Material de Lectura

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Selección
y nota
introductoria
de Laura Zavala

 


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Nota introductoria


Juan Villoro (1956) reunió en su primer libro de cuentos, La noche navegable (1980) una serie de relatos sobre adolescentes de la clase media, aficionados al futbol y a andar en patineta, eternamente vestidos con tenis y sudadera, cuya mayor proeza es jugar en la bañera o descubrir la manera de besar como adultos.

Estos personajes se ven aquí transformados en protagonistas de epifanías imaginarias en las que alguien que viaja a los Estados Unidos “lo único que hace es hablar de su novia y los nopales” y en las que viven con “una permanente sensación de estar al final de algo grandioso”, pero cuyas aventuras se reducen a pedir una leche malteada gigante “y llena de espuma” (en “El verano y sus mosquitos”).

El título del libro alude al cuento del mismo nombre, en cuyo final las manos de la protagonista avanzan despacio hacia el cuello de su novio “como un barco de vela que desaparece en la oscuridad cargado de pan, de miel, de flechas y de ánforas de vino”.

Al año siguiente de haber publicado su segundo libro, Albercas (1985), publicó Tiempo transcurrido, con el subtítulo de Crónicas imaginarias. Se trata, explica el autor, de “imaginar historias a partir de ciertos episodios reales y de un puñado de canciones”, con un relato para cada año en el lapso que va de 1968 a 1985. A pesar de que éstas son las dos fechas más significativas en la historia reciente del país —en el momento de su publicación—, estos relatos no tienen la pretensión de ser una crónica panorámica de estos años.

El resultado es un libro ligero y con personajes cuyas aventuras muestran los efectos del rock en toda una generación. Entre estos relatos destaca el de la cantante guadalupana (precisamente Madonna de Guadalupe), que ofrecía conciertos frente a la Basílica y en cuyo clímax los músicos la acariciaban sobre el escenario, mientras ella arrojaba al público hostias multicolores (en “1983”). O la historia de Rocío: en una época en que los gustos musicales se polarizaban, la chava indefinida, asediada por todos, seguía siendo incapaz de articular algo más allá de un rotundo “o sea...”

El humor de Villoro es, por la proximidad que muestra con sus personajes, una manera de ejercitar la autocrítica, y forma parte de la búsqueda de una identidad compartida, lo que es ya, de por sí, un rasgo generacional.


Lauro Zavala


 


 

1969 

 

 

Los granaderos no quisieron presentar examen para entrar a la preparatoria. Ellos usaron su propio método: el bazukazo que convirtió la puerta colonial en una nube de aserrín.

La policía justificó el ataque con razones estratégicas: la Prepa 1 era un “foco de sedición”; los estudiantes, en vez de ideales académicos, acariciaban ametralladoras soviéticas.

En 1968 los periodistas, transformados en inmunólogos, describían la revuelta estudiantil como un virus que atacaba el rosado y saludable cuerpo social. ¿De dónde salió aquel microbio?, ¿dónde estaban los antídotos, dónde los glóbulos blancos? Alguien hizo comparaciones con la Europa del siglo xiv devastada por la peste, la Muerte Negra, el enemigo invisible. Entonces se había recurrido a un dramático conjuro: quemar brujas. Las mujeres ardieron en llamas ejemplares. Y la peste siguió su danza macabra. La puerta de la preparatoria explotó en una galaxia de astillas. Y la epidemia siguió creciendo.

Tomás era un alumno irregular; confiaba en el recurso del acordeón y en que Carolina Fuentes le soplara los datos cruciales en los exámenes. Ese día sólo fue a la preparatoria para conectar mariguana. La transacción se llevó a cabo en los baños. El material estaba tan bueno que dos toques bastaron para oír que los orines crepitaban como fulminantes. Salió al patio y sus pupilas vacilaron frente a los murales; nunca había visto nada tan psicodélico: una selva colorida que de pronto tembló con gritos y explosiones. Tomás vio con retardada precisión las macanas que destrozaban quijadas y costillas. También él fue jaloneado. Cayó al piso, recibió una patada, perdió la mariguana.

