Material de Lectura

 width= Ignacio Solares


Nota introductoria
de Vicente Quirarte


Selección del autor


VERSIÓN PDF

 


 

Nota introductoria


El contador de historias tiene la obligación de mantener en vilo a sus escuchas. De tal capacidad depende la vida del que narra, la respiración de su discurso. Lo comprendieron tusitalas como Robert Louis Stevenson y Marcel Schwob al eternizar fragmentos de vida en historias narradas a los nativos de Samoa. Antes lo supo Scherezade al salvar su cabeza una noche más gracias al suspenso en que dejaba la historia de la noche.

En las historias que integran la presente muestra, Ignacio Solares proporciona un ejemplo elocuente de temas que lo han obsesionado a lo largo de su fecunda aventura creativa, traducida en novelas, obras de teatro, ensayos y, en este caso, en esa lección de rigor, sustracción y geometría llamada cuento. El narrador de la historia que abre el libro, "La instrucción", señala: "El paso del entusiasmo a la rutina es una de las mejores armas de la muerte". La frase puede ser aplicada a varios momentos de nuestra personal odisea. Como lectores de estas historias, podemos convertirla en eje de una poética y una fe de vida: sólo vale la pena contar aquello que, por absurdo, extraordinario, diferente que parezca, es superior a la realidad o mejor aún, explica lo que llamamos realidad con el arma tangible de la fantasía. De ahí que el personaje de "La ciudad prohibida", del que nunca sabemos si es un adulto con retraso o un niño de mirada inédita, lleve a cabo una aventura sin paralelo con el solo intento de entrar en la esencia de la urbe.

La existencia es absurda. La justifica y redime la capacidad humana para hacer de esa premisa una aventura que conduzca a la momentánea grandeza. Los personajes de Solares se enfrentan a situaciones límite y su heroísmo nace a pesar de ellos mismos: el ingreso a una cantina del centro puede convertirse en un viaje de consecuencias supremas donde uno ya no es el que era sino el fantasma de los otros y de sí mismo. Paradójicamente, la situación vivida por el personaje de "La mesita del fondo", por patética y terrorífica que parezca, mueve igualmente a la risa. No otra era la intención de Franz Kafka, el gran maestro del humor negro, al ofrecer rostros y situaciones que han llevado a sucesivas generaciones de lectores a acuñar un adjetivo: kafkiano describe en principio lo grotesco, lo que no puede suceder, como en la novela El sitio, que mereció el premio Xavier Villaurrutia en 1998. Más profundamente, más auténticamente, describe la angustia y el secreto heroísmo de ser hombre en un cosmos que trata de nulificar sus pretensiones, como el capitán que dirige su barco seguro de que "de tantas fragmentarias proezas sobreviven fulgores instantáneos".

No hay Historia definitiva, pero una historia puede hacerla plausible. Dentro de la tradición del mejor Martín Luis Guzmán, para evocar a un autor dentro de nuestro mexicano domicilio, Solares ha escrito novelas históricas donde un suceder alterno revela luces y tinieblas de la Historia. Devoto cazador de fantasmas, en la introducción a los ensayos agrupados bajo el título Presencia de lo invisible escribe: "...por más tangible y concreto que parezca el suelo que pisamos, siempre estamos rodeados por 'otro' mundo oscuro e invisible que en cualquier momento puede manifestarse". Dentro de tal espectro caben novelas como Madero, el otro y La noche de Ángeles, donde ofrece una visión alterna de dos figuras esenciales de la Revolución: el presidente obsesionado con el espiritismo y un artillero de talento tan vasto como su nobleza, que a lo largo de un último viaje nos lleva a un repaso de su ejemplar biografía. Pero ese enfrentamiento con la vida palpitante del otro lado del espejo se manifiesta igualmente a los sin nombre, como los dos personajes de "Muérete y sabrás", cuya existencia oscila entre el presente y el peso inevitable, cíclico de una Historia que nos envuelve en su torbellino y sus constantes regresos.

Cierra este volumen un cuento, al mismo tiempo crónica y ensayo, donde Victoriano Huerta, cirrótico y preso en Fort Bliss, sufre las presencias que se le manifiestan entre las brumas del alcohol y la presencia acusadora de un sacerdote. Tenemos elementos históricos para saber que hubo un conjunto de hechos: el narrador conjetura, explora, entra en la mente del personaje que crea a partir de esa figura irrepetible —por fortuna— en la historia de la Revolución. Explorador constante del poder y sus vericuetos, que en una novela suya como El jefe máximo logra sus más altas notas, el principal mérito de Solares como narrador es convertir a sus personajes en seres que nos reflejan y retratan nuestras miserias y grandezas. Otra de sus grandes virtudes como contador de historias es la naturalidad con la cual las ofrece. La anécdota y la metáfora están allí, sin afectaciones, impecablemente fundidas. La gimnasia del periodismo ha dotado a Ignacio Solares de una prosa de frases breves donde el esfuerzo no se nota: el escritor lo ha ver tido en el proceso de la escritura. De ahí que sea uno de nuestros autores imprescindibles y ejemplares.

 

Vicente Quirarte

 


 

La instrucción

 

 

Para José Emilio Pacheco

Si tenemos capitán, ¿importan las prohibiciones?
Julio Cortázar, Los premios


En el puente de mando, atrás de la ventanilla de grueso cristal violáceo, el capitán contempla un mar repentinamente calmo, de un azul metálico que parece casi negro en los bordes de las olas, los mástiles de vanguardia, el compacto grupo de pasajeros en la cubierta de proa, la curva tajante que abre las efímeras espumas. "Mis pasajeros", piensa el capitán.

Apenas un instante antes —algo así como en un parpadeo— dejaron atrás el puerto, que se les perdió de vista como un lejano incendio.

El barco cabecea dos o tres veces, con suavidad.

—Yo, la verdad, capitán, cada vez que salgo a alta mar siento la misma emoción de la primera vez —le comenta el contramaestre, un hombre de pequeña estatura, sonriente y de modales resbaladizos— ¿Cómo dice el poema de Baudelaire? "Hombre libre, tú siempre añorarás el mar". Pues yo lo añoro hasta en sueños. El puro aire salino y yodado me cambia la visión del mundo. Como si fuera una gaviota suspendida en lo alto del mástil, y desde ahí mirara el horizonte. Temo que un día esta emoción se me agote, usted me entiende. El paso del entusiasmo a la rutina es una de las mejores armas de la muerte, lo sabemos.

El capitán realiza su primer viaje en tan importante cargo, algo que esperó con ansiedad creciente desde el instante mismo en que decidió hacerse marinero.

Con actitud ceremoniosa levanta la cabeza, mete la mano al bolsillo interior del saco de hilo blanco (que apenas estrena) y toma la instrucción lacrada que, se le advirtió, sólo debería abrir ya en alta mar.

Desde hace días el corazón se le desboca con facilidad. Y hoy por fin llega el momento que, supone, pondrá fin a su incertidumbre sobre el rumbo a seguir, la clase de travesía que deberá realizar, cómo y con qué medios resolverá los problemas que enfrente.

Rompe los sellos como si rasgara su propia piel, abre el sobre y, para su sorpresa y desconsuelo, se encuentra con un texto fragmentado y casi invisible.

—¡Otra vez esta maldita broma! —dice el contramaestre chasqueando la lengua al descubrir el instructivo por encima del hombro del capitán—. Siempre la hacen a quienes ocupan el cargo de capitán por primera vez. Dizque para probar sus habilidades y capacidad de improvisación.

—Pues me parece una broma de lo más pesada. Y absurda, porque ahora no sabremos a dónde dirigirnos.

—De eso se trata, he oído decir que dicen. Precisamente, que en éste su primer viaje como capitán usted mismo decida a dónde ir, qué escalas hacer, cómo enfrentar los problemas que se le presenten. Incluso, cómo explicar y convencer a los pasajeros de la ruta que decida seguir y el por qué.

—Algunas palabras se leen aquí con cierta claridad —dice el capitán entrecerrando los ojos para afocar el amarillento trozo de papel.

—Y si le ponemos un poco de agua quizá puedan leerse algunas más.

Con la punta del índice, como con un suave pincel, el contramaestre le pasa un poco de agua al papel.

—¡Mire, se han aclarado otras palabras!

—No demasiadas.

—Quizá sean suficientes. Por lo pronto, nos aclaran el Sur en vez del Norte y, lo más importante, que el nuestro no debe ser un viaje de recreo sino más bien formal y ceremonioso. Mire, aquí se lee muy clara la palabra "ceremonioso" y creo que la siguiente palabra es "ritual".

—Ya me imagino explicándoles yo a los pasajeros que éste será un viaje "ritual".

