Material de Lectura

 

Uno de los tres aún está vivo

 

Los tres estaban desnudos, sentados sobre una piedra. A su alrededor estaban todos los hombres del pueblo, con un robusto anciano barbado al frente de éstos.

—…y vi las llamas más altas que las montañas—decía el anciano barbado—, y dije: ¿cómo puede arder tan alto un pueblo?

Los desnudos no entendían.

—Y sentí el insoportable olor del humo, y dije: ¿Cómo puede apestar tanto el humo de nuestro pueblo?

El más alto de los tres desnudos se abrazaba los hombros, porque soplaba un poco de viento, y le dio un codazo al anciano desnudo, para que tradujera: aún intentaba entender y el anciano era el único que sabía un poco de esa lengua. Pero el anciano ya no levantaba la cabeza y sólo de vez cuando sobre la espalda doblada, un estremecimiento le recorría la cadena de las vértebras. Con el gordo ya no podía contarse; era presa de un temblor que agitaba la adiposidad afeminada de su cuerpo, con los ojos como vidrios rayados por la lluvia.

—Y luego me dijeron que eran las llamas de nuestras mieses lo que hacía arder nuestras casas, que adentro estaban nuestros hijos asesinados, que la peste se debía a sus cuerpos quemados: el hijo de Tancin, el hijo de Gé y el hijo del guardián de la aduana.

—¡Mi hermano Bastián! —gritó el hombre que tenía una mirada endiablada.

Era el único que interrumpía con frecuencia. Los demás estaban callados y serios, con las manos apoyadas en los fusiles.

El más alto de los tres desnudos no era de la misma nacionalidad que sus compañeros: era de una región que sabía muy bien lo que quiere decir pueblos ardidos e hijos asesinados. Por eso no ignoraba lo que se piensa de quien quema y mata, y hubiera debido tener menos esperanza que los otros. Sin embargo, algo le impedía resignarse, una angustiosa incertidumbre.

—Y sólo hemos aprehendido a estos tres hombres —decía el anciano barbado.

—¡Sólo tres, por desgracia! —gritó el de la mirada endiablada, pero los otros seguían guardando silencio.

—Es posible que aun entre ellos haya hombres buenos, los que obedecen de mala gana; es posible que estos tres sean de ésos…

El endiablado miró al anciano barbado con los ojos desmesuradamente abiertos.

—Explícanos —dijo en voz baja el más alto de los tres desnudos. Pero ahora parecía que toda la vida del anciano escapara para las colinas de las vértebras.

—Pero cuando se trata de hijos asesinados y de casas quemadas no se puede distinguir entre malos y no malos. Y nosotros estamos seguros de estar en lo justo al condenar a muerte a los tres.

“Muerte”, pensaba el alto de los tres desnudos, “yo he oído ya esta palabra. ¿Qué cosa significará? Muerte”.

Pero el anciano no le hacía caso, y parecía que el gordo estaba rezando. Ahora recordaba que el gordo era católico. Era el único católico en la compañía y los compañeros se burlaban de él por ese motivo.

—Yo soy católico… —comenzó a repetir en voz baja, en su idioma. No se sabía si estaba implorando la salvación en la tierra o en el cielo.

—Yo digo que antes de darles muerte es necesario… —dijo el endiablado, pero los otros se levantaron y nadie le hizo caso.

—A El Culdebruja —dijo el de bigotes negros—: así nos ahorramos la fosa.

Obligaron a levantarse a los tres. El más gordo se cubrió los genitales con las manos. No había nada que los hiciera sentirse bajo acusación como el hecho de estar desnudos.

Los hicieron subir por la vereda entre las rocas, hostigándolos con el cañón de los fusiles contra los riñones. El Culdebruja era la abertura de una caverna vertical, un pozo que descendía hasta las entrañas de la montaña, nadie sabía hasta dónde. Los tres desnudos fueron conducidos hasta el borde, y los lugareños armados se dispusieron delante; en ese momento comenzó a gritar el anciano. Gritaba frases desesperadas, tal vez en su dialecto, pues los otros dos no lo entendían: era padre de familia, pero también el más malo de los tres, así que sus gritos irritaron a sus compañeros y, al mismo tiempo, los serenó frente a la muerte. No obstante, el alto continuaba con aquella extraña inquietud, como si no estuviera muy seguro de algo. El católico seguía con las manos juntas, no se sabía bien si para rezar o para esconder los genitales que se le habían enjutado por el miedo.

