Material de Lectura

 

Los días de la langosta (1992)

 

Las cosas que sé sobre Los Ángeles se me agolpan: En The Day of the Locust, de Nathaniel West, un pintor la imagina incendiándose en una especie de carnaval de rencor racial; y, en efecto, California se incendia cada año por el calor y los vientos; en la nueva novela de James Ellroy, La Confidencial, se la retrata corrupta, violenta, indolente; y, en efecto, cuando los obreros se quisieron organizar contra el desvío de agua de las tierras laborables hacia Los Ángeles, el General Harrison Gray Otis —quien tenía “otro” sindicato, el de los propietarios beneficiados— se paseaba en una camioneta en cuyo techo había un cañón; Norman Mailer, en El parque los ciervos, la reduce a Hollywood —“Desert D´Or”— y las arquitecturas de escenografía; y, en efecto, la arquitectura californiana se basa en una invención del look español —hay hasta una réplica de La Alhambra— que se crea justo en el año en que se limpia de mexicanos Olvera Street; recuerdo una conversación en un tren rumbo a Granada:

—Yo he estado en México —me dice un granadino.

—¿En qué parte?

—En Los Ángeles, California.

—Bueno —levanto las cejas— se puede decir que antes era nuestro.

—Y mucho antes —levanta el dedo índice—, nuestro.

Y, en efecto se puede decir eso, aunque la verdad es que Los Ángeles es una creación netamente gringa: de la nada. Sin muelle —se tuvo que cavar en el fondo del mar para contar con uno—, sin agua —se desvía en perjuicio de los débiles como en Chinatown de Roman Polanski—, sin algo especialmente atractivo, Los Ángeles es el espíritu norteamericano en sus huesos; está hecho de una idea o, mejor, de fantasías sucesivas de grandeza contra todas las apuestas. Primero, un ferrocarril incendia la imaginación de los que quieren emigrar, aunque no exista ni una vía ni una sola estación. Luego, una “fiebre del oro” (Los Ángeles abasteció de carne a los gambusinos) que sólo estaba en la cabeza de sus entusiastas. Después, Hollywood, la industria de la apariencia y las imágenes. Y más hacia acá, cualquier nuevo culto del final de los tiempos (Charles Manson o James Jones), o la banalización del budismo, mezclado con los tratamientos de belleza, la desintoxicación o la intoxicación. Los Ángeles es el punto más oriental de Occidente, donde conviven el uso intensivo del automóvil como lugar de meditación (los embotellamientos de tres horas desarrollaron el gusto por querer fundirte con la nada), con la prostitución, las drogas, las pandillas y sus consumidores: la clase media de la UCLA y la farándula de Hollywood, otras veces, en dietas vegetarianas, gimnasios aeróbicos y bronceados impecables. Esa contradicción tan estadunidense: el placer y la abstinencia. El consumo y el ascetismo. Los Ángeles está construido sobre esa contradicción: la gente del Westside, en sus silenciosos sectores de jardines regados y podados, y los del East y el South, donde centroamericanos, chicanos y negros se disparan por controlar una banqueta. Auméntele un barrio chino creado con trabajadores miserables que trajo el tren que no existía en el siglo XIX, y un exilio alemán exquisito que arrojó Hitler: Thomas Mann y Fritz Lang. No, no fue Walt Disney el que creó el primer parque temático. Fueron los habitantes de Los Ángeles cuando votaron, junto con la expulsión de los últimos descendientes de los españoles y mexicanos, que la Old Plaza retomara “el romance del la vieja civilización española”, como la llamó el arquitecto neoyorkino Bertram Grosvenor Goodhue. Con el desalojo de lo que quedaba de la parte española y mexicana, lo que una vez se llamó “el pueblo de Nuestra Señora de los Ángeles de Porciúncula”, se inauguraba, también, la primera melancolía retro de los Estados Unidos: la arquitectura “california”. Destruir y reconstruir a nuestra manera, imitando lo que ya no pudimos apreciar de las ruinas que dejamos. El espíritu norteamericano —que, desde el nombre se apropia de lo que también es Canadá y México, al menos en el mapa— avanza a golpes de “tendencias” (trends) que se convierten en acciones de fuerza.

