Material de Lectura

 width= Antonio López Ortega



Selección del autor
y nota
introductoria de
Guillermo Samperio



VERSIÓN PDF

 

Nota introductoria

a Silvia Molina
 
 

Recuerdo aquella fotografía de José Carlos Becerra donde va con un sobretodo negro, o tal vez una capa, o solamente su gabardina sobrepuesta. Aunque mira hacia el objetivo, hay algo esquivo en su gesto, un extrañamiento, como si la ráfaga de tiempo lo hubiese sorprendido. Me da gusto mirar esa foto, pues resulta una buena introducción a sus poemas, esquivos, intentando disfrazarse tras la máscara de sus metáforas, inmersos en una dinámica temporal misteriosa, la que señalara el viejo Lezama Lima. De Julio Torri no recuerdo ahora una fotografía precisa, pero viene a acompañarme la imagen aquélla de don Julio paseando en bicicleta, artefacto que homenajeó festivamente en alguna de sus pocas e inolvidables prosas breves. Este retrato hablado también me sugiere los intersticios de su literatura fundadora, lúdica y relam­pagueante, como el complejo dibujo que pudiéramos reconstruir a través de sus múltiples viajes en bicicleta. Del mismo Lezama y de Julio Cortázar retengo la foto aquélla donde van entrando hacia las sombras de un edificio colonial de La Habana; el hombre altísimo, como un inteligente infante desaliñado, y el hombre obeso, como quien ha atesorado en su ser de galeón bamboleante las riquezas más sutiles de la cultura milenaria. Así, las imágenes memorables van fijando una memoria extraña de correspondencias entre los hombres y los designios vitales de sus literaturas. Esas son las fotos con las que nos vamos quedando poco a poco. Al volverlas a mirar, sabemos de inmediato que el fotógrafo pudo recuperar en un instante intenso la sustancia que va delatando los signos existenciales y literarios de sus retratados. De manera contraria, bien lo sabemos, no habría en verdad retratos, esa tradición tan rica de Occidente; no tendrían más que el atractivo del registro documental, como hay tantos.

De Antonio López Ortega conozco dos fotografías interesantes. En la que viene en la contraportada de Calendario (Monte Ávila, 1990), mira hacia la cámara, medio ladeado, desde unos ojos que se diluyen en las sombras; el hombre de cabello ondulado lleva un saco tal vez marrón y una corbata oscura. En la que viene en la solapa de Naturalezas menores (Alfadil, 1991), está de suéter, un poco más embarnecido, de frente al objetivo, pero viendo hacia abajo, como leyendo, de tal suerte que su mirada se desliza hacia el borde inferior de la placa. Aunque muy distintas, descubrí que los fotógrafos, Vasco Szinetar en la primera y Enrique Butti en la segunda, habían buscado realizar imágenes ciertamente literarias, quiero decir que sus registros se introducen hasta los bordes de ese algo especial que hace de un hombre un escritor. Me confirmaban el atractivo casual que desde el comienzo habían provocado en mí los retratos. Los dos tienen una pigmentación polvosa en que de pronto las figuras resultan delicadamente huidizas. Y ambos dieron en el punto exacto, a pesar de que los ojos de mi amigo Antonio estuviesen eludidos en la foto de Butti, lo que implicaba mayor dificultad, pero fue la que me puso en el camino de la final conjetura.

Si los ojos no eran el centro del mensaje, como pasa en muchos retratos, era el gesto completo de López Ortega la clave. Como si una gestualidad estuviese oculta, contenida, tras la primera. Como si un hombre se estuviese viendo a sí mismo en un diálogo constante y pesaroso. Tanto Szinetar como Butti habían fotografiado el ensimismamiento de Antonio López Ortega, peculiaridad central en su estilo literario.

“Ese sendero cósmico en el que voy cayendo me ayuda a desconocerme, a ser otro, a mirarme desde afuera y descubrir nuevos rasgos. Hay toda una otredad en mí que sólo puede percibir desde afuera”, escribe en Calendario el narrador venezolano nacido en 1957. Es precisamente en este volumen donde la conversación consigo mismo cobra mayor expresividad y es más intensa, más valientemente cercana a San Agustín que a Job, abriéndose paso ya desde tres primeros libros, Larvario (1978), Armar los cuerpos (1982) y Cartas de relación (1982). Al dialogar Antonio con Antonio, confesando la circunstancia desde la que escribe, ninguna de sus ideas, ninguna de sus metáforas, ninguna de sus descripciones, se nos imponen. Hasta Calendario asistimos a una intimidad de la escritura que el prosista devela a sus lectores, para ser juzgado, o para que el texto continúe en las grafías ignotas que la lectura nos va permitiendo. No pretende Antonio complicidad alguna ni complacencias. En sucesivas prosas breves —escenas, cuentos, prosas poéticas, fragmentos— nos muestra el universo que el narrador quiere ser: tras de sí, en sí y fuera de sí, el impulso de la visión múltiple. De ahí que los ojos no sean lo más importante de la señal, pues Antonio ha heredado la dolorida posibilidad de una visión que le toma la corporeidad completa, en un gesto móvil, introyectivo, en la reflexión y creador al mismo tiempo.

Quizá este acto de aguda atención, parsimonioso en sus movimientos, como un faro que alumbra y se alumbra, haga que se concentre en su cuerpo ese bullir en el que López Ortega va existiendo inevitablemente de esa manera. Han dicho de su prosa que es “densa, limpia y precisa”; la densidad obedece a la circunstancia del ensimismamiento; la limpieza y la precisión, a una necesidad de justeza en el decir. Pareciera que Antonio impidiese lastimar las cosas que sus palabras van nombrando, casi un tacto, porque hay una empatía radical entre el mundo y el escritor, ambos son uno finalmente y la escritura fluye desde esa inexorable comunión. “No quiero que el pájaro que canta en la mañana venga a mí, a mi oído, a mi pecho. Tampoco quiero ir a él, a su vuelo, a su algarabía mañera. Quiero como un espacio neutro, como un horizonte fronterizo”, donde la voz de lo que transcurre y la del que lo percibe y lo metamorfosea se conviertan en la misma voz, sin que ninguno lo deplore ni pierda su riqueza. “Y todo comulga en un breve segundo para alcanzar su rostro momentáneo.”

López Ortega sabe bien que esa suerte de confluencias sólo se hace visible en la intuición profunda de la palabra, o de la sensación, y aún más del inevitable vuelo abstracto de la reflexión filosófica. Por ello, a la instancia del juego de vocablos le aplica una sentencia saludable, la de la duda: “Toda buena escritura fomenta un asedio, una rebelión contra sí misma”.

Esta declaración de odio contra el texto literario que se regodea en sus hallazgos, pone a Antonio López Ortega en la tradición de escritores que llevan la conciencia crítica al espacio de las letras. El Paul Claudel de Arte poética, el Octavio Paz ensayista literario y el de las prosas narrativas, el también venezolano José Antonio Ramos Sucre, de cuyas prosas poéticas se puede decir asimismo que son densas, limpias y precisas (muy latinas), o el Lezama Lima, o el Julio Torri, o el otro venezolano Guillermo Meneses, a quien el mismo López Ortega hace un discreto homenaje en la prosa que inicia diciendo: “El rostro se desliza sudoroso sobre el muro”. Homenaje que otros jóvenes narradores de su generación han hecho en Venezuela, entre ellos José Balza, Humberto Mata y Ednodio Quintero, a quienes el crítico peruano Julio Ortega brinda un sitio especial, junto con Antonio López Ortega.

Como literatura reflexiva e inmersa en un cosmos cultural punzante, hay algunas resonancias que valdría mencionar, como la del último Heidegger, en la visión múltiple y respetuosa sobre las cosas del mundo, la del para ambos querido Hölderlin, en cuanto hombre por el que transcurren los rayos de las revelaciones, la del Julio Cortázar en las apreciaciones enigmáticas y en cierto ritmo narrativo. La variedad de espacios, mujeres, instantes, cosas, atmósferas, tratamientos, personajes de distintas edades, me hace suponer que alguno de estos días nos regale también Antonio con una novela donde puedan explotar los perdigones de su prosa tan apretada. Tal vez  hacia allá apunte  su último libro, * Naturalezas menores (1991), donde hay una disminución de la intensidad a favor de la glosa ligera; tal vez se trate sólo de un libro de transición.

