Material de Lectura

 width= Federico Campbell



Selección y nota
introductoria
de Leobardo
Saravia Quiroz




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Nota introductoria


Vi hace poco en el cementerio cercano a Playas de Tijuana una lápida con el nombre de José Banuet. De inmediato pensé en el parentesco que lo unía quizá con ese Mickey Banuet que Federico Campbell persigue como presencia huidiza y onírica en su cuento "Tijuanenses". En esa historia de la vieja Tijuana lo irrecuperable y melancólico subsiste en esa prosa demorada y minuciosa; se trata de un fantaseo escéptico sólo posible en la ficción impune e inmune de la literatura.

En Federico Campbell llama la atención, por un lado, su insistencia en la vertiente ominosa del poder, y por otro, su afán de memoración de imágenes sepias de la adolescencia, de sitios y símbolos de la "caverna natal". Obsesiones fructíferas para la cultura mexicana, a la cual introduce autores casi desconocidos en México: italianos y estadunidenses, especialmente. Campbell se interesa por el minimalismo y el periodismo europeo, escribe sobre la historia oculta del país: aquella que tiene que ver con las sagas del narcotráfico, los cacicazgos políticos regionales, el peso decisivo del centralismo o las distintas literaturas que emergen fuera de la metrópoli.

Sus intereses se orientan a la literatura italiana contemporánea, y las coloridas variaciones temáticas y estilísticas de la narrativa estadunidense, además al género negro en cine y literatura, las veleidades de la sociedad de consumo, el poder y el cui dado en su desigual contienda. Aficiones que son obsesiones: el poder político y su capacidad de transformación vesánica; el amor como una apuesta al desencuentro y la melancolía; los signos y símbolos del oficio de escritor que se reiteran flaubertianamente durante páginas y páginas.

El autor mexicano encontró en Leonardo Sciascia análogas preocupaciones desarrolladas ya por el autor italiano. ¿México es una metáfora siciliana? Lo es desde varias perspectivas: en el laberinto de la cortesanía como medio de escalafón político, la connivencia generacional al margen de la ética; por el sometimiento de la clase intelectual a los dictados de un Ogro filantrópico, un Big Brother omnisciente y ubicuo. El poder desde esa perspectiva es una construcción orwelliana reconocible no por su rostro sino por las acciones que la colman y definen. En la calculada vesania de sus personeros, en la ubicuidad de su presencia, en los mecanismos que le permiten instantánea respuesta a la disidencia. La metáfora sciasciana es fértil detonador de conjeturas, coartadas temáticas y analogías sobre el presente del país en que vivimos.

En una literatura como la mexicana, sin sentido del humor, ajena a la fantasía e inepta para resolver dramatismos, llama la atención la intensidad inusual de Campbell para describir el desencuentro amoroso. Una suerte de vigilia crítica no abandona al amante solitario, ni ante el acoso de la memoria ni ante el poder y sus desmesuras. Los personajes transcurren al arbitrio de sus mínimas y definitivas tragedias diarias, en la realidad anticlimática de sus días y sus devenires urbanos. Más que la desesperanza, más que la irritación moral, veo un profundo escepticismo melancólico en esa escritura.

En los cuentos de Campbell persisten los temas de siempre, disfrazados o explícitos. A veces se refieren a la obra negra del oficio: la tipografía, las reiteraciones fonéticas, el valor aislado o actuante de ciertas palabras, el campo minado de la traducción y las etimologías. Casi siempre el extravío del solitario en las galerías de la memoria, evocando la migración familiar, la visión fragmentaria de lugares habitados en la niñez, uniendo los cabos sueltos de la educación sentimental del joven fronterizo que fue.

En los relatos de Campbell no priva como en su novela Pretexta la indagación de los métodos del poder político, la inmersión en los húmedos pasadizos de la represión social. Se advierte un esfuerzo por recobrar la memoria sentimental que en muchos casos lo es también colectiva. Sus relatos giran alrededor de una ciudad convocada, que es una y diversas. En "Tijuanenses" aparece una ciudad apenas pueblerina que ya se resiente —como diría Rubem Fonseca— de un "pasado negro". Es una Tijuana que un adolescente, paralizado por la timidez, imagina constelada de gestas épicas: surcada por las pandillas de muchachos bien, enmarcada por el ritmo melódico del hit parade norteamericano, prestigiada por los Pegasos y el talento de Mickey Banuet para el basquetbol y los golpes. En este relato, se advierte una ciudad al arbitrio de lo acumulativo, del todo sujeto a la transición y al cambio, al imprevisible itinerario de las biografías perdidas, en eterno desencuentro, por la migración profesional, por el desplazamiento citadino, por la desaparición en un lugar provisional, esperando esos papeles, ese cruce, ese destino en un suburbio de Los Ángeles. La evidencia de una ciudad que sólo mantiene para quien la recuerda o la ama, algunos sitios, ciertos nombres, o unas cuantas calles (a veces sólo una, por todos conocida). En otros textos (pienso en Todo lo de las focas) contrasta paradójicamente lo alejado y tangencial del paisaje tijuanense con el vigor de la evocación. En otros, la literatura cumple funciones que la sociología soslaya.

Federico Campbell atiende la exigencia de una escritura demorada en detalles; que fluye engañosamente fácil marcada por influencias literarias, dos o tres filmes indispensables y un signo de época que se expresa en multitud de elementos y detalles. Su interés en las castas gobernantes y su tentación homicida se expresa incluso en la autobiografía sentimental o en la composición del lugar de la adolescencia. Algunas escenas describen una ciudad ya perdida, que informan de manera convincente de su pasado: los magnates a la Scott Fitzgerald que poblaban el Salón Aurífero del Casino de Agua Caliente; algún volante que anuncia la presentación de Eduardo y Rita Casino; las galerías de nombres definitivos en la calle Mayor: Aloha, Blue Fox, Waikiki; o la escena de un Chevrolet verde olivo de la U.S. Army llevando un cadáver mexicano con púrpura medalla póstuma a alguna barraca de la colonia Libertad.

"Tijuanenses" nos confirma a un Campbell como escritor en pleno dominio de sus facultades, al que esperan proyectos mayores, de los cuales él mismo ha hablado en distintas entrevistas y conversaciones; sobre todo en el área que lo apasiona: los desmanes del Estado, la veleidad testimonial de la historia, la prensa y el poder, lo inhabitable de la modernidad urbana, las historias nimbadas por la melancolía y el escepticismo.

Los relatos de Federico Campbell no se agotan en la tensión de lo climático. No buscan esa coartada; transcurren sobria y persuasivamente en torno de estados de ánimo, de sucesos mínimos y categóricos. Una especie de implosión secreta mistifica la rutina y se instala en la cotidianidad. La vocación discursiva de Campbell no desmerece sino que se cumple magníficamente en las obsesiones que lo ocupan; en la precisa evocación de esa caída anímica; en historias urbanas transidas de emoción y sobria melancolía. ¿Qué guía a estas narraciones? Azarosas correspondencias ajenas al autor que definen las tramas impredeciblemente.

