Material de Lectura

La fête del doctor Bartolomé

 

                  So having said, a while he stood, expecting
                  Their universal shout and high applause
                  To fill his ear, when contrary he hears
                  On all sides from innumerable tongues
                  A dismal universal hiss, the sound
                  Of public scom, he wondered, but not long
                  Had leisure, wondering at himself now more.


                                         JOHN MILTON: Paradise Lost
                                                          Book X, 504-510

El doctor Bartolomé se aburría de luz, no solamente en la tarde sino también en la mañana, a diferencia del pavo real de Agustín Lara que nada más lo hacía en la tarde. Ya había terminado de quitarle las hojas secas a las plantas de su terraza, se disponía a ir a lustrarse los zapatos, con el bolero de la Plaza Washington. El timbre del teléfono. Tomó el auricular valiéndose de un kleenex, para no ensuciarlo.

—Doctor Bartolomé, soy Nacho.

—¡Cómo crees que no iba a reconocerte! La voz de los Capdevilla es inconfundible.

—Quería llamarte anoche. Ya eran pasadas las diez. A propósito, me gustaría verte esta mañana, precisamente a las diez o un poquito más tarde. Es urgente... No es ni de vida ni de muerte. Te voy a adelantar algo... Se trata de que nos programes las comidas, de que levantes el nivel de nuestro comedor, de que le des una sofisticación; en fin, que venga el refinamiento, a través de ti, que lo tienes. Repito: es urgente. Muchas personas están interesadas en el puesto. Ya hablé de ti con la ministra y estuvo de acuerdo. ¿Podrías venir?... No lo pienses más. Aquí te espero.

Se quedó un momento parado, pensativo. La ocasión era de primerísima para estrenar su traje beige. Lo más apropiado para hacer una visita en la mañana.

Apenas se anuncio el doctor Bartolomé en el despacho del oficial mayor, Ignacio Capdevilla, fue recibido. La secretaria, tal vez advertida de antemano, salió al entrar el doctor Bartolomé. Las explicaciones: la anterior mujer no tenía imaginación, se comía peor que en cualquier casa del más humilde de los empleados de la Secretaría; en las casas de éstos quizás los alimentos fueran de baja calidad, pero con sazón. “Con decirte que no sabe ni siquiera hacer tacos. Con eso está dicho todo. Tú serás, de hecho eres, nuestro Salvador, así, con mayúsculas. Por los gastos no te preocupes. Yo como oficial mayor me encargaré de solucionarte tus problemas. Para resumir: vas a trabajar como en familia. ¿Acaso mis suegros no han sido amigos tuyos, casi desde que nacieron?”

Aceptó. Al día siguiente, muy temprano, tomaría posesión.

Su primera sorpresa fue cuando le presentaron a una mujer joven, muy bien vestida, con todo el aspecto de haber tomado un curso de cómo comportarse como jefa de relaciones públicas.

—Ya sabe usted, doctor, que en todo lo que esté a mi alcance le ayudaré a solucionar los problemas. En realidad ha llegado usted a resolverme el del comedor. Para mí era un agobio, ya que a veces no me daba tiempo de supervisar los menús que me presentaba, y que ahora le presentará a usted el chef.

Conque él estaría a cargo de ella. Eso no se lo había hecho saber Ignacio Capdevilla. De este modo no dependería directamente del oficial mayor. Se arrepintió de haber aceptado sin pensarlo más. No tuvo tiempo de profundizar en su rencor. Apareció el chef, con un tambache de hojas, manchadas de grasa. Se presentó:

—Me llamo José María, pero usted me puede decir Chema.

El doctor lo miró de arriba abajo: “Dígame, José María, ¿qué puedo hacer por usted?”

—Éste es el menú para hoy: sopa de fideo aguada, bisteces empanizados con nopalitos fritos, y de postre peritas de San Juan en almíbar. Si usted quiere hacer algún cambio, aquí están estos otros menús —José María le ofreció la resma de hojas.

El doctor Bartolomé no registró el gesto. El chef colocó las sucias hojas sobre el escritorio.

—Por favor, quítelas de allí. Si así están todos los menús, no sirven ni servirán. Se me acaba de ocurrir uno, que no delicado, pero no de esa rusticidad degradante. Me imagino que usted...

—Doctor, nunca como aquí.

—Ya me lo imaginaba. Tome nota: el menú de hoy será el siguiente.

Apuntó José María, cauteloso; iba a abrir la boca.

