Material de Lectura

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Elena Poniatowska



Selección
y prólogo
de Margarita
García Flores



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Prólogo

 


El escritor es un hablador: señala, demuestra, ordena, niega, interpela, suplica, insulta, persuade, insinúa, como dice Jean Paul Sartre. Elena hace todo esto y más.

Elena da voz al que no la tiene, con frescura, penetración profunda en las motivaciones humanas, ternura y sentido del humor.

Sus cuentos se fincan en lo que le impresiona de la realidad, según me cuenta en esta entrevista-prólogo. “Elena es un milagro literario. Tres condiciones se concentran en su obra, a saber: el dominio del idioma —castellano y mexicanísimo—; el manejo frecuente de la imagen poética y un sentido, casi endiablado e inocente, de la sátira y de la burla social”, dijo Ermilo Abreu Gómez.

Y yo digo que Elena es también un milagro vital: ama y protege a su madre, Paula Amor, a su hermana Kitzia, a sus tres  hijos y a sus amigos —en las buenas y en las malas. Se preocupa por las goteras del techo de su casa; por su perro Mikey, que estropea las hortensias del jardín; por la comida que María debe preparar día con día; por las cuentas, las llamadas telefónicas, las tareas de sus hijos; por decir que sí a las invitaciones que le hacen constantemente para dar cursos o conferencias en el país o en el extranjero… Además, escribe y escribir es dar.

Pocas personas como Elena con esa capacidad de entrega, de generosidad.

Renovó el periodismo con sus inocentes-maliciosas entrevistas y crónicas; también barrió, sacudió y limpió el mundito intelectual con su valor y conciencia envidiables (La noche de Tlatelolco y Fuerte es el silencio) e hizo que recordáramos a los olvidados (Hasta no verte, Jesús mío). A mí me regresó a mis orígenes. Elena es de las que no hay: parece —¿es?— una extraterrestre entre los desangelados mortales. Es lo máximo. Nació en París, en 1933.

 

Margarita García Flores

 


 

 

Entrevista con Elena Poniatowska*



 

 

¿Qué es para ti la literatura? ¿Es una friega?

Efectivamente yo te dije que la literatura es una friega en cierta ocasión que hablamos por teléfono. Sí, hay un gran trabajo detrás del acto de escribir, pero no sabría hacerte una gran disertación sobre la friega que es la literatura.


¿Qué opinas de la transformación de escritores y artistas en bienes nacionales?

¡Ay, qué pregunta! No me habías dicho antes que me ibas a preguntar eso. —¿Se refiere a la actitud que el gobierno asume con un escritor que apenas destaca?— Cuando tú me hablas de eso, yo pienso inmediatamente en Rosario Castellanos, a quien el gobierno primeramente la hizo embajadora en Israel, la hizo obviamente embajadora por sus méritos como escritora. Al morir la asumió porque la hizo parque público. El gobierno se la tragó, como se traga a la gente que en cierta manera destaca. Esto se vio sobre todo en tiempos de Echeverría. Este presidente llamó a raíz del 68, cuando él estaba en el poder, a todos los disidentes o posibles disidentes a Los Pinos, y allí tenían su equipal y su agua de chía. Yo recuerdo haber visto allí a Heberto Castillo. Yo sólo fui a Los Pinos una sola vez, a ver una película de Rulfo que se llamaba No oyes ladrar a los perros del francés François Ranchsembach. Sí hubo una captación de parte del gobierno de los escritores o los intelectuales, un poco para neutralizarlos o para limarles las uñas: como están más cerca, les pueden limar sus garras para que los ataquen menos. No creo que los escritores se conviertan en bienes nacionales. Hay escritores que como José Vasconcelos, Daniel Cosío Villegas, pidieron específicamente no estar en la Rotonda de los Hombres Ilustres.


¿Alguna vez has evangelizado a gorilas?

No recuerdo haber dicho eso antes.


Sí, lo dices en la página 91 de De noches vienes.

No sé a propósito de qué era. ¿Acaso gorilas latinoamericanos? No recuerdo a qué se refiere. En este momento la palabra “gorilas” tiene otro significado. Ahora un gorila es un dictador latinoamericano. Obviamente, no se pueden evangelizar.


¿Por qué dices que los mexicanos nunca son puntuales?

Yo nunca soy puntual. Es que me haces unas preguntas tan… ¿Oye, por qué está este foco colgado allá arriba?


¡Es que eso lo dices en tus libros!

Si lo dije es porque efectivamente nosotros los mexicanos no somos puntuales. Los europeos cuando vienen a México, o los norteamericanos se aterran porque creen que algo que va a empezar a determinada hora empieza treinta minutos o sesenta minutos después. Nosotros no tenemos ese respeto por el tiempo del otro, que en otros países sí existe. No lo digo así como si yo no formara parte de esa impuntualidad. Yo soy una parte también, ya que estoy en el mismo barco.


¿Cuál es el deber de un intelectual?

Escribir lo mejor que pueda y hacer su tarea lo mejor que pueda y adquirir un compromiso con lo que se ha propuesto.


¿Qué es la bondad?, porque tú eres demasiado buena.

Ja, ja, ja, no lo sé, es una virtud. No te sabría responder qué es la bondad. Me dejas muy destanteada con tus preguntas. Voy a esperar que el agua que estoy tomando se me transforme en whiskey.


¿Qué es la amistad?

La amistad…¡Ay Margarita, pero qué difíciles preguntas! La amistad es la lealtad que se le tiene a una determinada persona; en las buenas y en las malas. La amistad es un sentimiento parecido al sentimiento amoroso. Hace que dos gentes tengan la ilusión de verse. Si me hubieras dicho que ésas iban a ser las preguntas, me hubiera traído un Larousse.


¿Eres una traidora a tu clase?

Yo no me siento traidora a mi clase. En primer lugar, habría que dejar claro qué significa pertenecer a una clase.


¿Desde cuándo te pasaste al lado de los jodidos?

No me gusta esa palabra, ni la palabra “humillados”, o el término “la clase humilde”, porque siento que es la clase que los demás humillan. Por eso la rechazo. Yo no me he pasado a ninguna clase. Soy una señora privilegiada; en mi bolso tengo billetes de a mil pesos. Traigo un abrigo que atrás la etiqueta dice Jaeger, que me lo compró mi mamá en un viaje que hizo a Londres. Soy una señora que todo traigo; es muy feo que yo estuviera diciendo que algo me hace falta cuando todo traigo en su lugar. Es muy grave fingir una cosa que uno no es. Mi interés al escribir está simplemente en darles voz a los que no la tienen. ¿Por qué esto? Por un sentimiento quizá de culpabilidad que es muy femenino. Este sentimiento sí existe, es parte de la mujer, creo que lo tenía Rosario Castellanos. Ella se sentía blanca en medio de chamulas, se sentía hacendada en medio de gente que iba descalza por la calle, en medio de gente que no comía. Yo también fui una niña que llegué a México después de la Segunda Guerra Mundial, no de la primera. Llegué hija de una mexicana hacendada que se apellida Amor. Soy hija de todos estos hacendados a quienes les quitaron sus tierras en la Revolución: Amor, Escandón, Iturbe. Hija de un señor francés de origen polaco. Por ello, sentí que yo tenía una serie de cosas que otros no tenían, pero eso no es traicionar una clase social.


¿Cuándo te pasaste del lado de los jodidos? No le saques.

No, no le saco. Creo que tú me sobreestimas. Porque el pasarse es pertenecer al PSUM, o pertenecer al partido comunista. Luchar, hacer una vida de constante entrega y de sacrificio que yo no hago.


Pero…

Ay, Margarita, ya no friegues.


¿Qué piensas de la burguesía?

Yo soy burguesa. Pertenezco a la clase burguesa.


En tus libros no lo dices así…

No, pero yo no te puedo decir, por ejemplo, que yo me siento Juana de Arco o alguna cosa absurda. Yo trato de hacer lo mejor posible mi trabajo. Tengo una buena vida, tengo una regadera que funciona, como, desayuno, ceno, tengo todo. Para qué te voy a presumir de lo que no soy. Soy simplemente reaccionaria con buenas intenciones.


Ahora eres tú la que te subestimas. ¿Qué es la represión?

Esta entrevista es una represión.


Todavía me faltan 68 preguntas que hacerte, y todas me las vas a contestar, si quieres.


Sí, todas. La represión es la falta de libertad, la represión es no poder comer, es  no poder ir a la escuela, no poder desarrollarse, no poder hacer toda una gama de posibilidades que tenemos en la vida y que deberían tener todos los seres humanos. Reprimidos, por ejemplo, están gentes del Pedregal de Santo Domingo. Desde luego yo creo que no hay represión en esta sala, no la hay en estas luces. Represión, digo yo, es no poder hacer lo que tú puedes desarrollar.


¿Qué es una crónica?

Una crónica es el relato de una serie de hechos.


Les recomiendo ampliamente Fuerte es el silencio, de Elenita Poniatowska. ¿Cuál es tu concepción del arte?

El arte es la belleza, y lo que es la belleza puede considerarse como arte, lástima que no me preveniste, es difícil que yo te conteste así. En este momento yo te voy a hacer una entrevista a ti.


Ah, no, aquí yo soy la que hago la entrevista. ¿Qué es la moral?

¿La moral revolucionaria? ja, ja, ja. Supongo que es el no hacerle daño a la sociedad. Pero no sabría decirte qué es. No me machetié esas respuestas.


¿Qué es el compromiso con la sociedad?

Es difícil decirte con exactitud qué es la moral. Ahora se habla tanto de moral que decir una palabra más sobre moral es inútil, además de inútil es contraproducente. Yo recuerdo a José Joaquín Blanco que se salió de una asamblea del PRI, porque dijo que él ya no quería que le renovaran ni un solo pedacito de moral; él lo que quería era que lo dejaran ser como él quería, que lo dejaran escribir como él quería. La moral es dejar en paz a los demás, hacer lo que ellos quieran y como puedan. Ayudarlos, sí, pero no imponer una serie de principios o de reglas. La moral es nada más no hacerle daño al otro.


¿Qué es para ti la sociedad?

No sabría decirte. Ojalá y fuera yo Monsiváis.


¿Crees, como Jesusa Palancares, que el machismo es la enfermedad de los mexicanos? ¿Y cuál sería la de los europeos?

Me parece que lo del machismo es otro tema. Así como recomendaste anteriormente un libro mío, puedes recomendar que lean a Samuel Ramos. Estos autores podrían hablar con más autoridad que yo. Yo lo único que sé decirte es que en México, sobre todo entre la gente verdaderamente pobre, es la mujer la que carga con el peso de los  hijos y de la familia. ¿Por qué? Porque los hombres simplemente hace un hijo y se pelan, se van. Luego de repente llega otro hombre, y le hace otro hijo y se va. Y así las mujeres llegan a tener hasta 7 u 8 hijos que ellas mantienen. El machismo sí es un ausentismo, sí, es un decir: yo no me responsabilizo. Yo hago el hijo porque ésa es una manera de ser hombre, hago el hijo y me voy. Aplastan a la mujer, creo que no sólo la aplasta el  hombre, la aplastan otras mujeres y la aplasta la sociedad entera. Es macho el que no deja que otro ser humano que vive junto a él se realice o se logre en la medida de sus capacidades. Ése sí es un machismo muy doloroso. Aquí me remito otra vez a Rosario Castellanos, porque todo eso está en esa carta en el Museo Nacional de Antropología en una especie de decálogo en que dijo  que le parecía que no era legal que el hombre tuviera todas las posibilidades de educación y la mujer tuviera que quedarse en casa confinada a tareas rutinarias. Que el hombre tuviera todas las posibilidades de lograr una vida satisfactoria y que la mujer estuviera supeditada a esperar a que los hijos crezcan. Ese machismo sí es terrible y sí existe en México. Ese machismo, pienso, no es sólo del hombre, es de la sociedad en que vivimos, porque hay muchas mujeres complacientes que olvidan todo, dejan su título o sus posibilidades en un baúl y ya no hacen nada y se dedican a la indolencia. Esto es también problema de las mujeres.


¿Cómo escribes tus magníficos cuentos?

¡No son magníficos! Los escribo como puedo. Te puedo decir cómo surgió uno de ellos. Yo vi una vez un cuento que se llama La casita de sololoy. Vi una vez a una amiga mía, peinar a su hija. Vi que estaba muy nerviosa, muy cansada. Le cepillaba el pelo con saña, hasta con furia. Me dolió mucho que la peinara en esa forma. De ahí nació el cuento que es la historia de una mujer que justamente al terminar de cepillar su pelo, de medio levantar su casa —porque vivía en una casa toda tirada; cada vez que abre un clóset se le caen en la cabeza los tenis de todos los niños— sale corriendo destapada de su casa, como queriendo escapar hacia otra vida. Camina a otro barrio que es más rico, encuentra a una amiga de la infancia, se mete a esa casa y se abre ante ella la posibilidad de una vida distinta para ella, incluso de volver a encontrarse a un novio que no la mire con tanta indiferencia o con esa mirada bovina y agresiva con la que la mira su marido. Decide que va a ir a un salón de belleza porque va a ir a una cena invitada por esa amiga. Finalmente regresa a su rutina, a su marido, a recoger los calcetines, a limpiar el aro negro que se hace en la tina, a juntar zapatos. Ese cuento sí nació exactamente de la imagen que tuve de esa mujer que peinaba a su hija con rabia. Otros cuentos a veces nacen de alguna realidad dolorosa o de alguna cosa que se me ocurre o sucede.


¿Dónde transcurrió tu infancia?

