Material de Lectura

 width= Marguerite Yourcenar


Traducción,
selección y notas
de Patricia Daumas,
Silvia Molina
y Leticia Hülsz



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Nota introductoria

   

A simple vista, lo primero que resalta de la obra de Marguerite Yourcenar, cimentada en una vasta cultura clásica, es una aparente diversidad de temas, épocas, personajes y lugares: la Grecia Antigua de Fuegos, el Oriente de los Cuentos orientales, los Países Bálticos de El tiro de gracia, el paisaje austro-húngaro de Alexis, la Italia de Mussolini de Denario del sueño, la Roma Imperial de Adriano, el Flandes del siglo XVI de El alquimista... Su escritura no se basa directamente ni en la experiencia ni en el recuerdo sino en el rescate de los momentos esenciales de la historia; pero su talento está al servicio de la literatura, y el hilo que une toda su obra es la recuperación de una memoria colectiva y de la sustancia del hombre y su pasado. La condición humana, revelada hasta en su texto más humilde, expresa una concepción universal del mundo; y la historia, en Marguerite Yourcenar, no está escrita para comprenderse sino para imaginarse.

También en el centro de su obra se encuentra el mito. Los mitos grecorromanos, cristianos y orientales afloran en sus textos, entregándonos, curiosamente, una visión moderna del mundo, porque se nos presentan como hechos vivos o como personajes que nos alteran. Revitalizada la carga ejemplar del mito, éste sirve únicamente para recrear, en toda su esencia, al ser humano. Es el hombre quien abarca las reflexiones y la vocación de la escritura.

Marguerite Yourcenar nació el 8 de junio de 1903 en Bruselas. Su madre, belga, murió poco después de dada a luz; y con su padre, un noble francés que le enseñó latín y griego desde niña y que la encauzó hacia el mundo clásico y hacia la historia y sus hombres, llegó a vivir a Francia. Escribió su primer texto importante cuando tenía dieciséis años; un poema largo y ambicioso sobre Ícaro: Le jardin des Chimères, donde trabajó al héroe griego como un símbolo de la elevación hacia el absoluto. Y por insistencia de su padre, que había decidido regalarle la publicación del poema, firmó el libro con un seudónimo, que era en realidad un reacomodo de las letras de su apellido: Crayencour. Marguerite Yourcenar se volvería con el tiempo su nombre legal.

Viajera incansable, dedicó muchos años a recorrer Europa y parte del Oriente, hasta que llegó, en 1939, a los Estados Unidos, invitada a impartir un curso de francés y otro de literatura comparada. La guerra la sorprendió en aquel país; y más tarde, se exilió voluntariamente en su casa Petite Plaisance, en una isla del Maine llamada Montes Desiertos. En 1968 obtuvo el Premio Femina por El Alquimista (L'ouvre au noir); en 1971 fue recibida por la Academia Real de Bélgica; y es la única mujer que ha logrado pertenecer a la Academia Francesa, que le abrió las puertas en 1981.

Marguerite Yourcenar escribe sobre los momentos esenciales de la historia, para el desarrollo y la configuración de la sociedad actual; y ni ella misma, ni su condición de mujer, ni su propio tiempo figuran de manera implícita en sus libros; ni siquiera en los dos primeros volúmenes de su autobiografía. Sus personajes luchan por la fidelidad a sí mismos, al mundo, a su naturaleza. La voluntad, la sociedad, el amor por la justicia, la preocupación por el estado del mundo son los valores que la escritora declara; y sin embargo, jamás hablará de su condición de mujer, de su país o de los dramas de su tiempo. Así, mientras el proyecto de Las memorias de Adriano, que tardó en cristalizar veintisiete años, se iba configurando, publicó varias novelas; entre ellas, la primera fue Alexis o el tratado del inútil combate. Intimista, está escrita como Las memorias… en forma epistolar. Es la carta de un hombre a su esposa, en la que le habla de las razones que lo han orillado a dejarla, en la que el propio Alexis se interroga para comprenderse y al mismo tiempo para entender el mundo. En 1931 retoma en su novela La nueva Eurídice el mito de la mujer de Orfeo y nos entrega la historia de un hombre que decide buscar de pronto a una mujer que había amado vagamente. En su búsqueda sabe que era casada y se entera de que ha muerto. Y con la noticia de aquella muerte recibe varias versiones acerca de la mujer: unas dicen que fue la esposa más fiel del mundo; y otras, que era la más infiel. Vino después un volumen de cuentos: La muerte conduce el carruaje (1935) que contenía tres relatos, uno de los cuales, “Anna Sóror”, el incesto de un hermano y una hermana, situado en Napóles en el siglo xvi, era de una prosa limpia, pausada, serena. Cuento que recogería más tarde la propia Marguerite Yourcenar en otro libro de relatos: Como el agua que corre (1981), que incluye también “Un hombre oscuro”, la historia de un obrero holandés, pobre, sensible e inculto que acepta dejar pasar la vida como el agua que corre, de allí el título de la obra; y “Una bella mañana”, texto onírico en el cual el pequeño Lázaro vive con anticipación toda su vida.

La obra y los personajes de Marguerite Yourcenar están enmarcados en un tiempo preciso; y aunque los personajes hablan únicamente en su propio nombre, ambos nos entregan, gracias a la sutil creación de la escritora, una visión completamente moderna del mundo. Así, por ejemplo, en su novela Denario del sueño (1934), se nos revela la vida romana popular mientras que los personajes viven asimilados al mito; es decir, hay en la escritora, un esfuerzo por hacer sentir la grandeza del gesto y de los mitos antiguos que florecen en la Roma de 1933.