Para Federico Campbell, Tijuana es tierra del nunca jamás, un escenario que la memoria apresa fallidamente; creándola de continuo. Ciudad talismán, sólo posible en la alquimia de la escritura o en la fragua evocativa de quien se sabe forastero. Ciudad imantada por sentimientos encontrados, de amor y aversión. Los lugares de esa ciudad son signos extraviados, señales en un mapa innominado, instrumento literario que conspira junto con la memoria personal para falsificarlos. La prosa de Campbell transcurre lenta y persuasiva, con una sequedad que neutraliza cualquier desafuero emocional. La prosa se ciñe a su finalidad narrativa pespunteada por la aparición de nuevas inquisiciones y motivos temáticos que la enriquecen y le dan una densidad literaria con instantes de revelación.

La bitácora personal y familiar es un espacio encantado por referencias cruzadas y signos indescifrables incluso para el escritor que los observa evaporarse en sus manos. Todo se desdibuja y desaparece. El autor elige la identidad de confesor y demiurgo melancólico. La ciudad real, cruzada por ráfagas de violencia y postales de aislamiento, no existe. Toma su lugar otra, distinta y sin embargo, la misma; de alhajas más preciosas y recuerdo duradero: la ciudad de las galerías de la memoria.


Leobardo Saravia Quiroz

Tijuana, Baja California; octubre de 1995

 




Federico Campbell (Tijuana, 1941) es autor de las novelas Pretexta, Traspeninsular y La clave Morse; una crónica siciliana, La memoria de Sciascia; un ensayo sobre La invención del poder; un libro de entrevistas literarias realizadas en Barcelona en 1970, Infame turba; un manual sobre Periodismo escrito; una especie híbrida de diario literario, Post scriptum triste; un volumen de relatos, Tijuanenses; y una reflexión sobre crimen y poder, Máscara negra, entre otras obras. 


Anticipo de incorporación

 


Mi madre y yo nunca nos llevamos muy bien. Único hijo entre dos hermanas, pronto me di cuenta de que nada tenía que hacer en territorio enemigo. Se trataba de una batalla perdida de antemano; escapé en cuanto pude de aquella casa tomada desde los cimientos por el gusto, el tono, la mirada de todas las mujeres que rodeaban a mi madre.

Allí y entonces se procuraba no hablar mucho de mi padre. Prácticamente desvanecida a lo largo de la semana, su presencia se concentraba de pronto, altisonante, en noches y madrugadas de alcohol y café. Las calles por lo demás se habían vuelto intransitables: el asalto montonero y súbito de otras pandillas, la impotencia para incorporarme a otros grupos de enchamarrados clubes de basquetbol, los Free Frays, los Pegasos, los Dragones, forzaban mi cada vez más cotidiano encerramiento. Me vi en­tonces poco más tarde, al terminar el verano, dentro de un Tres Estrellas de Oro que al trasponer el puente de la presa Rodríguez me arrancaba, por primera y quizás última vez, de aquella Tijuana adolescente que no supe hacer mía.

La cortina de la presa, alta y blanca, como la muralla de un castillo infranqueable, marcaba un punto de partida, de abandono, un desprendimiento definitivo y acaso prematuro. En las estribaciones de Tecate, al lado de los viñedos y los interminables olivares de Matanuco, el terreno verdeaba en algunas partes apenas rociadas por una lluvia mezquina. Unas rocas majestuosas y lisas parecían recién esparcidas, separadas unas de otras, por el vómito prehistórico y volcánico de las montañas que se desdibujaban en la lejanía morada y oscura del horizonte. Probablemente me quedé dormido cuando curveábamos por las subidas y bajadas de la Rumorosa. Horas después, la noche en todo su esplendor y su silencio, el cielo abierto y estrellado, me sumía en una meditación suave, como en duermevela, que por un lado ponía delante de mí el enigma de una ciudad como Hermosillo y detrás la repentina aparición de mi padre en la terminal de los autobuses: me regalaba unos chicles poco después de que mi madre pusiera en mis manos el boleto del viaje. Lo recordaba, sin embargo, en momentos de exaltación y locuaz: la brusca intrusión en la casa cuando todos dormíamos, el violento encendido de las luces, los discursos, los irrefrenables monólogos que nos imponía a gritos y tensas pausas, la obligación impulsiva de tomar café.

El anaranjado amanecer del desierto, volvía muy tenues aquellas impresiones. El sueño a medias, dulcemente interrumpido por el camino en recta y las muy infrecuentes curvas, la pasividad gozosa de sentirme transportado y la sensación de desvelo, equivalían al paso de la noche a la mañana, a la ausencia de mi casa, de la leche tibia, de los juegos con mis hermanas y del pirul caído en el barranco, donde nos escondíamos, pero también cancelaban un infierno, acaso momentáneo, que me expulsaba a cualquier parte del planeta. Sentía que me recostaba en el mundo.

Sedante, el efecto de la luz sobre la ventanilla, la quietud de los cactus y las chollas, me despabilaba y sólo tenía ojos para contemplar mi futuro inmediato, para adivinar en lo posible si aquella Hermosillo distante enclavada en la llanura desértica coincidía con mis preconcebidas ideas o mis temores.

Era como si hubieran evacuado la ciudad. Hacia las cuatro de la tarde las puertas de las casas permanecían cerradas. Nadie en las calles. Las plantas de sol se caían vencidas, quemadas. Un aire cálido, oleadas de viento, un incendio inubicable, cargaban la atmósfera, pero antes del anochecer las avenidas sin pavimento eran regadas por pipas que surgían entre el polvo imprevisiblemente a lo lejos y se desplazaban lentas, pesadas y generosas; se olía la tierra mojada, el suelo amarillento mientras yo caminaba por la calle Garmendia. Iba al cine. Sudaba. El relente de la medianoche reavivaba una íntima capacidad de ilusión. Pronto vendría septiembre, se cerraría el periodo de inscripciones, empezarían las clases en la preparatoria.

Y entonces empecé a marchar.


El primer domingo de enero nos presentamos en el cuartel. Salimos en formación cuando aún no había salido el sol. Más de mil hombres desvelados y friolentos éramos los únicos seres vivientes en aquella ciudad apaciguada. Marchábamos de cuatro en fondo, sin armas ni uniformes, reclutas recién convocados para una improbable movilización general. Avanzábamos frente a las escalinatas del Museo y la Biblioteca pública buscando la salida hacia el descampado. La escala monumental de sus pétreas columnas daba al Museo un aire de la Roma imperial. Vino entonces la orden: debíamos correr a paso veloz. Sin darnos muy bien cuenta las casas de las afueras empezaban a quedarse atrás, a medida en que rompía abiertamente la mañana.

A lo lejos se perdía la vista en el valle horizontal y seco. Nos dividíamos en grupos, dirigidos cada uno por un sargento. Transcurrida la mañana en ejercicios de gimnasia y marchas, recibimos hacia el mediodía instrucciones de concentrarnos a lo largo de un bordo que indicaba el límite entre los sembradíos de algodón y un canal de riego. El mayor Dorantes subió entonces a lo alto de un promontorio. Le colgaba del hombro una bolsa de lona verde olivo, como a un cartero desmañanado que en el campo de batalla se hiciera esperar parsimoniosamente ante nuestras solícitas miradas. Con un ojo en nosotros y otro en la lista que desplegaba frente a él, uno de los sargentos, el mayor Dorantes, fue gritando nuestros nombres de soldados. Uno a uno y alternativamente dábamos un paso al frente y, en posición de firmes primero, luego saludando, recogíamos la cartilla reglamentaria que el mayor iba sacando de la bolsa de lona. Quienes teníamos menos de dieciocho años la recibimos al último: Nombre del soldado. Matrícula 4221363-2. Anticipo de incorporación según oficio 54069, expediente D/143/184453, 30 de junio de 1960 (solicitud previa). Departamento de Reclutamiento e Identificación Militar. Secretaría de la Defensa Nacional. Servicio Militar Nacional. Clase "1943".