Después lo pusieron contra la pared, con los pantalones en los tobillos y las manos en alto. De reojo, alcanzó a distinguir el brillo asesino que se aproximaba, las tijeras que entraban en su pelo y subían hasta la coronilla con su atroz siseo, destruyendo una cabellera legendaria, años y años de champú de jojoba y de cepillarse cada vez que un avión surcaba el cielo.

En la preparatoria los granaderos se encontraron con los inquietantes paisajes en las paredes. Aparte de los murales, todo estaba en paz.

Tomás pasó tres días en los separos policiacos. Al salir no dudó en unirse a la manifestación silenciosa. Ahí se encontró al Champiñón, un amigo al que daba por perdido en la sierra de Oaxaca. El Champiñón le habló en voz baja de las montañas de luz y los acantilados de aire. Al cabo de un kilómetro sus murmullos eran tan insoportables que Tomás le dijo que sí, que se iría con él a Huautla.

Mantuvo su promesa por una sencilla razón: el miedo. La represión se volvía cada vez más brutal y una bayoneta podía hacer que sus entrañas corrieran la misma suerte que su pelo. Además se quería enfrentar con los dioses dorados de Grateful Dead, Jefferson Airplane y Quicksilver Messenger Service, abrir de sopetón las puertas del paraíso, conocer la meseta donde el aire sopla en cuatro direcciones y el desfiladero donde la lluvia asciende al cielo.

Estuvo en Huautla hasta fin de año. El Champiñón hizo honor a su apodo y le preparó mezclas de hongos alucinantes, derrumbes y pajaritos que al principio Tomás rociaba con miel. Después aprendió a disfrutar del jugo ácido que le teñía la lengua de azul. En un instante privilegiado todo se trastocaba y confundía: Tomás escuchaba la tierra húmeda, olía las nervaduras rojizas en las hojas de los árboles, palpaba el cielo amplio después de las lluvias. Oía colores que eran voces que paladeaba.

El instante de percepciones múltiples se prolongó hasta el 31 de diciembre, cuando una gringa que había llegado a la sierra siguiendo a unos desertores de la guerra de Vietnam les leyó el tarot en spanglish. Lo único que sacaron en claro era que la onda se estaba poniendo gruesa, karma del más espeso, y que lo más sensato era regresar al altiplano.

Su pecosa Casandra les predijo que en la ciudad reunirían energías dispersas. Y en efecto, a las pocas semanas se encontraron con otros amigos que también habían estado fuera: Fede venía de una comuna en California, Ariel de un kibutz y Juan de un campamento boy scout en Camomila. El movimiento estudiantil había sido liquidado. Tomás y sus amigos no podían pensar en volver a clases como si nada hubiera sucedido.

Los toques circularon hasta que el plan estuvo listo: Fede conseguiría que su tío les prestara una granja en la Huasteca veracruzana; convencerían a sus amigas más liberadas de que los acompañaran. Esto último no fue tan fácil. Sara, la novia de Ariel, tenía unos papás que difícilmente la dejarían irse con una pandilla de goys. Maricruz y Yolanda, las novias de Juan y Fede, detestaban a Érika, que no era novia de nadie, se apuntó para ir y estaba buenísima. Tomás y el Champiñón buscaban mujeres de emergencia. Finalmente, en una fiesta en un frontón de San Ángel, conocieron a las gemelas Martínez, que olían a incienso de zarzamora y sólo se distinguían por el tatuaje que Gloria (minuto y medio mayor que Glenora) tenía en el antebrazo: un monograma en escritura celta.

La granja resultó ser una cabaña con techo de paja que se inundaba cada vez que el río Panuco crecía. El Champiñón ideó un ritual antilluvia y Juan los puso a trabajar en un dique. Los lugareños miraban con desconfianza a esos vecinos de zapatos tenis que pintaban de colores los troncos de los árboles.

La coexistencia entre seis mujeres y cinco hombres no fue fácil, sobre todo porque la que sobraba era Érika y todos querían con ella. Pero el trópico y las exigencias de cinco galanes le hicieron mal. Al cabo de unas semanas era una belleza deshidratada. Las gemelas Martínez, en cambio, florecieron como orquídeas de invernadero. Tostadas, alegres, tibiecitas, Gloria y Glenora se convirtieron en objetos de codicia.