Si el escenario de El tiro de gracia son los Países Bálticos, región seriamente afectada por la guerra civil rusa posterior a la revolución, en donde perfila una pasión que agoniza del mismo modo que las fronteras de aquellas tierras, en El alquimista rescata, a través del personaje de Zenón, el Flandes del Renacimiento. Y su obra maestra, Las memorias de Adriano se agranda con la distancia que media entre ella y la escritora. La perfección lograda en la recreación del emperador y de su tiempo no teme el juicio de la historia; Adriano reflexiona como un emperador, pero ante todo lo hace como un hombre; y en este libro su escritura es más pulcra que nunca y en la meditación de Adriano ejerce la poesía. La vida de Adriano es un acto universal que le da a su pensamiento una dimensión moderna.

La obra de Marguerite Yourcenar abarca todos los géneros: tradujo a Virginia Woolf, a Henry James, a Constantino Cavafis, a Hortense Flexner y a varios poetas griegos. En el ensayo destacan sus trabajos sobre Píndaro y Piranesi. Y de particular importancia es un librito suyo titulado Les songes et les sorts, un estudio sobre la composición mítica del sueño, donde analiza el mito como un acercamiento al absoluto, para tratar de descubrir en el ser humano aquello que hay en él de duradero, de eterno. También ha publicado seis obras de teatro y cuatro libros de poesía; entre estos últimos, es en Fuegos donde retoma el mito nuevamente como una vía de acceso hacia las diferentes grandes imágenes de lo humano. Producto de una crisis pasional, Fuegos es la reunión de varios poemas o prosas líricas relacionadas entre sí por la noción del amor. Es un monólogo personal exteriorizado, descarnado, donde el amor se impone a la víctima como vocación o enfermedad; donde la pasión tiene una sola dirección: la trascendencia. Los personajes míticos o reales de Fuegos pertenecen a la Grecia Antigua, excepto María Magdalena que está situada en el mundo judeo-cristiano; sin embargo, otra vez Marguerite Yourcenar se ha encargado de modernizar el pasado para entregarnos criaturas vivas, actuales.

Hemos seleccionado y traducido para Material de Lectura cuatro relatos de los Cuentos orientales: “Así fue salvado Wang-Fo”, “La tristeza de Cornelius Berg”, “La sonrisa de Marko” y “La leche de la muerte” porque sirven muy bien para ilustrar cómo Marguerite Yourcenar crea una sobrerrealidad a partir del mito, para expresar arquetipos que se encuentran en la frontera de nuestras culturas. Estos cuentos son un esfuerzo más de la escritora por rescatar ciertas imágenes o símbolos, con los que trabaja la realidad y obtiene casi por transparencia algo más que esa simple realidad. “Así fue salvado Wang-Fo” está inspirado en un apólogo taoista de la antigua China; en él nos transmite el maravilloso encanto del pintor Wang-Fo “que amaba la imagen de las cosas y no las cosas mismas”. Este apólogo es redescubierto y reelaborado por Marguerite Yourcenar hasta dar otra percepción de la realidad partiendo de esa vieja civilización de refinamiento y crueldad. En este cuento encontramos varios temas importantes en la autora: la maldición de la amistad, la que pesa sobre el arte (por eso es sacrificada la mujer de Ling, por eso mismo Ling se arruina y muere por su maestro; como si el amor también fuera un crimen). El artista merece castigo de muerte porque ha mentido: el mundo en realidad sólo es un montón de manchas confusas. Ni la civilización ni la madurez escapan a la violencia o al sadismo, ni a la angustia ni a la voluptuosidad.

En los Cuentos orientales, escritos antes de la primera guerra mundial y recopilados por primera vez en 1938, Marguerite Yourcenar no sólo manifiesta su gran interés por el Oriente sino que logra transmitirnos en profundidad la atmósfera, el estilo y, sobre todo, el espíritu orientales. Cuatro de los diez relatos recogidos en este volumen son en realidad interpretaciones desarrolladas libremente de fábulas o leyendas auténticas. Otra vez aquí la diversidad de lugares se nos presenta; de China a Grecia y de los Balcanes al Japón, el sueño y el mito son atrapados por la pluma y el talento de esta genial escritora. En “La sonrisa de Marko”, con un sólo punto débil, demasiado humano, émulo de Áquiles, Marguerite Yourcenar nos presenta a un héroe servio capaz de despertar pasiones que lo llevarán al borde de la muerte; un héroe capaz de soportar las peores torturas, excepto la del deseo por una bella joven; un héroe que no puede reprimir una sonrisa frente al más dulce de los suplicios. La Torre de Scutari se levanta como símbolo del amor materno en “La leche de la muerte”; entrega que, a los ojos de Marguerite Yourcenar, hoy no parece quedar sino en los vestigios de una leyenda albanesa. “La tristeza de Cornelius Berg” (“Los tulipanes de Cornelius Berg” en la edición de 1938) fue concebido como el capítulo final de una novela hasta ahora inacabada, y únicamente tiene de oriental dos breves alusiones a un viaje que hizo el pintor al Asia Menor; incluso, una de ellas fue añadida para la segunda edición. Este relato no pertenecía a la colección de los cuentos orientales pero su autora no supo  resistir “las  ganas de situar frente al gran pintor chino que se salva y se pierde en el interior de su obra a aquel ignorado contemporáneo de Rembrandt que llega a meditar apaciblemente sobre su propia obra”. La amargura de Cornelius Berg, “que toca los objetos que ya no sabe pintar” es la oposición del viejo pintor Wang-Fo “que amaba la imagen de las cosas”. Estos cuentos son una mínima visión del maravilloso mundo construido por Marguerite Yourcenar. La dimensión de la obra y del pensamiento de esta voz única es ya trascendental y sus nuevos mitos llegarán a ser universales.