—¿Quiénes han tocado antes tambor o corneta?

—Yo —mentí sin querer. Supe entonces que podría hacerlo todo, todo lo que antes no me había atrevido a hacer y para lo que no me sentía preparado. Y así, cada domingo nos separábamos del regimiento dando cuerpo a una banda de guerra estridente y desacompasada. Nos turnábamos en la escoleta; unos tocaban mientras otros dormíamos y fumábamos entre los algodonales hasta que venía uno de los sargentos y nos ordenaba volver al cuartel.


Todavía a oscuras, de diferentes puntos de la ciudad salíamos de prisa a tomar la primera clase de la mañana en la preparatoria. Todos convergíamos, recién despiertos y en silencio, en la explanada de donde se desprendía la primera nave del edificio; un letrero de mosaicos cobrizos configuraba, por encima de nuestra indiferencia matutina, una sentencia indescifrable: MÁXIMA LIBERTAD DENTRO DE UN MÁXIMO DE ORDEN.

Hacia las doce del día, al vaciarse la escuela, la consuetudinaria dispersión de los grupos cobraba otro ánimo. Caminábamos en bola. Nos deteníamos a tomar un refresco.

—Siempre he andado entre dos mujeres —les decía a Graciela y a Laura.

—Nosotras te cuidamos —dijo Graciela.

Veíamos de paso a Jacinto Astiazarán, el pelo cortado a la cepillo y al rape alrededor de las orejas, que calentaba su Islo como si fuera una Harley-Davidson. Llevaba una chamarra negra de cuero y cuello blanco de borrego. Los lentes ahumados lo hacían aparecer más grave y ensimismado, interesante, mientras se ponía los guantes de gamuza, solo, siempre solo, siempre un jinete solitario en la pradera que salía disparado y raudo montado en su motoneta.

Al despedirme de Laura y de Graciela, vi la gran mole del Museo y Biblioteca del Estado que descollaba, contra el Cerro de la Campana, como el cuerpo más alto de la ciudad. Me sentía cada vez más pequeño e insignificante al irme acercando a la escalinata, como si debiera tomar aire antes de acometer escaño por escaño aquellas columnas de inevitables evocaciones románicas. Los enormes volúmenes de las dos alas laterales confluían en rectas verticales, caían sobre una reja que guardaba la estatua del general Abelardo Rodríguez. Sobre los corredores, a la entrada de la biblioteca, buscaban la sombra fresca algunos estudiantes en cuyos ojos aún persistía la concentración de la lectura.

Entré en la hemeroteca. Puse los libros sobre la mesa y empecé a revisar los periódicos de Baja California que llegaban con dos o tres días de retraso. Tomé uno del jueves. Era sábado. Una nota perdida en las últimas secciones me dejó helado. Tomé los libros a la carrera, y salí corriendo por las escalinatas del Museo, no sabía hacia dónde. Abajo vi que Jacinto Astiazarán dirigía las prácticas militares con los comandos del Pentatlón. Aullaban, golpeaban el suelo con sus marciales pasos de ganso. Corrían al trote y seguían a Jacinto Astiazarán, recto, vertical, metido en su chamarra de cuero, lentes oscuros, pantalón de mezclilla y altas botas negras de caballería, allí, abajo, en aquel campo, en aquel peliculesco Zeppelinfeld de Nürenberg.

A las doce y media salí de clases. A las doce cuarenta y cinco entré en la hemeroteca.

Hojeé los periódicos que se editaban en Tijuana. Leí las primeras páginas. Repasé las secciones interiores. Abajo, en una esquina: VIEJO TELEGRAFISTA HERIDO A PUÑALADAS.

A la una y diez bajé corriendo las escaleras del Museo. A la una y cuarto iba caminando por las calles, sin rumbo preciso. A las tres de la tarde alguien puso en mis manos un boleto en el andén de la terminal. Y me fui. A las seis de la tarde atravesaba el desierto en un autobús rojo y muy frío. A la media noche remontaba las cuestas de la Rumorosa.

A las cinco de la mañana entré en el hospital civil de Tijuana.

Su barba, prematuramente gris, sobresalía por encima de las mantas: mi propia frente, mis propios ojos. Existía la prohibición expresa de agitación y cigarros. Nunca antes me había visto fumar. Me acerqué a su cama con el cigarro entre los dedos. Me pidió una fumada. Fumó un poco, y sonrió. Le di un beso en la frente.

Me fui al pasillo a seguir fumando. La silueta de la torre de Agua Caliente empezaba a contrastar con el fondo del amanecer. De vez en cuando me asomaba a su cuarto. Dormía en paz, tranquilo, pausado, como un niño.

Muchas horas después aparecieron mi madre y una de mis hermanas en el corredor.

—No sabíamos que estabas aquí.

—¿Por qué no me avisaron?


Volví a Hermosillo.

—Cueros —dijo el mayor—. Hay que cooperar. Por cada cuero de chivo que me traigan les pongo dos domingos. Vean cómo están; de quince tambores doce están rotos. A unos cámbienles el cuero, pónganles el de abajo y dejen el de arriba, cosido, péguenlo con lo que sea; las cuerdas sobre la rasgadura.

Tenía muchas faltas. Unas acumuladas por los domingos del verano, las vacaciones y las mañanas en que no lograba despertarme a tiempo, otras por el viaje intempestivo a Tijuana. En casos semejantes había que volver a marchar el año siguiente.

"Por cada cuero, dos domingos", había dicho el mayor.

Me fui entonces una mañana hacia las afueras de Hermosillo, por rumbo de Villa Seris, con los aros en la mano.

—Aquí no tenemos —me dijeron en un rancho.

—¿Qué es lo que quiere? —preguntó un anciano.

—Cueros de chivo.

—No, aquí no.

Más hacia el sur se veía una casa de adobe y junto a ella una torre de ladrillo. Una mujer lavaba ropa y la tendía sobre los alambres de púas de una cerca. Al aproximarme a ella vi al fondo una pista de aterrizaje resquebrajada y un pequeño reflector oxidado encima de la torre de control.

—No sé si deban estar curtidos o no —le dije.

—Aquí están éstos —respondió la mujer señalando unas piezas cerdosas y duras sobre la alambrada, bajo el sol aplastante—. Pero tienen pelo.

—¿Cincuenta pesos?

—Sí.

También tenían sebo. Los fue metiendo en una pileta de concreto con agua caliente. Coloqué los aros en una banca larga de madera, muy frecuentada por moscas. La mujer, descalza y con la falda en algunas partes mojada, tenía hirviendo una gran olla de cobre en la que echaba jabón en polvo y en la que movía con una vara unos pantalones.

—Un rastrillo, señora, ¿no tendría usted un rastrillo?

La mujer entró en la casa y volvió —las manos húmedas, los dedos en pinza— extendiéndome un rastrillo enmohecido y una navaja de rasurar roja.

