Material de Lectura

 

 

 
Las dulces

   

 

Oíste hablar de Pepa Hernández, de niña estudiaba en el Colegio Americano donde estudiaba tu sobrino; luego el nombre de Pepa se convirtió en algo lejano y olvidado. La noche en que tu sobrino regresó, después de viajar por el extranjero, asististe a una reunión aburrida para recibirlo. Una fiesta como tantas otras en que las personas pretenden mostrarse contentas y comen y beben sin saborear y dicen frases inge­niosas o estúpidas. Te sentiste sola, siempre te sientes sola en las fiestas. Buscaste una silla. Todas estaban ocupadas. Fuiste hacia la escalera y permaneciste allí enajenada de los concurrentes. Te sentiste triste. Pensaste que la desdicha era como un bloque, una piedra sobre el pecho ¿leíste eso en alguna parte? De cualquier manera la desdicha te pesaba y la idea de la piedra sobre el pecho ilustraba bien una impresión agobiadora. Entre las figuras borrosas que parecían distorsionarse, empinar el codo, reír, atender un comentario, distinguiste a Pepa (hace meses el oftalmólogo te indicó la necesidad de cambiar anteojos). La viste caminar hacia ti, percibiste el timbre de su voz. Te arrimaste a un lado para que se sentara en el mismo escalón donde te sentabas, mirándote con aquellos ojos suyos negros y brillantes embellecidos por segundos. Movía los labios que al mismo tiempo sostenían un cigarrillo, sus labios en torno de los cuales han de marcarse pequeñas arrugas al pasar la juventud. Se interesaba por los detalles triviales de tu vida. Dijiste que eras maestra en una escuela, semillero de futuras maestras, que desde quince años atrás acudes puntualmente a tus clases, que tus alumnas agradecen la generosidad que demuestras al dedicarles tus ratos libres. Pepa mantenía sus ojos negros y hermosos muy abiertos y fijos en ti. Fumaba inquieta y, a su vez, comentó una larga estancia suya en San Francisco. Padecía una fuerte urticaria nerviosa cuyo efecto le desfiguró el rostro. Fuera de México encontró cierta confianza, una tranquilidad perdida. Al restablecerse volvió a casa de sus padres y a esas fiestas que también ella encontraba fastidiosas. Alguien planeó seguir con la música en otra parte. ¿Por qué no en el restorán del Lago? La orquesta toca bien y tras los ventanales panorámicos una fuente hace monerías, sube, baja, cambia de colores o de formas, un chorro líquido elevado más allá de las posibilidades previstas. Invitaron a Pepa. Aceptó. Te invitaron con esa torpe cortesía mexicana de cumplido, que de antemano obliga a rehusar. Antes de salir Pepa te dio una servilleta de papel en la que escribió una especie de envío, en vano intentaste leerlo. Entendiste tu nombre, “Lucero”, mezclado con palabras desdibujadas. Descifraste “gracias”, “intensidad”, “momentos”. Sonreíste al reconstruir de memoria los rasgos de Pepa. Sus facciones de niña inteligente y confundida, una combinación extraña. Por eso después cuando corregías los exámenes de tus alumnas, bajo la protección de los doce apóstoles presentes en una litografía de la Última cena colgada en una pared gracias a tu gusto de solterona conservadora y tradicionalista, no te sorprendió reconocer al otro extremo de la línea telefónica la voz de Pepa explicando su necesidad de encontrarse contigo en alguna parte, de estar cerca de ti. Aceptaste una cita para desayunar juntas y, aunque tu presupuesto reducido no te permite extravagancias, llegaste puntual a un lugar caro en que sirven bebidas humeantes. Ella te esperaba en el interior de la cafetería vestida con un suéter y una falda grises. Llevaba el corto cabello oscuro peinado atrás de las orejas. Unos atletas alemanes, que indudablemente pertenecían a un equipo de futbol, ocupaban las mesas próximas. Metidos en sus chaquetas iguales de cuero negro conversaban animados. Aunque la identificaste en seguida Pepa te hizo señales con la mano como para ser descubierta