Los que perdieron la calma al oír gritar al anciano fueron los lugareños armados: quisieron acabar con aquello lo más pronto posible y empezaron a disparar graneado, sin ningún orden. El alto vio caer al católico, a su lado, y rodar en el precipicio; luego al anciano, que cayó con la cabeza echada hacia atrás, y desaparecer arrastrando su último grito por las paredes de las rocas. Entre una nube de polvo, alcanzó a verla un lugareño al cual se le había trabado el disparador. Luego cayó en la oscuridad.

No perdió el conocimiento inmediatamente a causa de una nube de dolor que le cayó encima como un enjambre de avispas: había atravesado un zarzal. Luego toneladas de vacío ahorcadas en el vientre; y se desmayó.

Imprevistamente, le pareció que volvía hacia lo alto, como si la tierra lo empujara con gran fuerza: se había detenido. Palpaba algo mojado y sentía un olor a sangre. Claro, se había destrozado y estaba a punto de morir. Pero no volvía a desmayarse y todos los dolores de la caída seguían igualmente vivos y perceptibles en todas las partes de su cuerpo. Movió una mano, la izquierda: respondía. Tentaleando buscó el otro brazo; tocó la muñeca, el codo, pero el brazo estaba insensible, como muerto; solamente se movía si lo alzaba la otra mano. Se dio cuenta de que estaba alzando la muñeca de la mano derecha con ambas manos: esto era imposible. Entonces comprendió que tenía entre sus manos el brazo de otro, que había caído sobre los cadáveres de sus compañeros. Palpó la adiposidad del católico: era una muelle alfombra que había amortiguado su caída. Por eso estaba vivo. Por esto y porque, ahora lo recordaba, a él no lo habían tocado las balas, si no que se había lanzado antes al abismo. No recordaba si lo había hecho con toda intención, pero ahora eso no importaba nada. Comenzó a ver: llegaba un poco de luz hasta el fondo y pudo distinguir sus manos y las de sus compañeros que yacían destrozados debajo de él.

Miró hacia lo alto: percibió una estrecha abertura llena de luz. Era la embocadura de El Culdebruja. Esa luz hirió su vista como un intenso resplandor amarillo; luego, poco a poco, sus ojos comenzaron a distinguir el lejano azul del cielo, doblemente lejano de él que desde la corteza terrestre.

Esa vista lo despertó. Pensó que hubiera sido mejor haber muerto. Ahora estaba junto a los dos compañeros fusilados, al fondo de un pozo del cual no podría salir jamás. Gritó. Varias cabezas se recortaron inmediatamente allá arriba, en la mancha del cielo azul.

—¡Hay uno vivo! —dijeron.

Arrojaron un objeto. El desnudo lo miró bajar como una piedra, luego el estallido al chocar contra una pared de piedra. Había una cavidad en la roca, atrás de él, y el desnudo se acurrucó dentro. El pozo comenzó a llenarse de polvo y de un alud de piedras. Jaló hacia él el cuerpo del católico y lo levantó para cubrir un poco la cavidad; le costaba un gran esfuerzo mantenerse de pie junto al cadáver, pero era la única cosa que podía protegerlo. Apenas si tuvo tiempo de hacerlo, pues cayó inmediatamente una bomba que alcanzó el fondo del pozo, levantando un vuelo de sangre y piedras. El cadáver que lo protegía se deshizo en pedazos. El alto se había quedado sin escudo ni esperanza. Gritó. En la franja de cielo apareció la barba blanca del anciano. Los otros se apartaron.

—¡Ehi! —dijo el anciano barbado.

—¡Ehi! —respondió el hombre desnudo, desde el fondo. El anciano barbado repitió:

—¡Ehi!

Era todo lo que podían decirse.

Entonces el anciano barbado ordenó:

—Lánzale una cuerda.