—Qué bien, oiga: gracias —le dije. Luego transcurrió una pausa, un silencio—. ¿Usted no tiene niños?

—Por allí andan. Les da por irse al monte.

Me acerqué a ella y sin decirle nada metí un balde en la olla de agua jabonosa. Uno a uno los cueros informes, crudos y pintos, fueron ablandándose en el agua caliente. La señora se acomidió con la vara rescatando las pieles humeantes. Las extendía al lado de los aros, sobre la banca, y el rastrillo entró trabajosamente en la pelambre enjabonada. Residuos de grasa se escurrían entre pelos y moscas cuando sentí que algo me ardía hasta el hueso en la coyuntura de los dedos.

—Laura...

—¿Por qué me dice usted Laura?

—No, es... me parece que me corté.

La sangre me corría en hilos sobre el antebrazo. La mujer se enjugó las manos sacudiéndolas, terminó de secarlas frotándolas en la falda.

—Venga —me dijo.

Adentro de la casa una hamaca colgaba de una pared a otra, sostenida por dos troncos empotrados.

—Así se llama mi hermana —le dije sin querer.

—Siéntese allí.

Esperé sentado sobre la hamaca. Se perdió por la única puerta que daba hacia atrás. Solo, alcancé a ver debajo de un catre una escopeta recortada y en lo alto de la cabecera un calendario de la cervecería Moctezuma. En una repisa una veladora iluminaba tenuemente un pequeño cuadro de la virgen del Carmen y la fotografía de un hombre en camiseta.

El aguamanil de bronce que traía sobre una palangana cuando reapareció la señora me impulsó a decirle algo... pero me quedé callado. Permanecí con el brazo firme, hacia arriba, y la mano suelta, el codo sobre la palma de la otra mano. La sangre entre los dedos se había coagulado. La mujer entonces empujó con el pie un pequeño taburete frente a mí, a la altura de mis rodillas, y se sentó poniéndose la palangana sobre los muslos. Me tomó de la muñeca y me fue llevando suavemente hasta el peltre blanco de la palangana mientras vertía el agua tibia del aguamanil. Con la yema de sus dedos fue diluyendo la costra de los míos. Trajo una toalla recién planchada que olía a sol. Me cubrió la herida; luego destapó un frasquito de mercurio cromo.

—No; así está bien —le dije.

Me vio entonces salir al patio y me dejó recoger como pude, con una mano, los cueros. Los fui encimando sobre los aros. Aún escurrían y se untaban, tomaban la forma de la circunferencia que les correspondía. Oí el chorro del agua corriente a mis espaldas; la mujer lavaba el rastrillo; extrajo después la navaja y vino hacia mí.

—Con cuidado —dijo. Encajó la navaja de derecha a izquierda y circularmente rebasando un poco el perímetro de los aros. Repitió el corte perfecto en los cueros que empezaban a perder humedad y a pasar de un tono pardo a uno blanquecino. Tensos, los aros resistían bajo el sol la tirante contracción del pellejo. Nos retiramos hacia la sombra. En la banca alargada los cinco cueros circulares se alineaban en formación recta y marcial.


La banda de guerra, hacia las once de la mañana del 16 de septiembre, encabezó la columna del primer batallón de infantería del Servicio Militar Nacional. A paso redoblado, fuimos tomando posiciones a lo largo de la avenida Serdán. Por primera y única vez conocimos el peso de un máuser con la bayoneta calada sobre el hombro. En los tiempos muertos, mientras los contingentes de escuelas y otros grupos confluían en la ruta prevista, nos manteníamos en descanso fumando y comiendo jícamas y pepinos con limón. Galones y borlas rojas nos distinguían a los tambores y cornetas del resto de la Compañía. Nos acomodábamos la cuartelera, le ajustábamos la escarapela tricolor reglamentaria, cuando de pronto dobló por una esquina, solo, enfundado en un traje de cadete azul violeta, casi gris, casi blanco, casi acero, Jacinto Astiazarán. Transcurrieron varios segundos antes de que la escolta del Pentatlón girara noventa grados y se desplazara paralelamente a nuestra compañía seguida de cinco pelotones de pentatletas. Separado por lo menos diez metros de sus subalternos, Jacinto Astiazarán marchaba enhiesto levantando un sable plateado frente a la nariz, entre ceja y ceja, a la altura del quepis. Los miembros del Pentatlón vestían camisas negras y polainas blancas, una manada exacta de cascos también blancos y con redes de paracaidista, cada comando con una metralleta sobre la cintura.

A la orden puntual del primer corneta, irrumpimos nosotros después del Pentatlón y estruendosamente por la avenida. El redoble de los tambores ensanchaba la calle y hacía que la multitud ganara de prisa las aceras. El tambor me caía a cada paso sobre la pierna izquierda, lo devolvía inclinado para recibirlo y equilibrarlo con las baquetas. Miraba de reojo a mis compañeros a fin de mantener la línea recta en formación. A unos cuantos metros, a mi derecha, entre la multitud, vi en diagonal que mi madre alzaba la mano, sonriendo, la boca pintada de brillante rojo, y movía una pañoleta rosa. La saludé con los ojos, tratando de mantener la cara hacia el frente. Perdí el paso momentáneamente. Bajé la vista y me vi a un lado del tambor las polainas de lona, como las de John Wayne en Las arenas de Iwo Jima. Había querido ser marine, me había comprado unas polainas idénticas en una tienda de segunda mano de San Ysidro y un casco al que luego le pinté unas barras blancas de teniente... el rifle de municiones tomado transversalmente, en cuclillas, mientras mi hermana me retrataba y un hoyo blanco debajo de la bragueta delataba el calzoncillo bajo el cinturón de la cantimplora verde olivo... Mi madre empezó a seguir el desfile pero pronto se me perdió entre la muchedumbre. Una vez que pasamos frente al palacio de gobierno la columna torció por la avenida del Centenario y tomamos rumbo al cuartel. Devolvimos los máuseres, dejamos los tambores en la bodega, nos dispersamos. Pocos conscriptos quedaban aún en la calle. Avancé por la acera con la cuartelera entre las manos y en el camellón, en una banca de fierro vaciado, estaba ella.

—Qué susto. Nunca me imaginé que anduvieras por acá; sentí que se me caían las polainas.

—Se veían todos muy guapos. Y luego, los rifles. Yo tampoco me imaginaba que vendrías allí, en la banda. Hazme el favor.

—Así que vienes a rescatarme del vicio.

—Yo no he dicho eso.

Fuimos a comer a un restaurante chino.

—Lástima que no haya pato.

—Allá sí hay —dijo ella.

La mesera nos trajo varios platos, arroz frito, germen de soya, costillas de cerdo en salsa agridulce, palillos en lugar de tenedores.

—Así, mira. Primero, el de abajo como lápiz; luego el de arriba, como si escribieras. Como pico de paloma.

—He estado pensando que te vengas conmigo. No sé qué haces aquí. Allá puedes seguir estudiando, en San Diego. Tus hermanas... ahora que ya se han ido. Tu papá... No sé qué hacer en la casa. No es que no haya querido escribirte. ¿Te acuerdas?

—Me acuerdo perfectamente.

