Antón Chéjov Antón Chejov (1860-1904) es uno de los escritores que dieron grandeza y esplendor a la narrativa rusa anterior a la Revolución de Octubre. Está junto a Tolstoi, Dostoyevski, Gogol, Turguenev, Andreiev y Korolenko, pero ocupa un espacio propio. Legó a la posteridad una extensa obra literaria, de la cual las novelas cortas y los cuentos han tenido una amplia difusión, aunque en vida de su autor no fueron esos trabajos literarios los que dieron renombre a Chejov y le ganaron un envidiable éxito, sino las obras de teatro. Tanto es así, que el “Teatro del Arte”, de Moscú, fue construido especialmente para que en él se representara a Chejov. Con el transcurso del tiempo, la imagen del autor teatral, sin perderse, cedió importancia a la del narrador y particularmente a la del cuentista. Mencionar a Chejov es evocar cuentos que figuran entre los mejores de la literatura universal. Aunque varia y diversa, la obra narrativa de Chejov guardó una acendrada unidad en el que podría llamarse “estilo Chejov”, presente lo mismo en la producción dramática que en la narrativa. Este estilo se apoya en un recurso de aparente sencillez y probada eficacia: para definir a sus personajes, Chejov no apela a las grandes situaciones ni a las grandes actitudes, es decir, no apela a lo espectacular, sino que, situando a sus personajes en un marco de vida ordinaria y las más de las veces sencilla, introduce en el proceso de la creación elementos en apariencia insignificantes, aunque en realidad henchidos de importancia: son a la manera de claves y producen efectos subliminales, que dan su justa dimensión y su profundidad al relato, logrando para él tanta intensidad como significación. Chejov tuvo el acierto de no excederse en el uso de esos elementos y de no darles un relieve especial, porque eso lo habría empujado a la minuciosidad y, con la minuciosidad, a la monotonía y el aburrimiento. Lo que con ellos hizo fue colocarse en el lugar adecuado, en aquel desde el cual su influencia podía fluir, y lo hizo aconsejado por la intuición. Pues en el caso se trata de un mecanismo intuitivo, no reflexivo. La inteligencia, tal vez, no podría ser tan acertada para indicar el lugar exacto y la forma de ocuparlo sin que se note. Es éste un rasgo distintivo, un modo de sensibilidad, podría decirse, que conviene subrayar, porque merced a él la obra de Chejov se presenta siempre fácil y limpia. Otra singularidad de esta obra radica en la preferencia que su autor otorgó a la caracterización de los personajes. No es frecuente que en el cuento o en la narración breve se discierna tal preferencia, que conviene a la novela, salvo en ciertos géneros, como el policiaco. No es el asunto o la intriga lo que interesa o preocupa primordialmente al novelista sino los personajes que participan en el asunto o la intriga, cuya justa caracterización es parte inseparable de las buenas novelas. La caracterización de los personajes, antepuesta a la trama, la consiguió Chejov hasta en sus más breves relatos, esos que parecen simples bosquejos o sencillas anécdotas. Hay en Chejov cuentos que se reducen a la semblanza y que son, sin embargo, cuentos. Chejov empleó con cierta frecuencia una ironía o un humorismo, que sin llegar a la comicidad, como en Averchenko o en Goncharov, dan ligereza y amenidad a la narración. Es probable que en el empleo de ese recurso tenga parte el hecho de que Chejov, en su iniciación literaria, escribía pequeños trabajos de matiz humorístico que publicaba en periódicos y revistas, amparándose en el seudónimo “Chejonte”. Ya en el ejercicio de la profesión médica, Chejov perfeccionó sus dotes de observador acucioso y tuvo oportunidad para establecer estrecho contacto con la amarga realidad de la Rusia zarista, a cuyas capas inferiores se aproximó mucho, cuando, como médico voluntario, tomó parte en la lucha contra la peste de 1892. Crudas experiencias, así como la tuberculosis que finalmente lo llevó a la tumba, hicieron que aquel que fuera humorista en su iniciación, declinara hacia el escepticismo y la tristeza que señala a la mayor parte de su obra de madurez. Las narraciones de esta época rematan muy a menudo en la decepción y el fracaso, sin que por eso deje de asomar en ellas algunas veces un atisbo jovial o una acotación irónica, que, cuando tropiezan con la amargura, suelen desviarse hacia el sarcasmo. Es entonces cuando surge el Chejov crítico indirecto de la sociedad en que le tocó vivir. Esta sociedad y la vida que en ella se arrastraba, dieron a Chejov actitudes de profundo desencanto. En una de sus novelas cortas escribió: “La vida de nuestras clases superiores es gris y como envuelta en crepúsculos, la del pueblo, la de los obreros y campesinos es un noche negra formada de ignorancia, de pobreza y de toda suerte de prejuicios.” El contacto con esa realidad empujaba a Chejov hacia la melancolía, otras veces hacia una gran tristeza y otras todavía hacia una indignación que encontraba cauce en el sarcasmo. De aquí la variedad y la riqueza de su obra; pero también ese tono de angustia que la satura, al proyectarse en ella las experiencias del escritor. Si la Rusia zarista, con su opresión, su miseria y su crueldad, fue un tema que estuvo presente casi siempre en la trama o en los protagonistas de las narraciones de Chejov, éste también encontró estímulo en la certidumbre de que el sentido práctico del hombre que se asfixia en el materialismo es otra realidad agobiadora. Su obra teatral más conocida, El jardín de los cerezos, es la historia de un bellísimo jardín que, al ser adquirido por gente adinerada y poseída por el sentido práctico, es destrozado sin piedad y cae en la fealdad desde su antigua belleza. Esa falta de sensibilidad de la gente práctica la hace extensiva Chejov a casi todos los aspectos de la realidad. La sordidez, la mezquindad y el egoísmo dominan con harta frecuencia a los personajes de sus relatos, y como estos personajes están caracterizados tan diestramente, con tanto arte, la obra de Chejov parece, en su conjunto, una gran galería con retratos de seres en que un escondido miedo de vivir, o el dolor y la miseria han provocado lamentables deformaciones. Por eso parece tan certera la opinión de Benjamín Jarnés: “La bajeza que pinta Chejov comienza con la pérdida de la fe en las fuerzas propias y en la pérdida progresiva de todas esas esperanzas luminosas e ilusiones que constituyen el encanto de toda actividad; y luego, paso a paso, esa bajeza destruye todas las fuentes de la vida. Sólo quedan esperanzas rotas, corazones desgarrados, fuerzas destrozadas”. A pesar de que toda su obra es una protesta contra la miseria humana, Chejov no cayó en ideologías ni en partidarismos políticos. Él mismo lo dijo: “Yo no soy liberal ni conservador, ni militante ni abstencionista. Quisiera ser solamente un artista libre y me duele que Dios no me haya dado la fuerza para serlo. Odio la mentira y la violencia bajo todos sus aspectos”. Murió Chejov el 3 de julio de 1904, asistido por su esposa, la actriz Olga Knipper, con quien se había casado en 1901.
Rubén Salazar Mallén
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