Material de Lectura

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Traducción, selección
y nota de
Federico Patán



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Nota introductoria

 

Decir Melville es pensar en Moby Dick. La ballena blanca de esta novela tiene ya dimensiones de símbolo universal, bien que difieran las interpretaciones que se le dan. Para unos representa la enormidad del mal, para otros la búsqueda obsesiva de la verdad absoluta, y para otros más un intento de comprender las intenciones de Dios, explicaciones todas donde late la presencia del calvinismo. En efecto, nacido en Nueva York en 1819, en una familia de abolengo, Herman Melville no sólo recibe una sólida educación académica, sino a la vez una cuidadísima atención religiosa. Sus padres, Allan Melville y María Gansevoort, eran personas muy pías, que inculcaron en sus hijos la necesidad de atender a las demandas de la iglesia.

Sabemos cuán poderosa es la presión del protestantismo en la literatura norteamericana. Allí donde clava su aguijón, el escritor se revuelve herido de muerte. No es otra la reacción de Melville, quien a partir de sus conflictos internos con la religión heredada va levantando su obra narrativa. Desde luego, no se compone ésta exclusivamente de tal conflicto, pues entran en su estructura las experiencias del autor como marino; es decir, como hombre de acción. Es éste un rasgo muy característico de ciertos creadores norteamericanos: combinar sus aventuras externas con sus inquietudes internas, hasta lograr una mezcla muy efectiva y poderosa cuando expresada en palabras. Así con Melville. Acosado por una pobreza relativa, se contrata como una especie de grumete en el Highlander. Estamos en 1839. Sufre los maltratos usuales en los buques mercantes del XIX, experiencia de la que dejara constancia poco grata en Redburn (1849). En 1841 zarpa en el Acushnet. Irritado por la vida de opresión que a bordo lleva, deserta en las islas Marquesas y huye al interior, donde vive varias semanas. Typee (1846), su primer libro, es resultado de esas aventuras; Omoo (1847) narra el rescate a manos de un ballenero australiano y su desembarco en Tahití.

Vemos entonces que vida y literatura se unen estrechamente. Del regreso a su patria en la fragata Estados Unidos surge Chaqueta blanca (1850), novela donde se da un elemento de presencia muy constante en la obra de Melville: el hombre que, por alguna causa, es distinto a los demás y se ve acosado o, por lo menos, aislado debido a tal aspecto distintivo. Parece tratarse mayoritariamente de personas cuyo pasado esconde algún secreto, para el resto de la gente secreto oscuro, pecaminoso. Pensemos en Ahab, figura predominante en Moby Dick (1851), la novela cumbre de Melville y una de las mayores escritas en los Estados Unidos; pensemos en Billy Budd, protagonista de la novela corta homónima; pensemos en Bartebly. Por algo ha dicho el crítico Eric Mothram que Melville “explora la soledad del individuo y el poder penetrante de las tinieblas”, para agregar que el autor “analiza la destructividad moral inherente a la ética protestante”. De aquí el profundo sacudimiento para todo lector en contacto con esa obra: se ve enfrentado a cuestiones de orden moral difíciles de resolver. Digamos, decidir desde dónde ha de juzgarse a Billy Budd: a partir de las leyes que privan en la marina de guerra, a partir de consideraciones ajenas a las necesidades sociales o con base en un humanitarismo nacido de sentirse todos los hombres en comunión.

Ahab, obsesivo perseguidor de la ballena (¿el mal, la verdad?), es el personaje que mejor representa al nombre aislado típico de Melville; ser aislado no sólo ya en razón de su conducta, sino incluso de su apariencia física. Pasan por la vida ocultando un secreto que otros consideran maligno; sin embargo, la narración misma permite al lector aceptar esto o buscar interpretaciones de índole distinta. Véase, a título de ejemplo, “Daniel Orme”.

Los tres cuentos que componen este breve volumen tienen como figura central un hombre ajeno al común denominador. Siendo éste el nexo que los une, los separa el tratamiento dado a los personajes, así como la trama misma y el tono. Antes de comentar cada cuento por separado, digamos que Melville fue, innegablemente, novelista; la poesía y el cuento son acompañamientos en cierto modo menores de los extensos relatos que constituyen la columna vertebral de la obra melviliana. No obstante ello, los cuentos de Melville valen por sí mismos, pues permiten verificar en pequeño lo dicho en profundidad en las novelas. Son, simplemente, otro ángulo de visión. A excepción de “Daniel Orme”, fueron escritos entre 1853 y 1856, durante la década (1850-1860) más productiva del escritor.

El primero de los aquí presentados, “El violinista”, es de tono humorístico, festivo, irónico. Narrado en primera persona, tiene como tema el desprecio de la fama por un lado, y la felicidad como bien supremo por el otro. Quien conozca a Melville por sus novelas se extrañará del tono dado a esta breve narración; no debe olvidar, sin embargo, que incluso Moby Dick está infiltrada por una subterránea pero obvia ironía que aquí, en el cuento, simplemente pasa a primer término. Bien hará el lector en prestar atención a los nombres de los personajes y en atender a Hautboy, quien en el anonimato encuentra la paz, y quien tal vez sea imagen inversa de los problemas que acosaban a Melville como escritor olvidado, en su tiempo, por el público y la crítica.

“El porche” fue escrito, muy probablemente, a principios de 1856, como pieza que serviría de prólogo al volumen Piazza Tales. Este libro salió al mercado en mayo de ese año (1856), en la editorial Dix and Edyards; incluía cinco relatos aparecidos con anterioridad en la revista Putnam's Monthly Magazine; a saber: “Bartebly”, “Benito Cereño”, “The Lighting-Rod Man”, “The Encantadas” y “The Bell-Tower”. Esa calidad de prólogo explica las líneas finales del relato. Estamos, sin duda, ante una incursión de Melville en la literatura fantástica. El cuento cumple debidamente con los parámetros establecidos por Todorov. Basado en hechos reales —pues Melville adquirió en las colinas Berkshire (Massachusetts) una granja con porche al norte, granja a la que llamó Arrowhead—, permite al autor manejar con lógica exacta los elementos creadores de lo fantástico, para hacer del relato en sí un estudio de ese género literario, sin que por ello se descuide la inclusión de un personaje singular respecto a su medio, y las inquietudes éticas propias del autor. Pienso que la traducción permite captar el cambio de lenguaje si lo comparamos con el de “El violinista”, pues aquí Melville llega a emborracharse con el apretado tejido de su idioma, al que carga de complicaciones y símbolos.

Al morir Melville se halló, en un cartapacio y junto a otros materiales descartados o en proceso, “Daniel Orme”. Tanto el lenguaje como la anécdota misma, junto con las preocupaciones expresadas en el relato, permiten pensar en 1890 o 1891 como año de su escritura. Baste comparar a Daniel Orme con el Danés de Billy Budd. Estamos ante el Melville más puro, aquel cuya concepción literaria proviene de la Biblia y de los escritores isabelinos y jacobianos; aquel capaz de crear personajes atractivos en tanto que misteriosos y vulnerables; aquel ducho en plantear toda una problemática vital mediante una información ambigua, indirecta y subterránea. Breve y complejo, “Daniel Orme” pertenece a la gran literatura.

Así, tres cuentos permiten al lector penetrar en el mundo conceptual y temático de Melville. Tres tonos, tres idiomas y tres personajes diversos pese a las similitudes que los unen permiten comprender cuan variado y rico era el mundo literario de este autor.

 


Federico Patán


El violinista

 

¡De modo que mi poema es un fracaso y la fama inmortal no se ha hecho para mí! Estoy condenado a ser un don nadie por toda la eternidad. ¡Suerte intolerable!

Tomando mi sombrero, arrojé contra el suelo la crítica leída y me precipité en Broadway, donde una masa de gente entusiasmada se apiñaba camino de un circo, situado en una calle lateral cercana, circo que muy poco antes había iniciado sus funciones y el cual gozaba de fama gracias a un payaso excepcional.
Poco después mi viejo amigo Standard me abordó de una manera bastante ruidosa.

—¡Lindo encuentro, Helmstone, mi viejo! ¡Eh! Pero, ¿qué pasa? ¿Cometiste un asesinato? ¿Estás huyendo de la justicia? ¡Se te ve descompuesto!

—Entonces, ¿no lo has visto? —pregunté, refiriéndome, claro está, al comentario crítico.

—Oh, claro que sí. Estuve en la función de la mañana. Un gran payaso, te lo aseguro. Pero mira, ahí viene Hautboy. Hautboy... Helmstone.

Sin que se me diera oportunidad —o sin que sintiera la inclinación— de protestar ante un error tan mortificante, de inmediato me sentí calmado al contemplar el rostro de aquel recién llegado, a quien tan poco ceremoniosamente me habían presentado. Era corto y macizo de cuerpo, aunque de aire juvenil y animoso. Su tez, quemada de estar a la intemperie; sus ojos, sinceros, alegres y grises. Sólo su cabello indicaba que no se estaba ante un muchacho desproporcionadamente crecido, y con base en el cabello le atribuí unos cuarenta años o algo más.