Patricia Daumas y Silvia Molina

 

 


 

 

Así fue salvado Wang-Fo

 

El viejo pintor Wang-Fo y su discípulo Ling erraban a lo largo de los caminos del reino de Han.

Avanzaban lentamente porque Wang-Fo se detenía de noche a contemplar los astros, y de día para mirar las libélulas. Iban poco cargados, pues Wang-Fo amaba la imagen de las cosas y no a las cosas en sí mismas, y ningún objeto en, el mundo le parecía digno de ser adquirido, salvo pinceles, frascos de laca y de tintas de China, rollos de seda y de papel de arroz. Eran pobres porque Wang-Fo cambiaba sus pinturas por una ración de papilla de mijo, y desdeñaba las monedas de plata. Ling, su discípulo, doblado bajo el peso de una bolsa llena de bocetos, encorvaba respetuosamente la espalda como si cargara la bóveda celeste, pues esa bolsa, a los ojos de Ling, estaba repleta de montañas bajo la nieve, de ríos en primavera y del rostro de la luna de verano.

Ling no había nacido para recorrer los caminos al lado de un viejo que se apoderaba de la aurora y apresaba el crepúsculo. Su padre cambiaba oro; su madre era la única hija de un mercader de jade que le había heredado sus bienes maldiciéndola por no haber nacido varón. Ling había crecido en una casa en donde la riqueza eliminaba los azares. Aquella existencia, cuidadosamente protegida, lo había vuelto tímido: le temía a los insectos, al trueno y al rostro de los muertos. Cuando cumplió quince años, su padre eligió una esposa para él, y cuidó de que fuera muy bella, pues la idea de la felicidad que procuraba a su hijo lo consolaba de haber alcanzado la edad en la que la noche sirve para dormir. La esposa de Ling era frágil como un junco, infantil como la leche, dulce como la saliva, salada como las lágrimas. Después de las nupcias, los padres de Ling llevaron la discreción hasta morir, y el hijo se quedó solo en su casa pintada de cinabrio, en compañía de su joven esposa que sonreía siempre, y de un ciruelo que cada primavera daba flores rosas. Ling amó a esa mujer de corazón cristalino como se ama a un espejo que no se empaña jamás, a un talismán que siempre protege. Frecuentaba las casas de té para obedecer a la moda y favorecía con moderación a los acróbatas y a las bailarinas.

Una noche, en una taberna, le tocó Wang-Fo como compañero de mesa. El viejo había bebido para ponerse en estado de pintar mejor a un borracho; su cabeza se inclinaba de lado, como si se esforzara en medir la distancia que separaba su mano de la taza. El alcohol de arroz desataba la lengua de aquel artesano taciturno, y esa noche Wang hablaba como si el silencio fuera un muro; y las palabras, colores destinados a cubrirlo. Gracias a él, Ling conoció la belleza de los rostros de los bebedores desvanecidos por el humo de las bebidas calientes, el esplendor moreno de las carnes que el fuego había lamido desigualmente, y el rosado exquisito de las manchas de vino esparcidas en los manteles como pétalos marchitos. Una ráfaga de viento reventó la ventana; el aguacero se metió en la habitación. Wang-Fo se inclinó para hacer admirar a Ling el fulgor lívido del rayo; y Ling, maravillado, dejó de temerle a la tormenta.

Ling pagó la cuenta del viejo pintor; y como Wang-Fo no tenía dinero ni posada, humildemente le ofreció albergue. Caminaron juntos; Ling llevaba una linterna; su claridad proyectaba sobre los charcos fuegos inesperados. Aquella noche, Ling supo, no sin sorpresa, que los muros de su casa no eran rojos como él había creído sino que tenían el color de una naranja a punto de pudrirse. En el patio, Wang-Fo reparó en la forma delicada de un arbusto, al cual nadie había prestado atención hasta entonces, y lo comparó a una joven que deja secar sus cabellos. En el corredor, siguió maravillado el camino vacilante de una hormiga a lo largo de las grietas del muro, y el horror de Ling por aquellos bichos se desvaneció. Al comprender que Wang-Fo acababa de regalarle un alma y una percepción nuevas, Ling acostó respetuosamente al viejo pintor en la alcoba en donde su padre y su madre habían muerto.