Sobre este magma mundano, de pensamiento y de creaciones, se levanta la voz de Antonio López Ortega para ofrecerse ahora a los lectores mexicanos, quienes, si pudieran mirar con detenimiento las fotografías de Antonio, estarían de acuerdo conmigo en que cuando el prosista dice: “Debe haber un poco de fatiga en algún rincón del universo” es porque de alguna manera un epicentro de tal magnitud está la­tiendo bajo ese gesto un tanto apesadumbrado que la película fotográfica de Szinetar y Butti concentró en un breve segundo para alcanzar ese rostro momentáneo de Antonio, quien a su vez se disipa bajo el diverso rostro de este mundo.


Guillermo Samperio



* Tras la primera edición de este Material de Lectura (1994), Antonio López Ortega ha publicado Lunar (1996), Discurso del subsuelo (2002), Río de sangre (2005) y Fractura y otros relatos (2006), entre otros. (N. del E.)

Casa natal

 

Papá nos ha hablado hoy de su casa natal. Un número 69 en la parroquia San José. Incluso ha prometido llevarnos mañana domingo a visitarla. Lo hemos visto en esa esquina consecutiva de la sala (la silla de mimbre), hinchando su cuerpo para escenificarnos el color de las paredes, el patio interior, los corredores y hasta la dimensión de los cuartos. Creo que ha pateado, en algún momento, una pelota imaginaria para hacernos ver un gol clavado en perfecto ángulo sobre una portería improvisada al final de la calle ciega. Él nos mira y esa mirada me ha parecido de otra persona, es como si hubiera otro habitante en el cuerpo de papá, una mirada de aluminio, por así decirlo, un canal de luz. Claro que a mi hermana no le ha parecido lo mismo, a pesar de haberme acercado a su oído para decirle que se fijara en sus ojos, pero ella simplemente no ha comprendido, pienso que quizás cuando nos acostemos podré explicarle mejor, con más detalle.

Papá nos habla de una casa ligeramente cuadrada, de fachada ocre no muy ancha, con una gran puerta y dos altos ventanales, uno a cada lado de la entrada. La distancia que habrá de la calle a la puerta principal no sobrepasa los tres metros, espacio suficiente para las jardineras y las cayenas. Ya dentro, los cuartos están dispuestos uno tras otro en los extremos de la casa. Todos desembocan a un largo pasillo rectangular que a su vez limita el patio central. También nos ha descrito el ángel, sí, el ángel parado en un solo pie sobre la pequeña fuente del patio y también nos ha dicho cómo todas las miradas de la casa, al salir de los cuartos por las mañanas, necesariamente coincidían allí, se quedaban clavadas en el sonido fértil del agua.

No sé por qué resulta emocionante saber que mañana la veremos. Esta idea me hace ir con otro ritmo a la cama: siento que la noche cuelga de mis ojos como zarcillos. Antes de acostarme he ido al baño; mamá está allí, frente al espejo, con alguna crema sobre el rostro. Mientras orino he visto sus dedos repitiéndose una y otra vez sobre la frente y los pómulos. Buenas noches, le digo. Ella voltea su cara hasta mi posición para encontrarme apoyado en el marco de la puerta. No alcanza a hablar, sólo sonríe. Me ha dado risa a mí también, en verdad no es mamá la que sonríe sino su máscara. Desde allí, antes de salir, he visto ligeramente la silueta de papá a través del marco opuesto. Está acostado. También lo está mi hermana, ahora que la veo después de dar media vuelta. Como siempre, la luz prendida y la revista de modas de mamá reposando sobre su cama, apenas movida por los leves movimientos de su respiración. Yo me hundo en esta almohada, me hundo con las manos bajo la cabeza después de apagar la luz de nuestro cuarto y esperando a que mamá se quite su máscara. Desde aquí la veo sumergir su rostro en la toalla. Se seca por completo y mira hacia acá, como esperando encontrarse con una mirada, pero desde el baño no puede alcanzar nuestros ojos, así que sale por la puerta contraria rumbo a su dormitorio y apaga la luz. Me ha gustado eso, cuántas noches no se habrá repetido; esa última imagen de mamá, su larga dormilona, multiplicadamente blanca, untada o absorbida junto con su cuerpo, en un solo segundo de total oscuridad, por la noche; podría decir que hasta me ha parecido ver su silueta borrándose a mordiscos, mordiscos de dientes de asfalto, claro, tan rápidos e imperceptibles como el comienzo de mi sueño.

Tengo la cabeza apoyada en la puerta del carro, mi barbilla reposa en ese punto donde termina lo metálico y comienza el vidrio, a la misma altura del seguro. Mi hermana y yo estamos contentos desde esta mañana porque papá ha prometido llevarnos a su casa por la avenida Boyacá, claro que no es la vía directa, pero con eso vemos la ciudad desde lo alto y paseamos otro poco, además, meterse por la Libertador en un día como éste es desperdiciar la memoria del sol. Y es eso lo que hago ahora, ver la ciudad desde esta avenida, sintiendo cómo la amortiguación del carro se transmite al paisaje siempre y cuando yo mantenga mi cabeza sobre la puerta. De esta manera la ciudad parece rebotar en ella misma; y todo este movimiento de brusca coincidencia escenificándose bajo una inmensa cúpula de cristal en la cual parece yacer. Mi hermana está del otro lado, en la ventana derecha, la que da hacia los orígenes del relieve. Ella mira hacia arriba, hacia arriba. Papá y mamá conversan. La ciudad... no sé por qué la veo como un inmenso quiste gris; a veces he pensado (en otros paseos, en esta misma posición), que si de pronto llegara a desaparecer, nada tendría sentido, ni siquiera este pequeño viaje que ahora hacemos al centro; la verdad es que también me río (el vidrio se humedece) con esta idea, me aterra un poco esta suposición, cierro los ojos y trato de imaginarme un inmenso valle en su lugar; no es la inexistencia lo que me asusta sino la pérdida de toda interacción posible, de toda relación.

La distancia se acorta. Hemos salido de la avenida Boyacá. Ahora atravesamos San Bernardino. Cada cambio de dirección papá lo anuncia en voz alta, mi hermana y yo nos reímos. A pesar de estar ya atravesando la avenida Panteón y que, desde allí, con sólo cruzar la primera calle a la derecha nos encontraríamos con la casa, claro está, después de doblar en la parte superior a la izquierda, yo me he quedado detenido en cierto follaje de San Bernardino, en cierto ángulo de visión que, iniciándose a través de las ramas secas de un árbol, me ha mostrado el cielo; y a mí se me ocurre pensar en la palabra cartílago mientras esa especie de azul cóncavo exige retener mis ojos. Y tengo presente ese instante (el cielo como la tela de las ramas, las ramas como el esqueleto del cielo), cuando papá anuncia finalmente el nombre de la calle; caigo entonces en cuenta de haber cruzado ya en la avenida Panteón y que ahora lo estamos haciendo una segunda vez a la izquierda. Y allí está, la calle ciega, el muro de ladrillos, al fondo, en donde papá improvisaba porterías.