Tomás se había impuesto un código alivianado que consistía, principalmente, en no segregar a Sara. Todas las religiones partían de un mismo punto de energía. Había que derrumbar barreras. Así, Tomás pasó los cuatro lados de Blonde on Blonde elogiando judíos. Aunque él pensaba en Einstein y en Bob Dylan ( Zimmerman), Sara se sintió poderosamente aludida: canceló los elogios de Tomás besándolo enfrente de todo mundo. Ariel los insultó y ya estaba a punto de lanzarse sobre Tomás cuando el Champiñón puso All You Need is Love a todo volumen. Las bocinas se cuartearon a los pocos segundos. Nadie criticó al Champiñón: su intención había sido yin, y Juan trató, infructuosamente, de reparar el resultado yang. Sin tocadiscos, la Huasteca les pareció una región de verdura insoportable.

Después del pleito con Sara y Tomás, Ariel se dedicó a trabajar con frenesí. Se asignaba tareas dignas de un cebú tabasqueño. Juan y Fede lo ayudaban ocasionalmente; el Champiñón pasaba el día bajo una palma, abrumado por problemas trascendentales; las gemelas se asoleaban desnudas y nadie pretendía que hicieran otra cosa; Yolanda se encariñó con una cabra y se dedicaba a darle besitos en la trompa; Tomás y Sara hacían excursiones de las que regresaban tan contentos que no les importaba haber sido devorados por los mosquitos; Maricruz intrigaba de tiempo completo.

Los esfuerzos de Ariel no bastaron para producir una buena cosecha. La situación se volvió crítica: no tenían tocadiscos ni comida. Y pronto sucedió algo peor: un grupo de campesinos traspasó el letrero escrito por Tomás: “Aquí empieza la quinta dimensión”. Ariel habló con ellos y se enteró de que la quinta dimensión estaba en terrenos ejidales. Los campesinos llevaban machetes y azadones para recuperar sus tierras, pero no encontraron resistencia.

Los comuneros regresaron a la ciudad en el primer Flecha Verde. Por la ventana trasera recogieron una última imagen del trópico: niños desnudos en medio de la carretera, cáscaras de mameyes, una nube de polvo rosado.

Al llegar a su casa, Tomás se puso al corriente de las noticias. Su hermano menor había colgado en la pared fotos de los astronautas saltando en la superficie lunar y de la primera huella de Neil Armstrong (que informaba a las inteligencias extraterrestres que los humanos calzaban del 36). Las novedades locales eran menos espectaculares: un metro anaranjado recorría la ciudad y todos los números telefónicos empezaban con 5.

Después de tanto tiempo de vivir juntos acabaron creyendo las intrigas de Maricruz. Tomás ya sólo veía a Sara.

La siguiente reunión del grupo fue por demás trágica: el Champiñón quiso volar en pleno viaje de lsd y se tiró a la avenida Revolución desde un doceavo piso. Se encontraron en Gayosso.

Tomás, Juan y Fede se encerraron en los baños de la funeraria para darse un toque. Fede les contó que su tío había recuperado la granja en la Huasteca.

—El ejército hizo mierda a los campesinos.

Tomás recordó el asalto a la preparatoria. Tiró la colilla en el excusado. Jaló. Esperó unos segundos, y volvió a jalar, con mayor urgencia. La colilla siguió girando en espiral.

Al finalizar el año seguía decidido a no estudiar. Era incapaz de regresar a un mundo de nubarrones algebraicos. Hacía mucho que sus papas no le daban dinero, así es que o conseguía trabajo o jamás salvaría la distancia que lo separaba del último disco de Captain Beefheart. Después de tratar a tantos desertores norteamericanos en la sierra tenía un mediano conocimiento del inglés. Sara lo escuchaba imitar la voz grave de Frank Zappa hasta que le encontró futuro profesional: un trabajo de recepcionista en el hotel María Isabel.