—Por su gesto, José María, he comprendido que habrá que hacer compras de último momento. Claro que es el caso. Hágalo. Si hay alguna dificultad, avísame.

No bien había llegado el doctor Bartolomé al día siguiente a su oficina cuando apareció en su puerta Margarita Castelló, la jefa de relaciones públicas, más amable, más elegante y servicial.

—Doctor, buenos días, ayer no tuve tiempo de advertirle que con el régimen del actual Presidente procuramos ser austeros. ¿Qué vamos a hacer con la comida de ayer, no la que usted dispuso, sino con la que ya estaba hecha?

—Señora Castelló, yo no me la voy a comer. O llévesela a su casa, o regálela o tírela.

A pesar de su maquillaje se le transparentaron los rubores a la señora Castelló. Los ojos violentos del doctor Bartolomé fijos en los ojos de ella. “Iba a decirle que la ministra...”. Trató de mirarlo de arriba abajo; en esas mediciones se encontraron a mitad de sus respectivos cuerpos las miradas. La guerra ya se había declarado. El doctor Bartolomé dio un paso hacia la puerta, para facilitarle la salida. Pasó ella frente a él mientras éste le franqueaba la puerta, y sin poderse contener el doctor Bartolomé manifestó:

—Señora, permítame decirle, que quizás por distracción, no se dio cuenta que uno de los botones de su vestido se le ha caído. Perdone la indiscreción.

Si la señora Castelló había enrojecido cuando el doctor le había dado las tres opciones para disponer de la comida, con esta observación la desbarató. Ella farfulló explicaciones: el rozamiento con el asiento del automóvil, o en el elevador, o en la tintorería. De los labios del doctor Bartolomé no salió una sola palabra. Y ella por torpe, por llegar a tiempo, para cumplir, no había desechado el vestido, consciente de que le faltaba un botón. Apenas en su oficina, llamó tres veces con el timbre a la intendencia. Llegado el mozo lo envió a su casa por un vestido determinado.

Cuando subió el doctor al piso superior para supervisar la mesa y los platillos, no quiso apreciar el cambio en la vestimenta de la señora Castelló. Su triunfo lo remató cuando Ignacio Capdevilla, el oficial mayor, bajó a felicitarlo después de comer.

—Apenas un día, Bartolomé, y el cambio es notable. Con decirte que la ministra comió hasta postre. Te felicito y nos felicitamos. Nada más seguro que apostarle al número que va a salir premiado.

En los días subsiguientes el doctor acarreó sus baterías: libros de cocina, por supuesto que cocina francesa, innumerables revistas, el Larousse gastronomique —la última edición—, una serie de diccionarios. Le sirvió al chef sus métodos, y lo puso a prueba. El viernes consideró que después de esos five fingers exercises, acometería la empresa que revolucionaría los hábitos gastronómicos de la Secretaría. Entre tanto había hecho que compraran una vajilla nueva —que no fue de su agrado—, cambiaran la cuchillería y arrumbaran los vasos, y que en su lugar se ocuparan solamente copas. Impidió que compraran cajas de vino. Había primero que catarlo, y después someterlo a la ministra. Había que estar muy pendientes de las preferencias que mostrara, para pedir de esa cosecha y de esa marca. También ordenó, en papel finísimo y grabado, los menús, y consiguió, con la siempre generosa ayuda del oficial mayor, una empleada que poseía el raro arte, ahora, de la caligrafía.

Siempre previsor, hizo constar en el primer plato del menú, que se serviría Soufflé au Roquefort, si llegaban puntuales; si no, una Crème de champignones.

Los meseros le informaron del gran éxito de la comida. Todos habían llegado a tiempo. Los platos habían sido devueltos a la cocina vacíos y limpios, las salsas habían sido aprovechadas como por verdaderos gastrónomos, esto es, hasta habían limpiado los platos. La ministra no había manifestado sus preferencias por ningún vino. Había que aguardar.

Los fuegos pirotécnicos culinarios se sucedieron: menú tras menú, de lo más variado; los encomios, más entusiastas. En vista del éxito la ministra había invitado para la siguiente semana a varios colegas, a los secretarios de Estado que sabía les gustaba comer bien.

Semana tras semana los éxitos del doctor Bartolomé continuaron.

