Material de Lectura

 

El día y la noche

 

Cuando los primos pasaban las vacaciones en la casa de Acapantzingo, los días poseían la claridad de la alberca y la ferocidad del sol; la noche, lo impenetrable de la obsidiana. A la vera de la iglesia, entre los zapotes que despanzurraban sus frutos negros en el jardín, las mañanas e ran doradas como la cerveza que los padres bebían al lado de la alberca. Ellas jugaban a la escuelita con las niñas del pueblo, que en la casa de enfrente habían dispuesto un chiquero vacío para hacer las veces de aula. Las niñas de la casa y las de la cuadra lo limpiaron e instalaron unas tablas para que las más pequeñas asistieran de alum- nas, mientras las grandes daban explicaciones en el pizarrón traído de la ciudad de México. Relacionarse con las niñas que vivían en Acapantzingo, les provocaba un entusiasmo que sostenía los fines de semana y esas largas vacaciones escolares. Regresaban a la casa antes de comer para darse un chapuzón. Ellos las salpicaban y se burlaban: ¿qué les pasaba? Tenían una alberca para jugar. ¿No era suficiente con ir a la escuela todos los días? ¿Qué tenían que ver ellas con las niñas del pueblo? A ellas les parecían bobos, insensibles. Los padres advertían que no los mojaran, mientras sostenían los tarros empañados y ensartaban dados de abulón con el palillo.

Ellos habían amarrado una liana al encino cuya rama se desplegaba por encima de la alberca con forma de riñón. Se subían al tronco, se colgaban de la reata y se mecían hasta tirarse justo en el centro. El más intrépido lo hacía con una voltereta en el aire. Tentaban a las niñas: les toca. Ellas se lanzaban con torpeza. Luego se aventaban agua en la cara o jugaban a las guerritas. Las más grandes llevaban a las más chicas en hombros, lo mismo hacían ellos y forcejeaban hasta que uno de los gladiadores caía vencido sobre la superficie. Se sofocaban y bebían agua de jamaica. Las mamás servían y ellas y ellos comían en la terraza aún con los trajes de baño mojados. Ellas aprovechaban para contar las cosas que ellos no podían ver por estar en la alberca azul cielo: en la casa de Marcela tienen una burra; hay un pozo para sacar el agua; la mamá hace tortillas a mano y nos convida; guardan alacranes en un frasco; hay un moño negro en la puerta que da a la casa porque se murió un hermanito cuando nació. Ellos fingían no interesarse. Después de comer buscaban el arco y la flecha para tirarle al plátano al fondo del jardín y disfrutar cómo se hundía la punta metálica en el fuste lechoso. Ellas querían tirar también porque el arco se tensaba muy bonito y chasqueaba en el aire cuando lo soltaban. Las campanas de la iglesia llamaban a llevar flores para la virgen. Ya se van las monjitas, decían ellos, porque ellas se apresuraban a vestirse, todavía con el cloro de la alberca en las pestañas y en la piel estirada por el sol y el agua. Marcela ya tocaba a la puerta: irían a la barranca a cortar flores frescas. Salían jubilosas con sus sandalias blancas o color miel, el pelo mojado recogido con una liga. Ellos esperarían un rato, aburridos en la terraza, hasta que les dieran permiso de volverse a tirar al agua; sentirían muy ancha la terraza ahora que las niñas andaban en misa. Qué ridículas, si sus padres nunca iban.

Ellas se sentían parte de aquel enjambre de mujeres de todas edades entrando en la iglesia oscura. Se figuraban que el ramillete que sostenían en sus manos las hacía buenas. Esperaban con avidez el momento de los cantos que ellas aún no habían aprendido para acercarse al pie de la virgen y añadir sus flores a la montaña fragante. Cada una buscaba los ojos de la virgen y guardaba un sigilo reverencial. Entre ellas ni se miraban, como si se desconocieran, como si pertenecieran al rito, a la iglesia de su casa de fin de semana desde siempre.

Por la tarde regresaban cuidando de no despertar a los mayores de la siesta y con los niños —que no demostraban el gusto por verlas regresar— remataban lo que quedaba de la tarde con juegos de mesa o con la mímica para adivinar películas. Así llegaba la noche con sus meriendas de platillos voladores. Entonces ellos proponían cruzar el atrio de la iglesia. Ellas querían ir para comprar algo en la tiendita que estaba justo al otro lado del atrio.