Primero transcurrió en París, pero no tengo muchos recuerdos de París. Era una casa enorme, con mis abuelos y mis padres. Mi padre tocaba el piano. Yo no recuerdo haber visto mucho a mis papás, pero sí recuerdo que una vez mi papá puso mis manos encima de las suyas, él tocaba el piano y yo tenía mis manos encima de las suyas. Yo estaba sentada en sus piernas. Recuerdo que otra vez lo vi rasurarse. Al día siguiente me quise rasurar también y me hice esta cicatriz que todavía tengo. Otro recuerdo es el de un viaje que hice con papá a un pueblo de Francia. Mi hermana se fue en tren, porque decían que ella vomitaba mucho en el coche. Para mí ese viaje fue muy angustioso, porque empecé a oír un ruido en el motor, algo semejante a un pajarito. Empecé a pensar que dentro del motor había un pajarito. Fue aterrador pensar que un pajarito estaba girando en el motor y que a la mejor se le estaban achicharrando las alas. Yo no tenía mucha confianza con mis papás, porque los intermediarios eran una institutriz, una nana. Me acuerdo que no hablábamos en la mesa. Una vez durante la comida mi mamá estaba hablando y se le olvidó cortarnos la carne; entonces, no comimos carne. Volviendo a la historia del pajarito, por fin me atreví y le dije: —Papá, hay un pajarito en el motor—. Mi papá me dijo: —Pero claro que no hay ningún pajarito en el motor—. Mi papá era muy francés, de esos que les gusta mucho el kilometraje, ir a determinada hora habiendo hecho determinados kilómetros y cruzar determinadas distancias en determinado tiempo, algo que yo odio. No paró el coche, aunque después paró, abrió el capote y dijo: —Mira que no hay ningún pajarito allá adentro.

De mi mamá tengo el recuerdo de una mujer de una enorme belleza, que tenía vestidos largos; yo veía esos vestidos en el corredor en la noche, cuando venía a decirme buenas noches, cuando se iban a alguna cena. Recuerdo sus pechos que eran muy hermosos y muy blancos y su olor: muy perfumada. No puedo decirte más. Yo viví mucho con mis abuelos. Mi abuelo me enseñó un poco a leer y a escribir, además de matemáticas. Posteriormente me mandaron a la escuela, lo cual me aterró. Después fuimos mi hermana y yo a una escuela comunal, muy estricta, una escuela francesa y ya. Después nos vinimos a México, mi hermana, mi mamá y yo. Nos vinimos en un barco de refugiados, más o menos, que se llamaba “El Marqués de Comillas”; mi papá se quedó en la guerra. Todavía recuerdo mi último pollo en Francia, muy rico.


¿Cómo se escribe una novela?

Yo tengo la fijación del periodismo. Siempre me ha ayudado. Nunca me he sentido realmente ni novelista, ni cuentista, ni pretendo crear; y eso en cierta manera me salva muchísimo, porque yo veo que muchos escritores se pasan las noches refutando a un malvado que los atacó o sufren lamentándose: ¡Ah, yo no estoy en tal antología!

Para mí es una gracia aparecer como escritora, porque todo lo que yo he hecho lo sustento un poco en el periodismo. Para hacer una novela, por ejemplo Hasta no verte, Jesús mío, fui mucho a ver a la Jesusa, investigué mucho, hablé mucho con ella. Y para hacer la novela en la que estoy trabajando ahora, Tina Modotti, utilizo mucho las muletas de la investigación: voy a la Hemeroteca, hablo con mucha gente, hago muchas entrevistas anticipadas o prioritarias a la novela. Después ya me lanzo a escribir, detrás de cada libro hay como mil hojas de investigación y de trabajo. Mi idea no es tanto hacer algo creativo, de gran inspiración, como hacer algo informativo; ah, claro, procuro siempre que esté bello, o lo mejor escrito posible. Procuro un poco decir cosas de mi país. Hay en nuestro país muchos temas que no se han tratado, que no se han dicho; muchas cosas que no se han investigado, incluso que son temas de novela. Por ejemplo el asesinato de Chinta Aznar, que era una mujer yucateca; la encontraron después de un mes, las moscas verdes de la muerte volaban sobre su cuerpo, por allá por la Avenida Insurgentes. Esta mujer era muy interesante y siempre quiso que viniera Alfonso XIII a gobernarnos, porque era la nieta de Luis Gutiérrez y González, uno de los que fueron a traer a Maximiliano. Yo quería hacer algo sobre la reacción mexicana a partir de este asesinato y traerlo hasta el día de hoy.


Tu sabes mucho de literatura. ¿Qué es lo popular?

¿Lo popular? No sabía que eras semejante torturadora. ¿El habla popular? Yo conocí el habla popular justamente cuanto llegué a México, a los 9 años. Sí, a los 9 años, cumplí esos años en el barco. Mi contacto inmediato fue con las sirvientas. Decían “yo vide”, decían “la suidad” y una serie de palabras como “naiden”; ellas hablan de cosas que a mí me parecían mágicas; era seguramente el lenguaje popular. Ese mismo lenguaje lo utiliza Jesusa Palancares; pero, en realidad, no lo usa, porque la Jesusa no habla con el lenguaje popular que se usa en toda la República. Ella dice unas cuantas cosas populares. Fui yo quien metió todo el lenguaje popular que ha oído en toda la República; hay modismos de Guadalajara, hay cosas de muchas partes y también hay cosas inventadas. Cuando a la Jesusa le preguntan cómo era su marido o su novio, dice: —No era ni alto ni chaparro, ni gordo ni flaco, una cosa así “apopochadita”. Uno se pregunta qué es eso de apopochadito. Quién sabe qué será: es algo mágico y es parte del lenguaje popular. Hay muchas descripciones que a mí se me quedaron muy grabadas. Recuerdo que una señora Magdalena, que yo estimaba mucho y que vendía buñuelos, me decía: —No vayas a platicar con aquel hombre, porque platica puras “distancias”—. Como  idea poética, es preciosa. Y así había muchas expresiones que quizás si las hubiera oído más tarde cuando uno es mucho menos poroso, entonces no se me hubieran quedado grabadas. En cambio nunca leí Platero y yo, nunca supe del Siglo de Oro Español. Yo tengo una educación espeluznante, totalmente deficiente, porque aquí vine a estudiar inglés. Recientemente fui a dar una conferencia a Harvard. Estaba yo entre puros gongoristas y quevedistas; estaba toda aterrada porque les tenía que hablar de la onda, de popotitos, etcétera, y decía yo: Van a decir que cómo pudieron invitar a esta mujer que confundió Harvard con una discoteca, pero sí es cierto que mi formación es popular. Y para no decir, como dice Margarita, que me estoy minimizando, sí hay en mí una formación francesa, una formación  inglesa porque a mi mamá se le ocurrió mandarme a un convento de monjas del Sagrado Corazón. Allí sí nos hacían leer a Shakespeare. En fin, leí un poquito.


¿En la novela está transformada la realidad que vive Jesusa?

Algunos capítulos están totalmente basados en la vida de Jesusa, están tomados incluso de sus palabras, y otros capítulos, no; en ocasiones recurro a fragmentos novelados.


¿Entonces aceptas que es novela?

Sí, es una novela testimonial. Es igual a La noche de Tlatelolco; la que está hecha con la voz de la gente que no tenía acceso a los periódicos ni a los periodistas.


¿Compartes la manera de ver el mundo de Jesusa Palancares? Por ejemplo, no piensa muy bien de los revolucionarios.

Desde luego, si una gente como Jesusa no piensa muy bien de los revolucionarios, pues tiene toda la razón y su testimonio es absolutamente verídico. La Jesusa sí conoció a Emiliano Zapata y yo no lo conocí. Sí conoció a Pancho Villa y yo no; por lo tanto, eso es lo que cuenta.


¿Piensas que si volviera a nacer Emiliano Zapata lo haríamos chilaquil?


No, si no es Jesucristo. No sé qué haríamos con Emiliano Zapata.


¿Crees en la reencarnación, Elenita?


¿En la reencarnación de Emiliano Zapata? Mi abuelo creía que uno se continuaba en sus hijos, en sus nietos. La Jesusa cree en la reencarnación y es una manera de ayudarla en esta vida tan dura por la cual atraviesa, una vida de sobrevivencia, una vida de haber cómo llego de hoy en la mañana a hoy por la noche. Por ello, pensar que antes fue feliz le proporciona felicidad. Así decía: —Ahora me va mal a mí, porque antes fui un hombre malo— o —ahora me va mal porque yo antes fui reina—. Uno quisiera abrazarla y decirle tomándola en brazos: —No, ahora es cuando vas a ser reina−. Eso es muy doloroso.


¿Quién te enseñó a escuchar? Porque tienes muy buen oído.

Mi interés en la vida de los demás. La soledad te enseña a escuchar mucho a los demás, porque siempre quieres aprender de los demás, es decir, volverte un poco esponja.


¿Qué es la soledad para ti?

Ay, no sé, tú quieres que diga cosas muy importantes. Para ti ¿qué es, a ver?


Para mí es un placer.

Yo me voy a crucificar solita aquí, Margarita. Me haces preguntas dificilísimas. ¿Qué es la soledad? Pues  no sé. Todos estamos más solos que la chifosca mosca. Yo no sé, la soledad la conocemos todos, la vivimos todos. Y también para volver a Rosario que decía “Solas solteras, solas casadas”. Hay mucha soledad en las mujeres, porque cuando tienen a los hijos, pues hay que ocuparse de ellos; pero cuando los hijos crecen y se van, entonces hay mucha soledad. La soledad es el signo de los seres humanos. ¿Cómo se rompe? Pues escribiendo, como lo ha hecho Rafael Gaona. Tratando de hacer algo. La soledad es parte de nosotros y es lo que vivimos cotidianamente. Si nosotros nada más contáramos las horas que empleamos dentro de un automóvil para venir aquí a la Ciudad Universitaria, ésa ya es una cuota enorme de soledad. O bien la soledad que empleamos durante el día… la mayor parte del tiempo estamos solos. No estamos solos para comer; yo estoy sola para dormir. Estamos solos para una serie de cosas. Vivimos solos.


¿Vivimos solos?

Claro que sí, bueno, vivimos con nuestros hijos, pero ellos tienen su vida, no vamos a estar siempre encima de ellos para “joderlos”, como tú dices.


Con tus abuelas tuviste una relación muy bonita. ¿Quieres hablar de eso?

Mi abuela en Francia fue una abuelita norteamericana, era la mamá de mi papá. Era una señora clásica, de pelo blanco. Nos cuidaba mucho, a mi hermano y a mí. Tuvo una enorme renuencia a que mi mamá nos trajera a México, porque, claro, nosotros vivimos siempre con ella. Ella se llamaba Elizabeth. Recuerdo que todas las noches nos enseñaba una revista que se llamaba The National Geographic Magazine, donde salían cosas del mundo entero: hipopótamos y muchos animales y países. Recuerdo que nos enseñaba unos hombres que tenían un hueso atravesado y unas mujeres con pechos casi hasta la tierra y nos decía: —You see, children, this is Mexico.

Ella no quería que nosotros viniéramos a México. Por eso yo tenía una idea aterradora de lo que podía ser este país. Ella se opuso muchísimo a que mi madre nos trajera. Era una abuelita muy clásica, muy callada, cultivaba rosas, era muy tierna con nosotros, nos daba la bendición todas las noches. Yo no tuve mayor relación con ella porque la traté nada más hasta los 8 años. Sin embargo la recuerdo con una gran ternura. Recuerdo que andaba con un bastón.

Al llegar a México, me encontré con una abuelita tan distinta a la de Francia, que hasta me asusté; esa abuelita era Lulú Amor. Me encontré a una abuelita rabona, de falda rabona, muy linda, con un sombrerito “conotier” como el de Maurice Chevalier. Era muy consentidora, muy alegre, con la que sí tuve una de las relaciones más profundas que he tenido en mi vida. Era una mujer que tenía muchos perros; tenía 21 perros que recogía en las calles. Esos perros tenían nombres de personajes de ópera: Rigoletto, Violeta. Todas las mañanas les gritaba para que bajaran a desayunar. Cuando ella murió yo conservé sus perros que eran todos a cual más horribles, porque tenían sarna, eran tuertos, eran puros perros callejeros, eran cojos, chimuelos y además eran muy malas personas, eran perros malos entre sí, se mordían. Era muy terrible la relación con los perros, pero yo también aprendí a querer a los animales. En mi casa siempre hemos tenido un perro o un gato. A esa abuelita mexicana la quise mucho, amaba mucho a Goethe, a Wagner, estaba muy ligada a la cultura alemana. Había ido muchas veces a Alemania.


¿Qué significa para ti la crítica?

Ya te la contesté hace un rato, cuando te dije que para mí era una bendición, porque yo me siento al margen de la crítica; si me toman en cuenta como escritora, para mí es una enorme alegría. Yo no creo que tenga derecho a estar en tal o cual antología. Quizá ahora quiera ser escritora.


Pero ya lo eres, Elenita.

Sí, no soy una chancla espeluznante.


¿Cómo construyes tus personajes?

Para que veas que esas preguntas se las deberías de hacer a Fuentes. Te puedo decir que en la colonia Rubén Jaramillo hay un personaje que nunca conocí y sin embargo sí es un personaje: es el Güero Florencio Medrano. Aunque conseguí unas fotografías de él con la ayuda de Bambi, para entonces ya estaba impreso Fuerte es el silencio. Yo solamente fui dos veces a la colonia y una de ellas me encerraron porque según ellos era una gringa que no tenía nada que hacer en la colonia. En otra ocasión algunas mujeres, una de ellas era su hermana, me contaron cosas del Güero Medrano. Cuando vi sus fotografías me simpatizó mucho el personaje que yo había construido. Algunas personas me dicen que el Güero Medrano no se parecía en nada la personaje que yo narro. Yo sí creo que es un personaje construido de la vida real convertido en literatura. No en ficción, pero sí en literatura. El personaje de la secretaria también es inventado; le puse Elena, porque a mí me hubiera gustado mucho estar enamorada de un guerrillero y de un señor como él, que era totalitario y mandón y también de un maestro que creía que la razón estaba en la educación.


¿Qué piensas de Elena Poniatowska?