esperándote. De nuevo fumaba sin parar y entonces intentó confiarte incluso el incidente menos significativo de su propia historia, que su urticaria era causada por un estado emocional inestable, que sus padres se empeñaban en sostener un matrimonio aparente donde el diálogo se evitaba de manera obstinada desde hacía cinco o seis años, que ella principió a psicoanalizarse pero aún no lograba ningún resultado positivo, ningún adelanto ni luz para su conciencia atribulada. Sus confesiones brotaban de prisa y las ideas se daban tropezones y no se esclarecían. La veías fumar y te enternecías por sus ojos de niña desvalida, sus cabellos cortos, sus ojeras. La creíste hermosa, con una hermosura distinta a la de otras mujeres. Tu mirada resbalaba sobre ella, notaste la comisura de sus labios que se abrían y cerraban. Sus frases inconclusas no dilucidaban los pensamientos. De pronto reunió fuerzas y habló de lo que realmente deseaba hablar. Tres años antes tuvo una experiencia amorosa con una amiga y todavía no se recuperaba de esas relaciones. Cuando admitió eso la voz se le enronqueció. Siempre ingenua, a pesar de tus cuarenta años, comprendiste finalmente que en las confesiones de Pepa se planteaba una petición sobreentendida que te negabas a escuchar, sólo aprendiste a comportarte conforme a los ejemplos morales de esas tías tuyas protectoras de tu niñez huérfana y pobre. Practicas las enseñanzas de la doctrina. Arraigaron en ti los ejercicios espirituales preparados por el padre Mercado para un grupo entero de señoritas quedadas, a quienes consolaba con el argumento de que Dios no las guiaba rumbo al camino del matrimonio para reservarles el casto destino del celibato respetable; sin embargo ahora recuerdas, con una claridad irónica, que en tales momentos pusiste tus brazos encima de tu vientre virgen y conociste una enorme piedad por ti misma. Eso y muchas cosas inexplicables te impedían entender a Pepa. Ella preguntó la causa por la cual no te habías casado. Balbuceaste el cuento de aquel maestro de música frecuentado en la escuela donde trabajas, aquel hombre viudo que aceptó una plaza rural en Michoacán y desapareció de tu existencia. “Quizá pude ser feliz pero nunca supe cómo”, precisaste. Pepa te miró con sus ojos sensibles y contestó que tal vez tuviste la felicidad al alcance de la mano sin per­mitirte aprehenderla. A pesar tuyo nuevamente intuiste en su respuesta una insinuación velada. “Hay gente que la quiere y usted no se deja querer”, dijo. Su voz simulaba un hilo apenas audible. “Quizás sí”, confirmaste. Pepa enmudeció y apesadumbrada te miraba con sus ojos suplicantes y humildes. No acertaste a tomar una actitud inteligente, deseabas explicarle que ella era una muchacha atractiva, capaz de elegir y amar a cualquier hombre, a un hombre como uno de esos atletas alemanes sentados frente a las mesas cercanas. Pepa no quería comprenderte. Adoptó una actitud desencantada. Contra tu voluntad, te reprochaste haberla defraudado. La juzgaste bella y frenaste el impulso de tocarle el pelo y acariciarle la piel de la mejilla; sin embargo recordaste que había pasado mucho tiempo y te despediste en aras de tus clases. Pepa permaneció en su sitio. Antes de abandonar la salita llena de clientes, volviste la cabeza para echarle un último vistazo y la recuerdas inclinada sobre su taza de café moviendo el fondo con la cucharilla. Al llegar a tu aula, al abrir la puerta, te sorprendiste porque tarareabas una canción mientras reconstruías en la memoria los ojos negros y melancólicos de Pepa. Tus alumnas te encontraron risueña y le alabaste a Patricia el cambio de peinado, a Martha las pestañas rimeladas, a Bertha le aseguraste que eran bonitas sus medias color carne. Todo eso cuando pasabas lista y te interrumpías y tus discípulas comentaban tu inusitada amabilidad, y tú te descubrías a ti misma porque hasta ese momento jamás lo sospechaste.