—Se puede rodear la iglesia por afuera —proponía una.

—Eso no tiene chiste. ¿A poco les da miedo? —se burlaban ellos.

—Para nada —decían ellas y dejaban atrás el bossa nova que oían los padres después de haberles dado monedas para comprar galletas de malvavisco rosa.

Era preciso subir los escalones que daban acceso al atrio: un lote de tierra vacío donde habían visto a moros y cristianos simular una lucha y al enano Margarito —todo él pequeño como un muñeco y no con la cabeza y los brazos grandes como los de los circos— que con voz tipluda decía que vencerían al mal. Parecía un cementerio flanqueado por la iglesia ocre iluminada de luna. Al final del atrio se distinguía el sauce, único árbol de aquel desierto. Junto a él, aunque no se veían desde el extremo opuesto, estaban las escaleras que llevaban a la miscelánea. Ya habían cruzado el atrio de noche, pero no se acostumbraban, sus corazones bombeaban con velocidad, la boca se les secaba porque en nada se parecía esa negrura que podía ser territorio de la Llorona al momento del rosario o de la liana sólo unas horas atrás. Nadie quería ser el primero ni el último. Suponía estar solo en uno de los dos extremos por insoportables minutos, por eso los más pequeños quedaban fuera del volado con el que se sorteaba el orden.

Después de un tiempo eterno de zancadillas sobre la tierra seca e indescifrable, una vez al otro lado, devenía un orgullo que se soltaba en risa nerviosa. Cada uno pensaba que era la última vez que lo haría. El regreso sería en corro y por afuera de la barda. Alguien propuso juntar el dinero y comprar una cajetilla de cigarros. Y unos chicles, agregaron, para disfrazar el olor. Cerillos, insistió el de la tien- dita, que no tenía ningún empacho en venderles a los escuincles. No querían observadores, así es que dieron la vuelta a la esquina de la barda para quedar fuera de la mira del tendero y el mayor encendió el primer cigarro. Dio varias chupadas hasta que en la oscuridad resplandeció la chispa roja de la punta y lo pasó a la prima mayor. Tosió un poco. Ella dio una chupada y soltó el humo esponjoso. Pasó el cigarro que provocó tos y risa entre todos y deseos de que diera la vuelta completa para arremeter con otra chupada. Encendieron otro cigarro pegándolo al extremo abrasivo del que se consumía, como habían visto hacerlo a sus padres. Y cuando se lo acabaron no sabían qué hacer con el resto de la cajetilla porque les pareció que había sido suficiente. Ya alguno estaba mareado y la boca sabía desagradable. Se repartieron los chicles de canela y caminaron despacio y callados hasta llegar a casa y terminar la jornada con algún programa de televisión, todos tumbados sobre la cama del cuarto principal, entre quejas y carcajadas, hasta que el sueño los venciera.

El sábado que llegó la prima Elena con su madre a pasar el día en esas vacaciones de abril, ellos y ellas intentaron aferrarse a sus rutinas y a sus horarios. Elena ya tenía trece años y se negó a jugar a la es- cuelita con las vecinas. Tampoco quiso tirarse de la liana a la alberca helada. Se quedó con su larga trenza rubia que le dividía la espalda en dos y su bikini azul marino, tumbada sobre uno de los camastros. Ellas volvieron más pronto de las clases en la porqueriza y ellos dejaron de jugar a Tarzán para no salpicar el cuerpo acinturado de la prima. Comieron botana alrededor de Elena, que se incorporó para estirar la mano hacia una jícama. Así tan cerca las piernas y los torsos, ellas y ellos observaron sus pantorrillas lisas. Elena se rasuraba. Las niñas quisieron quitarse la pelusa de las suyas de inmediato; los niños, recostarse en aquellos muslos que comenzaban a broncearse.

Comieron con menos escándalo y sin enseñarse la comida. Elena hablaba poco. Con un poco de fastidio preguntó si pasarían allí todas las vacaciones.

Ellas y ellos volvieron al plato de lentejas sintiendo los días por venir como una carga farragosa. Las campanas a lo lejos avivaron a las niñas. Invitaron a Elena. Ella dijo que sólo iba a misa los domingos y los chicos se quedaron contentos suponiendo que jugaría con ellos al arco y la flecha o con el rifle de diábolos, pero Elena se tumbó con una revista en la sala fresca. Desde la terraza ellos la miraban de cuando en cuando sin acertar a alejarse de allí.

