Material de Lectura

Las moscas y la leche

 

 

Probablemente se deba a que los domingos requieren de una explicación metafísica. El tiempo ese día cambia su paso, se vuelve horizontal, densamente horizontal.

Estaba yo en ese larguísimo periodo en que la espera a que la leche hierva se convierte en la imagen de una eternidad aterradora. En mi estado de spleen vi revolotear a dos moscas dentro de la no tan higiénica cocina. Eran la intensa contraparte a la inmovilidad del tiempo de la leche, de mi propio tiempo. Buscaban con esos finísimos sentidos suyos. Después de todo, son seres universales, y de la misma manera se arrojan sobre la divina miel cantada por los griegos, como caen sobre lo más sucio que se admita haber llevado dentro.

Hay algo en la terquedad de las moscas que les procura una agresión más allá del zumbido o del casi feérico toque de sus alas. Son insoportables. Insoportables, y si entretanto la leche no hierve, porque su tiempo, mi tiempo y el tiempo de las moscas no puede sincronizarse, el spleen se transforma en infinita melancolía.

Las moscas caminaban sobre un mueble cerca de mi vista inmóvil, mi cuerpo inmóvil. Después de mu­chos encuentros desafortunados, lograron juntarse y elevarse unidas dejando el tiempo horizontal como una gota de leche cuajada en una mesa, sin fuerza para escurrirse hasta el suelo.

Las moscas volaban juntas y yo les tuve envidia.