Desde hacía años, Wang-Fo soñaba con hacer el retrato de una princesa de antaño tocando el laúd bajo un sauce. Ninguna mujer era lo bastante irreal para servirle de modelo, pero Ling podía serlo puesto que no era mujer. Luego Wang-Fo habló de pintar a un joven príncipe tensando el arco al pie de un gran cedro. Ningún joven del tiempo presente era lo bastante irreal para servirle de modelo, pero Ling hizo posar a su propia mujer bajo el ciruelo del jardín. Luego, Wang-Fo la pintó vestida de hada entre las nubes del Poniente, y la joven lloró, pues era un presagio de muerte. Desde que Ling prefería los retratos que Wang-Fo hacía de ella, su rostro ¡se marchitaba como una flor expuesta al viento caliente o a las lluvias de verano. Una mañana la encontraron colgada de las ramas del ciruelo rosa: las puntas del chai que la estrangulaba flotaban mezcladas con su cabellera; parecía aún más delgada que de costumbre, y pura como las bellezas celebradas por los poetas de los tiempos cumplidos. Wang-Fo la pintó por última vez porque amaba ese tinte verdoso que cubre el rostro de los muertos. Su discípulo Ling molía los colores, y aquella tarea le exigía tanta dedicación que se olvidó de verter lágrimas. Ling vendió sucesivamente sus esclavos, sus jades y los peces de su estanque para procurar al maestro los frascos de tinta púrpura que venían de Occidente. Cuando la casa estuvo vacía, la dejaron, y Ling cerró tras él la puerta de su pasado. Wang-Fo estaba cansado de una ciudad en la cual los rostros no tenían ya ningún secreto de fealdad o de belleza que enseñarle; el maestro y el discípulo erraron juntos por los caminos del reino de Han.

Su reputación los precedía en los pueblos, en el umbral de las fortalezas y bajo el pórtico de los templos donde los peregrinos inquietos se refugian en el crepúsculo. Se decía que Wang-Fo tenía el poder de dar vida a sus pinturas con el último toque de color que agregaba a los ojos. Los granjeros venían a suplicarle que pintara un perro guardián y los señores querían de él imágenes de soldados. Los sacerdotes honraban a Wang-Fo como a un sabio; el pueblo le temía como a un brujo. A Wang le alegraban estas diferencias de opinión que le permitían estudiar en su entorno las expresiones de gratitud, de temor o de veneración.

Ling mendigaba el alimento, cuidaba el sueño del maestro y aprovechaba sus éxtasis para darle masaje en los pies. Al despuntar la aurora, mientras el anciano aún dormía, iba a la caza de paisajes tímidos, disimulados tras ramos de juncos. Por la tarde, cuando el maestro, desalentado, tiraba sus pinceles en el piso, los recogía. Cuando Wang-Fo estaba triste y hablaba de su vejez, Ling le mostraba sonriendo el sólido tronco de un viejo roble; cuando Wang estaba alegre y bromeaba, Ling fingía humildemente que lo escuchaba.

Un día, a la hora en que el sol se pone, llegaron a los suburbios de la ciudad imperial, y Ling buscó para Wang-Fo una posada en donde pasar la noche. El viejo se envolvió en sus harapos y Ling se acostó junto a él para calentarlo, pues apenas acababa de nacer la primavera, y el piso de tierra aún seguía helado. Al romperse el alba, resonaron pasos pesados en los corredores de la posada; se escucharon los susurros asustados del posadero, y órdenes gritadas en una lengua bárbara. Ling se estremeció al recordar que la víspera había robado un pastel de arroz para la comida del maestro. No dudando de que habían venido a detenerlo, se preguntó quién ayudaría a Wang-Fo a pasar el vado del próximo río.

Los soldados entraron con linternas. La llama que se filtraba a través del papel abigarrado lanzaba luces rojas o azules sobre sus cascos de cuero. La cuerda de un arco vibraba sobre su hombro, y los más feroces rugían de pronto sin razón. Pusieron pesadamente la mano sobre la nuca de Wang-Fo quien no pudo evitar fijarse en que sus mangas no hacían juego con el color de sus abrigos.

Sostenido por su discípulo, tropezando a lo largo de los caminos disparejos, Wang-Fo siguió a los soldados. Los transeúntes, amontonados, se burlaban de aquellos dos criminales que sin duda llevaban a decapitar. A todas las preguntas de Wang, los soldados contestaban con una mueca salvaje. Sus manos atadas sufrían, y Ling, desesperado, miraba sonriendo a su maestro, lo que era para él la manera más tierna de llorar.

Llegaron a la entrada del palacio imperial, que erguía sus muros violetas en pleno día como un lienzo de crepúsculo. Los soldados hicieron atravesar a Wang-Fo innumerables salas cuadradas o circulares cuyas formas simbolizaban las estaciones, los puntos cardinales, lo masculino y lo femenino, la longevidad, las prerrogativas del poder. Las puertas giraban sobre sí mismas, emitiendo una nota de música, y estaban dispuestas de tal manera que se recorría toda la escala musical al atravesar el palacio de Levante a Poniente. Todo se concertaba para dar la idea de un poder y una sutileza sobrehumanos, y se sentía que las mínimas órdenes pronunciadas allí, debían de ser definitivas y terribles como la sabiduría de los antepasados. Finalmente, el aire se enrareció; el silencio se volvió tan profundo que ni siquiera un ajusticiado se hubiera atrevido a gritar. Un eunuco levantó una cortina, los soldados temblaron como mujeres, y la pequeña tropa entró en el salón, donde presidía, desde su trono, el Hijo del Cielo.

Era un salón desprovisto de muros, sostenido por gruesas columnas de piedra azul. Un jardín se abría al otro lado de los fustes de mármol, y cada flor contenida en sus bosquecillos pertenecía a una especie rara traída de más allá de los océanos. Pero ninguna tenía perfume, para que la meditación del Dragón Celeste no se viera turbada jamás por los bellos olores. En señal de respeto, por el silencio en que estaban inmersos sus pensamientos, ningún pájaro había sido admitido en el interior del recinto; y habían echado hasta las abejas. Un muro enorme separaba el jardín del resto del mundo, para que el viento que pasaba sobre los perros reventados y los cadáveres de los campos de batalla no pudiera permitirse ni rozar la manga del Emperador.