Tomás aceptó aquel modesto acto de justicia: de la comunicación trascendental pasó a las llamadas telefónicas. Se sonrió al recordar aquel letrero: “Aquí empieza la quinta dimensión”. Después marcó un número de teléfono: 5...

 


 

1980 

 

a Juan Lorenzo

Los papas de Rubén eran francamente anticuados: ella se parecía a Janis Joplin y él a Jerry García. Su profesión de antropólogos les permitía andar por la ciudad con huaraches de suela de llanta. Rubén no les decía Pa ni Ma, sino Marta y Genaro. Cada vez que se le escapaba un “papi”, Genaro contestaba “no la chingues”. Marta tenía el pelo castigado de quien se lava con piedra pómez y un cutis que jamás visitaban los cosméticos. Sus collares parecían venerar al Cristo de las refaccionarias: cruces de fierro y rosarios de hojalata. Genaro tenía una de esas barbas superpobladas donde las migajas se pueden perder durante seis meses. Usaba espejuelos redondos y un overol que lo hubiera hecho verse como un cuáquero, de no ser por el morral de cuero crudo que llevaba al hombro y que a partir del 68 se convirtió en emblema de los que eran de izquierda y vivían en el circuito Coyoacán-Contreras-San Jerónimo. Marta y Genaro eran aficionados a Chuck Berry, Little Richard y otros negros.

Para Rubén la discoteca de sus papás era como la tumba 7 de Monte Albán: puras reliquias del sonido. Y la antigüedad de la música no era nada en comparación con las escenas que montaban Marta y Genaro. Rubén solía encontrarlos mariguanos en la sala, desplomados entre vasijas oaxaqueñas, velas derretidas, cojines de manta y estatuillas con falos que le hubieran dado envidia a Jimi Hendrix. Y la pachequez de sus papás no era lo peor: además hablaban. Cuando Marta abría la boca uno podía ver un partido de futbol americano antes de que se callara. Rubén no conocía demagogos más completos. Genaro siempre hablaba de México como si fuera su riñón.

—¿Qué tal, cómo andas? —le preguntaba Rubén, masticando los Corn pops del desayuno.

—Del carajo, Rub.

—¿Por qué?

—La situación del país —y hacía un gesto de peritonitis.

Después venía un vasto rollo de cómo las desgracias de la nación le afectaban directamente a él. Genaro estaba tan dentro de la realidad que las secreciones de su cuerpo ya no dependían de glándulas sino de las noticias del Unomásuno.

Marta y Genaro querían que su hijo los-tratara-como-amigos. Cuando Rubén cumplió los trece, Genaro le regaló el El satiricón de Petronio y una suscripción a Caballero. Además le dio muy buenos tips para que se masturbara.

Marta y Genaro habían mandado a su hijo a escuelas activas con el objeto de librarlo de los métodos represivos que ellos habían padecido. Pero la enseñanza activa fue un perfecto tiro de bumerang. A los dieciséis años, Rubén estaba convencido de que nada era más importante que desobedecer a los mayores, tenía los conocimientos de un sexólogo (en el trópico activo ni una gorda como Trilce Sánchez llegó virgen a los quince) y era dueño de una palabra rellena de instrucciones: autoafirmación: más vale que te decidas de una vez porque tu destino empieza ahora. Adolescencia es curriculum. Rubén no tenía por qué aceptar a las amigas de su mamá que lo fajoneaban y le decían “estás buenísimo”, ni a los amigos fodongos de su papá (¡todos tenían senos más prominentes que sus amigas del colegio!) Rubén ya se había decidido: él era un amante del arte policiaco.

Su cuarto estaba pintado de azul marino y una placa de sheriff colgaba sobre la cabecera. En la puerta corrediza del clóset tenía un póster de Police, donde los tres músicos aparecían sin camisas: músculos bronceados y sólidos.

