Material de Lectura

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Selección y
presentación de
María Luisa Puga



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La aparente vileza

 

Con Santa María, Onetti reinventa Montevideo, o cualquier otra ciudad del cono sur, “un puntito de Sudamérica que sólo tiene nombre porque alguien quiso cumplir con la costumbre de bautizar cualquier montón de casas”, dice en “Jacob y el otro”. Reinventa la realidad y la deja flotar como esmog viscoso en torno a sus personajes sin prestarle mayor atención, porque parece obsesionado por algo que no está ahí, que no está en esa costumbre tranquila y sosegada de vivir la normalidad; no está en tanta forma heredada con tamaña mansedumbre, de esos inmigrantes que pretenden hacer un país como vagamente recuerdan el de origen. Por eso Juan Carlos Onetti vacía de sentido las palabras más mecánicas, más manidas en la vida del ser humano: éxito, fracaso.

Y se ríe. No intocable y superior, sino absolutamente vapuleado, humillado por esa cosa con la que vivimos todos: la ilusión. De niños nos dijeron que la felicidad, que el bien, que la justicia. Nos aseguraron que.

Debe haber sido un aplicado practicante de la vida, pero solamente un tiempo breve. Después parece haber tocado el fondo del pozo: el desengaño. Y quizá fue entonces cuando empezó a reír y aprendió a amar. Y otra cosa: aprendió a esperar.

El tiempo de la espera se vive en donde sea, pero resulta siempre como una lupa. Puede ser en un cuarto de hotel, en un puerto solitario, un gimnasio derruido, unas horas vacías, un deseo loco, irracional de que el presente desemboque en algo distinto. Una fe.

Onetti nos enseña que durante la espera a que el sueño se realice (ya que de eso se trata la ilusión: de espera), lo que transcurre entre tanto es todo lo que tenemos. Y así encontramos a sus personajes, aparentemente derrotados, sin escrúpulos, corroídos por un resentimiento profundo que quieren descargar sobre lo primero que pase. Onetti los hace existir con desgano, sin intentar suavizar su rudeza, su falta de alternativas. Nos coloca junto a él para que podamos contemplar cómo se mueven sin dirección, por inercia, envueltos en una absurda existencia marginal de la normalidad.

Mujeres viejas, prostituidas, profundamente nostálgicas de remotísimos mundos apacibles. Hombres barrigones y solitarios, que saben inclinarse caballerosos pese a estar completamente borrachos, porque lo que no se hace jamás es dejarse ver derrotado. Paisajes urbanos, entristecidos por la ausencia de una auténtica vitalidad, que son recorridos por adolescentes obsesionados. Mutismo y cigarrillos que parecen asideros para desesperados.

Como de malhumor, hastiado por tanta palabra llena de tonos y hueca de sentido, Onetti desarrolla sus frases enhiestas con algo de perversidad gozosa. Y la cobardía, el cinismo, el asco, la indiferencia construyen paso a paso una visión del amor completamente inusitado.

Es la misma historia siempre: Santa María y sus habitantes que desde ahí añoran otros mundos o que, desde otros mundos añoran Santa María. Los ve uno parados en la acera colgados de misteriosas maletas, o caminando por la noche, solitarios y repasando una y mil veces la entonación de una frase para arrancarle su verdad. Porque a veces es la pausa entre una palabra y otra, o la mirada que se enturbia, la nariz que se arruga o la sílaba que se pierde, las que contienen la verdadera elocuencia. Los ve uno perseguir imágenes inasibles con un manoteo fantasmal que no llega a la locura por lo que tiene de pasión auténtica, como sucede con el personaje femenino de “Esbjerg en la costa”, o el personaje de “Un sueño realizado”. Siempre colocados oblicuamente en relación con la normalidad, siempre a destiempo.

Cada uno de los cuentos de Onetti es un pedazo de esta realidad que, a medida que se amplía se enriquece de matices producto del tiempo que transcurre. Onetti retoma sus primeros cuentos y los rescribe introduciendo en ellos nuevos elementos, diálogos más complejos, detalles más precisos. Es como si con cada reescritura aproximara más la lupa y descubriera un mayor sentido.

Y son estos acercamientos los que luego aparecerán en la novela, como rasgos de una realidad que ha estado ahí siempre.

Jorge Rufinelli dice en su prólogo a los Cuentos completos de Onetti, que es admirable “la fidelidad con que Onetti ha venido construyendo, en estas cuatro décadas, ese universo sombrío, hecho con pequeñas metáforas de muerte, que alivia a veces un gesto mínimo de compasión o de humor”.

Universo sombrío porque es el de los seres que no llegan a pertenecer a la normalidad, que se caen de ella, que fracasan, que envejecen o se afean. Seres que producen la impresión de estar existiendo en una tierra de nadie, mirando con añoranza hacia donde los demás existen, aunque existan como autómatas, cumpliendo aplicadamente con sus papeles. Mientras que los personajes de Onetti, en su afán por creer en sí mismos, se someten a un ritual de gestos, de actitudes en apariencia sensatas, aun cuando sus empresas son, justamente, insensatas.

Sombrío, pues, pero ¿desde cuál punto de vista? Del de la normalidad, porque acá “la vida es lo que no puede hacerse en compañía de mujeres fieles ni hombres sensatos”. Acá, ya todo es complicidad, nos dice el peculiar sentido del humor onettiano, que jamás hace estallar en carcajadas, sino que desata una risa profunda y expansiva porque nos ayuda a sentirnos actores y no simplemente espectadores. Nos hace sentirnos partícipes y querer, querer directamente al personaje, por absurdo que sea, ya que es alguien que tiene las contradicciones que todos nos percibimos a diario. Risa en última instancia amigable consigo misma. Risa ante la actuación que sólo uno sabe que es actuación.

Pareciera que Onetti ha conquistado la amistad consigo mismo, en la que impera el “respeto, esa forma de la tristeza que ayuda a unir”. Y sus narraciones son siempre recreaciones de situaciones inútiles, absurdas, fracasadas de antemano, pero comentadas, entretejidas por el comentario que su autor se hace a sí mismo en una sorprendente, luminosa aceptación del ser.

Son raros, si no es que inexistentes, los momentos de burla despiadada en los textos de Onetti. El odio, el desprecio, la superioridad, no existen sino como trayectos hacia otro estado de ánimo: la aceptación. Pero no la aceptación de que las cosas sean “así”, sino de que uno es un ser en perpetuo movimiento, en constante contradicción.

Pero burla sí la hay en todo momento. Burla de la ampulosidad, de la “seguridad”, de la ingenuidad. No de la inocencia. Es sobresaltante ver en dónde hace sentir Onetti la inocencia, en qué mundos, qué personajes, qué resultados de vida. Casi siempre en los prostíbulos, en los seres “fracasados”, y casi siempre se trata de una inocencia que más que decirnos algo, pareciera recordarnos algo largamente olvidado: la niñez, el comienzo.

En una entrevista que Margarita García Flores le hiciera a Onetti en 1976, entre otras cosas le preguntó qué era la piedad para él: “—¡Ah, esa pregunta terrífica! ¿Cómo va a definir la piedad? Siempre he sentido la piedad pensando en La pietá de Miguel Ángel, la Virgen con Cristo muerto (gran pausa). La piedad, quiero insistir, no en un sentido despectivo, de superioridad, sino como la desdicha que usted no puede remediar. Eso, la desdicha irremediable, me provoca piedad.”

También está la dureza. Rasgo ineludible en los textos de Onetti. Así como en él no existe el jolgorio porque la evasión es inadmisible, no existe tampoco la concesión, la negociación, el “mita y mita”. Las mujeres, en los relatos de Onetti, son extraordinariamente duras y, por lo mismo queribles, porque son solas, son fuertes pese a que en la mayoría de los casos estén en situaciones de extrema vulnerabilidad. Seres humanos al desnudo, como sus luchadores envejecidos, o sus empresarios en bancarrota, sus adolescentes madurados a base de golpes, sus niños criados a fuerza de costumbre.

Pero Onetti sabe lo que es ser hombre, ser mujer, ser niño. No en vano ha comprendido la vileza de la normalidad. Por ello, y con esa piedad/dolor hacia la desdicha humana comprende el “sentido atávico de la injusticia” que tiene la mujer, y que en el mundo onettiano se podría aplicar a todo ser viviente: víctimas, pero no inocentes. Es de todos la culpa, y de todos es la responsabilidad de que pueda no ser así, aunque cómo, eso Onetti lo deja a otros. Cómo será, cómo podría ser. Él, de lo que se ocupa, es de decir cómo es.

Nació en Montevideo el primero de julio de 1909. Las fichas bien fundamentadas dicen que no fue un buen estudiante. Y claro, cómo hubiera podido. Debe haber sentido que todo era un vasto malentendido, pero que se aclararía. Trabaja y vive como puede y a los 21 años se casa por primera vez y se va a vivir a Buenos Aires. Entusiasta y crédulo; vive de vender máquinas para sumar, dice la ficha. Escribiendo con un no sé qué de romántico (lo sacrifica todo para escribir, pero al mismo tiempo deja entrar en su escritura su paulatina decepción, ya que las reglas no tienen nada que ver con lo reglamentado). Pero aún hay azoro en él, aun hay seguridad de que las cosas sólo son así.

Escribe y él mismo mata lo que escribe. En 1952 pierde el manuscrito de El pozo, y pierde también Tiempo de abrazar. En 1933 publica por primera vez, vuelve a Montevideo y se casa nuevamente. Todavía cree. Comienza a ser. Funda la revista Marcha, lo que debe haber sido un paso serio: dura de 1939 a 1974. Tiene que haber sido un ancla, un asidero, un elemento de identidad. Algo fundamental para la creación de Santa María. Hace periodismo, escribe, se oculta, se pone a prueba, ensaya. Utiliza seudónimos, le publican cuentos, se va construyendo.

Aspira al éxito y tras algunos segundos premios y menciones honoríficas, acaba por aceptar que nació en “contraesquina” con la realidad; se vuelve a casar y ahora tiene una hija (1945). Comienza entonces la producción en serio: La vida breve (1950); Un sueño realizado y otros cuentos (1951). Un ritmo estable que debe romper con otro (1955) matrimonio más. Sigue Una tumba sin nombre (1959); La cara de la desgracia —cuentos (1960), y a causa de esta “aparente estabilidad”, una nueva (aunque ya había comenzado el desgano) intención de éxito. Repercusiones internacionales: Life en español publica “Jacob y el otro”. Onetti escribe con cariño desapasionado, fiel, y en 1961, publica El astillero, que gana el Premio Nacional 1962. En 1964, publica Juntacadáveres.

Lo imagino solitario, entristecido, no infeliz, pero cada vez más alejándose de una forma conocida de la felicidad. Cada vez más escritor, colgándose de su escritura como sus personajes se cuelgan de sus cigarrillos o sus nostalgias. Cada vez más necesitado de decir que la vida no tiene por qué ser así. Y tiene problemas, claro. En una ocasión en que formaba parte de un jurado, le otorgaron el premio a un cuento que fue considerado obsceno por el régimen vigente y Onetti fue encarcelado. Gracias a una protesta internacional, le permitieron salir del país, y desde 1975 residió en España, donde terminó finalmente su extensa novela Dejemos hablar al viento (1979). Murió en Madrid en 1994.

Onetti era torvo, malhumorado, poco dado a la expansión cuando lo entrevistaban. Se negó a ser la imagen afable del escritor ahora conocido mundialmente. La crítica, en los inicios de su carrera, no supo cómo abordarlo, cómo entenderlo, por lo que lo pasó por alto con una actitud incómoda, un tanto torpe. Y Onetti haciendo caso omiso de la incomprensión, siguió escribiendo empecinadamente. No es porque haya recibido tardíamente el reconocimiento que no mostró entusiasmo, sino porque nunca participó en el juego. Con sus textos lo ha dicho larga y claramente: no hay tiempo para engañarse.


María Luisa Puga

 


 

El posible Baldi

 

Baldi se detuvo en la isla de cemento que costeaban veloces los vehículos, esperando la pitada del agente, mancha oscura sobre la alta garita blanca. Sonrió pensando en sí mismo, barbudo, el sombrero hacia atrás, las manos en los bolsillos del pantalón, una cerrando los dedos contra los honorarios de “Antonio Vergara-Samuel Freider”. Debía tener un aire jovial y tranquilo, balanceando el cuerpo sobre las piernas abiertas, mirando plácido el cielo, los árboles del Congreso, los colores de los colectivos. Seguro frente al problema de la noche, ya resuelto por medio de la peluquería, la comida, la función de cinematógrafo con Nené. Y lleno de confianza en su poder —la mano apretando los billetes— porque una mujer rubia y extraña, parada a su lado, lo rozaba de vez en vez con sus ojos claros. Y si él quisiera...

Se detuvieron los coches y cruzó, llegando hasta la plaza. Siguió andando, siempre calmoso. Una canasta con flores le recordó la verja de Palermo, el beso entre jazmines de la última noche. La cabeza despeinada de la mujer caída en su brazo. Luego el beso rápido en la esquina, la ternura en la boca, la interminable mirada brillante. Y esta noche, también esta noche. Sintió de improviso que era feliz; tan claramente, que casi se detuvo, como si su felicidad estuviera pasándole al lado, y él pudiera verla ágil y fina, cruzando la plaza con veloces pasos.

Sonrió al agua temblorosa de la fuente. Junto a la gran chiquilla dormida en piedra, alcanzó una moneda al hombre andrajoso que aún no se la había pedido. Ahora le hubiera gustado una cabeza de niño para acariciar al paso. Pero los chicos jugaban más allá, corriendo en el rectángulo de pedregullo rojizo. Sólo pudo volcarse hinchando los músculos del pecho, pisando fuerte en la rejilla que colaba el viento cálido del subterráneo.