Y es que tengo al espíritu norteamericano frente a mí en los jardines de la Universidad de California, campus Los Ángeles. Aquí se discute la guerra, si es o no justificada, pero muchos de sus apoyadores traen camisetas que dicen: “Citizens for a free Kuwait”. Soy un ciudadano y me importa un bledo si Irak invadió Kuwait después de que los gringos apoyaron a Sadam Hussein contra el Ayatollah en Irán. Lo que me importa es que no nos metan al resto del mundo en una guerra que fue anunciada desde agosto del año pasado y que comenzará, después de un lento conteo que lleva la CNN a toda hora, como si se tratara de un programa de televisión: “ya sólo faltan catorce días para La Tormenta del Desierto”, “ya sólo restan diez días antes de que empiecen a caer bombas”. Y viene, luego, la repetición completa de las razones: Sadam invadió Kuwait porque dijo que habían lanzado demasiados barriles de petróleo al mercado y que habían puesto a Irak en una economía de guerra. Luego, la ONU le dio un ultimátum o varios y la cosa es que todo indica que va a haber una guerra a la que el dictador de Irak ha llamado “La madre de todas las batallas”. Nunca me ha tocado una guerra. Aquí, los veteranos de Vietnam son de la generación de mis padres. Estos chicos que se ponen camisetas de “free Kuwait” nunca han visto una. Y esta vez la veremos por la televisión. Espero que no sea Pay Per View. Los escucho argumentar sin suéteres en invierno —otra idea de la California gringa: aquí las naranjas dan frutos todo el año y el bronceado es permanente—. Y, además, yo debería estar visitando a mi hermano, pero no lo encuentro. Y deambulo entre un caos tan parecido al de Nathaniel West cuando comienza la destrucción de Los Ángeles en su pintura de The Day of the Locust, que cierro los ojos y se me agolpan todas las cosas que sé sobre este lugar de un solo. ¿De un solo qué? Bombardeo.

***

Una de las razones que más se escuchan y leen en los boletines del campus es que los Estados Unidos deben de intervenir ahí donde se “atente contra la libertad”. Soy latinoamericano y no sabría por cuál historia empezar para negar todo. Pero lo que sí me viene a la mente es la historia detrás del Citizen —no for a free Kuwait— sino Kane: William Randolph Hearst, desde sus headquarters en Los Ángeles, recibe la llamada del reportero gráfico que ha ido a “cubrir” las noticias del “frente de guerra” entre Estados Unidos y España en Cuba:

—No hay mucho que escribir, señor —le dice el reportero.

—¿Qué quieres decir?

—Que no está sucediendo nada. No hay una guerra.

—Tú encárgate de las noticias. Yo me encargo de la guerra —dice la leyenda, que dijo Hearst antes de colgar.

Los “atentados contra la libertad” son tales si hay una campaña casi publicitaria para convencer al público de que lo son. No estoy diciendo que Irak no haya invadido Kuwait. Ni que no existan varias resoluciones de la ONU pidiéndole que se retire de uno de los más importantes surtidores de petróleo al mundo, sino que el público no está convencido de que sean los norteamericanos los que tengan que ir a rescatar el petróleo del mundo o, en todo caso, el que se consume aquí por toneladas. Un reciente estudio (1990) advierte que en un día de tráfico normal en los freeways angelinos se queman 70 litros de gasolina por conductor. Entonces, ¿qué libertad se defiende desde California que, por lo demás, se siente separada del resto de Estados Unidos, con una perspectiva única de la grandeza y el arrojo? ¿Quiénes son más libres: los kuwaitíes o los litros de gasolina que se queman en automóviles particulares?

Finalmente veo el caminar balanceado de mi hermano, sus lentes, y su inconfundible bolsota con decenas de libros al hombro. Lo saludo.

—Vámonos de aquí.

—Pero no por el freeway, ¿eh?

—Nos vamos en el RTD, que es igual de lento, pero más barato.

Y sabe de lo que habla: los autobuses se paran en cada esquina y esperan a que lleguen los usuarios. Los camiones esperando a los clientes. Y, lentamente, se va llenando de sirvientas salvadoreñas, jardineros mexicanos, inválidos a los que se les baja la plataforma para su silla de ruedas con la parsimonia de una reverencia. Apuesto a que son veteranos de la guerra de Vietnam y respeto sus tardanzas, pero no sin impaciencia.