El carro avanza lentamente, todos vamos mirando el frágil discurrir de las casas, la sucesión de las fachadas sobre la margen izquierda de nuestros hombros. Estamos ya casi estacionándonos, al final de la calle, cuando sucede algo que realmente me asusta y es que, intentando bajarnos, no encontramos el número 69, ni la casa ocre, ni los ventanales, ni las cayenas. Es decir, la descripción de papá no coincide con casa alguna. He tenido el tiempo suficiente de voltear y ver a mi hermana arrinconada en su asiento, como abrazándose a sí misma. También he visto el perfil de papá, cómo ha estado mirando fijamente el lugar que debería corresponder a la geografía de su infancia. Pero no hay casa 69 allí y papá mueve ligeramente su cabeza de un lado para otro, como ejerciendo una negación de pocos grados, al mismo tiempo que exige que nos quedemos dentro, que él quiere ir a investigar a lo largo de la calle. Mamá permanece con la boca abierta, nos pide silencio, nos dice: papá descubrirá lo que pasa. Yo lo veo alejarse hasta la esquina; allí comienza a detallar, comienza por acercarse a cada casa, por mirar para todos lado como atando nudos en la historia. Y cuenta, comienza desde la esquina a contar. La 65... y avanza en la medida en que el número se eleva. La 66... y camina con paso calcado sobre los pasos de antiguas travesuras que ya no reconoce como suyas. La 67... y se acerca cada vez más a nosotros. La 68... y ya está frente al carro, pasándolo de largo para llegar al muro final de... La 70. En efecto, no hay número 69, quizás nunca lo ha habido. Papá entra rápidamente al carro, no habla (ninguno de nosotros se atreve a decir algo, a sugerir alguna posibilidad). Retrocede en el acto y a una velocidad en que hemos tenido que sujetarnos de los asientos. Desde la esquina alcanza a mirar la calle por última vez, y allí sí he podido ver su rostro con claridad, quizás para asustarme más de lo que ahora estoy porque me ha parecido que en sus ojos se originaba la asfixia de la carne, por así decirlo, una pequeña cuchilla que lacera los dedos abiertos de su cuerpo.

Hemos regresado por la Libertador. De alguna forma la velocidad no nos ha permitido hablar. El acto de entrar a nuestra casa y de instalarnos en el silencio de los cuartos ha sido automático. Papá y mamá lo han hecho en el suyo cerrándose por dentro. Mi hermana tampoco quiere hablar, se limita a quitarse los zapatos y sentarse en la cama. Yo no puedo soportarlo, tengo que ver a papá, tengo que hablar con él, preguntarle qué ha podido pasar. Abro entonces la puerta del baño que nos comunica con la otra habitación y veo la segunda puerta cerrada. Me detengo con el oído sobre la madera, tratando de escuchar lo que se murmura en el cuarto de mis padres. Pero no alcanzo a oír nada, al menos sólo ruidos habituales, el abrirse de las gavetas, algún paso sobre la alfombra. Y estoy allí, detenido, pensando si tocar o no, si empujar la puerta... Estoy allí detenido cuando oigo un gemido de papá, agudo, algo así como un sonido exterior a su cuerpo, como el ejercicio de una lanza gutural inclinándose sobre su cuello. He empujado entonces la puerta para encontrarlo con su bata púrpura acostado bocabajo a lo largo de la cama. Creo haber visto a mamá acariciándole el revés de la cabeza antes de levantarse ágilmente para venir a mi encuentro y taparme la vista, para pedirme que me vaya, que salga rápidamente del cuarto, habiéndolo hecho yo de inmediato, casi empujado por los brazos de mamá al no comprender nada, al tratar de caminar, de atravesar los tres metros de losa del baño para sentir lo que ahora siento, es decir, una aguja clavada sobre mi nuca, lo suficientemente penetrante como para que me lleve al suelo, como para gatear hasta la salida del baño, como para caer de boca en la entrada del cuarto y solamente alcanzar a retener esa última imagen de mi hermana, distraída sobre su cama, pasando las páginas de la revista de modas.

La tarde necesaria

  

¿Se está o no se está, Graciela? ¿No ha sido esto el resumen de un segundo, la necesaria bola de carne hinchada frente al parabrisas? Desde la paloma vista sobre la entrada de tu casa, el toque de la corneta para observar (mientras bajas la escalera), primero, tus piernas, segundo, tu falda marrón, tercero, tu sonrisa como muro de piedras (entiéndase la construcción: se habla de lo que no se habla, es decir, la sonrisa como un abrazo de la roca para consigo misma); desde verte ya sentada a mi lado, hablar de los apuntes del cielo, de cómo la escritura de las nubes nos diseña un ojo común, en fin, de la tarde como una hojilla, Graciela, definitivamente metálica ante el hemiciclo infinito de nuestros rostros; hasta el posible recorrido que hago de tu cuerpo: el fuselaje de tus piernas en el semáforo de la redoma, tu brazo trémulo cuando busco alternar mi vista entre el retrovisor y la ruta, el marrón de tu falda (más que marrón, parálisis de la tierra, ¿del barro?: el agua corre bajo la ilusión del agua), también tu cabello, creer haberlo visto rojo en ese segundo interminable, como silencio y despunte de la rama, como coronación y delta necesarios, como petróleo fluyente de la epidermis.

¿Realmente nos ha sucedido esto, Graciela? Repito la secuencia una vez más. Salir de tu casa en la tarde, modificar la estructura de algún beso que me has podido dar en la autopista, porque habría que darlo sin saber de dónde se origina el labio, comprende que de buscar el origen perdería el sentido del sentido, es decir, la autopista que atravesamos para ir al cine. Habremos hablado de alguna función en particular, de la hora y del cineasta. ¿El marco de esta conversación móvil? Sería, quizás, representar al tiempo como la sucesión inalterable de los carros, cada vehículo que pasa es una memoria perdida: el producto comprado en el mercado por una señora que siempre desconoceremos, el llanto de algún niño en un autobús escolar, un reloj en la muñeca anónima, ajeno a este ritmo de mayor exactitud, a este nuevo origen de la puntualidad, para volver a tu falda marrón como proyección de lo agrícola: un buey añadiendo relieves a la pana.

¿Nos está sucediendo esto, Graciela? Reírnos mientras salimos de la autopista, reconsiderar el frágil volumen de tus brazos, el caramelo de miel que sacas de la guantera en el momento de estar ya cercanos a la sala de funciones. Un segundo ha sido también ese caramelo: el resumen cilíndrico de la escoria visto mientras tus dientes lo sustraen del espacio. Lo repito: la boca del túnel en esa imagen han sido tus labios, ¿bajo qué enzima se sostendrá ahora la alquimia, el marfil apenas asomado, la cadencia del gesto? Y esa risa continúa cuando la tarde es el sol derramado entre los edificios, cuando todo ha sido una secuencia de apenas diez minutos: salir de tu casa, atravesar la autopista, acercarnos al cine. Qué memoria interminable la nuestra en sólo diez minutos de trayecto, Graciela. Qué perfiles los tuyos vistos a través del campo elemental de mis ojos.

¿Nos ha sucedido esto, Graciela? Lo repito por última vez. La paloma sobre tu casa, tu descenso visto mil veces en cámara lenta, tu falda marrón y el intento ilusorio de la tierra, tu brazo trémulo al girar en la redoma, la película, el autor, recorrer la autopista, tu rostro otras mil veces y el beso que me has dado, que todavía siento, como si no se hubiera apartado nunca de mi pómulo, como si aún en mi piel reposara una aureola de saliva, de autopista, porque hemos salido de ella y nos estamos riendo, desde hace casi tres minutos lo hacemos y tú te multiplicas en las secuencias anteriores cuando ya estamos frente al cine, Graciela, cuando aparece el peatón necesario de esta tarde, la forma en que inesperadamente cruza y se adelanta a nuestro reflejo, porque lo hemos visto, Graciela, está allí, todavía, con su cara hinchada, anclado en el vidrio molido del parabrisas.