—Pues por lo menos tiene usted una pista de lo que debe decirles. He visto instructivos en que la única palabra que aparece es "convencerlos", pero no se sabe de qué ni por qué. Además, usted por lo menos tiene muy clara la palabra "Sur". Es mucho peor cuando le aparece "rumbo desconocido", porque entonces toda la responsabilidad recaería sobre usted. Supe de un capitán que malinterpretó las instrucciones que se le daban... —y una chispita de ironía brilla en los ojos del contramaestre—. Bueno, no exactamente que se le dieran las instrucciones, sino que él debía adivinarlas en un papel como éste. Las malinterpretó y zozobró a los pocos días de haber zarpado. Otro más se desesperó tanto ante la confusión de las instrucciones que lanzó el trozo de papel por la borda. Lo único que consiguió fue que pocas horas después se pararan las máquinas del barco y no pudiéramos volverlas a echar a andar por más intentos que hicimos —las aletas de la nariz se le dilatan y respira profundamente—. O, en fin, me contaron de un caso aún más grave, porque la irresponsable y manifiesta desesperación del capitán provocó enseguida que una enfermedad infecciosa de lo más rara se declarara a bordo.

—Pero, ¿quién puede asumir unas instrucciones que no se le dan con suficiente claridad? —pregunta el capitán al tiempo que se le marcan las comisuras de los labios, en un gesto casi de asco.

—Creo que éste es el punto más delicado que enfrentará usted, por lo que me ha tocado ver. Hay capitanes que con muchas menos palabras en su instructivo toman una actitud tan decidida que así se lo hacen sentir a la tripulación y a los pasajeros. La respuesta por lo general es de lo más positiva. En cambio he visto a otros que al titubear provocan un verdadero motín a bordo y no ha faltado la tripulación que se subleva y toma el mando de una manera violenta, con todas las implicaciones que ello significa para el resto del viaje.

—¿Y los pasajeros?

—Con los pasajeros más le vale tener un cuidado supremo. Porque si no están de acuerdo con sus decisiones, una queja por escrito a nuestras altas autoridades puede costarle a usted el puesto, lo cual significaría que éste fue su debut y despedida como capitán de un barco. Pueden hasta fincarle responsabilidades y demandarlo. Supe de un capitán que tardó años en pagar la demanda que le pusieron los pasajeros por daños y perjuicios.

—Dios santo.

—Empezarán por cuestionarle el rumbo que tome. Si va usted al Sur, le dirán que ellos pagaron su boleto por ir al Norte. Le van a blandir frente a la cara sus boletos, prepárese. Pero si decide cambiar de rumbo e ir al Norte, será peor porque no faltarán los que, en efecto, prefieran ir al Sur, y lo mismo, van a amenazarlo con quién sabe cuántas demandas. Otro tanto le sucederá con las escalas que realice. Nunca conseguirá dejarlos satisfechos a todos, y más le vale tomar sus decisiones sin consultarlos demasiado. Simplemente anúncielas como un hecho dado, y punto. O sea, partir de que los pasajeros nunca saben lo que en realidad quieren y tomar las decisiones por encima de ellos, por decirlo así.

—¿Y si definitivamente no están de acuerdo con esas decisiones?

—Rece usted porque no le suceda algo así. Estuve en un barco en el que los pasajeros se negaron a aceptar el rumbo que decidió tomar el capitán y exigieron que les bajaran las lanchas salvavidas para regresar al puerto del que acababan de zarpar.

El capitán sostuvo el trozo de papel con dos dedos como pinzas y lo volvió para uno y otro lado. Suspiró.

—Si por lo menos lograra poner en orden las palabras que aquí aparecen. Pero son demasiados los espacios en blanco entre ellas.

—Consuélese. Recuerdo que un capitán cayó de rodillas apenas abrió el sobre sellado y se puso a orar por, según él, la gracia concedida de contar con unas cuantas palabras para guiarse en su viaje. Luego me decía: "Me complace pensar que los fundadores de religiones, los profetas, los santos o los videntes, han sido capaces de leer muchas más palabras que nosotros en estos textos casi invisibles, tras de lo cual seguramente los han exagerado, adornado o dramatizado, pero la verdad es que nos dejaron un testimonio invaluable para cada uno de nuestros viajes".

—Prefiero atenerme a mis limitadas capacidades. ¿Y si le ponemos un poco más de agua?

—Inténtelo. Aunque si lo moja demasiado corre el riesgo de borrar alguna palabra. Lo mismo con la saliva, he comprobado que puede dar pésimos resultados. Quizá sea preferible conformarse con lo que tiene a la mano y no ambicionar más. Concéntrese en algunas de las palabras que se le dieron, léalas una y otra vez, búsqueles su sentido más profundo. Ahí tiene una, por ejemplo, que si la sabe apreciar, debería estremecerlo hasta la médula.

—¿Cuál?

—"Constelación". ¿Le parece poco? Nomás calcule todas las implicaciones que puede encontrarle. Experiméntelo esta misma noche. ¿O no ha percibido usted el acorde, el ritmo que une a las estrellas de una constelación? ¿O tampoco ha notado que las estrellas sueltas, las pobres que no alcanzan a integrarse en una constelación, parecen insignificantes al lado de esa escritura indescifrable?

—¡No me hable más de escritura indescifrable, por favor! —dijo el capitán con un gesto de dolor.

El contramaestre no pareció escucharlo y miró fijamente hacia el cielo azul, como si sus palabras vehementes consiguieran ya empezar a oscurecerlo.

—El hombre debe de haber sentido desde el principio de la historia que cada constelación era como un clan, una sociedad, una raza. Algunas noches yo he vivido la guerra de las estrellas, su juego insoportable de tensiones, y si quiere un buen consejo espérese a la noche para contemplar el cielo antes de tomar cualquier decisión.

El barco tiembla, crece en velas y gavias, en aparejos desusados, como si un viento contrario lo arrastrara por un instante a un rumbo imprevisto.

Aquella noche, en efecto, el capitán ni siquiera intenta dormir (quizá tampoco lo intente las siguientes noches) y furtivamente sale de su camarote a pasear por la cubierta de proa. El cielo incandescente, el aire húmedo en la cara, lo exaltan y le atemperan la angustia que lo invade. El espectáculo sube bruscamente de color, empieza a quemarle los párpados. Los astros giran levemente.

"Ahí tiene una palabra que si supiera leerla lo estremecería hasta la médula", recuerda que le dijo el contramaestre.

Contempla el trazo lechoso de la Vía Láctea cortado por oscuras grietas, el suave tejido de araña de la nebulosa de Orión, el brillo límpido de Venus, el resplandor contrastante de las estrellas azules y de las estrellas rojas. ¿Quién advierte la muerte de una estrella cuando todas ellas viven quemándose a cada instante? La luz que vemos es quizá tan sólo el espectro de un astro que murió hace millones de años, y sólo existe porque la contemplan nuestros pobres ojos. ¿Existe sólo por eso? ¿Existe sólo para eso?

El palo mayor del barco deja de acariciar a Perseo, oscila hacia Andrómeda, la pincha y la hostiga hasta alejarla.

El capitán quiere establecer y ahincar un contacto con su nave y para eso ha esperado el sueño que iguala a sus tripulantes, se ha impuesto la vigilia celosa que ha de comunicarlo con la sustancia fluida de la noche. ¿Será posible tomar hoy mismo una decisión?

Recuerda algunas de las otras palabras sueltas del instructivo, algún sustantivo redondo y pesado. Baja la cabeza y reconoce su incapacidad para descifrar el jeroglífico. Ya casi no entiende que no ha entendido nada. Siente que la fatalidad trepa como una mancha por las solapas de su saco nuevo. ¿Renunciar de una buena vez, aceptar que le finquen responsabilidades, pagar las demandas de los pasajeros? ¿O seguir, resistir un poco más, trepar los primeros escalones de la escalera de la iniciación?

Visiones culposas de barcos fantasmas, sin timonel, cruzan ante sus ojos.

Pero le basta levantar la cabeza y mirar los racimos resplandecientes en el cielo para que regrese el fervor. Entorna los labios y osa pronunciar otra palabra del instructivo, luego otra y otra más, sosteniéndolas con un aliento que le revienta los pulmones. ¿Qué otra cosa somos sino verbo encarnado?, piensa. De tanta fragmentaria proeza sobreviven fulgores instantáneos. La fragorosa batalla del sí y del no parece amainar, escampa el griterío que le punza en las sienes. Sus dedos se hunden en el hierro de la borda.

Se vuelve y mira hacia el puente de mando. El arco del radar gira perezoso. El capitán tiembla y se estremece cuando una silueta se recorta, inmóvil, de pie, contra el cristal violáceo. "Soy yo mismo", supone. "Tenemos capitán". Y es como si en su sangre helada se coagulara la intuición de una ruta futura, por más que se trate de una ruta inexorable.