La ministra aceptó halagada los abundantes elogios, que con sinceridad le manifestaban sus ministros colegas, así como también los cumplidos —que tomaba con reservas— de sus subordinados. La señora ministra, ya para ese entonces, había abandonado el periodo de austeridad; había escogido, para contrariedad del doctor Bartolomé, vinos franceses; él prefería “los vinos españoles, más robustos, con toda seguridad más puros —y no derrochamos el erario—. Cuando ha tenido ella que salir, ellos, los subsecretarios o los directores se chupan las botellas como niños con biberones. Es cierto que yo no pago, claro que sí pago, ¿acaso no soy un contribuyente? También es verdad que yo sugerí, mas nadie me hizo caso”.

El doctor Bartolomé subía a la cocina aproximadamente alrededor de las dos de la tarde a supervisar los platillos, a ordenar los últimos toques, luego pasaba al comedor. El menor descuido era detectado con su ojo avizor, y el reproche no llegaba a través de los oídos de los transgresores, sino a través de unas notas, escritas, precisamente en la de los menús, con una letra grande, violenta: “Parece que no ven. Falta esto y aquello, eso sobra. Parecen retrasados mentales; que, como a animales, hay que repetirles, una y otra vez, la misma necedad”.

Chema, el chef, se atrevió, en una ocasión, a bajar al despacho del doctor Bartolomé. Se trataba de los componentes de la sauce Choron; según Chema él estaba en lo cierto. El doctor Bartolomé lo escuchó, después de medirlo de pies a cabeza, que era un hábito en él cuando algo le molestaba en demasía.

—¿Sabe usted inglés José María?

—No doctor.

—¿Francés?

—Tampoco.

—Es una lástima. Aquí dice, en el Larousse gastronomique, edición inglesa, página 854: “The same as Béarnaise sauce, tomato flavoured”. La que usted me presentó en vez de haberle puesto jitomate, por el color, parece haberle agregado tomate verde. Siga mis indicaciones y no me vuelva a importunar si no tiene una evidencia avalada por alguna autoridad. Dentro de unos diez minutos pasaré a verificar si siguió mis direcciones.

A medida que trascurrían los días los refinamientos se aguzaban. Chema procuraba seguir las instrucciones del doctor Bartolomé al pie de la letra; por ejemplo, cuando tenía que llamarlo por teléfono a su despacho, no se identificaba como Chema, sino que decía su nombre completo: “Habla José María”. Entre los pecados, inconfesados, del doctor Bartolomé con su afrancesamiento, era que le gustaban, para horror de cualquier gourmand, los molletes rellenos de frijoles de Sanbornʼs; también gozaba en pellizcarles las cortezas a los bolillos, y, es seguro, que por autocastigo, los prohibió, y en su lugar ordenó que se hicieran unos panecillos, los cuales demostraban su sabrosura sólo al llenar varios pisos con el aroma de pan recién hecho. Pasó con ellos como con los libros: tuvo mixed reviews: a unos les encantaron, otros añoraron los tostados bolillos, y la ministra, como buen oráculo, no se manifestó abiertamente. De esta situación surgieron dos acontecimientos: la caída de Chema, y un zanjamiento más profundo con la directora de relaciones públicas, la señora Castelló. Si el doctor Bartolomé no hubiera sido tan impredecible no hubieran ocurrido las dos cosas. Llegó una mañana antes de las nueve. Llamó con impaciencia a la cocina. No le contestaron. No esperó un momento más, ni siquiera aguardó al elevador, subió por la escalera. Con su fino olfato detectó el olor a bolillos con frijoles y mucho queso. Abrió la puerta violentamente: José María terminaba de arreglar una gran charola, en la que sobresalían los apetecidos bolillos.

—¿Quién ordenó éstos? —sin pronunciar el nombre.

—La directora Castelló.

—Aquí en la cocina el único que ordena soy yo. Para no parecer descortés, quite los frijoles de los bolillos y úntelos en los panecillos de la maîson.

—¿De dónde, doctor?

—EN LOS PANECILLOS DE LA CASA. ¿Ya oyó por fin? Los bolillos los tira a la basura. Operación de la que quiero estar cierto.

Con cara de azoro Chema obedeció. Satisfecho, el doctor Bartolomé bajó a su reino, el cual pronto fue invadido por la directora Castelló.

—Doctor Bartolomé, no creo haber cometido ninguna falta al pedir que me sirvieran lo que me gusta.

El doctor se levantó de su asiento. Se quitó los lentes. La miró de arriba abajo.

