Material de Lectura

San Óleo

 

Su aparición fue tardía. Data de finales del siglo xvi y su goce dentro de la corte celestial que se congrega alrededor del trono del señor se debe a la casualidad y, no en poca monta, al ingenio pictórico del cretense Doménico Theotocopulos, mejor conocido por su alias El Greco, quien se vio involucrado en un pasaje misterioso, de supina carnalidad, muy ajeno a su carácter y naturaleza.

Fue después de haber pintado uno de sus cuadros más célebres, Las lágrimas de San Pedro, que El Greco trabó conocimiento con el Conde de Orgaz, una de las personalidades más católicas y severas de su tiempo, famoso por su recato, su austeridad en el vestir y la cerúlea frialdad de su rostro.

Hombre de monosílabos, el Conde de Orgaz acudió una tarde en que ceñían nubarrones grises sobre el cielo de Toledo al estudio del artista, para decirle una sola palabra: sí.

El Greco, que en ese instante se afanaba en pincelar una de las llagas de San Sebastián, se volteó hacia el conde y con una inclinación de cabeza, con la que reconoció la jerarquía de su huésped y el gran honor que le dispensaba, le invitó a pasar al salón contiguo, rogándole que lo disculpara unos segundos.

Don Cirilo Diéguez de la Torre, Conde de Orgaz, ingresó a una habitación encalada en blanco que no contenía más mobiliario que una pequeña tarima de madera de encino claro y un caballete en el que estaba colocado un lienzo de dimensiones humanas. Un gran ventanal situado en la pared oriental del salón atraía la luz solar y los cromos que se filtraban a través de los pétalos de unas flores de energúmela de Castilla, como si fuese un enorme vitral gótico trasladado desde la catedral de San Juan de Letrán.

El conde, entonces, avanzó hasta la tarima. Hizo una genuflexión, susurró varias veces sí, sí, con voz apenas audible, y se desnudó de la capa negra que llevaba encima y sobre cuyos faldones tenía estampada la noble cruz roja de la Orden de los Caballeros de Calatrava, fundada por san Raimundo El Fiterense, en el siglo XII. A continuación, don Cirilo fue desatando lentamente los lazos que vestían a su camisola de organdí y la bragas de paño de Bruselas, hasta desprenderse de ellas y quedar, como dijera el moro Abedul de Fez al derrotar a las huestes del Rey Rodrigo, en plena pelota por donde quiera que se le viese.

Subió a la tarima el conde en el momento en que El Greco entraba en el salón y, al verse, ambos tuvieron que confrontar responsabilidades artísticas y religiosas que, hasta ese momento, jamás habían sospechado. El maestro que hacía tiempo no recurría al uso de modelos para forjar sus hermosos cuadros, sintió un pálpito en el bajo vientre que lo confundió y le provocó algunos segundos de dudosa desazón, que pudo destrabar arrojándose literalmente sobre el lienzo, mismo que comenzó a embadurnar con una furia que nunca antes había manifestado. ¡Vaya, ni siquiera cuando hizo el cuadro de Judas Iscariote!

Por su parte, el Conde de Orgaz supo que El Maligno lo había tentado en su vanidad y que era casi seguro que perdería su sitio en la Gloria, mismo que ya llevaba ganado, según su confesor, el padre Melgarejo, por las múltiples obras piadosas realizadas en favor de los Carmelitas Callosos.

El pecado, la sodomía, estuvo presente por unos ins­tantes en la habitación, entre los ojos de dos hombres cabalmente viriles y de ejemplar santidad, igual que la miasma que arrojan las chimeneas de las minas de carbón en el momento en que se encienden los hornos.

Pero los arcángeles estaban alertas y, sin que el pintor cobrase conciencia de que le dirigían las manos, éstas fueron transformando los manchones primeros de óleos descarriados en formas de sutil belleza, en sugerencias anatómicas que sublimaron la procacidad de las carnes del conde hasta alcanzar la inmaculada naturaleza de un ser que, cuando estuvo terminado el cuadro, los dejó pasmados. No, definitivamente no era el Conde de Orgaz y, sin embargo, nadie podría negar que el mancebo representado contaba con sus rasgos característicos.

El Conde revistió sus ropas. El Greco depositó sus pinceles en la paleta y se retiró unos pasos para mirar lo que recién había hecho. Sin mediar palabra alguna, el conde abandonó el estudio del maestro y nunca más volvieron a reunirse en vida. El cuadro quedó dentro de la habitación y ésta fue sellada a cal y canto, de tal suerte que no era posible advertir su existencia.

Fue algunos años después de la muerte del conde, cuyo deceso todos conocemos gracias, precisamente, al celebérrimo cuadro pintado por El Greco y que es uno de los grandes atractivos de la ciudad dilecta de los Reyes Católicos, Tanto monta, monta tanto Isabel como Femando, que San Óleo hizo su aparición trasminando los muros de aquel salón sellado y ofreciéndose impúdicamente a la veneración de los fieles que visitaban la casa del Greco y a quienes comenzó a hacerles milagros relacionados con pasiones contra natura y de indudable tendencia homosexual.

San Óleo, hoy venerado por la comunidad gay internacional, cuenta con un altar en Ibiza, otro en Varadero y uno más en la avenida Hashbury en San Francisco, California. Sus fieles, que son multitud, le agradecen sus milagros llevándole flores de energúmela de Castilla que sólo se pueden adquirir en el atrio de lo que fue un convento dionisiaco, convertido después en la discoteca Pelos Atenea en el barrio trashumante de la isla de Lesbos.