[Guarda silencio, y después contesta.] Una definición o una idea de mí creo que no la tengo. Pienso siempre en función de las obligaciones que tengo como madre y como periodista. En lo que tengo que hacer mañana. En un cúmulo de actividades; pero ¿quién soy? Es horrible autodefinirse. ¿Oye, qué piensas tú, Margarita?


Pienso que eras una persona maravillosa. ¿Qué opinión tienes de México?

Estamos viviendo un momento muy doloroso, un momento en que todos tenemos que ponernos a trabajar muy en serio y muy fuerte. Ayer me decía María:”Fíjese usted que los de la limpieza ya no van a recoger la basura porque no les quieren dar a los camiones de la basura para la gasolina”. Nos vamos a tener que enfrentar a una serie de problemas muy concretos que vamos a tener que resolver nosotros. Es algo donde nosotros tendremos que dar todo muestro trabajo. Yo no quisiera sonar como demagoga; pienso que México es un país al que amo entrañablemente, un país al que yo escogí para amar y quiero que salga adelante y eso depende de todos nosotros. Nosotros no vamos a dejar que los Estados Unidos nos anexen o nos asuman. Tampoco deseamos que nos vaya tan mal como a Guatemala.


¿Por qué dices que el sentimiento de culpabilidad es una característica femenina?

Eso nos enseñan siempre desde niñas. Nosotros tenemos la culpa si no tenemos hijos y la culpa de ser madre si tenemos hijos y no estamos todo el día con ellos, o todo el día dedicadas a ellos; o tenemos la culpa de ser malas esposas. Una mala esposa es la que guisa mal, la que plancha mal las camisas, la que atiende mal al marido. Aunque también se puede decir que el hombre es un mal marido, un mal padre, un mal hijo, un mal hermano. Sin embargo creo que se maneja mucho más la culpabilidad tratándose de mujeres. Se dice mucho más frecuentemente de una mujer que es una mala mujer, refiriéndose a una prostituta. Pero nunca se dice de un hombre “es un mal hombre”. Hay muchas más exigencias en torno a la mujer que en torno al hombre. ¿O no crees? Mucho tiene que ver en esto la formación católica que hemos tenido desde siempre. Nos educan dentro de la culpabilidad: “Es mi culpa, mi culpa, mi gravísima culpa”. Y durante años lo aprendimos, lo creemos, lo rezamos y ¿cuál es la culpa? ¡Quién sabe! Y así vemos a niñas chiquitas decir eso ahora ¿o acaso ya cambió el catecismo?


¿Cómo va tu libro acerca de Tina Modotti?

Estoy en la investigación de Tina Modotti. Tuvo una vida muy interesante. Estuvo casada con Carlos Vidal, el que hizo toda la defensa de Madrid. Yo estoy tratando sobre esto, pero para ello, tengo que estudiar bien la Guerra de España, estudiar bien los años de Ortiz Rubio; estudiar bien todo el muralismo, porque también Diego Rivera la pintó a ella. Ella aparece en Chapingo desnuda, con una plantita muy chica en la mano: aparece también en los murales de la Secretaría de Educación Pública repartiendo rifles, junto a Frida Kahlo; en fin, aparece en diversas pinturas. Ella era una mujer que tuvo mucho que ver con la vida del país.


¡Qué ganas de haber vivido esa época tan hermosa!

También la nuestra es muy hermosa, Margarita. Además no quierar vivir lo que ya pasó, porque te puedes convertir en una estatua de sal. También yo creo que fue un México muy apasionante, intelectualmente hablando.


¿Por qué consideras que nuestra época es hermosa?

Para hablarte de esto no quiero caer en un lugar común en que todos caen diciéndote por ejemplo del lanzamiento de cohetes, de la llegada del primer hombre a la luna. Es hermosa nuestra época porque actualmente podemos ver todo lo que ya se ha descubierto, todo lo que otras han vivido y porque yo sí pienso que ahora las mujeres tenemos mayor libertad en el sentido de la creación; hay una mayor posibilidad creativa para la mujer y creo que también para el hombre.


¿Pero para qué clase de mujeres? ¿Para las de las clases ricas?

Sí, para las de las clases ricas, pero las mujeres que están aquí en la Facultad, obviamente no son campesinas ni de la clase pobre. Tampoco caigamos en la demagogia de estar diciendo que para los hombres pobres hay mayor posibilidad, pero que no las hubo durante la Revolución, ni cuando la Revolución, ni cuando llegó Hernán Cortés.


Yo pienso que Jesusa Palancares, en tu caso, tiene mucho de ti.

Jesusa sí. Ojalá y yo tuviera de Jesusa, porque es un ser humano formidable. Sin embargo creo que las dos tenemos algo una de la otra. Aunque a mucha gente Jesusa le parece odiosa; dicen que es una machorra espeluznante.


Bah, yo creo que es una mujer sufrida, nada abnegada. ¿Qué recomiendas para hacer una buena entrevista?

Margarita, me asustaste cuando me empezaste a entrevistar porque me preguntabas ¿qué es el Universo?


No, no, no, no me inventes. ¿Qué es el Universo? se lo preguntaría a Guillermo Haro, que es tu marido, pero a ti no.

Sí me preguntaste, ¿qué es el agua, qué es la luz? Si me prestas tus apuntes lo podemos comprobar. Eran preguntas, en primer lugar, hechas en imperativo categórico. Fue un poco el estilo de Gustavo Alatriste en su película QRR. El que resulte responsable, donde ponía el micrófono muy cerca de las personas, algo insólito. Eso no debe hacerse, porque la gente se chivea. Esa manera de hacer preguntas en imperativo categórico y tan definitivas que ¿Ay jijos, yo me sentí como en la escuela! ¡Ah jijo, no me aprendí la lección! ¿Por qué no me avisaste? y de esa manera hubiera buscado en el directorio telefónico.


No, es una excusa, tú sabes mucho de literatura y puedes contestar.

Volvamos a la pregunta. Uno puede ser agresivo en ocasiones, pero pienso que lo mejor es darle confianza al entrevistado. Considero que es muy importante establecer un clima de entrega del entrevistador al entrevistado. Así responderá mucho mejor a las preguntas. Además de establecer ese clima de confianza y de relación cálida, es necesario saber un poco acerca del entrevistado.


Pero eso está en cualquier manual de periodismo.

Pues eso es lo único que puedo decir, no me regañes.


¿Quieres hablar de Domingo 7?

Fue muy difícil entrevistar al licenciado De la Madrid, porque es muy difícil entrar en ese aparato aterrador del PRI. Yo conté cómo lo había entrevistado. Conté que yo vivía a dos cuadras de su casa y que sin embargo me había catapultado primero a Guadalajara y después a Colima. Conté lo forzado que yo veía todo el aparato en torno a él, la cantidad de documentos que me habían enviado, las toneladas de propaganda sobre su persona. Conté también ese gran mitin donde después de que la gente ni lo había visto ni oído, aplastaba todos los libros, todos los vasos, todas las cosas que habían entregado, pisaban la misma efigie de la persona a quien habían aplaudido a rabiar. Esa especie de barbarie priista, eso fue lo que relaté. Yo relaté lo que veía. Ahora que, para hacerle las preguntas, sí preparé un cuestionario y no quise que fuera un cuestionario personal como ¿a usted le gusta el vino?, ¿cuál es su flor preferida?, porque pensé que eso daría mucho lugar a que después lo invadieran con regalos. Recuerdo que una vez Eugenio Méndez Docurro dijo que le gustaban mucho los búhos: búhos de oro, de plata, de cristal, de madera. En fin, esa cosa que tiene el mexicano de servilismo tan espantoso. Y si alguien dice que le gusta la orquídea, pues… yo evité este tipo de preguntas que son las del cuestionario Marcel Proust. No, yo le hice preguntas sobre problemas del momento que a mí me parecían interesantes como era la nacionalización de la banca.


¿Y te contestó muy en serio o se salió por la tangente?

No, no, no se salió por la tangente, pero sí contesta tan largo, tan largo que ya cuando te contestó, ya te aburriste.


¿Por qué te sales por la tangente cuando te preguntan acerca del movimiento feminista?

Pertenezco a FEM. Solamente a esa revista pertenezco, pero sí procuro firmar o estar del lado de las mujeres en cuanta lucha se pueda. Pero cuando me toca hablar en lo personal, siempre digo que es un tema que desconozco. Además las feministas: Elena Urrutia, Marta Lamas, Carmen Lugo y otras con las que yo trato me dicen: —Tú procura no hablar y callarte—. Eso vino a raíz de una cosa que a ellas no les gustó y que después yo comprendí que tenían razón. A raíz de la muerte de Alaíde Foppa, creo que yo me he radicalizado y que nunca me podré separar de grupos de lucha feminista. Pero recuerdo que una vez nos hicieron una entrevista común a varias colaboradoras de fem. Yo nunca hablé porque me dijeron: —Tú no sabes nada—. Y no sé, deveras. A la única que conozco es a Simone de Beauvoir. Al final un periodista me preguntó que qué opinaba yo de todo lo que se había dicho y yo de tonta dije: —Bueno, a mí lo que más me gusta es cuando mi marido llega el sábado y me pega—. Mis compañeras me dijeron que por decir una payasada echaba yo a perder todo. Además, mis cosas feministas se remontan a hace muchos años. Una señora muy linda que se llama doña Clementina Batalla de Bassols, la esposa de don Narciso Bassols, me escogió para ir a Ginebra y a Alemania a una especie de congreso de mujeres a donde fui con Eulalia Guzmán. Después me invitaron a una reunión que había en el Teatro Ferrocarrilero, porque los comunistas siempre escogen unos lugares muy lóbregos para hacer sus reuniones.


¿Y los de derecha qué lugares escogen?

Los de derecha escogen lugares como éste donde estamos en este momento. Pero déjame continuar: todas las mujeres se levantaban y decían unas cosas que a mí me daba mucha vergüenza. Se levantaban y decían: —Queremos salir de la oscuridad en que nos tiene el hombre, compañeras. Pero entonces se levantó una chaparrita, chaparrita como un ratoncito, con una voz muy dulce y dijo: “¡Ah compañeras! Yo creo que no hay nada mejor que estar enamorada”.

Naturalmente todo el mundo se enojó, pero a mí lo único que se me grabó de toda la reunión fue eso. Siempre se me quedaban las cosas que no se me deberían grabar, y todo lo que es sesudo y todo lo que es importante y todo lo que es una reivindicación social en lo que se refiere a feminismo se me borra. Por eso yo acató la orden de las que más saben. Aunque yo creo que Margarita, ahorita que está haciendo muecas, tampoco les contestó nada.


Porque yo no sé, no sé…

No, tú sí sabes que se está luchando, que se está promoviendo una ley del aborto, que hay un refugio para mujeres violadas, que hay otro para mujeres golpeadas, que se tiene que hacer algo contra la violación y otros puntos. Que hay grupos muy activos, aunque no soplo para eso.




* Entrevista realizada en el Centro de Enseñanza de Lenguas Extranjeras de la Universidad Nacional Autónoma de México el 6 de diciembre de 1982.

(Agradezco a María Romana Herrera su ayuda en la revisión el texto de la entrevista y a Jesús García Flores, a Estela Salero y Ángeles Mondragón, por su paciencia en la transcripción de la misma.)

 


 

 

 

Métase mi prieta entre el durmiente
y el silbatazo 

 

El tubo de la luz perfora la noche y la máquina se abre paso entre muros de árboles, paredes tupidas de una vegetación inextricable: “Soy yo el que avanzo o son los árboles los que caminan hacia mí” se pregunta el maquinista rodeado de la densidad nocturna y del olor azucarado del trópico. Los pájaros vuelan dentro de la luz, se dirigen al fanal y se estrellan. Un minuto antes de morir tienen los ojos rojos. Toda la noche, el maquinista ve morir los pájaros. El fanal también enceguece las plantas, las vuelve blancas y sólo cuando ha pasado recobran su opulencia y más arriba se dibujan de nuevo las masas sombrías de los montes. A Pancho le gusta asomarse afuera de la locomotora y ver cómo hacia atrás todo regresa a la vida; los arbustos de vegetación cerrada resucitan, transfigurados, fantasmales, se persignan deslumbrados ante la luz. Después, la noche los traga, inmensa y hosca como ese ejército de árboles que se despliega sobre centenares de kilómetros a la redonda con quién sabe qué secreta estrategia de guerra. Entre tanto, los vuelos entrecruzados de mil insectos luminosos atraviesan la oscuridad del cielo; hasta se oye el estertor de algún animal cogido en una trampa y uno que otro grito de pájaro herido. Pancho piensa fascinado en los miles de pájaros que caen sobre los rieles; de ellos no han de quedar ni los huesitos, huesitos de pájaro, palillos, ramitas, lo más frágil. El reflector eléctrico pesa media tonelada e ilumina a dos kilómetros de distancia; dentro de esa luz blanca los insectos bailan hasta que amanece. (Camilo les dice “inseptos”). A medida que despeja, va acallándose el rumor de la noche: las chicharras, los gritos extrañamente humanos de los pájaros, los movimientos oscuros del suelo vegetal y pesado, las aguas secretas, sinuosas, que terminan por ahogarse en el pantano. Pancho entonces se recarga y cierra los ojos, suspira, se echa para atrás en el banquillo de hierro; pasa su mano fuerte sobre su cara como si quisiera zafársela; lo único que logra es quitarse la cachucha, alisa sus cabellos, ha llegado su hora de dormir; dentro de un instante bajará de la locomotora a tirarse a cualquier camastro, el primero que encuentre hasta que vuelva la noche. Después del sueño, montará de nuevo en su máquina, su amor despierto, el río de acero que corre por sus venas, su vapor, su aire, su razón de estar sobre la tierra, su único puente con la realidad.

Lo más bonito de Teresa además de su gordura era su prudencia, mejor dicho, su absoluta incapacidad para la intriga o la malevolencia. Él regresaba echando pestes contra el jefe del patio general; que por algo había un sindicato, que… y Teresa con sus ojos fijos de vaca buena respondía con voz tranquila:

—Pues a ver.