 

 


 

La mesita del fondo

 

 

Para Hero Rodríguez



Cruzó la nube de humo y fue directamente a la mesita del fondo, junto a la cocina. Frotó una mano con otra y un hondo ahhh le salió del pecho como un apagado grito de júbilo: se estaba bien ahí, sobre todo viniendo del frío y de la barahúnda de las calles del centro en pleno diciembre. Eran como sonrisas los gritos y el restallido de las fichas de dominó en la formaica y los vasos y las copas en un constante vaivén. Se quitó la gorra de lana (que en tiempos de frío usaba encasquetada hasta la raíz de las orejas), la jugó un momento en el índice antes de dejarla caer en la silla.

Era una mesita escondida, envuelta en una esfera de luz brumosa y polvo, con una absurda, desvaída cortina de terciopelo guinda atrás, como telón de fondo, enmarcándola; su mayor ventaja, por lo demás, era que desde ella se dominaba la cantina como desde un mirador. Llamó a un mesero y le preguntó qué podían cocinarle rápido, una carne asada, alguna ensalada o unos huevos, sí, unos huevos con jamón o con salchichas, traía un hambre. Ah, y un ron con agua mineral. El mesero contestó cómo no, señor, en un instante, sonrió y se perdió al final del pasillo que formaban dos hileras de mesitas.

Al volverlo a ver, unos minutos después, le pidió en tono suplicante:

—Agrégueme unos frijolitos refritos con queso fresco espolvoreado encima, por favor, ¿sí?

El mesero se limitó a abrir de nuevo su amplia sonrisa.

No sabía qué hacer mientras esperaba. Frotó nuevamente las manos, soplándoles aire caliente. Silbó una tonada pegajosa que le perseguía desde hacía días. Buscó la pluma fuente en el bolsillo interior del saco y empezó un par de caricaturas en una servilleta, pero los trazos eran desmañados, aburridos; realmente no tenía ganas de dibujar, para qué seguir. Arrugó la servilleta en un puño y la colocó en el cenicero. Continuó silbando. Y frotaba y soplaba las manos una y otra vez. Observó a Quitos, el cantinero que, acodado en la barra, había comenzado una acalorada discusión con un hombre de pelo y nariz rojos que se balanceaba en un banco.

—Ya viene su plato, señor —le anunció el mesero de camino a la cocina, deteniéndose apenas. Él sonrió y pasó la lengua por los labios, luego por los dientes.

De una puerta junto a la barra salió un muchacho flaco que caminaba como sobre una nube y fue a sentarse al piano, se arremangó el saco y la camisa y empezó a tocar con verdadero arrebato, contrastando la música con lo etéreo de su aspecto. Traía en la ropa ese lustre por haberla lavado y planchado demasiadas veces. Sus manos bailaban de prisa sobre el teclado, de pronto iban despacio, extrayendo inflexiones muy dulces y lánguidas, de aquí hasta allá, inclinando el cuerpo. En ocasiones, volvía su rostro luminoso, feliz, para sonreír a quién sabe quién y creyó que una de esas sonrisas era para él. También sonrió y hasta lo saludó con un ligero movimiento de la mano y se sentía nervioso por la gente, carajo, que no le dejaba escuchar. Apoyó los dedos en las sienes y trató de concentrarse sólo en la música. El chico del piano estaba sudando a chorros pero parecía no notarlo, en el colmo de la concentración. Sorpresivamente se detuvo pero no levantó la cabeza, la mantuvo apuntalada ahí, como si algo lo aplastara, estancado en un agua pesada: mirando sólo los rectángulos blancos y negros y sus manos enconchadas. A pesar de los gritos y de las fichas de dominó sobre la formaica, él tuvo la impresión de que todo estaba en silencio. Así hasta que el chico sacudió la cabeza, alargó el cuello como una tortuga —seguro traía el sabor de sal hasta en los ojos— y se puso de pie para agradecer con una caravana los aplausos tímidos. Luego se fue rumbo a la puerta por donde había entrado.

Genial, pensó, pero no se atrevió a manifestar un entusiasmo menos cauto que el de los demás.

Cuando el mesero pasó junto a él, apresurado, en una mano la charola colmada de platos sucios y en la otra, entre los dedos, tres vasos, lo llamó para preguntarle qué diablos pasaba con su comida. El mesero hizo un gesto de contrariedad y dijo que no se explicaba cómo tardaba tanto, disculpe, en un segundo se la traía; siguió su camino y con el hombro empujó la puerta de la cocina. A él le pasó por la nariz, como una mosca, el sabroso olor a guisado. Lo aspiró profundamente, relamiéndose los labios. Luego se acodó en la mesa y estuvo así dándole vueltas a diferentes problemas, haciendo planes, recordando, en ocasiones casi quedándose dormido; movía nerviosamente un pie, cambiaba de posición, se recargaba en la silla, la hacía bailar apoyando el respaldo en la pared y dejándose ir hacia delante, se sentaba sobre una pierna, observaba a la gente que entraba; terminó una caricatura de los dos tipos sentados en la mesa de junto, sonrió y rompió la servilleta en minúsculos pedacitos que dejó caer en el cenicero como confeti; se rascaba la cabeza, se recostaba en la mesa con los brazos como almohada.

Dos horas después estaba de veras desesperado. Quitos salió de la barra e iba rumbo a la cocina cuando él lo detuvo con un grito que obligó a volverse a los de las mesas cercanas.

—Oiga Quitos, pregúntele a sus meseros qué pasó con mi comida y mi bebida —alargó un brazo para descubrir el reloj de pulsera—. Mire nada más, Quitos, son casi las cuatro de la tarde y estoy aquí desde las dos —le mostraba la otra mano abierta para acentuar lo dramático de la situación—. Caray, qué clase de servicio es éste, tengo un hueco en el estómago como no se imagina. Ni siquiera he desayunado. A todos —y repitió "a todos", subiendo el tono de la voz— los que han llegado después de mí ya les sirvieron. Total, si tienen mucho trabajo en la cocina que me traigan cualquier cosa, alguna botana, unos cacahuates, unos pistaches, unas aceitunas, lo que sea. Pero sobre todo la bebida. Creo que van a empezar a temblarme las manos si veo beber a todos a mi alrededor y yo no tomo nada —y suavizó la perorata con un simulacro de sonrisa.

Quitos lo prometió amablemente, también sonrió, juntó los talones y siguió su camino.

Del bolsillo del pañuelo él tomó la pipa y en una ceremonia larga y tediosa la cargó de tabaco. Luego la llevó a los labios y la dejó colgar flojamente, apenas sostenida con el mínimo esfuerzo, la madera rozándole la barbilla. Encendió un cerillo y lo mantuvo un momento frente a los ojos, mirando a la gente a través de la llama, o pensando que la gente lo podría estar mirando a él a través de la llama como a través de un muro de fuego, detrás del cual su sonrisa —ahora sí muy abierta— descubría el brillo de los dientes. Luego, despacio, llevó el cerillo a la boca de la pipa y empezó a aspirar el aire caliente, el olor a maple. Estuvo así un rato, echando el humo en cuanto lo recibía.

Los tipos de junto se habían marchado, sobre la mesa quedaban los platos sucios, un tarro y una copa vacíos y unas monedas de propina. Un mesero recogió todo con cuidado y guardó las monedas en un bolsillo. Pasó junto a él, le hizo una seña con el índice y el pulgar apenas separados, guiñándole un ojo, y desapareció tras darle un puntapié a la puerta de la cocina.

Junto a la mesa recién abandonada había otra donde cuatro tipos jugaban un eufórico dominó. Más allá estaban los reservados. Sólo podía ver el respaldo negro y alto del primero, oír las voces entreveradas con el ruido de las fichas. El humo subía en espirales y en lo alto formaba una gruesa capa que se distendía como neblina apresando la luz opaca de las bombillas.

Era la hora en que la gente salía de las ofi cinas y el bullicio aletargaba hasta al más concentrado. Él sostenía la barbilla entre las manos con unos ojos ausentes. Vio pasar al mesero y ya no le preguntó nada, sólo chasqueó la lengua en un gesto de ira enmascarado de indiferencia. Por la puerta entornada se colaba un rectángulo de luz (el último de la tarde) que acuchillaba a las siluetas de la barra y diluía a las restantes; así, la única guía era el ruido, el tintinear de las copas, el raspar de los cubiertos, el barullo que la gente hacía al comer, los gritos y las carcajadas. Las figuras que distinguía con claridad eran las que se ponían de pie o las que recién entraban; las que permanecían sentadas terminaban por volverse la cresta de una ola oscura. Agachó la cabeza y una lágrima rodó por su mejilla yendo a morir al dorso de la mano.

