Material de Lectura

La noche ajena

a David Huerta


Nuestra esclavitud se fundaba en una idea piadosa. Papá creía que la infelicidad nace del contraste con el bien ajeno, y para evitarle a mi hermano Arturo, ciego de nacimiento, la noche moral de las comparaciones, decidió crear en torno suyo una penumbra artificial, un apacible caparazón de mentiras. Mientras ignorara su desventaja y creyera que la oscuridad formaba parte de la condición humana, sería inmune a las amarguras de la ceguera consciente. Como todas las ideas funestas, la de mi padre tenía el respaldo intelectual de un clásico. Se le ocurrió leyendo a Montaigne: “Los ciegos de nacimiento —dice en alguna parte de Los ensayos— saben por nosotros que carecen de algo deseable, algo a lo que llaman bien, mas no por ello saben qué es, ni podrían concebirlo sin nuestra ayuda”. De ahí se desprendía que si Arturo no lograba concebir el don de la vista por falta de noticias visuales, tampoco lloraría la carencia del bien.

Su experimento involucró a toda la familia en una obstinada tarea de falsificación. Desde que Arturo empezó a tener conciencia de sus actos, nos impuso en el trato con él un lenguaje anochecido en el que los colores, los verbos cómplices del ojo, los calificativos ligados a la visión y hasta los demostrativos eran palabras tabú. No podíamos decir verde o blanco, tampoco éste o aquél, ni referirnos a otras cualidades físicas o estéticas que no fueran perceptibles por medio del tacto, el oído, el olfato o el gusto. La cortina verbal nos obligaba a realizar complejos malabarismos de estilo: un simple “estoy aquí” requería del más detallado emplazamiento geográfico (estoy a cuatro pasos de tu cama, entre la puerta y el clóset), el atardecer era un enfriamiento del día, la noche conservó su nombre, pero convertido en sinónimo del sueño, lo que nos impedía mencionar actividades nocturnas, y para no entrar en explicaciones delatoras sobre la función de las ventanas, preferimos llamarlas “paredes de vidrio”. Todo con tal de que Arturo no conociera la luz de oídas.

Sintiéndose culpable por haber engendrado a un ciego, mi padre aplacaba sus remordimientos con el sacrificio de engañarlo. Para él y para mamá la comedia era una especie de penitencia: estaban reparando el daño que le hicieron trayéndolo al mundo.

Yo no me sentía culpable de nada, pero colaboraba en la tarea de ilusionismo por un equívoco sentido del deber, aceptando el oprobio como parte de mi destino. Lo de menos era observar (utilizo el verbo como desahogo) las minuciosas precauciones lingüísticas: el diario entrenamiento me acostumbró a ennegrecer la conversación hasta el punto de tener dificultades para colorearla fuera del calabozo doméstico. Lo más injusto y desesperante, lo que a la postre me condujo a la rebelión y al odio, fue tener que pasar por ciego en todos los órdenes de la vida. Crecí arrinconado en una cámara oscura, temeroso de cometer un descuido fatal en presencia de Arturo. Fui su lazarillo, peor aún, pues un lazarillo sabe por dónde anda, y yo debía caminar a tientas, perder el rumbo, chocar de vez en cuando con los muebles de la casa para no inquietarlo con mi excesiva destreza de movimientos.

Entre los siete y 14 años tomé clases con maestros particulares, porque de haber ido a la escuela también Arturo hubiera querido hacerlo, y no se le podía negar el capricho sin darle indicios de su handicap incurable. Para colmo tuve que aprender Braille, pues Arturo tenía ojos en las yemas de los dedos y me hubiera creído analfabeto si no descifraba las novelas de Verne y Salgari que papá se afanaba en traducir a nuestro dialecto incoloro, ensombreciendo paisajes y mutilando aventuras. Añádase a esto, para completar el cuadro de una infancia martirizada, el yugo de no escuchar sino música instrumental, la prohibición de ver tele, el impedimento de llevar amigos a la casa, la vergüenza de fingir que yo también necesitaba un perro guía para salir a la calle.

Mis protestas, moderadas al principio, coléricas a medida que iba entrando en la adolescencia, se estrellaban invariablemente en un muro de incomprensión. A mi padre le parecía monstruoso que yo exigiera diversiones frívolas teniendo la compensación de la vista. “Piensa en tu hermano, carajo. Él cambiaría su vida por la tuya si supiera que puedes ver.” En eso quizá tenía razón. Lo dudoso era que Arturo, puesto en mi lugar, se anulara como persona para no lastimar al hermanito ciego. Su doble antifaz lo mantenía a salvo de predicamentos morales, pero si hubiera tenido que elegir entre su bien y mi desgracia, tal vez habría tomado una decisión tan canallesca y egoísta como la mía.