Lapso


Homenaje a Juan Carlos Onetti
 

El Renault rojo pega un salto al abandonar el tramo recién asfaltado de la calle, levanta un polvo fino al entrar en el camino de tierra, da una vigorosa vuelta en U que le permite quedar en privilegiada posición a la hora de emprender el regreso. Procurando no dejarse caer del todo en el espaldar del asiento —Álvaro ya le ha hablado del calor que concentra la tapicería negra—, Matías abre la portezuela del auto, asoma unas piernas vellosas, lleva los ojos hasta el grupo de cocoteros que, a unos trescientos metros de allí, cede sus palmas al viento vespertino. No sin cierta lentitud se calza las sandalias que Álvaro le ha prestado a tiempo —¡cuidado, que hay botellas rotas en el camino!—. Mira en torno preguntándose si será buena idea dejar las llaves pegadas al encendido. Una última decisión lo sorprende metiéndoselas en el bolsillo izquierdo de la guayabera mientras infla el pecho para verificar la pureza del aire. Cierra la portezuela y, al darle media vuelta al carro, pega un pequeño brinco que lo coloca del otro lado de una zanja seca, al comienzo del camino empedrado, casi amarillento, que lo conducirá hasta la playa. La zanja —quizás la ausencia de agua— lo traslada a Lagunillas. Se ve con un par de amigos de infancia, sumergi­das las piernas hasta las rodillas, cazando sapos para disecarlos al día siguiente en el laboratorio de biología. El profesor Alonso lo mira de arriba abajo al entregarle el premio, le estrecha la mano de fin de curso. Más allá, en una de las primeras filas del auditorio y aparentemente sonrojada, su madre aplaude con fuerza.

La playa no es rocosa, quizás demasiado plana, perfecta para contrarrestar los temores urbanos. Matías busca una porción de arena donde echarse, donde estar a salvo de lo que más tarde será algún zancudo imprudente. Un tronco seco podría servirle de almohada. Extrae entonces las llaves del bolsillo para colocarlas en un nudo hueco de la madera —la mirada perdida en el horizonte—. Luego se quita la guayabera, la arruga, la pone bajo su cabeza, en el bajante más erosionado del tronco. Sólo con los pies alcanza a deshacerse de las sandalias. Afloja el cuerpo, agranda y recorre la elástica del traje de baño con los dos pulgares —evitando así, en futuro, un mayor pronunciamiento de las estrías en su piel—, hunde manos y pies en la arena, también cansancio.

De las olas marrones que caen agónicas en la orilla extrae la visión que le muestra, años atrás, la desembocadura del Tuy; de algún bote pesquero que regresa a la costa, la lancha con la cual Álvaro y él, compañeros de liceo, surcan el mar de Río Chico. La idea —castillo de agua súbitamente construido sobre la arena— es llegar hasta el Cabo Codera, atreverse a bordearlo para arribar luego a Chuspa, donde Carlos los espera —más cómplice que nunca— con una amplia sonrisa, dientes perfectos. Hasta Higuerote no hay problemas, pero después las olas se hacen grandes, golpean con fuerza, botan la frágil embarcación contra las rocas. Matías propone dar media vuelta y regresar de inmediato. Matías se conforma con alzar la copa de cerveza, con citar los detalles más cómicos, hazañas juveniles y bien enterradas. Álvaro, del otro lado de la mesa, agrega lo necesario, lo olvidado por el recurso fácil. Los demás ríen, bien instalados con trajes de baño y títulos universitarios. La casa playera sigue siendo la misma: corredores amplios para colgar hamacas, baño y cocina. Los padres de Álvaro continúan prestándola durante los fines de semana. Tres o cuatro carros que salen en caravana desde Caracas, mero preámbulo de una estadía que promete baños en los canales, siestas interminables, mucho esquí acuático en donde las esposas —antiguas compañeras— caerán frecuentemente al agua y en donde los maridos levantarán estelas considerables.

Un viento fresco lo obliga a abrir los ojos. Domingo en la tarde... Álvaro ha propuesto regresar el lunes en la madrugada para evitar colas, incomodidades. Domingo en la tarde... momento ideal para observar, más allá de las latas vacías y de las botellas abandonadas, un crepúsculo. Los bañistas estarán ahora de vuelta en Caracas, hombros dorados e inquietos; la memoria ha quedado en la arena, ansiosa de bulla, de fin de semana. Anticipándose al crepúsculo, Matías entra —tomado de la mano con Beatriz— a un comedor del cual sólo quedan, a unos cien metros de allí, algunas paredes en pie. Un italiano gordo, respirando a fondo bajo una camiseta manchada, les indica el único plato del día: sancocho de pes­cado. Beatriz y Matías se miran, buscan el consentimiento mutuo. Acercan sus labios de vegetarianos estrictos que sucumben a la tentación de la carne —¡pero eso sí, carne blanca!— para hacerlos coincidir en un beso. Sentados ya a la mesa, Matías observa a una señora de pelo recogido que dicta cátedra de comportamiento a una decena de niños golosos. Sus gestos son piruetas en el aire, payaso que oculta la tristeza innata de los circos. Hubo tiempo para creer en enamoramientos, hubo instantes en los cuales podía bautizar a Beatriz como su compañera —jamás como su novia o futura esposa: eran palabras que el código no permitía—, hubo secuencias para jugar a los místicos, irse de tarde al borde de la playa y presenciar —en una actitud que se quería más solemne que la del propio sol— los crepúsculos, la sangre ignorada. Matías hunde el esquí en el agua —Álvaro lo arrastra con una aerodinámica lancha de ciento sesenta caballos— intenta borrar el paisaje, abstraerse de los manglares que custodian la armonía del canal. Beatriz es hoy en día una profesora universitaria, el cuerpo que se derrumba al llegar a casa, la mujer que tira los libros de consulta en el primer sillón que esté a su alcance, la señora que se descalza para poner los pies en el aire frente al televisor, la niña —sí, a veces también la niña— que lo incita a llamar de vez en cuando a Álvaro, que le abre la pequeña boca para pronunciar Río Chico, para retener épocas pasadas, plácidos fines de semana, sonrisas y cosquillas. La ha visto en la puerta de la casa playera, sosteniendo un manubrio de la bicicleta, diciéndole que por qué no dar un paseo juntos. Y él, Matías —químico en un laboratorio farmacéutico, pelota de golf dubitativa ante el hoyo, resbaladiza sobre el césped— ha dicho que no, que se va a la playa, que le gustaría estar solo, que Álvaro le prestará el Renault. Y de pronto una sensación que cuaja, que se vuelve perfectamente corpórea, algo que raya en el desagrado, sí, en el asco de la vida compartida, Beatriz bajando la cabeza al borde de la puerta, simulando no comprender pero comprendiendo mejor que nunca, montando en la bicicleta de turno, escondiendo un inicio de llanto que Matías no verá mientras ella se orienta a través de calles soleadas, inútiles, mientras él vuelve a abrir los ojos, un golpe de viento más frío, la danza de las palmas, el comedor abandonado en donde alguna señora vio frustrados sus actos, sus muecas, nulo el sancocho de pescado, nulos los atardeceres en com­pañía, nulo el Cabo Codera, terreno frágil el de la memoria, agua breve entre manos efímeras.

El puño cae una y otra vez sobre la arena, se convierte en mano abierta que remueve y deshace una pila de barajas, vuelve a contraerse para volver a caer. La respiración es lenta, casi placentera; por segundos, el movimiento de una palma crea una sombra sobre su rostro. Matías eleva un inútil tubo de ensayo contra la luminosidad solar, agita y verifica el contenido, lo vuelve a depositar en la gradilla; se lleva ahora las manos a los bolsillos de la bata blanca; casi adormecido va reconociéndose, rechazándose. El cielo un poco nublado del oeste no promete gran cosa. Sería mejor hundir más a fondo los pies en la arena, buscar con el rabo del ojo algún pretexto para seguir allí, a la deriva, jugando al náufrago que hincha sus pulmones al compás del sonido de las olas. Podría volver a cerrar su puño, hacerlo coincidir con el que Churchill deja caer con fuerza sobre la sólida mesa, con el que se estrella sobre los mapas inútiles de un alto mando militar inglés obstinado en esbozar frágiles maniobras. ¡Hundan al Bismarck!, ha dicho Churchill, más determinante que nunca. Y él, Matías, almirante en jefe a bordo del acorazado indestructible, mirada vigilante desde el puente de mando, haciendo escabullir las cuarenta y un mil toneladas de hierro a través de la densa niebla nocturna, despistando y poniendo en ridículo a la marina inglesa, inútil jauría que no da con su presa de caza. El Bismarck no surcará las playas de Río Chico, no, sino las del Mar del Norte, partirá de algún puerto oculto de Polonia, no podrá evitar enfrentarse al Hood, buque insigne de la marina inglesa, hundirlo en sólo cinco minutos, partirlo en dos, hacerlo desaparecer entre llamaradas y explosiones cuyo resplandor apenas alcanzará el rostro de Matías, vaga figura que sonríe desde un puente de mando lejano, deicida que se erige en arbitro del océano, que llama a Berlín para transmitir la feliz noticia mientras recoge su pierna derecha, la misma que ahuyenta al primer zancudo de la tarde. Los insectos comienzan a merodear alrededor de su cuerpo. Es evidente que ha dejado de hacer calor: el sol como una causa perdida entre las nubes del oeste. Beatriz podría estar llegando de su paseo, pensando en qué preparar para la cena; los demás, aprovechando las postreras horas de luz para tallar estelas sobre el agua en reposo de los canales. Beatriz y Matías jugarán a ignorarse esta noche, diseñarán los moldes en los cuales bien hacen coincidir sus gestos a la hora de estar en compañía, ella comerá pescado con la habilidad que siempre ha mostrado para extraer espinas, él volverá a alzar su copa de cerveza mientras corona otra frase cómica que Álvaro, según el caso, aclarará o refutará ante los ojos sedientos de anécdotas juveniles, serpientes venenosas o caimanes ocultos en la boca de los caños.