—Te estoy viendo furioso, por cualquier cosa. Y luego me decían oiga Mañanita qué hace allí el Gordo recargado en la puerta de la tienda tan tarde, hasta que cierran, que no se va a acostar, tan tarde. No es que te me hubieras olvidado. Y es que no era fácil, tu papá... pobre. No te entraban las cosas en la cabeza. Y aquel día, cuando nos dejó el camión de la escuela en la esquina, y nos bajamos. ¿Por qué? ¿Qué es lo que habías hecho? Aquella muchachita, ¿cómo se llamaba?, era mi alumna, y no, no me gustó nada lo que se decían, tan chicos, de una ventana a otra. Pero fue una tontería, lo reconozco. No te debí haber dicho nada hasta llegar a la casa. No debí haberte pegado delante de ella, delante de todo el camión. Me sentí muy mal, luego. No sabes, no te lo pude decir.

—No, no fue nada...

—Allá puedes seguir. Allá hay todo. Pronto te vas adaptando otra vez. Las vacaciones se pasan en un momento, y vuelves a la escuela, las muchachas vienen a verme muy poco.

—Luego me quiero ir a México.

—Sí, después, cuando quieras. Sólo se trata de unos años; ya tendrías tiempo para todo. Mientras me acostumbro. Pero tiene que ser ahora. Yo no puedo seguir así... Iríamos a la playa, a comer langosta.

—¿Pero tiene que ser en este instante? ¿Ahora que estoy empezando?

—Gordo, no tengo a nadie —dijo, y hubo un silencio muy largo.

—¿Quieres más té?

—Así está bien, sin azúcar.

Nos quedamos sin hablar. Yo frotaba la escarapela de la cuartelera con la punta de los dedos. Volví a llenar mi taza de té. Insaboro. Frío. Con uno de los palillos movía ella unos granos de arroz blanco, residuos de su plato. No acertábamos a vernos a los ojos.

—¿Y tus maletas?

—En la estación —pausa—. ¿Te gusta estar aquí?

—Sí.

—¿Vendrás a verme cada vez que puedas?

—Siempre —silencio.

—Come bien. No te desveles. Escríbeme, para cualquier cosa.

—Claro.

—Hay que pedir la cuenta.

Caminamos siguiendo la sombra del camellón, bajo los laureles de la India. Entramos en la terminal de los autobuses. Me dio la llave del guarda equipaje. Saqué su maleta.

—Toma —me dijo.

—¿Qué es? Ah. Oye, ¿cómo se te ocurrió?

Era un par de zapatos nuevos en una caja.

La encaminé al andén de Tres Estrellas de Oro.

—Y ya no seas tan flojo —me dijo—. Levántate temprano.

Su aparente naturalidad la hacía mover la cabeza de un lado a otro y parpadear de vez en cuando.

Ni una palabra más. Subió y fue a sentarse en uno de los asientos del fondo, sin mirarme. Alcé la mano, pero no logré distinguirla tras la ventanilla polarizada.

Salí de la terminal con las manos en los bolsillos y la caja de zapatos bajo el brazo. El autobús viró hacia las afueras, sobre la tierra amarilla, húmeda, entre el polvo que se levantaba, evaporado; se hundía a lo lejos, ronroneante, en la carretera. Y me fui caminando por la calle Garmendia.


Tijuanenses

 

Los recuerdo a todos muy bien: al Oki, al Tavo, al Pilucho, al Chavo, al Óscar, al Yuca, al Kiki, al Juan, al Kiko, al Pelón. O no: seguramente se me escapan algunos nombres. ¿Cómo olvidar al Mickey Banuet? Eran muy buenos para el basquet, los golpes, las patadas. Si no hubiera sido por los Free Frais, el Romandía, el Matus, el Cachuchas Insunza, los Pegasos hubieran sido los mejores basquetbolistas de su tiempo. Eran el terror de la colonia Cacho, el Sombrero, el Club Campestre. Aparecían de pronto en las fiestas, en sus Fords Custom con pipas, como el Mercury negro de James Dean, en sus pick-ups inclinados de enfrente, con sus chamarras rojas de mangas blancas de cuero y letras bordadas en la espalda: Pegasos, y luego un caballo alado como el del Mobiloil.

Eran de las mejores familias de Tijuana, pero no muy apretados. Se movían de noche. Incursionaban en la parte baja de la ciudad, nunca en los alrededores ni en territorio enemigo. De vez en cuando condescendían, se reforzaban con miembros de otras pandillas, los incorporaban al grupo, por simpáticos, por buenos para el basquet, por entrones para los pleitos, como el Mickey Banuet. Y solían acabar entre todos con el único adversario caído en el suelo. En una de las colinas, más allá del cerro de la Televisión o del fraccionamiento Chapultepec, organizaban rituales alabanzas a Baco; llevaban en la cajuela una enorme tina repleta de cervezas y hielo y entonaban "Oh Blueberry Hill" de Fats Domino. El Club Pegasos. Así se llamaba. Lo había organizado un jesuita como parte de su proyecto de trabajar con los jóvenes, especialmente de las familias ricas.

Tijuana era entonces una ciudad habitable. Su población cabía muy bien entre las colinas que la circundan. Uno de esos años James Dean se hizo pedazos en la carretera, Marlon Brando corría en una motocicleta o se curaba con mercurio cromo las cejas hinchadas en los muelles de Nueva York. Era la época de los calcetines fosforescentes y los liváis apretados y aceitosos, las botas o los zapatos con teps. Bill Halley llegaba a través del hit parade de una radiodifusora de San Diego. Y Perry Como: Jat Tiguiridac Siguiribum. Y Tab Hunter: Young love, first love, etcétera... Y, claro, Elvis Presley: You're nothing but a houndog...Y Little Richard: Tutti Frutti, Good Golly Miss Molly.

Y por otro lado merodeaban también los Escuderos, los Free Frais, los Seventeen. Había que elegir un color, pertenecer a un club, para sentirse alguien. Bastaba una chamarra anaranjada o negra con mangas blancas de cuero o una azul celeste o violeta de motitas amarillas. No se podía andar solo. Las calles eran peligrosas; las fiestas, un encuentro de resquemores y agravios, una suerte de lucha velada de clases.

No era fácil hacerse aceptar por uno y otro de los clubes o no se sabía muy bien cuál elegir, tal vez porque los socios eran tres o cuatro años más grandes que yo, tal vez porque tampoco insistía demasiado. Pero la verdad es que en las noches más solitarias del barrio yo soñaba con pertenecer a los Pegasos. ¿Y cómo no? Lo tenían todo: carros, chamarras, amigas, fuerza, pegue, prestigio deportivo. Eran los dueños de la ciudad y se les veía pasar con un sentimiento ambiguo de envidia y rencor.

Eran los días del descontón a media calle, del pasar báscula (asalto amable, irónico, humillante y montonero) y uno se moría de miedo al tener que salir solo al centro y toparse con el Memín, con el Jorgillo, o con los chucos de otras colonias que los domingos se aglomeraban en los altos del cine Roble o en la parte baja del Bujazán.

Ya había terminado la guerra de Corea. De vez en cuando se oía que alguna madre de la colonia Coahuila o de la Libertad recibía el homenaje inútil de un corazón púrpura por su hijo muerto en el campo de batalla. No pocas veces, tras una nube de polvo se veía la rauda incursión hacia los cerros de algún Chevrolet verde olivo mate, como el de MacArthur, que transportaba a un oficial portador de la absurda póstuma medalla.