El santo sin tentaciones era libre hasta donde se puede serlo en las tinieblas, mientras que yo, víctima sin mérito, pagaba el privilegio de la vista con renunciamientos atroces. ¿De qué me servían los ojos en medio de un apagón existencial como el nuestro? Mártires del efecto, sólo teníamos vida exterior, como personajes de una radionovela que hubiera podido titularse Quietud en la sombra. La rutina familiar se componía de situaciones prefabricadas para lucimiento de Arturo. Actuábamos como idiotas para darle confianza y seguridad en sí mismo. Un ejemplo entre mil: todas las tardes mamá rompía una taza o se quemaba con el agua hirviente al servir el café, y como su obsesión por el realismo rayaba en la locura, lo endulzaba con vomitivas cucharadas de sal.

—¡Te he dicho hasta el cansancio que pruebes el azúcar para no confundirte! —vociferaba papá, escupiendo el brebaje y entonces Arturo, con un dejo de superioridad, se ofrecía comedidamente a servirlo de nuevo, tarea que desempeñaba a la perfección. Mi papel en la terapia consistía en depender de Arturo como si el minusválido fuera yo. Tenía que pedirle ayuda para cruzar la calle, hacerme el encontradizo cuando jugábamos a las escondidas y fingirme incapaz de percibir con el tacto la diferencia entre su ropa y la mía. Por descuidar esos deberes de buen hermano recibí castigos y palizas que todavía no perdono. Humillado, comparaba la pobre opinión que Arturo tenía de mí con la excelente idea que tenía de sí mismo, tan falsa como todas las de su mundo subjetivo, pero convertida en dogma inapelable de nuestra ficción cotidiana. Sin duda se creía un superdotado, o por lo menos, el niño prodigio de la casa. Quizá yo fuera una carga para él, un estorbo digno de lástima, y lo seguiría siendo mientras jugáramos a la gallinita ciega. De sujeto piadoso había pasado a ser objeto de piedad. El siguiente paso hubiera sido perder el orgullo hasta reptar como insecto. Noche tras noche Caín me susurraba un consejo al oído: si quería independizarme de Arturo, si me quería lo suficiente para militar en las filas del mal, necesitaba desengañarlo con un golpe maestro que al mismo tiempo le abriera y cerrara los ojos.

La mañana de un domingo, aprovechando que mis padres habían ido a misa, interrumpí su lectura de Salgan con un comentario insidioso:

—Tengo un regalo para ti, hermanito. ¿Quieres verlo?

—¿Verlo? ¿Qué es ver?

—En eso consiste el regalo. Yo veo, mamá y papá ven, todos podemos ver menos tú. ¿Sabes para qué sirven estas bolas? —tomé su mano y la dirigí a sus ojos—. No son bolsitas de lágrimas, eso te lo dijimos por compasión. Se llaman ojos y por ellos entra toda la luz del mundo. Tú naciste ciego y por eso no te sirven para nada.

—¿Ciego? ¿De qué me estás hablando?

—De algo que te hemos ocultado toda la vida, pero que ya estás grandecito para saber. Un ciego es una persona enferma de los ojos, y tú lo eres de nacimiento, por eso nunca viste ni verás la luz. Estás condenado a la oscuridad, Arturo, pero nosotros vivimos en un mundo luminoso, mucho más bonito que el tuyo.

—Mentira, tú no eres nada del otro mundo. Y ya deja de fregar si no quieres que te acuse con mi papá.

—Estás poniéndote rojo —solté una risita malévola.

—¿Rojo? ¿De dónde sacas tantas palabras raras?

—Rojo es el color de las manzanas, el color del crepúsculo y el color de la rabia. Los colores sirven para distinguir las cosas sin tener que tocarlas. Tus ojos tienen color, pero no puedes verlo. Es un color idéntico al del café que preparas todas las tardes, cuando mamá se hace la ciega para que te creas muy chingón.

—Cállate, imbécil. Yo le ayudo porque la pobre no puede…

—¡Claro que puede! ¡Todos podemos servir el café mejor que tú! ¡Todos podemos cruzar la calle sin ayuda! Nosotros vemos, Arturo, vemos; en cambio tú eres un bulto inútil, un pedazo de carne percudida. ¿Te acuerdas de Imelda, la niñera sorda que te hacía repetir todo 50 veces? Pues tú eres igual, sólo que en vez del oído te falla la vista.

—Yo no estoy sordo, oigo mil veces mejor que tú.