—Oye, Standard —exclamó con gozo dirigiéndose a mi amigo—, ¿no vas al circo? Me dicen que el payaso no tiene igual. Venga usted también, señor Helmstone; vengan los dos. Y cuando termine la función, cenaremos un delicioso cocido y un ponche donde Taylor.

Aquel contento genuino, aquel buen humor y aquella extraordinaria expresión saludable y sincera de mi singularísima nueva amistad actuaron sobre mí como magia. Me pareció cuestión de simple lealtad humana aceptar aquella invitación venida de un corazón inconfundiblemente cordial y honrado.

Durante la función más puse atención en Hautboy que en el celebrado payaso, pues el primero constituía el verdadero espectáculo para mí. Su disfrute auténtico me llegaba al alma por ser expresión real de eso que llamamos felicidad. Parecía saborear con la lengua los chistes del payaso, como si fueran el vino más delicioso. Y expresaba su agradecimiento aplaudiendo ahora con las manos y golpeando el piso luego con los pies. Si una de las humoradas le parecía más que buena, se volvía hacia Standard y hacia mí, por ver si compartíamos su extraordinario placer. En aquel hombre de cuarenta años tenía a un muchacho de doce, sin que ello hiciera disminuir en lo más mínimo mi respeto por él, pues todos sus actos eran tan honestos y naturales, sus expresiones y actitudes tan gráciles de bonhomía natural, que la juventud maravillosa de Hautboy adquiría una especie de aire divino e inmortal, como el de algún dios de Grecia eternamente joven.

Pero por mucho que observara a Hautboy y por mucho que admirara su talante, el humor desesperado con que había partido de casa no me había abandonado al grado de no molestarme con reapariciones momentáneas. Pero salía de aquellas recaídas y miraba apresurado a mi alrededor, a todo aquel amplio anfiteatro lleno de rostros humanos ávidamente interesados y aplaudidores. ¡Escuchen! Palmadas, golpes, hurras ensordecedoras. Todos los allí reunidos parecían enloquecidos en sus aclamaciones. ¿Y qué, me pregunté, ha causado todo esto? Pues hombre, que el payaso acababa de gesticular cómicamente con una de sus mejores muecas.

Me repetí entonces aquel sublime pasaje de mi poema en que Cletemes el argivo vindica la justicia de la guerra. Ay, me dije, si en este momento saltara al escenario y repitiera dicho pasaje; o mejor aún, recitara ante el público todo mi poema trágico ¿aplaudirían al poeta como están aplaudiendo al payaso? ¡No! Me abuchearían, acusándome de ido o de loco. Entonces, ¿qué prueba todo esto? ¿Mi engaño o su insensibilidad? Acaso ambos, pero sin duda alguna lo primero. Mas, ¿por qué lamentarse? ¿Estás buscando la admiración de quienes admiran a un bufón? Mejor trae a mientes la anécdota del ateniense que, cuando la gente lo aplaudía rabiosamente en el foro, preguntaba a su amigo en un susurro: ¿Qué tontería he dicho?

Una vez más mis ojos recorrieron aquel circo, cayendo finalmente sobre el radiante rostro de Hautboy. Su alegría clara y honesta respondía con el desdén a mi desdén y mi orgullo intolerante sufrió un golpe, aunque Hautboy ignorara qué reproche mágico significaba su rostro reidor para un alma como la mía. En el momento mismo de estar sintiendo yo el dardo de la censura, sus ojos brillaron, su mano hizo un gesto y su voz se elevó en jubiloso deleite cuando el inagotable payaso concluía otra más de sus gracias.

Terminado el circo, fuimos a Taylor. En medio de una multitud nos sentamos a una de las mesas de mármol, para saborear nuestro cocido y nuestros ponches. Hautboy se había acomodado frente a mí. Aunque su anterior hilaridad se encontraba muy atenuada ya, su rostro seguía brillando de gozo, si bien ahora se presentaba en él un rasgo hasta hace poco no muy sobresaliente: una cierta expresión serena de bienestar profundo y calmado. En este hombre se daban la mano el sentido común y el buen humor. Según proseguía la conversación entre el enérgico Standard y Hautboy —pues yo apenas dije nada—, me sentí cada vez más sorprendido por el buen juicio que el segundo mostraba. En casi todos sus comentarios a los distintos temas abordados parecía encontrar instintivamente la línea exacta entre entusiasmo y apatía. Se veía obviamente que si bien Hautboy captaba el mundo tal y como era, en teoría no le daba apoyo ni al lado brillante ni al lado oscuro. Rechazaba todas las soluciones y sólo aceptaba los hechos. No negaba superficialmente lo que en el mundo había de triste, no menospreciaba cínicamente lo que de alegre había en él y con agradecimiento aceptaba de corazón todo lo que personalmente le parecía placentero. Por ello me parecía obvio —al menos en aquel momento— que su alegría extraordinaria no tenía como causa una deficiencia de sentimientos o de capacidad mental.

Recordando de súbito un compromiso, Hautboy tomó su sombrero, se despidió agradablemente y se fue.

—Bien, Helmstone —preguntó Standard, que tamborileaba levemente con los dedos sobre la mesa—, ¿y qué piensas de tu nuevo conocido?

Las dos últimas palabras adquirieron un significado peculiar y distinto.

—Nuevo en verdad —repetí—. Standard, mil gracias te doy por haberme presentado a uno de los seres más singulares que haya conocido. Me era necesario ver a un hombre tal para poder creer en la posibilidad de su existencia.

—Pareces gustar de él —contestó Standard con sequedad irónica.

—Lo amo y admiro enormemente, Standard. Me gustaría ser él.

—¿Ah, sí? Lástima, pues en el mundo sólo hay un Haut-boy.

Este comentario me ensombreció de nuevo y en cierta medida reavivó mi anterior disposición de ánimo.

—Supongo —dije, mofándome con rencor— que su admirable alegría se origina por igual en una fortuna y un temperamento felices. Es obvio su gran sentido común, pero puede darse éste sin ningún otro don sublime. Antes bien, creo que en ciertos casos tener sentido común significa simplemente carecer de las otras virtudes. Con mayor razón tener alegría. Por estar desposeído de genio, Hautboy es una persona eternamente bienaventurada.


—Ah, con que no lo crees un genio extraordinario.

—¿Genio? ¿Ese hombre corto de estatura y gordo un genio? Los genios son delgados, como Casio.

—¿Ah, sí? ¿No podrías imaginar que Hautboy tuvo genio, pero que, afortunadamente, pudo deshacerse de él y engordar?

—A un genio le es tan imposible deshacerse de su genio como curarse a un hombre enfermo de tisis galopante.

—¿Ah, sí? Hablas con mucha seguridad.

—Así es, Standard —exclamé, sintiendo crecer mi reconcomio—. Después de todo, ninguna lección puede darnos, ni a ti ni a mí, tu alegre Hautboy. Con sus capacidades normales; sus opiniones claras, por limitadas; sus pasiones dóciles a fuerza de débiles; su temperamento alegre porque con él nació, ¿cómo puede ser ejemplo adecuado para un tipo temerario como tú o para un soñador ambicioso como yo? Fuera de los límites comunes, nada lo tienta; no tiene en sí nada que necesite refrenar. Por naturaleza está libre de todo daño moral. Tu Hautboy sería un hombre por completo diferente si lo infectara la ambición, si escuchara por una vez el aplauso de la gente o tuviera que sufrir desprecios. Conformista y calmo desde la cuna hasta la sepultura, es obvio que se va deslizando sin tropiezos por entre la multitud.


—¿Ah, sí?

—¿Por qué me respondes Ah, sí de un modo tan extraño cada vez que te contesto?

—¿Has oído hablar del maestro Betty?

—¿Aquel joven prodigio inglés que hace mucho tiempo desalojó a los Siddon y a los Kemble de Drury Lane e hizo que toda la ciudad lo aclamara rabiosamente?

—El mismo —dijo Standard, una vez más tamborileando suavemente sobre la mesa.

Lo miré perplejo. Parecía guardar con reserva misteriosa la clave de nuestra conversación; parecía estar lanzándome su maestro Betty para intrigarme aún más.

—¿Y qué carambas tiene que ver el maestro Betty, el insuperable genio y prodigio inglés de doce años, con Hautboy, este pobre norteamericano de cuarenta años, tan común y corriente, tan empeñoso?

—Oh, nada, nada en absoluto. No creo que jamás se hayan visto. Además, el maestro Betty debe estar muerto y enterrado desde hace mucho tiempo.

—Y entonces, ¿para qué cruzar el océano, para qué perturbar su tumba y para qué introducir sus restos en esta conversación de vivos?