Siguió pensando en la caricia agradecida de los dedos de Nené en su brazo cuando le contara aquel golpe de dicha venido de ella, y en que se necesita un cierto adiestramiento para poder envasar la felicidad. Iba a lanzarse en la fundación de la Academia de la Dicha —un proyecto que adivinaba magnífico, con un audaz edificio de cristal saltando de una ciudad enjardinada, llena de bares, columnas de níquel, orquesta junto a playas de oro, y miles de afiches color rosa, desde donde sonreían mujeres de ojos borrachos—, cuando notó que la mujer extraña y rubia de un momento antes caminaba a su lado, apenas unos metros a la derecha. Dobló la cabeza, mirándola.

Pequeña, con un largo impermeable verde oliva atado en la cintura como quebrándola, las manos en los bolsillos, un cuello de camisa de tenis, la moña roja de la corbata cubriéndole el pecho. Caminaba lenta, golpeando las rodillas en la tela del abrigo con un débil ruido de toldo que sacude el viento. Dos puñados de pelo pajizo salían del sombrero sin alas. El perfil afinado y todas las luces espejeándole en los ojos. Pero el secreto de la pequeña figura estaba en los tacones demasiado altos, que la obligaban a caminar con lenta majestad, hiriendo el suelo en un ritmo invariable de relojería. Y rápido, como si sacudiera pensamientos tristes, la cabeza giraba hacia la izquierda, chorreaba una mirada a Baldi, y volvía a mirar hacia adelante. Dos, cuatro, seis veces, la ojeada fugaz.

De pronto, un hombre bajo y gordo, con largos bigotes retintos, sujeto por la torcida boca a la oreja semioculta de la mujer, siguiéndola tenaz y murmurante en las direcciones sesgadas que ella tomaba para separarlo.

Baldi sonrió y alzó los ojos a lo alto del edificio. Ya las ocho y cuarto. La brocha sedosa en el salón de la peluquería, el traje azul sobre la cama, el salón del restaurante. En todo caso a las nueve y media podría estar en Palermo. Se abrochó rápidamente el saco y caminó hasta ponerse junto a la pareja. Tenía la cara ennegrecida de barba y el pecho lleno de aire, un poco inclinado hacia adelante como si lo desequilibrara el peso de los puños. El hombre de los largos bigotes hizo girar los ojos en rápida inspección; luego los detuvo con aire de profundo interés, en la esquina lejana de la plaza. Se apartó en silencio, a pasos menudos y fue a sentarse en un banco de piedra, con un suspiro de satisfecho descanso. Baldi lo oyó silbar, alegre y distraído, una musiquita infantil.

Pero ya estaba la mujer, adherida a su rostro con los grandes ojos azules, la sonrisa nerviosa e inquieta, los vagos gracias, gracias, señor... Algo de subyugado y seducido que se delataba en ella, lo impulsó a no descubrirse, a oprimir los labios, mientras la mano rozaba el ala del sombrero.

—No hay por qué —y alzó los hombros, como acostumbrado a poner en fuga a hombres molestos y bigotudos.

—¿Por qué lo hizo? Yo, desde que lo vi...

Se interrumpió turbada; pero ya estaban caminando juntos. Hasta cruzar la plaza se dijo Baldi.

—No me llame señor. ¿Qué decía? Desde que me vio...

Notó que las manos que la mujer movía en el aire en gesto de exprimir limones, eran blancas y finas. Manos de dama con esa ropa, con ese impermeable en noche de luna.

—¡Oh! Usted va a reírse...

Pero era ella la que reía, entrecortada, temblándole la cabeza. Comprendió, por las r suaves y las s silbantes, que la mujer era extranjera. Alemana, tal vez. Sin saber por qué, esto le pareció fastidioso y quiso cortar.

—Me alegro mucho, señorita, de haber podido...

—Sí, no importa que se ría. Yo, desde que lo vi esperando para cruzar la calle, comprendí que usted no era un hombre como todos. Hay algo raro en usted, tanta fuerza, algo quemante... Y esa barba, que lo hace tan orgulloso...

Histérica y literata, suspiró Baldi. Debiera haberme afeitado esta tarde. Pero sentía viva la admiración de la mujer; la miró de costado, con fríos ojos de examen.

—¿Por qué piensa eso? ¿Es que me conoce, acaso?

—No sé, cosas que se sienten. Los hombros, la manera de llevar el sombrero... no sé. Algo. Le pedí a Dios que hiciera que usted me hablara.

Siguieron caminando en una pausa durante la cual Baldi pensó en todas las etapas que aún debía vencer para llegar a tiempo a Palermo. Se habían hecho escasos los automóviles y los paseantes. Llegaban los ruidos de la avenida, los gritos aislados, y ya sin convicción, de los vendedores de diarios.

Se detuvieron en la esquina. Baldi buscaba la frase de adiós en los letreros, los focos y el cielo con luna nueva. Ella rompió la pausa con cortos ruidos de risa filtrados por la nariz. Risa de ternura, casi de llanto, como si se apretara contra un niño. Luego alzó una mirada temerosa.

—Tan distinto a los otros... empleados, señores, jefes de las oficinas...— las manos exprimían rápidas mientras agregaba: —Si usted fuera tan bueno de estarse unos minutos. Si quisiera hablarme de su vida... ¡Yo sé que es todo tan extraordinario!

Baldi volvió a acariciar los billetes de Antonio Vergara contra Samuel Freider. Sin saber si era por vanidad o lástima, se resolvió. Tomó el brazo de la mujer, y hosco, sin mirarla, sintiendo impasible los maravillados y agradecidos ojos azules apoyados en su cara, la fue llevando hacia la esquina de Victoria, donde la noche era más fuerte.

Unos faroles rojos clavados en el aire oscurecido. Estaban arreglando la calle. Una verja de madera rodeando máquinas, ladrillos, pilas de bolsas. Se acodó en la empalizada. La mujer se detuvo indecisa, dio unos pasos cortos, las manos en los bolsillos del perramus, mirando con atención la cara endurecida que Baldi inclinaba sobre el empedrado roto. Luego se acercó, recostada a él, mirando con forzado interés las herramientas abandonadas bajo el toldo de lona.

Evidente que la empalizada rodeaba el Fuerte Coronel Rich, sobre el Colorado, a equis millas de la frontera de Nevada. Pero él ¿era Wenonga, el de la pluma solitaria sobre el cráneo aceitado o Mano Sangrienta, o Caballo Blanco, jefe de los sioux? Porque si estuviera del otro lado de los listones con punta flordelisada —¿qué cara pondría la mujer si él saltara sobre las maderas?— si estuviera rodeado por la valla, sería un blanco defensor del fuerte, Buffalo Bill de altas botas, guantes de mosquetero y mostachos desafiantes. Claro que no servía, que no pensaba asustar a la mujer con historias para niños. Pero estaba lanzado y apretó la boca con seguridad y fuerza.

Se apartó bruscamente. Otra vez, sin mirarla, fijos los ojos en el final de la calle como en la otra punta del mundo: —Vamos.

Y en seguida, en cuanto vio que la mujer lo obedecía dócil y esperando:

—¿Conoce Sur África?

—¿África?

—Sí, África del Sur, Colonia del Cabo. El Transvaal.

—No. ¿Es... muy lejos, verdad?

—¡Lejos!... ¡Oh, sí, unos cuantos días de aquí!

—¿Ingleses, allí?

—Sí, principalmente ingleses. Pero hay de todo.

—¿Y usted estuvo?

—¡Si estuve! —la cara se le balanceaba sopesando los recuerdos—. El Transvaal. Sí, casi dos años.

Then, do you know English?

Very little and very bad. Se puede decir que lo olvidé por completo.

—¿Y qué hacía allí?

—Un oficio extraño. Verdaderamente, no necesitaba saber idiomas para desempeñarme.


Ella caminaba moviendo la cabeza hacia Baldi y hacia adelante, como quien está por decir algo y vacila; pero no decía nada, limitándose a mover nerviosamente los hombros aceituna. Baldi la miró de costado, sonriendo a su oficio sudafricano. Ya debían ser las ocho y media. Sintió tan fuerte la urgencia del tiempo, que era como si ya estuviera extendido en el sillón de la peluquería, oliendo el aire perfumado, cerrados los ojos, mientras la espuma tibia se le va engrosando en la cara. Pero ya estaba la solución; ahora la mujer tendría que irse. Abiertos los ojos espantados, alejándose rápido, sin palabras. Conque hombres extraordinarios, ¿eh?...

Se detuvo frente a ella y se arqueó para acercarle el rostro.

—No necesitaba saber inglés, porque las balas hablan una lengua universal. En Transvaal, África del Sur, me dedicaba a cazar negros.

No había comprendido, porque sonrió parpadeando:

—¿A cazar negros? ¿Hombres negros?

El sintió que la bota que avanzaba en Transvaal se hundía en ridículo. Pero los dilatados ojos azules seguían pidiendo con tan anhelante humildad, que quiso seguir como despeñándose.

—Sí, un puesto de responsabilidad. Guardián en las minas de diamantes. Es un lugar solitario. Mandan el relevo cada seis meses. Pero es un puesto conveniente; pagan en libras. Y, a pesar de la soledad, no siempre aburrido. A veces hay negros que quieren escapar con diamantes, piedras sucias, bolsitas con polvo. Estaban los alambres electrizados. Pero también estaba yo, con ganas de distraerme volteando negros ladrones. Muy divertido, le aseguro. Pam, pam, y el negro termina su carrera con una voltereta.

Ahora la mujer arrugaba el entrecejo, haciendo que sus ojos pasaran frente al pecho de Baldi sin tocarlo.

—¿Y usted mataba negros? ¿Así, con un fusil?

—¿Fusil? ¡Oh, no! Los negros ladrones se cazan con ametralladoras. Marca Schneider. Doscientos cincuenta tiros por minuto.

—¿Y usted?...

—¡Claro que yo! Y con mucho gusto.

Ahora sí. La mujer se había apartado y miraba alrededor, entreabierta la boca, respirando agitada. Divertido si llamara a un vigilante. Pero se volvió con timidez al cazador de negros, pidiendo:

—Si quisiera... Podríamos sentarnos un momento en la placita.

—Vamos.

Mientras cruzaban hizo un último intento:

—¿No siente un poco de repugnancia? ¿Por mí, por lo que he contado? —con un tono burlón que suponía irritante.

Ella sacudió la cabeza, enérgica:

—¡Oh no! Yo pienso que tendrá usted que haber sufrido mucho.

—No me conoce. ¿Yo, sufrir por los negros?

—Antes, quiero decir. Para haber sido capaz de eso, de aceptar ese puesto.

Todavía era capaz de extenderle una mano encima de la cabeza, murmurando la absolución. Vamos a ver hasta dónde aguanta la sensibilidad de una institutriz alemana.

—En la casita tenía aparato telegráfico para avisar cuando un negro moría por imprudencia. Pero a veces estaba tan aburrido, que no avisaba. Descomponía el aparato para justificar la tardanza si venía la inspección y tomaba el cuerpo del negro como compañero. Dos o tres días lo veía pudrirse, hacerse gris, hincharse. Me llevaba hasta él un libro, la pipa, y leía; en ocasiones, cuando encontraba un párrafo interesante, leía en voz alta. Hasta que mi compañero comenzaba a oler de una manera incorrecta. Entonces arreglaba el aparato, comunicaba el accidente y me iba a pasear al otro lado de la casita.

Ella no sufría suspirando por el pobre negro descomponiéndose al sol. Sacudía la triste cabeza inclinada para decir:

—Pobre amigo. ¡Qué vida! Siempre tan solo...

Hasta que él, ya sentado en un banco de la plazoleta, renunció a la noche y le tomó el gusto al fuego. Rápidamente, con un estilo nervioso e intenso, siguió creando al Baldi de las mil caras feroces que la admiración de la mujer hacía posible. De la mansa atención de ella, estremecida contra su cuerpo, extrajo el Baldi que gastaba en aguardiente, en una taberna de marinos en tricota —Marsella o El Havre— el dinero de amantes flacas y pintarrajeadas. Del oleaje que fingían las nubes en el cielo gris, el Baldi que se embarcó un mediodía en el Santa Cecilia, con diez dólares y un revólver. Del leve viento que hacía bailar el polvo de una casa en construcción, el gran aire arenoso del desierto, el Baldi enrolado en la Legión Extranjera que regresaba a las poblaciones con una trágica cabeza de moro ensartada en la bayoneta.

Así, hasta que el otro Baldi fue tan vivo que pudo pensar en él como en un conocido. Y entonces, repentinamente, una idea se le clavó tenaz. Un pensamiento lo aflojó en desconsuelo junto al perramus de la mujer ya olvidada.

Comparaba al mentido Baldi con él mismo, con este hombre tranquilo e inofensivo que contaba historias a las Bovary de plaza Congreso. Con el Baldi que tenía una novia, un estudio de abogado, la sonrisa respetuosa del portero, el rollo de billetes de Antonio Vergara contra Samuel Freider, cobro de pesos. Una lenta vida idiota, como todo el mundo. Fumaba rápidamente, lleno de amargura, los ojos fijos en el cuadrilátero de un cantero. Sordo a las vacilantes palabras de la mujer, que terminó callando, doblando el cuerpo para empequeñecerse.

Porque el doctor Baldi no fue capaz de saltar un día sobre la cubierta de una barcaza pesada de bolsas o maderas. Porque no se había animado a aceptar que la vida es otra cosa, que la vida es lo que no puede hacerse en compañía de mujeres fieles ni hombres sensatos. Porque había cerrado los ojos y estaba entregado, como todos. Empleados, señores, jefes de la oficina.

Tiró el cigarrillo y se levantó. Sacó el dinero y puso un billete sobre las rodillas de la mujer.

—Toma. ¿Querés más?

Agregó un billete más grande, sintiendo que la odiaba, que hubiera dado cualquier cosa por no haberla encontrado.