El Amo Celestial estaba sentado sobre un trono de jade, y sus manos estaban arrugadas como las de un anciano aunque tenía apenas veinte años. Su traje era azul para figurar el invierno y verde para recordar la primavera. Su rostro era bello, pero impasible como un espejo colocado demasiado alto, que no reflejara más que los astros y el cielo implacable. Tenía a su derecha al Ministro de los Placeres Perfectos; y a su izquierda, al Consejero de los Justos Tormentos. Como sus cortesanos, alineados al pie de las columnas alertaban el oído para recoger la menor palabra salida de sus labios, se había acostumbrado a hablar siempre en voz baja.

—Dragón Celeste —dijo Wang-Fo proster-nándose—, soy viejo, soy pobre, soy débil. Eres como el verano; soy como el invierno. Tienes Diez Mil Vidas; no tengo más que una que está por terminar. ¿Qué te he hecho? Han atado mis manos que nunca te han dañado.

—¿Me preguntas qué es lo que has hecho, viejo Wang-Fo? —dijo el Emperador.

Su voz era tan melodiosa que daban ganas de llorar. Levantó la mano derecha, que los reflejos del pavimento de jade hacían parecer glauca como una planta submarina, y Wang-Fo, maravillado por el largo de aquellos dedos delgados, buscó en sus recuerdos si no había hecho del Emperador, o de sus ascendientes, un retrato mediocre que mereciera la muerte. Pero era poco probable, pues Wang-Fo hasta entonces no había frecuentado la corte de los emperadores, ya que había preferido las chozas de los granjeros o, en las ciudades, los suburbios de las cortesanas y las tabernas de los muelles en las que riñen los estibadores.

—¿Me preguntas qué es lo que me has hecho, viejo Wang-Fo? —prosiguió el Emperador inclinando su endeble cuello hacia el anciano que lo escuchaba. Te lo voy a decir. Pero como el veneno del prójimo no puede deslizarse en nosotros más que por nuestras nueve aberturas, para ponerte en presencia de tus culpas, debo pasearte a lo largo de los corredores de mi memoria, y contarte toda mi vida. Mi padre había reunido una colección de tus pinturas en la habitación más secreta del palacio, pues era de la opinión que los personajes de los cuadros deben ser sustraídos a la vista de los profanos, en cuya presencia no pueden bajar los ojos. En esos salones fui educado, viejo Wang-Fo, porque habían organizado la soledad a mi alrededor, para permitirme crecer en ella. Con el propósito de evitar a mi candor la salpicadura de las almas, habían alejado de mí el oleaje agitado de mis futuros súbditos; y no le estaba permitido a nadie pasar frente al umbral de mi morada, por temor de que la sombra de aquel hombre o de aquella mujer se extendiera hasta mí. Los contados viejos servidores que me habían adjudicado se mostraban lo menos posible; las horas giraban en círculo; los colores de tus pinturas se avivaban con el alba y palidecían con el crepúsculo. Por la noche, cuando no lograba dormir, contemplaba tus cuadros, y, durante casi diez años, los miré todas las noches. De día, sentado sobre un tapete cuyo dibujo me sabía de memoria, con las palmas de las manos vacías reposando sobre mis rodillas de seda amarilla, soñaba con las dichas que me proporcionaría el porvenir. Me imaginaba al mundo, con el país de Han en el centro, igual al llano monótono y hueco de la mano que surcan las líneas fatales de los Cinco Ríos. A su alrededor, el mar donde nacen los monstruos; y más lejos aún, las montañas que sostienen el cielo. Y para ayudarme a representar mejor todas esas cosas, utilizaba tus pinturas. Me hiciste creer que el mar se parecía al vasto manto de agua extendido sobre tus telas, tan azul que una piedra, al caer, no podía sino convertirse en zafiro; que las mujeres se abrían y se cerraban como flores, iguales a las criaturas que avanzan, empujadas por el viento, en las veredas de tus jardines, y que los jóvenes guerreros de cintura delgada que velan en las fortalezas de las fronteras eran como flechas que podían atravesar el corazón. A los dieciséis años vi abrirse las puertas que me separaban del mundo: subí a la terraza del palacio para mirar las nubes, pero eran menos bellas que las de tus crepúsculos. Ordené mi litera: sacudido por los caminos, de los que no había previsto ni el lodo ni las piedras, recorrí las provincias del imperio sin encontrar tus jardines llenos de mujeres iguales a luciérnagas, tus mujeres cuyo cuerpo es como un jardín. Los guijarros de las costas me asquearon de los océanos; la sangre de los sacrificados es menos roja que la granada figurada sobre tus telas; la miseria de los pueblos me impide ver la belleza de los arrozales; la piel de las mujeres vivas me repugna como la carne muerta que cuelga de los ganchos de los carniceros; y la risa burda de mis soldados me revuelve el corazón. Me has mentido Wang-Fo, viejo impostor: el mundo no es más que un montón de manchas confusas, arrojadas sobre el vacío por un pintor insensato, siempre borradas por nuestras lágrimas. El reino de Han no es el más bello de los reinos, y no soy el Emperador. El único imperio sobre el cual vale la pena reinar es aquél en el que tú penetras, viejo Wang, por el camino de las Mil Cuevas y de los Diez Mil colores. Sólo tú reinas en paz sobre las montañas cubiertas de una nieve que no puede derretirse, y sobre campos de narcisos que no pueden morir.