—Distracción, supongo. Te pido perdón humildemente. Sigue con tus comentarios sobre Hautboy. Así pues, piensas que nunca poseyó genio por ser un hombre demasiado satisfecho, feliz y gordo para ello, ¿no es eso? No lo consideras un ejemplo para los hombres en general. No concedes valor al mérito pasado por alto, al genio ignorado o a la presunción impotente, eh. Los tres significan lo mismo. Y admiras su buen humor mientras que a la vez desprecias su alma vulgar. ¡Pobre Hautboy, cuan triste que tu alegría sea causa accidental del desprecio que se te muestra!

—No he dicho que lo desprecie. Eres injusto. Simplemente afirmé que Hautboy no me sirve de norma.

Un ruido súbito ocurrido a mi lado atrajo mi atención. Volviéndome, me encontré con Hautboy, quien alegremente volvía a sentarse en la silla que había abandonado tiempo atrás.

—Llegué tarde a mi cita —dijo—, así que volví corriendo a reunirme con ustedes. Pero creo que ya han estado tiempo suficiente en este sitio. Vayamos a mis habitaciones. Sólo hay que caminar cinco minutos.

—Si prometes tocar el violín para nosotros, te acompañaremos —contestó Standard.

¡Un violinista!, pensé. ¿Se trata entonces de un violinista de feria? ¿Cómo extrañarse, pues, de que el genio haya declinado para adaptarse al ritmo de un arco de violín? Mi depresión era en verdad profunda en aquel momento.

—Gustosamente tocaré hasta que se harten —respondió Hautboy a Standard—. ¡Vamos!

A los pocos minutos nos encontramos en el quinto piso de una especie de almacén, en una calle lateral a Broadway. Estaba curiosamente amueblada con todo tipo de enseres estrafalarios, se diría que comprados, de uno en uno, en subastas de moblaje de casas antiguas. Pero todo estaba limpio y era placenteramente acogedor.

Apremiado por Standard, Hautboy sacó del estuche su maltratado violín y, sentándose en un banco alto y destartalado, comenzó a tocar alegremente “Yankee Doodle” y otros aires ligeros, brillantes y desdeñosamente despreocupados. Pero pese a lo común de las tonadas, quedé anonadado por algo que de milagroso había en el estilo. Allí sentado, en aquel viejo banco, el rojo sombrero ladeado sobre la cabeza y balanceando un pie, Hautboy tocaba con el arco de un encantador. Huyó de mí todo descontento, todo vestigio de mal humor. Mi espíritu esplénico en pleno capituló ante aquel violín mágico.

—Algo de Orfeo tenemos aquí, ¿verdad? —comentó Standard, dándome pícaramente un ligero codazo en el lado izquierdo.

—Y yo soy el oso encantado —murmuré.

Cesó la música. Una vez más, con redoblada curiosidad, contemplé al indiferente y calmado Hautboy. Pero el hombre frustraba por completo cualquier intento de penetración.

Cuando, tras dejarlo, Standard y yo nos encontramos una vez más en la calle, encarecidamente le rogué que me dijera, sin cortapisas, quién era aquel maravilloso Hautboy.

—¡Pero, cómo! ¿No lo has visto tú mismo? ¿No dejaste al descubierto su anatomía en la plancha de mármol de Taylor? ¿Qué más podrías descubrir? No me cabe duda de que tu pasmosa perspicacia te ha puesto ya al tanto de todo.

—Te burlas de mí, Standard. Existe en todo esto algún misterio. ¡Por favor, te lo ruego, dime quién es Hautboy!

—Un genio extraordinario, Helmstone —dijo Standard con súbito ardor—, que en su adolescencia bebió hasta agotarlo el licor de la gloria, cuya gira de ciudad en ciudad era ir de un triunfo a otro. Una persona que hizo maravillarse a los sabios, que obtuvo las caricias de las mujeres más hermosas, que recibió el homenaje abierto de miles y miles de personas del pueblo. Y, míralo, hoy camina por Broadway sin que nadie lo reconozca. Tú, yo, el empleado que lleva prisa y la gente del ómnibus lo apartamos a codazos. Él, que en cientos de ocasiones fue coronado de laureles, viste hoy, como habrás podido ver, una chistera deslustrada. Él, en cuyos bolsillos la fortuna hizo llover oro y hojas de laurel sobre sus sienes, va hoy de casa en casa, enseñando a tocar el violín para ganarse la vida. Atosigado alguna vez por la fama, hoy vive jubilosamente sin ella. Con su genio y sin la fama, vive más feliz que un rey. Y es hoy un prodigio más grande que nunca.

—¿Y su nombre verdadero?

—Te lo murmuraré al oído.

—¿Cómo? Pero, Standard, yo mismo de niño grité su nombre en el teatro hasta quedarme ronco.

—Supe que no recibieron muy bien tu poema —me dijo Standard, cambiando de súbito el tema.

—¡Ni una palabra acerca de eso, por amor de Dios! —grité. Si Cicerón, al viajar por el Este, encontró alivio compasivo para su dolor al contemplar las áridas ruinas de una ciudad alguna vez suntuosa, ¿no quedarán mis nimios problemas en nada cuando en Hautboy contemplo cómo las vides y las rosas trepan por las derruidas columnas de su destrozado templo de la Fama?

Al día siguiente rompí todos mis manuscritos, compré un violín y comencé a tomar regularmente lecciones con Hautboy.

El porche

Con flores de las más bellas,
Mientras dure el verano y viva
 /¡yo aquí, Fidele-       

 

Cuando me trasladé al campo, ocupé la anticuada casa de una granja, casa que no tenía porche, deficiencia ésta más de lamentar porque no sólo me gustan los porches, que de alguna manera combinan la comodidad de los interiores con la libertad de los exteriores, siendo muy placentero el examinar allí el termómetro, sino que la región es tan bella, que en época de bayas ningún muchacho trepa colina o cruza cañada sin tropezar con caballetes asentados en todos los rincones, así como pintores ennegrecidos por el sol. Un verdadero paraíso de pintores. El círculo de las estrellas está cortado por el círculo de las montañas. Al menos, así parece desde la casa, aunque, una vez en las montañas, ningún círculo de éstas puede verse. De haberse elegido el solar ochenta pies más allá, no existiría ese anillo encantado.

La casa es vieja. Hace setenta años, en el corazón mismo de las colinas Hearth Stone tallaron la Caaba,1 o Piedra Sagrada, a la que, cada día de Acción de Gracias, los peregrinos solían ir. Ocurrió esto hace tanto tiempo que, al cavar para los cimientos, los obreros usaron layas y hachas en su lucha contra los trogloditas de aquellas partes subterráneas: raíces vigorosas de un bosque vigoroso, situado en lo que hoy es un largo declive de prados adormilados, que van descendiendo desde mi macizo de amapolas. De aquel bosque apretado no queda sino un sobreviviente: un olmo, caído en soledad debido a su constancia.

Quien haya construido la casa, la construyó mejor de lo que supuso; o bien Orión, en el cenit, alguna noche estrellada hizo brillar su espada de Damocles ante ese hombre y le dijo “Construye aquí”. De otra manera, ¿cómo habría entrado en la mente de aquel edificador que, una vez terminado el claro, suya sería una perspectiva tan regia? Nada menos que Greylock con todas sus colinas, como si se tratara de Carlomagno entre sus pares.

Ahora bien, que una casa situada así en tal campo no tenga porche, para que desde él, quienes así lo deseen se agasajen con la vista y se tomen en el disfrute todo el tiempo del mundo, parece un descuido tan grande como el de una galería de pinturas que careciera de bancas, pues, ¿qué son los salones de mármol de esas colinas de piedra caliza sino galerías de exhibición? Galerías en las cuales, renovándose cada mes, cuelgan cuadros que se diluyen en los que vienen después. Y la belleza se parece a la piedad: no es posible correr mientras se la lee; se necesitan tranquilidad, constancia y, hoy en día, un sillón: Porque aunque, en los viejos tiempos, cuando la reverencia estaba de moda y no la indolencia, los devotos de la Naturaleza sin duda adoraban de pie —tal como, en las catedrales de aquellas épocas, lo hacían los adoradores de un Poder superior—, en estos días de fe insegura y rodillas débiles tenemos el porche y el banco de iglesia.

En el primer año de mi residencia allí, para más cómodamente presenciar la coronación de Carlomagno (de permitirlo el tiempo, lo coronaban cada amanecer y cada puesta), elegí, en un descanso de una ladera cercana, un canapé de hierba regio, un canapé de terciopelo verde con un amplio respaldo de musgo; a la altura de la cabeza, caso bastante extraño, crecían (por cuestiones de heráldica, supongo) tres matas de violetas azules sobre un campo argentado de fresas silvestres; como dosel levanté un enrejado de madreselva. Un canapé en verdad majestuoso. Tanto que, allí, como ocurriera con la yacente majestad de Dinamarca en su jardín,2 un taimado dolor de oído me invadió. Pero si en ocasiones abunda la humedad en la Abadía de Westminster, por ser tan antigua, ¿por qué no dentro de este monasterio de montaña, mucho más viejo?

Era necesario un porche.