Masculló una pregunta que le produjo escalofrío:

—¿Por qué a mí?

Le temblaban las manos.

—Estoy aquí.

Levantó los ojos:

—Y ellos están allá. Me muero de hambre. Me muero de hambre.

Otra lágrima.

A las diez de la noche la cantidad de gente que entraba y salía disminuyó. Quitos, que había andado de un lugar para otro dando órdenes a los muchachos durante el ajetreo, permanecía ahora cerca de la barra, limpiando un vaso con el delantal. Más tarde, se volvió y se puso a acomodar las botellas, colocándolas en ristra.

Un par de horas antes el chico del piano había interpretado otra candente melodía, recurriendo al final al mismo golpe dramático de permanecer un momento inmóvil, clavado sobre las teclas, con las manos crispadas.

De cuando en cuando, cada vez con menos frecuencia, se escuchaba el restallido de una ficha de dominó.

Guardó la pipa en el bolsillo del pañuelo y cerró los ojos para restregar los párpados con los índices. Estuvo así un momento, confinado a sí mismo. Entonces pensó que no tenía remedio. Abrió los ojos repentinamente, como esperando una sorpresa, buscando algo sobre la mesa (un sándwich, una copa con su ron, unos cacahuates, los frijoles refritos con el queso fresco espolvoreado encima, una sopa de camarón, unas papas fritas, cualquier cosa), pero no: sólo el cenicero con el tabaco quemado y los restos de las servilletas como confeti.

Mientras más tarde, era peor la cosa. La gente hablaba despacio, midiendo las frases, como si las palabras pesaran más a medianoche. Algunos salían dando traspiés, quejándose incoherentemente con voz pastosa, y se perdían en la noche.

Hoy me hubiera encantado emborracharme, se dijo al final.

A la una, Quitos limpió por última vez la superficie de la barra, dio una orden y los meseros empezaron a levantar las sillas y a colocarlas encima de las mesas. Se desprendió el delantal y se metió en un saco azul marino que tomó del perchero.

Las luces se fueron apagando una por una, como después de la función.

Él veía a los meseros atender las últimas tareas. Se puso de pie y rápido, sin volverse, manteniendo la mirada en la punta de los zapatos, salió empujando bruscamente la puerta. Afuera lo deslumbró la luz plateada de un farol. Hacía frío, mucho frío. Encasquetó la gorra de lana hasta las cejas y levantó la solapa del saco. La calle estaba llena de basura y había apenas algunas ventanas encendidas. Oyó el maullido de un gato invisible. Comenzó a subir la calle, caminaba con los hombros encogidos, un doloroso vacío en el estómago que le amargaba la saliva, y los puños apretados en los bolsillos.

 

 


 

La ciudad prohibida

 

Para Vicente Quirarte



Nunca (por lo menos que yo recuerde) he salido de mi colonia. Apenas unos pasos más allá de la vía del tren y en medio de gran angustia. Los sábados mamá va a la ciudad a hacer la compra de la semana y aunque conoce mi respuesta siempre me invita. Como soltando un anzuelo, saca a colación algún almacén enorme con escaleras eléctricas por todas partes y unos aparadores de sueño.

Pero yo niego con la cabeza, sin mirarla, y ella se resigna, finge una sonrisa y termina: bueno, quizá la próxima vez, y se marcha con una pañoleta negra anudada en la cabeza, cargando una bolsa de plástico. Así es siempre y no puedo acostumbrarme. Las palabras de mamá (quizá la próxima vez) remueven algo dentro de mí. Quizá..., me digo, pero enseguida aflora la desolación: no, para qué, después de tantos años sería inútil empezar a conocer las cosas, tomarles gusto.

También me deprimo cuando llega gente de la ciudad a visitarnos y me cuenta, entre efusivos aspavientos (es un complot, lo sé: mamá les pide que me convenzan), de un circo con tres pistas y de un cine con una pantalla que lo envuelve a uno. Yo (no puedo evitarlo), paso la lengua por los labios, paladeando la idea de asistir. Cierro los ojos y ya estoy ahí, en el circo, por ejemplo: la carpa como un castillo de colores, y hasta oigo la música, esa música tan característica de los circos. A veces lloro y me golpeo los puños hasta hacerme daño de pensar cómo serán las cosas en la realidad. Trato de reconstruirlas lo más exactamente posible, con detalles (siempre estoy preguntando detalles); armándolas en mi cabeza como si las levantara ladrillo tras ladrillo. Pero es doloroso. Queda la convicción de que algo falta, de que se escapa lo más importante.

Tengo una Guía Roji y la recorro con la punta del dedo, como si de veras fuera por ahí, a pie o en auto. Mamá me compró una colección de tarjetas postales de la ciudad y las colgué con tachuelas junto a la ventana de mi recámara. Todas las mañanas, al abrir los ojos, es lo primero que veo.

El día que inauguraron la montaña rusa, hace años, no pude comer. Por culpa de mamá —siempre se las ingenia para sembrarme la tentación— vi la noticia en el periódico. Fui corriendo a la cocina a comentárselo, casi llorando y, claro, terminé por preocuparla. Me senté a la mesa con el estómago revuelto y no pude tragar bocado. Aquella noche soñé que iba en uno de los carritos a una velocidad vertiginosa, subiendo y bajando, como si una ola me llevara en su cresta a través de un mar oscuro. Pero antes, por la tarde, me subió la temperatura y luego me bajó repentina, peligrosamente, produciéndome un escalofrío que quemaba aún más que la fiebre y me obligaba a castañetear los dientes. Mamá se desesperó.

—¿Algo te impide asistir? —preguntó desde la ventana, mientras blandía el termómetro. Yo no podía evitar un llanto convulsivo. Estaba en la cama, cubierto por gruesas cobijas y con una colcha eléctrica encima. Mamá tiene razón, ya no estoy para que me pasen estas cosas.

Mi mayor diversión son los títeres: vienen todos los domingos. Voy al parque desde temprano para encontrar buen lugar. Los maneja un hombre gordo, con las mejillas y la nariz del color de un betabel.

Después de la función siempre platicamos un rato. Le encanta mi curiosidad. Se queja de que actualmente a nadie le interesan los títeres. El pobre apenas saca para vivir dando funciones por los parques de la ciudad. Me ha enseñado a manejarlos: en una ocasión hasta me permitió cubrir parte del programa. Al final, la gente soltó una lluvia de aplausos y tuve que salir a agradecerlos con una respetuosa caravana. El titiritero me ha propuesto que montemos un teatro de muñecos y no sería mala idea. En la colonia hacen falta lugares de diversión. Además de los títeres, me gusta el cine (voy los jueves, el día que cambian el programa en el único cine de la colonia), coleccionar álbumes de estampas y leer libros de viajes.

Quiero salir de aquí, de esta mugre colonia a la orilla de la ciudad, conocer otros sitios, pienso a veces, cada vez con más frecuencia y siento una fuerza, un sabor como a menta que me sube hasta los labios. Pero, ¿para qué? Siempre gana la desolación, la alta sombra que proyecta el mismo deseo de salir, y todo se derrumba como un castillo de naipes; algo que estuvo construido en el aire, sin plena convicción. Por lo demás, a pesar de los fracasos, yo sé que tarde o temprano voy a lograrlo. Así se lo dije hace poco a mamá: es sólo cuestión de tiempo, de que la decisión gane terreno. Verás que un día me voy aunque sea para no regresar.

He de advertir que esto lo escribo al día siguiente de un agudo fracaso. El anterior a éste sucedió hará quince días. Salí corriendo de casa con las manos en alto y pegando de gritos, para sorpresa de los vecinos. Fui a la vía del tren, me dejé caer sobre ella y arañé la tierra hasta sangrarme las manos. Nunca había llorado tanto. Estuve a punto de decidirme, pero no tenía caso. Echarlo todo a rodar —¿qué?— por un pasajero ataque de histeria, decía esa voz que me detiene, me ata a esta colonia donde nací. Regresé cabizbajo, secándome las lágrimas con el puño de la camisa y decidido a no pensar más en el asunto. Mamá estaba furiosa: las vecinas se habían enterado. Le pedí una disculpa y me metí en mi cuarto. Las sienes me palpitaban y seguro tenía fiebre de nuevo. Me acosté y mamá me llevó un vaso de leche y un bizcocho. Yo estaba sentado en la cama, recargado en el cojín y sintiendo que las sienes me iban a estallar; la fiebre me hacía ver las cosas envueltas en una mermelada de durazno, temblorosas. Pensé que era como arder en una hoguera; los que eran quemados vivos no debían haber sentido muy diferente. Claro, sabía que al día siguiente estaría recuperado; habría pasado el mal sueño y volvería a mi vida normal. Sin embargo, algo quedaba siempre de esas crisis nerviosas: el miedo a que se repitieran y el deseo enorme de aprovechar alguna para decidirme. Quizá por eso quedó como sembrada una semilla y todos estos días estuve dándole vueltas a la misma idea: bueno, ¿y por qué no? ¿Y si decido ir? La fui alimentando hasta que maduró: punto, voy a ir. Antier se lo anuncié a mamá y no pudimos evitar una lágrima dulce.