Nunca un juicio, nunca una palabra de más. Desplazaba lentamente su gran pasividad de la cocina a la recámara, a la azotehuela, y parecía abarcarlo todo. Nada le hacía mella, nada alteraba su humor parejo, y sin em-bargo cómo le gustaba a Pancho que Teresa se sentara encima de él a la hora del amor; él de espaldas a la cama y ella en cuclillas, montada en su pecho, sus piernas acinturándolo; tan enorme, que Pancho no alcanzaba a verle el rostro, asfixiado como estaba por su vientre, sus muslos fortísimos, pero qué dulce, qué reconfortante asfixia. Pancho se sentía entonces tan satisfecho como frente a los controles de su máquina; una espesa felicidad le resbalaba por dentro; bullía el metal líquido que sale del horno de la fundidora con el color puro y blanco de la luz del sol. Pancho pasaba de la plenitud nocturna sobre los rieles de la ruta del sureste, erecto frente a la ventanilla de la locomotora, a la plenitud de la siesta de las tres de la tarde cuando estiraba la mano para sentir el grueso, el cálido abrazo de Teresa, y atraerla hacia sí, abrazar esa mole tierna y blanda, y hundirse en ella una y otra vez como los pájaros azotándose contra el faro de luz, una y otra vez sus ojos rojos. Siempre hacía el amor, a eso del medio día, Teresa con una diadema de sudor en la frente. De la cocina venía el crepitar de la carne de puerco friéndose bajo la tapadera para que no fuera a resecarse y en Pancho se duplicaba la gula; cogía morosamente y pasaba de una mesa a otra apenas, con el pantalón de la pijama. Se sentaba frente al caldo de médula servido por Teresa a quien un tirante del fondo le resbalaba sobre el brazo, ella también comía viéndolo a la cara mientras volteaba, con el brazo estirado, las tortillas en el comal; sopeaban, tomaban su tiempo, sorbían acumulando en su lengua caliente y agitada nuevas sensaciones, como si continuaran el acto amoroso y lo perpetuaran. Muchas veces, al terminar de limpiarse la boca con la mano, Pancho jalaría de nuevo a Teresa hacia un lecho revuelto y grasiento. Permanecían después el uno en los brazos del otro, la nuca sudada de Teresa sobre el hombro de Pancho, el miembro mojado de Pancho caído encima de la pierna de Teresa quien sentía cómo aún escurría el semen. Así se hundían en el sueño. Pero a veces Teresa se agarraba del cuello de Pancho como si fuera a ahogarse, a punto de caer a lo más hondo del océano, de su océano, su propia agua; Pancho entonces la deseaba con furia por la dependencia en su abrazo y por esa expresión extraviada en sus ojos redondos. A las seis cuarenta en punto se despedía de ella desde la puerta, en el tardío momento en que Teresa se ponía a lavar los trastes, a lavar su cocina. Cuando Pancho regresaba de su corrida a las seis de la mañana dos días más tarde, la encontraba dormida, se colocaba entre las sábanas junto a ella y ella lo recibía con un murmullo de aquiescencia. En el curso de la mañana Teresa abandonaba el lecho, trajinaba, se ponía a escombrar como decía ella, a planchar ropa. Ya cerca de las dos de la tarde volvía a acostarse junto a él, así vestida, para hallarse al alcance de su deseo a la hora en que él despertara.

—No Pancho, si ésta no se lubrica.

—¿No le voy a lubricar las chumaceras?

—No, en la máquina diesel todo este trabajo es automático.

—Y los pernos de conexión ¿tampoco los voy a lubricar?

—No, haz de cuenta que todo está hecho.

—Pero ¿quién mantiene la máquina?

—Sola, se mantiene sola; un lubricador hidrostático a base de vapor, de presión, de agua y de aceite, lubrica los cilindros. Esta diesel se hizo pensando en cómo facilitarles el trabajo a los operadores. Lo único que debes hacer es conducir.

Pancho mira la máquina con desazón, no la reconoce, no sabe por dónde agarrarla. Por primera vez se siente fuera de lugar dentro de una locomotora. Todo está escondido; los controles se integran dentro de una superficie de acero que repele de tan brillante. También el patio de arriba brilla; los ventanales hacen que la estación parezca vidriería: “Nada es como antes —piensa—, nada”. En otros tiempos la mole negruzca de la locomotora despuntaba a lo lejos seguida por su penacho de humo y, en menos de que cantara un gallo, allí estaba estacionada, tapando con su negrura la claridad de la mañana. Entraba resoplando fatigas, echando los bofes y en forma desafiante se asentaba sobre los rieles con un rechinido de muelles. Todavía resonaban sus bufidos triunfales. De ella descendían los ferrocarrileros y se despedían o se saludaban a gritos con el regocijo de haber llegado a casa; al bajar, palmeaban su máquina, le daban en el lomo como a un buen animal viejo, la acariciaban con la mano abierta, unas caricias anchas, a querer abarcarla toda. Pancho se quedaba con la Prieta en el patio de carga, enfriándola, y le gustaba escuchar los martillazos que provenían del taller de carros y de ejes y de ruedas, uno, dos, uno, dos, sobre los yunques y que en sus oídos resonara el ronroneo de los tornos como antes habían resonado los silbidos de la locomotora. Cuando los peones enderezaban la vía reumática con barretas para nivelarla, se quejaban y gritaban en medio de su esfuerzo por levantarla: “¡Eeeeeeeeeh! ¡Oooooooooo! ¡Eeeeeeeeey!” Como que resentían en su propio cuerpo los achaques de los rieles y se solidarizaban. Y todo esto en medio de la respiración uniforme de las calderas y del continuo tracatraca de las pistolas de aire. Pancho le advertía al mecánico mientras se alejaba contento, dueño del terreno: “¡Allí te la encargo, al rato vengo a darle su vueltecita!” Los trenistas pasaban entre los botes de chapopote, los montones de estopa, saltaban el balasto con la alegría retozona del que reconoce su casa; sorteaban los envases vacíos, las cajas desvencijadas, los fierros torcidos, el cochambre. Cierto que no todo era limpio, el balasto yacía cubierto de porquerías, de cosas vivientes ahora carbonizadas, de trozos sueltos de carroña, de herramientas relegadas, toda esta basura que dentro de diez mil años se distinguiría de los desechos orgánicos e inorgánicos que el tiempo o quizá el mar pulveriza hasta convertir en arena. Una linterna escarbaba la tierra de cabeza; un armón abandonado mostraba sus tripas, la basura ya iba para la montaña, pero la actual nitidez de los carriles sacaba de quicio a Pancho.

—Entonces ¿ésta no se lubrica?

—No Pancho, ya te dije que no.

—Bueno ¿y la Prieta?

—La mandamos a Apizaco. Allá la correrán en algunos tramos cortos.

—Pero ¿por qué carajos no me avisaron que se la iban a llevar.

—A nadie se le avisó Pancho, llegaron las diesel de 3000 caballos y quisimos ponerlas en servicio de inmediato.

—Ayer me tocaba descanso, por eso se aprovecharon.

Igual que la Teresa. A traición, a mansalva. Un día no amaneció. Después le dijo un peón de vía que la había visto subir a un carro izada por una mano de hombre, que el hombre no lo había podido semblantear pero bien que se fijó cómo la Teresa daba el paso rápido sin mirar para ningún lado. En la casa faltaba el viejo veliz panza de buey que siempre acompañó al maquinista. Durante muchos días Pancho siguió estirando la mano para tomar el grueso brazo de la Teresa y atraerla hacia sí, hasta que optó por ir a la estación y aventarse dentro de la cámara sombría de su otra mujer, guarecerse en su vientre que aun en tierra parecía estar meciéndose, y dormir hecho un ovillo en contra de la lámina diciéndole lo que nunca le había dicho a Teresa: “Prieta, prietita linda, mi amor adorado, mamacita chula, prieta, rielerita, eres mi querer, prieta coqueta” hasta que sus labios quedaran en forma de a, la a de la Prieta, ese nombre pronunciado como encantamiento en contra del dolor y el abandono. Y ahora le salían con eso: con que tampoco estaba la Prieta:

—¿Cuándo se la llevaron?

—Anoche Pancho había estado en una junta de sección, en el momento mismo en que la Prieta, lenta, solapadamente, se deslizaba sobre los rieles, conducida por otro maquinista.

—¿Quién la sacó? El superintendente se impacienta.

—Ve a preguntar al secretariado.

—Yo con los cagatintas no me meto. Ésos ni ferrocarrileros son.

—Hombre, no se trata de eso, las cosas están cambiando para bien, es el nuevo reglamento, tiene que aumentar la fuerza tractiva de Ferrocarriles, nos va a beneficiar a todos. Además date de santos que tu locomotora no se va a vender como chatarra a Estados Unidos. Se van a vender casi tres mil carros que están en pésimas condiciones.

—Chingue a su madre.

Pancho da la media vuelta antes de que el superintendente pueda responder. Se larga, al cabo siempre ha sido tragalenguas, y piensa: “Si me alcanza, aquí nos damos en la madre”. Casi lo desea, pero el otro no viene, nadie lo sigue. Camina entre el ardor de los rieles que le relampaguean en los ojos, acerándoselos, rebanándolos; pisa el balasto para que no se le enchapopoten los zapatos y al hacerlo recuerda con qué gusto barría la tierra la Teresa, y eso que lo hacía con una escoba tronada; intenta retener la imagen, que barre frente a él, pero el calor parece fundirlo todo; ménsulas de señales, rieles, durmientes, muelles, remaches, en una gelatina gris y espesa, el acero se desintegra, ahora son puros terrones, sí, es tierra común y corriente, “si viene un tren ni madres, no me muevo”. En una barda recién pintada con chapopote relumbra el letrero: “Viva Demetrio Vallejo”. Camina sin parar, el sol en la nuca taladrándole los hombros. Hace rato que salió de Balbuena y pasó bajo el puente de Nonoalco; hace rato que entró a los llanos, ya ni guardacruceros hay, ni un solo hombre sentado en algún muelle, ni uno que patee encorvado la grava con los pies, ni uno que juegue con la arena, con las piedritas que luego se les caen a las góndolas, sólo por allí un zapato desfondado, vencido como él y más allá un cabús pudriéndose al sol. Ya ni torres de vigilancia, ni grúas. Le parece escuchar un llorido de zapatas, “híjole ya estoy oyendo voces”, ni un solo convoy con sus carros cargados de azufre del Istmo de Tehuantepec, ni un solo de sal, hay que seguirle, poner un pie frente al otro durante quién sabe cuántas horas hasta el atardecer, la garganta seca, al cabo ya está acostumbrado, aguanta eso y más, aguanta un chingo. “Tengo que llegar a alguna estación para no quedarme aquí en despoblado” pero como ninguna casa reverbera en la distancia, Pancho se sale de los rieles y se tira a un lado de la vía y allí duerme como bendito, como piedra en pozo, como  hombre muerto.

—Sabes, los precios están por las nubes.

Cuando Teresa hablaba era para quejarse de la carestía. Si no, mientras iba de un quehacer a otro, guardaba silencio. Sólo cuando hacía el amor articulaba palabras que empezaban con m, “mucho”, “más”, “mmm”, lenta, suavemente, en un ronco gorjeo de paloma, sí, eso era , un zurco de paloma, que a Pancho siempre le resultó gratificante. Sólo por ese gemido, de pronto, a media comida, a media mañana, a media corrida, Pancho sentía un lacerante, un infinito afán de posesión. Él era quien provocaba ese quejido en la mujer, y encima de ella, abrazado a su vientre, esperaba el momento en que comenzaría a producirse, así como acechaba el instante en que la Prieta empezaba a pespuntear las llanuras con el traqueteo de sus ruedas sobre las junturas de los rieles. Entonces cuando corría suavecito, en medio del silencio, sentía el  mismo deseo que montado en la Teresa; era dueño del tiempo, de toda esta oscuridad, esta negrura que su faro iba perforando; esas sombras que él atravesaba eran terreno ganado, tierras por él poseídas; su conquista, él las había extraído de la noche, gorjeaban como la Teresa, se le venían encima con sus moles blanquísimas y luminosas, blancas como la leche, muslos, senos de la noche, frutos almendrados, piel que lo envolvía suave, tiernamente. Al principio, Teresa era más comunicativa, hablaba de su hermana Berta, de cómo le pegaba, de cómo al no poder desampiojarla, una vez la había rapado: de vez en cuando le reclamaba a Pancho: “Oye tú, ¿por qué no hablas? Y Pancho musitaba: “Nosotros los rieleros, nos hacemos compañeros del silencio”. Por eso Teresa se hizo callada. Al no recibir sino monosílabos, dejó poco a poco de abrir la boca, Sólo lo más indispensable, sólo aquello que le salía a pesar de sí misma, sin control, ese gorjeo y ese continuo ritornelo acerca de los precios escalando al cielo.

—Pancho, levántate no seas buey.

—¡Pancho! Dos rostros le hacen sombra. Pancho se talla los ojos.

—Llevamos horas tras de ti, anda, ven. El Chufas y el Gringo lo jalan, el Chufas ya le ha metido las dos manos bajo las axilas y lo jala hacia arriba:

—Cómo vas a quedarte aquí, vámonos.

El Gringo se enoja:

—Yo estoy de guardia mañana, cabrón. Anda vente, ya no estés chingando.

—Oye tú, y ¿quién te mandó llamar? El que está chingando eres tú.

Ahora sí el que se enoja es Pancho y del coraje se levanta.

—¿A poco yo los ando buscando? ¡Ustedes son los que vienen a joderme aquí donde estoy tranquilo!

El Chufas no le ha quitado las manos de bajo las axilas como si temiera una imposible huida. Pancho se zafa de mala manera aunque todo su coraje se lo dirija al Gringo.

—¡Váyanse mucho al carajo!

—Órales Pancho, no te mandes.

—¿Quién les dijo que vinieran? A ver ¿quién? Yo no los mandé traer.

—El Chufas te empezó a buscar.

—Y al Chufas ¿qué? Al Chufas le vale madres.