Ella sujetó los billetes con la mano para defenderlos del viento:

—Per... Yo no le he dicho... Yo no sé... —e inclinándose hacia él, más azules que nunca los grandes ojos, desilusionada la boca—. ¿Se va?

—Sí, tengo que hacer. Chau.

Volvió a saludar con la mano, con el gesto seco que hubiera usado el posible Baldi, y se fue. Pero volvió a los pocos pasos y acercó el rostro barbudo a la mímica esperanzada de la mujer, que sostenía en alto los dos billetes, haciendo girar la muñeca. Habló con la cara ensombrecida, haciendo sonar las palabras como insultos.

—Ese dinero que te di lo gano haciendo contrabando de cocaína. En el Norte.

 

 


 

 

Jacob y el otro

 

1. Cuenta el médico

Media ciudad debió haber estado anoche en el Cine Apolo, viendo la cosa y participando también del tumultuoso final. Yo estaba aburriéndome en la mesa de poker del club y sólo intervine cuando el portero me anunció el llamado urgente del hospital. El club no tiene más que una línea telefónica; pero cuando salí de la cabina todos conocían la noticia mucho mejor que yo. Volví a la mesa para cambiar las fichas y pagar las cajas perdidas.

Burmestein no se había movido; baboseó un poco más el habano y me dijo con su voz gorda y pareja:

—En su lugar, perdone, me quedaría para aprovechar la racha. Total, aquí mismo puede firmar el certificado de defunción.

—Todavía no, parece —contesté tratando de reír. Me miré las manos mientras manejaban fichas y billetes; estaban tranquilas, algo cansadas. Había dormido apenas un par de horas la noche anterior, pero esto era ya casi una costumbre; había bebido dos cognacs en esta noche y agua mineral en la comida.

La gente del hospital conocía de memoria mi coche y todas sus enfermedades. Así que me estaba esperando la ambulancia en la puerta del club. Me senté al lado del gallego y sólo le oí el saludo; estaba esperando en silencio, por respeto o por emoción, que yo empezara el diálogo. Me puse a fumar y no hablé hasta que doblamos la curva de Tabarez y la ambulancia entró en la noche de primavera del camino de cemento, blanca y ventosa, fría y tibia, con nubes desordenadas que rozaban el molino y los árboles altos.

—Herminio —dije—, ¿cuál es el diagnóstico?

Vi la alegría que trataba de esconder el gallego, imaginé el suspiro con que celebrara el retomo a lo habitual, a los viejos ritos sagrados. Empezó a decir, con el más humilde de sus tonos; comprendí que el caso era serio o estaba perdido.

—Apenas si lo vi, doctor. Lo levanté del teatro en la ambulancia, lo llevé al hospital a noventa o cien porque el chico Fernández me apuraba y también era mi deber. Ayudé a bajarlo y en seguida me ordenaron que fuera por usted al club.

—Fernández, bueno. ¿Pero quién está de guardia?

—El doctor Rius, doctor.

—¿Por qué no opera Rius? —pregunté en voz alta.

—Bien —dijo Herminio y se tomó tiempo esquivando un bache lleno de agua brillante—. Debe haberse puesto a operar en seguida, digo. Pero si lo tiene a usted al lado...

—Usted cargó y descargó. Con eso le basta. ¿Cuál es el diagnóstico?

—Qué doctor... —sonrió el gallego con cariño. Empezábamos a ver las luces del hospital, la blancura de las paredes bajo la luna—. No se movía ni se quejaba, empezaba a inflarse como un globo, costillas en el pulmón, una tibia al aire, conmoción casi segura. Pero cayó de espaldas arriba de dos sillas y, perdóneme, el asunto debe estar en la vertebral. Si hay o no hay fractura.

—¿Se muere o no? Usted nunca se equivocó, Herminio.

Se había equivocado muchas veces pero siempre con excusas.

—Esta vez no hablo —cabeceó mientras frenaba.

Me cambié la ropa y empezaba a lavarme las manos cuando entró Rius.

—Si quiere trabajar —dijo—, lo tiene listo en dos minutos. No hice casi nada porque no hay nada que hacer. Morfina, en todo caso, para que él y nosotros nos quedemos tranquilos. Sólo tirando una monedita al aire se puede saber por dónde conviene empezar.

—¿Tanto?

—Politraumatizado, coma profundo, palidez, pulso filiforme, gran polipnea y cianosis. El hemitórax derecho no respira. Colapsado. Crepitación y angulación de la sexta costilla derecha. Macidez en la base pulmonar derecha con hipersonoridad en el ápex pulmonar. El coma se hace cada vez más profundo y se acentúa el síndrome de anemia aguda. Hay posibilidad de ruptura de arterias intercostales. ¿Alcanza? Yo lo dejaría en paz.

Entonces recurrí a mi gastada frase de mediocre heroicidad, a la leyenda que me rodea como la de una moneda o medalla circunscribe la efigie y que tal vez continúe próxima a mi nombre algunos años después de mi muerte. Pero aquella noche yo no tenía ya ni veinticinco ni treinta años; estaba viejo y cansado, y ante Rius, la frase tantas veces repetida, no era más que una broma familiar. La dije con la nostalgia de la fe perdida, mientras me ponía los guantes. La repetí escuchándome, como un niño que cumple con la fórmula mágica y absurda que le permite entrar o pemanecer en el juego.

—A mí, los enfermos se me mueren en la mesa.

Rius se rió como siempre, me apretó un brazo y se fue. Pero casi en seguida, mientras yo trataba de averiguar cuál era el caño roto que goteaba en los lavatorios, se asomó para decirme.

—Hermano, falta algo en el cuadro. No le hablé de la mujer, no sé quién es, que estuvo pateando, o trató de patear al próximo cadáver en la sala del cine y que se acercó a la ambulancia para escupirlo cuando el gallego y Fernández lo cargaban. Estuvo rondando por aquí y la hice echar; pero juró que volvía mañana y que tiene derecho a ver al difunto, tal vez a escupirlo sin apuro.

Trabajé con Rius hasta las cinco de la mañana y pedí un litro de café para ayudarnos a esperar. A las siete apareció Fernández en la oficina con la cara de desconfianza que Dios le impone para enfrentar los grandes sucesos. La cara estrecha e infantil entorna entonces los ojos, se inclina un poco con la boca en guardia y dice: “Alguien me estafa, la vida no es más que una vasta conspiración para engañarme.”

Se acercó a la mesa y quedó allí de pie, blanco y torcido, sin hablarnos.

Rius dejó de improvisar sobre injertos, se abstuvo de mirarlo y manoteó el último sandwich del plato; después se limpió los labios con un papel y preguntó al tintero de hierro, con águila y dos depósitos secos:

—¿Ya?

Fernández respiró para oírse y puso una mano sobre la mesa; movimos las cabezas y le miramos el desconcierto y la sospecha, la delgadez y el cansancio. Idiotizado por el hambre y el sueño, el muchacho se irguió para seguir fiel a la manía de alterar el orden de las cosas, del mundo en que podemos entendernos.

—La mujer está en el corredor, en un banco, con un termo y un mate. Se olvidaron y pudo pasar. Dice que no le importa esperar, que tiene que verlo. A él.

—Sí, hermanito —dijo lentamente Rius; le reconocí en la voz la malignidad habitual de las noches de fatiga, la excitación que gradúa con destreza—. ¿Trajo flores, por lo menos? Se acaba el invierno y cada zanja de Santa María debe estar llena de yuyos. Me gustaría romperle la jeta y dentro de un momento le voy a pedir permiso al jefe para darme una vuelta por los corredores. Pero entre tanto la yegua esa podría visitar al difunto y tirarle una florcita y después una escupida y después otra flor.

El jefe era yo; de modo que pregunté:

—¿Qué pasó?

Fernández se acarició velozmente la cara flaca, comprobó sin esfuerzo la existencia de todos los huesos que le había prometido Testut y se puso a mirarme como si yo fuera el responsable de todas las estafas y los engaños que saltaban para sorprenderlo con misteriosa regularidad. Sin odio, sin violencia, descartó a Rius, mantuvo sus ojos suspicaces en mi cara y recitó:

Mejoría del pulso, respiración y cianosis. Recupera esporádicamente su lucidez.

Aquello era mucho mejor que lo que yo esperaba oír a, las siete de la mañana. Pero no tenía base para la seguridad; así que me limité a dar las gracias moviendo la cabeza y elegí turno para mirar el águila bronceada del tintero.

—Hace un rato llegó Dimas —dijo Fernández—. Ya le pasé todo. ¿Puedo irme?

—Sí, claro —Rius se había echado contra el respaldo del sillón y empezaba a sonreír mirándome; tal vez nunca me vio tan viejo, acaso nunca me quiso tanto como aquella mañana de primavera, tal vez estaba averiguando quién era yo y por qué me quería.

—No, hermano —dijo cuando estuvimos solos—. Conmigo, cualquier farsa; pero no la farsa de la modestia, de la indiferencia, la inmundicia que se traduce sobriamente en “una vez más cumplí con mi deber”. Usted lo hizo, jefe. Si esa bestia no reventó todavía, no revienta más. Si en el Club le aconsejaron limitarse a un certificado de defunción —es lo que yo hubiera hecho, con mucha morfina, claro, si usted por cualquier razón no estuviera en Santa María—, yo le aconsejo ahora darle al tipo un certificado de inmortalidad. Con la conciencia tranquila y la firma endosada por el doctor Rius. Hágalo, jefe. Y robe en seguida del laboratorio un cóctel de hipnóticos y váyase a dormir veinticuatro horas. Yo me encargo de atender al juez y a la policía, me comprometo a organizar los salivazos de la mujer que espera mateando en el corredor.

Se levantó y vino a palmearme, una sola vez, pero demorando el peso y el valor de la mano.

Está bien —le dije—. Usted resolverá si hay que mandar a despertarme.

Mientras me quitaba la túnica, con una lentitud y una dignidad que no provenían exclusivamente del cansancio, admití que el éxito de la operación, de las operaciones, me importaba tanto como el cumplimiento de un viejo sueño irrealizable: arreglar con mis propias manos, y para siempre, el motor de mi viejo automóvil. Pero no podía decirle esto a Rius porque lo comprendería sin esfuerzo y con entusiasmo; no podía decírselo a Fernández porque, afortunadamente, no podría creerme.

De modo que me callé la boca y en el viaje de regreso en la ambulancia oí con ecuanimidad las malas palabras admirativas del gallego Herminio y acepté con mi silencio, ante la historia, que la resurrección que acababa de suceder en el Hospital de Santa María no hubiera sido lograda ni por los mismos médicos de la capital.

Decidí que mi coche podía amanecer otra vez frente al club y me hice llevar con la ambulancia hasta mi casa. La mañana, rabiosamente blanca, olía a madreselvas y se empezaba a respirar el río.

—Tiraron piedras y decían que iban a prenderle fuego al teatro —dijo el gallego cuando llegamos a la plaza—. Pero apareció la policía y no hubo más que las piedras que ya le dije.

Antes de tomar las píldoras comprendí que nunca podría conocer la verdad de aquella historia; con buena suerte y paciencia tal vez llegara a enterarme de la mitad correspondiente a, nosotros, los habitantes de la ciudad. Pero era necesario resignarse, aceptar como inalcanzable el conocimiento de la parte que trajeron consigo los dos forasteros y que se llevarían de manera diversa, incógnita y para siempre.

Y en el mismo momento, con el vaso de agua en la mano, recordé que todo aquello había empezado a mostrárseme casi una semana antes, un domingo nublado y caluroso, mientras miraba el ir y venir en la plaza desde una ventana del bar del hotel.

El hombre movedizo y simpático y el gigante moribundo atravesaron en diagonal la plaza y el primer sol amarillento de la primavera. El más pequeño llevaba una corona de flores, una coronita de pariente lejano para un velorio modesto. Avanzaban indiferentes a la curiosidad que hacía nacer la bestia lenta de dos metros; sin apresurarse pero resuelto, el movedizo marchaba con una irrenunciable dignidad, con una levantada sonrisa diplomática, como flanqueado por soldados de gala, como si alguien, un palco con banderas y hombres graves y mujeres viejas, lo esperara en alguna parte. Se supo que dejaron la coronita, entre bromas de niños y alguna pedrada, al pie del monumento a Brausen.

A partir de aquí las pistas se embrollan un poco. El pequeño, el embajador, fue al Berna para alquilar una pieza, tomar un aperitivo y discutir los precios sin pasión, distribuyendo sombrerazos, reverencias e invitaciones baratas. Tenía entre 40 y 45 años, el tórax ancho, la estatura mediana; había nacido para convencer, para crear el clima húmedo y tibio en que florece la amistad y se aceptan las esperanzas. Había nacido también para la felicidad, o por lo menos para creer obstinadamente en ella, contra viento y marea, contra la vida y sus errores. Había nacido, sobre todo, lo más importante, para imponer cuotas de dicha a todo el mundo posible. Con una natural e invencible astucia, sin descuidar nunca sus fines personales, sin preocuparse en demasía por el incontrolable futuro ajeno.

Estuvo a mediodía en la redacción de El Liberal y volvió por la tarde para entrevistarse con Deportes y obtener el anuncio gratis. Desenvolvió el álbum con fotografías y recortes de diario amarillentos, con grandes títulos en idiomas extraños; exhibió diplomas y documentos fortalecidos en los dobleces por papeles engomados. Encima de la vejez de los recuerdos, encima de los años, de la melancolía y el fracaso, paseó su sonrisa, su amor incansable y sin compromiso.

—Está mejor que nunca. Acaso, algún kilo de más. Pero justamente para eso estamos haciendo esta tournée sudamericana. El año que viene, en el Palais de Glace, vuelve a conquistar el título. Nadie puede ganarle, ni europeo ni americano. ¿Y cómo íbamos a saltearnos Santa María en esta gira que es el prólogo de un campeonato mundial? Santa María. Qué costa, qué playa, qué aire, qué cultura.