—Pero estás sordo de los ojos. Te falta un sentido, una ventana maravillosa. ¿No puedes entenderlo, imbécil? Imagínate que hay una fiesta en casa de los vecinos y tú no lo sabes porque no te invitaron. ¿Dirías que no hubo fiesta sólo porque no estuviste ahí? ¿Verdad que no? Pues lo mismo pasa con los ojos y los colores. Dios no te invitó a nuestra fiesta, pero la celebramos con o sin tu permiso.

—Estás inventándolo todo porque me tienes envidia —sollozó—, me tienes envidia porque mis papás me quieren más que a ti.

—¡Cómo voy a envidiarte, cretino, si estoy viéndote y tú no me puedes ver! Dime ¿dónde estoy ahora? —corrí a colocarme tras él y le di un piquete de culo—. Estoy atrás de ti, cieguito. Ahora ya me cambié de lugar, tengo un libro y voy a tirarlo por la ventana. ¿Viste cómo lo tiré, sordo de los ojos? Ahora estás poniéndote verde. Verde es otro color, el color de las plantas y el color de la envidia. ¿No será que el envidioso eres tú?

Arturo me atacó por sorpresa y caímos al suelo desgarrándonos las camisas. Hubo un rápido intercambio de golpes, insultos y escupitajos, en el que yo saqué la mejor parte, no tanto por tener el arma de la vista, sino porque mi odio era superior al suyo. Lo tenía casi noqueado cuando se abrió la puerta de la casa y mamá lanzó un grito de pánico. Alcancé a murmurar una disculpa tonta (yo no tenía la culpa, él había empezado el pleito) antes de recibir la primera serie de bofetadas. Mi padre amenazó con sacarme los ojos para que luchara con Arturo en igualdad de circunstancias. Echaba espuma por la boca, pero cuando supo cuál había sido el motivo de la pelea, adoptó la expresión triste y sombría de un predicador vencido por el pecado. Yo era un criminal en potencia, tenía estiércol en el cerebro y no podía seguir viviendo en la casa.

Resolvió internarme en el Colegio Militar, castigo que tomé como una liberación. A cambio de vivir con los ojos abiertos, no me importaba marchar de madrugada ni obedecer como autómata las órdenes de un sargento. La disciplina cuartelaria tenía recompensas maravillosas: ejercité la vista en las prácticas de tiro, escribí una exaltada composición a los colores de la bandera y gocé como un niño con juguete nuevo retando a mis compañeros a leer desde lejos el periódico mural del colegio. Poco me duraron las vacaciones. A los quince días de borrachera visual, mamá vino a traerme noticias de Arturo.

Mi golpe había fallado. A pesar de la maligna revelación, distaba mucho de asumirse como ciego. La experiencia de toda una vida pesaba más en su juicio que la desacreditada fantasía de un hermano resentido y cruel. Simplemente no podía entender el concepto luz, ni aceptar la existencia de una dimensión fabulosa, vacía de significado por falta de nexos con su realidad. Mi alegato sobre la función de los ojos, formulado en un lenguaje que hasta entonces Arturo ignoraba, lo había confundido sin atormentarlo. Para desenredar la maraña de enigmas hubiera necesitado familiarizarse con el léxico visual que yo le había lanzado de sopetón. Y como se lo dije todo de mala fe, sin el apoyo de testigos neutrales —papá y mamá se apresuraron a desmentirme—, la verdad inasible apenas había rasgado su muralla de humo. Seguía ileso y feliz, tan ileso y feliz que ni siquiera me guardaba rencor. En un gesto fraternal había pedido a mis padres que me dejaran volver a casa. Ellos no creían que yo me mereciera una segunda oportunidad, pero me la darían a condición de que le pidiera excusas, abjurara de la infame patraña y nunca más lo llamara ciego.

Fingí aceptar el trato por conveniencia táctica. Lejos de Arturo estaba lejos de la venganza. Tenía que acecharlo de cerca, envolverlo en una red de cariño y esperar el momento más oportuno para darle a beber el suero de la verdad. Si no era cínico además de ciego, esta vez le demostraría su expulsión del paraíso con pruebas irrefutables.

De vuelta en el redil, me desdije punto por punto de la infame patraña y nos reconciliamos en una escena cursi que Arturo perfeccionó poniendo a trabajar sus bolsitas de lágrimas. La concordia familiar se restableció y me sumergí en la noche de todos los días como si mi exabrupto hubiera sido un pasajero eclipse de claridad. Evité la sobreactuación para no despertar sospechas. Me bastaba un ocho en conducta: el diez habría sido contraproducente. Derrochando sencillez y naturalidad fui venciendo el recelo de mis padres hasta lograr que se confiaran lo necesario para dejarme a solas con el enemigo. Entonces le apliqué la prueba del fuego. Esparcí velas encendidas en su recámara, en la cocina, en el excusado y en la biblioteca. El primer grito me sonó como un clarín de victoria. Lo dejé quemarse varias veces antes de acudir en su auxilio.

