mis otras mesas, un grupo de cuatro hombres de negocios, muy exigentes: otro grupo de cuatro, tres hombres y una mujer, y esta pareja de ancianos. Leander le ha servido agua al gordo y, antes de ir a su mesa, le doy bastante tiempo para que se decida.

Buenas tardes, le digo, ¿qué le puedo servir?, le digo.

Era grande, de verdad grande, Rita.

Buenas tardes, dice. Hola. Sí, dice. Creo que estamos listos para ordenar, dice.

Tiene esta forma de hablar... extraña, tú sabes. Y cada rato produce un pequeño resoplido.

Creo que empezaremos con la ensalada César, dice. Y después un plato de sopa con pan y mantequilla extras, si me hace favor. Chuletas de cordero, creo, dice. Y papa al horno con crema agria. Luego veremos lo del postre. Muchas gracias, dice, y me entrega el menú.

Por Dios, Rita, ésos sí que eran dedos.

Me apresuro a llegar a la cocina y le entrego la orden a Rudy. La toma con una jeta que para qué te cuento. Ya conoces a Rudy. Rudy es así cuando trabaja.

En el momento en que salgo de la cocina, Margo —¿te conté de Margo? ¿La que persigue a Rudy?— Margo me dice, ¿quién es tu amigo el gordo? De veras que es un gordinflón.

Eso tiene que ver. Seguro tiene que ver.

Preparo la ensalada César en su mesa, él observa cada uno de mis movimientos a la vez que unta pedazos de pan con mantequilla y los pone a un lado, y todo el tiempo suelta ese resoplido. De todos modos, estoy tan nerviosa o lo que sea, que derramo su vaso de agua.

Lo siento muchísimo, le digo. Siempre sucede cuando una tiene prisa. Lo siento mucho, le digo. ¿Está usted bien?, le digo. Le diré al muchacho que limpie de inmediato, le digo.

No importa, dice. Está bien, dice, y resopla. No se preocupe, no hay cuidado, dice. Sonríe y hace una señal con la mano mientras me dirijo hacia donde está Leander, y cuando regreso a servirle la ensalada, veo que el gordo se ha comido todo su pan con mantequilla.

Poco después, cuando le traigo más pan, se ha terminado su ensalada. ¿Sabes de qué tamaño son esas ensaladas César?

Es usted muy amable, dice. El pan está maravilloso, dice.

Gracias, le digo.

Bueno, está muy rico, dice, lo decimos en serio. No siempre disfrutamos de un pan como éste, dice.

¿De dónde es usted?, le pregunto. No creo haberlo visto antes, le digo.

No es la clase de persona que puedes olvidar, agrega Rita.

De Denver, dice.

No digo nada más al respecto, aunque tengo curiosidad.

Su sopa estará lista en unos minutos, le digo, y me retiro a poner los toques finales a mi grupo de cuatro hombres de negocios, muy exigentes.

Cuando le sirvo su sopa, veo que el pan ha desaparecido otra vez. Justo se está metiendo el último pedazo de pan en la boca.

Créame, dice, no siempre comemos así, dice. Tendrá que disculparnos, dice.

Ni lo mencione, por favor, le digo. Me gusta ver a una persona que disfruta de la comida, le digo.

No lo sé, dice. Supongo que podría llamársele así. Y resopla. Se arregla la servilleta. Entonces levanta su cuchara.

¡Dios mío, qué gordo es!, dice Leander.

No puede evitarlo, digo, así es que mejor cállate.

Le pongo otra canasta de pan y más mantequilla. ¿Qué tal estaba la sopa?, le digo.

Gracias. Buena, dice. Muy buena, dice. Se limpia los labios y se da unos golpecitos ligeros en la barbilla. ¿Hace calor aquí, o es mi impresión?, dice.

No, hace calor aquí, le digo.

Tal vez nos quitemos el saco, dice.

Adelante, le digo. Una persona debe sentirse a gusto, le digo.

Es cierto, dice, eso es muy muy cierto, dice.

Pero un poquito más tarde veo que todavía tiene puesto el saco.

Se han ido los grupos numerosos y también la pareja de ancianos. El lugar se está vaciando. Pero cuando le sirvo sus chuletas de cordero y su papa al horno, junto con más pan y mantequilla, el gordo es el único que queda.

Le pongo muchísima crema agria a su papa. Rocío trochos de tocino y cebollines sobre su crema agria. Le traigo más pan y mantequilla.