El tono de la voz era italiano, pero no exactamente; había siempre, en las vocales y en las eses, un sonido inubicable, un amistoso contacto con la complicada extensión del mundo. Recorrió el diario, jugó con los linotipos, abrazó a los tipógrafos, estuvo improvisando su asombro al pie de la rotativa. Obtuvo, al día siguiente, un primer título frío pero gratuito: “Ex campeón mundial de lucha en Santa María.” Visitó la redacción durante todas las noches de la semana y el espacio dedicado a Jacob van Oppen fue creciendo diariamente hacia el sábado del desafío y la lucha.

El mediodía del domingo en que los vi desfilar por la plaza con la coronita barata, el gigante moribundo estuvo media hora de rodillas en la iglesia, rezando frente al altar nuevo de la Inmaculada; dicen que se confesó, juran haberlo visto golpearse el pecho, presumen que introdujo después, vacilante, una cara enorme e infantil, húmeda de llanto, en la luz dorada del atrio.

 


2. Cuenta el narrador

Las tarjetas decían Comendador Orsini y el hombre conversador e inquieto las repartió sin avaricia por toda la ciudad. Se conservan ejemplares, algunos de ellos autografiados y con adjetivos.

Desde el primer —y último— domingo, Orsini alquiló la sala del Apolo para las sesiones de entrenamiento, a un peso la entrada durante el lunes y el martes, a la mitad el miércoles, a dos pesos el jueves y el viernes, cuando el desafío quedó formalizado y la curiosidad y el patriotismo de los sanmarianos empezó a llenar el Apolo. Aquel mismo domingo fue clavado en la plaza nueva, con el correspondiente permiso municipal, el cartel de desafío. En una foto antigua el ex campeón mundial de lucha de todos los pesos mostraba los bíceps y el cinturón de oro; agresivas letras rojas concretaban el reto: 500 pesos 500 a quien suba al ring y no sea puesto de espaldas en 3 minutos por Jacob van Oppen.

Una línea más abajo el desafío quedaba olvidado y se prometía una exhibición de lucha grecorromana entre el campeón —volvería a serlo antes de un año— y los mejores atletas de Santa María.

Orsini y el gigante habían entrado al continente por Colombia y ahora bajaban de Perú, Ecuador y Bolivia. En pocos pueblos fue aceptado el desafío y siempre van Oppen pudo liquidarlo en un tiempo medido por segundos, con el primer abrazo.

Los carteles evocaban noches de calor y griterío, teatros y carpas, públicos aindiados y borrachos, la admiración y la risa. El juez alzaba un brazo, van Oppen volvía a la tristeza, pensaba ansioso en la botella de alcohol violento que lo estaba esperando en la pieza del hotel y Orsini sonreía avanzando bajo las luces blancas del ring, tocándose con un pañuelo aún más blanco el sudor de la frente:

—Señoras y señores... —era el momento de dar las gracias, de hablar de reminiscencias imperecederas, de vivar al país y a la ciudad. Durante meses, estos recuerdos comunes habían ido formando América para ellos; alguna vez, alguna noche, ya lejos, antes de un año, podrían hablar de ella y reconocerla sin esfuerzo, sin más ayuda que tres o cuatro momentos reiterados y devotos.

El martes o el miércoles Orsini trajo en coche al campeón hasta el Berna, concluida la casi desierta sesión de entrenamiento. La gira se había convertido ya en un trabajo de rutina y los cálculos sobre los pesos a ganar tenían escasa diferencia con los pesos que se ganaban. Pero Orsini consideraba indispensable, para el mutuo bienestar, mantener su protección sobre el gigante. Van Oppen se sentó en la cama y bebió de la botella; Orsini se la quitó con dulzura y trajo del cuarto de baño el vaso de material plástico que usaba por las mañanas para enjuagarse la dentadura. Repitió amistoso la vieja frase:

—Sin disciplina no hay moral —hablaba el francés como el español, su acento no era nunca definitivamente italiano—. Está la botella y nadie piensa robártela. Pero si se toma con un vaso, es distinto. Hay disciplina, hay caballerosidad.

El gigante movió la cabeza para mirarlo; los ojos azules estaban turbios y parecía usar la boca entreabierta para ver. “Disnea otra vez, angustia”, pensó Orsini. “Es mejor que se emborrache y duerma hasta mañana.” Llenó el vaso con caña, bebió un trago y estiró la mano hacia van Oppen. Pero la bestia se inclinó para sacarse los zapatos y después, resoplando, segundo síntoma, se puso de pie y examinó la habitación. Al principio, con las manos en la cintura, miró las camas, la alfombra inútil, la mesa y el techo; luego caminó para comprobar con un hombro la resistencia de las puertas, la del pasillo y del cuarto de baño, la resistencia de la ventana que no daba a ninguna parte.

“Ahora empieza —continuó Orsini—; la última vez fue en Guayaquil. Tiene que ser un asunto cíclico, pero no entiendo el ciclo. Una noche cualquiera me estrangula y no por odio; porque me tiene a mano. Sabe, sabe que el único amigo soy yo.”

El gigante volvió lentamente, descalzo, al centro de la habitación, con una sonrisa de burla y desprecio, los hombros un poco doblados hacia adelante. Orsini se sentó cerca de la mesa endeble y puso la lengua en el vaso de caña.

—Gott —dijo van Oppen y empezó a balancearse con suavidad, como si escuchara una música lejana e interrumpida; tenía la tricota negra, demasiado ajustada, y los pantalones de vaquero que le había comprado Orsini en Quito— No. ¿Dónde estoy? ¿Qué estoy haciendo aquí? —con los enormes pies afirmados en el piso, movía el cuerpo, miraba la pared por encima de la cabeza de Orsini.

—Estoy esperando. Siempre estoy en un lugar que es una pieza de hotel de un país de negros hediondos y siempre estoy esperando. Dame el vaso. No tengo miedo; eso es lo malo, nunca va a venir nadie.

Orsini llenó el vaso y se puso de pie para acercárselo. Le examinó la cara, la histeria de la voz, le tocó la espalda en movimiento. “Todavía no —pensó—, casi en seguida.”

El gigante se bebió el vaso de caña y estuvo tosiendo sin inclinar la cabeza.

—Nadie —dijo—. El footing, las flexiones, las tomas, Lewis. Por Lewis; por lo menos vivió y fue un hombre. La gimnasia no es un hombre, la lucha no es un hombre, todo esto no es un hombre. Una pieza de hotel, el gimnasio, indios mugrientos. Fuera del mundo, Orsini.

Orsini hizo otro cálculo y se levantó con la botella de caña. Llenó el vaso que sostenía van Oppen contra la barriga y pasó una mano por el hombro y la mejilla del gigante.

—Nadie —dijo van Oppen—. Nadie —grito. Tenía los ojos desesperados, después rabiosos. Hizo una sonrisa de broma y sabiduría y vació el vaso.

“Ahora”, pensó Orsini. Le puso en una mano la botella y empezó a golpearlo con la cadera en el muslo para guiarlo hasta la cama.

—Unos meses, unas semanas —dijo Orsini—. Nada más. Después vendrán todos, estaremos con todos. Iremos nosotros allá.

Despatarrado en la cama, el gigante bebía de la botella y resoplaba sacudiendo la cabeza. Orsini encendió el velador y apagó la luz del techo. Sentado otra vez junto a la mesa, se compuso la voz y cantó suavemente:

 

     Vor der Kaserne
     vor dem grossen Tor
     steht eine Laterne.
     Und steht sie noch davor
     wenn wir uns einmal widersehen,
     bei der Laterne wollen wir stehen
     wie einst, Lili Manen wie einst, Lili Manen.

 
 
 
 
 
 
 

Dijo la canción una vez y media hasta que van Oppen puso la botella en el suelo y empezó a llorar. Entonces Orsini se levantó con un suspiro y un insulto cariñoso y anduvo en puntas de pie hasta la puerta y el pasillo. Como en las noches de gloria, bajó la escalera del Berna secándose la frente con el pañuelo impoluto.


3.

Bajaba la escalera sin encontrar gente para repartir sonrisas y sombrerazos, pero con la cara afable, en guardia. La mujer, que había esperado horas resuelta y sin impaciencia, hundida en un sillón de cuero del hall, no haciendo caso a las revistas de la mesita, fumando un cigarrillo tras otro, se puso de pie y lo enfrentó. El príncipe Orsini no tenía escapatoria y tampoco la buscaba. Escuchó el nombre, se quitó el sombrero y se inclinó rápidamente para besar la mano de la mujer. Pensaba qué favor podía hacerle y estaba dispuesto a hacerle el que pidiera. Era pequeña, intrépida y joven, muy morena y con la corta nariz en gancho, los ojos muy claros y fríos. “Judía o algo así”, pensó Orsini. “Está linda.” De inmediato el príncipe escuchó un lenguaje tan conciso que le resultaba casi incomprensible, casi inaudito.

—El cartel ese en la plaza, los avisos en el diario. Quinientos pesos. Mi novio va a pelear con el campeón. Pero hoy o mañana, mañana es miércoles, ustedes tienen que depositar el dinero en el Banco o en El Liberal.

Signorina —el príncipe hizo una sonrisa y balanceó un gesto desolado—. ¿Luchar con el campeón? Usted se queda sin novio. Y lamentaría tanto que una señorita tan hermosa ...

Pero ella, pequeña y más decidida ahora, sorteó sin esfuerzo la galantería quincuagenaria de Orsini.

—Esta noche voy al Liberal para aceptar el desafío. Lo vi al campeón en misa. Está viejo. Necesitamos los quinientos pesos para casarnos. Mi novio tiene veinte años y yo veintidós. El es el dueño del almacén de Porfilio. Vaya y véalo.

—Pero, señorita —dijo el príncipe aumentando la sonrisa—. Su novio, hombre feliz, si me permite, tiene veinte años. ¿Qué hizo hasta ahora? Comprar y vender.

—También estuvo en el campo.

—Oh, el campo —susurró extasiado el príncipe—. Pero el campeón dedicó toda su vida a eso, a la lucha. ¿Que tiene algunos años más que su novio? Completamente de acuerdo, señorita.

—Treinta, por lo menos —dijo ella sin necesidad de sonreír, confiada en la frialdad de sus ojos. Lo vi.

—Pero se trata de años que dedicó a aprender cómo se rompen, sin esfuerzo, costillas, brazos, o cómo se saca suavemente, una clavícula de su lugar, cómo se descoloca una pierna. Y si usted tiene un novio sano de veinte años...

—Usted hizo un desafío. Quinientos pesos por tres minutos. Esta noche voy al Liberal, señor...

—Príncipe Orsini —dijo el príncipe.

Ella cabeceó, sin perder tiempo en la burla; era pequeña, hermosa y compacta, se había endurecido hasta el hierro.

—Me alegro por Santa María —sonrió el príncipe con otra reverencia—. Será un gran espectáculo deportivo. ¿Pero usted, señorita, irá al diario en nombre de su novio?

—Sí, me dio un papel. Vaya a verlo. Almacén Porfilio. Le dicen el turco. Pero es sirio. Tiene el documento.

El príncipe comprendió que era inoportuno volver a besarle la mano.

—Bueno —bromeó—, soltera y viuda. Desde el sábado. Un destino muy triste, señorita.

Ella le dio la mano y caminó hacia la puerta del hotel. Era dura como una lanza, no tenía más que la gracia indispensable para que el príncipe continuara mirándola de espaldas. De pronto la mujer se detuvo y regresó.

—Soltera no, porque con esos quinientos pesos nos casamos. Tampoco viuda, porque ese campeón está muy viejo. Es más grande que Mario, pero no puede con él. Yo lo vi.

—De acuerdo. Usted lo vio salir de misa. Pero le aseguro que cuando la cosa empieza en serio, es una bestia; y le juro que conoce el oficio. Campeón del mundo y de todos los pesos, señorita.

—Bueno —dijo ella con un repentino cansancio—. Ya le dije, almacén de Porfilio Hnos. Esta noche voy al Liberal; pero mañana me encuentra como siempre en el almacén.

—Señorita... —volvió a besarle la mano.

Era evidente que la mujer buscaba un acuerdo. De modo que Orsini fue al restaurante y pidió un guiso con carne y pastas; luego, haciendo cuentas, chupando de su boquilla con anillo de oro, vigiló el sueño, los gruñidos y los movimientos de Jacob van Oppen.

A punto de dormirse sobre el silencio de la plaza, se adjudicó veinticuatro horas de vacaciones. No era conveniente apresurar la visita al turco. Pensó además, mientras apagaba la luz e interpretaba los ronquidos del gigante: “Ya ha sufrido bastante, Señor, hemos sufrido; y no veo motivo para apresurarme.”

Al día siguiente Orsini asistió al despertar del campeón, trajo las aspirinas y el agua caliente, oyó satisfecho las malas palabras de van Oppen bajo la ducha, escuchó con júbilo la transformación de los ruidos groseros en una versión casi submarina de “Yo tenía un camarada”. Como todos los hombres, había decidido mentir, mentirse a sí mismo y confiar. Organizó la mañana de van Oppen, la caminata a paso lento a través de la ciudad, con el enorme torso cubierto por la tricota de lana con la gran letra azul en el pecho, la C que significaba, para todo idioma y alfabeto concebible: Campeón Mundial de Lucha de Todos los Pesos. Lo acompañó a la rambla. Allí, para los pocos curiosos de las ocho de la mañana, reiteró una de las escenas de la vieja farsa. Se detuvo para quitarse el sombrero y enjugarse la frente, sonrió con la admirada sonrisa del buen perdedor y manoteó la espalda de Jacob van Oppen.

—Qué hombre éste —murmuró para nadie; y su cabeza torcida, sus brazos vencidos, su boca ansiosa de aire repitieron para toda Santa María: qué hombre éste.