Rubén hubiera preferido ser rubio, pero se conformaba con tener el pelo castaño, cortado con tal esmero que regresaba a la peluquería cada dos semanas para que sus mechones conservaran su aspecto de hojas de pina. Todas las mañanas iba al Parque Hundido en una patineta pintada de negro. El ondulante ejercicio le había dado a su cuerpo una firmeza semejante a la de Sting, el cantante de Police. Usaba lentes oscuros de policía de caminos; cuando se los quitaba, sus ojos tenían la mirada arrogante de quien sabe que es su propio canon de belleza. Rubén sólo se podía medir en la escala de Rubén. Si sus papas buscaban perderse en todo lo que tuviera que ver con los otros (la declaración del estado de sitio en un país balcánico le podía causar un derrame cerebral a Genaro), él se sentía único, individual, un comisario en un mundo donde los demás son cuatreros. Marta y Genaro se horrorizaban al verlo llegar con esposas colgando del cinturón. Que su hijo se vistiera de azul marino (con calcetines blancos) les parecía tolerable, pero las esposas y la placa de sheriff eran francos destellos de fascismo. Genaro habló con él “como cuates”, es decir, con groserías. Rubén le contestó que dejaría de usar lentes de patrullero si él dejaba de tomar el café exprés que le había convertido la boca en una ventosa amarillenta. Como Genaro se había propuesto ser generoso y Rubén egoísta, la discusión no pasó a mayores.

A través de Police, Rubén asoció la música con un estilo de vida. Police o el sonido de los individualistas que sólo establecen contacto de manera rotunda: la seducción o el trancazo para hacer a un lado a los que no valen la pena. Iʼm lonely, cantaba Sting, y decenas de miles de fanáticos coreaban “estoy solo”, sabiendo que eso no era una mala noticia, sino un mérito. Aparte de Police le gustaban las películas donde los héroes se las arreglaban solos, sin tener que sesionar en comité.

La conducta de Rubén le dio a sus papas muchos motivos de autoescarnio: “hemos engendrado a un gánster” y otras quejas que hacían interesantes sus reuniones.

Rubén estaba en Yoko, comprando el tercer disco de Police, cuando se enteró de que el trío iba a tocar en la ciudad de México en noviembre. El dueño de la tienda, que parecía el primo rubio de Pete Townshend, le dijo que los boletos valían mil 100 pesos. Zácatelas. ¿Qué podía hacer alguien de dieciséis años para conseguir esa fortuna? Después de pensar un buen rato, Rubén descubrió una razón suficientemente alivianada para que su papá le diera el dinero: inventó que tenía que pagarle el ginecólogo a su novia. Su papá lo miró con la solidaridad de un mánager que confía en su cuarto bateador y le dio el dinero.

Durante semanas sólo habló con sus amigos de Police. El día del concierto todos habían dormido mal por la emoción. Como en la ciudad de México no hay ramblas, ni pubs, ni cafés sobre la banqueta, se reunieron en el mundo lila, amarillo y naranja de un Dennyʼs. Estuvieron media hora chupando malteadas y tarareando De Do Do Do, De Da Da Da.

Luego cruzaron al Hotel de México, un monumento al vacío, miles de cuartos que jamás serían concluidos. Y tal vez era mejor así, pues si los cuartos quedaban como el vestíbulo la cursilería no tendría límites. Rubén se quedó pasmado al ver un Partenón de huesos de aceitunas y un ajedrez monumental que simbolizaba la lucha entre capitalismo y socialismo.

Las amigas de Rubén iban de negro y movían sus piernas delgadas con premura. Por fin llegaron a un local que parecía decorado para un banquete del Club de Leones: manteles sobre las mesas, corbatas de moño en los cuellos de los meseros, cortinas que brillaban en tonos violáceos.

La espera fue insoportable: los meseros trataban de vender botellas de ron con tal insistencia que Rubén se vio obligado a soltar un rodillazo que aunque no dio en el blanco lo libró del acoso durante unos veinte minutos. Después llegaron otros meseros que parecían dispuestos a que les fracturaran las quijadas a cambio de vender una botella.

Finalmente las luces se apagaron. Copeland, Sting y Summers lanzaron un latigazo de sonido y el público se dio cuenta de que las sillas no servían para nada y que había que bailar sobre las mesas. Sting se convirtió de inmediato en la clave del espectáculo, él decidía la suerte de ese público al que tenía tomado por las solapas.

