Material de Lectura

 

Nota introductoria

 

Il sentiero dei nidi di ragno, la primera novela de Italo Calvino, aparece en 1947, el mismo año en que se publican Il compagno, de Pavese; Il sempione strizza l’occhio al Frejus, de Vittorini, y Fontamara, de Silone, esta última en su primera edición italiana. La corriente neorrealista está en pleno apogeo. A pesar de relatar una experiencia de la lucha de las brigadas partisana en la Liguria —en las que Calvino participó como guerrillero—, en esa primera obra, de estilo aparentemente neorrealista, se advierte ya claramente la veta de exaltación fantástica que seguirá desarrollándose en múltiples direcciones en su narrativa posterior. Como ocurrió también con la obra de Buzzati, algunos críticos italianos creyeron ver en El sendero de los nidos de araña una obra de “evasión”, una crisis a la concepción realista de la realidad. Por ese tiempo, Calvino contestó que él deseaba el advenimiento de “un tiempo de buenos libros llenos de inteligencia nueva, como nuevas energías y máquinas de producción, que influyan en la renovación que el mundo necesita”.

Años después, en una conferencia que sustentó en varias universidades de Norteamérica acerca de las tres corrientes de la novela italiana de ese tiempo Calvino expuso la fundamentación de su “poética de lo fantástico”, de su afición apasionada por las fábulas populares y por la obra de Ariosto. Transcribimos aquí, in extenso, la parte final de dicha conferencia por considerarla de capital importancia para comprender mejor el itinerario de toda su narrativa.

“Yo también me hallo entre los escritores que comenzaron creando la literatura de la Resistencia; pero no quise renunciar a la carga épica y de la aventura, a la energía física y moral. En vista de que las imágenes de la vida contemporánea no satisfacían esta necesidad, me pareció natural transferir esta carga de aventuras fantásticas, fuera de nuestro tiempo, fuera de la realidad. Un señor del siglo XVIII que se pasa la vida trepado a los árboles, un guerrero partido en dos por un obús, que continúa vivo, demediado, un guerrero medieval que no existe, que sólo es una armadura vacía. ¿Por qué? De todo lo que he dicho se desprende que la acción me interesa más que la inmovilidad; la voluntad más que la resignación, la excepcionalidad más que lo consuetudinario.

“Yo también he escrito y sigo escribiendo historias realistas. Mi primera novela y mis primeros cuentos trataban de la guerra partisana; era un mundo coloreado, aventuroso, donde la alegría y la tragedia se mezclaban. La realidad que está a mi alrededor no me ha dado imágenes tan plenas de esa energía que me gusta expresar. No he dejado de escribir historias realistas, pero por más que intento darles el movimiento y la deformación por medio de la ironía y la paradoja, siempre resultan demasiado tristes; y siento entonces la necesidad de alternar historias realistas e historias fantásticas en mi trabajo narrativo.

“He estudiado también las fábulas populares, de las cuales publiqué una antología, agrupadas por regiones. Me interesa la fábula por el diseño lineal de la narración, su ritmo, su esencialidad y el modo en que el sentido de una vida está contenido en una síntesis de hechos, de dificultades por superar, de momentos supremos. Fue así que me interesé en la relación entre la fábula y las más antiguas formas de novela, como la novela caballeresca del Medioevo y los grandes poemas de nuestro Renacimiento.

“De todos los poetas de nuestra tradición, el que siento más cercano y, al mismo tiempo, el más oscuramente fascinante es Ludovico Ariosto. No me canso de releerlo. Este poeta tan absolutamente límpido y jovial, sin problemas; sin embargo, tan misterioso en el fondo; tan hábil en ocultarse a sí mismo; este incrédulo italiano del siglo XVI, que extrae de la cultura renacentista un sentido sin ilusiones de la realidad, y mientras Machiavelli funda sobre esa misma noción desencantada de la humanidad una dura idea de ciencia política, Ariosto se obstina en diseñar una fábula…

“Desde un principio me ha ocurrido, sin quererlo, mientras consideraba como maestros a los novelistas de la apasionada y racional participación activa en la Historia, desde Stendhal a Hemingway y Malraux, que me hallaba ante ellos con la misma actitud (no hablo de valores poéticos, entiéndase bien, sino sólo de la actitud histórica y psicológica) con la cual Ariosto se hallaba frente a los poemas caballerescos: Ariosto que es capaz de ver todo solamente a través de la ironía y la deformación fantástica —pero que jamás minimizaba las virtudes fundamentales que la caballeresca expresaba—, nunca rebaja la noción del hombre que anima esas vicisitudes, aunque a él le parezca que no queda más que trasmutarlas en un juego colorido y danzante. Ariosto, tan lejano de la trágica profundidad que un siglo después tendrá Cervantes, pero con tanta tristeza aún en su continuo ejercicio de levedad y elegancia; Ariosto, tan hábil en construir octavas tras octavas con el infalible contrapunto de los dos últimos versos rimados; tan diestro para dar a veces la sensación de una terquedad obsesiva en un trabajo demente; Ariosto, tan lleno de amor por la vida, tan realista, tan humano…

“¿Es evasión mi amor por Ariosto? No. Él nos enseña cómo la inteligencia vive también —y sobre todo— de fantasías, de ironía, de cuidado formal; cómo ninguna de estas dotes es un fin en sí misma, sino cómo ellas pueden entrar a formar parte de una concepción del mundo, cómo pueden servir para valorar mejor los vicios humanos. Son lecciones actuales, tan necesarias hoy, en la época de los cerebros electrónicos y de los vuelos espaciales. Es una energía vuelta hacia el porvenir, no hacia el pasado, estoy absolutamente seguro, la que impulsa a Orlando, a Angelica, a Ruggiero, a Bradamante, a Astolfo…”

En manos de Calvino los hechos históricos y científicos, los personajes, las conquistas de la civilización contemporánea y hasta los estados de ánimo se transfiguran siempre en protagonistas de una tragicomedia fantástica como creada por una irónica y atormentada pasión moral, didáctica; por una conciencia de la desarmonía del ser humano consigo mismo y con todo lo que le rodea. Ante la incapacidad del mundo contemporáneo para proporcionar una realidad y unas imágenes a la medida del hombre como individuo, ahoga un sollozo, guiña un ojo y sabe, como Almicare Carruga, “que la exaltación originada por los lentes nuevos era tal vez la última de su vida, una exaltación acabada”.


Guillermo Fernández