La casa era amplia, mí fortuna estrecha. Así pues, imposible era el construir un porche panorámico, que diera la vuelta al edificio; aunque, en verdad, vista la cuestión desde la perspectiva de la regla y la escuadra, los carpinteros, del modo más amable, estaban ansiosos de satisfacer mis menores deseos, he olvidado a cuánto por pie de construcción.

La prudencia me concedía lo que yo deseaba tan sólo en uno de los cuatro lados. Ahora bien ¿cuál de ellos?

Al este, ese largo campo de las colinas Hearth Stone, que se desvanece a lo lejos, hacia Quito. Cada otoño, un copillo blanco de algo indefinido mira de pronto, en las mañanas frías, desde el farallón más alto. Es la oveja recién creada por la estación, su vellocino más temprano; y luego el amanecer de Navidad, que cubre esas montañas pardas con lanas y tartanes rojizos, una vista placentera desde el porche. Una vista placentera, sí; pero al norte está Carlomagno, y no pueden preferirse las colinas de Hearth Stone cuando se tiene a Carlomagno.

Bueno, vayamos al lado sur. Allí hay manzanos. Es agradable el sentarse, una fragante mañana del mes de mayo, a contemplar el huerto, lleno de flores blancas, como dispuesto a una boda. Y luego, en octubre, un campo verde, con enormes pilas de esferas rojas. Muy bello, lo confieso. Pero al norte está Carlomagno.

Miren ahora el lado oeste. Un pastizal en tierras altas, que se estrecha allá lejos en el bosque de arces que lo corona. Es grato, cuando abre la primavera, seguir por la ladera, en todo lo demás gris y desnuda, seguir por ella, digo, las sendas más antiguas, señaladas por las vetas de los primeros verdes. En verdad grato, no puedo negarlo. Pero al norte está Carlomagno.

Y Carlomagno ganó. Era poco después de 1848. Por alguna razón, alrededor de aquella época, y en todo el mundo, esos reyes tenían derecho al voto, y votaban por ellos mismos.

No terminaba de romperse el terreno cuando todos los vecinos, y en especial mi vecino Dives, también rompieron... pero en carcajadas. ¡Un porche con vista al norte! ¡Un porche de invierno! Desea, supongo yo, mirar la Aurora Boreal en las medianoches de invierno. Espero que tenga buena reserva de manguitos y guantes polares.

Fue esto en el mes de marzo. No se olvidan las narices azules de los carpinteros, y cómo escarnecían la inexperiencia del citadino, quien deseaba su porche al norte. Pero marzo no es eterno; con paciencia, agosto llega. Y entonces, en el fresco elíseo de mi cobertizo septentrional, como Lázaro cobijado en el seno de Abraham,3 lanzaba miradas compasivas al pobre Dives,4 quien sufría tormentos en el purgatorio de su porche meridional.

Pero incluso en diciembre no se rechaza este porche al norte, aunque el frío muerda y haya chubascos; aunque el viento norte, como cualquier molinero, pase por la nieve volviéndola una finísima harina, porque, una vez más, con la barba escarchada, me paseo por la resbalosa cubierta, doblando el Cabo de Hornos.

También cuando el verano, a lo Canuto,5 aquí sentado, suele venir a mientes el mar. Pues no sólo las grandes olas mueven las espigas inclinadas, y breves ondas de pasto llegan al porche, como en una bahía, sino que los vilanos de los dientes de león flotan como rocío, y el morado de las montañas es como el morado de las olas y una tranquila luna de agosto medita sobre los ricos prados, como una calma en la línea del Ecuador. La vastedad y la soledad son tan oceánicas, siéndolo también el silencio y la uniformidad, que el primer atisbo de una casa extraña, más allá de los árboles, es para todo el mundo algo así como descubrir, en la costa de la Berbería, una vela desconocida.

Y esto me hace recordar mi viaje tierra adentro, al país de las hadas. Un viaje verdadero, pero, si visto en su totalidad, tan interesante como si lo hubiera inventado.

Desde el porche había captado algún objeto impreciso, misteriosamente cobijado, al parecer, en una especie de bolsillo morado, allá en lo alto de un hueco en forma de embudo, o ángulo hundido, en las montañas noroccidentales. Sin embargo, era imposible determinar si se encontraba en una ladera o en un pico, pues, aunque vista desde perspectivas favorables, una cima azul, que mira a la lejanía tras las otras, hablará por encima de sus cabezas, por así decirlo, y afirmará que si bien ella (la cima azul) parece hallarse entre las demás, no pertenece al grupo (¡Dios lo prohíba!) y, en verdad, hará saber que se considera —como, la verdad sea dicha, tiene todo el derecho a creer— superior a las otras por varios codos. No obstante, ciertas cadenas, aquí y allá en doble fila, como formando pelotones, de tal manera van hombro con hombro y se siguen unas a otras, con sus formas y alturas irregulares, que, desde el porche, una montaña cercana y baja se desvanecerá, en casi todas las condiciones atmosféricas, en otra más alta y alejada. Así, un objeto, solitario en la cresta de la primera, parecerá, por todas las razones dadas, estar anidado en el flanco de la segunda. De algún modo, esas montañas juegan al escondite delante de nuestros propios ojos.

Pero, sea como fuere y en todo caso, aquel punto en cuestión se encontraba de tal manera situado, que sólo era visible, y muy vagamente, en ciertas condiciones de luz y sombra bastante embrujadoras.

A decir verdad, por un año o quizás más, no supe que existiera ese lugar; y tal vez nunca lo hubiera sabido de no ser por un hechicero atardecer de otoño, de fines del otoño, un atardecer hecho para un poeta loco. Ocurrió cuando los cambiantes bosques de arces situados en la amplia cuenca a mis pies, perdido ya su primer tinte bermellón, humeaban sordamente, como pueblos en pavesas, las llamas expirando sobre su presa; según los rumores, aquel humo visto en el aire no era todo producto del veranillo de San Martín —que nunca se presentaba tan viciado, por suave que fuera—, sino que, en gran medida, lo traía el viento desde los lejanos bosques de Vermont, hacía semanas en fuego. No extrañe entonces que el cielo se mostrara ominoso como la caldera de Hécate;6 dos cazadores, al cruzar un rojo campo de trigo sarraceno en rastrojo, parecían el culpable Macbeth y el condenado Banquo. Y, muy hacia el sur, como correspondía por la estación, un sol ermitaño, cobijado en la cueva de Adulam,7 poco más hacía que, por reflejo indirecto de los débiles rayos lanzados desde las nubes a través del desfiladero de Simplón, pintar estático un pequeño y redondo lunar, de color rojo, en la pálida mejilla de las colinas noroccidentales. Atraía como una señal. Era un punto de resplandor en medio de las sombras.

Allí hay unas hadas, pensé; un ruedo mágico donde las hadas danzan.

Pasó el tiempo. Al siguiente mayo, tras una lluvia ligera caída en las montañas —un breve aguacero vuelto isla en los mares brumosos de la luz solar; una lluvia lejana (y en ocasiones había dos y tres y hasta cuatro de ellas, visibles a la vez en distintos lugares) de las que me gusta mirar desde el porche, y no esas tormentas llenas de truenos que en el pasado me atraían, que envuelven al viejo Greylock como a un Sinaí, haciéndonos pensar que el atezado Moisés estuviera trepando por él entre arbustos de cicuta achicharrados; tras esa lluvia ligera, decía yo, vi un arco iris cuyo extremo más lejano descansaba justo donde, el verano anterior, notara el lunar. Allí hay unas hadas, pensé, recordando a la vez que los arco iris hacen florecer y que, si se llega a su comienzo, una bolsa de oro nos volverá ricos. Ojalá estuviera donde comienza ese arco iris, pensé. Y en nada disminuyó mi deseo cuando, por primera vez, noté en el flanco de la montaña lo que parecía un valle pequeño o una gruta; fuera lo que fuere, brillaba como las minas de Potosí cuando se lo veía a través del arco iris. Un vecino prosaico afirmó que se trataba de algún viejo granero, abandonado, su costado caído y como fondo la cuesta. Sin haber estado allí nunca, supe que se equivocaba. A los pocos días, un amanecer alegre hizo brillar una chispa dorada en aquel mismo punto. Tan viva era la chispa, que sólo un trozo de cristal parecía capaz de producirla. Entonces el edificio —si, después de todo, tal era— no podía ser un granero y, mucho menos, encontrarse abandonado, con una paja de heno rancio echando moho en él por diez años. No, de ser algo construido por mano mortal, debía tratarse de una cabaña, quizá vacía y desmantelada, pero aquella primavera misma reparada y provista de vidrios de un modo mágico.

Un mediodía, otra vez en esa misma dirección, noté, sobre los borrosos remates de la verdura dispuesta en terrazas, un brillo mayor, como el de un escudo de plata puesto al sol por encima de la cabeza de una persona acuclillada; ese brillo, nos ha enseñado la experiencia en casos similares, proviene necesariamente de un edificio recién tejado. Aquello me aseguró que la lejana cabaña en tierra de hadas había sido ocupada hacía poco.