—El Chufas te vio irte por toda la vía, apendejado y por más que te llamó nunca volteaste. Por eso se preocupó. Ya ni la amuelas. Estábamos en el patio de carga… Anda, vámonos de aquí. Sin sentirlo, Pancho ha comenzado a caminar al lado de sus cuates. Hace mucho que no anda con ellos. No los buscó siquiera cuando la Teresa se largó ni se asomó tampoco a la cantina. Al cabo tenía a la Prieta y allá se fue a dormir, acunado en sus entrañas temblorosas que lo estrechaban cálidas, en el refuego de su propia sangre que lo hacía reconocerla a medida que avanzaba la noche, prever sus reacciones, adivinar sus sonidos más recónditos, sus tintineos, señales y suspiros. Trenzaba sus piernas en torno a sus ardores así como la Teresa aprisionaba las suyas de suerte que al despertar sólo les quedaba volverse el uno contra el otro. Podía predecir hasta su mínima convulsión: “Ahora se va a estremecer porque llegarán los del taller y los martillazos en el yunque resuenan en toda la lámina; yo mismo los voy a sentir aquí adentro, dentro de ella. En un momento más entrarán los paileros y con ellos el superintendente, y ella se va a aflojar, complacida.”Antes, Pancho tenía la costumbre de irse con los cuates a la cantina y al grito de  “el el vino para los hombres y el agua para los güeyes” se acodaba en la barra a empujarse sus calantanes, después iba a la casa del foco rojo, a bailar con las viejas que huelen a maíz podrido. Pero cuando le cayó Teresa ya no hubo necesidad de nada, ni de chínguere, ni de viejas rogonas de lupanar. ¡Adiós al Canica, al Camilo, al Babalú, al Gringo, al Chufas, a Luciano! También el Luciano le había puesto nombre a su máquina: “La Coqueta” y la traía acicaladita con sus colguijes y sus espejuelos, su Virgen de Guadalupe y hasta una foto de él mismo asomándose por la ventanilla de la locomotora. Ahora, pensándolo bien, sentía que un buen calorcito le subía por dentro al venir junto a sus amigos, sus cuates pues, sus ñeros, sus carnales ¿no? que lo habían ido a buscar hasta allá, olvidándose que hacía mucho que él se les había rajado.

—Súbete al cabús. Vamos a echarnos un tanguarniz. De veras que estos cuates son buenas gentes, muy buenas gentes.

—Pancho, bien que te vendrían unas cheves. Pancho no dijo ni sí ni no.

—Ya han de haber cerrado, concluye el Gringo.

—Pues vámonos con Martita.

Martita es bien jaladora, cuando los ferrocarrileros andan por allí gritando en esa cachondez especial de la parranda y ya todos en la piquera les ordenan: “¡Ya locotes, lárguense, esto ya se acabó, lárguense a dormir!”, y no hay ni dónde echarse un buen café, una polla, o de perdida la del estribo, ella tiene siempre abierta la puerta de su casa y no le molesta levantarse de su hamaca y atenderlos con una sonrisa hermosotota, amplia, en sus ojos un lento oleaje de luz como madre para sus hijos sin predilecciones ni discriminación. Por más jodidos que estén, idos de plano, abrazados los unos a los otros cuando antes se abrazaron a los postes de luz, como mástiles, sintiendo que el barco se iba a pique, con sólo verla se les levanta el ánimo. Saca luego, luego el mezcal o prepara el café bien caliente, con piquete y leche condensada que sale de la lata de a chorrito: el “chorreado”, y si tienen para pagarle, a todo dar, y si no, ahí más tarde le pasarán los fierros. De Juchitán ha traído la hamaca, nunca se acostumbró a dormir en cama. “Es la mecidita la que extraño”, “es esa mecidita la que la tiene de buen humor” corean los rieleros. Siempre se sienten a toda madre en casa de Martita; el estómago revuelto se les asienta y aunque estén cayéndose de borrachos, ella les quita lo del cuerpo cortado mediante sus hojas con piquete, sus chorreados, tan buenos para calentar la panza. Y nada de joderlos con regaños ni vaticinios negros, nada, hermoso-tota la Martita, hermosototes sus ojos con ese lento oleaje de luz, uno qué más quiere en esta canija vida que sentirse bienvenido, amparado por los ojos de una mujer que lo recibe a uno de buen modo, uno qué más puede pedir, a ver ¿qué más? ¿También a ella dejó de frecuentarla Pancho cuando llegó la Teresa.

—Mañana quiere verte el superintendente— le dice el Gringo al segundo “chorreado”.

—Ya le menté la madre.

—Dice que quiere verte.

Para el superintendente Alejandro Díaz, Pancho es un personaje. Hasta le gusta verlo pasar con su cabello gris y sus hombros que empiezan a encorvarse rumbo al local de la sección y advertir gravemente: “Mañana a las doce empieza la huelga, el paro de dos horas porque ya se venció el plazo que le dimos a la gerencia…” Y eso que Alejandro Díaz es empleado de confianza. Ante Pancho, preferiría no serlo para oírlo pelear en la asamblea, a ver su mirada retadora, fuerte, su mirada de hombre libre, cuando son tantas las miradas rastreras que lo persiguen durante el día. ¡Y eso que sólo es superintendente! ¡Cuántas miradas viles no verá el presidente de la república! dicen, pero nadie lo sabe a ciencia cierta, que Pancho habló una vez en la sección 19 de Monterrey frente a una asamblea de mil ferrocarrileros que creían en el Charro Díaz de León: los tres primeros oradores apoyaron al Charro, y cuando subió Pancho Valverde, supusieron que se trataba de un líder corrupto, al servicio de la empresa, del gobierno y sobre todo de sí mismo, de sus propios y mezquinos intereses. Toda aquella gente sabía que Pancho Valverde era derecho, y sin embargo la asamblea quedó dividida. Ése fue uno de los grandes golpes en la vida sindical de Pancho pero nunca lo había comentado. A veces en la cantina rememoraba la asamblea y murmuraba: “No se vale, no se vale”. Por ello los viejos respetan a Pancho y los jóvenes quieren ser vistos por él; hacer méritos frente a él. Igual le sucede al superintendente. Alejandro Díaz sabe que él no cuenta para Pancho, que el maquinista daría la vida por Timoteo, por Venancio, por Chon, por Baldomero, por el Gringo, por Camilo, por el Babalú, pero no por él. Por ellos sí. Alejandro Díaz ha visto cómo reclama indemnizaciones, lucha por los jubilados, se queda hasta avanzada la noche a revisar contratos de trabajo, a memorizar cláusulas casi todas a favor de la empresa para rebatirlas en la junta. Sus “cállense cabrones” en la asamblea resultan más eficaces que cualquier alegato, el golpe de su puño en la mesa de debates quemada de cigarros es definitivo, y en el presidium lo primero que se ve es su rostro por la intensidad de su expresión. Y no es siquiera que aspire al poder, es que Pancho es amigo del garrotero Timoteo, quien ahora lo mira, su muñón sobre la mesa porque el antebrazo lo dejó prensado entre dos carros en una de tantas maniobras, y también es cuate de Venancio, jubilado que se muere de hambre dentro del furgón que habita a pesar de que su  mujer ha colgado geranios en las ventanillas, y quiere a Lencho el fogonero que ya no palea carbón sino rencores y le cae bien Concepción, Chonito que se la vive en el Templo del Mediodía, abajo del Puente de Nonoalco, en la calle de la Luna, esperando a que Roque Rojas, ¡olvídense de Jesucristo!, se posesione de su envoltura humana y lo libere de la artritis, la vejez, el aliento a agua enlamada, que le advierte que se le están pudriendo las entrañas. Pancho Valverde nunca se ha dejado bocabajear: “Hablo porque quiero y porque puedo y porque aquí me he chingado muchos años”. Salpica sus alegatos de dichos: “Entre menos burros más olotes”, “Camarón que se duerme se lo lleva la corriente”, “El que es buey hasta la coyunda lambe” y para Alejandro Díaz resulta curioso asociar los dichos de Pancho a expresiones como “producto nacional bru-to” (los brutos somos nosotros), “Días festivos” (el que nace tepalcate ni a comal tiznado llega), “contractuales” (ya no hay ferrocarrileros de reloj y kepí), y otros terminajos que Pancho se ha aprendido de memoria en sus muchas veladas de machetero. “Órale, órale, no te me engolondrines.” Pancho fue el de la iniciativa en contra de los empleados de confianza, que pa’ qué tantos, que de qué servía ese bute de contadores muy prendiditos, de secretarias que caminaban como pollos espinados, que de los quinientos empleados de confianza del Ferrocarril del Pacífico no se hacían cincuenta, y pidió el cese de por lo menos veintitrés que a él le constaba personalmente, que no hacían nada, dio pelos y señales y entre ellos se encontraban dos hijos de Benjamín Méndez, el gerente. Que los ocho mil trabajadores del riel, esos sí mal comidos y mal pagados, estaban hartos de la burocracia, de tanto papeleo desabrido, y claro, la empresa no cedió, hubo muchos destituidos, pero qué bonita lucha la de Pancho, bonita hasta para Alejandro Díaz que intervino a favor de Pancho para que no lo destituyeran y éste no lo supo jamás, bonita la lucha con una chingada, porque si Pancho impulsa las huelgas siempre se ha manifestado en contra de los sabotajes. Ama demasiado a los trenes para tolerar una máquina loca, una colisión; si una sola abolladura en su locomotora lo hace agacharse como si el golpe cayera en su cuerpo, un ataque a las vías del tren le duele en carne propia como aquella vez en que un canalla bloqueó el pedal de seguridad de la 6093 poniendo una planchuela de acero sobre el acelerador, tiró de la palanca y la máquina salió disparada, a más de ochenta kilómetros por hora en contra de la 8954, la Coqueta, la de Luciano que hacía movimientos de pato y por poco muere Luciano quien después de quitarle los frenos a una locomotora se aventó hacia afuera. Salvó su vida pero no la de su Coqueta que quedó transformada en una escalofriante montaña de hierros retorcidos. Meses más tarde, Luciano murió, de la tristeza. Con Luciano, Pancho había vivido huelgas y otras aventuras; Luciano una vez quedó prendido al árbol del garrote tratando de detener cinco carros locos y desbocados y sólo se tiró en el último instante, cuando vio que era inminente el siniestro; Pancho solía cantar sentado sobre un durmiente: “Por donde quiera que ando/ y a donde quiera que llego/ la polla que no me llevo/ la dejo cacaraqueando” y los dos reían porque de muy jóvenes ambos tuvieron la comisión de pintas y entre los “abajo la empresa” y “los ferrocarrileros con Vallejo”, escribían con chapopote negro sobre los costados de los furgones, picándose las costillas y tirando los botes, “Vóitelas mi riel”, “Tracatraca pero en serio”, “No le importe la oscuridad del túnel, después en la riel nos resbalamos”, “Dénme una buena máquina y le jalo todos los furgones”, “Chingue su madre Díaz de León”, “Entre los rieles y entre sus piernas, de pueblo en pueblo casi la hacemos”, “Métase mi Prieta entre el durmiente y el silbatazo”, “En un buen cabús se engancha lo que usted quiera” y otros dichos sabrosos que dibujaban con esmero, humedeciéndose los labios, porque acababan de descubrir a la mujer y el riel. ¡Ah qué Luciano, ah qué ese mi carnal, ese sí carnal de a deveras, hermano, her-manito del alma!

Para el superintendente Alejandro Díaz, mirar a Pancho resulta penoso; la expresión de su rostro es de desolación absoluta, parece perro sin amo. En el fondo de sí mismo, Alejandro Díaz quisiera decirle a Pancho que si tanto le importa su locomotora de vapor va a gestionar su traslado a una de las vías menores para que siga conduciéndola, pero Pancho Valverde es uno de los mejores maquinistas del sistema, y ahora cuando ya blanquean sus sienes y se ha arrugado su rostro, que en realidad siempre pareció un patio de arribo, la empresa le quita su máquina para darle una diesel, la misma que acaban de comprar en los Estados Unidos. En vez de enorgullecerse, Pancho Valverde desconfía. A la Prieta la cameló ¡ah que mi Prieta!, porque siempre fue quisquillosa y había que agarrarle el modo, la adornó, le puso su silbato de bronce, él mismo escogió el sonido grave: “Déme un silbato pero que suene bien bonito para mi Prieta, porque tengo una Prieta muy tres piedras”. El día en que le tocaba hacer el recorrido llegaba con la aceitera, el cojín para evitarle lo caliente al asiento cuando la máquina queda del lado del sol, el suéter grueso para en la noche, la valijita, el espejo de mano, la linterna. Los otros rieleros reían:

—Allí viene Pancho con su ajuar de novia para su primera noche.