Van Oppen continuó con la misma discreta velocidad, los hombros hacia el futuro, la mandíbula colgante, en dirección a la rambla; tomó después hacia la fábrica de conservas, costeando el asombro de pescadores, vagos, empleados del ferry; era demasiado grande para que alguien se atreviera a burlarse.

Tal vez las burlas, nunca dichas en voz alta, rodearon todo el día al príncipe Orsini, a sus ropas, a sus modales, a su buena educación inadecuada. Pero él había apostado a ser feliz y sólo le era posible enterarse de las cosas agradables y buenas. En El Liberal, en el Berna y en el Plaza tuvo lo que él llamaría en el recuerdo conferencias de prensa; bebió y charló con curiosos y desocupados, contó anécdotas y atroces mentiras, exhibió una vez más los recortes de diarios amarillentos y quebradizos. Algún día, esto era indudable, las cosas habían sido así: van Oppen campeón del mundo, joven, con una tuerca irresistible, con viajes que no eran exilios, asediado por ofertas que podían ser rechazadas. Aunque pasadas de moda, desteñidas, ahí estaban las fotografías y las palabras de los diarios, tenaces en su aproximación a la ceniza, irrefutables. Nunca borracho, después de la cuarta o quinta copa. Orsini creía que los testimonios del pasado garantizaban el porvenir. No necesitaba ningún cambio personal para habitar cómodamente el imposible paraíso. Había nacido con cincuenta años de edad, cínico, bondadoso, amigo de la vida, partidario de que sucedieran cosas. El milagro sólo exigía la transformación de van Oppen, su regreso a los años anteriores a la guerra, al vientre hundido, a la piel brillante, a la esclerótica limpia en la mañana.

Sí, la futura turca —una mujercita, con todo respeto, simpática y porfiada— había estado en El Liberal para formalizar el desafío. El jefe de Deportivas ya tenía fotos de Mario haciendo gimnasia; pero las fotografías costaron un discurso sobre la libertad de prensa, la democracia y la libre información. También sobre el patriotismo, contaba Deportivas:

—Y el turco nos hubiera roto la cabeza, a mí y al fotógrafo, a pesar de todo, si no interviene la novia y lo calma con dos palabras. Estuvieron cuchicheando en la trastienda y después salió el turco, no tan grande, creo, como van Oppen, pero mucho más bruto, más peligroso. Bueno, usted entiende de esto mejor que yo.

—Entiendo —sonrió el príncipe—. Pobre muchacho. No es el primero —paseó su tristeza encima de las papas fritas y las aceitunas del Berna.

—El hombre estaba furioso pero se aguantó y se puso los pantalones cortos de ir a pescar y se dedicó a hacer gimnasia al sol; toda la que Humberto, el fotógrafo, quiso o estuvo inventando, sólo por venganza y para desquitarse del susto que había pasado. Y todo el tiempo ella sentada en un barril, como si fuera la madre o la maestra, fumando, sin decir una palabra pero mirándolo. Y cuando uno piensa que ella no mide ni un metro cincuenta, ni pesa cuarenta kilos...

—Conozco a la señorita —asintió Orsini con nostalgia—. Y he visto tantos ejemplos... Ah, la personalidad es una cosa misteriosa; no sale de los músculos.

—No era para publicar, claro —dijo Deportivas— ¿pero van a hacer el depósito?

—¿El depósito? —el príncipe, piadoso, abrió las manos—.

Esta tarde, mañana de mañana. Depende del Banco. ¿Le parece bien, mañana de mañana, en El Liberal? Será una buena propaganda, y gratis. Resistirle tres minutos a Jacob van Oppen... Como yo digo siempre —mostró las muelas doradas y llamó al mozo—: el deporte de un lado, el negocio del otro. Qué puede hacer uno, qué podemos hacer nosotros, si al final de esta gira de entrenamiento aparece de golpe un suicida. Y si además lo ayudan.


4.

La viuda había sido siempre difícil y hermosa, insustituible, y el príncipe Orsini no tenía los quinientos pesos. Conocía a la mujer, presentía un adjetivo exacto para definirla y llevarla al pasado; ahora comenzaba a pensar en el hombre que la mujer representaba y escondía, en el turco que había aceptado el desafío. Así que dio vacaciones a la displicencia y a la dicha y al caer la noche, luego de mentirle al campeón, vigilarle el ánimo y el pulso, empezó a caminar hacia el almacén de Porfilio Hnos., con el álbum amarillo bajo el brazo.

Primero el ombú carcomido, luego el farol que colgaba del árbol y su círculo de luz intimidada. En seguida los perros ladradores y los gritos de contención: juega, quieto, cucha. Orsini cruzó la luz primera, pudo ver la luna redonda y aguada, llegó hasta el letrero del almacén y entró con respeto. Un hombre de bombachas y alpargatas terminaba su ginebra junto al mostrador y se despedía. Quedaron solos, él, príncipe Orsini, el turco y la mujer.

—Buenos noches, señorita —volvió a reír Orsini con una reverencia. La mujer estaba sentada en un sillón de paja, tejiendo, apartó los ojos de las agujas para mirarlo, mover la cabeza y, tal vez, sonreírle. “Batitas —pensó Orsini indignado—; está preñada, está haciendo el ajuar del hijo, por eso quiere casarse, por eso me quiere robar los quinientos pesos.”

Avanzó recto hacia el hombre que había dejado de llenar bolsas de papel con yerba y lo esperaba estólido del otro lado del mostrador.

—Este es el que te dije —pronunció la mujer—. El empresario.

—Empresario y amigo —corrigió Orsini—. Después de tantos años ...

Estrechó la mano abierta y rígida del hombre, adelantó el brazo izquierdo para golpearle la espalda.

—A la orden —dijo el almacenero y levantó los gruesos bigotes negros para mostrar los dientes.

—Tanto gusto, tanto gusto —pero ya había respirado el olor agrio y mortecino de la derrota, ya había calculado la juventud sin desgaste del turco, la manera perfecta en que tenía distribuidos en el cuerpo los cien kilos de peso. “No hay ni un gramo de grasa de más, ni un gramo de inteligencia o sensibilidad; no hay esperanzas. Tres minutos; pobre Jacob van Oppen.”

—Venía por esos quinientos pesos —empezó Orsini, tanteando la densidad del aire, la pobreza de la luz, la hostilidad de la pareja. “No es contra mí; es contra la vida.” —Venía a tranquilizarlos; mañana, en cuanto reciba un giro de la capital, el dinero quedará depositado en El Liberal. Pero también quería hablar de otras cosas.

—¿No hablamos ya todo? —preguntó la muchacha. Era demasiado pequeña para el sillón movedizo de paja; las agujas resplandecientes con que tejía, demasiado largas. Podía ser buena o mala; ahora había elegido ser implacable, superar alguna oscura y larga postergación, tomarse una revancha. A la luz de la lámpara, el dibujo de la nariz era perfecto y los ojos claros brillaban como vidrio.

—Todo, es cierto, señorita. No pienso decir nada que ya no haya dicho. Pero consideré mi deber decirlo de manera directa. Decirle la verdad al señor Mario —sonreía repitiendo los saludos con la cabeza; la truculencia vibraba apenas, honda y con sordina—. Por eso le pido, patrón, que sirva una vuelta para los tres. Yo invito, claro; pidan lo que gusten.

—Él no toma —dijo la mujer, sin apresurarse, sin levantar los ojos del tejido, anidada en su clima de hielo y de ironía.

La bestia peluda de atrás del mostrador terminó de cerrar un paquete de yerba y se volvió lentamente para mirar a la mujer. “El pecho de un gorila, dos centímetros de frente, nunca tuvo expresión en los ojos”, anotó Orsini. “Nunca pensó de verdad, ni pudo sufrir, ni se imaginó que el mañana puede ser una sorpresa o puede no venir.”

—Adriana —barboteó el turco y se mantuvo inmóvil hasta que la mujer alzó los ojos—. Adriana, yo, vermut, sí tomo.

Ella le sonrió rápidamente y encogió los hombros. El turco redondeaba la boca para tomar el vermut a sorbitos. Apoyado en el mostrador, con el caluroso sombrero verde echado hacia la nuca, rozando el envoltorio del álbum, buscando la inspiración y simpatía, el príncipe habló de cosechas, de lluvias y de sequías, de métodos de explotación y de líneas de transporte, de la belleza envejecida de Europa y de la juventud de América. Improvisaba, repartiendo presagios y esperanzas, mientras el turco asentía silencioso.

—El Apolo estuvo lleno esta tarde —atacó el príncipe de golpe—; desde que se supo que usted acepta el desafío, todos quieren ver el entrenamiento del campeón. Para que no lo molestaran demasiado, aumenté el precio de las entradas; pero la gente sigue pagando. Ahora —empezó a separar los papeles que envolvían el álbum— me gustaría que mirara un poco esto. Acarició la tapa de cuero y la levantó—. Casi todo está en idioma; pero las fotos ayudan. Vea, se entiende. Campeón del mundo, cinturón de oro.

—Era, campeón del mundo —aclaró la mujer desde el crujido del sillón de paja.

—Oh, señorita —dijo Orsini sin volverse, exclusivamente para el turco, mientras movía las páginas de recortes cariados—. Volverá a serlo antes de seis meses. Un fallo equivocado, ya intervino la Federación Internacional de Lucha... Vea los títulos, ocho columnas, primeras páginas, vea las fotografías. Esto es un campeón, mire; no hay quien pueda con él en todo el mundo. No hay nadie que pueda aguantarle tres minutos sin la puesta de espaldas. Vamos: un solo minuto y ya sería un milagro. No podría el campeón de Europa, no podría el campeón de los Estados. Le estoy hablando en serio, de hombre a hombre; he venido a verlo porque en cuanto hablé con la señorita comprendí el problema, la situación.

—Adriana —corrigió el turco.

—Eso —dijo el príncipe—. Comprendí todo. Pero las cosas siempre tienen solución. Si usted sube el sábado al ring del Apolo... Jacob van Oppen es mi amigo y esta amistad sólo tiene un límite; esta amistad desaparece en cuanto suena la campana y él se pone a luchar. Entonces no es mi amigo, no es un hombre; es el campeón del mundo, tiene que ganar y sabe cómo hacerlo.

Decenas de viajantes habían detenido el Ford frente al almacén de Porfilio Hnos, para sonreír a los propietarios difuntos o a Mario, tomar un trago, exhibir muestras, catálogos y listas, vender azúcar, arroz, vinos y maíz. Pero el príncipe Orsini se afanaba, entre sonrisas, golpes amistosos y excepciones compasivas, por venderle al turco una mercadería extraña y difícil: el miedo. Alertado por la presencia de la mujer, avisado por los recuerdos y el instinto, se limitó a vender la prudencia, a intentar el trato.

Al turco le quedaba aún medio vaso de vermut; lo alzó para mojarse la boca pequeña y rosada, sin beber.

—Son quinientos pesos —dijo Adriana desde el sillón. Es hora de cerrar.

—Usted dijo... —empezó el turco; la voz y el pensamiento intentaban comprender, acercarse a la ecuanimidad, separarse de tres generaciones de estupidez y codicia—. Adriana, primero tengo que bajar la yerba. Usted dijo si yo subo el sábado al escenario del Apolo.

—Dije. Si usted sube, el campeón le romperá algunas costillas, algún hueso; lo pondrá de espaldas en medio minuto. No hay quinientos pesos, entonces; aunque tal vez usted tenga que gastarse mucho más con los médicos. ¿Y quién le atiende el negocio mientras esté en el hospital? Todo esto sin hablar del desprestigio, del ridículo. —Orsini consideró que el momento era oportuno para la pausa y la meditación; pidió ginebra, espió la cara impasible del turco, sus movimientos preocupados; escuchó una risita de la mujer que había dejado el tejido sobre los muslos.

Orsini bebió un trago de ginebra y se puso a envolver lentamente el álbum desvencijado. El turco olía el vermut y trataba de pensar.

—Y no quiero decir con esto —murmuró el príncipe en voz baja y distraída, que sonaba como la de un epílogo mutuamente aceptado—, no quiero decir que usted no sea más fuerte que Jacob van Oppen. Entiendo mucho de eso, he dedicado mi vida y mi dinero a descubrir hombres fuertes. Además, como me ha dicho inteligentemente la señorita Adriana, usted es mucho más joven que el campeón. Más vigor, más juventud; estoy dispuesto a escribirlo y firmarlo. Si el campeón —es un ejemplo— comprara este negocio, a los seis meses saldría a pedir limosna. Usted, en cambio, se hará rico antes de dos años. Porque usted, mi amigo Mario, entiende del negocio y el campeón no —el álbum ya estaba envuelto; lo puso en el mostrador y se apoyó sobre él para continuar con la ginebra y la charla—. De la misma manera, el campeón entiende de cómo romper huesos, de cómo doblarle las rodillas y la cintura para ponerlo de espaldas sobre el tapiz. Así se dice, o se decía. La alfombra. Cada cual en su oficio.

La mujer se había levantado y apagó una luz en un rincón; ahora estaba de pie, con el tejido entre su vientre y el mostrador, pequeña y dura, sin mirar a ninguno de los hombres.

El turco le examinó la cara y después gruñó:

—Usted dijo que si yo subía el sábado al escenario del Apolo...

—¿Dije? —preguntó Orsini con sorpresa—. Creo haberles dado un consejo. Pero en todo caso, si usted retira el desafío, puede haber un acuerdo, alguna compensación. Conversaríamos.

—¿Cuánto? —preguntó el turco.

La mujer alzó una mano y fue clavando las uñas en el brazo peludo de la bestia; cuando el hombre volvió la cabeza para mirarla, dijo:

—No hay más ni menos que quinientos pesos, ¿sí? No los vamos a perder. Si no vas el sábado, toda Santa María va a saber que tuviste miedo. Yo lo voy a decir, casa por casa, persona por persona.

No hablaba con pasión; seguía clavando las uñas en el brazo pero le conversaba al turco con paciencia y broma, como una madre conversa con su hijo, lo reprende y lo amenaza.