A partir de entonces, un día tras otro, lleno de interés en mi descubrimiento, miraba anheloso hacia las colinas todo el tiempo que podía quitarle a mi lectura de El sueño de una noche de verano y de todo lo referente a Titania. En vano. O bien un ejército de sombras, una guardia imperial, de paso lento y aire solemne, desfilaba por las pendientes; o, derrotado por la luz acosadora, huía del este al oeste, dispersándose, como en las viejas batallas de Lucifer y San Miguel; o las montañas, aunque incólumes a esas luchas falsas ocurridas en el cielo, tenían una atmósfera por otras razones desfavorables a las imágenes encantadas. Lo lamenté. Sobre todo que, enfermo, hube de retirarme a mi habitación por un tiempo, y mi habitación no daba a esas colinas.

Cuando, bastante repuesto ya, estaba sentado una mañana de septiembre en mi porche, meditando, pasaron por allí en grupo los niños del granjero, quienes venían detrás de un rebañito de ovejas, traveseando, y me dijeron: “Hermoso día” —no pasaba de ser, después de todo, lo que sus padres llamaban una promesa de buen tiempo; a decir verdad, me había vuelto muy sensible a causa de la enfermedad, al grado de no soportar el ver una enredadera china por mí sembrada que, para mi deleite, tras subir por una columna del porche había reventado en flores rutilantes; pero ahora, cuando se apartaban las hojas un poco, mostraba millones de extraños y corrosivos gusanos que, por alimentarse de aquellas flores, compartían su bendito color, volviéndolo maldito para siempre; gusanos cuyos gérmenes sin duda habían acechado en el bulbo mismo que, lleno de optimismo, plantara. Pues bien, allí estaba sentado, hundido en esa ingrata displicencia de mi enfadosa recuperación, cuando, al mirar de pronto a la lejanía, vi la dorada ventana montañesa, deslumbrante como un delfín en alta mar. Allí hay unas hadas, pensé una vez más; la reina de las hadas a su ventana encantada; o, en cualquier caso, alguna alegre montañesa; bien me hará, bien me curará de mi fastidio, el verla. Basta. Echaré al mar mi bote. ¡Ánimo pues, corazón! Vayamos al reino de las hadas, al fin del arco iris en el reino de las hadas.

Cómo llegar al reino de las hadas, por cuál senda, no lo sabía, ni nadie podía decírmelo, ni siquiera un tal Edmund Spenser,8 quien había estado allí —al menos, tal me escribió—, excepto para asegurar que, para alcanzar ese reino, es necesario navegar, y hacerlo con fe. Fijé la orientación de aquellas montañas hadadas y, el primer día hermoso, cuando las fuerzas me lo permitieron, monté en mi lancha —de cuerdo y de arzón alto—, liberé amarras y a navegar me lancé, viajero libre como una hoja de otoño. Era la madrugada. Como partía hacia el occidente, iba esparciendo por delante la mañana.

Unas millas después estaba cerca de las colinas, pero fuera de su perspectiva general. No me había extraviado, pues a la orilla del camino postes dorados, como señales, indicaban, no lo dudaba yo, la ruta hacia la ventana dorada. El seguirlos me llevó a una región solitaria y lánguida, donde por las sendas cubiertas de hierba sólo andaba un ganado soñoliento, el que, más bien perturbado por el día que despierto, parecía caminar en sueños. Rozar, no lo hacía; los seres encantados nunca comen. Al menos, tal dice don Quijote, el más sabio de los ¡sabios que haya vivido.

Seguí adelante y, finalmente, llegué al pie de la montaña prodigiosa, aunque sin ver aún el anillo mágico. Delante de mí se levantaba un pastizal. Dejando caer cinco trancas mohosas —tan húmedas en su verdor que parecían sacadas de algún barco hundido—, un viejo Aries de lana abundante, rostro alargado y cuernos enroscados vino a oliscarme; después, retrocediendo, con decoro me guió por una vía láctea de malezas blancas, más allá de Pléyades y Hespérides agrupadas indistintamente, de pequeños nomeolvides. Y me hubiera llevado adelante por su senda astral de no ser por rubias bandadas de pájaros amarillos, pilotos, sin duda, hacia la ventana dorada, que volaban a un lado y delante de mí, de arbusto en arbusto, adentrándose en los bosques —bosques que en sí eran un señuelo— y, de alguna manera, hechizados también por la cerca, que cerraba una senda oscura que, no importa cuan oscura, subía. Seguí adelante. Aries, que renunciaba a mí por creerme un alma perdida, dio una vuelta en redondo y volvió por un camino para él más prudente. Terreno prohibitivo y prohibido... para él.

En el bosque, un camino de invierno, cubierto a todo lo largo por gaulterias. A orillas de aguas guijarrosas —incluso más alegres por solitarias, bajo las oscilantes ramas de los pinos, por ninguna estación mimados y, sin embargo, siempre verdes, continuaba mi viaje, sobre mi caballo. Adelante, por un viejo aserradero, de tal manera oprimido y acallado por las enredaderas, que no se escuchaba ya su voz chirriante; adelante, por un profundo cauce abierto por las aguas en un mármol de nieve, teñido de primavera, donde los impulsos de las avenidas habían cavado en la roca viviente, en cada margen, capillas vacías; adelante, por donde Juan de la iglesia, como el Bautista de igual nombre, predicaba a la naturaleza; adelante, por donde una enorme roca de grano duro, hundida en helechos, mostraba los lugares en que, en tiempos ya olvidados, un hombre tras otro intentó dividirla, perdiendo sus cuñas en el esfuerzo, cuñas que seguían pudriéndose en los agujeros; adelante, por donde, a lo largo del tiempo, en los bordes escalonados de una caída de agua, se habían labrado chimeneas, huecas como cráneos, mediante el incesante movimiento de un pedernal, siempre desgastando sin desgastarse él mismo; adelante, por unos rápidos violentos que desembocaban en un estanque secreto, donde se pacificaban tras girar allí unos momentos, para seguir adelante serenos; adelante, por un terreno menos abrupto, a través de un claro donde, sin duda, bailaron hadas o donde se calentó una rueda, pues todo estaba allí desnudo; y adelante aún, hacia arriba, hasta un jardín colgante donde, aquella mañana, con ojos de doncella me miraba una luna en creciente.

Mi caballo agachaba la cabeza. Ante él rodaban manzanas rojas, las manzanas de Eva, las llamadas “no busques más”; probó una y otra yo; sabían a tierra. Aún no estamos en el reino de las hadas, pensé, lanzando la brida hacia un encorvado y viejo árbol, que dobló una rama para asirla. Porque el camino iba ahora por donde no había senda, y nadie sino yo podía transitarlo, y ello impulsado por el atrevimiento. Avancé entre matorrales de moras que trataron de detenerme, esforzándome yo por llegar a sembradíos estériles de laurel montañoso; por pendientes resbalosas hacia alturas desnudas, donde nadie estaba a recibirme. Aún no entramos en el reino de las hadas, pensé, aunque la mañana vino antes que yo.

Muy dolorido de los pies y cansado, no alcancé entonces el final de mi viaje, pero a poco llegué a un paso escabroso, que se hundía en regiones situadas más allá todavía. Un caminillo zigzagueante, a medias cubierto de matorrales de arándano, se perdía allí por entre los riscos. Una brecha había en sus filosos lados; de ella partía un senderillo que, trepando por aquel breve desfiladero, surgía garboso donde la cima de la montaña, en parte oculta hacia el norte por una hermana mayor, con suavidad subía por el espacio antes de precipitarse oscuramente. Y allí, entre rocas fantásticas, tras reposar en un hato, la senda se enroscaba, vencida a medias, hasta llegar a una cabañita gris, de un solo piso, coronada por un techo a dos aguas, como si fuera una monja.

En uno de sus lados el techo estaba muy manchado por la acción del tiempo y, cerca del enyerbado canalillo del alero, todo cubierto de velloso terciopelo; sin duda que allí fundaban musgosos prioratos los caracoles-monjes. El otro declive estaba recién tejado. Al lado norte, sin puertas y sin ventanas, las chillas, limpias de pintura, conservaban el verde, como el lado norte de los pinos cubiertos de liquen o los cascos, sin revestimiento de cobre, de los juncos japoneses cuando están al pairo. Todo el basamento, como el de las rocas vecinas, estaba rodeado por venas oscuras del césped más rico; porque, al igual que ocurre en el reino de las hadas con las piedras de un hogar, la roca natural, aunque empleada en una casa, conserva hasta el final su poder fertilizador, como si estuviera en el campo; sólo por necesidad, cuando se derriba un edificio, pasa al pasto exterior. Al menos, tal dice Oberón, gran autoridad en cuestiones de hadas. Pero incluso haciendo de lado a Oberón, cierto es que, hasta en el mundo cotidiano, la tierra, cuando cercana a las granjas, como cuando cercana a las rocas de los pastizales, es, aunque no se haya procurado eso, más rica que unos cuantos metros más allá; así de suave y nutritivo es el calor que en ese lugar se irradia.