—¿Pues qué no ves por dónde andas? Tuve que poner velas porque se fue la luz.

—¿Vas a empezar otra vez? —se chupó un dedo quemado—. ¿No te bastó con lo del otro día?

—Claro que no, idiota. Esta vez voy a demostrarte que yo sí puedo ver y tú no. El fuego quema pero también alumbra, es algo así como una lengua brillante. Yo no me quemo porque lo veo, pero tú no lo descubres hasta sentir el ardor. ¿Quieres otra calentadita? —lo acorralé contra la pared prendiendo y apagando un encendedor—. ¿Ahora sí vas a reconocer que tienes los ojos muertos? —le quemé las mejillas y el pelo—. De aquí no me muevo hasta que lo admitas. Haber, repite conmigo: soy un pobre ciego, soy un pobre ciego...

—¡Soy un pobre ciego, pero tú eres un pobre imbécil! —sacó del pecho una voz de trueno—. ¿Te crees muy listo, verdad? Pues me la pelas con todo y ojos. Yo no veo, pero deduzco, algo que tú nunca podrás hacer con tu cerebro de hormiga. Yo soy el que los ha engañado todo el tiempo. Siempre supe que algo me faltaba, que ustedes eran diferentes a mí. Lo noté desde niño, cuando se descuidaban al hablar o me daban explicaciones absurdas. La de los coches, por ejemplo. Si eran máquinas dirigidas a control remoto, ¿entonces por qué tenían volante? La noche no se puede tapar con un dedo. Ponían tanto cuidado en elegir sus palabras, tanta atención en los detalles, que por cada fulgor apagado dejaban abierto un tragaluz enorme. Les oía decir claro que sí o claro que no y pensaba: claro quiere decir por supuesto, pero en un lapsus mamá dejaba escapar la frase “está más claro que el agua”, y era como si la palabra diera un salto mortal para caer en el mundo que me ocultaban. Con esos indicios fui llenando lagunas y atando cabos. El misterio de las cortinas me llevó a deducir la existencia del sol; por analogía con los olores presentí la gama cromática; de ahí pasé a resolver el enigma del ojo, hasta que terminé de armar el rompecabezas. A ti sólo te debo la palabra ciego, muchas gracias, pero el significado lo conozco mejor que tú.

—¿Y entonces por qué te callabas? ¿Para jodernos la vida, cabrón?

—Me callaba y me seguiré callando por gratitud. Papá y mamá se han partido el alma para sostener su pantalla con alfileres. No puedo traicionarlos después de todo lo que han hecho por mí. Son felices creyendo que no sufro. Sería un canalla si les quitara su principal razón de vivir. Eso está bien para ti, que tienes el alma podrida, pero yo sí me tiento el corazón para lastimar a la gente. Nunca les diré la verdad, y si vas con el chisme te advierto que voy a negarlo todo. Nuestra ilusión vale más que tu franqueza. Lárgate o acepta las reglas del juego, pero no te quedes a medias tintas. Aquí vamos a estar ciegos toda la vida.

Oí las tortuosas razones de Arturo con una mezcla de náusea y perplejidad. Hasta entonces ignoraba que la hipocresía pudiera estar al servicio de una causa noble. Su defensa de la mentira como baluarte del amor filial era una transposición de la ceguera al plano de los afectos. Atado a mis padres con un zurcido emocional invisible, debía respetar el pacto de anestesia mutua que le impusieron al sacrificarse por él. Yo hubiera podido romperlo y desgarrarles el alma porque había grabado la confesión de Arturo. No me detuvo el miedo a provocar una tragedia, sino el refinamiento sádico. Las verdades hieren, pero a la larga quitan un peso de encima ¿no era más cruel dejarlos protegerse hasta que reventaran de piedad? Eso podía conseguirlo sin meter las manos, largándome de la casa como Arturo quería.

Desde hace 20 años no les he visto el pelo. Vendo enciclopedias, rehuyó el matrimonio, vivo solo con mi luz. Quisiera creer que desde lejos les he administrado un veneno lento. Pero no estoy seguro: lo que para mí es un veneno para ellos es un sedante, y aunque la insensibilidad no sea precisamente un bien, tampoco es el mal que les deseo. Sería mucho pedir que a estas alturas odiaran la noche ajena y estuvieran pensando en matarse. ¿Extrañarán el dolor o se habrán fundido ya en un compacto bloque de piedra? Me conformo con que un día, en el fragor de su ataraxia, comprendan que se murieron en vida por no ejercer el derecho de hacerse daño.