Y es por ello, Wang-Fo, que busqué cuál suplicio te sería reservado a ti, cuyos sortilegios me hastiaron de lo que poseo, y me dieron el deseo de lo que no poseeré. Y para encerrarte en el único calabozo del que no puedas salir, he decidido que se te quemen los ojos, puesto que tus ojos, Wang-Fo, son las dos puertas mágicas que te abren tu reino.

Y como tus manos son los dos caminos de diez ramificaciones que te llevan al corazón de tu imperio, he decidido que te sean cortadas las manos. ¿Me has comprendido, viejo Wang-Fo?

Al escuchar esta sentencia, el discípulo Ling arrancó de su cinturón un cuchillo mellado y se precipitó sobre el Emperador. Dos guardias lo apresaron. El Hijo del Cielo sonrió, y agregó en un suspiro:

—Y te odio también, viejo Wang-Fo, porque has sabido hacerte amar. Maten a ese perro.

Ling pegó un salto hacia adelante para evitar que su sangre manchara el traje de su maestro. Uno de los soldados levantó el sable, y la cabeza de Ling quedó separada de la nuca, igual a una flor cortada. Los servidores se llevaron los restos, y Wang-Fo, desesperado, admiró la hermosa mancha escarlata que la sangre de su discípulo hacía sobre el pavimento de piedra verde.

El Emperador hizo una señal, y los eunucos enjugaron los ojos de Wang-Fo.

—Escucha, viejo Wang-Fo —dijo el Emperador—, y seca tus lágrimas pues no es el momento de llorar. Tus ojos deben permanecer limpios, para que la poca luz que les queda no sea enturbiada por tu llanto, puesto que no deseo tu muerte sólo por rencor; y no es sólo por crueldad que quiero verte sufrir. Tengo otros proyectos, viejo Wang-Fo. Poseo en mi colección de tus obras una pintura admirable en donde las montañas, el estero de los ríos y el mar se reflejan, infinitamente reducidos, sin duda, pero con una evidencia que sobrepasa la de los objetos mismos, como las figuras que se reflejan sobre las paredes de una esfera, Pero esta pintura no está terminada, Wang-Fo, y tu obra maestra no es más que un boceto. Sin duda, en el momento en que pintabas, sentado en un valle solitario, reparaste en un pájaro que pasaba, o en un niño que perseguía a aquel pájaro. Y el pico del pájaro o las mejillas del niño te hicieron olvidar los párpados azules de las olas. No terminaste la orla del manto del mar, ni la cabellera de algas de las rocas. Wang-Fo, quiero que consagres las horas de luz que te quedan a terminar esta pintura, que contendrá así los últimos secretos acumulados en el curso de tu larga vida. Seguramente tus manos, tan próximas a caer, no temblarán sobre la tela de seda, y el infinito penetrará en tu obra por los plumeados de la desgracia. Y no hay duda de que tus ojos, tan cerca de ser aniquilados, descubrirán relaciones en el límite de los sentidos humanos. Ese es mi propósito, viejo Wang-Fo, y puedo forzarte a realizarlo. Si te rehúsas, antes de cegarte, haré quemar todas tus obras, y serás entonces igual a un padre cuyos hijos han sido asesinados, y destruidas las esperanzas de posteridad. Pero cree más bien, si quieres, que este último mandamiento no se debe más que a mi bondad, pues sé que la tela es la única amante que has acariciado en tu vida, y ofrecerte pinceles, colores y tinta para ocupar tus últimas horas es como dar de limosna una cortesana a un joven que va a ser ejecutado.

Tras una señal del meñique del Emperador, dos eunucos trajeron respetuosamente la pintura inacabada en donde Wang-Fo había trazado la imagen del mar y del cielo. Wang-Fo secó sus lágrimas y sonrió, pues ese pequeño bosquejo le recordaba su juventud. Todo atestiguaba una frescura del alma a la cual Wang-Fo no podía aspirar más; sin embargo, algo le faltaba, pues en la época en que Wang la había pintado no había aún contemplado suficientes montañas, ni suficientes rocas bañando en el mar sus costados desnudos, y no se había impregnado lo bastante de la tristeza del crepúsculo. Wang-Fo escogió uno de los pinceles que le presentaba un esclavo, y se puso a extender sobre el mar inacabado largas corrientes azules. Un eunuco agachado a sus pies molía los colores; desempeñaba bastante mal aquella tarea, y más que nunca Wang-Fo añoró a su discípulo Ling.

Wang comenzó por teñir de rosa la punta del ala de una nube posada sobre una montaña. Luego, agregó sobre la superficie del mar pequeñas arrugas que volvían más profundo el sentimiento de su serenidad. El empedrado de jade se tornaba singularmente húmedo, Pero Wang-Fo, absorto en su pintura, no se daba cuenta que trabajaba con los pies en el agua.