En lo que respecta a la cabaña, las venas oscuras eran más ricas en el frente y cerca de la entrada, donde el terreno y, en especial, el umbral de la puerta se habían ido asentando gradualmente, debido a su antigüedad.

No se veía cercado alguno, ni tampoco límites. Cerca había helechos, helechos y más helechos; un poco más allá, bosques, bosques y más bosques; más allá todavía, montañas, montañas y más montañas; después, cielo, cielo y más cielo. Tendidos en campos aéreos, pastos para la luna montañesa. Todo era naturaleza y sólo naturaleza, incluyendo la casa; y hasta un montón no muy alto de madera de abedul, apilada a la intemperie, para sazonarla, y encima de cuyos maderos plateados brotaban, como si a través de la cerca de una tumba apartada, vagabundos arbustos de frambuesa, decididos defensores de su derecho de paso.

La senda, tan delicadamente estrecha, como un caminillo para ovejas, pasaba entre helechos bien plantados. Por fin el reino de las hadas, pensé; aquí moran Una9 y su cordero. En verdad, una habitación pequeña, un mero palanquín, puesto en la cima, en un paso situado entre dos mundos, a ninguno de los cuales pertenecía.

Una hora sofocante, y yo con un sombrero delgado, de material amarillo, y blancos pantalones acampanados, ambas prendas reliquias de mis navegaciones por los trópicos. Atorado en los helechos silenciosos, caí suavemente, manchándome las rodillas de un verde mar.

Me detuve en el umbral o, más bien, en donde alguna vez estuvo el umbral, y vi, a través del vano de la puerta, una muchacha solitaria que cosía junto a una solitaria ventana. Una muchacha de mejillas pálidas y una ventana con manchas de moscas, con avispas en los arreglados paneles superiores. Hablé. Se sobresaltó tímidamente, como una muchacha tahitiana que, aislada para un sacrificio, a través de las palmeras viera por primera vez al capitán Cook.10 Tras recuperarse, me pidió que entrara; con su mandil sacudió un taburete; luego, en silencio, volvió al suyo. Dando las gracias, me senté; y ahora, por un tiempo, también estuve mudo. Entonces, ésta es la casa en la montaña de las hadas, y ésta la reina sentada a su mágica ventana.

Me acerqué. Allá abajo, enmarcado por aquel paso en forma de túnel, como si fuera un telescopio, vislumbré un mundo lejano, borroso, azul claro. Apenas lo reconocí, aunque de él venía.

—La vista debe serle muy placentera —dije finalmente.

—Ah, señor —y en sus ojos aparecieron unas lágrimas–, la primera vez que vi por esta ventana, me dije “Nunca, nunca me cansaré de esto”.

—¿Y qué la ha cansado ahora?

—No lo sé —y una lágrima cayó—. No es el paisaje, es Mariana.

Hace algunos meses su hermano, de apenas diecisiete años, había venido a esos lugares desde muy lejos, desde el otro lado, para cortar leña y volverla carbón; ella, su hermana mayor, lo acompañó. Huérfanos eran desde hacía mucho tiempo y, ahora, únicos habitantes de aquella casa solitaria en las montañas. Ningún huésped venía, ningún viajero pasaba. Sólo en ciertas temporadas los vagones de carbón utilizaban aquella senda zigzagueante, peligrosa. El hermano se ausentaba todo el día y, en ocasiones, toda la noche. Cuando al anochecer volvía a casa, agotado, pronto dejaba el pobre chico su banco por la cama; tal como, finalmente, también se renuncia a eso para alcanzar un descanso más profundo. El banco, la cama, la tumba.

Silencioso estuve ante la ventana mágica mientras me contaban estas cosas.

—¿Sabe usted —dijo por fin, arrancándose a su relato— quién vive allá? Nunca he bajado a esa región, lejos de aquí, quiero decir. Esa casa, la de mármol —e indicó a la distancia en aquel paisaje de abajo—. ¿No la ve? Allí, en aquella pendiente larga, con el campo al frente y los bosques detrás; el blanco resalta sobre el azul ¿no lo nota? Es la única casa a la vista.

Miré. Al cabo de un tiempo, y para mi sorpresa, reconocí, más por la posición que por el aspecto o la descripción de Mariana, mi morada, que brillaba muy parecido a ésta de la montaña vista desde el porche. La bruma engañadora la hacía aparecer más como el palacio del rey Encantador que como una granja.

—Me he preguntado a menudo quién vive allí. Alguien feliz, desde luego. Eso pensé otra vez esta mañana.

—¿Alguien feliz? —repetí, sorprendido—. ¿Y por qué piensa eso? ¿Cree que viva allí alguien rico?

—Jamás me pregunté si rico o no. Pero tiene tal apariencia de felicidad, aunque no sepa decir por qué. Se halla tan lejos. En ocasiones me parece que la estoy soñando. Debiera verla al atardecer.

—Sin duda que el sol la dora bellamente, pero no más, tal vez, que el amanecer con esta casa.

—¿Esta casa? El sol es bueno, pero nunca dora esta casa. ¿Por qué habría de hacerlo? Esta vieja casa se pudre, y ello la vuelve sumamente musgosa. Claro, en las mañanas el sol entra por esta ventana, que estaba cancelada cuando llegamos, y que no puedo mantener limpia, haga lo que haga; y quema casi, y casi me ciega cuando coso, aparte de inquietar a las moscas y a las avispas; moscas y avispas como sólo se las conoce en las casas solitarias de las montañas. Mire aquí esta cortina —este delantal— con la que trato de mantenerlo fuera. Desteñido, ¿lo ve? ¿Dorar el sol esta casa? Mariana nunca vio tal cosa.

—Porque cuando el tejado está lo más dorado, usted se encuentra recogida dentro.

—¿Quiere decir en la hora más cálida y sofocante del día? Señor, el sol no dora este tejado. De tal manera gotea, que mi hermano tejó todo un lado. ¿No lo vio? El lado norte, donde el sol golpea más sobre lo que la lluvia ha mojado. Este sol es bueno; pero el techo primero abrasa y luego se pudre. Una casa vieja. Quienes la construyeron se fueron al Oeste, donde, se dice, murieron hace mucho. Una casa de montaña. En invierno, ni los zorros se cobijarían en ella. Esa chimenea se ha bloqueado con la nieve, como un tocón hueco.

—Tiene usted extrañas fantasías, Mariana.

—No hacen sino ser reflejo de las cosas.

—Entonces debí decir “Estas cosas son extrañas” y no “Tiene usted extrañas fantasías”.

—Como guste —y volvió a su costura.

Algo en aquellas palabras, o en aquella acción tranquila, me hizo enmudecer de nuevo. Al notar, a través de la ventana mágica, que caía una sombra grande, como la creada por un cóndor gigantesco que flotara con sus alas extendidas, en una pose de ensimismamiento, me di cuenta de que, debido a lo más profundo y definitivo de su tono, fundía en su interior todas las sombras menores de rocas y helecho.

—Mire usted la nube —dijo Mariana.

—No, una sombra, sin duda de una nube, aunque no puedo verla. ¿Cómo lo supo? Sus ojos no han dejado la labor.

—La oscureció. Bueno, la nube se ha ido y Tray regresa.

—¿Quién?

—El perro, el perro lanudo. Al mediodía se va, por voluntad propia, para cambiar de forma; luego regresa y yace por un rato cerca de la puerta. ¿No lo ve? Tiene la cabeza vuelta hacia usted, aunque, cuando usted llegó, miraba al frente.

—Sus ojos no han abandonado esa costura. ¿De qué habla usted?

—Por la ventana, cruzando.

—¿Quiere decir esa sombra lanuda, ésa cercana? Pues sí, ahora que la observo, no deja de parecerse a un gran perro de Terranova negro. Ida ya la sombra invasora, la invadida regresa. Pero no alcanzo a ver qué la produce.

—Para eso, necesita salir.

—Sin duda una de esas rocas llenas de hierba.

—¿Ve usted la cabeza, la cara?

—¿De la sombra? Habla como si usted la viera, y ha tenido todo el tiempo los ojos en el trabajo.

—Tray lo está mirando —y sin levantar la vista, agregó—; ésta es su hora; lo veo.


—Entonces, ¿tanto tiempo lleva sentada a esta ventana, por la que sólo pasan nubes y vapores, que, para usted, las sombras son objetos, aunque hable de ellos como fantasmas? ¿Tan familiares le son que, por medio de una especie de sexto sentido, puede, sin mirarlos, decir dónde están, aunque, como si tuvieran patas de ratoncillo, a hurtadillas andaran y fueran y vinieran? ¿Son estas sombras sin vida, para usted, como amigos que, aunque fuera de su vista, no lo están de su mente, ni siquiera en sus caras? ¿Ocurre así?

