Material de Lectura

De El estiércol de Melibea

 

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Por eso vuelvo a aquella tarde, cuando decidí abordar un vaporetto para ir a “San Giorgio II Maggiore”. Se trataba de una exposición de dibujos —de Tiépolo a Canaletto— prestados por coleccionistas ingleses. ¿Qué era más atractivo? ¿Los dibujos? ¿El edificio mismo, con su claustro, sepias de todos embarrados al mar? ¿La lejanía del “Campanille”? ¿La “Piazza” con el café “Florian” y las orquestas al aire libre, siempre tocando valses, ya vieneses, ya —alguna vez— mexicanos? ¿O los ancianos británicos, observando sus propiedades, convertidos ya en piezas de museo? No me sentí bien. Reitero que fue demasiado. Tomé el vaporetto para regresar pero equivoqué la ruta, que me llevó, por eso, hacia el lado contrario, al de la “Giudecca”, siniestra isla contemplada desde Venecia.

Fue mi oportunidad de conocerla. Desembarqué. Jamás estuve antes en islote tan pleonásticamente aislado: feo, desolado, gris, vacío de alma, ¿no era un equilibrio a la belleza de Venecia? Lo recorrí de punta a cabo pensando que me encontraría con la indispensable plazoleta y la iglesita que todo vecindario tiene: nada. Cerradas las persianas, sin tiestos, ni flores, ni verdor alguno, el lugar era el adecuado para alguien como Bela Lugosi. Regresé de inmediato hasta la fermata donde había —única cosa viva— una taberna. Mientras llegaba el vaporetto, entré. ¿Se llama así la isla por Dante, en honor a su “Infierno” y a su Judas hecho trizas por los dientes de Lucifer? ¿O la “Giudecca”, informadora de infortunios le sugirió al poeta el nombre en donde se encuentran también Casio y Bruto como castigo a la traición? El gélido viento desprendido de las alas del Diablo podía sentirse en las calles del larguísimo islote, membranoso como los murciélagos. ¿Fue Judas, él mismo, quien dio cabida a los dos sitios, separada y arteramente?

Frente a la taberna estaba el más alucinante conglomerado de la ciudad, si así puede llamársele a Venecia. Tal el sentido de la “Giudecca”, es decir, servir de mirador al grupo de edificios formados desde “La Salute” hasta los confines de esa espiral interminable de puentecitos y de callejones, laberinto que, regresando a la “Piazza” respira a plenos pulmones, libertado. Algunas veces, tomando la copa en el “Harry’s Bar”, a mi vez contemplaba la desolada porción de isla donde ahora, al lado de unos marineros viejos y un par de parroquianos, pedí una garrafa de bianco. Decidí emborracharme para disipar el agobio sin saber, iluso, que habría de subrayarse. El mar, picado, de un color malva al principio, cenizoso después, salpicó el horizonte cortando la cúpula de “La Salute” de manera tan arbitraria como hizo astillas el “Campanille” y la frágil esquina del “Palazzo Ducale”, cueva, al parecer, del propio Eolo. Pensé en las bodas de Venecia con el océano que, año con año, el Bucentoro celebró mar adentro: arrojado por la borda el anillo, el consorcio se afincaba dejando a la ciudad dueña absoluta de las aguas.

Los edificios —tragos de bianco de por medio— se desmoronaban para rehacerse de inmediato, en el mito del eterno retorno. La hermosa pesadilla amenazó con eternizarse para mí, sólo para mí, como un regalo, el adecuado para salir de lo pútrido de mi ánimo o para apurarlo hasta las heces. No hacía mucho había asistido a una mostra cartográfica donde mapas de todos intentaban dar crédito de la existencia de Venecia, incomprensible aún más con génesis y desarrollo pintados en tan antiguos pergaminos. Con todo, era inaudita tal arquitectura comenzando por la idea de fincarla sobre pantanos. Y ahora, con una lluvia de muy finas agujas, se quebró sin remedio, movida, además, por las pequeñas olas guiadas por una luna invisible que a su vez impedía, en el embarcadero de la Piazzetta, navegar a las góndolas. Por eso era fácil deducirlas bamboleantes, varadas, como quien tiene sueño, está a punto de desvanecerse o se ha mareado. También —eso era exactamente— formando en sí mismas un cortejo luctuoso, fúnebre pero altivo.

Seguí bebiendo, no sin dejar de acariciar un bolsón de plástico donde guardé unos mocasines recientemente comprados para sentirme acompañado: un fetiche, en suma, de utilidad. ¿No hacen las mujeres sortilegios así de salvajemente acertados? El picoteo de la lluvia sobre el mar siguió, siguió estremeciendo puentes, canales, iglesias y edificios en un manoseo cruel y por eso mismo efectivo. Sería yo, repito, el depositario de una contemplación: la del hundimiento del más inusitado sitio que el mundo ha construido para enaltecerse y borrar la fealdad. Las dos aguas, en lucha, me embrutecieron porque aquello era de una perversidad incorregible. ¿No es el Demonio, según precisamente Dante, la carencia total de inteligencia? Me sentí, por decirlo así, con una sensibilidad sin cerebro; me sentí, también, sin esqueleto. Entonces recordé, en ese instante, otro suceso semejante: en el entronque del Gran Canale con la Via Garibaldi una mañana atisbé la entrada de un buque de tonelaje amplio que partió a Venecia por la mitad. Cerré los ojos: lo que iba a contemplar, ido el barco, era una especie de homicidio. Pero, la ciudad, acostumbrada a tales aventuras, las libraba siempre a sangre fría: espejada en el agua, después decapitada, se sumergió para salir de nuevo a flote, rejuvenecida, como quien, después de bañarse, se sacude el cabello a la manera de la propia Afrodita. Venecia la imitaba hundiéndose hasta el lecho del canal para en él compartir con todos los dioses del Olimpo sus empapados miembros.