Me desperté a las siete de la mañana y empecé a prepararme: doscientos pesos en el bolsillo, la Guía Roji (aunque de seguro no tendría que utilizarla: puedo enumerar en orden, sin equivocarme una sola vez, todas las calles del centro y de las principales colonias, además de casi todas las estaciones del metro), teléfonos de parientes para el caso de perderme y una bolsita con dos tortas de jamón y una manzana. Mamá estaba feliz: quiso que estrenara el traje oscuro que me regaló cuando cumplí los treinta años, y ella misma me anudó una enorme y ridícula corbata que perteneció a papá. ¿De veras no quieres que te acompañe? No, mamá, quiero ir solo. Cada diez minutos salíamos a la azotehuela para ver cómo andaba el tiempo (un aguacero lo habría echado todo a perder). Pero el cielo destellaba y el sol crecía incólume. Sólo a lo lejos cabalgaban un par de nubes transparentes, inofensivas.

Nunca imaginé que la decisión me sentara tan bien. La angustia no aparecía por ninguna parte y me dediqué a desprender todas las tarjetas postales de mi recámara. Las tiré a la basura: ya no las necesitaba. A las once partí. Se corrió la voz y las vecinas estaban asomadas en la ventana de sus casas, murmurando y mostrando unos ojos fosforescentes a través de los cristales. Mamá salió al balcón para despedirme, agitando una mano nerviosa.

¿Qué sucedió después? ¿Cómo explicarlo? Conforme me acercaba a la vía del tren, la decisión fue perdiendo fuerza, gastándose; sentí cómo se alejaba de mi cuerpo, escurriéndose como arena entre los dedos y cuando llegué estaba nuevamente vacío, con ganas tan sólo de regresar a casa y olvidar decisión, ciudad, todo. Me dediqué a caminar por los límites de la colonia (los conozco perfectamente) como por la orilla de un río prohibido.

Regresé al anochecer. Sintomáticamente se había ido la luz y sólo estaban encendidos los faroles del parque. Las ventanas se veían iluminadas por la luz amarilla de las velas, envolviendo las cosas en una atmósfera como de sueño. Mamá estaba en el comedor, esperándome, con una vela en la mesa y otra en el trinchador, frente a un espejo para que la luz rebotara e iluminara más. Sonrió. Con una mano extendida hacia mí, preguntó:

—¿Qué tal, eh?

—No fui.

—¿No fuiste? —la mano regresó a su regazo.

—No. Sólo anduve dando vueltas alrededor de la colonia... No pude, mamá, de veras. No pude.

—¿Estás loco? —preguntó con un grito, enfurecida— ¿Es que piensas pasarte aquí encerrado el resto de tus días? —yo no contesté, me senté en una silla, a su lado, y permanecí con la cabeza hundida entre las manos. Mamá aventó una servilleta al suelo y me agitó una mano frente a la cara— ¿No tienes ambiciones, a tu edad?

La perorata fue subiendo de intensidad. Ni idea tengo cuánto duró; diez minutos o dos horas, quién sabe. Al final gritó que estaba harta, iba a llevarme a un médico aunque no quisiera. Punto. Qué había hecho para merecer un hijo así. Ella tenía la culpa por consentirme tanto, por nunca obligarme a trabajar, por permitirme vivir del dinero que nos dejaron mis abuelos. Lloró. Habló con una voz gutural, atragantándose de palabras, hasta que se le cansó la lengua. Terminó sofocada y se desabrochó el primer botón de la blusa. Yo me puse a mirar por la ventana hacia el parque —el viento levantaba el polvo en remolinos que la luz neón de los faroles convertía en fantasmas— y también empecé a hablar y hablar. ¿Por qué? Como si sólo estuviera esperando a que mamá terminara para soltarme yo. ¿De dónde me salían tantas palabras, qué tanto le dije, o me dije, porque por momentos me olvidaba de ella, hablando más para mí mismo? Entre lo que recuerdo, le dije que ella lo había visto: yo quería ir a la ciudad, estaba decidido pero algo me detenía en el último momento, como si perdiera fuerza en las piernas, no sé, algo extrañísimo, como si pisar el suelo de la ciudad significara hundirme, aunque yo sabía que no, al contrario: era liberarme, pisar tierra firme, empezar a caminar, pero por qué no podía. Me acuerdo de haber golpeado la mesa y soltarme llorando. Por qué, mamita, a qué le tengo miedo, qué me ata a esta colonia tan sombría. Ya no quería vivir así, quería salir, salir a como diera lugar, por supuesto que quería salir, nada anhelaba tanto en el mundo, aunque no me creyera, aunque fracasara todos los días, quería salir y viajar, viajar por todas partes, darle la vuelta al mundo, conocerlo todo, ¿te imaginas el gusto con el que voy a descubrir cada detalle de fuera después de estar tanto tiempo encerrado? Y volviéndome a verla —creo que sólo un par de veces me dirigí a ella directamente— le dije: voy a ir, te lo juro; tarde o temprano voy a salir de aquí, quizá mañana o pasado o dentro de un mes o un año o muchos años; estoy seguro de que voy a lograrlo. Quizá cuando llegue alguien, alguien a quien espero todos los días, y me diga: acompáñame a la ciudad, y yo lo acompañe sin más. Sin pensarlo. Estoy seguro de que va a llegar alguien así. Y aunque no llegara. De todas maneras yo iría. No me cabe la menor duda. Apreté un puño, como guardando ahí la fuerza para utilizarla en el momento preciso. Quizá mañana mismo. ¿Por qué no? Mamá se limitó a bajar la mirada. Algo más dije, no me acuerdo, pero de lo que sí me acuerdo es que después permanecimos en silencio, con la luz de las velas bailoteando a nuestro alrededor, mamá acodada en la mesa, apoyando la barbilla en las manos, mirando por la ventana hacia el parque en donde el viento levantaba el polvo en remolinos que la luz neón de los faroles convertía en fantasmas.

 

 


 

Muérete y sabrás

 

Quién iba a imaginarlo: en mi vida anterior también estuve casado con mi mujer actual. Lo supimos los dos, Lucía y yo, así, de golpe, como se saben las cosas importantes que uno sabe: sin necesidad de demasiadas reflexiones y por pura intuición. Además, lo supimos juntos y al mismo tiempo. Un viernes habíamos cenado en el Café Tacuba y al salir tuvimos una visión (entrevisión la llamamos, no queríamos sonar pretenciosos): del Zócalo vimos avanzar hacia nosotros uno de aquellos tranvías eléctricos que hubo en la ciudad de México a principios del siglo. Chirriaba, me acuerdo muy bien que chirriaba, y sus flancos eran de un ocre desportillado; con su trole llena de chispas y un resonar intermitente de campanillas. Duró lo que un parpadeo, pero sufi ciente para que Lucía me tomara del brazo, temblorosa, y preguntara si había visto lo mismo que ella.

—Sí, lo vi.

(¿Y si en ese momento digo que no, Lucía, qué hubiera pasado después, dime?)

—Pero es que... —dijo—, íbamos a tomarlo juntos.

—Lo tomamos juntos.

(Por Dios, con qué seguridad le respondí.)

—¿Juntos?

—Juntos.

—¿Cuándo?

—Los dos. Tú y yo. Allá, entonces.

(¿A qué quería yo jugar? ¿Quería jugar?)

No es fácil hacerse a la idea de una vida anterior, y con la misma mujer. Yo, realmente, nunca he terminado de hacerme a la idea. Me hago preguntas absurdas: ¿qué nos ató así, Dios mío, qué nos ató así? ¿De veras nos amamos o nos odiamos hasta la necesidad de continuar juntos? ¿Es que no quisimos o no pudimos desprendernos? Y, lo más importante, de ser cierta la entrevisión: ¿cuánto tiempo más? ¿Y si en una tercera vida sigo atado a ella, y sólo a ella? (El sentido tan terrible que adquiere hoy que en algunos de nuestros pleitos le gritara: "¡Ya no te soporto más!".)

—Eres inmortal aunque no lo quieras. Muérete y sabrás que me voy contigo, que te alcanzo a donde quiera que vayas, me oyes —dijo Lucía aquella noche, eufórica, metiéndoseme al pecho como nunca antes, con unas manos y una sonrisa que no volví a verle.