En medio de la música, Rubén pensó en sus papas abrumados por la mariguana, los problemas del país, el scratch en los discos de Chuck Berry, abrumados durante décadas sin hacer algo más que prepararse otro cafecito. Le dieron ganas de quemar las barbas de su papá y las camisas huicholes de su mamá, pero por el momento prefirió bailar abrazado a sus amigos, hundiéndose en las aguas de Police hasta que los músicos desaparecieron tras los amplificadores y el público volvió a salir a la superficie:

—¡Police, Police, Police! —la gente pedía más música. Rubén se unió al griterío con entusiasmo, seguro de que su momento de gloria había llegado: sobre una mesa, con esposas al cinto, los chavos de la escuela activa llamaron a la policía.

 


 

1984 

a Alberto Blanco


Rodolfo nació en Sonora, en las convexas arenas de Altar. Su papá tenía un motel en la encrucijada de dos carreteras. Cada tercer día les llevaban agua electropura; el camionero, de cara angulosa y barba espesa iba acompañado de su hija Adela, que en el trajinar del desierto se convirtió en una niña de mejillas encendidas y pelo empapado de sudor sobre las sienes. Era gritona y caprichosa. Tenía muchos juguetes de contrabando.

El papá de Adela se quitaba la camisa de mezclilla, mostrando una cicatriz en forma de cola de alacrán en la espalda, y empezaba a descargar los botellones de agua. Al cabo de media hora su espalda estaba llena de gotitas de sudor y la cicatriz brillaba como una cuchillada de sol. Rodolfo se ponía a pensar en la electricidad que había vuelto pura toda esa agua mientras Adela hacía mohines y se burlaba de él.

En una ocasión Adela llevó una grabadora. Habían llegado tarde porque se les ponchó una llanta en el camino; el cielo ardía en una última nube cárdena. Ya no hacía tanto calor y pudieron poner la grabadora en el suelo sin peligro de que se estropeara. La música surgió en borbotones.

—¡Son los Beatles! —gritó Adela y Rodolfo sintió un escalofrío en la nuca.

Hasta entonces sólo había tenido un ideal: salir del desierto para convertirse en el tercera base de los Orioles de Baltimore. Su papá era un fanático delirante del beisbol, incluso había grabado transmisiones de radio de las series mundiales. Todas las noches se sentaba en el porche, bajo el anuncio de neón que seguía latiendo sólo por el narcisismo, pues no había quien lo mirara, y ponía sus grabaciones de beisbol. El viento llevaba las voces febriles de los locutores hasta muy lejos, y Adela juraba haberlas escuchado en el distante pueblo de Quemada.

Cuando había plaga de langostas, Rodolfo se lanzaba al porche con una escoba encendida y la emprendía contra los insectos. Un bateador conectando flamigeraciones. Era lo más cerca que había estado de las grandes ligas.

Sin embargo, después de oír a los Beatles, dejó de pensar en la revirada perfecta y se puso a cantar con el ukelele que un cliente olvidó en el cuarto 22. Les pidió a los traileros que paraban en el motel que le trajeran discos de rock.

Una tarde le interpretó a Adela su primera composición: Armadillo en la autopista.

—Tienes la nariz llena de mocos —le dijo Adela.

—Yo me oigo bien.

—Tienes las orejas llenas de mocos.

A pesar de las críticas de Adela, siguió reventando las cuerdas del ukelele hasta que cumplió quince años y sus papas decidieron enviarlo a estudiar la preparatoria a la ciudad de México.


Para Rodolfo, el sur había sido hasta entonces el espejismo en el que terminaba la autopista: el aire vibrando por el calor allá en el horizonte, una ilusión acuosa, lo lejos donde el desierto se evapora.

Vio el pardo destello de un correcaminos. Pasó junto a la titánica fábrica de Corn flakes en Querétaro. Sintió la luz velada del altiplano.

Había empacado el ukelele entre dos pantalones de mezclilla. Cuando se le ocurrió cantar en la casa de huéspedes recibió tantos reproches que los de Adela casi le parecieron un estímulo. Sus compañeros de vivienda se empeñaron en demostrarle que se podía ser gangoso sin ser Bob Dylan. Por más que el rock de los setenta se abismara en lo moderno, nadie estaba dispuesto a escuchar una voz salida de un interfón.