En verdad, todos los recorridos son la primera noche, la de bodas. Pancho se instala en el asiento, agarra la palanca y al hacerlo la acaricia mientras le transmite una orden. Cuando la máquina suelta el vapor con un ruido de agua que sale a gran presión, Pancho también se relaja, y se tensa como cable al meter los frenos, al comprobar que en la pendiente las cejas responden y frenan también, todas ellas concentradas en retener los furgones. Es bonito oír el ruido del choque de las máquinas al engancharse ¡le es tan familiar como el cierre de una puerta ¡Ya fuera de la estación, Pancho abre todo el regulador y le habla a su montura, a su yegua de hierro, su animal de fuego ancho y poderoso; la halaga con la mano, la reconoce: “Ya, ya Prietita, tranquila Prieta, quietecita, quietecita, ¡calmada la muchacha!” Camilo y Sixto o Cupertino o Juan el ayudante de maquinista en turno están tan acostumbrados a la voz de Pancho que ya ni lo escuchan. Más bien los adormece y la pasan mondo lirondo porque a Pancho no le gusta compartir a la Prieta. La lleva sobre la vía casi como si la bailara, la mano en su cintura, las yemas de los dedos en sus costillas, ambos ondean, a la derecha, a la izquierda, pasito tun tun como el del que corre por los surcos, en las tierras ocres, las tierras cafés, las tierras profundamente negras que surgen de un lecho pantanoso y se acercan a la vía sin respetar los quince metros de cada lado: el derecho de vía. La tierra rueda bajando de la montaña para venir a acurrucarse aquí en la vía y penetrar entre los durmientes. Empuja las piedras del balasto, se mete en todas partes, burlándose, marrullera, del tren que corre por la ancha vía pita y pita y caminando. Antes del mediodía, el sol empieza a calentar, se azota en la lámina, arremete en contra de la chimenea, se estrella contra el vidrio irisándolo, calor contra calor, combustible contra combustible. Pancho se acomoda el cojín bajo las nalgas; hasta la aceitera hierve, hilos de sudor grasiento escurren de la gorra ferrocarrilera de Camilo el ayudante, quien duerme asándose en su propio jugo, la boca abierta como la chimenea del tren, un horno de vapor que también se pierde en el aire. A partir de las doce del día, los pueblos rumbo a Veracruz ya no son pueblos sino rincones del infierno. Al detenerse en las estaciones Pancho ve los atajos de burros, las mesas en el exterior y la longaniza ennegrecida por las moscas, la manteca bajo la mesa derritién-dose y la viejecita que se protege del calor tapando su cabeza y abanicándose con las puntas del rebozo como si eso pudiera servir de algo. Los que se acercan al tren lo miran en silencio; sólo gritan las vendedoras que en los últimos vagones ofrecen sus tortas de queso de puerco, sus muéganos, sus charamuscas, su agua fresca que ya el sol ha entibiado. Dentro de poco arrancarán de subida: “Anda Prieta, dale duro, no te me rajes que es el último jalón”. Cerca de la máquina, un pasajero de traje ajado le dice a otro acabadito de despertar:

—Esto ni se siente que camine.

—Es que no camina, va a vuelta de rueda. Pancho está por responderle al catrín ése; por un momento piensa en tocar el silbido de alarma sólo para darle un buen susto pero la disciplina se impone. Él sabe correr su máquina para que le rinda el vapor y el agua; es un buen maquinista y así lo han clasificado por dos razones: una, su buen manejo, otra porque sabe dosificar el combustible y sacarle el mayor provecho. Lo que digan los pasajeros le tiene muy sin cuidado, ellos no están al tanto de que la Prieta tiene más de veinte años y que es una de las máquinas mejor cuidadas de Ferrocarriles. No en balde, en su día de descanso, don Panchito, como lo llaman los ferrocarrileros más jóvenes, la acompaña al taller para supervisar sus cuidados.

Los mecánicos la conocen y ponen especial esmero en examinar todas las partes de la Prieta. El mismo Pancho la pinta, la recorre de cabo a rabo, que no se maltrate, que no se enmohezca, que ningún gozne permanezca olvidado, que cada una de sus piezas esté aceitada. Cuando un muchachito entró de ayudante, de chícharo, exclamó al ver los montones de grasa negra: “¡Qué trabajo tan puerco!” Pancho le respondió: “¡Sácate de aquí, roto, hijo de la chingada!” y no lo bajó de maricón. Los demás rieleros le hicieron eco, entre risas, burlas y otras mentadas de madre; ellos mismos tienen grasa hasta el cogote, una grasa pesada, negra, visceral, porque con esa van cubriendo todo el interior de la máquina, frotándola, acomodándola en los menores intersticios, dispuestos a chirriar ríspidamente, redondeando los ángulos con una capa mullida, gruesa; forrando los intestinos de la locomotora con este nuevo líquido amniótico que la suaviza y la vuelve dócil. La grasa nunca se ha visto como cosa sucia en el taller, al contrario, es una bendición, y sin embargo ahora el superintedente Alejandro Díaz se pone a explicarle como si no hubiera sido nunca ferrocarrilero.

—Con la máquina diesel el trabajo es más limpio, más técnico, ya no te vas a ensuciar, además te vas ahorrar quién sabe cuántas jornadas de andar furgoniándole a la máquina, lubricándole hasta el alma.

Pancho lo mira sin comprenderlo. Para él lubricar manualmente las chumaceras, sacarlas de sus ejes, frotarlas una y otra vez para volver a acomodarlas es un gusto, una necesidad física.

—Vas a ver cómo al rato te hallas, Pancho; todo es cuestión de costumbre.

Pancho menea la cabeza. Habemos unas que no a todo nos acostumbramos.

—Vas a ver que te sientes bien. Mañana vamos a correr la máquina a Veracruz. Tú te la vas a llevar… Llevas cemento.

—¿A Veracruz? Con esta nueva locomotora anaranjada y tiesa, Pancho no habla. En las estaciones nada ha cambiado; son las mismas bancas piojosas y desvencijadas, los mismos puestos de cecina que se tuesta, las mismas mesas cojas, los mismos enjambres de moscas, los mismos burros de lomos cubiertos de cicatrices. Sin embargo, como que Pancho en su cabina de controles está más alto, menos a la mano. No alcanza a oír lo que dicen los pasajeros de trajes arrugados por una noche de viaje ni le llegan los gritos de los viandantes que izan sus canastas de ventanilla en ventanilla. En la noche tampoco subió el calor, no necesitó el cojín ni la aceitera y tampoco le chorrearon hilos de sudor negro al segundo maquinista quien durmió muy tranquilo, acostumbrado a las maneras de Pancho. Y sin embargo, Pancho, inquieto, lo despertó en varias ocasiones:  “Órale que yo a ésta no le sé el modo”. Con ésta habrá que botar el ajuar de novia, nada de eso es necesario, ni siquiera la valijita porque allí esquinado se abre un locker para colgar la chamarra, se puede regular el aire acondicionado así que ni suéter ni espejo porque toda la carlinga está cubierta de espejos retrovisores. Pancho guarda silencio desconfiado y sin embargo la diesel es tan poderosa, tan noble en las subidas, de tan buena alzada, que al día siguiente se pone contento ante la idea de acompañarla al taller para su revisión después del viaje: “Así me voy familiarizando con ella”, como un nuevo amor de tres mil caballos al que uno le va agarrando admiración, luego cariño y después eso que hace olvidar lo de antes, las Prietas, las Teresas. Quién sabe si así sea, pero puede…

A la mañana siguiente, antes de entrar al taller, el jefe de patio le dice:

—Ya la máquina está llamada.

—Muy bien, la voy a acompañar.

—No. Ahora viene un maquinista por ella.

—¿Cómo?

—Sí, tú aquí la dejas y otro operador se la lleva.

—Pero es que yo quiero ver qué le hacen para el próximo viaje.

—En la próxima corrida no te va a tocar esta 5409 sino otra.

—¿Cómo que otra? Sí, cualquiera de las ocho máquinas diesel que se compraron en Estados Unidos. Así es el nuevo reglamento. Tú aquí la dejas y en el taller se encargan de ella. Esta máquina saldrá con otro. Ahora así es, como en la industria automovilística; las máquinas se someten a un proceso en el que intervienen muchos. Se trata de agilizar el servicio.

Pancho se hunde la gorra ferrocarrilera sobre los ojos. ¡Hasta eso le están quitando! Mirar, sentir cómo la máquina se hace a uno, cómo se va aprendiendo de memoria el camino, cómo habla a su modo para pedir lo que le falta. ¡Hasta eso! Ver cómo las manos van dejando sus huellas en la palanca, en el regulador, oír cómo el ruido de la respiración va contagiando día a día las láminas hasta transmitirles el calor de uno. ¡Hasta eso, carajo!

—Son las técnicas modernas; así lo han planeado los ingenieros para ganar tiempo.

A la Teresa también le complacía que él fuera acariciándola poco a poco, suavizándola, tallándole, metiéndole la mano en los menores intersticios hasta sacarle su aceitito, sus juguitos blandos. Entonces la Teresa se abría, las gruesas piernas bien separadas, olvidada de todo, y ondulaba bajo su abrazo, sus grandes pechos erectos apuntando hacia él, su sexo encarrujado, líquido, fruta de mar, deshecho entre sus manos, batido en espuma, a punto de venirse. A él le gustaba esperar hasta el último momento para verla bien, escuchar todos sus ritmos cambiantes, mirar su boca de caldera abierta, ensalivada, sus párpados caídos, sus manos sueltas sobre la sábana, entregadas las palmas hacia arriba, los dedos tan abiertos como sus muslos aceitados que se levantaban hacia él buscando su mano. Así la lubricaba con su propio flujo, sus propios humores, hasta volverla dócil, hasta tener la mano empapada y el brazo también mojado bajo su cuello, mientras la cabeza se bamboleaba a la derecha, a la izquierda, y las espesas nalgas sudadas también iban y venían en un oleaje que llenaba la cama de agua. Sólo cuando el grueso vientre era sacudido por espasmos, sólo cuando empezaba el zureo de paloma, sólo entonces Pancho penetraba a la Teresa, vente chiquita, vente y no estaba dentro de ella cinco minutos cuando ya la mujer se había venido en una avalancha de ester-tores, de sollozos, arqueándose una y otra vez hasta quedar colmada. Pancho acechaba en ella el rostro de satisfacción que nunca le había visto sino en el momento del amor y por eso no dejaba de mirarla con los ojos fijos hasta que veía aflojarse todos los rasgos de su cara, su boca chupetear como recién nacido, succionar para después dejarse ir derramada en todas sus facciones. ¡Qué gloria entonces para él ver a esta gorda jadeante, los ojos en blanco, impúdicamente suelta, el monte abultado y ancho, ahora quieto, el estómago enorme, esta mujer que había gorjeado ciega, ciega, y que poco a poco volvía a la vida, ya sin fuerza, habiendo dado uno a uno todos sus frutos! A la hora, Teresa salía de la cama, y así, sin más, sin pasar siquiera al baño, se iba a la cocina a encender la lumbre. Comían para poder regresar luego a la cama llena de murmullos líquidos y él la montaba con prisa porque tenía que irse al trabajo y ella se ofrendaba otra vez maciza, entera, seca, buenota, qué buena mujer la Teresa, qué buena, se resarcía pronto, y él se lanzaba de nuevo, su mano tentoneaba, buscaba reconociéndola hasta aguardarla con sus caricias. ¿Aquí? ¿Más abajo? Dímelo chiquita, ¿aquí?

—Quiero mi traslado a Apizaco.

—No seas pendejo, ¿cómo te vas a salir? Pancho, no vas a perder tu antigüedad, así nomás porque sí.

El gringo se enoja. Le dicen el Gringo por los ojos claros pero es de la sierra de Puebla.

—Voy a hablar con el superintendente de Fuerza Motriz.

El Gringo es un hombre bien fogueado, empezó a trabajar en Ferrocarriles como peón de vía; luego lo ascendieron de limpiador a fogonero. Tan rápido fue su escalafón que los otros se enojaron: “¡Ahora nomás falta que las moscas sean conductores!”, pero el Gringo había sido pasacarbón y también garrotero. Hizo la carrera completa: garrotero de patio, mayordomo, jefe de patio, ayudante del jefe de patio general y allí se le acabó el terraplén porque el siguiente paso o sea el de jefe de patio general, el que manda en la Terminal, es de confianza y prefirió, como Luciano Cedillo Vázquez, quedarse de este lado de la cortina… de billetes. Se las sabía de todas, todas. Hacía escasos cuatro meses había pedido que les dieran la reglamentación de la fuerza diesel, porque las locomotoras mucho más potentes que las de vapor salían con cuarenta y hasta cincuenta carros y utilizaban el mismo personal y muchos rieleros quedaron entonces sin trabajo. El Gringo luchó porque también los auxiliares de locomotora tuvieran contrato pero perdió. Lo que nunca perdía, incluso en el bote, era la esperanza.

—Tú puedes sacarle 30 mil pesos a la empresa cuando te jubiles.

—No mames, ¿qué te pasa? ¿Cuántos jubilados conoces que no se estén muriendo de hambre?

El Gringo golpea su vaso contra la mesa.

—Puedes sacarle hasta 40 mil. Si no fuera el Gringo, Pancho lo largaría, pero se trata de un viejo preparado. El Chufas ya medio trole ríe quedito. El Gringo vuelve a golpear su vaso y le grita al de la cantina: “¿Qué pasa con las otras? ¡Te vamos a acusar de tortuguismo!” El cantinero malhumoriento al ver el vaso en el aire está por responder: “Si lo rompes lo pagas” pero se arrepiente.

—A mí me quitaron a mi negra consentida —se acerca Venancio— y no por eso le he hecho el feo a las nuevas.

—Sácate de aquí.

A Pancho le gusta el sabor de la primera cerveza cuando pasa un tantito agria, un tantito rasposa por su garganta. El Chufas con el dorso de la mano limpia sus bigotes de espuma. Sólo el Gringo se la empina de un jalón y pa’ luego es tarde, pide las otras que corren por su cuenta; de suerte que los cuates no han terminado cuando ya están frente a ellos las nuevas botellas.

—Por esas sierras, la vía es pura brecha.

—Por esas partes, los recorridos —insiste el Chufas— no se cuentan por horas sino por días.

—¿Y a mí qué?

—Esa ya no es máquina —vuelve a la carga Venancio— ésa es un huacal pollero.

—Lárgate —grita de nuevo Pancho.

Y esta vez Venancio se levanta, al cabo ya terminó su cheve.

—Lárgate tú con tu máquina.

Caritino se sienta en el lugar que dejó libre Venancio, pide su cerbatana, echa su silla para atrás y se tapa la cara con la gorra. Siempre hace eso. “Yo vengo a descansar”, aclara. Sólo se despereza a la hora de los trancazos porque eso sí le gusta entrarle. En el ambiente cálido de la cantina, Pancho echa a rodar sus recuerdos y más ahora que está a medios chiles. Cuenta de la Hermandad de Caldereros, de la Fraternidad de Trenistas, de la lucha de 1946 que resultó sangrienta, del mayordomo Reza que cayó herido de muerte por un tiro en el cuello, en la mismita estación de Ferrocarriles, de sus compañeros patieros; habla de las huelgas pasadas y siempre perdidas, del Comité de Vigilancia que alguna vez encabezó, y finalmente, ya en las últimas, de lo bonito que es asomarse a la ventanilla de la Prieta para sentir las bocanadas de aire. Y en voz baja, avisa:

—Mañana me largo a Apizaco.