—Señora, lo siento. Al principio de mi gestión establecí claramente que se iba a hacer una comida general, GENERAL, con mayúsculas. Para no estar complaciendo caprichitos de cualquier... de no sé quién ni me importa. Y por si no lo recuerda también, especifiqué que si alguno de los funcionarios viniera a comer, tendría que avisar, cuando menos con veinticuatro horas de anticipación. Si mi última disposición en la cocina la molestó a usted le ruego que me perdone, y a la vez le suplico que no repita esas acciones.

Durante la parrafada la señora Castelló miró al doctor Bartolomé como si hubiera sido una aparición, no daba crédito a sus oídos ni sus ojos al ver la apariencia violenta y terminante. No contestó, se volvió a la puerta sin despedirse y la azotó.

Por teléfono preguntó el doctor Bartolomé si ya había llegado el oficial mayor, le contestaron que acababa de hacerlo. ¿Podría recibirlo?

—Ignacio —comenzó—, perdona si te molesto tan temprano. Estoy tan excitado que no pude escribir mi renuncia.

—Primero, Bartolomé, llámame como siempre lo has hecho, a mí me gusta que me digan Nacho.

—Pues bien, Nacho, desde este momento renuncio.

—Bueno, dime qué pasó.

—¡O ella o yo!

—No entiendo.

—Esa mujer, que entre paréntesis no sirve para nada, ha intentado subvertir la disciplina, y al parecer dependo de ella, ya que siempre está metida en la cocina o en el comedor. Creo que sería mejor, si es que quieren tener las cosas como se debe, que me vaya.

—No la chingues, Bartolomé. El martes próximo vendrán cuatro secretarios de Estado, entre ellos el de Hacienda, y otros personajes. Tú sabes cómo es esto de la política. Pronto se enteraron de las excelsitudes que se comen aquí. En una reunión, en que estuvo la ministra, le hicieron unas fintas y tuvo que invitarlos. Cálmate. Olvida lo de la renuncia y déjame dos días para que termine con esta situación que tanto te ha excitado. A propósito, apenas tenga tiempo discutiremos el menú, los vinos y las marcas de la champaña. Tenemos que apantallarlos a lo grande. Para darle la suave a la ministra prepara tres menús, como si le diéramos opción. Aquí sí hay que poner mucho francés. Aquí entre nos, creo que sólo sabe decir oui, oui.

El doctor Bartolomé no tuvo que esperar mucho. Estaba entretenido preparando los menús cuando lo llamó Ignacio Capdevilla, el oficial mayor.

—Aquí a la oportunidad la pintan calva. Estaban hace unos momentos con la ministra, cuando llama la Castelló, pedía audiencia, ocasión que tomé para pedirle a la ministra que la reubicáramos. Va a estar en otro piso. Ya no tendrás que mandar a hacer las compras a través de ella, tú supervisarás la puesta de las mesas.

—Cosa que he hecho desde que llegué aquí. Confieso que viste bien, parece educada, tiene un temperamento que no controla. Eso sí, ni de cocina ni de cómo poner una mesa, no sabe de la misa la medida. Me quitas un peso de encima.

Se encontraron días después el doctor Bartolomé y la señora Castelló en el elevador. Él medio inclinó la cabeza, en un discretísimo medio saludo.

—Doctor, lo felicito por su nueva designación. Sé que lo hará satisfactoriamente y esto nos servirá para que nos llevemos... bien.

—La he extrañado. No ha ido a comer. Hicimos las quenelles, que, según me han dicho, tanto le gustan.

—Mi ausencia se ha debido a diversas actividades que me encomendó la ministra, las que me han mantenido lejos de la Secretaría, además de algunas invitaciones que me han hecho a título personal, pero pierda cuidado: hoy a mediodía gozaré... de sus delicias.

Bartolomé, la ministra irradiaba una satisfacción que no quería controlar. Sabes, por supuesto, que el ministro de Hacienda tiene fama de ser un gourmet; pues bien, desde que se sentó no dejó de alabar platillo tras platillo, así como tu selección de los vinos. Ya para qué decirte del postre. Esas oranges orientales remataron los elogios. El mismo ministro de Hacienda dijo: “No quiero exagerar: mejores que Aux Grand Vefour o cuando menos iguales. Me siento como en el mejor restaurante de París”.

Desde ese momento el doctor Bartolomé se sintió más obligado a refinar la comida. Acarreó a la secretaría Gourmet, Bon appetit, los libros de Bocuse, de Pepin, Olivier, Escoffier, La Varenne, de la Comtesse Guy de Toulouse-Lautrec, para citar unos cuantos.