El desnudo no entendió. Vio desaparecer algunas cabezas de hombres, otras, que seguían allá arriba, hacían movimientos afirmativos, pidiéndole que conservara la calma. El desnudo los miraba, sacando un poco la cabeza de la cavidad, no atreviéndose a exponerse totalmente, experimentando la misma inquietud extraña que lo invadía cuando estaba sentado sobre la piedra escuchando el proceso. Los lugareños habían dejado de lanzar bombas y lo miraban, haciéndole preguntas, a las cuales respondía con gemidos. La cuerda no llegaba y los lugareños fueron retirándose del bordo. El desnudo salió entonces de la cavidad y calculó la altura que lo separaba de la embocadura, las paredes de roca desnuda y escarpada.

De repente apareció la cara del endiablado. Miraba a su alrededor, sonriendo. Se asomó al borde de El Culdebruja, apuntó hacia abajo su fusil y disparó. El desnudo sintió cómo la bala pasó silbando cerca de las orejas. El Culdebruja era un cunículo no totalmente vertical, por eso los objetos rara vez llegaban directamente al fondo, y los disparos casi siempre hacían blanco en algún obstáculo opuesto por las aristas de las rocas. Se acurrucó en su refugio, con la boca llena de babas, como un perro. Los lugareños habían vuelto al borde, y uno de ellos desenrollaba una larga cuerda hacia el fondo del precipicio. El desnudo miraba cómo iba descendiendo la cuerda, pero no se movía.

—¡Vamos, agárrate y sube! —dijo el de bigotes negros. Pero el desnudo seguía inmóvil en la cavidad.

—¡Ten valor, no vamos a hacerte nada! —le gritaban.

Y le hacían bailar la cuerda frente a los ojos. El desnudo tenía miedo.

—¡No vamos a hacerte nada, te lo juramos! —decían los hombres, procurando dar a sus palabras el más sincero de los tonos.

Y eran sinceros: querían salvarlo a toda costa para fusilarlo de nuevo, pero en ese momento querían salvarlo y en sus voces había un acento afectuoso, fraternal y humano. El desnudo sintió todo esto y, viendo que no le quedaba otra alternativa, echó mano a la cuerda. Sin embargo, al ver que entre los hombres que sostenían la cuerda estaba también el endiablado, soltó la cuerda y volvió a esconderse. Y recomenzaron a persuadirlo, a rogarle que subiera; finalmente se decidió y empezó a subir. La cuerda era nudosa y facilitaba el escalamiento, el cual realizaba apoyando los pies en las aristas de las rocas. El desnudo volvía lentamente a la luz, y las cabezas de los lugareños se hacían cada vez más grandes y claras. El de los ojos endiablados reapareció de repente y los otros no tuvieron tiempo de detenerlo: tenía un arma automática y disparó varias veces. La cuerda se rompió al recibir la primera ráfaga, en un punto ya muy cercano de sus manos. El desnudo cayó rebotando contra las paredes de las rocas y fue a dar de nuevo contra los cadáveres de sus compañeros. Allá arriba, enmarcado por el azul del cielo, el anciano barbado abría los brazos y meneaba la cabeza.

Los otros intentaban explicarle, con gestos, que no era culpa de ellos, que a aquel loco le iban a dar su merecido, que en ese mismo momento mandarían a alguien por otra cuerda y que lo subirían de nuevo… Pero el desnudo había perdido ya toda esperanza: nunca volvería a poner un pie en la superficie de la tierra. Ése era el fondo de un pozo del cual ya no se podía salir, donde enloquecería bebiendo sangre y comiendo carne humana, sin poder morir. Allá arriba, sobre un fondo azul celeste, había ángeles buenos con cuerdas y ángeles malos con bombas y fusiles, y un anciano de barba blanca extendiendo los brazos, pero que no podía salvarlo.