¿Todo está bien?, le digo.

Muy bien, dice, y resopla. Excelente, gracias, dice, y resopla de nuevo.

Buen provecho, le digo. Destapo la azucarera y miro su interior. Él asiente y continúa mirándome hasta que me retiro.

Ahora sé que yo buscaba algo. Pero no sé qué.

¿Cómo va ese tonel de tripas? Te va a desgastar las piernas, dice Harriet. Ya conoces a Harriet.

De postre, le digo al gordo, tenemos el “Especial Linterna Verde”, que es un pudín con mermelada, o pastel de queso o helado de vainilla o nieve de piña.

¿No la estamos retrasando, o sí?, dice, y resopla con cara de preocupación.

En lo absoluto, le digo. Claro que no, le digo. Tómese su tiempo, le digo. Le traeré más café mientras se decide.

Vamos a ser sinceros con usted, dice. Y se mueve en el asiento. Quisiéramos el “Especial”, pero quizá también tomaremos un helado de vainilla. Con sólo una gota de salsa de chocolate, si me hace favor. Le dijimos que estábamos hambrientos, dice.

Me dirijo a la cocina para ordenar su postre, Rudy dice, Harriet dice que en una mesa tienes un gordo de circo. ¿Es cierto?

Rudy se ha quitado el delantal y el sombrero, si entiendes lo que trato de decir.

Rudy, es gordo, le digo; pero eso no es todo.

Rudy sólo se ríe.

Parece que a esta muchacha le gusta la gordura, dice.

Es mejor que tengas cuidado Rudy, dice Joanne, que acaba de entrar en la cocina.

Me estoy poniendo celoso, le dice Rudy a Joanne.

Puse el “Especial” ante el gordo y un platón de helado de vainilla con salsa de chocolate a un lado.

Gracias, dice.

De nada, le digo... y me invade un sentimiento.

Aunque usted no lo crea, dice, no siempre hemos comido así.

Por mi parte, yo como y como y no puedo subir de peso, le digo. Me gustaría engordar, le digo.

No, dice. Si pudiéramos elegir diríamos que no. Pero no podemos.

Entonces levanta su cuchara y come.

¿Qué más?, dice Rita, encendiendo uno de mis cigarrillos y acercando su silla a la mesa. Esta historia se está poniendo interesante, dice Rita.

Eso es todo. Nada más. Se come sus postres, y después se va y Rudy y yo nos vamos a casa.

Vaya gordinflón, dice Rudy, estirándose como lo hace cuando está cansado. Entonces nada más se ríe y vuelve a ver la tele.

Pongo a hervir agua para el té y me ducho. Me paso la mano por el vientre y me pregunto qué ocurriría si tuviera hijos y uno de ellos me saliera así de gordo.

Vierto el agua en la tetera, arreglo las tazas, el azúcar, la crema, y le llevo la bandeja a Rudy. Como si hubiera estado pensando en ello, Rudy dice: cuando era niño conocí a un gordo, un par de gordos, de verdad gordos. Por Dios que eran rechonchones. No me acuerdo de sus nombres. Gordo era el único nombre que tenía ese niño. Lo llamábamos Gordo, al niño de al lado. Era mi vecino. El otro niño vino después. Se llamaba Bambolino. Todos lo llamaban Bambolino, excepto los maestros. Gordo y Bambolino. Me gustaría tener sus fotos, dice Rudy.

No se me ocurre nada que decir, así es que tomamos nuestro té y al poco tiempo me levanto para ir a la cama. Rudy se levanta también, apaga la tele, le echa llave a la puerta, y empieza a desvestirse.

Me meto en la cama, me arrimo a la orilla y me acuesto bocabajo. Pero enseguida, tan pronto como apaga las luces y se mete en la cama, Rudy empieza. Me pongo bocarriba y me relajo un poco, aunque es contra mi voluntad. Pero aquí está la cosa: cuando se coloca sobre mí, de repente me siento gorda. Siento que estoy terriblemente gorda, tan gorda que Rudy es una cosa pequeñita que apenas siento encima de mí.

Es una historia extraña, dice Rita, pero puedo ver que ella no sabe cómo interpretarla.

Me siento deprimida pero no voy a ahondar en esto con ella. Ya le he contado bastante.

Se queda allí esperando, acomodándose el cabello con sus delicados dedos.

¿Esperando qué? Me gustaría saber.

Es agosto.

Mi vida va a cambiar. Lo presiento.