El Gringo interviene:

—Ni que te fuéramos a dejar. Caritino se descubre el rostro, su gorra ferrocarrilera echada para atrás y toma un largo, un lento trago de cerveza.

—Yo que él también me largaba.

—Ustedes están en contra del progreso.

—Qué progreso ni qué ojo de hacha. Al día siguiente Pancho no vino a trabajar. Los rieleros pensaron que se había ido a Apizaco, que dentro de algunos días sabrían de él; el superintendente Alejandro Díaz le pidió personalmente al telegrafista que le avisaran en cuanto lo vieran, aunque en la sierra los telegrafistas tienen la maldita costumbre, sobre todo en las estaciones perdidas, de aislar los aparatos y dejar de transmitir las órdenes. De allí tantos rielazos. A los pocos días, Alejandro Díaz supo que tampoco la Prieta estaba en el andén de la estación ferroviaria de Apizaco. Como era una máquina vieja, no la reportó de inmediato, la empresa no haría mucho escándalo y se ganaban unos cuantos días para proteger a Pancho, localizarlos, mandarle decir que se dejara de pendejadas. “En esa cafetera no va a aguantar y si aguanta, que no crea que vamos a dejar de arrestarlo”. “¿Cuál arrestarlo? Ésa es una desgraciada carcacha que se le va a chorrear en la primera bajada. ¿No le has visto las cejas?”. En la cantina volaban las conjeturas: “¡Pobre Pancho. Así suele sucederles a los viejos rieleros, se les bota la chaveta”. “¡Si Pancho sigue agarrado de su palanca, se va a matar!” Ferrocarriles empezó a enviar despachos para que en la primera estación en la que se detuviera le avisaran a Pancho que estaba bajo arresto, que ponía en peligro la vida de otros que recorrían como él los tramos menores, pero ni un telegrafista reportó jamás el arribo de la Prieta. En Buenavista, sólo el Gringo pretendió organizar cuadrillas para recorrer la vía de Apizaco a Huauchinango; incluso se fue en cabús pero no vio máquina alguna; ninguna locomotora de esas señas había cargado combustible, ningún maquinista de pelo blanco había bajado a proveerse de bastimento. O lo estaban protegiendo o se lo había llevado la madre de todos los diablos. En Ferrocarriles dedujeron: “Se ha de haber desbarrancado en la primera corrida y ni sus luces”. Ha de estar en lo más hondo del resumidero. “¡Pero no puede perderse una máquina con un hombre así como así!” “¡Más se perdió en Roma y ni quién se acuerde!” Lo curioso es que en muchos tramos había murciélagos carbonizados en la vía y en el balasto como si de veras un tren hubiera pasado y ellos, los ojones, se hubieran estrellado contra su gran faro. Sin embargo, ninguna estación reportó máquina alguna; nada, ningún sonido en los rieles. Después de unos meses, los despachadores no recibieron entre sus órdenes la clave de la Prieta; sus señales, tamaño y abolladuras para poder reconocerla. Y los que la reconocieron, si es que llegaron a verla, se hicieron ojo de hormiga porque nadie mandó el parte a Buenavista.

De Apizaco a Huauchinango y también entre las poblaciones que se adentran en la sierra, por el rumbo de Teziutlán se esparce el rumor de una máquina loca que hace corridas fantasmas y en la noche se escucha cómo el maquinista abre la válvula de vapor y la montaña resuena entonces con un lamento largo, como el grito de un animal herido, un grito hondo y dolido que parte la sierra de Puebla en dos. Nadie la ha visto (aunque todos los hombres del mundo se han ido un poco con el tren que pasa), pero una vez, un despachador que se iniciaba en una estación perdida de la Huasteca, de esas donde no cae un alma viviente y en las que suelen mandar a entrenarse, en medio de los abismos oscuros, a los nuevos para que se despabilen, envió un telegrama que leyeron en Buenavista: “Métase mi Prieta, entre el durmiente y el silbatazo”. El Gringo que andaba en “la chancla” de la estación se enteró y fue el único en sonreír. Pero como ya no le gustaba platicar no dio explicación alguna. Tampoco la dio a Alejandro Díaz, empleado de confianza.

 


 

 

 

El Inventario



—Esta mesa es Chippendale.

—¡A ver, muchachos, al camión!

Vocea: “¡Una mesa con las patas flojas, una!”.

—Un cuadro de la escuela de Greuze.

—¡Una tela grande rayada, una!

—Una consola Louis Philippe.

—Oiga, yo creo que estos muebles son del tiempo de don Porfirio, porque mire nomás el polillero.

—Dos vitrinas de Wedgewood.

—¿Cómo dice usted?

—Wedgewood… Voy a deletreárselo.

—¡Salen dos vitrinas! ¡Mira ésta no cierra…!

¡Dos sillones con la tapicería percudida, dos!

—No está percudida, así es, estilo Regency.

—Es que nosotros tenemos la obligación de poner cómo están, si no luego nos reclaman. Y todas esas mesitas redondas, ¿también nos las llevamos?

—Sí, también son para la bodega.

—Y si no es indiscreción, ¿por qué mejor no las vende?

—Son de mis tías, son de mi familia, cosas de familia. ¿Cómo las voy a vender? Nosotros no vendemos, mandamos restaurar.

—Pues también se le van a apolillar. Mire este cajón, ¡ya está todo agujereado! Y está chistoso el cajoncito. Mire nomás cuánto tiempo gastaban los antiguos en estas ocurrencias… Todo de puros cachitos.

—Una mañana subió Ausencia. Se arrodilló junto a la cama, a la altura de mi cabeza sobre la almohada y desperté con el rostro de la cocinera esperándome, ese rostro gris, viejo, grueso.

—¡Ya me voy señorita!

—¿Qué te pasa Ausencia?

—Es que me voy antes de que se me haga tarde.

—No entiendo.

—¿No quiere usted revisar lo que me llevo? Allá abajo está la camioneta.

—Por Dios, Ausencia, ¿qué haces?

—Es que las cosas ya no son como antes… Me llevo el ajuarcito de bejuco. Ése me lo regaló su abuelita.

(En la calle estaba la camioneta muy pequeña con todos los pobres muebles apilados, patas para arriba. Allí amarraron al perro.)

En el principio fueron los muebles. Siempre hubo muebles.

—Oye ¿a quién le tocó el esquinero de marquetería poblana?

—A tía Pilar, pero en compensación le daremos a Inés las dos sillas de pera y manzana.

Era bueno hablar de los muebles; parecían confesionarios en donde nos vaciábamos de piedritas el alma. Hablar de ellos era ya poseerlos. En el fondo de cada uno de nosotros había una taza rencorosa, un plato codiciado de Meissen, un pastorcito de Niderwiller “que yo quería y estaba en otro lote”. A pesar de que todos éramos here-deros, y herederos de a poquito, a pesar de que nos espiábamos con envidia, el aire estaba lleno de residuos que nos unían y había la posibilidad de que el día menos pensado nos dijéramos: “Oye, el arbolito chino ¿no me lo cambiarías por aquella bicoca de Chelsea que tanto me gusta?... Vale más el arbolito, sales ganando…”

—Una luna sin espejo.

—¿Cómo que sin espejo?

—Es que está empañado.

—Así son esas lunas venecianas. No son para verse. Son de adorno. Son para borrar los recuerdos.

—Como usted mande. ¡Sale una luna rajada, marcodorado, una!

(Me están despojando de algo. Toda mi vida he estado prendida en estos muebles. ¡Cómo me miran! Invadieron mi alma como antes invadieron la de mi abuela y la de mis tías, la de mis siete tías infinitamente distraídas y desplazadas, siempre extranjeras, siempre en las lunas del espejo; y la de mis nueve primas a la deriva… Se están llevando la primera capa de mi piel, caen las escamas.)

—Por favor, pongan más cuidado…

—Es que el mal ya está en los muebles, señorita, ya no sanan. No es cosa nuestra. Mire, no podemos ni tocarlos. Parecen momias y se nos desbaratan en las manos. ¿Cómo le hacemos, pues?

Ausencia con su suéter y su chal cruzado sobre los hombros, su chal para taparla del frío de todos estos años no vividos, el frío de toda esa vida con nosotros, la nariz amora-tada en la mañana fría, las mejillas azules por ese vello negro, monjil como el plumón de los pollitos, Ausencia con su boca muy cerca:

—Me voy para San Martín Texmelucan. Me llevo a la Dickie, a la Blanquita, al Rigoletto, al Chocolate y, a mi ajuarcito de bejuco….

Allí está Ausencia implacable, tan implacable como los muebles.

—Qué quiere usted, así es la vida, las cosas se van deteriorando; también con los años se va agrietando el carácter. Véalo todo bien para que luego no diga… A esa silla le cla-varon el brazo; mire qué clavote tan burdo. Se la fastidiaron de plano. Bueno, no es silla, es como sillón ¿verdad? Más bien parece mecedora, ¿o será un banquito al que le añadieron el respaldo? Pero le rompieron el brazo y allí mal que bien se lo pegaron con resistol. ¿Qué no se dio cuenta? ¿O es que usted no está al pendiente? Se la voy a embodegar pero fíjese bien que todo está chimuelo, todo cojo todo medio dado al cuas.
Ausencia, plomiza, secreta, arrodillada. Otro mueble viejo que sacamos a empujones.

—Levántate Ausencia, por favor. ¡No te hinques, Dios mío! (Lo ha hecho a propósito. Esto parece telenovela con lanzamiento. “¡Por favor no me saquen de aquí!” Pero ella se va porque ya acabó de estar. Se me hinca encima para que yo sienta toda la vida el peso de sus rodillas de mujer que trapea el piso. Vamos a llorar. Pero no, ella nunca llora.  Al contrario, cuando mi abuelita estaba para morir, subió a verla una sola vez, plañidera muda, con todo el pelo gris destrenzado sobre los hombros, porque le dijeron que ya no había tiempo, que la señora la mandaba llamar.)

—Ausencia, le encargo a mis perros, a la Violeta, a la Blanquita, al Seco, a todos mis buenos perros callejeros, a todos mis pobres animalitos. ¡Que no se vayan a meter a la basura! ¡Que no les vuelva a dar roña!

Ausencia asintió con su nariz esponjosa de poros muy abiertos, con las puntas de sus pies vueltas hacia dentro y su viejo pelo canoso cayéndole como cortina sobre la cara y los hombros. No lloró, al menos no hizo aspavientos como las otras. Maximina se tiró en la escalera y se acostó a lo largo de seis peldaños. Moqueaba, sorbía sus lágrimas, volvía a moquear, empapaba la alfombra con lágrimas que le salían de todas partes, de quién sabe dónde. Impedía el paso. Ninguno podía subir a ver a mi abuelita a su recámara, a ver lo bella que había quedado acostada sobre su blanca cama. La tía Veronique no quiso que la metieran en la caja y la velamos en su cama toda una noche y media mañana. Hasta abrimos las cortinas en la madrugada porque a ella le gusta ver el sabino. Ella sonreía, sus hermosas manos cruzadas sobre el camisón bordado y amplio que había sido de su madre; los que entraban a verla hacían el mismo comentario: “Parece que está dormida. ¡Qué tranquilidad! ¡Qué paz!” Yo le hablaba bajito: “Abuelita: ¿corremos a esta visita que no te cae bien? Es la que te copió tu par de silloncitos Directorio ¿te acuerdas? Tomó las medidas mientras le servías el té y el pastel de mil hojas. Ni te diste cuenta… Después te dio mucho coraje ver los sillones en su casa igualitos a los tuyos. Lo contaste durante más de una semana. ¿La corro abuelita? Trae su cinta metro…” Maximina se pasó toda la noche en la escalera zangoloteándose porque Ausen-cia le había ordenado: “Hágase a un lado, mujer. Hágase a un lado que todo esto no es para usted”.

Cuando el censo le preguntaron a Ausencia:
—¿Casada señora?

—¡No he conocido hombre!

Y no quiso contestar ya nada, como la virgen. Cueva cerrada. Hubo que inventarlo todo, hasta el nombre de sus padres.

—Abuelita, contéstame, todo ha quedado igual como tú lo querías. Todo está en su lugar y nosotros posamos como en una fotografía antigua. Tus retratos amarillentos de Wagner y de Goethe se encuentran en el librero de siempre. No falta una sola pieza en los inventarios; ni una cucharita de sal. Los libros tienen tus flores prendidas; edelweis de los Alpes, creo. Y hay lavanda entre las sábanas. A cada uno nos tocaron dos pares, bordadas a mano, con encajes. Pero como son muy antiguas y no resisten las lavadas, sólo las ponemos cuando nacen niños, nuestros hijos. Sólo entonces… Miento abuelita, miento. Las cosas no siguen igual, Ausencia se fue… Y yo también me estoy yendo, no sé a dónde, quizá a la tiznada.