Matías estira ambos brazos hacia el cielo. Una última esperanza —casi un gesto mecánico— lo lleva a ver las nubes del oeste. Definitivamente no habrá crepúsculo: el sol se oculta bajo la masa compacta de gases dejando apenas un hálito rosa en el horizonte. Habrá que acostarse temprano esta noche, Álvaro comenzará a dar aplausos después de tres cervezas, dirá que es hora de ir a la cama. Lentamente, todos se irán ubicando en sus respectivas hamacas, todos irán rindiéndole cuentas a la noche hasta que se presente corpórea la hora de emprender camino, viento fresco como el preámbulo de otra semana, mucha música en el trayecto de retorno, Beatriz con la cara caída o apoyada contra la ventanilla, recuperando el sueño, necesariamente despeinada ante sus alumnos, ante Matías que le habla sólo de lo imprescindible, que soslaya cualquier riesgo, que teme los enfrentamientos, las pérdidas necesarias, que cree ver en la semana un tapiz inútil en donde los ciclos cumplirán su eterno itinerario de cafés con leche, periódicos y códigos muertos, sí, la vida como un pasaje sombrío en el cual se asiente con las cabezas bajas, con un tubo de ensayo en alto, con la sonrisa puntual de los colegas, y también con Pao Chico, claro, la libertad esgrimida entre manglares y motores de ciento sesenta caballos, figuras arrastradas a gran velocidad sobre los esquíes, Beatriz haciendo el recuento de su vida en los escurridizos monólogos de sus desayunos silenciosos, en el pozo insondable adonde han ido a parar sus días, todas las posibles explicaciones, también la impotencia, también la renuncia.

Al hálito rosa que todavía reverbera en el cielo de oeste añade Matías reflectores anaranjados y rojos, al tono crema de la arena el barniz fugaz con que alguna vez recubrieron los tablones del escenario. Basta con abrir bien los ojos para darse cuenta: toda la juventud de Japón yace en sus pies bajo un estado de excitación que raya en la histeria. Sonriendo, buscando con la cabeza una posición aún más cómoda sobre la guayabera arrugada, Matías calza en la figura de Ian Paice, vigoroso baterista del grupo británico Deep Purple. Sus manos sostienen ahora, cubiertas de abundante sudor, las baquetas que lo están llevando a improvisar un solo abrumador y sincopado sobre los gritos aclamadores de un público de largas cabelleras y ojos encendidos. Sólo con un golpe en el redoblante podría hacer delirar a todo Japón, sólo con un gesto podría reducir toda la cultura nipona al grito ensordecedor de ¡rock! que quisiera oír llegar a sus oídos. Concluida la primera gira de Deep Purple a un país del Lejano Oriente, no le parece exagerado imaginar a Ian Paice echado en una playa de Río Chico. Ya no serán las fuertes luces del escenario, la vida ardua y fatigante de los conciertos, sino un sol más bien agónico, un Matías perezoso y estéril, errando a cuanto zancudo se posa en sus piernas, saltando de impresión en impresión, de ola en ola, de un falso paisaje a otro real o viceversa. Matías —puestas ahora las manos sobre la barriga— piensa en el Matías cosmopolita, dueño de las grandes capitales, nunca en compañía de Beatriz, claro está, siempre emprendedor y ágil, siempre impecable ante las recepciones de los hoteles, admirado y perseguido, y también odiado, sí, odios que no llegan a rozar esta solitaria playa en donde Matías, el otro, es capaz de imaginar a una Beatriz convertida de pronto en actriz de cine, risa felina y caderas de diva irresistible, la pareja perfecta que desfila en las reuniones de gala como un manjar que llevaran en áurea bandeja por sobre los ojos curiosos de los invitados. Con ojos tristes, semicerrados, tiene aún tiempo de volver al Matías adolescente, al Matías seducido por el umbral del riesgo, al Matías con cierto apetito vital, al Matías que conoce a Beatriz en algún rincón de la universidad, Beatriz hermosa, Beatriz gestual, sí, la vida diseñada desde conversaciones nocturnas en los pasillos, el gusto por emprender algo juntos, la fe en los cuerpos, en los diálogos puntuales donde nada debe quedar soslayado, el amor ante todo, la comprensión más allá de los caprichos personales y también risas, claro, ligero el estallido que borra el supuesto sentido de las cosas. Doblando una pierna, trayéndola contra sí, comienza a enumerar las concesiones, comienza a reconocer el dulce engranaje que se apodera de los movimientos genuinos, la merma de los días, callar como el recurso más a la mano, sí, callar ante Beatriz, ocultarle el lastre, los residuos espantosos de una convivencia sin aristas, sin algo que le dé real sentido, peso, razón de ser, el tono marrón de las olas no ofrecerá respuestas, tampoco la gaviota extraviada que ahora se tambalea sobre el vientre abierto de la tarde, ante los inútiles ojos de Matías, ante el Matías que tendrá que regresar, extraer las llaves del nudo hueco del tronco, ponerse la guayabera, echar una última ojeada al mar, a la tarde, saber que pronto estará en la casa, en alto la cerveza de la última noche, todo igual, todo en orden, todo perfectamente previsto, el horror de la vida sin sorpresas.

La noche es casi un hecho. Matías agranda los ojos ante lo que comienza a ser un esbozo de negrura, el último bostezo de la tarde. Sin mucho esfuerzo, intenta grabar el panorama opaco de olas poco espumosas, casi tímidas. La arena es un cuerpo caliente, agradable, infinito. Boquiabierto, enfoca ahora el cielo, esa sustancia inabarcable, ajena. Habitar de pronto la indecisión, la de si irse o quedarse un rato más, la de saber que de optar por lo segundo habrá que tener cuidado con los vidrios rotos de las botellas abandonadas, estratégicamente camuflados por la oscuridad cómplice. De golpe se incorpora hasta alcanzar la posición que le permite descansar sobre sus rodillas. Podría ser Pelé, con sólo llevarse las manos a la cabeza podría ser Pelé, sí, Pelé arrodillado, quizás el Pelé que acaba de dejar por el suelo a Albertosi, un Albertosi que se estira hacia el ángulo izquierdo de la portería, que ve con asombro la lenta pelota esfumándosele entre las manos, el tremendo cabezazo que lo ha dejado sin equilibrio, la ovación que no se hace esperar en el estadio mexicano, final del campeonato mundial de futbol, primer gol del partido. Matías alzando los brazos en forma de plegaria antes de que sus compañeros de equipo, los geniales brasileños, le caigan encima y formen un montículo de carne humana, de alegría, de cálida desesperación. Sin prestarle demasiado cuidado a las cabezas gachas de los jugadores italianos, Pelé se sacude la arena de los pies, se calza las sandalias que ha dejado a un extremo de la cancha, se pone la guayabera arrugada y comienza a caminar. No sin tristeza se detiene a unos cuantos pasos para darse vuelta: puede ver a Matías echado aún en la playa, perfectamente inmóvil, prescindible. Emprende entonces una vigorosa caminata que raya en trote, que lo llevará hacia Beatriz, hacia otra semana invariable. Sonríe bajo el cielo oscuro al divisar el carro: el Renault —perro impaciente— lo aguarda al final del camino.