La frágil barca que había crecido bajo las pinceladas del pintor, ocupaba ahora todo el primer plano del rollo de seda. El ruido cadencioso de los remos se levantó de pronto en la distancia, rápido y vivo como un aleteo. El ruido se acercó, llenó lentamente toda la sala, luego se detuvo y, suspendidas de los remos del barquero, unas gotas temblaban, inmóviles. Hacía tiempo ya que el hierro candente destinado a los ojos de Wang se había apagado sobre el brasero del verdugo. Los cortesanos, inmovilizados por el protocolo, con el agua hasta los hombros, se paraban sobre la punta de los pies. El agua alcanzó finalmente el nivel del corazón imperial. El silencio era tan profundo que se hubiera podido escuchar el caer de unas lágrimas.

Sí, era Ling. Llevaba su viejo traje de todos los días, y su manga derecha aún tenía las huellas de un desgarrón que no había tenido tiempo de zurcir, en la mañana, antes de la llegada de los soldados. Pero lucía en torno al cuello una extraña bufanda roja.

Wang-Fo le dijo quedamente mientras seguía pintando:

—Te creía muerto.

—Vivo usted —contestó respetuosamente Ling—, ¿cómo hubiera podido morir? Y ayudó al maestro a subir a la embarcación. El techo de jade se reflejaba sobre el agua, de manera que Ling parecía navegar en el interior de una gruta. Las trenzas de los cortesanos sumergidos ondulaban en la superficie como serpientes, y la cabeza pálida del Emperador flotaba como un loto.

—Mira, discípulo mío —dijo melancólicamente Wang-Fo. Estos desgraciados van a perecer, si no es que ya han perecido. No sospechaba que hubiese bastante agua en el mar como para ahogar a un Emperador. ¿Qué hacer?

—No tema, maestro —murmuró el discípulo. Pronto se volverán a encontrar secos y ni siquiera recordarán que su manga haya estado mojada. Sólo el Emperador conservará en el corazón algo de la amargura marina. Esta gente no está hecha para perderse en el interior de una pintura.

Y agregó:

—El mar es bello, el viento suave, los pájaros marinos hacen su nido. Partamos, maestro mío, hacia el país que se encuentra más allá de las aguas.

—Partamos —dijo el viejo pintor.

Wang-Fo se apoderó del timón, y Ling se inclinó sobre los avíos. La cadencia de los remos llenó de nuevo toda la sala; era firme y regular como el latido de un corazón. El nivel del agua disminuía insensiblemente en torno a las grandes rocas verticales que volvían a ser columnas. Pronto, escasos charcos brillaron solos en las depresiones del empedrado de jade. Los ropajes de los cortesanos estaban secos, pero el Emperador conservaba algunos copos de espuma en las franjas de su abrigo.

El cuadro, terminado por Wang-Fo, estaba recargado contra una cortina. Una barca ocupaba todo el primer plano. Se alejaba poco a poco, dejando tras ella una delgada estela que se cerraba sobre el mar inmóvil. Ya no se distinguía el rostro de los dos hombres sentados en la embarcación. Pero aún se divisaba la bufanda roja de Ling, y la barba de Wang-Fo que flotaba al viento.

La pulsación de los remos se debilitó y cesó, obliterada por la distancia. El Emperador, inclinado hacia adelante, la mano sobre los ojos, miraba alejarse la barca de Wang que no era ya más que una mancha imperceptible en la palidez del crepúsculo. Un vaho de oro se elevó y se desplegó sobre el mar. Finalmente, la barca viró tras una roca que cerraba la entrada hacia el mar abierto; la sombra de un farallón cayó sobre ella; la estela se borró de la superficie desierta, y el pintor Wang-Fo y su discípulo Ling desaparecieron para siempre por aquel mar de jade azul que Wang-Fo acababa de inventar.


(Tomado de Cuentos orientales,
 Gallimard, Francia, 1963;
Traducción de Patricia Daumas y Silvia Molina)

 

 


 

 

La leche de la muerte

 

La larga fila beige y gris de turistas se extendía por la calle principal de Ragusa; las gorras tejidas, los ricos sacos bordados se mecían con el viento a la entrada de las tiendas, encendían los ojos de los viajeros en busca de regalos baratos o disfraces para los bailes de a bordo. Hacía tanto calor como sólo hace en el Infierno. Las montañas desnudas de Herzegovina mantenían a Ragusa bajo fuegos de espejos ardientes. Philip Mild se metió a una cervecería alemana donde unas moscas gordas zumbaban en una semioscuridad sofocante. Paradójicamente, la terraza del restorán daba al Adriático, que volvía a aparecer ahí en plena ciudad, en el lugar más inesperado, sin que este súbito pasaje azul sirviera para otra cosa que para añadir un color más al abigarramiento de la plaza del mercado. Un hedor subía de un montón de desperdicios de pescados que algunas gaviotas casi insoportablemente blancas hurgaban. Ningún viento de alta mar llegaba a soplar. El compañero de camarote de Philip, el ingeniero Jules Boutrin, bebía sentado a la mesa de un velador de zinc, a la sombra de un quitasol color fuego que de lejos parecía una enorme naranja flotando en el mar.

—Cuéntame otra historia, viejo amigo, dijo Philip desplomándose pesadamente en una silla. Necesito un whisky y un buen relato frente al mar... La historia más bella y menos verosímil posible, que me haga olvidar las mentiras patrióticas y contradictorias de algunos periódicos que acabo de comprar en el muelle. Los italianos insultan a los eslavos, los eslavos a los griegos, los alemanes a los rusos, los franceses a Alemania y casi tanto a Inglaterra. Supongo que todos tienen razón. Hablemos de otra cosa... ¿Qué hiciste ayer en Scutari, donde tanto te interesaba ir a ver con tus propios ojos no sé qué turbinas?