Ellas arrojaron las flores en el momento preciso, sintiendo cierta prisa por volver y menos devoción a los ojos santos de la figura de porcelana. Se preguntaron si Elena querría ir al atrio cuando oscureciera. Ellos ya se lo habían propuesto. Le gustó la idea de salir de casa y mientras caminaban, ahora que el sol se había metido, parecía más simpática. A ellos y a ellas les emocionó que estuviera dispuesta a aventurarse a cruzar el atrio y que no pensara que eran bobadas.

—¿No salen hombres? —les preguntó cuando se distribuían el orden en la penumbra.

Habían pensado en la Llorona y en otras alimañas. Los hombres no cruzaban el atrio en las noches.

—¿Ni los borrachos? —preguntó.

Lanzaron la moneda. A Elena le tocó ser la primera. El primo mayor le cambió el lugar. Ella sería la segunda. Los demás lo miraron perplejos, nunca había tenido un detalle así. Cuando todos libraron la inhóspita dimensión del atrio, ya Elena tenía la cajetilla en sus manos y repartía un cigarro a cada uno. Ni siquiera se molestaron esta vez en quedar fuera de la mira del tendero. Fumaron allí bajo el sauce, retando con volutas de humo el negro vacío del atrio que habían dominado. Elena explicó que había que dar el golpe para fumar bien e hizo una demostración. Dio una chupada al cigarro y abrió la boca vacía para que imaginaran el humo dando vueltas en sus pulmones. Luego dibujó dos redondeles de humo que contemplaron asombrados. Los intentos los marearon, nadie pensó en los socorridos chicles de canela.

Regresaron a casa ligeros, con Elena al centro porque ella sí sabía fumar y no había tosido y caminaba derecha como si el humo que había hecho arabescos en sus pulmones le diera cierta altivez. Olvidaron la televisión y se fueron al cuarto de los niños —el de las literas que daba a la terraza— a jugar a la botella en el estrecho espacio entre las camas donde se habían sentado. Que si los besos y las cachetadas y luego pasarse el cerillo encendido para disparar preguntas indiscretas. Y luego ya no se les ocurrió nada hasta que alguien apagó la luz, y el mayor encendió la linterna y pidió a las mujeres que hicieran un show para los niños. Ellos se subieron en tropel, casi cayéndose, a esa cama alta. Y las niñas pensaron en un baile. El mayor iluminaba como en el teatro a cada una y Elena subía la pierna como si fuera el can cán. Y luego cambiaron y ellos hicieron una pirámide, uno sobre otro, que se vino abajo cuando ellas les apuntaron con la linterna a los ojos. Entonces ellos pidieron que Elena hiciera un show sola y ellas también dijeron que sí y se subieron a la otra cama sin la linterna que se habían apropiado los niños. Elena se fue al rincón de la puerta para que ellos y ellas la miraran y empezó a moverse como una mujer; las caderas para un lado y para el otro, la cintura dando vueltas. Y hacía como si se quitara los zapatos y las medias que no traía, y se volteaba de espaldas entre los silbidos de ellos y ellas que jugaban a ser los clientes de un cabaret. Y ella hizo como si se quitara un vestido y se desabotonara un brassier y lo aventó, pero siguió allí con su playera de rayas rojas y sus shorts color caqui. Hasta que el más grande se atrevió y dijo: súbete la blusa. Y todos asintieron con su silencio. Y él le alumbró el talle mientras Elena tomaba el extremo de la playera y lo subía lentamente mostrando el vientre y luego los pechos abultados como un paisaje sorpresivo. No silbaron, ni aplaudieron. El primo apagó la linterna y fue bueno que tocara a la puerta la madre de Elena para avisar que se iban.

A la mañana siguiente se asolearon en los camastros y se metieron a la alberca. Ellas no atendieron los toquidos en la puerta cuando Marcela llamó a clases, ni ellos a la liana que colgaba inútil. Dejaron pasar de largo las campanadas de la iglesia y los pasos de las mujeres hacia el barranco por la cosecha de flores. El arco y la flecha no cimbraron el aire ni hirieron la planta. Se rieron menos y jugaron poco. Sólo esperaban que llegara la noche que ya se había confundido con el día.