Y yo —¡qué asombro!— seguí vivo, recargado en el puente, adornado con arbotantes muy altos, flamígeros, y una escalinata deslizada hacia el mar, en un lavatorio de pies muy poco religioso. Yo —digo— después del desastre existía en tierra firme, paralizado, con la necesidad de alguna explicación provechosa. Porque la edificación de Venecia es, por efímera, una alegoría de la existencia: sí, por mucho que un geómetra me hubiera dicho que jamás se hundiría, creencia de masas estúpidas. Y sonrió de la falsa hecatombe enseñándome, al interior de la Basílica, la procedencia de los mosaicos bizantinos. Lo cierto es que él tenía razón, ya que después de haber sido destrozada por el bello armatoste —de chimeneas muy blancas y bandera italiana— el monto de las ruinas dio marcha atrás, en un inusitado salto hacia el pasado que fue, también, un brinco para alcanzar el porvenir.

Sentado, pues, junto a la taberna de la “Giudecca” —que no dentro—, seguí contemplando una faz cacariza de agua y piedras. La Piazzetta se acomodó a los grises, en tanto que la cúpula de Santa María delta Salute subió, ya sin cimientos, hacia la cúpula mayor, la de un espacio que la guillotinaba. Ya era, ahora, el globo donde la Virgen asienta los pies, sin permitirse mirar al dragón. Al propio tiempo —Jano a fin de cuentas— aquella dualidad de Venecia, acuática y terrestre, era una forma de la burla, de un devaneo amoroso que en castigo a sus extravagancias se volvía pestilente hacia adentro, donde se angostan los canales. Allí lo medieval no es una mueca; es un saludo, palúdico, al caminante, o a quien vende frutas y verduras en lanchones-mercados. Entonces tomé el vaporetto a propósito, ahora sí, en la dirección contraria a San Marco: la que me llevó, de paso por la Ferrovia, hacia los costados que salen hacia el mar.

No explicaré mi desolación aunque haya sido producto de la arquitectura y lo que nada avariciosamente guarda para sí. Pero como el estado de ánimo anunció su llegada, el bolsón de plástico me indicó la magia de tirar mis zapatos usados al canal para estrenar los mocasines de peccari. Fueron mis ínfimas y —ellas sí— pedestres bodas con Venecia. Pasé por unos barrios rascuachones, más bien amargos, en los que los Palacios del Gran Canale dieron lugar a los antiguos astilleros, vacíos de años, donde tiempo atrás se fabricaron buques que fueron de Lepanto: barcos belicosos que salieron de unas oquedades que así, abandonadas, imprimieron en sus paredes músculos y costillares de eso que, a mi vista, dejaron ya no embarcaciones, sino domésticas ballenas. ¡Qué impresión de vacío!: la de un Gargantúa hastiado de sus vicios. ¿Dónde quedaron el Palazzo Labbia y sus conciertos en homenaje a Marcel Proust? ¿Dónde Fauré, Frank, Debussy? ¿Dónde la sala adornada con frescos de Tiépolo? Seguí, seguí mirando ya un horizonte más bien caliginoso, ya mis zapatos negros; ya, pronto, el Cementerio, camino hacia Murano.

El vaporetto no se detuvo allí. Continuó hasta Torcello con mi doble mareo a bordo: el de la belleza y el del bianco. Intenté bajarme y pasar la noche muy cerca de los edificios románicos, pero la falta de esqueleto no me dejó moverme. El barco regresó, abolido ya el tiempo, hasta desembarcarme precisamente en los Fondamenti nuovi, lejísimos de todo. Luego, rendido —a marchas forzadas— hasta el hotel, “La Fórcola”, tan cercano a los barrios judíos. Me metí en cama, literalmente enfermo, afiebrado. ¿De qué, de quién? De Venecia. A macha martillo, por propia voluntad, me quedé varios días más, empeñado en que me pasara la crisis, sin huir, pues por mucha que fuera mi imbecilidad pude atender al llamado de saber que nada de aquello me pertenecía; que no había riesgo alguno de protegerme de un hábito falaz. La arquitectura, viva, es tan alarmante como la peste; tan contagiosa como un poema, llámese Homero, Virgilio, Dante; llámese así una calavera de cristal de roca —azteca o maya— donde el Universo se reúne. ¿No resulta Venecia un genial disparate?
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Mayo de 1989