Los lugareños armados, al ver que no lo persuadían con buenas palabras, decidieron acabar con él lanzándole proyectiles. Pero el desnudo había encontrado ya otro refugio, una fisura estrecha por la que podía arrastrarse y ponerse a salvo. Conforme seguían cayendo los proyectiles él se adentraba aún más por el pequeño túnel natural hasta que llegó a un punto en que no se veía ya ninguna luz. Continuaba arrastrándose a gatas en medio de la más completa oscuridad, como una serpiente, sintiendo que penetraba ahora en una toba húmeda y viscosa. El fondo húmedo pronto se convirtió en agua. El desnudo sintió que un arroyo corría bajo su vientre. Era el camino que se habían abierto las aguas que escurrían desde lo alto de El Culdebruja, una larguísima y estrecha caverna, una tripa subterránea. ¿Hasta dónde llegaría? Tal vez desembocaba en cavernas ciegas en el vientre de la montaña, quizás restituía esas aguas a través de venas muy sutiles hasta desembocar en pequeños manantiales. De ser así, su cadáver se pudriría en un socavón, contaminaría las aguas de los manantiales, envenenando pueblos enteros.

El aire era irrespirable, y el desnudo sentía que se acercaba el momento en el cual sus pulmones ya no podrían resistir. En cambio, aumentaba el refrigerio del agua, cada vez más alta y rápida. El desnudo se arrastraba ahora con todo el cuerpo inmerso en la corriente, que lavaba la costra de lodo y sangre, de la propia y de la ajena. Ignoraba cuánto trecho había avanzado; la completa oscuridad y arrastrarse a gatas anulaban el sentido de las distancias. Estaba exhausto: ante sus ojos empezaban a aparecer dibujos luminosos, figuras extrañas. Mientras más avanzaba, el diseño íbase aclarando en sus ojos, cobraba contornos que se transformaban sin cesar. ¿Y si no se tratara de un resplandor conservado por la retina, sino de una luz, una verdadera luz al final de la caverna? Hubiera bastado cerrar los ojos, o mirar en dirección opuesta, para verificarlo. Pero a quien mira una luz le queda un resplandor en la raíz de la mirada, aunque cierre los párpados o mire hacia otra parte. Él no podía distinguir entre las luces externa y la suyas, y seguía dudando.

Su tacto le descubrió otras cosas: estalactitas. Viscosas estalactitas pendían del techo de la caverna, así como estalagmitas que se alzaban a la orilla de la corriente, adonde no llegaba la erosión. El desnudo avanzaba, agarrándose a las estalactitas que colgaban sobre su cabeza. Mientras procedía, se dio cuenta de que éstas ya no rozaban su cabeza, de que ahora necesitaba alzar los brazos para aferrarlas. La caverna se ampliaba. Pronto el hombre pudo caminar agachado; la claridad era menos vaga. Ya podía distinguir si sus ojos estaban cerrados o abiertos, ya adivinaba el contorno de las cosas, el arco de la bóveda, las estalactitas colgantes, el brillo negro de la corriente.

El hombre caminaba totalmente erguido a través de la caverna, se dirigía hacia la abertura luminosa, con el agua hasta la cintura y apoyándose en las estalactitas, para no caer. Una estalactita parecía más grande que las otras, y, al aferrarla, el hombre sintió que ésta se abría en su mano y golpeaba su cara con un ala fría y blanda. ¡Un murciélago! Siguió volando. Otros murciélagos, colgados del techo con la cabeza hacia abajo, se despertaron, y comenzaron a volar. En un instante la caverna se llenó de un silencioso vuelo de murciélagos; el hombre sentía el viento de sus alas y las caricias de sus pieles sobre la frente y la boca. Avanzó hacia la intemperie, rodeado por una nube de murciélagos.

La caverna desembocaba en un torrente. El hombre desnudo estaba de nuevo sobre la corteza terrestre, bajo el cielo. ¿Estaba a salvo? Era necesario no engañarse. El torrente era silencioso, lleno de piedras blancas y piedras negras. Alrededor había un bosque de árboles deformes y al pie de ellos sólo matorrales y espinos. El hombre desnudo se hallaba en un paraje áspero y desierto, y los seres humanos más cercanos eran enemigos que lo perseguirían con bieldos y fusiles tan pronto como lo vieran.

El hombre desnudo trepó hasta la más alta rama de un sauce. Todo el valle estaba formado de bosques y escarpaduras cubiertas de matorrales, bajo una fuga gris de montañas. Pero al fondo, en una corcova del torrente, había un tejado de pizarra y un humo blanco que se alzaba. La vida, pensó el desnudo, era un infierno, con escasos reclamos de antiguos y felices paraísos.

 

De Los idilios difíciles