(¿Y si mientras hacíamos el amor te digo que era mentira, yo no vi nada, cuál tranvía, pura imaginación tuya, qué necedad y necesidad de continuar después de la muerte, y juntos además? ¿Me hubieras creído? ¿Todavía había regreso, Lucía, dime?)

Casi no hablábamos del tema, pero una noche cualquiera insistió en regresar al Café Tacuba y al salir me abrazó y nos quedamos largamente en la esquina, dentro del frío y con los ojos clavados por el rumbo del Zócalo.

—Tenían asientos transversales forrados de mimbre —dijo ella sin mover casi los labios, con los ojos desorbitados de tan fijos—. Y el conductor llevaba un uniforme... a ver: de paño azul, con botones dorados.

—Sí.

—¿Lo puedes ver tú también?

—Más o menos.

—Era tarde. Quizá cerca de la medianoche. Aunque es posible que interrumpieran el servicio de tranvías mucho antes de la medianoche.

—Es posible.

—Iba casi vacío, ¿te acuerdas?

—Pues sí, creo que sí.

—Y como la plataforma no llevaba puerta, se colaba el frío y yo me apretaba mucho contra ti.

—Como ahora.

—Sí, como ahora. Con un abrigo gris que me habías regalado en nuestro aniversario de bodas.

—Mmh, el abrigo no lo veo...

—Gris, largo, no muy fino, fíjate. Quizá no teníamos mucho dinero.

—¿Desde entonces? Qué destino el nuestro en la eternidad. ¿No será que hemos habitado el infierno todo este tiempo?

Abrió unos ojos que me obligan siempre a pedirle perdón.

—Perdón —y la besé.

Y siguió como si yo no hubiera mencionado lo del infierno:

—Casi no pasaban autos. ¿Tú viste autos?

—Pocos. Un Fordcito por ahí. Un Packard. Tal vez de veras tomamos el tranvía ya muy tarde.

—¿De dónde saldríamos, eh?

—Me encantaría averiguarlo.

Pero fue ella la que empezó a averiguarlo. Había largos paréntesis, pero de pronto insistía en regresar al mismo lugar y pararnos en la misma esquina y a la misma hora. Yo —qué doloroso confesarlo— empecé a sentirme ridículo.

—Mira, poco a poco he ido reconstruyéndolo todo —dijo—. Habíamos cenado en un restaurante que se llamaba Sylvain, que estaba en la calle de San Francisco, hoy Madero. Durante años (de aquéllos de allá) guardé una cajetilla de cerillos con el nombre del restaurante. Me tomabas de la mano a través de la mesa y tus ojos brillaban con la luz de las velas. Algo escribiste en una servilleta que no logro reconstruir... ¿Te imaginas reconstruirlo? Al salir hacía frío (eso lo supimos desde el principio, ¿te acuerdas?) y te tomé del brazo y caminamos unas cuadras a esperar el tranvía ese que vimos, y antes nos detuvimos en el aparador de una juguetería.

—¿Teníamos hijos?

—No lo sé. Pero es posible puesto que nos detuvimos en el aparador de una juguetería.

—Claro.

El tema le dolía porque en esta vida —en nuestro actual matrimonio— no hemos logrado tener hijos por más intentos y exámenes mutuos que nos hemos hecho.

—¿Cómo has averiguado tanto?

—De repente se me viene la visión, así. ¿Me entiendes? Se me viene la visión y ya. O en sueños. Aunque más bien en eso que llaman duermevela. Lo veo y sé que así fue.

¿Así fue de veras? Aunque tampoco me importaba demasiado ante la inminencia de nuestro presente, que se vaciaba de sentido con cada nuevo detalle entrevisto y que no dejaba lugar para nada más; si acaso, el insomnio que empezó a atormentar a Lucía, y la ocupación convulsiva de tragarse las lágrimas durante el día.

En sus ojos, abiertos o cerrados, adivinaba yo la misma obstinación: algo como el roce de un recuerdo que hacía que sus facciones se crisparan.

Ahí estaba aquello de nuevo.

A veces me despertaba para contarme:

—Se llamaba La Europea la tienda de juguetes donde nos detuvimos. Estaba en Cinco de Mayo.

O:

—Mira esta fotografía antigua. ¿A poco no podríamos ser tú y yo los que van tomados del brazo?

O:

—Algo de un pacto de amor escribiste en la servilleta del Sylvain, pero cuál.

O:

—Usabas el pelo engominado, totalmente peinado hacia atrás. Te veías mejor, sí.

Lo decía con una voz pastosa que parecía surgirle del fondo del sueño a pesar de sus ojos abiertos. Yo la escuchaba con dificultad: a mí los sueños verdaderos me jalan hacia abajo, hacia adentro, hacia algo menos turbio que aquellos amaneceres insomnes, en donde los primeros autos empezaban a traquetear por la calle y las preguntas de ella me iban sonando ya muy lejanas.

—¿Cómo puedes dormir con algo tan importante por resolver?

Se veía ridícula sentada en la cama con su camisón bamboleante y sus labios lívidos de cólera o de miedo.

—¿Por resolver qué?

—¿Éramos tú y yo? ¿Estás seguro de que éramos tú y yo?

—¿Cómo puedo estarlo?

—Lo dijiste aquella noche, que éramos tú y yo. La primera entrevisión la tuvimos juntos. Acuérdate.

Yo la escuchaba con los ojos entrecerrados y la sensación de que una ráfaga de sueño iba a derrumbarme en cualquier momento.

—Lo dije, pero bueno, quizá por la emoción del momento.

—¿No has vuelto a tener entrevisiones?

—No, para nada. Vamos a dormir otro rato, ven.

Por momentos, ya dormida —si es que lograba dormirse— la volvía a sentir a mi lado a pesar del llanto estúpido que le empapaba la cara. Porque, además, si para algo sirvieron nuestras entrevisiones fue para afectar un deseo sexual que antes era casi pleno. Algunas noches intenté regresar al pasado (pero al de aquí, no al otro) con una mano que buscaba despertarla de veras, sacarla de ella misma (esto es: de nosotros mismos, alejarla de aquellos otros) y me topaba con la frialdad de sus músculos yertos, vencidos por una fatiga que ningún sueño podía curar porque eran precisamente los sueños que soñaba ahora los que la tenían así.

Decía de mi dormir pesado y sólo con pesadillas ocasionales. La mayor parte de las noches yo dormía de un tirón o sólo entre sueños oía a Lucía moverse en la cama, quejarse, respirar agitadamente, pararse al baño o bajar a la cocina por un vaso de agua. De pronto, dejó de despertarme para contarme sus dudas o sus visiones de la duermevela. Y así, entre sueños, alguna noche la oí marcharse largo tiempo de la recámara —supongo que iba a la sala— y regresar horas después.

—Prefiero al otro, a aquél —creo que me dijo una madrugada, y creo que le sonreí por toda respuesta.

Por las mañanas siempre la descubría con los mismos labios lívidos y la sensación de derrumbe que parecía pesarle en los hombros y que la mantenía como sonámbula durante el día. Por eso cuando comprobé que algunas noches salía en el auto no me sorprendí. La oía encender el motor casi con furia y salir del garaje a una velocidad que debía estar prohibida a esa hora. Ningún caso hubiera tenido preguntarle. ¿Qué podía haberme contestado? Yo sabía a dónde iba. A dónde iba y a buscar qué. Y también por eso tomé con cierta resignación —con la resignación que es posible en tales casos— el hecho de que no regresara más. Hice mis actividades normales durante el día y cuando volví a casa por la noche y no la vi supe que era cierto: no iba a regresar. No fue fácil la siguiente noche sin ella —aunque en realidad hubo tantas desde antes en que ya no estuvo a mi lado—, con el hueco que dejó su cuerpo la última vez que estuvo ahí, porque no hice la cama y no había nadie que hiciera la cama.

Nos está buscando a los dos, me dije mientras miraba los últimos jirones del amanecer en la ventana, porque hasta eso me dejó: yo que antes dormía tan bien. Además de la obsesión nocturna de tampoco soportar la cama y empezar a buscarla en una calle en la que (lo sabía de antemano) ya no podía encontrarse más, no podía encontrarse más porque estaba en otro sitio, en ese otro sitio que yo aún no logro ver (entrever) pero que, estoy seguro, alcanzaré tarde o temprano si todas las noches voy a pararme a una esquina del centro de la ciudad a esperar pacientemente un tranvía que vendrá (tiene que venir) por el rumbo del Zócalo, con su trole llena de chispas y su resonar intermitente de campanillas.