—Nunca lo pensé de esa manera. Pero al más amistoso de ellos, que tanto calmaba mi hastío con su fresco temblar allí entre los helechos, me lo quitaron, para jamás devolvérmelo, como ahora sucedió con Tray. La sombra de un abedul. El árbol fue herido por un rayo, y mi hermano lo cortó; usted vio la madera amontonada fuera; bajo ella están enterradas las raíces, pero no la sombra. Ésta voló para nunca volver, y nunca temblará ya en lugar alguno.

Otra nube pasó por encima, borrando una vez más al perro y oscureciendo toda la montaña. Mientras la quietud se mostraba tan aquietada, bien pudo la sordera olvidarse de sí misma o bien creer que aquella sombra silenciosa hablaba.

—No escucho, Mariana, ave ninguna, ave canora ninguna. Nada escucho. ¿Jamás vienen por aquí muchachos o pájaros a recoger bayas?

—Muy rara vez oigo pájaros; muchachos, nunca. La mayoría de las bayas madura y cae, sin que nadie, sino yo, lo sepa.

—Pero unos pájaros amarillos me enseñaron el camino, o parte de él por lo menos.

—Y luego se volvieron. Supongo que vuelan por las laderas, pero nunca anidan en la cima. Sin duda usted piensa que, por vivir aquí solitaria, por no saber nada, por no escuchar nada —o muy poco, fuera del trueno y la caída de los árboles—, por no leer nada, por hablar muy rara vez y, sin embargo, estar siempre despierta, caigo en esos pensamientos extraños —porque así los llamó—, en este hastío y en esta vigilia. Mi hermano, que se mueve y trabaja al aire libre, quisiera que pudiera descansar como él; pero mi trabajo es mayoritariamente el de una mujer: sentarme, sentarme, sin cesar sentarme.

—Pero ¿no sale a caminar en ocasiones? Estos bosques son grandes.

—Y solitarios; solitarios de tan grandes. A veces, es cierto, al mediodía me alejo un poco, pero vuelvo en seguida. Es mejor sentirse sola al lado del hogar que al lado de una roca. Conozco las sombras que aquí me rodean; me son extrañas las de los bosques.

—¿Y las noches?

—Como los días. Pensar, pensar... una rueda que no puedo detener; y la hace dar vueltas la simple falta de sueño.

—Oí que, para ese hastío del insomnio, el decir nuestras plegarias y, luego, el posar la cabeza sobre una almohada de lúpulo fresco...

—¡Mire!

A través de la ventana mágica señaló ladera abajo, hacia un cercano jardincillo —un mero trozo de tierra removida, a medias rodeado por las rocas que le daban cobijo—, donde, una al lado de otra, separadas unos pies, encanijadas y marchitas, dos enredaderas de lúpulo trepaban por dos varas; al llegar a las puntas se hubieran unido en un abrazo ascendente, pero los perplejos brotes, tras tantear por un tiempo en el aire, volvían al lugar de donde habían surgido.

—Así que ya probó esa almohada.

—Sí.

—¿Y orar?

—Plegarias y almohada.

—¿Y no hay alguna otra cura o encantamiento?

—¡Ah, si una vez tan sólo pudiera llegar a aquella casa y mirar al ser feliz que en ella vive! Una idea tonta: ¿por qué pienso en ella? ¿Será que vivo tan sola y nada conozco?

—Tampoco yo conozco nada y, por lo tanto, no puedo responder. Pero, en bien suyo, Mariana, mucho quisiera ser esa feliz persona de esa casa feliz que usted sueña estar viendo, porque entonces la vería y, como usted dice, este hastío tal vez desaparecería.

Basta. Nunca ya zarpo en mi bote hacia el reino de las hadas, y me conformo con mi porche. Es mi palco real y este anfiteatro mi teatro de San Carlos. Sí, el escenario es mágico y la ilusión completa. Y madama Alondra de los Prados, mi primera dama, interpreta aquí su gran papel; y, al beber de sus notas matinales que, como Memnón,11 parecen brotar de la ventana dorada, ¡cuan lejano me parece el rostro que tras ella se encuentra!

Pero cada noche, cuando cae la cortina, la verdad llega con la oscuridad. Ninguna luz surge en la montaña. Voy y vengo por el porche, acosado por el rostro de Mariana y por muchas otras historias igualmente reales.



1 En árabe, “casa cuadrada”. Referencia al templo que se encuentra en la Meca; en sus muros está la Piedra Negra, que los peregrinos besan tras darle siete vueltas al edificio.
2 Obvia referencia al asesinato del padre de Hamlet en Hamlet (c. 1602), de Shakespeare.
3 Referencia a la parábola del rico y Lázaro (Lucas 16:  19-31).
4 Apellido que Melville toma del latín dives (rico), para así referirse una vez más a la parábola mencionada en la nota 3.
5 Rey inglés de ascendencia vikinga; subió al trono en 1016.
6 En la mitología griega, hija de Zeus y Hera; una de las divinidades del averno, mandaba demonios a la Tierra para atormentar a los hombres.
7 Cueva donde David se ocultó cuando huía del rey Saúl.
8 Poeta inglés (1552?-1599), autor del poema “La reina de las hadas”.
10 En La reina de las hadas, de Spenser, la virgen Una representa la verdad.
11 Marino y explorador inglés (1728-1779)

 

Daniela Orme

 

 

 

[Lo que un retratista profundo como el Tiziano, o nuestro famoso compatriota Stuart,1 ve en cualquier rostro, lo que tal observador puede estudiar allí atentamente, eso es, en esencia, el hombre. Superfluo el intentar desenmarañar su historia verdadera de las noticias antagónicas que se escuchen. No sucede igual con nosotros, quienes somos Tizianos y Stuarts deficientes. En ocasiones nos impresiona algún rasgo excepcional que de inmediato despierta nuestro interés. Pero se trata de un interés que, debido a la ignorancia, rebosa de curiosidad común y corriente. Procuramos enterarnos por alguien cuáles han sido la carrera y la experiencia de ese hombre; tal vez intentemos obtener la información de él mismo. Pero lo escuchado de otros pudiera resultar murmuraciones sin fundamento y, si a él nos acercamos, pudiera mostrarse quisquillosamente taciturno. En pocas palabras, en una mayoría de los casos viene a ser como un meteorito caído en un campo. Allí está. Los vecinos externan su opinión al respecto, y bien pudiera tratarse de una opinión bastante extraña; pero ¿qué es? ¿De dónde vino? ¿En qué ámbito inimaginable adquirió esa extraña e ígnea apariencia metálica, ahora que el ganado pace la hierba húmeda a su alrededor?

De necesidad será imperfecto cualquier intento por describir a un personaje como el que aquí hemos sugerido. No obstante ello, es un hombre de tal descripción el que sirve de motivo a este ensayo de bosquejo.]2

No siempre es verdadero el nombre que de un marino aparece en la lista de la tripulación, ni en todos los casos indica el país de origen. Asentado esto, necesario es decir que, bajo el nombre puesto a la cabeza de este escrito, por largo tiempo vivió un hombre perteneciente a un viejo buque de guerra; con verdad absoluta puede afirmarse que de su historia primera nadie sabía nada, excepto él mismo; y allí, desde luego, era inútil buscarla. Atento como se mostraba siempre a cumplir con sus deberes, no tardó en ganarse el respeto de los oficiales. En cuanto a sus compañeros, si ninguno tenía razón para gustar de alguien tan distinto, nadie a la vez se permitía con él la menor libertad. Cualquier asomo de acercamiento, y en su mirada surgían la severidad y el rechazo.

Llegado por fin a una edad avanzada, se lo retiró como capitán de las velas, asignándosele un puesto y un grado menores; a saber, el de guardián al pie del mástil central, siendo su tarea, simplemente, aguardar el momento de apretar o soltar cabos. Pero incluso dicha tarea, debido a las guardias nocturnas, exigió al poco tiempo demasiado esfuerzo del marino, ya septuagenario. En pocas palabras, ató su última driza y desapareció en tierra, en algún oscuro amarradero.

Fuera cual fuera su disposición de ánimo original, nunca, o al menos nunca en sus viajes posteriores, se le conoció en especial por su sociabilidad. No que se mostrara gruñón, como algún marino veterano con lumbago, ni recogidamente taciturno, como un piel roja; pero sí irritable y, con frecuencia, dado a murmurar en voz baja. En ocasiones salía con un sobresalto de aquellos soliloquios apagados, acompañando la acción con una mirada o un gesto tan peculiarmente entristecido, que la imaginación calvinista de un cierto capellán de fragata dedujo de allí una autocondena y un arrepentimiento surgidos de algún hecho terrible ocurrido en el pasado.