 


Carta conyugal

                                           Je ne veux plus vivre auprès
                                           de toi dans la crainte
Antonin Artaud
 


Octubre 6


¿Caída o letargo? La tarde, me digo. Tarde con caminata y olor, el de mi cuerpo, claro. Y estoy una vez más aquí, en mi cuarto, volviendo a creer en los inicios, volviendo a considerarme concebible en una conversación, en un diálogo más o menos pausado, en Brighton o en París, ciudades por las cuales, creo, hemos caminado. Pero es distinto, en este caso eres una fotografía clavada sobre el muro y dos diamantes que resbalan. Y voy con la descripción... pero resulta demasiado estática, demasiado brazo fijo, franela rosada, sonrisa que asciende desde el balcón del vientre. ¿Te he hablado de mi cuarto? Sabrás que jamás he podido esquinar la cama, que aquí se desconocen los ángulos, que mi vida consiste en saltar de la mesa de trabajo a la cama y viceversa. Es otro tiempo éste, pero cuál, me digo en voz baja, cuál. Entonces llega el instante. Instante igual página en blanco. Pero me borro, me borro con otoño. Y caigo.


Octubre 8

Trataré de ordenarme, de abrir la boca a tiempo. ¿Quién eres, Irene, quién? Y pensar que esta carta es ya tu ojo sobre el papel, el texto hecho. Pero también es otras dos fotografías de nuestro reciente encuentro. La primera: tomados de la mano posamos, ambos con la cara arrugada, mucho sol, mucha premeditación en esa esquina. La segunda: esta vez cerca de la costa, apoyados en esa baranda, inicialmente mi cara, luego la tuya, como naciendo de mi hombro y de tu mano izquierda que, a la vez, la sostiene. Y lo compruebo. Somos una pareja sin estética. Somos feos, incompatibles. Y no hemos podido escoger una ciudad peor para caminar: Brighton. Entonces no hay frases en la costa (¿en la cesta?), Brighton no las proporciona, no da pie al lenguaje. Tendríamos que forjar otra cosa en voz alta. Una que no tuviese piedras, que permitiera caminar sin estar atentos al tropiezo. Pero hay viento, viento que levanta las cabelleras. Y las divergencias: yo buscando el origen de la brisa, tú preocupada por una futura gripe. Al menos un abrazo todo lo sella, todo lo resume. Dos cuerpos ante el viento son mejores que uno, o que dos atados de la mano. Sin embargo yo sólo oigo frases para sostener a Brighton, tu voz me viene forrada en cristal, se estrella en estas paredes. Y dices “Qué lindo el mar”, para que yo oiga. “Existen dos páginas en el agua: una inmóvil, otra la del ojo que cree saltar sobre la ola.” Pero no hay invención de Brighton, Irene, no la hay. O lo que es peor: no existimos, no hay frases, no hay correspondencia, sólo memoria sin electricidad.


Octubre 9

Miro las paredes sucias y me digo “Hay algo de irrealidad en nosotros, Irene”, algo de rostro no conseguido, de incapacidad para levantar las rodillas. Aún en París éramos obstáculo, civilización a medias. Buscamos un marco, es cierto: el parque Montsouris. Y no podíamos estar más atados al paisaje que recorriendo el parque como dos buenos espeleólogos. Y las frases, Irene, pero en París. Y tomo nota. Y dices, frente al pequeño lago “Mira qué gorditos los cisnes”, para que yo oiga. “Fíjate en la capacidad de estos animales para acampar en sus propios cuerpos.” Pero he hablado de paredes sucias: ¿repetiré las manchas? Las repetiré una a una, con adobo, con polvo para lavar. Las repetiré, seré eco preciso; al fin y al cabo son el blanco perpetuo de mi campo visual.


Octubre 12

Todas las tardes son una, Irene, ésta, circunferencial y ofidea. Me extraigo con lentitud, selecciono el vómito. Créeme, a veces me verifico. Ciertos mediodías me ofrecen la palma de la mano. He hecho la cola en los comedores universitarios, sé portar la bandeja. Hasta he abierto la boca, mirando inclusive al mesonero, para pedirle “Una hamburguesa, por favor”. Y todo no ha terminado allí, he sido hasta capaz de atajar la pregunta “¿Con queso?” Y yo, dueño ya del discurso “Sí, con queso, por favor”. De modo que hamburguesas en el día de la raza. Y toda mi tez para morder el queso y todo labio para ocultar la carne que mastico rodeado por más de trescientas personas.


Octubre 13

Hubo llanto en el aeropuerto, lo sé. Hubo manos que se cerraban. Y la distancia como un alfiler. Hubo abrazo, anulación y llanto. Hubo también dolor de estómago, el mío. ¡Vaya momento!, nos decíamos.


Octubre 14


Otra tarde. Estuve en un parque antes de llegar a casa. Tres niños jugaban ante mí. “¿Me podría decir la hora, por favor?” Levanto la cara: no hago otra cosa que leer en los parques. “Un cuarto para las cuatro.” ¿Me leen los parques a mí? Bastó esa pregunta, quiero decir la de la hora, para cerrar el libro. Luego seguí con mis ojos la carrera interrumpida del muchacho. Al parecer construían entre los tres un castillo de barro. Y entonces la vida vista desde mi banco. Pero vida sin barro, es decir, con banco. No tengo músculos en la cara, sonrío fuera de mí. Esto es un espacio para la interrupción, quiero decir mi cuerpo, quiero decir la hoja, quiero decir tus ojos. De modo que vuelta al parque, pero sin vida. Vuelta al fósil de mi memoria, al invernadero. De modo que banco con monólogo y poca astucia, y poco asombro. Trincado estoy en la cascada, en la cadencia que me clava diariamente en los bancos (y no en los árboles) de un parque.


Octubre 15

¿Quepo en la noche? ¿En el cuarto? ¿En tu cuerpo? Veo la cama, la misma cama en que estuvimos, la misma en donde hicimos de tu vientre una isla en las tinieblas. Náufrago llegaba con manos extendidas, uñas buscaban arena y ombligo. Aquí todo rota alrededor del ombligo, digo del tuyo. Mis libros continúan buscándolo, mis labios también: quedarán abiertos como el diccionario, lamerán las manchas. ¿Qué es lo que se ordeña, Irene? ¿Por qué tanta lengua y calor? Digo una autopista de saliva, alerta el asfalto que cae de la boca. Y la lengua que cruza, baja, sube, cansa la garganta, fatiga. Tanto cuerpo hacia afuera, tanto músculo así, con pinzas. Se trata de magnetismos, creo, de la ley de gravitación universal. ¿Relatividad de las bocas? De la lengua, me digo. Pero tu vientre... tu vientre ya no es masa, ya no es polo; es mi frente contra la mesa de trabajo, un golpe que repito con reloj, ahora.


Octubre 16

Imagino haberte hablado de los pelos del cuarto. Sitios donde reposan: sobre los libros, sobre la ya rota alfombra, entre las sábanas, entre estas mismas cuartillas. Muchos cabellos sueltos en las tardes, mi cuarto como el espacio para un diluvio capilar.


Octubre 18

¿Cómo hemos establecido esta relación, Irene? ¿Qué postura mantenemos al caminar juntos? ¿Cómo miras las vitrinas? ¿Cómo defines tu lengua al repasarla sobre la bola de café de tantas barquillas? ¿Por qué tanta interrogación, tanta duda? ¿Cómo el paso, la sonrisa? ¿Dónde la verificación, el comienzo de la carne, de la tarde? ¿Nos afincamos, Irene? ¿Dónde entonces el soporte, el agujero negro, la tarántula?