No era cierto que se barrían los dólares con escoba, pero Tijuana era una fiesta. Frecuentemente los nativos se atrevían a recorrer el Waikiki, el Blue Fox, el Aloha, la Ballena, con más curiosidad que ganas de divertirse entre los marineros yanquis y las bailarinas.

Yo nací y crecí en la calle Río Bravo, frente a la escuela El Pensador Mexicano. En el barrio jugábamos beisbol los de Arriba contra los de Abajo, denominación práctica que obedecía más a la composición del terreno que a otro tipo de rivalidad: por la Río Nazas descendía el nivel de la calle y empezaba la cuenca seca del río. Nuestras diferencias no se oponían como el blanco y el negro. Ellos vivían en la más extrema pobreza y nosotros apenas al ras de cierta clase media baja, en la que volaban los pegasos del mundo feliz. Sin embargo, todavía podría preguntarse si todos, los de Arriba y los de Abajo, tuvimos las mismas oportunidades, idénticas ventajas. Muchos emigraron a Los Ángeles. Otros se quedaron. Uno murió en Vietnam. Los más afortunados fueron tal vez los que alcanzaron boleto para irse a las universidades.

Y la presa Rodríguez empezó a secarse en aquellos tiempos, tal vez como signo involuntario de que una época había concluido. Fenecían los años cincuenta y con ellos cundía la dispersión de los antiguos amigos, el desgaste y el desmantelamiento de los clubes. El color de las chamarras se desteñía y las mangas perdían su pintura blanca sobre el cuero. El Pilucho, el Kiko, el Yuca, se fueron a estudiar leyes a México. El Óscar empezó a aficionarse a la cacería y al tiro al pichón. Al Mickey se le vio cada vez menos en las cantinas de la zona norte. De los demás no volví a saber nada. Una vez me encontré al Chavo Villanueva en la estación de los trenes de Benjamín Hill o en algún otro lugar del desierto de Sonora, acompañado de Rogelio Gastélum, pero ya no supe más de él. ¿Y al Mickey Banuet cómo olvidarlo? ¿Dónde estás Mickey Banuet? ¿Qué ha sido de tu vida?

Muchos años atrás, entre la Segunda Guerra Mundial y la de Corea, mi madre daba clases en la Pensador, mi padre seguía en el telégrafo, mis hermanas ya trabajaban. Asolábamos el barrio los Valenzuela (Ernesto, Óscar, Armando), su primo Federico Sáinz, y yo. Distinguíamos claramente una Tijuana que no excedía los 100 mil habitantes. A veces íbamos al estadio de la Puerta Blanca a ver a los Potros y al Bacatete Fernández. Luego, conforme fuimos creciendo, a cazar pájaros con rifles de municiones en la parte seca del río, junto al pirul caído. Federico Sáinz nos invitaba pepsicolas, nieve, manzanas: era la generosidad, la simpatía y el entusiasmo personificados. Y a veces los chucos venían de otras colonias. Una vez llegaron de la Libertad a una boda y mataron a patadas al Zambo. Presentíamos nosotros —niños bien de una clase ascendente— que entre el fondo plano del valle y los cerros se vivían distintos modos de vida, innumerables tijuanas superpuestas, destinos muchas veces encontrados. Era una Tijuana adolescente. El afán gregario de identificarse con un club era un síntoma de sobrevivencia, la necesidad de identificación a toda costa, el deseo de pertenecer.

Luego vino la secundaria en la Poli, el incendio enigmático de la torre de Agua Caliente, Santiago Ortega, Ricardo Gibert y el Memo Díaz, Marta Franco, Elsa Apango, Alma Marín, y, oh, ah, Celia Santamaría, los bailes en el Salón de Oro. Y con todo ello el paso del tiempo. Como paralelas imperfectas y humanas nuestras biografías apenas se to­can a lo largo de un lapso muy corto, después se separan hacia el infinito. Ni siquiera la memoria distante y el afecto recuperan la vida vivida. Uno es su pasado y su presente al mismo tiempo, pero el futuro de entonces ya pasó y no nos dimos cuenta.

Ahora Tijuana tiene más de un millón de habitantes. De la que yo hablo apenas existe para unas cuantas gentes: algunas, muy pocas, de las que nacieron y crecieron aquí. Al lado de una opulencia inexplicable, sobrevive la gente de los cerros y las chozas peligrosamente empotradas sobre llantas viejas y entre los cañones. Las condiciones no han cambiado: el contorno, sí. Por un lado, en la ciudad de maestros de ceremonias pululan los clubes. Se hacen fiestas y bodas entre nubes de hielo seco y árboles naturales como en las mejores épocas del casino de Agua Caliente. Por otro, como los chucos excluidos del banquete, se repliegan los cholos, con la camisa larga de cuadros anudada del cuello y suelta por encima de los pantalones kaki.

El Pilucho, el Tavo, el Kiko, el Yuca, son presencias lejanas, pero en su tiempo radiante y juvenil parecían la vida que se nos iba entre las manos.

—¿Dónde andabas, en los Ángeles?

La pregunta plantea un mito. Toda ausencia se relaciona con un destino de adulto en el East Side de Los Ángeles. Al volver de no importa qué parte del mundo, más de treinta años después y sobre todo en mayo, uno se encuentra con que la presa Rodríguez está a punto de reventar y las colinas se ven verdes en los alrededores. Algunos nombres se extinguen en la memoria, otros reaparecen entre los jefes de la policía o del gobierno. ¿Pero el Mickey Banuet dónde está? ¿Cómo olvidar al Mickey Banuet?


Los brothers

 


Sin necesidad de discutirlo más en el curso de las últimas semanas, Laura y yo decidimos separarnos. Un sábado en la tarde, al entrar en el departamento, encontré que se había llevado todas sus cosas. No dejó ninguna nota; no era su estilo, y además, muy poco nos hablábamos ya a esas alturas de nuestra desafortunada convivencia.

A la mañana siguiente, luego de haber dormido mucho más de lo necesario, pasé a la pizzería de al lado con ganas de tomarme un café negro y despabilarme, así, definitivamente. Era un domingo muy nublado. Casi toda la ciudad se oscurecía por el norte. No se podía saber, no obstante, si llovería o no. Nunca se sabe. Me había sentado en una de las mesas metálicas que daban a la calle y apenas me habían servido un pedazo de pizza y la segunda taza de café cuando vi que a lo lejos, acercándose y sin prisa, venía Eligio Villagrán.

No me entusiasmaba en nada la posibilidad de hablar con alguien, pero el encuentro parecía ineludible. Sin hacer nada por disimularlo me concentré en la desabrida pizza que acometía desganadamente al tiempo que pensaba en lo que los navegantes llaman collision course: un curso o trayecto de colisión o choque inevitable, como cuando un barco lleva una dirección que fatalmente le hará encallar o toparse con otra nave. Sólo que en este caso yo constituía el punto fijo y Eligio Villagrán la amenaza que se desplazaba hacia mí.