***

Llegamos a comer a casa de su amiga Deyánida (no Deyanira, por si se pudiera hacer más extraño el nombre), que es una estudiante de origen chino y dominicano. En cuanto la veo, sé por qué mi hermano está tan interesado en arrastrarme, en el único día que nos veremos, a casa de una completa desconocida. Tiene los ojos rasgados, es morena, y está buenísima. Lo que más me impresionan son sus piernas debajo de una falda blanca. Sólo blanca. Un toque muy asiático a su dominicanez que, pienso, hubiera escogido las flores de colores. Pero no hagamos esta digresión un tanto gay. Estamos a muchas horas de San Francisco que aquí en L.A. (pronuncie “el-ey”) es un territorio conquistado por los “liberales” del Este, es decir Nueva York, la única ciudad en Estados Unidos más poblada que ésta. “Liberal” no es lo mismo que liberal en español. Aquí son como el objeto de ataque por ser progresistas, gays, de origen judío, irónicos, refinados. Eso es lo que un angelino común piensa de San Francisco: una cabeza de playa de Manhattan. No, los angelinos se ven a sí mismos como la parte norteamericana práctica, emprendedora, que busca el confort, que tiene grandes ideas para prosperar, aunque no necesariamente sean legales o éticas. Siguen siendo un poco los gambusinos que se matan entre ellos en El tesoro de la Sierra Madre. Sólo que ahora los temas son las patentes de inventos tecnológicos, los guiones de cine y televisión, los derechos del uso de las caricaturas de Disneylandia, los adelantos millonarios para tener una casa en downtown L.A. —la especulación financiera ha lanzado fuera de la ciudad a casi el sesenta por ciento de sus habitantes, de ahí los embotellamientos de tráfico—, la guerra por hacerse de un nombre en el mundo de los tratamientos de belleza, aunque sea desprestigiando a tus competidores en los “tabloides” de amarillismo de la farándula. Todo eso ya lo hizo William Randolph Hearst: mentir, presionar, manipular para convencer al público. Ya lo han hecho otros justo desde California, pienso, mientras Deyánida agita sus párpados abultados y nos sirve pollo frito con puré de papa y gravy.

Escucho una letanía desgranada sobre la guerra que viene entre mi hermano y Deyánida:

Ya van llegando al Golfo Pérsico el USS Dwight Eisenhower y el Independence.

Van a una operación conocida como Desert Shield para proteger a Arabia Saudita.

Ah, no, parece que ya empezó. Pero ¿y la guerra en CNN?

Irak declaró a Kuwait como su provincia número 19. No un buen número. Si hubiera sido veinte. Puso a su primo como gobernador militar. Ali Hassan Al-Majid. Mi hermano dice que ha tenido problemas por el “Mejía”. Se adorna. Tengo tres semanas en Estados Unidos de ilegal y nadie se ha preocupado por mí.

Se han reunido 680 mil soldados del lado de la “coalición” contra Sadam Hussein. Ella dice que son casi un millón. Que dijeron que Irak desplazó 120 mil tropas en los pasados tres días con 850 tanques.

Que una mujer declaró ante el Congreso que: “los iraquíes sacaron en Kuwait a los niños de las incubadoras y los dejaron morir en el suelo”. Eso, para mí, es un insulto personal. Pero no digo nada. Mi hermano está faroleando para impresionar a Deyánida.

Que Bush dijo lo mismo el otro día en la tele. Que se tienen fotos satelitales de las fuerzas de Irak y que ya entraron a Arabia Saudita. Que Bush dijo: “ese fue el día que decidí una acción militar”.

Que la última resolución de la ONU condenando a Irak es la 665. Que si vamos a llegar a la 666, esto ya se trata del fin del mundo.

Que el general encargado de todo, Norman Schartzkopf estuvo en Vietnam y es un héroe.

Pero yo vine a Los Ángeles en tan terrible momento para dejarle a mi hermano unas cosas que salía muy caro poner en el correo —libros pesadísimos, un walkman con sus casets, y ropa— porque tenía una misión. Una misión que tiene que ver con esta guerra: localizar los papeles de William Walker.

***

Un norteamericano es un inventor: del avión, del automóvil popular, del microchip. O puede ser también el desarrollador de una idea de otros: el viaje del hombre a la luna, cruzar en avión el Atlántico, liberar Francia. Los gringos, por el contrario, son el Hyde del Doctor Jeckyll: son los que invaden y no están dispuestos a asimilar la cultura del invadido, sino que lo hacen serie de televisión; los intolerantes, los que están a favor de la posesión individual de un arsenal; los que apoyan la pena de muerte y se estrellan latas de cerveza en la cabeza durante un partido de futbol americano. No todos los norteamericanos son gringos. Todas las naciones tienen sus gringos, o algo parecido, pero en Estados Unidos, a veces, deciden guerras con la votación y la “duda razonable” de los norteamericanos, que es lo contrario a la eterna “sospecha” de un latinoamericano o de la “duda metódica” de un francés cartesiano. Cuando se lanzan a una guerra en el extranjero, los gringos la promueven y los norteamericanos son convencidos. No importa que tan falsos tengan que resultar los reportes de urgencia de una invasión, casi siempre, los norteamericanos han estado de acuerdo. Al tiempo de iniciada la guerra, a veces, les incomoda moralmente o les resulta demasiado onerosa. Ahí es cuando emergen, de nuevo, los votos y el acuerdo de los norteamericanos que han decidido valorar el costo/beneficio de la cuestión.