Rodolfo llegó a México a inscribirse en la preparatoria, pero sus compañeros de la casa de huéspedes le dijeron que el CCH era más abierto. Este argumento era tan débil, que no volvió a pensar en el CCH. Sin embargo, una tarde en que jugaba boliche vio a una muchacha que hizo que su pelota se desviara humillante hacia el canal: el pelo castaño le caía sobre los hombros como en una imagen prerrafaelita, llevaba una gargantilla de semillas, camisa tzotzil de dieciséis colores subidos, entalladísimos pantalones de mezclilla y zuecos que la hacían caminar como si fuera sobre las aguas. Un morral hinchado de libros inclinaba su cuerpo ligeramente.

—Ella va en el CCH —le dijo uno de sus amigos.

Rodolfo se sopló el talco de las manos y tras la nubecilla blanca volvió a ver la figura que lo haría inscribirse al CCH.

La escuela no resultó el reino de bellezas deslavadas que él habría deseado, pero al menos le descubrió una vocación artística en la que no importaba ser gangoso. En una clase que parecía destinada a producir ingenieros de la escritura (taller de redacción e investigación documental I) recibió la encomienda de leer De perfil, de José Agustín. Entonces se dio cuenta de que en México los escritores habían tratado de sustituir a los rocanroleros. En Inglaterra no había un Ray Davies de la escritura porque ahí estaban los Kinks para dar cuenta de la mitología juvenil. En México, trescientas páginas de irreverencia equivalían a un concierto en un estadio.

Pero Rodolfo no sabía de qué escribir. Lo único que conocía de primera mano era el desierto de Sonora, un tema muy poco groovy. Después de leer a Martha Harnecker el asunto se complicó aún más. Rodolfo le puso buró político a su imaginación.

Empezó a pensar en la literatura como una lucha de los malos contra los buenos: de un lado estaba el pítcher que mascaba tabaco y entrecerraba el ojo avieso de su certera puntería; del otro, el cuarto bat de los caireles rubios y las bardas voladas.

En las tardes se reunía con sus amigos a comer las épicas tortas de don Polo y a hablar de sus problemas de escritor en ciernes. Citaba a Lukács con acento norteño y se refería a la novela como quien describe un sistema de bombeo hidráulico.

Estaba a punto de iniciar la epopeya Lignito, tres generaciones de mineros sonorenses, cuando descubrió el nuevo periodismo norteamericano. Norman Mailer, Tom Wolfe y Gore Vidal le revelaron que se podía escribir de temas sociales sin condenar al lector a trabajos forzados.

Sin embargo, aún había una caseta de cobro en su itinerario intelectual. Mailer y compañía escribían de asuntos y hombres famosos: la guerra de Vietnam, el clan Kennedy, Frank Sinatra, Marilyn Monroe, el emporio de Playboy. Al salir del CCH Rodolfo necesitaba un Ayatola, un jefe de la Junta Militar, una actriz de escándalo, un boxeador de peso completo, alguien famoso a quien entrevistar. Pero en México las celebridades eran desconocidas. Entonces volvió la vista al otro extremo, a la inagotable reserva de marginados que tenía el país.

Empezó a escribir en los periódicos crónicas imaginarias. El más fresa de sus personajes era adicto al cemento. Cholos, escupefuegos, danzantes indígenas, merolicos, faquires y chavos banda integraron su resentida galería. La rata, el perro famélico, el chancro y la mirada estrábica aparecieron con la misma puntualidad que los Gitanes en los cuentos de Cortázar.

Un productor se dio cuenta de su habilidad para convertir la roña en arte y lo invitó a hacer una serie de televisión sobre Los Panchitos, la única pandilla que había logrado ser noticia a punta de madrazos.

En 1984 no había nadie que no hablara de las persecutorias pesadillas de George Orwell. Rodolfo celebró el año de Orwell con la publicación de Yo, Panchito, un libro desgarrado, crudo, apocalíptico, o sea, exitoso. El triunfo sólo se vio empañado por una nota del reaccionario Roque Jiménez, titulada Mamá, soy Panchito.