 


 

Los delirios de Victoriano

 

Después de permanecer algunos días en la prisión militar de Fort Bliss y pagar una fianza, a Victoriano Huerta, ex presidente de México, se le permitió reunirse con Emilia, su esposa, en una casita de la calle Stanton, en El Paso, Texas, bajo arresto domiciliario. Había sido aprehendido apenas al llegar a Estados Unidos por las autoridades norteamericanas, que así procedían a petición de Carranza. Huerta sufría una grave depresión y se dio a la bebida más que nunca. Bebía, recordaba, lloraba y padeció varios ataques de delirium tremens.

Ocasionalmente iba a visitarlo el padre Francis Joyce, capellán de Fort Bliss, quien hablaba bastante bien el español. Llegaba de improviso, a veces por la mañana, a veces por la tarde.

Siempre era lo mismo cuando su esposa tenía que despertarlo, lo que casi nunca sucedía porque él apenas si dormía. Pero aquella tarde sí estaba dormido, y bien dormido, sin siquiera quitarse la ropa o taparse con una cobija, y su esposa sabía a lo que se arriesgaba. Lo movió suavemente por la espalda como si lo arrullara, esperando lo peor.

—Victoriano, Victoriano.

Huerta despertó con un gemido ronco, una sacudida convulsiva de las piernas y las manos, un rechazo de todo el cuerpo y toda la voz de algo horrible que arrastraba desde el fondo del sueño como un enorme trozo de materia pegajosa. Ella trató de calmarlo.

—Tranquilo, tranquilo, soy yo, Emilia.

Una aguja hincaba su cerebro, un martillo golpeaba sus sienes.

—¿Qué sucede? —con palabras aplastadas por la fatiga.

—Vino a visitarte el padre Joyce, por eso me atreví a despertarte.

—¿Qué hora es? —preguntó él, parpadeante, con unas pupilas sin luz, pasando una mano por el pelo revuelto, la mandíbula un poco levantada, mientras la frente corría hacia atrás como resbalando aún en la almohada.

—Las cinco de la tarde. Aprovecha que vas a hablar con él para comer algo.

—No tengo hambre. Me siento muy mal —se quejó, enderezándose en la cama, como si se rompiera los huesos al hacerlo. Se puso sus lentes, de espejuelos ahumados, como un disfraz cotidiano, indispensable.

A ella le parecía que en los ojos de él, con lentes o sin lentes, había la misma obstinada imagen (¿de quién?); antes o después de beber, de despertarse o de dormir era el mismo temblor frío y ácido de algo presentido, quizás el mismo cansancio sucio, el mismo resto de un llanto interminable (en un hombre que nunca antes había llorado), tan en otro mundo que era exactamente este mismo mundo donde ahora se instalaba minuto a minuto con sus fantasmas alcohólicos, martes 5 de enero de 1916.

La casa sólo tenía dos habitaciones, una más amplia que hacía las veces de sala y comedor, y la recámara. Había maderas opacas, alfombras raídas, una cretona tenebrosa, cortinas deshilachándose, floreros vacíos, una pequeña cocina con las paredes manchadas de humo. En la recámara, una vetusta cómoda de caoba, la única luz la difundían dos pequeñas veladoras en las mesitas de noche, y en el comedor una lámpara de pie, con pantalla de pergamino, que daba una luz como una pura mancha amarilla dentro de la sombra. Una casita despersonalizada y triste, perfecta para el arresto domiciliario en El Paso, Texas, de un ex presidente de México, denostado por su pueblo, deprimido y gravemente enfermo.

Cuando llegó el padre Joyce, doña Emilia le contó del ataque que había sufrido "el pobre de su marido" unos días antes, suplicándole que no le dijera que se lo había contado.

Victoriano había bebido todo el día, como bebía a últimas fechas, y al atardecer, sentado en el sofá de la sala, empezó a pegar de gritos y a señalar una ventana que daba a la calle.

—¡Tú! ¡Tú! —la sílaba era más bien un quejido ahogado.

Tenía unos ojos que se adivinaban de pupilas dilatadas detrás de los lentes ahumados. Emilia pudo observar que su creciente palidez adquiría un aspecto casi cadavérico. Un copioso sudor le escurría de las sienes empapándole el cuello y la camisa. Sus brazos rígidos se crispaban. Todo el cuerpo con escalofríos, preso en el embrujo. ¿De qué?

—Victoriano, ¿qué te sucede? —dijo ella, corriendo a su lado, intentando abrazarlo por el hombro, pasándole una mano por la frente sudorosa.

Pero él se limitaba a mirar hacia la ventana y gritar:

—¡Él! ¡Él! —con palabras como al borde de todo lenguaje.

Luego dio un largo trago a la botella de coñac y se tranquilizó un poco, con frases confusas que un llanto pueril y convulso reducía a hilachas, dentro de un hipo seco y breve.

Hasta antes de ese delirio, todo había sido moderadamente amargo y difícil, pero a partir de entonces ella sintió que no podía más, que necesitaba ayuda. Quería llamar a un médico del Fort Bliss, pero Huerta se lo impidió con el argumento de que podían aprovechar la oportunidad para encarcelarlo, en una celda diminuta, maloliente, como la vez anterior, lejos de su esposa.

—Lo que ha de preocuparle es que ahí no tendría coñac —dijo el padre Joyce, con un dejo de ironía en la voz. Era un hombre alto, rubio, perfectamente rasurado y un alzacuello que parecía parte consustancial de su persona.

Huerta y el padre Joyce se sentaron a la mesa del comedor a conversar. Una cafetera bufaba entre nubes de vapor en la cocina, donde permanecía Emilia. Huerta bostezaba y pasaba las manos frente a la cara como si apartara telarañas. El padre Joyce empezó por sugerirle que disminuyera considerablemente la cantidad de coñac que bebía diario, pero Huerta regresó a los temas que trataba siempre, los únicos que parecían obsesionarlo, hablara con quien hablara.

—Ya ve usted que todos nuestros planes para rescatar al país abortaron —dijo con una voz carrasposa, que parecía regresársele a la garganta—. Mataron a mansalva a Pascual Orozco, que fue por quien vine a Estados Unidos, Creel no logró poner de acuerdo a los rebeldes que andan por aquí, los alemanes no nos cumplieron con lo ofrecido, a mí me vigilan día y noche los norteamericanos. En México, no tardarán en pelearse entre ellos mismos los que hoy pelean contra mí. ¿Sabe usted lo que acaba de escribir el traidor de Jorge Vera Estañol, quien fue mi ministro de Instrucción Pública? Que no puede calificárseme de humano por mi capacidad infinita para la crueldad. Nomás imagínese. Hijo de puta. Después de que no hice sino intentar pacificar a mi país...

—¿Por los métodos que fuera, general?

La pregunta era un dardo certero al corazón, y el padre Joyce lo sabía. Porque, de nuevo, a últimas fechas, los recuerdos y las reflexiones de Huerta eran como mariposas revoloteando hacia llamas en donde arderían sus alas. Ya no lograba del todo justificarse ante sí mismo con la cantaleta de "no hice sino intentar pacificar a mi país...", porque ciertas escenas lo acosaban a todas horas y hasta se le colaban a los sueños. Volvía a verlas una y otra vez, por más que el coñac las alejara por momentos, sólo para regresárselas con mayor intensidad. Esa misma mañana le pareció revivir su campaña para "pacificar" Morelos durante el interinato de De la Barra, en 1911. ¿Recuerda usted, general Huerta?, se preguntaba a sí mismo cuando, poco después de despertar, se tomaba su primer vaso de coñac.

Derrumbaban las puertas de las casuchas a culatazos, echaban abajo tablas, estacas, muebles, muros de adobe, mientras los habitantes se mal defendían como podían con palos, escobas, azadones, hoces, machetes, las mujeres hasta con las uñas y baldes de agua hirviendo, o se atrincheraban detrás de mesas, baúles, mostradores, colchones, cajones o sacos de tierra, para desde ahí lanzar los objetos que encontraban a la mano con un odio que llegaba más lejos, a cambio de los proyectiles certeros que por fin los pacifi caban ("pacificar el sur, general, a toda costa"), los silenciaban poco a poco, apagaban los gemidos y los últimos llantos de los niños dentro del desorden de remolinos de polvo, paredes con boquetes, puertas derrumbadas, objetos pulverizados; lo silenciaban todo las lenguas de fuego que empezaban a levantarse en tantas casuchas de la zona: entrevero confuso de esos ataques plenos de crueldad, que dejaron un saldo de miles de morelenses muertos y que sólo alguien como el general Victoriano Huerta podría haber perpetrado. ¿O no, general?