—Un momento —dijo Orsini; alzó una mano y con la otra se puso en la boca la copa de ginebra hasta vaciarla—. También en eso había pensado. En los comentarios del pueblo, de la ciudad, si usted no aparece el sábado por el Apolo. Pero todo se puede arreglar —sonrió a las caras hostiles de la mujer y el hombre, aumentó la cautela de su voz—. Por ejemplo... Supongamos en cambio que usted va, sube al ring. No trata de enfurecer al campeón, porque eso sería fatal para lo que planeamos. Usted sube al ring, reconoce al primer abrazo que el campeón sabe, y se deja poner de espaldas, limpiamente sin un rasguño.

La mujer clavaba otra vez las uñas en el gigantesco brazo peludo; con un ladrido, el turco la apartó.

—Comprendo —dijo después—. Voy y pierdo. ¿Cuánto?

Repentinamente, Orsini aceptó lo que había estado sospechando desde el principio de la entrevista: que cualquiera fuese el acuerdo que lograra con el turco, la mujercita flaca y empecinada lo borraría en el resto de la noche. Comprendió, sin dudas, que Jacob van Oppen estaba condenado a luchar el sábado con el turco.

—Cuánto... —murmuró mientras se acomodaba el álbum bajo el brazo—. Podemos hablar de cien, de ciento cincuenta pesos. Usted sube al ring...

La mujer se apartó un paso del mostrador y clavó las agujas en la pelota de lana. Miraba hacia el piso de tierra y cemento y la voz le sonó tranquila y con sueño:

—Necesitamos quinientos pesos y él se los va a ganar el sábado sin trampas, sin arreglos. No hay hombre más fuerte, nadie puede doblarlo. Menos que nadie ese viejo acabado, por más campeón que haya sido. ¿Vamos a cerrar?

—Tengo que bajar la yerba —volvió a decir el turco.

—Bueno, entonces es así —dijo Orsini—. Cóbrese y déme la última copa —puso un billete de diez pesos encima del mostrador y encendió un cigarrillo—. Vamos a celebrarlo; también ustedes están invitados.

Pero la mujer volvió a encender la luz del rincón y se instaló en el sillón de paja para seguir tejiendo y fumar un cigarrillo; y el turco sólo sirvió un vaso de ginebra. Empezó, bostezando, a llevar las bolsas de yerba, apiladas contra una pared, hacia la trampa del sótano.

Sin saber por qué, Orsini tiró una de sus tarjetas encima del mostrador. Estuvo diez minutos más en el almacén, fumando y bebiendo el gusto a pan de la ginebra, mirando con asombrado terror, con los ojos nublados, sudando, el trabajo metódico del turco con las bolsas, viendo que las movía con tanta facilidad, con tan visible esfuerzo como él, príncipe Orsini, movería un cartón de cigarrillos o una botella.

“Pobre Jacob van Oppen —meditó Orsini—. Hacerse viejo es un buen oficio para mí. Pero él nació para tener siempre veinte años; y ahora, en cambio, los tiene este gigante hijo de perra que gira alrededor del meñique de ese feto encinta. Los tiene este animal, nadie puede quitárselos para restituirlos y los seguirá teniendo el sábado de noche en el Apolo.”


5.

Desde la redacción de El Liberal, casi codo a codo con Deportivas, el príncipe llamó por teléfono a la capital, reclamando el envío urgente de mil pesos. Usó el teléfono directo para evitar la curiosidad de la telefonista; mintió a gritos frente a la redacción, poblada ahora por jóvenes flacos y bigotudos, alguna señorita que fumaba con boquilla. Eran las siete de la tarde; llegó casi a la grosería cuando se hizo evidente el titubeo del hombre que lo escuchaba en el teléfono remoto, en una habitación que no podía ser imaginada, muequeando su desconcierto en cualquier cubículo de la gran ciudad, en su anochecer de octubre.

Cortó la comunicación con una sonrisa de tolerancia y fastidio.

—Por fin —dijo, soplando el pañuelo de hilo—. Mañana de mañana tenemos el dinero. Contratiempos. Mañana a mediodía hago el depósito en la administración. En la administración me parece más serio, ¿no?... Aquí está el mozo. El que quiera pedir algo para refrescarse...

Le dieron las gracias, alguna de las máquinas de escribir interrumpió su ruido; pero nadie aceptó la invitación. Deportivas inclinaba sobre su mesa los gruesos anteojos mientras marcaba fotografías.

Apoyado en una mesa, fumando un cigarrillo, Orsini miró a los hombres doblados hacia las máquinas y la tarea. Supo que para ellos él ya no existía, que no estaba en la redacción. “Y tampoco mañana”, pensó con débil tristeza, sonriente y resignado. Porque todo había sido postergado hasta la noche del viernes y la noche del viernes empezaba a crecer, en el fin de un crepúsculo rojizo y dulce, fuera de los ventanales de El Liberal, en el río, encima de la primera sombra que rodeaba las sirenas graves de las barcazas.

Atravesó la indiferencia y la desconfianza, obligó a Deportivas a estrecharle la mano.

—Espero que mañana será una gran noche para Santa María; espero que gane el mejor.

Esa frase no sería reproducida por el diario, no serviría de soporte a su cara sonriente y bondadosa. Desde el vestíbulo del Apolo —Jacob van Oppen, Campeón del Mundo, se entrena aquí de 18 a 20, tres pesos la entrada —oyó los murmullos del público y el golpeteo de los pies del campeón sobre el ring improvisado. Van Oppen no podía luchar, romper huesos o arriesgar que se los rompieran. Pero podía saltar a la cuerda, infinitamente, sin cansancio.

Sentado en la estrecha oficina de la boletería, Orsini revisó el borderó y sacó cuentas. Sin considerar la noche triunfal del sábado, plateas a cinco pesos, la visita a Santa María dejaba alguna ganancia. Orsini convidó con café y puso su firma al pie de las planillas luego de contar el dinero.

Quedó solo en la oficina oscura y mal oliente. Llegaba el ruido a compás de los pies de van Oppen en la madera.

—Ciento diez animales abriendo la boca porque el campeón salta a la cuerda, como saltan, y mejor, todas las niñas en los patios de las escuelas.

Recordó a van Oppen joven, o por lo menos aún no envejecido; pensó en Europa y en los Estados, en el verdadero mundo perdido; trató de convencerse de que van Oppen era tan responsable del paso de los años, de la decadencia y la repugnante vejez, como de un vicio que hubiera adquirido y aceptado. Trató de odiar a van Oppen para protegerse.

“Tendría que haberle hablado antes, en alguna de esas caminatas por la rambla que hace con pasitos de mujer gorda; ayer o esta mañana; hablarle al aire libre, el río, árboles, el cielo, todo eso que los alemanes llaman naturaleza. Pero llegó el viernes; la noche del viernes.”

Palpó suavemente los billetes en el bolsillo y se puso de pie. Afuera, puntual y tibia, lo estaba esperando la noche del viernes. Los ciento diez imbéciles gritaban dentro del cine-teatro; el campeón habría empezado el número final, la sesión de gimnasia en que todos los músculos crecían y desbordaban.

Orsini caminó lentamente hacia el hotel, las manos en la espalda, buscando detalles de la ciudad para recordar y despedirse, para mezclarlos con los de otras ciudades lejanas, para unir todo y continuar viviendo.

El mostrador del bar del hotel se alargaba hasta tocar el del conserje. Mientras bebía un trago con mucha soda, el príncipe organizó su batalla. Ocupar una colina puede ser más importante que perder un parque de municiones. Puso unos billetes sobre el mostrador y pidió la cuenta de los días vividos en el hotel.

—Es por mañana, excúseme, para evitarme apuros. Mañana, en cuanto termine la lucha, tenemos que salir en automóvil, a medianoche o en la madrugada. Hoy hablé por teléfono desde El Liberal y supe que hay nuevos contratos. Todo el mundo quiere ver al campeón, se explica, antes del torneo en Amberes.

Pagó con una propina exagerada y subió al cuarto con una botella de ginebra bajo el brazo para hacer las valijas. Había una negra y vieja, de Jacob, que no podía tocarse; estaba, además, el montón de objetos impresionantes —batas, tricotas, tensores, sogas, zapatos con forro de piel— en el escenario del Apolo. Pero todo esto podía ser recogido después con cualquier pretexto. Terminó con sus valijas y con las que Jacob no había declarado sagradas; estaba bajo la ducha, resoplando de alivio, barrigón y resuelto, cuando oyó el golpe de la puerta del cuarto. Más allá del rumor del agua escuchó los pasos y el silencio. “Es la noche del viernes; y ni siquiera sé si es mejor emborracharlo antes o después de hablarle. O antes y después.”

Jacob estaba sentado en la cama, con las piernas cruzadas, mirando con alegría infantil la marca en la suela de sus zapatos, la palabra Champion; alguien, acaso el mismo Orsini, había dicho alguna vez en broma que esos zapatos se fabricaban exclusivamente para uso de van Oppen, para recordarlo y rendirle homenaje en millones de pies ajenos.

Envuelto en el ropón de baño, chorreando agua, Orsini entró en la habitación, jovial y dicharachero. El campeón había manoteado la botella de ginebra y después de tomar un trago continuó mirándose el zapato sin escuchar a Orsini.

—¿Por qué hiciste las valijas? La pelea es mañana.

—Para ganar tiempo —dijo Orsini—. Empecé a hacerlas por eso. Pero después...

—¿Es a las nueve? Pero siempre empieza más tarde. Y después de los tres minutos tengo que hacer clavas y levantar las pesas. Y también festejar.

—Bueno —dijo Orsini, mirando la botella inclinada contra la boca del campeón, contando los tragos, calculando—. Claro que vamos a festejar.

El campeón dejó la botella y estuvo sobándose la suela de goma blanca del zapato. Sonreía, misterioso e incrédulo, como si estuviera escuchando una música lejana y no oída desde la infancia. De pronto se puso serio, tomó con ambas manos el pie con la marca que lo aludía y lo bajó lentamente hasta colocar la suela contra la estrecha alfombra junto a la cama. Orsini vio la mueca corta y seca que había quedado en el lugar de la desvanecida sonrisa; se fue aproximando indeciso a la cama del campeón y alzó la botella. Mientras fingía beber pudo comprobar, por el ruido y el peso, que quedaban dos tercios del litro de ginebra.

Inmóvil, derrumbado, con los codos apoyados en las piernas, el campeón rezaba:

—Verdammt, verdammt, verdammt.

Sin hacer ruido, Orsini arrastró los pies por el suelo; de espaldas al campeón, con un bostezo, extrajo el revólver de su saco colgado en la silla y lo guardó en su bolsillo de la bata de baño. Luego se sentó en su cama y esperó. Nunca había tenido necesidad del revólver, ni siquiera de mostrarlo, frente a Jacob. Pero los años le enseñaron a prever las acciones y las reacciones del campeón, a estimar su violencia, su grado de locura y también el punto exacto de la brújula que señala el principio de la locura.

—Verdammt —siguió rezando Jacob. Se llenó los pulmones de aire y se puso de pie. Juntó las manos en la nuca y balanceó el tórax, pesadamente, bajando por la izquierda y la derecha hacia la cintura.

—Verdammt —gritó, como si mirara a alguien desafiándolo; luego rehizo la sonrisa desconfiada y empezó a desnudarse. Orsini encendió un cigarrillo y puso una mano en el bolsillo de la bata, los nudillos quietos contra la frescura del revólver. El campeón se quitaba la tricota, la camiseta, los pantalones, los zapatos con su marca; todo golpeaba contra el ángulo del placard y la pared y formaba un montón en el piso.

Apoyado en la cama y en las almohadas, Orsini buscaba otras cóleras, otros prólogos, y quería compararlos con lo que estaba viendo. “Nadie le dijo que nos vamos. ¿Quién puede haberle dicho que nos vamos esta noche?”

Jacob sólo tenía puesto el slip de combate. Levantó la botella y bebió la mitad del resto. Después, manteniendo su sonrisa de misterio, de alusiones y recuerdo, se puso a hacer gimnasia estirando y doblando los brazos mientras doblaba las rodillas para agacharse.

“Toda esta carne —pensaba Orsini, con el dedo en el gatillo del revólver—; los mismos músculos, o más, de los veinte años; un poco de grasa en el vientre, en el lomo, en la cintura. Blanco, enemigo temeroso del sol, gringo y mujer. Pero esos brazos y esas piernas tienen la misma fuerza de antes, o más. Los años no pasaron por allí; pero siempre pasan, siempre buscan y encuentran un sitio para entrar y quedarse. A todos nos prometieron, de golpe o tartamudeando, la vejez y la muerte. Este pobre diablo no creyó en promesas; por lo tanto el resultado es injusto.”

Iluminado por la última luz del viernes en la ventana y por la luz que Orsini había dejado encendida en el baño, el gigante brillaba de sudor. Terminó la sesión de gimnasia tirándose de espaldas al suelo y rebotando en las manos. Luego hizo un breve y lento saludo con la cabeza hacia el montón de ropas junto al placard. Jadeante, volvió a beber de la botella, la levantó en el aire ceniciento, y sin dejar de mirarla fue acercándose a la cama que ocupaba Orsini. Quedó de pie, enorme y sudoroso, respirando con esfuerzo y ruido, con una expresión boquiabierta de principio a final de furia. Seguía mirando la botella, buscaba explicaciones en la etiqueta, en la forma redonda y secreta.

—Campeón —dijo Orsini retrocediendo hasta tocar la pared, levantando una pierna para empuñar el revólver más cómodamente—. Campeón. Tenemos que pedir otra botella. Tenemos que festejar desde ahora.

—¿Festejar? Yo gano siempre.

—Sí, el campeón gana siempre. Y también va a ganar en Europa.

Orsini se incorporó en la cama y fue ayudándose con las piernas hasta quedar sentado, la mano siempre hundida en el bolsillo de la bata.