Algunas veces se dijo de él que no podía estar callado un solo momento. Hablaba compulsivamente, no escuchaba, monologaba con un frenesí que antes que a nadie lo divertía a él o de alguna manera le permitía encontrar cierto equilibrio consigo mismo. Trabajaba como extra de cine en los estudios Churubusco, en películas de vaqueros, pues tenía una facha norteña, de pueblo ganadero o texano. No se quitaba las botas puntiagudas ni un chaleco de cuero con estoperoles que le había quedado de una filmación. Un acné adolescente, o tal vez el flamazo de una estufa de gas, le había enjutado la cara, un rostro que por un solo boleto le daba un aire del bueno, el malo y el feo al mismo tiempo, un poco en el estilo de los westerns a la italiana.

No acababa yo de repasar en mi archivo mental todas las tarjetas que tenían que ver con él, cuando ya estaba sentado frente a mí, perfectamente instalado y despatarrado en una de las sillas y sonriéndome.

—¿Te tomas un café? —le dije.

—Sí, maestro. Nos lo echamos.

—¿Qué ha habido?

—¿Qué ha habido de qué?

—¿Siguen filmando?

—Poco, ya sabes, el cine está muerto. Una de caballitos, algún comercial, nada más. Ahí le vamos dando... Cerca de Tula, unas lomas, como colinas de tierra suelta. Vieras qué bien nos salió. Digo, creo. Un polvo del carajo, por todos lados. Terminamos hechos un asco.

—¿Y dónde te habías metido, pues? Antes.

—Allí, te digo.

—Pero antes...

—Por ahí, por ahí... Anduve un rato girándola, antes de la película, digo. En Mexicali, un poco también en el valle Imperial, estuvimos trabajando... Y en Tijuana.

—¿Y de qué vivías?

—Al principio del espárrago, pero pues no falta, tú sabes...

Las nubes más cargadas y negras que no muchos minutos atrás había visto encima de casi todos los edificios empezaban a desplazarse dejando un hueco no muy nítido hacia la parte norte de la ciudad. No alcanzaba a ver la cordillera que rodea el valle, pero la imaginaba. Mientras Eligio hablaba pensé que no era él quien no sabía escuchar: yo mismo le ponía enfrente una mirada de atención, un interés perfectamente fingido, como un escucha piloto automático, que me daba la oportunidad de vagar con mis pensamientos impunemente y por otra parte. No hilvanaba con exactitud lo que me decía cuando de pronto, por mantener a flote la plática, acoté:

—¿Tula?

—¿Cómo? Sí, eso fue después.

—Si quieres vamos —le dije—. Siempre he tenido ganas de salir por ahí y de volver por Pachuca.

Y era cierto. Aparte de los mapas, no sabía con precisión dónde se encontraba el Valle del Mezquital, ni Ixmiquilpan, ni había visto las cariátides de Tula. Había oído hablar de la candelilla, apenas tenía la idea de que era algo que raspaban los otomíes para hacer cuerda, una especie de penca de maguey o algo así. Algo sabía también de los sembradíos de hortalizas regadas con las aguas negras de la capital.

Nos subimos al Volkswagen y empezamos a salir de la ciudad por Naucalpan. Eligio me pidió que nos detuviéramos un momento para comprar cigarros. Detuve el auto frente a una licorería. Muy pronto volvió Eligio con una botella de tequila en las manos y envuelta en una bolsa de papel de estraza. Recuperamos la ruta de la carretera a Querétaro. Al fondo, en un punto de fuga indiscernible y cambiante, las nubes avanzaban espesas en dirección contraria a la que nosotros llevábamos, debido a algún viento muy alto tal vez y no sólo por la velocidad con que nos desplazábamos hacia la tarde que, por el rumbo de un letrero y una flecha de desviación, empezaba a iluminarse. Eligio le dio un trago a la botella y mientras tanto me contaba que tuvo que salir corriendo de Tijuana.

—De urgencia, maestro. Se empezó a poner la cosa un poco fuerte, no sabes.

—Y ahí ¿qué? Muchos americanos, ¿verdad? Dicen.

—Gente muy tronada. Muchos viejitos en la costa, en búngalos, en Cantamar, como en Álamos.

No mucho tiempo después de que nos apartamos de la supercarretera, a través de un camino angosto y ondulante, la iglesia de Tula aparecía y reaparecía según las curvas y nuestro punto de vista. Una serie de caserones de lámina, oscuros, tenía la apariencia de una fundidora. Más adelante, mi curiosidad turística no llegaba a tanto como para interrogar a Eligio o a quien fuera sobre qué eran exactamente aquellas enormes instalaciones que parecían, por lo demás, una fábrica de cemento. Por pereza o falta de interés me abstuve muchas veces de preguntar por alguna calle en alguna ciudad desconocida; prefería indagar por mí mismo o perderme al azar. Finalmente, las cosas siempre se iban dando por sí mismas. Era mejor imaginarlas, apreciarlas, reconocerlas en su ambigüedad posible.

—Es que nos metimos en unas casas a medio construir —me seguía diciendo Eligio—. Y allí discutimos con un tipo.

No le seguí la plática para no darle la impresión de que nada más le estaba siguiendo la corriente y porque pronto vimos hacia los lados gente en la calle, grupos de personas sin prisa, mujeres y niños que salían de la iglesia y, un poco más adelante, varios autos estacionados de capitalinos que venían a ver el centro ceremonial.

Supuse más tarde, cuando caminábamos entre los caseríos reconociendo el sendero que ascendía, por la tierra plomiza y una pequeña figura de cariátide de arena petrificada que vendía un chamaco, que seguramente los caserones de la entrada eran una fábrica de cemento. Todo era polvo. Nadie traía los zapatos o los pies sin polvo, el pelo, la cara. Flotaba un olor muy penetrante que de repente se desvanecía, como si tuvieran en el pueblo problemas con el drenaje.

Trepamos por la brecha hacia las cariátides. Las había visto en tarjetas postales. Sobre un promontorio se alineaban varias columnas. Y luego las alargadas figuras, mucho más altas de lo que las imaginaba: los Atlantes.

—¿Una casa semiconstruida? —le pregunté.

—Eran dos casas, por las afueras de Tijuana. Abandonadas. Tenían el techo color ladrillo, de tejas, un poco cónicos, redondos, como sombreros de paja chinos, muy bonitas si las hubieran terminado. Sin pintar, las paredes de concreto. Y eran, decían, de unos camaradas muy conocidos allí, que estaban en la cárcel de Tijuana, por eso no las habían terminado de construir. Eran de unos hermanos, contrabandistas. Los Brothers, les decían.

—¿Burros o mañosos...?

—De todo, le hacían a todo. Muy gruesos.

—Oye, no nos vaya a agarrar la lluvia... más adelante.

—Total...

Volvimos al Volkswagen, luego de descender la colina de tierra suelta y comprar un cenicero de arena dura con la cariátide de Tula. Abajo resonaba un altoparlante. Se dedicaban canciones. Empezamos a salir lentamente de Tula, a medida que se diluía hacia atrás o se modulaba mejor por la distancia la letra de un corrido...

Traían las llantas del carro
repletas de yerba mala
eran Emilio Varela y Camila la Texana

Salimos de Tula. Conducíamos siempre hacia el norte; nunca virábamos a la derecha y seguía atardeciendo. El terreno se definía plano por todos lados, terso y amplísimo, horizontal, como una laguna seca. Yo creía que los valles eran hondonadas inmensas, desfiladeros con mesetas aisladas en el fondo, rodeadas de montañas, tal vez por la V de valle o por aquello de qué verde era mi valle si se contemplaba desde arriba. El caso es que a lo lejos se perdía el horizonte o se nublaba, una especie de pampa circular. Al margen de la carretera corrían caminos de terracería que curveaban hacia el monte. El cielo volvía a ennegrecerse.