Pero en sus informes Huerta justifi caba esas acciones al subrayar las respuestas brutales, vengativas, de los morelenses. En algún momento hablaba de una patrulla de cinco soldados que fue enviada a un recorrido puramente de observación y, poco después, en un pequeño poblado, fueron encontrados agonizantes, con hombres y mujeres que aún los golpeaban sin misericordia. "Les quitaban los uniformes a jalones para, muertos o moribundos, afrentarlos en su hombría." Había que darle una lección a esa gente malvada y Huerta los mandó quemar vivos, rociándolos con gasolina y luego prendiéndoles fuego. ¿Recuerda, general, recreándose usted al mirar los cuerpos encendidos, chasqueantes, retorciéndose como culebras en el suelo, con las cabelleras como grandes penachos rojizos dentro de una repentina llamarada?

Sólo cumplía su misión, ¿o no?

O como cuando el gobierno del presidente Díaz le encargó la tarea de "pacificar" el lejano territorio de Quintana Roo, es decir, la exterminación de los últimos mayas de la guerra de castas. Al frente de las operaciones estaba un general apellidado De la Vega, partidario de utilizar tácticas convencionales, ineficaces en una guerra de guerrillas. Huerta escribió a Bernardo Reyes, ministro de guerra, acusando a De la Vega de incompetencia; en respuesta, fue puesto al frente de las fuerzas, infundiéndole a su gente un ánimo —el hijo de puta de Vera Estañol diría: "una crueldad"— que antes no tenía.

Recuerda.

Los ojos fascinados del general que ven dentro de una súbita llamarada —ah, el papel que jugó el fuego siempre en su carrera militar— las casuchas convertidas en chisporroteo de maderas, adobes, latas, esteras, objetos indiferenciables que estallan, se desintegran, desaparecen. El cañoneo aumenta y el poblado yucateco queda sepultado en una nube de humo que escala la falda de los cerros y que se abre, aquí y allá, en cráteres por los que salen despedidos pedazos de techos y paredes alcanzados por nuevas explosiones. Un grupo de sus mejores soldados entra a la pequeña ciudad, entre nubecillas de humo que deben ser disparos. Desaparecen, tragados por un laberinto de techos de teja, de paja, de estacas, en el que a ratos surgen llamas. "Están acabando con todos los que se salvaron de los cañonazos", piensa Huerta. E imagina el furor con que sus eficientes soldados estarán vengando a los cadáveres de sus compañeros colgados en una ristra de árboles cercanos a la capital, desquitándose de las emboscadas que costaron a los federales tantas vidas. Bien hecho.

En octubre de ese 1902, Huerta pudo informar a Bernardo Reyes que la península estaba en paz, por lo cual fue ascendido a general de brigada.

Ahí, frente al padre Joyce y con su mujer haciendo un ruido insufrible en la cocina —a últimas fechas cada ruido, por leve que fuera, le retumba en la cabeza—, Huerta piensa que un ser embriagado —sobre todo eso: embriagado— por el poder, como lo fue él, no prevé la muerte; ésta no existe, y la niega con cada gesto y con cada decisión que toma. Si la recibe, será probablemente sin saberlo; para él no pasaría de un choque accidental o de un espasmo.

Por eso, la peor tortura que pudieron infligirle no fue matarlo en alguna de las tantas batallas en que participó, qué va, sino esta muerte, tan lenta e insufrible, que padece en su casita de El Paso, Texas, al lado de su mujer, con todos los amigos ya ausentes, los planes de recuperación del país abortados, y los ojos encendidos de un sacerdote —gringo, además— que no hace sino juzgarlo y aconsejarle que deje de beber. Por Dios. En esos ojos azules, como en una pantalla, vuelve a ver a cada una de las personas que mató por su propia mano —incluso a uno de sus soldados, que de pronto se sentó rendido a la orilla del camino y al que él le dio un tiro en la cabeza enseguida porque, dijo, "mis soldados no se cansan"—, sino también a los que mandó matar, que fueron tantos.

Su íntimo amigo Jesús Cepeda, gobernador del Distrito Federal, al que, después de una acalorada discusión, primero mandó preso a San Juan de Ulúa, donde alguien le pegó un tiro y luego fue lanzado al mar como carnaza de los tiburones; Abraham González, echado bajo las ruedas de un tren; Serapio Rendón, a quien se le pegó un tiro en la nuca cuando escribía una carta de despedida a su esposa; el senador Belisario Domínguez, que murió trágica y aparatosamente —le arrancaron la lengua— por haber llamado a Huerta dictador, traidor y asesino... Las muertes de Madero y Pino Suárez, que fueron como si las hubiera realizado por su propia mano, por lo que implicaban de traición y de inutilidad: pudo haberlos mandado exiliar sin ningún problema —¿no fue él mismo jefe de la escolta que acompañó a Porfirio Díaz a Veracruz, a abordar el Ipiranga, que lo llevaría exiliado a Europa?—, ¿pero qué le sucedió a él, a Huerta, con esa actitud tan incondicional y hasta la llamaría amorosa de Madero hacia su persona? Como si le adivinara un aspecto de fidelidad y de humanidad que el propio Huerta no se atrevía a reconocerse en sí mismo. ¿O la tendría? Pero la verdad es que nada odiaba tanto en Madero como su bondad, y por eso había que acabar con él cuanto antes.

De pronto, así de golpe, Huerta no soportó los ojos como cuchillos del padre Joyce. Se había puesto pálido y la taza de café empezó a temblar en su mano. Se incorporó de un salto de la silla, como escapando de una pesadilla. En realidad, en ese momento, el padre Joyce miraba hacia el suelo para no intimidarlo aunque, pensó Huerta, el muy maldito, con disimulo, lo espiaba por entre las pestañas. ¿Se estaría volviendo paranoico, como le diagnosticó uno de los doctores del Fort Bliss, pinche gringo? Se retiró del comedor rumbo a su recámara, sin despedirse, haciendo equilibrios entre los muebles y las vitrinas.

Esa noche tuvo sus últimas alucinaciones y escalofríos —Emilia le aplicó unas fricciones de trementina y de mostaza que medio lo hicieron entrar en calor— antes de que ella se decidiera, por fin, a llamar al doctor M.P. Schuster de Fort Bliss. El doctor, sospechando que la inflamada vesícula impedía que la bilis llegara al intestino, se inclinó porque se le practicara cuanto antes una intervención quirúrgica. La operación se realizó en un hospital de El Paso, el 8 de enero de 1916. El doctor Schuster removió varias piedras de la vesícula, pero informó a la prensa que la operación había revelado complicaciones más serias. Mientras Huerta estaba en la mesa de operaciones, el doctor detectó una grave enfermedad degenerativa del hígado, muy probablemente cirrosis tóxica, común en alcohólicos crónicos. Dos días después, Huerta fue sometido nuevamente a cirugía, un procedimiento aparentemente simple de incisión para extraer líquido excedente del conducto intestinal, pero nada se hizo en cuanto a la cirrosis. Por cerca de tres días pareció que el enfermo mejoraba y se le llevó a su casa, pero luego empezó a decaer y a tener nuevas alucinaciones, según contaba su esposa. Decía que recibía la visita de Francisco I. Madero, que venía por él, que lo veía con toda claridad, tal cual lo vio antes, durante su delirium tremens, a través de una ventana que daba a la calle, con el jacquet y el pantalón claro a rayas, la camisa de cuello duro, el sombrero de hongo; que le pasaba las manos por la frente, le sonreía y lo tranquilizaba. Aquel Francisco I. Madero que tanto confió en él, hasta el absurdo y —¿por qué no reconocerlo, general?— la tontería.

El 12 de enero los médicos llamaron junto a su lecho al padre Joyce, con quien, ahora sí, habló largamente. Se preparó una breve adición testamentaria por medio de la cual dejaba sus —ya muy reducidos— bienes a su esposa, a excepción de una caja de documentos que confiaba al padre Joyce, en el sobreentendido de que el clérigo trataría de sacarlos de México para entregarlos a su familia, que haría los arreglos convenientes para su publicación. Huerta estaba ya muy débil para firmar el testamento pero logró poner una x en el lugar apropiado.

Con la estola en los hombros, cayéndole a ambos lados del cuerpo, el padre Joyce se inclinó sobre el agonizante, quien pareció sonreírle. El sacramento de la extremaunción cobró una solemnidad particular. Era el olor del aceite, sin ninguna duda. El aceite en los párpados, en los labios, en las manos, en las plantas de los pies. Al marcharse el sacerdote dejó un olor que se conservaba en el aire. Un olor a cera y a naftalina.

Al saberse de su muerte en México, uno de los historiadores más solventes de aquel entonces, Alfonso Taracena, escribió en su diario:

"Murió ayer a las ocho con treinta minutos de la mañana del 13 de enero de este 1916, el general Victoriano Huerta en su casa de El Paso, Texas. Se dice que llamó a un sacerdote al verse al borde de la tumba. Con éste tal vez no haya guardado su secreto en lo relativo al asesinato de Madero y Pino Suárez".