Frente a él se abrían los enormes muslos de Jacob, los músculos contraídos. “No hubo piernas mejores que éstas”, pensó Orsini con miedo y tristeza. “Le basta bajar la botella para aplastarme; para romper una cabeza con el fondo de una botella se necesita mucho menos de un minuto.” Se levantó despacio y fue renqueando, exhibiendo una sonrisa paternal y feliz hasta el otro rincón de la pieza. Se apoyó en el borde de la mesita y estuvo un momento con los ojos entornados, bisbiseando una fórmula católica y mágica.

Jacob no se había movido; continuaba de pie junto a la cama, dándole ahora la espalda, la botella siempre en el aire. La habitación estaba casi en penumbra, la luz del cuarto de baño era débil y amarilla.

Maniobrando con la mano izquierda Orsini encendió un cigarrillo. “Nunca hice esta prueba.”

—Podemos festejar ahora mismo, campeón. Festejamos hasta la madrugada y a las cuatro tomamos el ómnibus. Adiós Santa María. Y muchas gracias, no nos fue mal del todo.

Blanco, agrandado por la sombra, Jacob bajó lentamente el brazo con la botella e hizo sonar el vidrio contra una rodilla.

—Nos vamos, campeón —agregó Orsini. “Ahora está pensando. Tal vez comprenda antes de tres minutos.”

Jacob giró el cuerpo como en una pileta de agua salada y lo dobló para sentarse en la cama. El pelo escaso pero aún sin canas señalaba en la noche la inclinación de la cabeza.

—Tenemos contratos, verdaderos contratos —continuó Orsini— si viajamos hacia el sur. Pero tiene que ser enseguida, tiene que ser en el ómnibus de las cuatro. Esta tarde hablé por teléfono desde el diario con un empresario de la capital, campeón.

—Hoy. Ahora es viernes —dijo Jacob lentamente, sin borrachera en la voz—. Entonces, la lucha es mañana de noche. No nos podemos ir a las cuatro.

—No hay lucha, campeón. No hay problemas. Nos vamos a las cuatro; pero primero festejamos. Ahora mismo pido otra botella.

—No —dijo Jacob.

Orsini volvió a inmovilizarse contra la mesa. De la lástima al campeón, tan exacerbada y sufrida durante los últimos meses, pasó a compadecer al príncipe Orsini, condenado a cuidar, mentir y aburrirse como una niñera con la criatura que le tocó en suerte para ganarse la vida. Después su lástima se hizo despersonalizada, casi universal. “Aquí, en un pueblito de Sudamérica que sólo tiene nombre porque alguien quiso cumplir con la costumbre de bautizar cualquier montón de casas. Él, más perdido y agotado que yo; yo, más viejo y más alegre y más inteligente, vigilándolo con un revólver que no sé si funciona o no, dispuesto a mostrar el revólver si se hace necesario, pero seguro de que nunca apretaré el gatillo. Lástima por la existencia de los hombres, lástima por quien combina las cosas de esta manera torpe y absurda. Lástima por la gente que he tenido que engañar sólo para seguir viviendo. Lástima por el turco del almacén y por su novia, por todos los que no tienen de verdad el privilegio de elegir.”

Llegaba desde lejos, interrumpido, el piano del conservatorio; a pesar de la hora, se sentía aumentar el calor en la pieza, en las calles arboladas.

—No entiendo —dijo Jacob—. Hoy es viernes. Si el loco ese ya no quiere el desafío, igual tengo que hacer la exhibición, a cinco pesos la entrada.

—El loco ese... —empezó Orsini; de la lástima pasaba a la rabia y al odio—. No; somos nosotros. No tenemos interés en el desafío. Nos vamos a las cuatro.

—¿El hombre quiere luchar? ¿No se arrepintió?

—El hombre quiere luchar y no le dan permiso para arrepentirse. Pero nosotros nos vamos.

—¿Sin luchar, antes de mañana?

—Campeón —dijo Orsini. La cabeza de Jacob se movía colgada y negadora.

—Yo me quedo. Mañana a las nueve lo estaré esperando en el ring. ¿Voy a estar solo?

—Campeón —repitió Orsini mientras se acercaba a la cama; rozó cariñoso un hombro de Jacob y levantó la botella para tomar un pequeño trago—. Nos vamos.

—Yo no —dijo el gigante, y empezó a levantarse, a crecer—. Voy a estar solo en el ring. Déjeme la mitad del dinero y váyase. Dígame por qué quiere escapar, por qué quiere que también yo me escape.

Olvidado del revólver, sin dejar de apretarlo, el príncipe hablaba contra el arco de las costillas del campeón.

—Porque hay contratos que nos esperan. Porque lo de mañana no es una lucha, es un desafío estúpido.
Sin mostrar apuro, Orsini se alejó hacia la ventana, hacia la cama de Jacob van Oppen. No se atrevía a encender la luz, no tenía ánimos para conquistar con sonrisas y muecas.

Prefirió la sombra y la persuasión de los tonos de voz. “Acaso sea mejor terminar con todo esto ahora mismo. Siempre tuve suerte, siempre apareció algo nuevo y muchas veces mejor que lo recién perdido. No mirar hacia atrás, dejarlo como a un elefante sin dueño.”

—Pero el desafío lo hicimos nosotros —decía la voz de Jacob, sorprendida, casi riendo—. Siempre lo hacemos nosotros. Tres minutos. En los diarios, en las plazas. Dinero al que aguante tres minutos. Y yo gané siempre, Jacob van Oppen gana siempre.

—Siempre —dijo Orsini; de pronto se sintió débil y hastiado; puso el revólver sobre la cama y juntó las manos entre las rodillas desnudas—. Siempre gana el campeón. Pero también, todas las veces, yo vi antes al hombre que había aceptado el desafío. Tres minutos sin ser puesto de espaldas sobre el tapiz —recitó—. Y nunca nadie duró medio minuto y yo lo sabía mucho antes de que sonara la campana. “No puedo decirle que alguna vez tuve éxito amenazando y también pagué para que la cosa no durara más de treinta segundos; pero acaso no tenga más remedio que decírselo.” Y ahora, también cumplí con mi deber. Fui a ver al hombre que había aceptado el desafío, lo pesé y lo medí. Con los ojos. Por eso hice las valijas, por eso aconsejo tomar el ómnibus de las cuatro.

Van Oppen se había estirado en el piso, la cabeza apoyada en la pared, entre la mesa de noche y la luz del cuarto de baño.

—No entiendo. Y éste sí, este almacenero de un pueblo cualquiera, que nunca vio una lucha, ¿éste le va a ganar a Jacob van Oppen?

—Nadie puede ganarle una lucha al campeón —pronunció Orsini con paciencia—. Pero no se trata de una lucha.

—Es un desafío —exclamó Jacob.

—Eso mismo. Un desafío. Quinientos pesos si aguanta de pie tres minutos. Yo lo vi al hombre

—Orsini hizo una pausa y encendió otro cigarrillo; estaba tranquilo y desinteresado; era como contar una historia a un niño para ayudarlo a dormir, era como cantar Lili Marlen.

—¿Y éste me aguanta tres minutos? —se burló van Oppen.

—Bueno. Es una bestia. Veinte años, ciento diez kilos; no hice más que calcular, pero nunca me equivoco.

Jacob dobló las piernas hasta quedar sentado en el suelo. Orsini lo oyó respirar.

—Veinte años —dijo el campeón—. Yo también tuve veinte años y era menos fuerte que ahora, sabía menos.

—Veinte años —repitió el príncipe, transformando un bostezo en suspiro.

—¿Y eso es todo? ¿No hay nada más? ¿A cuántos hombres de veinte años puse de espaldas en menos de veinte segundos? ¿Y por qué este imbécil va a durar tres minutos?

“Es así —pensaba Orsini con el cigarrillo en la boca—; tan sencillo y terrible como descubrir de golpe que una mujer no nos gusta y quedarse impotente y comprender que nada puede corregirse o ser aliviado por medio de explicaciones; tan sencillo y terrible como decirle a un enfermo la verdad. Todo es sencillo cuando le ocurre a los otros, cuando nos conservamos ajenos y podemos comprender y lamentar, repetir consuelos.”

El pianito del conservatorio había desaparecido en el calor de la noche retinta; se oían grillos, giraba, mucho más lejos, un disco de jazz.

—¿Me va a durar tres minutos? —insistió Jacob—. Yo también vi. Vi las fotografías en el diario. Un buen cuerpo para mover barriles.

—No —repuso Orsini, sincero y ecuánime—. Nadie puede resistirle tres minutos al campeón del mundo.

—No entiendo —dijo Jacob—. Entonces no entiendo. ¿Hay algo más?

—El hombre no puede aguantar tres minutos. Pero estoy seguro de que aguanta más de uno. Y hoy, cosa pasajera pero indiscutible, el campeón del mundo no tiene aliento para luchar más de un minuto.

—¿Yo? —Jacob se había puesto de rodillas, apoyándose en los puños—. ¿Yo?

—Sí —dijo Orsini; hablaba con suavidad e indiferencia, quitándole importancia al tema—. Cuando terminemos esta gira de entrenamiento, todo cambiará. También será necesario suprimir el alcohol. Pero hoy, mañana, sábado de noche en Santa María o como se llame este agujero del mundo, Jacob van Oppen no puede abrazar y resistir un abrazo por más de un minuto. El pecho de van Oppen no puede; los pulmones no pueden. Y esa bestia no se deja voltear en un minuto. Por eso tenemos que tomar el ómnibus de las cuatro de la mañana. Las valijas están hechas, pagué la cuenta del hotel. Todo arreglado.

Orsini oyó el gruñido y la tos a su izquierda, fue midiendo la extensión del silencio en el cuarto. Volvió a tomar el revólver y lo calentó entre las rodillas.

“Después de todo —pensó— es curioso haber dado tantos rodeos, tomar tantas precauciones. Él lo sabe mejor que yo y desde hace tiempo. Pero tal vez haya sido justamente por eso que elegí rodeos y busqué precauciones. Y aquí estoy, a mi edad, tan lamentable y ridículo como si le hubiera dicho a una mujer que se acabó el amor y estuviese esperando, con aprensiones y curiosidad, la reacción, las lágrimas, las amenazas.”

Jacob había replegado el cuerpo; pero la franja de luz del cuarto de baño revelaba, en la cabeza echada hacia atrás, el brillo del llanto. Orsini guardó el revólver y fue hasta el teléfono para pedir otra botella. Rozó al pasar el cabello cortado al rape del campeón y regresó a la cama. Alzando las piernas, podía sentir contra los muslos la rotunda pesadez de su barriga. Del hombre arrodillado le llegaba el rumor de un jadeo, como si van Oppen hubiera llegado al epílogo de una jornada de entrenamiento o de una lucha particularmente larga y difícil.

“No es el corazón —recordó Orsini—, no son los pulmones. Es todo; un metro noventa y cinco de hombre que empezó a envejecer.”

—No, no —dijo en voz alta—. Sólo un descanso en el camino. Dentro de unos meses todo volverá a ser como antes. La calidad; eso es lo definitivo, eso es lo que nunca puede perderse. Aunque uno quiera, aunque se empeñe en perderla. Porque en toda vida del hombre hay periodos de suicidio. Pero esto se supera, esto se olvida. La música de baile se había ido fortaleciendo a medida que crecía la noche. La voz de Orsini vibraba satisfecha, demorándose, en la garganta y el paladar.

Llamaron a la puerta y el príncipe caminó silencioso para recibir la bandeja con la botella, los vasos y el hielo. La dejó en la mesita y prefirió montarse en una silla para continuar la velada y la lección de optimismo.

El campeón se había sentado en la sombra, en el suelo, apoyado en la pared; ya no se le escuchaba respirar; sólo existía para Orsini por medio de su enorme, indudable presencia agazapada.

—La calidad, eso —reanudó el príncipe—. ¿Quién la tiene? Se nace con calidad o se muere sin calidad. Por algo todos se inventan un sobrenombre imbécil y cómico, unas palabritas, para que las pongan en los carteles. El Búfalo de Arkansas, el Triturador de Lieja, el Mihura de Granada. Pero Jacob van Oppen sólo se llama, además, el Campeón del Mundo. Calidad.

El discurso de Orsini desfalleció en el silencio y en la fatiga.

El príncipe llenó un vaso, puso la lengua dentro y se levantó para llevárselo al campeón.

—Orsini —dijo Jacob—. Mi amigo el príncipe Orsini.

Van Oppen se oprimía las rodillas con las grandes manos; como los dientes de una trampa, las rodillas sujetaban la cabeza inclinada. Orsini dejó el vaso en el suelo después de arrastrarlo por la nuca y la espalda del gigante.

—Un trago, campeón —murmuró dulce y paternal—. Siempre hace bien.

Se incorporaba con una mueca, tocándose el cansancio en la cintura, cuando sintió los dedos que le rodeaban un tobillo y lo clavaban al piso. Oyó la voz lenta, alegre, despreocupada y perezosa de Jacob:

—Ahora el príncipe se toma todo el trago de un solo trago.

Orsini echó el cuerpo hacia atrás para asegurar el equilibrio. “Era lo poco que me faltaba; que esta bestia crea que lo quiero dormir o envenenar.” Se fue agachando despacio, recogió el vaso y lo bebió rápidamente, sintiendo que los dedos de Jacob se le aflojaban en el tobillo.

—¿Está bien, campeón? —preguntó. Ahora veía los ojos del otro, un pedazo de sonrisa levantada.

—Bien, príncipe. Un vaso lleno para mí.

Con las piernas separadas, buscando no tambalearse Orsini fue hasta la mesita y llenó nuevamente el vaso. Se apoyó para prender un cigarrillo y pudo ver, en la pequeña luz del encendedor, que las manos le temblaban de odio. Regresó con el vaso, el cigarrillo en la boca, un dedo en el gatillo del revólver escondido en la bata de baño. Cruzó la franja de luz amarilla y vio a Jacob de pie, blanco y enorme, balanceándose con suavidad.