Los papeles de William Walker que he venido a buscar al campus de UCLA en Los Ángeles, contienen los pormenores del espíritu más claramente gringo de los Estados Unidos. No es que me interesen particularmente —aunque en este momento me sirven para escribir literatura—, pero, en realidad, los necesito para mi tesis en la Universidad. Mi hermano que está aquí en una estancia en el umbral de una guerra que California apoya, me ha dicho: pásame a ver y tráeme algunas cosas. Vengo cargando como una mula.

***

Tal es el estrés por la guerra que, en la cafetería de la UCLA, de una mesa a otra lanzan avioncitos de papel. En una mesa son Irak, en la otra, Estados Unidos. La guerra no es lo que ha sido habitualmente: ahora es un juego. No sé si los que desembarcaron en Normandía en el Día D o los que estuvieron en Vietnam, pensaron alguna vez que la guerra era un juego. Lo dudo porque no existía el videojuego. Ahora, apretar botones es simular un ataque a muertos que no ves. Esa lejanía. Esa normalidad de sólo ganar, sin mirar las consecuencias de la ganancia. Sólo obtener puntos y olvidar el proceso que te llevó a juntarlos. Y no estoy con los “liberales”, que dicen que el desarrollo de videojuegos es la motivación para el asesinato. Sólo digo que el happy ending del capitalismo, el Fin de la Historia de Samuel Huntington, es una resignación al esquema de la nueva tecnología. ¿Cómo se termina la Historia? Con un score final de quién tuvo más puntos. Los Estados Unidos pueden presumir de ganar por puntos, incluso en Vietnam. Pero no digo nada porque mi hermano sigue ligando con Deyánida. Y, créanme, vale la pena, aunque viva en East L.A., una zona que está ya en guerra de pandillas. ¿Las pandillas son los ejércitos de mañana? En el Tercer Mundo del Primer Mundo: en un micro piso de cuarenta metros, en el que sólo cabe una mesa y tres sillas de plástico blanco, con un refrigerador ruidoso en el que sólo hay cervezas, un queso, y algún preparado de maíz, la comida del astronauta. El pollo frito viene a domicilio. California es un territorio de imágenes: Disneylandia, Hollywood, Olvera Street, y los astronautas llegando a la Luna. California es lo que quisiéramos ser. El gran secreto es que nunca lo logramos. Ni Los Ángeles es “la ciudad del siglo XXI” —como dijo el alcalde cuando conoció a Bill Gates— ni esta guerra es norteamericana. Es gringa. Todo lo que se llamó el Primer Mundo contiene ahora un Tercer Mundo, and good luck with that. California es un espacio imaginario donde recibir pollo frito a domicilio significa encargarlo desde una nave espacial. La libertad en que siempre pensaron los Padres Fundadores incluye ahora viajes interplanetarios para recibir tu caja de Kentucky Fried Chicken. No importa dónde estén, los gringos van a seguir mordisqueando su pierna de pollo. Como Deyánida en este distrito de East L.A. donde suenan los balazos, apenas oscurece.

***

Todo mundo sabe que a las dos de la mañana del 17 de enero comenzó el ataque sobre Irak. Yo tenía que salir de Los Ángeles. Get out, como decían los del grupo “X” en su canción sobre una ciudad donde ya no cabe nada, ni tú mismo:


She had to leave
Los Angeleeeeeeeeeees
all her toys wore out in black
and her boys had too
she started to hate every nigger and jew
every mexican that gave her lotta shit
every homosexual and the idle rich
She gets confused
flying over the dateline
her hands turn red
cause the days change at night
change in an instant
the days change at night
change in an instant.

Las cosas habían cambiado en un instante a las dos y media de la mañana, a pesar del build-up de CNN acercándonos al conflicto inusitado de un país invadiendo a otro. A las nueve de la mañana, tenía que salir de ahí —She had to leave Los Angeleeeeeeeees— y se lo dije a mi hermano. Él sólo le subió al volumen de la televisión: todo lo que se podía ver eran luces de bengala cayendo sobre edificios.

—Es la guerra —me dijo—, empezó la guerra.

Y todo lo que pude ver eran fuegos artificiales, luces en la oscuridad: una fiesta.