Material de Lectura

 

 
Textos inservibles
A Samuel Becket


I

Me encuentro en un palacete. Aquí es donde vivo. Su arquitectura es colonial, como esos edificios que hay en el centro de la ciudad principalmente y que reúnen dos o más estilos surgidos por aquellos tiempos. Es muy grande; a pesar de que, como ya lo dije, vivo aquí, temo aventurarme demasiado entre sus habitaciones altas, amplias, con un decorado donde no deja de verse la mano de los indígenas de antaño. A través de las vidrieras, defendidas por largos barrotes de hierro forjado, he visto las copas de algunos naranjos, lo que me hace suponer que estoy en la planta alta del edificio —pues la construcción debió haber sido erigida en forma de contorno de un cuadrado—, que encierra un jardín de seguro hermoso.

Es mi casa, según creo.

Hace apenas unos instantes, me enteré de que hay además de mí una mujer joven de pelo negro y piel morena, agradable, aunque no es lo que se dice bonita, que limpia el piso en silencio.

Entre ella y yo está el silencio.

En las copas de los naranjos cubiertas no de frutos todavía sino de azahares, anida, también, el silencio.

He de decir, para que se me entienda mejor, que la realidad (me refiero a la mujer y a mí, al silencio y a esta casa) empezó a serlo de pronto. Por lo que, deduzco, no existen recuerdos ni esperanzas de ninguna índole.

Me desnudo con la despreocupación del que se sabe solo y en su casa y, así, me dirijo hacia el cuarto de baño. Al entrar noto que me espera la bañera, de patas cortas y curvas, llena de agua caliente; lo cual no me sorprende. Me meto, me recuesto dentro de ella; fuera del agua, sólo la cabeza. El agua caliente hace que me sienta muy bien. Veo mis pies, también mis piernas. Ahora me fijo mejor, veo que no me encuentro solo en la bañera. Junto conmigo, hay gusanos y otros insectos que nadan estupendamente o se mueven en el fondo. Algunos de ellos empiezan a trepar por mi cuerpo. Aparte los gusanos, unos parecen arañas y otros cochinillas. Los últimos son grisáceos, los primeros verdosos. Sin apoderarse de mí el terror o por lo menos el asco, como debiera esperarse, me levanto, tranquilamente incluso, y llamo a la mujer que un momento antes vi limpiar el piso de la casa.

Ella no tarda en aparecer a mi lado. Apunto con el índice primero a los animaluchos que nadan y luego a los que caminan por mi cuerpo. Tampoco se sorprende. Por el contrario, comienza a desnudarse con la misma indiferencia con la que yo lo hice. Una vez desnuda entra a la bañera, donde los animaluchos y yo, reincorporado al agua, la esperamos. Hasta ahora tomamos conocimiento de veras uno del otro. Nuestra frialdad se transforma en una alegría apacible. Nos advertimos, contentos, que de los insectos que han llegado a nuestras cabezas, algunos tienen medio cuerpo dentro de nuestras bocas y de nuestras fosas nasales. Nos miramos sonriendo y gesticulamos de gusto. Siento el contacto tibio, suave, palpitante, de la piel de ella, y esto es para mí delicioso.



II

En un planeta desconocido, sin nombre, lejos del alcance de nuestra ciencia, reptan series infinitas de gusanos iguales (únicos habitantes) que siguen rutas perfectamente trazadas sobre la superficie limpia de accidentes geográficos. Salvo las rutas innumerables que lo hacen aparecer, desde alguna perspectiva, como si fuera una pelota de estambre, no existen construcciones ni nada que supere la altura de los gusanos sobre el terreno.

Todos oyen una voz, que es una orden irrefutable, venida de algo o de alguien que los dirige sin darse a conocer jamás. La voz les dicta: “avanzar, avanzar, avanzar”.

Están condenados a caminar constante, interminablemente.

Allí, en ese mundo ignorado, nada ni nadie nace, nada ni nadie muere; nada ni nadie goza, nada ni nadie sufre. El tiempo está siendo, no fue ni será.