—Salud, campeón —dijo Orsini ofreciendo la bebida con el brazo izquierdo.

—Salud —repitió desde arriba la voz de van Oppen con un rastro débil de excitación—. Yo sabía que iban a llegar. Yo estuve en la iglesia pidiendo que llegaran.

—Sí —dijo Orsini.

Hubo una pausa, el campeón suspiró, la noche les trajo gritos y aplausos desde la sala de baile lejana, un remolcador llamó tres veces en el río.

—Ahora —pronunció Jacob con dificultad —el príncipe se toma el vaso de un trago. Los dos somos borrachos. Pero yo no tomo esta noche porque es viernes. El príncipe tiene un revólver.

Durante un segundo, con el vaso en el aire y mirando el ombligo de van Oppen. Orsini se inventó una biografía de humillación perpetua, saboreó el gusto del asco, supo que el gigante no estaba siquiera desafiándolo, que sólo le ofrecía un blanco para el revólver enderezado en el bolsillo.

—Sí —dijo un segundo después; escupió el cigarrillo y volvió a tragarse la ginebra. El estómago le subía en el pecho mientras tiraba el vaso vacío hacia la cama, mientras retrocedía trabajosamente para dejar el revólver encima de la mesa.

Van Oppen no había cambiado de lugar; continuaba balanceándose en la penumbra, con lentitud burlona, como si remedara la gimnasia clásica para los músculos de la cintura.

—Estamos locos —dijo Orsini. No le servían para nada los recuerdos, el débil hervor de la noche de verano que tocaba la ventana, los planes del futuro.

—Lili Marlen, por favor —aconsejó Jacob.

Apoyado en la mesita, Orsini abandonó el cigarrillo que pensaba encender. Cantó con voz asordinada, con una última esperanza, como si nunca hubiera desempeñado otro oficio que canturrear las palabras imbéciles, la música fácil, como si nunca hubiera hecho otra cosa para ganarse la vida. Se sentía más viejo que nunca, empequeñecido y ventrudo, ajeno a sí mismo.

Hubo un silencio y después el campeón dijo “gracias”. Dormido y débil, manoteando el cigarrillo que había dejado sobre la mesa, junto al revólver, Orsini miró acercarse el gran cuerpo blancuzco, aliviado de la edad por la penumbra.

—Gracias —repitió van Oppen, casi tocándolo—. Otra vez.

Atónito, indiferente, Orsini pensó: “ya no es una canción de cuna, ya no lo obliga a emborracharse, a llorar, a dormir”. Volvió a carraspear y empezó:

Vor der Kaserne, von dem grossen Tor...

Sin necesidad de mover el cuerpo, el campeón alzó un brazo desde la cadera y golpeó la mandíbula de Orsini con la mano abierta. Una vieja tradición le impedía usar los puños, salvo en circunstancias desesperadas. Con el otro brazo sostuvo el cuerpo del príncipe y lo estiró en la cama.

El calor de la noche y de la fiesta había hecho abrir las ventanas. La música de jazz del baile parecía estar naciendo ahora en el hotel, en el centro de la habitación semioscura.


6. Cuenta el príncipe

Era una ciudad alzada desde el río, en septiembre, a cinco centímetros más o menos al sur del ecuador. Me desperté, sin dolores, en la mañana del cuarto del hotel, llena de claridad y calor. Jacob me masajeaba el estómago y reía para ayudar la salida de los insultos que terminaron en uno solo, repetido hasta que no pude fingir el sueño y me enderecé:

—Viejo puerco —en alemán purísimo, casi en prusiano.

El sol lamía ya la pata de la mesita y pensé con tristeza que nada podía salvarse del naufragio. Por lo menos —empezaba a recordar—, eso era lo que convenía ser pensado y a esa tristeza debían ajustarse mi cara y mis palabras. Algo previó van Oppen porque me hizo tragar un vaso de jugo de naranja y me puso un cigarrillo encendido en la boca.

—Viejo puerco —dijo, mientras yo me llenaba los pulmones de humo.

Era la mañana del sábado, estábamos aún en Santa María. Moví la cabeza y lo miré, hice un balance rápido de la sonrisa, la alegría y la amistad. Se había puesto el traje gris claro, los zapatos de antílope, equilibraba en la nuca el Stetson. Pensé de golpe que él tenía razón, que en definitiva la vida siempre tiene razón, sin que importaran las victorias o las derrotas.

—Sí —dije, apartándole la mano— soy un viejo puerco. Los años pasan y empeoran las cosas. ¿Hay lucha hoy?

—Hay —cabeceó con entusiasmo—. Te dije que iban a volver y volvieron.

—Chupé el cigarrillo y me estiré en la cama. Me bastó verle la sonrisa para comprender que Jacob, aunque le rompieran el espinazo en la cálida noche de sábado que cualquiera podía predecir, había ganado. Tenía que ganar en tres minutos; pero yo cobraba más. Me senté en la cama y me estuve sobando la mandíbula.

—Hay lucha —dije—, el Campeón decide. Pero por desgracia, el manager ya no tiene nada qué decir. Ni una botella ni un golpe bastan para suprimir todo.

Van Oppen se puso a reír y el sombrero cayó sobre la cama. Su risa había sido descuidada por los años, era la misma.

—Ni un golpe ni una botella —insistí—. Quedamos en que el Campeón no tiene aliento, por ahora, para soportar una lucha, un esfuerzo verdadero, que dure más de un minuto. Eso queda. El Campeón no podrá doblar al turco. El Campeón se morirá de una muerte misteriosa cuando llegue el segundo cincuenta y nueve. Veremos en la autopsia. Creo que, por lo menos, en eso quedamos.

—En eso quedamos. No más de un minuto —asintió van Oppen; alegre otra vez, joven, impaciente. La mañana llenaba ahora toda la habitación y yo me sentía humillado por mi sueño, por mis reparos, por mi bata con el peso del revólver descargado.

—Y hay —dije lentamente, como queriendo vengarme—, que no tenemos los quinientos pesos. De acuerdo, todo el mundo lo sabe, el turco no puede ganar. Pero tenemos que hacer, y ya es sábado, el depósito de quinientos pesos. Sólo nos queda para los pasajes y para una semana en la capital. Y después que Dios diga.

Jacob recogió el sombrero y volvió a reírse. Movía la cabeza como un padre sentado en el banco de un parque junto a su pequeño hijo desconfiado.

—¿Dinero? —dijo sin preguntar—. ¿Dinero para hacer el depósito? ¿Quinientos pesos?

Me dio otro cigarrillo encendido y puso el pie izquierdo, que es más sensible, encima de la mesita. Deshizo el nudo del zapato gris, se descalzó y vino para mostrarme un rollo de billetes verdes. Era dinero de verdad. Me dio cinco billetes de diez dólares y tuvo un fanfarronear.

—¿Más?

—Está bien —dije—. Sobra.

Mucho dinero volvió al zapato; entre trescientos y quinientos dólares.

De modo que al mediodía cambié el dinero; y como el campeón había desaparecido —no hubo tricotas con iniciales ni trotecitos por la rambla aquella mañana— me fui al restaurante del Plaza y comí como un caballero, como hacía mucho tiempo no comía. Tuve un café hecho en mi mesa y licores apropiados y un habano muy seco pero que se podía fumar.

Completé el almuerzo con una propina de borracho o de ladrón y llamé al hotel; el campeón no estaba: los restos de la tarde eran frescos y alegres, Santa María iba a tener su gran noche. Dejé al conserje el número del diario para que Jacob combinara conmigo la ida al Apolo y un rato después me senté en la mesita del archivo, con Deportivas y dos caras más. Mostré el dinero:

—Para que no haya ninguna duda. Pero prefiero entregarlo personalmente en el ring. Si es que van Oppen muere de un síncope; o si tiene que contribuir a los gastos del velorio del turco.

Jugamos al poker, perdí y gané, hasta que avisaron que van Oppen estaba en el cine. Faltaba media hora larga para las nueve; pero nos pusimos los sacos y tomamos autos viejos, para recorrer las pocas cuadras del pueblito que nos separaban del cine, para acentuar el carnaval, el ridículo.

Entré por la puerta trasera y fui al cuarto abrumado de carteles y fotografías, furiosamente invadido por un olor de mingitorio y engrudo rancio. Allí estaba Jacob; con el slip celeste, color dedicado a Santa María, y el cinturón de Campeón del Mundo que brillaba como el oro, haciendo flexiones. Me bastó verlo —los ojos aniñados, limpios y sin nada; la corta curva de la sonrisa— para entender que no quería hablar conmigo, que no deseaba prólogos, nada que lo separara de lo que había resuelto ser y recordar.

Me senté en un banco, sin escuchar si contestaba o no a mi saludo, y me puse a fumar. Ahora en este momento, dentro de unos minutos, llegaba el final de la historia. De ésta, la del Campeón Mundial de Lucha. Pero habría otras, habría también una explicación para El Liberal, Santa María y pueblos vecinos.

“Pasajera indisposición física” me gustaba más que “exceso de entrenamiento provocó el fracaso del Campeón”. Pero mañana no publicarían la C mayúscula y acaso ni siquiera el discutible título. Van Oppen continuaba haciendo flexiones y yo combatía el olor a amoniaco encendiendo un cigarrillo con el anterior, sin olvidar que la limpieza del aire es la primera condición para un gimnasio.

Jacob subía y bajaba como si estuviera solo, movía horizontales los brazos, parecía, a la vez, más flaco y más pesado. A través de la catinga, a la que se estaba incorporando su sudor, yo trataba de oírlo respirar. También el ruido de la sala invadía el cuarto maloliente. Tal vez el campeón tuviera resuello para un minuto y medio, nunca para dos o tres. El turco permanecería de pie hasta que sonara la campana, con sus enfurecidos bigotes negros, con los púdicos pantalones hasta media pierna que yo le imaginaba —y no me equivoqué—, con la novia pequeña y dura aullando de triunfo y rabia junto a las tablas del escenario del cine Apolo, junto a la alfombra calva que seguiré llamando tapiz. No quedaban esperanzas, no rescataríamos nunca los quinientos pesos. El ruido chusma de la sala llena e impaciente iba creciendo.

—Hay que ir —le dije al difunto que hacía calistenia. Eran las nueve en punto en mi reloj; salí del mal olor y anduve por los corredores oscuros hasta llegar a la boletería. Antes de las nueve y cuarto había terminado de revisar y firmar el borderó. Volví al cuarto hediondo —el griterío anunciaba que van Oppen ya estaba en el ring—, me puse en mangas de camisa después de guardarme el dinero en un bolsillo del pantalón y anduve al revés los corredores hasta entrar en la sala y subir al escenario. Me aplaudieron y me insultaron, agradecí con cabezadas y sonrisas, seguro de que en el Apolo había más de setenta personas que no habían pagado entrada. Por lo menos, no me llegaría nunca el cincuenta por ciento correspondiente.

Le quité la bata a Jacob, crucé el ring para saludar al turco y tuve tiempo apenas para otro par de payasadas.

Sonó la campana y ya era imposible no respirar y entender el olor de la muchedumbre que llenaba el Apolo. Sonó la campana y dejé a Jacob solo, mucho más solo y para siempre que como lo había dejado en tantas madrugadas, en esquinas y bares, cuando yo empezaba a tener sueño y aburrirme. Lo malo era que aquella noche, mientras me separaba de él para sentarme en una platea de privilegio, no estaba dormido ni me sentía aburrido. La primera campana era para despejar el ring. La segunda para que empezara la lucha. Engrasado, casi joven, sin mostrar los kilos, Jacob fue girando, encorvado, hasta ocupar el centro del ring y esperó con una sonrisa.

Abrió los brazos y esperó al turco que parecía haberse ensanchado. Lo esperó sonriendo hasta que lo tuvo cerca, hizo un paso hacia atrás y de pronto avanzó para dejarse abrazar. Contra todas las reglas, Jacob mantuvo los brazos altos durante diez segundos. Después afirmó las piernas y giró; puso una mano en la espalda del desafiante y la otra, también el antebrazo, contra un muslo. Yo no entendía aquello y seguí sin entender durante el exacto medio minuto que duró la lucha. Entonces vi que el turco salía volando del ring atravesando con esfuerzo los aullidos de los sanmarianos y desaparecía en el fondo oscuro de la platea.

Había volado, con los grandes bigotes, con la absurda flexión de las piernas que buscaban en el aire sucio apoyo y estabilidad. Lo vi pasar cerca del techo, entre los reflectores, manoteando. No habíamos llegado a los cincuenta segundos y el campeón había ganado o no, según se mirara. Subí al ring para ayudarlo a ponerse la bata. Jacob sonreía como un niño, no escuchaba los gritos y los insultos del público, el clamor creciente. Estaba sudado pero poco; y en cuanto le oí la respiración supe que la fatiga le venía de los nervios y no del cansancio.

En seguida empezaron a caer sobre el ring pedazos de madera y botellas vacías; yo tenía mi discurso completo, mi exagerada sonrisa para extranjeros. Pero continuaban cayendo los proyectiles y los gritos no me hubieran dejado hablar.

Entonces los milicos se movieron con entusiasmo, como si no hubieran hecho otra cosa desde el día en que consiguieron empleo, dirigidos o no, supieron distribuirse y organizarse y comenzaron a romper cabezas con los palos flamantes hasta que sólo quedamos en el Apolo el campeón, el juez y yo sobre el ring, los milicos en la sala, el pobre muchacho muerto, de veinte años, colgado sobre dos sillas. Fue entonces, y nadie supo de dónde, y yo sé menos que nadie, que apareció junto al turco la mujer chiquita, la novia, y se dedicó a patear y a escupir al hombre que había perdido, al otro, mientras yo felicitaba a Jacob sin alardes y asomaban por la puerta los enfermeros o médicos cargados con la camilla.