Siempre se habló de los muebles. Eran una constante, lo son aún, de nuestra conver-sación, volvían como la marea a humedecer-nos los ojos. Todos discurrían acerca de ellos con ahínco, muebles cuello de cisne, teteras de plata firmadas por el orfebre escocés William Aytoun, encajes de Brujas para brujas desencajadas, encaje de a medio metro, “es bonito el encaje pero no tan ancho” reía Maximina, porcelanas de Sajonia y de Worcester, estatuillas de Bow análogas a las que pueden verse en el  “Victoria and Albert Museum”, relojes de Audemars Piguet, grabados de rosas de Redouté, y cuadros, cuadros, cuadros, entre más negros y menos se veían decían que eran mejores. Sucios parecían de Rembrant, túneles de sombra, etapas superpuestas de oscuridad. Si los hubiéramos limpiado, en ese momento, aparecería la firma de la más tenebrosa escuela holandesa del señor Van Gouda, el de los quesos. Repasábamos los muebles una vez al día. Nos hacíamos recomenda-ciones. “Cierra bien las persianas. Que no les dé el sol. La penumbra con estas caras de conspiradores, de ronda nocturna, de calle-jón del crimen… Quítales el polvo con el plumero, nada más con el plumero ¿entien-des? Hasta una franela resulta demasiado tosca. Podría herirlos. “Hablábamos de los muebles y, hay que reconocerlo, también de la salud, bastidor de nuestras entretelas: “Estás ojerosa… Pareces un Greco. ¿Cómo amaneciste? Te veo mala cara. Estás pálida, chiquita, como una menina verdaderamente descongraciada. Podrías volver a acostarte; nada pierdes con pasarte el día en la cama… ¿En qué estás pensando? Siempre pones esa cara de distracción cuando te estoy hablan-do. ¡No te mezcas en la silla! La vas a rom-per. ¿O de veras quieres romperla? Tal parece que sí. Los jóvenes de ahora son tan irrespetuosos. Son unos vándalos.”

Dos sillas, una frente a otra, eran mis preferidas por su alto respaldo. Me volteaba hacia el bastidor; hacia el tejido de paja y espiaba a través de los agujeritos. El cuarto se veía entonces fragmentado, hexágonos de panal que podía mover a mi antojo. Los hacía danzar y todo lo descomponía; la cara de mi abuelita, la consola; nada tenía dueño, nada era de nadie; todo era mil pedacitos; astillas de muebles, astillas de luz, astillas de abuelita; astillas de piel blanca. Las cosas perdían peso; no tenían depositario.

—Detrás de este enrejado se ven puros cristales rotos… Por la ventana entran unas estrellas que se equivocaron de puerta… Me gusta que todo se divida en dos; que haya dos de cada uno, abuelita, que nada sea único e irremplazable.

La detentadora de los inventarios era la tía Veronique. Los revisaba con su lápiz en la mano, corrigiendo las faltas de ortografía, poniendo crucecitas, tachando y añadiendo, reconstruyendo en la memoria viejos mue-bles inexistentes. “¿Te acuerdas de aquel biombo de dieciocho hojas de la época de Kien-Long” De su boca surgían las palabras como un collar de perlas amarillas, que se desparramaban y se iban rodando por todos los rincones y que nosotros recogíamos con prontitud y reverencia para que las criadas no fueran a barrerlas por la mañana. Ella bautizó los muebles, ella los repartió, buena conocedora podía distinguirlos, estilo por estilo y época por época. “Esta polilla es del siglo xvii, Renacimiento en plena decadencia.” Con las palabras ganó; las domó; sabía ordenarlas, siempre supo ensartarlas en el hilo lógico e irrompible. Todos callaban cuando ella hablaba; sus veredictos eran inapelables. La tía Veronique expresaba tan bien sus exigencias, su dominio era tan evidente, que le conferíamos todos los derechos.

—Sabe usted, todo entra en descomposición, aunque el proceso sea lento y apenas perceptible. Estos muebles debió usted lubricarlos; sus cuadros, también, con aceite Singer, sí, sí, el de las máquinas de coser. Con eso no se oscurecen. Claro, algunas amas de casa prefieren limpiarlos con una papa partida por la mitad y luego, luego la papa se ennegrece de la pura mugre… Des-pués se fríen a la hora de comer y quedan muy ricas, ¡papas a la francesa! Hay que tallar toda la tela hasta el más recóndito rincón. Entonces surgen detalles que hacen batir palmas. ¿O es que a usted no le gustan las antigüedades? Cuando se cuidan las cosas el tiempo no transcurre, sabe usted. Su abuelita, la señora grande, su tía, ¡ah!, cómo cuidaban sus cosas. ¡Cómo venían a verme apenas había alguna congoja en un mueble, apenas se despostillaba alguna de sus pertenencias! “Maestro, usted que es un experto…” Ah, cómo amaban los muebles; a usted ¿no le gustan los muebles?

Y el restaurador se ponía y se quitaba un monóculo invisible.

—Sí. Pero nos han durado mucho tiempo. Tres generaciones. Aquí todo dura dema-siado. Además, no puedo estar encerrada con ellos toda la vida.

—Y eso qué tiene. Una cosa es la vida, otra son los muebles…

—Es que yo no puedo con tantos cachi-vaches… En esta casa no pasa nada, nada, ni siquiera un ratón del comedor a la cocina.

—¡Uy, yo en su lugar qué más quisiera que estar aquí viendo estas piezas de época! ¿Qué va usted a hacer afuera? Lo único que va a sacar es que algún día le den un mal golpe. Y entonces verá el consuelo que le proporcionan estas sillas, esta cómoda aun-que no tenga jaladeras. Hacen mucha compa-ñía. Además si tanto le gusta salir ¿por qué no cabalga en el brazo de este sillón? ¿Acaso no sabe usted que uno siempre regresa a lo mismo, a lo de antes? ¿No sabe que uno siempre llama a su mamá a la hora de la muerte? ¿No sabe usted que los círculos se cierran en el punto mismo en el que se iniciaron? Se da toda la vuelta y se regresa al punto de partida. Ojalá y siempre pueda encontrar a su regreso esta preciosa mesita, junto a su cama con una taza de infusión tiempo perdido…

Y el anticuario restaurador se puso por última vez su monóculo y se me quedó viendo con la ceja levantada para siempre, como un inmortal, un fatal agorero.

Cuando acompañé a la tía Veronique a ver al señor Pinto en su taller oloroso a aguarrás, a todas las maderas, a todos los bosques del mundo, uní por primera vez los muebles con los árboles. El señor Pinto, en su banquito, con sus lentes de arillo redondo, la vista baja, parecía envuelto en esa emanación de olores y su cara y sus manos tenían la textura de sus tablones. Pero él no se daba cuenta. En cambio la tía Veronique dejaba de dar órdenes, hasta creo que olvidaba a lo que había ido. Husmeaba agitada y se escondía tras el rumor del serrucho. Recorría las esquinas de una mesa despacio, despa-cito, metía sus dedos muy finos en algún intersticio y abandonaba uno de ellos allí con indefinible placer. El dedo y la hendidura se correspondían suavemente, se sumergían el uno en el otro, y sin saber cómo ni por qué, la tía me comunicaba su propia excitación. Percibía por vez primera algo desconocido y misterioso. La tía Veronique respiraba fuerte como si su cuerpo rozara algo vivo y deman-dante, algo que nunca se iba a consumir y que subía con ella a medida que su respira-ción se hacía más anhelante. Entonces daba indicaciones con una morbidez vaga, con los ojos saciados y de ella salía no sé qué, algo que no eran sus palabras habituales, delatada por sus labios hinchados. Entonces me di cuenta de que los muebles están hechos para recibir nuestros cuerpos o para que los toquemos amorosamente. No en balde tenían regazo, lomos y brazos acojinados para hacer caballito; no en balde eran tan anchos los respaldos, tan mullidos los asientos; no eran muebles vírgenes o primerizos, al contrario, pesaban sobre la conciencia. Todos estaban cubiertos de mira-das, de comisuras resbaladizas, de resqui-cios, de costados esculpidos; había rincones llenos de una luz secreta y una fuerza animal surgía inconfundible de la madera.

Los muebles eran la materialización de todos sus recuerdos: “Este taburetito, sabes, lo tuvimos en el departamento de la Rue de Presbourg…” Yo no quería concretar sus memorias ni vivir de esas cosas a las que se aferraban en su naufragio, los muebles, como tablas de salvación, tablas de perdición. ¡Que no me llegaran todos sus recuerdos! ¡Que no me pasaran su costal de palabras muertas, sus actos fallidos, sus vidas inconclusas, sus jardines sin gente, sus ansias, sus agujas sin hilo, sus bordados que llevan de una pieza a otra, sus letanías inhábiles! Que no me hicieran voltear las hojas de álbumes de fotos ya viejas, manchadas de humedad, esas fotos café con leche de sus tíos y sus tías yodados, tránsfugas, también añorantes, guardados en formol, enfermos de esperan-za, hambrientos de amor, prensados para siempre con su amor, amorolor a ácido fénico. ¡Que no me hicieran entrar al amo ató mata-rile rile ro de los que juegan a no irse!

Más tarde a la tía Veronique le dio por exami-narme genealógicamente:

—Oye y ¿cómo se llamaba la mamá de tu bisabuela rusa?

—No sé, no sé, no sé. Lo único que sé es que ellos están muertos y yo estoy viva.

Pero volteaba las hojas de los álbumes porque soy morbosa y me detenía en algún rostro, y a cada hoja le dejé algo de mi sangre y ahora la tengo espesa, llena de barnices corrosivos, de pétalos marchitos, de remotos abolengos, de cristales apagados, de ancestros que jamás conocí y llevo a todas partes con tierna cautela a pesar de mí misma.

Una tarde le dije: “tía…” a la hora del té. Una luz difusa entraba, se derretía blanda por la recámara. Era una hora propicia. La tía Veronique tenía su mirada perdida, borrosa, como que regresaba de quién sabe dónde y su voz era la voz de todos los regresos.

—Tía, me quiero casar.

(Le expliqué, insegura y nerviosa. Nunca he tenido la certeza de nada.)

—Bueno, tú sabrás. Lo único que puedo decirte es que ese señor no hace juego con nuestros muebles.

—A esta niña le haría bien un viaje a Europa.

(Mi familia ha resuelto siempre los problemas con viajes a Europa; conocer otro ambiente, ver otras caras, cambiar de aire, ir a la montaña para la tuberculosis del espíritu y de la voluntad, oxigenar el alma, el aire puro de las alturas.)

—Un viaje a Europa, eso es. Le sentaría…

—No quiero. Europa es como un pullman viejo.

—¿Qué dices?

—Sí, un pullman viejo con sus cortinas polvosas, sus asientos de peluche color vino, sus cordeles raídos, sus flecos desdentados, sus perillas de bronce, su deshilacherío. Huele feo.

—Podrías ver el cambio de guardia ante el Palacio de Buckingham. Podrías entrar a Buckingham, dejarle una tarjeta con la esquina doblada a la Duquesa Marina de Kent.

—No quiero ver a esos imbéciles de plomo con sus borregos en la cabeza rellena de tradición. No quiero ver viejas pelucas rizadas de viejos jueces, la cara enharinada sobre la mugre. No quiero ver viejas señoritas con sombreros atravesados con un alfiler de oreja a oreja para que no se les vuele. ¡No quiero! Prefiero África. Mil veces África con sus gorilas evangélicos. Eso es, irme a evangelizar gorilas.

—¡Déjala! Eso no es ella. En realidad, sus amistades la han trastornado… ¡Ya se le pasará! ¡Ya no regresará! Ya decía yo que no debía salir tanto de la casa.

Hoy a las diez de la mañana vinieron por los muebles. Se estacionaron frente a la puerta dos camiones de mudanza “Madrigal” con sus colchonetas, sus cuerdas y sus hombres que se tapan la cabeza con un costal abierto a la mitad, como árabes sin turbante. Llegaron tarde. Los mexicanos nunca son puntuales. Yo no sabía que habíamos acumulado tanto trique pero fueron necesarios dos camiones. “Rápido muchachos, hay que aprovechar el tiempo” y en la puerta se paró el señor Madrigal con su tablero para apoyar el papel en que iba aumentando la lista y el lápiz para apuntar que se llevaba a la boca y se la pintaba de violeta. De pronto sentí que estaba arriesgando mucho más de lo que había supuesto. Siempre he tenido miedo a equivocarme. Hubiera querido que se rom-piera la realidad pero la realidad jamás se rompe. Quise gritar: “¡No, no, deténganse, no se los lleven! ¡No toquen nada!...” De pronto ya no eran muebles sino seres cálidos y vivientes y agradecidos y yo los estaba apuñalando por el respaldo. Los cargadores los vejaban al empujarlos en esa forma irreverente. Los habían sorprendido de pron-to en las posturas más infortunadas y dislo-cadas; los hacían grotescos, los ofendían, los culimpinaban. Recordé aquel asilo de ancia-nos: Tepexpan, en que se sometía a los inválidos a toda clase de vejaciones a las que no podían oponerse. Se dejaban. ¿Ya qué más daba? Ya ni vergüenza. No podían ni con su alma. Allá fue a dar el señor Pinto. A los pies de su cama de fierro pusieron una palquita: “José Pinto, Ebanista” y de su cuello colgaba la misma etiqueta. Nunca agradeció nuestras visitas ni levantó la vista, sus ojos ya velados. Ahí acabó el pobre. Recuerdo que a su lado un viejecito se tapaba con las cobijas todo equivocado y dejaba tristemente al descubierto sus ijares resecos y enjutos. Una enfermera me explicó enojada. “Lo hace a propósito. A diario hace lo mismo. Siempre enseñando su carajadita. Siempre a propó-sito”. También ahora los muebles lo hacían a propósito, para mortificarme, como una forma de protesta, para pegárseme como lapas, como se le pegaron a mi abuelita, a mis tías. “¡Tontos! ¡Inútiles! Ya perdieron. No quieran asaltarme. ¡Tontos! ¡Ridículos! Éste es sólo un desfallecimiento pasajero. ¡No protesten contra lo irreversible! Me dejé impresionar sólo un momento, siempre he sido precipi-tada, nunca prudente. Ahora ustedes se van ¡y muy bien, idos!”.

Los subieron penosamente al camión. Ellos no se dejaban, todavía se debatieron con sus patas sueltas. Yo ya no sentí nada. Puse mi nombre con firmeza en cada uno de los recibos extendidos sobre el tablero. Después arrancaron como dos paquidermos. ¡Qué torpes son los camiones de mudanza, Dios mío. En su interior asomaban los objetos. Les vi la cara, hice mal (las consecuencias vendrán más tarde), y me quedé parada en la acera un largo rato, muy largo, cansada, hueca, completamente vacía.