Exigió un congelador para almacenar las salsas, así no se sentía nervioso cuando se atacaba alguna receta de Escoffier. Todas estas satisfacciones se enturbiaron una mañana, precisamente para hacer Fricassée de hommard aux asperges maltaise Bruneau, cuando volvió a oler el excitante aroma a bolillos con frijoles y mucho queso. La escena semejante a la ocurrida meses antes. Chema al ver la furia en el rostro del doctor Bartolomé, explicó: “Le gustan tanto a la señora Castelló...”

—Pues desde este momento queda usted a disposición de esa señora, de dudoso apellido. No vaya usted a creer que lo voy a trasladar con ella para que le haga sus virotitos que tanto le gustan, como dice usted. Si quiere cebarla tendrá que hacerlo en la casa de ella.

No le costó trabajo encontrar el reemplazo. Un muchacho joven, de nombre David. Llegó advertido: “Esto no es un restaurante. Seguirá al pie de la letra mis instrucciones. Sólo en casos especialísimos se les dará de comer a los choferes, por supuesto de la comida que se hace para todos. Aquí no hay favoritos, ni favoritismos. Y voy a ser claro con usted David: esta disposición también es para usted. Ni frijoles, ni chiles, ni cilantro. ¿Comprendido? Ni tortillas, ni tamales, y, ¡horror de los horrores!, el chicharrón. Si por alguna especial razón a usted se le antoja una torta, la compra afuera y allá se la come. Si usted ejecuta mis órdenes nos llevaremos bien”.

Entre tanto el doctor Bartolomé renovó su vestuario, cambió la cuchillería y le aumentaron el presupuesto para que rellenara la cava. De importancia fueron dos entrevistas con Nacho Capdevilla, el oficial mayor. En la primera le suplicó al doctor Bartolomé que si fuera posible hubiera un poquito de flexibilidad. El hecho de que uno de los subsecretarios hubiera pedido unas croquetas para su esposa era prueba palpable, palpabilísima, de la admiración por su cocina.

—Mira, Nacho, ese tipo de admiración no me importa. Este funcionario, con el que me he llevado tan bien hasta ese día, pretendió que le preparáramos a su mujercita unas croquetas. Cosa que hubiéramos hecho, con todo gusto, y con la eficacia de que hemos dado prueba, pero que no lo haga a las dos y media, cuando estamos dando los últimos toques, the finishing touches. No íbamos a dejar de picar fino el perejil o desflorar los rabanitos, para darle a la mujercita del subsecretario sus croquetas adoradas. Te acuerdas de lo que te dije en nuestras primeras entrevistas: la buena comida no se improvisa.

Al parecer Nacho Capdevilla quedó convencido con los argumentos del doctor Bartolomé.

La otra entrevista con el oficial mayor, que determinó el futuro del doctor Bartolomé, ocurrió en uno de los corredores: “Doctor Bartolomé, a todos nos gustó el hommard à la parisienne, no nos la había dado en esta forma. En una próxima comida de manteles largos no deje de incluirla. ¿Y por qué no le ofreces a la ministra una comidita casera? Siempre que hablamos de las excelsitudes de tu comida, sugiere que alguna vez le den una comidita casera.

—Aquí entre nos: no sabe de la misa la media. ¿Qué quiere decir con comidita casera? Arroz con un huevo montado, bisteces con nopalitos en salsa verde, frijoles de la olla. Es tan ignorante que ha de extrañar las porquerías que ordenaba la señora Castelló. A propósito, es una vieja buena de gurbia. Hace unas dos semanas vino nuestro chef, David, muy apurado. La ministra había pedido molletes tostados con frijoles refritos y mucho queso, así como una salsa con chile pasilla. Al rato comprendí. El mismo chef les sirvió, y ya ves, Nacho, que aquí rara vez damos desayunos, y me contó que la que estaba feliz era la Castelló. Se conforma con esos triunfitos. Si cree que con eso me va a afectar... ¡Que reviente! Le ordené a David que tenga bolillos y frijoles preparados, para cuando se le ocurra a la ministra, a través de esta pinche Castelló, se los sirva. A mí qué me importa que coman basura, ¿no crees?

—¡Estas mujeres! —fue el solo comentario que expresó Nacho Capdevilla.

La noticia empezó a circular: el cumpleaños de la ministra estaba próximo. Había que festejarla en grande. Sería una comida, un poco de sorpresa. Al consultar Nacho Capdevilla, el oficial mayor, al doctor Bartolomé, el primero propuso: “Hay que darle de lo que le gusta”.