De Sonora recibía noticias esporádicas; no era mucho lo que podía suceder en la cuenca requemada en la que había nacido. Las cartas de su papá constaban de una cuartilla dedicada a los chismes del motel y tres cuartillas a un robo de base de los Medias Rojas. Adela le mandó una carta llena de faltas de ortografía para informarle de su tercer matrimonio, esta vez con el sultán de los tomates de Sinaloa. La verdad es que a él le interesaban poco estas noticias salidas de la borrosa tierra del pasado.

Tampoco quería saber nada de su primer amor artístico, el rock. Culture Club, Men at Work, Tears for Fears, Spandau Ballet y otros grupos de moda le parecían demasiado sutiles, blandengues, sofisticados. Él no se andaba con tiquismiquis.

Una mañana el teléfono lo despertó a eso de las seis. Una voz grave le habló de la explosión de San Juan Ixhuatepec y le ofreció un jugoso anticipo por escribir un libro sobre el tema. La tragedia parecía hecha para las metáforas de Rodolfo. Toda una colonia removida por las llamas. Los estadillos en la refinería de Pemex y en la planta Unigás habían hecho que el aire ardiera como en el bombardeo de Dresde. De inmediato se le ocurrió reconstruir las vidas de algunas víctimas hasta unos segundos antes de la catástrofe.

Llegó al lugar cuando aún había unidades de médicos y voluntarios. Fue de los primeros en ver un peine derretido como el chicle de un titán, un guajolote aplastado en el piso, no más grueso que una calcomanía, un zapato calcinado, pelos adheridos a las paredes. Durante media hora caminó entre aquellos asteriscos del infierno.

Hizo entrevistas con los sobrevivientes y encontró que una de las declarantes era tía de Abundio Sánchez, el héroe de su libro Yo, Panchito. Pensó que esto le facilitaría la tarea, pero sucedió lo contrario. Abundio estaba harto de Rodolfo, harto de hablar de las ciudades perdidas para que otro cobrara en una ventanilla del Canal 13, harto de que le dieran tanta voz a los jodidos de siempre.

Abundio interrumpió la segunda entrevista de Rodolfo con su tía. Sus amenazas fueron tan convincentes como la navaja que tenía en la mano.

—Danos tregua. Deja de hacer ruido con nuestros huesos —dijo Abundio, y Rodolfo pensó que era el más neto haiku de los menesterosos, pero no se atrevió a apuntarlo. Ni a regresar a San Juan Ixhuatepec. Abundio le había puesto precio a su cabeza.

Y todavía le faltaba otro ajuste de cuentas. Uno de sus amigos, que siempre tenía la cara adormilada de quien ha comido muchas tortas, resultó ser un espía. Rodolfo jamás hubiera sospechado que esa plácida mirada pertenecía a un defector capaz de sacar una fotocopia de su estado de cuenta y de dársela a Roque Jiménez, que era como dársela a la CIA. Rodolfo no sólo era el autor más cercano a los marginados, también era el más rico de su generación. Roque publicó un artículo (para colmo, en un periódico de izquierda) en el que mostró insólitos conocimientos de economía política y lo acusó de viajar con gasolina prestada.

Durante varias semanas soñó con las amenazas de Abundio y las cifras citadas por Roque. Así estuvo hasta que decidió ir de vacaciones a Sonora. Aunque podía pagar el boleto de avión, decidió ir en autobús. Y esta vez su elección fue correcta. Las muchas horas en el desierto lo devolvieron a una época que creía sepultada.

Acurrucado en el asiento, se acordó de la niña colorada y caprichosa que acompañaba al hombre del agua electropura, del motel en el cruce de dos autopistas que parecían ir a ninguna parte, del porche donde se oían las transmisiones de antiguos partidos de beisbol, del viento que llevaba las efímeras hazañas de los peloteros hasta muy lejos, del letrero de neón que parpadeaba en la noche metálica del desierto.

Al día siguiente tomó pluma y papel y supo que ya no había más rodeos que dar: entrecerró los ojos, con la confianza del pítcher que se sabe a punto de lograr la revirada perfecta.