Octubre 19

Si algo nos une, ese algo es el miedo. Lo escribo con lentitud, con la calma que sólo el temor establece. Aquí puedo girar mi cabeza con libertad, puedo intentar una vez más otra descripción de tu rostro, ahora enmarcado a pocos centímetros de mi frente. No diré que eres una diosa egipcia, ni tampoco una encarnación celeste. Resumiré tu fealdad, que es también la mía, subrayando los pelos crespos, una nariz quizás demasiado ancha, unos ojos pequeños si se mira el contorno, una curvatura escasa en el labio superior, un gusto por cierta torpeza. Torpemente miraremos la otra faceta de nuestros rostros: esa que aparece cuando se asume una suerte de parálisis facial. Ya hemos hablado de ello. Se trata de acercarse, así, nariz contra nariz, y ver cómo la piel es hueca, cómo ésta es el resultado de innumerables capas de aceite, cómo se nace en el óleo, cómo se ama con acuarela. Señalar la fealdad para traspasarla, me digo. Aquí no se trata de pelo lacio, no hay muchachas corriendo por praderas con un champú en la mano. No. Aquí se es feo y nuestro abrazo es un abrazo de monstruos, de inválidos. Aquí no corregiremos la forma de nuestras bocas, porque de no tenerlas entonces uniremos nuestros ojos, pestaña contra pestaña, esclerótica contra esclerótica y ensayaremos un beso, un beso ocular, en donde hay que inclinar los rostros oblicuamente para que cerrando y abriendo los párpados se sientan las pestañas del otro lado, las pestañas como la nueva saliva, me digo, y llorar un poco cuando el roce sea fuerte, y separarse luego lentamente pero ya como monstruos contentos, como anormales saciados que sonríen botando baba.


Octubre 21

Tarde suspensiva. Me froto los ojos. El preámbulo de este espacio vespertino muy bien podría ser una cebolla mal picada, una tortilla con papas, cualquier actitud mantenida ante el fregadero, hacer mueca mientras se lavan los platos. Se trata, ya lo he dicho, de ver mis manos con esponja y el acto que desprende la salsa de tomate del plato. Vamos con cepillo, vamos que las tacitas de café son nuestras. Vamos que la tarde se deposita con tijera y mi ventana sólo da hacia otra ventana. Vamos así, secándome las manos con jugo de limón. Tengo que evitar el olor lacrimógeno en la punta de mis dedos, mis dedos húmedos, con estrías, con uñas prestas a partirse mientras bordean el leve precipicio de mis labios, la tentación escogida en el marco de esta tarde que ha sido siempre una: vulnerable y áspera, laríngea y movediza. Caminaré entonces con los dedos en alto, usando el limón como brújula; iré en busca de tu cintura, ciego iré atravesando los escasos pasillos mientras me hincho, mientras el pellejo estalla y acaba en la sorpresa de una almohada entre mis brazos, almohada que he tomado a falta de tu cintura, a decir verdad me descubro abrazado a mí mismo y este acto me devuelve las manos a la boca, reencuentra mi cuerpo en la trampa de la carne, lo arroja con limón, con el primer segmento de uña que cede en la boca de un dócil caníbal.


Octubre 24


Nazco en el desarrollo que me lleva fuera del cuerpo. Después de todo, le hemos sonreído al agua. Nuestras espaldas no traen mantas y un banco común puede ser un ojo que el espacio abre, un ojo abierto a través de nosotros que sonreímos y tememos. Sentados estamos en Brighton, estamos en el saliente más pronunciado del malecón. Sentados estamos con las rodillas (iba a decir con las realidades) bajo el mentón y el viento que trae la noción de otra tierra, esta vez invisible, en la memoria del agua. Constante es el océano, constante también nuestro abrazo. El frío es una inyección puesta en brazos y piernas. Seamos entonces homeópatas, hágase aquí la telaraña y el verbo. Pero hay algo que se sale de mi cajón, quiero recordar una actitud, un giro de la cabeza, una ola. Me devuelvo con espuma, con ola destrozada. Aquí estoy contra la roca, haciéndome en la fractura. Volvamos al agua, fúndese la sed. Con ojos casi cerrados originas una postura ante el mar, insisto en cómo el viento organiza tus cabellos, les otorga jerarquía. Precario el espacio que ocupamos, me digo, éste y aquél. ¿Por qué la sensación de regreso, de ausencia de empresa? Siempre dejando paso a la equivocación, digo al asterisco, a la nota al pie de página. ¿Inútil un abrazo fuerte a tanto kilómetro de agua? ¿O es que aquí uno se borra con gaviota? Vuelvo al punto inicial, es decir, a la ausencia de punto. Sólo un abrazo azul y los dientes apretados, sólo dos caretas con frío. Besémonos con esmalte, búsquese la llama en la garganta. El mar nos borra, Irene. El mar nos borra y nosotros con saliva, con miedo, con labios despedazados.


Octubre 25

Estás en el cuarto con una bata que resbala por tus hombros, hermosa eres en esa especie de perpetua deslocalización que eriges como escudo ajeno a toda muerte. Del techo baja una cúpula de cristal que nos unta la tarde. Te acercas. No puede ser más carnal tu presencia, no puede haber aquí más llamada, más teléfono en la piel. Pienso en ese abandono, el de la historia, me digo. Porque aquí el tiempo ha quedado detrás de la puerta y a ti se te ocurre ir a frecuentarlo cuando abres tu boca con desgano y cansancio y afirmas tener hambre. Yo cierro los ojos en este archipiélago de la anulación, cierro los ojos para volver a abrirlos, para encontrarme tu cara casi rozando la mía, tu cara que trae tu boca, boca que pregunta “¿Quieres un poco de queso?” mientras veo los frágiles y delgados barrotes de saliva extenderse de labio a labio. Dudo en asentir, me quedo pensando en el queso y en una gesta medieval. Finalmente un beso todo lo decanta. Y comemos queso, y veo cómo este apetito nos devuelve la escena, nos coloca en el centro mismo de la cama mientras un público silencioso gime escondido tras las manchas de la pared.


Octubre 26

Pero repito mi ducha, la única que tomo, me digo. ¿Hablarte de la posición que mantengo bajo el agua? Pero si ya todo está resumido, pero si siempre me desnudo a la misma hora. Mas entro al baño, a pesar de todo soy puntual con esta lluvia portátil. Debes saber cómo mi cuerpo se dobla tras la cortina, cómo me gusta sentarme inmóvil sobre la losa mientras el agua cae. Incapaz soy de enjabonarme, anulo la espuma con esta duda perpetua que me sostiene. Porque en verdad no estoy bajo el agua, sino en fecha ninguna. Imagino que instalar el pretérito en la ducha detiene el ritmo de los días, vuelve al calendario una danza muerta. Hay cansancio de arena, hay fatiga de anime. Aquí estoy bajo el débil chorro sin más movimiento que el de la roca que recibe la ola volcada. Aquí estoy bautizando las momias, inclinando la cabeza hacia atrás. Aquí estás frente a mí, pero no en el mismo baño, sino en otro sitio: una bañera, para ser exactos. Sí, recuerdo con certeza. Recuerdo esas sesiones. Las llamábamos lecciones de asco y no cesábamos de repetirlas: quedarnos dormidos en la bañera hasta amanecer acompañados por esa frágil orina que la temperatura del agua hacía expulsar de nuestros propios cuerpos, intentar sentarnos simultáneamente en la poceta (uniendo el inicio de nuestras vértebras) para ensayar el ritual intestinal, la caída de las heces en el fondo turbio y circular del agua. Pero no tiene sentido recular en el eje, en el anillo del tiempo. Intento no aportar lecciones de asco en un instante ajeno, en este instante de castillos de agua. Porque aquí permanezco y seguiré permaneciendo. No es este campo suficiente para diseñar espejismos. Me remitiré siempre al agua y a observar con detenimiento la hinchazón progresiva de mi miembro bajo la memoria de una mirada anterior.