Por no sé qué asociación de ideas o colores o por una de esas ocurrencias que le vienen a uno cuando maneja en carretera, sobre todo si el camino es soso y rectilíneo, pensé en el sistema de orientación que utilizaban los pilotos de caza japoneses durante la guerra del Pacífico: se basaba en la disposición de derecha a izquierda de los números de la carátula del reloj. Y se lo contaba a Eligio.

—Al frente son las 12, a mi izquierda las 9, a la derecha las 3. Y atrás, claro, las 6. Por ejemplo aquí, como a las 2, tenemos que doblar hacia Pachuca, o hacia Ixmiquilpan, no sé. ¿Ves? Acá, como a las 11, está esa vaca.

Poco a poco nos fuimos adentrando en el siguiente pueblo. No lograba saber si era Ixmiquilpan. Esperaba que algún indicio, por mínimo que fuera, nos indicara que íbamos por el rumbo correcto. Apenas recordaba que desde allí las aguas negras regresaban a la capital convertidas en chiles, jitomates, cebollas, lechuga... y se completaba así, generosamente, el ciclo de la vida y los desechos.

En medio de la calle, extraviados, sin saber exactamente en qué parte del mundo nos encontrábamos, se nos acercó un anciano y golpeó el cristal de la ventanilla: los ojos inyectados, extendiendo la mano. Cerré la ventana, sin discreción, disminuyendo a la vez la marcha debido a la cantidad de gente que se arremolinaba en torno al carro. Nos miraban con burla, sarcásticos. Algo me decía el anciano que no entendí muy bien.

—¿Qué dijo?

—Mejor no lo veas.

—Oye, por aquí no hay salida a Pachuca. ¿Por dónde? Carajo.

Unas mujeres salían de la iglesia. En la plaza, los vendedores levantaban sus puestos o los cubrían con plástico transparente. Una botella se estrelló de pronto en el cristal trasero. Di un arrancón como por acto reflejo, pero no por muchos metros. Parte del grupo se abrió gritando; nos mantuvimos quietos, otros campesinos se replegaban hacia la banqueta. Vimos entonces que en la esquina de la plaza estaba un Valiant estacionado, gris plateado. Sobre la puerta del volante se recargaba un hombre de guayabera, comiendo cacahuates. Adentro, en los asientos de atrás, asomaban otros dos tipos con sombrero, y de las ventanillas salía un par de armas largas. Un letrero azul añil cruzaba de lado a lado y horizontalmente las puertas laterales: POLICÍA. Los del Valiant nos miraban, tranquilos. Uno de ellos sonreía. Era domingo en la tarde.

Con la mayor naturalidad del mundo preguntamos al fin por la carretera a Pachuca. Un muchacho nos indicó que regresáramos por donde habíamos llegado, que diéramos vuelta en donde terminaba la plaza. Como las patrullas texanas de las películas, en dos movimientos y no en tres como suele hacerse, puse reversa, aceleré respetuosamente y retomé la calle por donde habíamos entrado. Yo sentí que hacíamos bien: el rumbo era hacia el oriente, no andábamos mal encaminados.

Empezamos a recorrer al pueblo transversalmente. Un caballo sin dueño nos dio el paso. A medida que avanzábamos me detenía preventivamente en las bocacalles y luego aprovechaba la inercia del carro para seguir adelante. En la próxima bocacalle, exactamente a las 9 y a una cuadra de distancia, apareció súbitamente el Valiant plateado, con su letrero azul añil, y los tipos dentro. Eligio no parecía darse cuenta de nada. De vez en cuando tomaba un trago de su tequila. No hablaba. Fijé la vista hacia enfrente: a las 12 en punto de nuestra imaginaria brújula japonesa, hacia la segura salida salvadora que nos esperaba en algún lugar distante.

—Oye —me dijo—. Mira.

—Sí. Son los mismos.

Los veíamos a cada bocacalle, del otro lado, a cada cuadra. Nos manteníamos en una dirección fija, anhelando la carretera, y en cada bocacalle, a mi izquierda, a las 9 en punto, volvíamos a ver el Valiant plateado. Y las letras azul añil de su letrero.

Paulatina y desenfadadamente nos íbamos alejando hacia el descampado. El Valiant parecía escoltarnos, seguirnos hasta las afueras, paralelamente, por las bien trazadas calles del pueblo.

Al tomar la carretera a Pachuca: silencio, sólo se escuchaba el ronroneo del auto que yo provocaba con el acelerador y sentía como una vibración de mi cuerpo.

—¿Cómo dices que decías?

—Nada, nada.

Veía por el espejo retrovisor. Nada, nadie a las 6, me decía a mí mismo, sosegado. A pesar del cristal astillado pude distinguir los faros de un camión de carga que lejos de aproximarse e intentar rebasarnos iba perdiendo distancia respecto de nosotros. Eligio bebía, ensimismado. Me pasó la botella.

—Mira —le dije—. Allá, como a las 10, en la plaza: el reloj de Pachuca.

Encendí las luces. Sólo de vez en cuando ponía a funcionar los limpiaparabrisas. No se decidía del todo la tormenta. La plaza estaba vacía. Seguimos sin detenernos hacia el sur. Pocos autos circulaban a esas horas por la carretera.

—Y es que le hicimos algo más que asustarlo.

—¿A quién?

—Al tipo.

—Ah.

Más de una hora después nos reintegramos a la ciudad por la entrada de los Indios Verdes. Eligio hablaba menos que antes. No se me ocurría decirle nada.

Y es que le hicimos algo más que golpearlo —dijo, poco antes de que lo dejara en una esquina del centro.

Entré en el departamento con la cariátide en la mano. La puse en la mesa. Me eché en el sillón, sin poder leer, fumando, sin hacer nada. Salí a caminar. En la pizzería de enfrente pedí una empanada y un café negro. "Más que golpearlo...", pensé.

Volví a casa: la cama destendida, los trastos sucios en la cocina; fragmentos de cascarón de huevo se pegaban a la pared, secos.

No podía dormir. Sentía los latidos del corazón en los tímpanos. Me volvía sobre la almohada. Se agolpaban en el interior de mis ojos cerrados, apretados, la mirada vidriosa del anciano en la plaza de Ixmiquilpan y el cristal de la ventana astillado, el par de casas de techos cónicos en las colinas de Tijuana, el pedazo de pizza rancia. Quité una de las cobijas. Me puse bocabajo, contra el colchón, metí la cabeza debajo de la almohada, y dejé caer el brazo hasta la alfombra. Sentí entonces algo con lo que tropezaba mi mano: una cinta de cuero, pequeña, la hebilla de un zapato, un tacón alto de mujer. Me aferré a las correas, busqué el otro zapato, sobé las suelas. Como si fuera el empeine, mi mano entró por donde antes salían los dedos de Laura, su pie, mis dedos, sus uñas sin pintar, sus pies sin medias. Entrelacé mis dedos en las correas y los apreté profunda, temblorosamente en la oscuridad.