Material de Lectura

De Amor propio

 


Por sus dedos tartamudos pasaron la máscara africana de Taboo, la sonrisa roja de Harry Belafonte y la sonrisa blanca de Nat King Cole, el fondo negro de Sixteen Tons, la cintura azucarada de Virginia López, las estrellas gitanas de Rafael Acevedo... Hasta que encontró la portada que le mordía los dientes: el London 1772 en el que Sarita Montiel fumando espera. No puso el disco. Abajo todos coreaban, trasnochados, con nostalgia prematura, Los marcianos llegaron ya.

Moncho no era personaje todavía. Apenas tramoyista.

Había visto la fiesta desde el barandal de la escalera, que tenía forma de riñón. Como la sala. Como la alberca del Güero Anzures. A la hora de los preparativos, en cambio, había sido el protagonista. Había hecho cuatro viajes hasta El Atorón de los Charros, donde le prestaban los cascos de Coca-cola sin dejar importe. Había enrollado el tapete de la sala para que pudieran bailar los invitados. Había atravesado con palillos los pimientos morrones y las medias aceitunas y los había clavado en los triangulitos de queso amarillo y pan Bimbo sin corteza. Había untado con jamón del diablo decenas de galletas de soda. Había ayudado, con todas sus fuerzas, a abrir la enmohecida puerta corrediza, que comunicaba la sala con la terraza, donde se aburrían cuatro sillas circulares de alambrón y de tiras radiales de plástico fosforescente. Pero no estaba invitado a la fiesta no es para niños.

Niño él, que ya calzaba del 6 1/2, que ya tenía pelitos ahí, que ya se ponía, a escondidas, los suéteres de su hermano Roberto, y le quedaban bien.

Conminado a la escalera, pijama, pies descalzos entre los barrotes del riñón, había visto la llegada avisposa de las amigas de Tere y las incursiones Old Spice de los amigos de Roberto.

Muy rápido, la casa se había llenado de voces confundibles, de risas que rebotaban en el techo.

Desde su reclusorio, tras las rejas del barandal, Moncho había visto una flor negra, de tul, en un escote. Había visto la orilla de encaje de un fondo en medio del sillón, sobre unas medias oscuras y frente a una rodilla gris jaspeada, que se insinuaba. Había visto una colilla que cayó, aún prendida, en la maceta del hule. Un anillo de graduación con el escudo de la universidad que, inquieto, destellaba. Una mano bicolor que sacó un lápiz labial de una gigantesca bolsa de charol. Un pañuelo de lavanda que inútilmente ofreció sus servicios. Unos hombros casposos que bailaban sobreactuados. Un vaso largo que ostentaba el número 6. Una jerga que limpió, mal, el descuido de una cuba libre. El tapete humillado atrás del sofá.

Roberto abrazaba a su novia mientras bailaba o fingía bailar. No era un baile con abrazo sino un abrazo obligado a la cadencia. Love is a many splendored thing. El prominente copete se entreveraba con el alto crepé. Las manos de Roberto habían pasado de la espalda de ella a la cintura, y un poquito más abajo todavía. Los cuatro muslos se rozaban indistintamente. El aliento de Roberto se filtraba en el arete y el lóbulo chinito de la oreja de la novia. Ella le acariciaba, le rasguñaba suavemente la nuca. Only You. Sólo la flor negra de tul los separaba hasta que después del álbum completo del Hit Parade —susurros, párpados cerrados, mejillas juntas, sudadas, olorosas, transmaquilladas— dejó de tamizar el corazón ardiente y cayó, marchita, apachurrada, sobre los mosaicos rojos. Three Coins in the Fountain.

Moncho aprovechó el sublime trance de su hermano para penetrar el territorio prohibido con la esperanza de que Roberto no hubiera bajado el disco a la consola de la sala. Pesas. Corbatas. Dominó. Una botella de Bacardí. Tocadiscos portátil. Y El Disco. La Portada de El Disco.

Sobre el fondo verde pistache, mustio, inofensivo, sedante: ella. Ella. De frente. El cabello, de tan negro, casi azul, cuidadosamente alborotado. La ceja izquierda, apacible, tranquila, por poco maternal. La derecha, por lo contrario, altiva hasta la tirantez del párpado, artificiosa, como retadora. Los ojos, uno desmayado y otro fulminante. La sombra de las pestañas, derramada sobre los pómulos. El lunar, preciso, como una banderilla. Henchidas las fosas nasales. La boca, entreabierta, devorándose las comisuras. El labio inferior, desbordado sobre el mentón apenas partido. Y el escote. Ay, el escote. Profundo. Abismal.

Cerró la puerta con seguro. Abrió los ojos como si por ellos respirara. Las cien sienes. La nariz ancha. Sostuvo la portada más con las venas que con las manos. Repasó los hombros. El lunar. El labio de abajo. La ceja alzada. La sombra de la pestaña. Le tapó con la mano derecha —era zurdo— el escote y la fue bajando. Poco a poco. Milímetro a milímetro.

Abajo, los marcianos llegaron ya para interrumpir, de algún modo, la fiesta, su intimidad rosa y oro, la calentura, el cachetito. Para animarla, de algún modo; para prender luces, servir otras cubas, desatar risas.

Arriba, en el cuarto de Roberto, oloroso a Charles Atlas, a brocha de afeitar, Moncho pasó, milímetro a milímetro, del escote abismal al amor propio.

Se abismó.

Se abismó por primera vez.

Sangre transformada, límites traspuestos, sorpresa enferma, dolor, placer afortunadamente efímero, turbulencia, vértigo, sacudimiento, estertor, lucidez, estrella fugaz, pirámide, retablo churrigueresco, Ángel de la Independencia, Monumento a la Revolución, Montaña Rusa, todo ahí, metido —y sacado— antes de la culpa.

A la mañana siguiente, orgulloso y avergonzado, Moncho se tomó el sobrante de una botella de Coca-cola, tibia y sin gas.

En el desayuno, la voz de papá. Sólo la voz de papá, entre los huevos revueltos.

—Si así la tratas como novia, cómo la tratarás cuando sea tu esposa —le decía a un Roberto silencioso de ojos rojos y cachetes flácidos.

Tere, quitándole la nata al café con leche, tarareaba, más con la nariz que con la boca: “Los marcianos llegaron ya y llegaron bailando el cha-cha-chá”.

Papá dijo:

—Esa no es música de marcianos; ésa es música de negros —y se tomó una cucharada de Gerolán.