Era de rasgos amplios, fuertes, como fundidos en hierro; pero a consecuencia de la explosión de un cartucho, de los ojos hacia abajo tenía el rostro cubierto de un denso punteado negriazul. Cuando, de acuerdo con la costumbre, y como encargado del mástil central, se quitaba el sombrero, para permitirse con el oficial de cubierta un diálogo menos lacónico, su frente curtida parecía una leonada luna de octubre, en cuarto creciente sobre una nube ominosa. Junto con su taciturno comportamiento ¿sería este inquietante aspecto físico, resultado de un mero accidente, sería éste, y sólo este aspecto la causa de un rumor que corría entre ciertos marinos de popa: que en tiempos pasados había sido bucanero en los Cayos y en el Golfo, miembro de la merodeadora tripulación de Lafitte?3 Lo cierto es que en una ocasión había servido en un buque con patente de corso.

Aunque un tanto cargado de hombros, por su estatura se parecía al campeón de Gat.4 Tenía las manos gruesas y callosas; las uñas de los pulgares, como cuerno arrugado. Su cabeza era poderosa y de pelo hirsuto. La barba gris acero, ancha como la insignia de un comodoro, y alrededor de la boca manchada indeleblemente con el jugo de tabaco que taciturnamente le había escurrido en todos sus viajes. Cuando su guardia diurna en la cubierta inferior, se acurrucaba silenciosamente entre dos cañones negros; bien habría podido sugerir la imagen de un enorme oso gris de las sierras californianas, la piel deslucida por la edad, hosco en aquella última guarida donde aguardaba su última hora.

En, sus andanzas terrestres —cerca del mar, no muy lejos de los muelles, con techo donde pasar la noche y tareas mucho más llevaderas en todo sentido, con la posibilidad de elegir compañeros cuando así lo deseara, cosa que no sucedía muy a menudo—, perdió, felizmente, mucha de la aspereza mostrada cuando encargado del mástil central, cuando se veía expuesto a todos los climas y su dieta consistía en cecina de caballo.

Un extraño que se le acercara cuando estuviera tomando el sol sentado en un viejo trozo de madera, en la playa, y lo saludara amablemente no recibiría una contestación ruda; y de darse algo más que un mero saludo, probablemente se iría con la impresión de haber hablado con un ser interesante, aunque peculiar; un filósofo con sal, no carente de un cierto tipo de sentido común pesimista.

Al poco de estar en tierra comenzó a notarse en sus hábitos una singularidad. En ocasiones, aunque únicamente cuando se creía totalmente a solas, apartaba la pechera de su remendado Guernsey5 y con detenimiento contemplaba algo en esa parte de su cuerpo. Si por casualidad lo descubrían en ello, con rapidez se tapaba y gruñendo hacía saber su resentimiento. Esta conducta peculiar despertó la curiosidad de algunos observadores ociosos, que se alojaban con él bajo el mismo techo humilde; como ninguno de ellos tenía el valor de interrogarlo sobre la razón de aquel comportamiento, o de preguntarle qué tenía en el cuerpo, se preparó una droga como medio para descubrir el secreto. Durante la cena se la puso a hurtadillas, y en una cantidad prudente, en su enorme tazón de té. A la mañana siguiente, un viejo gaviero susurró a sus compinches el resultado de aquella lamentable intrusión nocturna.

Tras llevarlos a un rincón y mirar furtivamente alrededor, dijo: “Escuchen”; y narró una historia inquietante, seguida por conjeturas mezcladas a temblores, bastante vagas, por cierto, pero suficientes para unos cerebros supersticiosos e ignorantes. He aquí lo que en verdad había descubierto: un crucifijo añil y bermellón tatuado en aquel pecho, en el lado del corazón. Cruzaba al sesgo el crucifijo una cicatriz blancuzca larga y delgada, que decoloraba la piel; pudiera haberla causado el golpe mal detenido o esquivado de un alfanje. Ahora bien, es usual encontrar la Cruz de la Pasión tatuada en un marino, generalmente en el antebrazo y en ocasiones, aunque raras, en el tórax. En cuanto a la cicatriz, el viejo capitán había conocido, en servicio naval legítimo, lo que significaba repeler un abordaje, no sin recibir en éste (quizás) un recuerdo de batalla. Sin embargo, los huéspedes de la pensión fueron de otra opinión respecto al descubrimiento, y por fin informaron a la dueña que aquél era una especie de hombre prohibido, un hombre marcado por el Espíritu Maligno, y que bien estaría deshacerse de él, para que el poder de la herradura clavada sobre la puerta no perdiera su fuerza y se viera reducido a la nada. Sin embargo, aquella buena mujer era una dama muy sensata, que no creía en la herradura, aunque la tolerara; y como el viejo capitán pagaba semanalmente su estancia, nunca hacía ruido ni causaba problemas, puso oídos sordos a toda petición en su contra.

Como en su presencia siempre se ocultó prudentemente todo, el viejo marinero no tuvo por entonces conciencia de ninguna manipulación indebida. Cuando en alta mar, nunca llegó a sus oídos que algunos de sus compañeros lo creían bucanero, pues en los ángulos de su boca había un tranquilo gesto leonino que decía: déjenme tranquilo. Por tanto, ignoraba ahora que el mismo rumor lo había seguido a tierra. De haber tenido hábitos sociales, socialmente habría sentido el efecto de aquello y en vano habría buscado la causa. Algún informe equivocado, tuviera o no bases, como en algunos casos de eso que los marinos llaman una tempestad seca: durante ella no hay lluvia, truenos y relámpagos; y pese a todo, los vientos invisibles e intangibles hacen zozobrar un barco y luego se pregunta: ¿Quién lo hizo?

Así, Orme continuó su vida solitaria, sin que mayor cosa del exterior lo perturbara. Pero los instantes del Tiempo siguen cayendo sobre la más tranquila de las horas, y aunque sea diamantina, acaban por gastarla. En su retiro nuestro gigante jubilado comienza a suavizarse y cae en una especie de decadencia animal. En las naturalezas duras y rudas, sobre todo en aquellas que, como las de marinos y granjeros, vivieron en medio de los elementos, esa decadencia animal afecta en gran manera a la memoria, sobre la cual pone una niebla; no es raro que también debilite el corazón, aparte de tal vez adormecer en mayor o menor medida la conciencia, sea ésta inocente o de otra índole.

Pero pasemos al final de nuestro bosquejo, necesariamente imperfecto.

Un hermoso día de Pascua, poco después de haberse sufrido un ramalazo de tiempo propicio al reumatismo, descubrieron a Orme, solitario y muerto, en una altura que dominaba la curva externa de aquel gran fondeadero en cuyas playas, al retirarse el mar, había anclado. Era una terraza de traza regular y suelo plano, de utilidad en tiempos de guerra, pero olvidada en los de paz, cuando se la usaba como refugio. Allí situada se encontraba una anticuada batería de cañones herrumbrosos. Contra uno de éstos se lo encontró reclinado, las piernas estiradas al frente, la pipa de arcilla rota en dos, la tabaquera vacía, sin hebra alguna, testimoniando esto que se la había fumado hasta el final mismo de su contenido. Estaba de cara al océano. Los ojos, abiertos, mostraban en la muerte una mirada vital fija en las aguas brumosas y en las velas, apenas visibles, que iban y venían o se encontraban ancladas cerca de allí.

¿Cuáles habrán sido sus últimos pensamientos? Si algo de realidad cupo en los rumores que de él corrían ¿tuvieron los remordimientos, la idea de penitencia, lugar en esos pensamientos? ¿O nada de eso hubo en ellos? Pensándolo bien, ¿no serían su humor cambiante, sus murmullos, sus extraños caprichos, sus arranques, sus encogimientos de hombros y sus gestos excéntricos, no serían, decimos, sino agregados grotescos, como los lobanillos y los nudos y las distorsiones que aparecen en la corteza de algún viejo manzano nacido de casualidad en una meseta inclemente, no sólo golpeado por muchas tormentas, sino además obstaculizado en su desarrollo natural porque, casualmente echó sus primeras raíces en un terreno compacto de rocas? En pocas palabras, que al ya no rodearlo la fatalidad, terminara por ser lo que fue. Incluso de admitirse en su existencia un algo oscuro que prefirió guardar en secreto ¿qué? En muchas ocasiones tal reticencia va más en bien de los otros que en el propio. No, pensemos mejor que esa decadencia animal mencionada antes siguió ofreciéndole amistad hasta el final mismo, y que él se hundió en el sueño captando a través de la niebla de la memoria muchas escenas lejanas llenas de la belleza de este ancho mundo, sugeridas como en sueños por las aguas brumosas que ante sí tenía.

Yace enterrado junto a otros marinos a quienes, asimismo, algunos extraños cumplieron con los últimos ritos; está en un trozo de tierra solitario, cubierto de escaramujos silvestres, del que nadie cuida.
 
 

 

1 Gilbert Stuart (1755-1828), pintor norteamericano especializado en retratos.
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En el manuscrito, Melville trazó una línea acabado el segundo párrafo, escribiendo al margen: "Comienza aquí". Creímos pertinente que el lector conociera el texto eliminado.
3 Jean Lafitte (1780?-1825?), pirata cuyo campo de acción eran las costas de Louisiana y de Texas.
4 Goliat.
5 Suéter de lana, muy ajustado, que usaban los marinos.