—Aquí sí yo te cuestiono: ¿qué es lo que le gusta? Si no tiene paladar.

—No discutamos. Haz lo que creas o lo que te guste a ti más.

Los preparativos en serio empezaron dos semanas antes. Se había decidido que sería una comida en petit comité, esto es, solamente asistirían los funcionarios más importantes de la Secretaría. En esta parte no tuvo nada que ver el doctor Bartolomé; en cambio despachó a un enviado a Houston por unos faisanes, ya que los de Yucatán no eran propiamente faisanes, sino unos pájaros, dada su incultura, que así los habían designado los habitantes cabezones de la península. La fantasía del doctor se desbocó, sin ningún obstáculo presupuestario: si era caviar, tenía que ser de beluga, si salmón el de Escocia, que era de mejor calidad que el canadiense del este. Se contrataron meseros y los arreglos florales no tenían par. La comida estaba señalada para las dos y media. Con lo que nunca contaron fue con las circunstancias. Esa importante mañana se recibió un aviso de la Secretaría de Gobernación, de que era necesario que todos los empleados salieran de la Secretaría y se apostaran a lo largo de un sector del Paseo de la Reforma, ya que un presidente centroamericano pasaría por allí. Excitadísimo, Nacho Capdevilla vino a comunicarle la nueva al doctor Bartolomé.

—Y a nosotros en qué nos atañe. Se me ocurre, salvo que tú tengas otra opinión, Nacho, que la comida tenga lugar a la una y media. Mientras, se toman la copa...

—No digas más —tomó el oficial mayor el teléfono y se comunicó con la ministra.

—Estuvo de acuerdo. Ahora, ustedes, a apurarse.

—Pierde cuidado, Nacho. Si quisieran realizarla en una hora no habría problema. Los meseros desde hace media hora están acuartelados.

—¡Si como tú fueran los demás funcionarios...!

Por supuesto que no faltaba nada en el comedor, con decir que hasta se había colocado una mesa extra para los regalos a la ministra, que fueron muchos. La ministra llegó puntualísima. Después de recibir las felicitaciones y los presentes, con una copa de champaña en la mano —la prefería para esa época rosada—, para descontento del doctor Bartolomé, expresó, después de agradecerles los regalos y la asistencia: “Por desgracia he sido citada por el Señor Presidente. Ya lo festejaremos en una fecha próxima”. El aplauso fue cerrado.

Momentos después el doctor Bartolomé no podía entender lo sucedido. Dando explicaciones se fueron retirando, pocos momentos después de desaparecer la ministra; el último de los funcionarios en hacerlo fue Ignacio Capdevilla: “Aprovecharé esta oportunidad para comer con mi mujer entre semana”.

Los meseros, expectantes, al igual que el doctor, contemplaron las mesas vírgenes; las únicas testigos de que allí había habido una reunión eran las docenas de copas de champaña vacías.

—Que almacenen —le ordenó el doctor a David. El único ruido en la Secretaría cuando salió el doctor Bartolomé lo hacían los ascensores. Al ver las banderas pisoteadas por donde había transcurrido el cortejo del presidente centroamericano, consideró que ellas habían ondeado, había habido un aplauso, algunas vivas; en cambio él...

Repasaba muy temprano las posibles variaciones en los menús en los que haría intervenir las viandas intocadas, cuando se presentó David, el chef; sonreía.

—Doctor, ayer sucedió algo muy curioso mientras recogíamos y almacenábamos los platillos. Llamó el señor Capdevilla, el oficial mayor, me pidió que le llevara un expediente que había dejado en el antecomedor, era urgente. Había que llevárselo, no lejos de aquí, a la Fonda Santa Anita.

—¿Dónde?

—A la Fonda Santa Anita. Allí fui. ¿Y creerá doctor? Yo no podía entenderlo. Aunque es cierto que está a casi un paso de aquí. Allí estaban todos los subsecretarios, todos los que habían estado aquí. Yo no lo vi, porque dicen que llegó después de que yo había dejado el lugar, se presentó la ministra. Y que todos se reían, y las mesas estaban llenas de pipianes, moles, chicharrones, huazontles, chiles en nogada, tamales.

—No sigas, David. Siéntate.

Con su hermosa y grande letra, de rasgos violentos, escribió su renuncia irrevocable.

—David, lleva mi renuncia a la oficina del oficial mayor, luego vuelves para que me ayudes a empacar.