Pero un buen día uno de los gusanos tropieza con un obstáculo que le impide continuar debidamente su camino. Intenta hacerlo a un lado y no puede porque, al parecer, se halla adherido al piso. Vuelve a intentarlo y el obstáculo, que en realidad es una tapadera, se abre, y aquél se va por el orificio empujado por su propio impulso. La tapadera regresa a su lugar en seguida.

El gusano cae en un recinto invadido por un líquido hediondo y consistente, que recuerda en mucho al semen; el solo contacto con este líquido maravilloso le proporciona una energía desmedida que lo hace parir.

El hijo, obedeciendo las mismas razones, crece asombrosamente rápido, muy sano, muy grande y lleno de vigor.

El padre se da cuenta del fenómeno acontecido y decide cortar a su hijo en muchas formas delgadas y alargadas que al saltar de sus manos y extenderse por el aire parecen serpentinas en el interior de esa especie de cloaca.



III

Repentinamente, en un paraje entre nubes me encontré con Susana, después de varios años de no verla. Esto me hizo sentirme parte de un recuerdo grato. ¿Vería en su efigie la adolescencia, el amor perdidos? La ironía siempre trae su algo de tristeza o rencor y su algo de alegría o venganza. Pero lo importante aquí es que mi encuentro con Susana fue también con la dicha.

Aunque ella estaba palidísima, con el pelo corto —y mal cortado— en desorden, tenía los ojos ligeramente irritados, quizás con cierta inflamación en los párpados, como si hubiera despertado de un largo sueño o bien como si se hallara entre las garras de la fiebre.

Es natural que, en ese estado, el agotamiento se evidenciara en cada uno de sus movimientos, gestos, actitudes, cosa que la hacía parecer mucho más indiferente de lo que era en realidad. Así como la vi, su aspecto era el de un lunático, o el de un licántropo, o algo similar, con las facciones desencajadas, absorta, enferma; posiblemente una rata rabiosa le iba royendo su cuerpo desde adentro, desde el cerebro, desde el corazón, con sus mandíbulas infectas y su hambre asesina.

A pesar de todo, el verme la alegró un poco. Me dedicó una sonrisa y una mirada dolorosa con la casi nula fuerza que le quedaba.

Le hice una señal, con la mano derecha en alto, para que se acercara a mí. Atendió de inmediato mi deseo. Yo la esperaba sonriendo.

De golpe, entramos a un carro del metro. Reíamos. Ocupé un lugar disponible. Entre ella y yo surgió de no se sabe dónde una mujer horrible que nunca había visto que me dijo, en un tono grave, tiránico: “¿Te conozco?, no te recuerdo, ¿nos conocemos?” Susana se adelantó a la mujer, que desapareció de la misma manera en que llegó, y se sentó con su desparpajo usual en mis rodillas. La abracé, contento. Gracias a lo cual sentí su vientre abultado. Sin sorprenderme por la novedad, pensé: “Su hijo; aquí tiene a su hijo”. Mi buen humor no desapareció, contra lo que se pudiera suponer. Creo que lo que pensé también se lo dije en voz muy baja mientras acariciaba su vientre, porque lo afirmó con un movimiento de cabeza. Su nuevo estado, quizá, hizo que la deseara.

De ahí pasamos a una avenida llena de baches y de edificios en ruinas. Me vi caminando a su lado por en medio de esa avenida. Mi felicidad continuaba aunque, entonces, con un dejo de melancolía. Salieron dos gusanos gigantes por su boca, uno tras otro, sin que nada los anunciara. Eran del tamaño de las víboras pero su apariencia de gusano no dejaba lugar a dudas. De su boca cayeron al asfalto agrietado uno seguido del otro. Apenas lo tocaron, corrieron adelante de nosotros y se perdieron en el primer hoyo que hallaron al paso. El vientre de Susana se normalizó, pero su aspecto no. En seguida, empezaron a brotar de entre las ruinas, multitudes de gusanos iguales a los que habían saltado de su boca. En poco tiempo nos convertimos en dos gusanos más que se apresuraron a desaparecer en cualquier hoyo.