Octubre 28

Me borro con otoño, Irene. Soy sonrisa con grieta, títere con asunto escurridizo. Y tarde con lluvia ésta que se cierra. Pero hay temor y no cesaré de repetirlo, hay forma hueca en todo esto, falta de envoltura, de borde, de sustancia, de mirada sobre la hoja, la tuya, digo, la que ahora me recorre. ¿Me cierro con lámpara, Irene? Trataré de caminar palpando las paredes, tenderé la cama, pondré plumas en la almohada. Igualmente buscaré sillas apropiadas para mantener la espalda recta. Hacerse un orden, me digo, una certeza con alfombra, un paso con tapiz. Busco esfera, noción de la raíz, tu vientre de cristal, tus senos creciendo en la penumbra. Aquí me estrello, me pliego a la lluvia, al lejano rumor de niños que comienzan a cantar y saltar cuerda mientras escampa, que hacen del barro la plataforma original del juego. Porque, después de todo, hay intento con tarde, hay índice de señalamiento y dos cuerpos en alguna instancia de la cama, en algún nivel de la sábana. Creo haber estado atado a una sensación plomiza. Hubo, en efecto, un llamado a la horma, una travesía con piragua, un salero precoz. Vuelvo a hablar de un atrevimiento: el de levantarnos de la cama y caminar hasta la nevera para tomar agua en coro. Sed con alarido mudo, me digo. Porque aquí la piel tiene que ser más rápida que el borrador, aquí hay que estar atentos al más mínimo descuido, no vaya a ser que un movimiento ágil de la página nos sustraiga este precario encuentro bajo la tarde, esta frágil comunión.


Retrato de Patricia

  

 

Andrés anunció haber conocido a una francesa en Châtelet. En pleno verano, hurgándola con los ojos desde una mesa cercana, le buscó conversación. Andrés echó mano de sus habituales artificios: se inventó una vida de administrador de empresas, confesó estar de paso por París, admitió ser un conocedor de arte contemporáneo. Del café fueron caminando hasta una fuente cercana donde sobresalían unas imitaciones de esfinges egipcias. La francesa terminó bajando las defensas y Andrés logró su objetivo: penetrar en su apartamento de la avenida Parmentier y gozarla hasta el amanecer.

Al día siguiente, entre eufórico y orgulloso, Andrés nos relató la hazaña. Detallando el ejercicio de su masculinidad hasta el asco, pudimos rescatar que la francesa respondía al nombre de Patricia, que sus ojos eran de un gris estrellado, que pronunciaba cada palabra como si la dijera por primera vez y que trabajaba de asistente con un grupo de arquitectos.

Andrés la siguió frecuentando y ella fue desentrañando lentamente la maraña de mentiras que aquél había tejido en torno a su vida. Al final, se conformaba con el estudiante que era, residenciado en Londres y de vacaciones en París. La vimos incluso en algunas fiestas comunes en las que —nos dimos cuenta— le gustaba ser bien atendida: buenos platos, buen vino, gestos refinados.

Andrés regresó a Londres y, unos meses después, volvía definitivamente a Caracas. Desde allí, fogosa aún la imaginación, le enviaba algunas postales en las que insistía en invitarla a pasarse un mes bajo el sol del trópico.

Sorpresivamente, cayendo en la dimensión de su torpeza, Andrés recibe un telegrama en el que Patricia anuncia su inminente llegada. No pudiendo alojarla en casa de sus padres —donde aún vivía—, Andrés llama a Gustavo y le suplica que le preste por unos días su cabañita de la Colonia Tovar. Gustavo no sólo se la ofrece sino que, días después, lo acompaña a Maiquetía para luego llevarlo directamente a la cabañita e indicarle todos los pormenores: ruta precisa, llave de gas, llave de agua.

Enrumbados ya hacia la Colonia y entendiendo apenas lo que hablaban, Gustavo percibe la incomodidad creciente de la francesa. Patricia deseaba llegar a Caracas, ser presentada a los padres de Andrés, ocupar el cuarto de huéspedes y cenar con la familia. Andrés contesta poca cosa, se sumerge en un extraño letargo y, de vez en cuando, repite las estupideces de un guía turístico. Llegan por fin a la cabañita y, apenas Gustavo abre la puerta, Patricia se escurre hasta la única habitación y se cierra con llave. Gustavo alza los hombros y busca a Andrés con la mirada. Este sábado —le dice— tengo una fiestecita en la casa; ¿por qué no se vienen y cambian un poco de aire?

Patricia aparece en casa de Gustavo sin Andrés. Gustavo no halla cómo explicarle a sus amistades esa presencia, Patricia se le acerca y, utilizando palabras elementales, le confirma que las cosas no andan bien, que el asunto de la cabañita no funciona, que Andrés no sabe qué hacer... Gustavo le dice que no se preocupe y le pone en las manos una copa de ron añejo con hielo.

Patricia se convierte rápidamente en el centro de la fiesta: la invitan a bailar, le piden que hable en francés, le enseñan una Caracas iluminada desde la terraza, le reponen la copa apenas se vacía.

Los últimos invitados se despiden y Andrés aún no busca a Patricia. La música de fondo queda sonando y Patricia, con el ron en la cabeza, le pasa los brazos por el cuello a Gustavo. Ambos cuerpos se deslizan hasta la cama y se desvisten con furia.

A la mañana siguiente, Gustavo intenta localizar inútilmente a Andrés. Con caballerosidad y convicción, le explica a Patricia que él trabaja para una empresa petrolera, que actualmente está asignado a Valencia y que no tendría ningún inconveniente en llevarla consigo. Cuentan, pues, que Patricia culminó su mes de estadía al borde de la piscina del Intercontinental, pidiendo cocteles exóticos y esperando todas las tardes a Gustavo, quien llegaba sudoroso hasta su cuerpo para arrancarle el bikini con los dientes.

De vuelta en París, Patricia nos habló de la gentileza de Gustavo, de las olas de Patanemo y de la vivacidad de la gente. No obstante, algo en el recuerdo la perturbaba.

Una tarde de otoño, después de meses sin verla, telefoneó a la casa para invitarme a tomarnos un café. Me dio cita cerca de su trabajo. La encontré algo enflaquecida y sin el bronceado de la última vez. Comenzó hablando inconexamente: los recuerdos del Intercontinental, los recuerdos amargos de su infancia en el campo, la dulzura de Gustavo, la torpeza de Andrés, la rutina del trabajo, la manera de vivir en Caracas, las playas, los cocoteros... Del café pasamos al vino mientras la tarde va deslizándose lentamente. Patricia me pide que la acompañe a la oficina para buscar su cartera. Al llegar, me enseña las mesas de diseño, los proyectos en cierne, la remodelación de un museo. Luego se acerca a su escritorio y, abriendo una de las últimas gavetas, saca una botella de vino tinto y dos copas de cristal.

La noche cae y la conversación se transforma en confesión. El vino me hace percibir a una Patricia desconocida: torpe, simple, frustrada. Poco a poco, la vida que se ha inventado va desplomándose a pedazos: no es una asistente sino la secretaria del gerente, nunca pudo concluir sus estudios, tiene dos o tres amantes que le dejan remesas mensuales en algunos bares.

Con los labios entintados y los ojos acuosos, ensayando desesperadamente el último recurso, se desabotona la blusa y atrae mi rostro contra su pecho. Tiene que ser aquí —dice—, tiene que ser aquí. Patricia me sienta en la silla del gerente y, desembraguetando mis pantalones, cabalga agitadamente sobre mi cuerpo con los ojos entornados.

De los que intimamos con ella, nadie quiso asociar su desnudez a una desgracia, nadie quiso admitir que las dos enormes cicatrices de sus senos remitían a una cirugía plástica mal concebida, nadie hizo referencia a una extraña mueca de la boca que afloraba cuando se sentía a disgusto.

La última imagen —me temo— es extrema: Patricia semidesnuda que solloza y camina ciegamente por la oficina, Patricia que habla de un viejo romance crucial en su vida, Patricia que describe a un joven aristócrata de Normandía, Patricia que recuerda el día en que el joven le dice que la dejará, Patricia que rememora las exactas palabras finales: eres lenta, Patricia, eres lenta; tendrás que verte con alguien; debe ser esa extraña enfermedad de cuando niña, debe ser esa meningitis mal curada.