—Nada, dijo el ingeniero. Aparte de echar un vistazo a dudosos trabajos de embalse, dediqué la mayor parte de mi tiempo a buscar una torre. He escuchado a tantas viejas servias narrarme la historia de la Torre de Scutari, que necesitaba localizar sus deteriorados ladrillos e inspeccionar si no tienen, como se afirma, una marca blanca… Pero el tiempo, las guerras y los campesinos de los alrededores, preocupados por consolidar los muros de sus granjas, lo demolieron piedra por piedra, y su memoria sólo vive en los cuentos. A propósito, Philip ¿eres tan afortunado de tener lo que se llama una buena madre?

—Qué pregunta, dijo negligentemente el joven inglés. Mi madre es bella, delgada, maquillada, resistente como el vidrio de una vitrina. ¿Qué más te puedo decir? Cuando salimos juntos, me toman por su hermano mayor.

—Eso es. Eres como todos nosotros. Cuando pienso que algunos idiotas suponen que a nuestra época le falta poesía, como si no tuviera sus surrealistas, sus profetas, sus estrellas de cine y sus dictadores. Créeme, Philip, de lo que carecemos es de realidades. La seda es artificial, los alimentos detestablemente sintéticos se parecen a esas copias de alimentos con que atiborran a las momias, y ya no existen las mujeres esterilizadas contra la desdicha y la vejez. Sólo en las leyendas de los países semibárbaros aún se encuentran criaturas de abundante leche y lágrimas de las que uno estaría orgulloso de ser hijo… ¿Dónde he oído hablar de un poeta que no podía amar a ninguna mujer porque en otra vida había conocido a Antígona? Un tipo como yo… Algunas docenas de madres y enamoradas, me han vuelto exigente frente a esas muñecas irrompibles que se hacen pasar por ser la realidad.

“Isolda por amante, y por hermana la hermosa Aude… Sí, pero la que yo hubiera querido por madre es una muchacha de una leyenda albanesa, la mujer de un reyezuelo de por aquí…

“Eran tres hermanos, que trabajaban construyendo una torre desde donde pudieran acechar a los saqueadores turcos. Ellos mismos se habían aplicado al trabajo, ya porque la mano de obra fuera rara, o costosa, o porque como buenos campesinos no se fiaran más que de sus propios brazos, y sus mujeres se turnaban para llevarles de comer. Pero cada vez que lograban avanzar lo suficiente como para colocar un montón de hierbas sobre el tejado, el viento de la noche y las brujas de la montaña tiraban su torre como Dios hizo que se derrumbara Babel. Existen muchas razones por las cuales una torre no se mantiene en pie, se puede atribuirlo a la torpeza de los obreros, a la mala disposición del terreno, o a la falta de cemento entre las piedras. Pero los campesinos servios, albaneses o búlgaros no reconocen a este desastre más que una causa: saben que un edificio se derrumba si no se ha tenido el cuidado de encerrar en sus cimientos a un hombre o a una mujer cuyo esqueleto sostendrá hasta el día del Juicio Final esa pesada carga de piedras. En Arta, Grecia, se enseña un puente donde una muchacha fue emparedada: parte de su cabellera sobresale por una grieta y cuelga sobre el agua como una planta rubia. Los tres hermanos comenzaron a mirarse con desconfianza y se cuidaban de no proyectar su sombra sobre el muro inacabado, pues se puede, a falta de algo mejor, encerrar en una obra en construcción esa negra prolongación del hombre que es tal vez su alma, y aquél cuya sombra se vuelve así prisionera muere como un desdichado herido por una pena de amor.

“En la noche, cada uno de los tres hermanos se sentaba lo más lejos posible del fuego, por miedo a que alguien se acercara silenciosamente por atrás y lanzara un costal sobre su sombra y se la llevara medio estrangulada, como un pichón negro. Su entusiasmo en el trabajo se debilitaba y angustia y fatiga bañaban de sudor sus frentes morenas. Finalmente, un día, el hermano mayor reunió a su alrededor a los otros dos y les dijo:

“—Hermanos menores, hermanos de sangre, leche y bautizo, si no terminamos la torre los turcos se deslizarán de nuevo a las orillas de este lago, disimulados tras las cañas. Violarán a nuestras criadas; quemarán en nuestros campos la promesa de pan futuro, crucificarán a nuestros campesinos en los espantapájaros de nuestros vergeles, quienes se transformarán así en alimento para cuervos. Hermanos míos, necesitamos unos de otros, y el trébol no puede sacrificar una de sus tres hojas. Pero cada uno de nosotros tiene una mujer joven y vigorosa, cuyos hombros y hermosa nuca están acostumbrados a soportar cargas pesadas. No decidamos nada, mis hermanos: dejemos la elección al Azar, ese prestanombres que es Dios. Mañana, al alba, emparedaremos en los cimientos de la torre a aquélla de nuestras mujeres que nos venga a traer de comer. No les pido más que el silencio de una noche, oh, mis menores, y que no abracemos con demasiadas lágrimas y suspiros a aquella que, después de todo, tiene dos posibilidades sobre tres de respirar todavía cuando el sol se oculte.

“Para él era fácil hablar así, pues detestaba en secreto a su joven mujer y quería deshacerse de ella para tomar en su lugar a una bella muchacha griega de cabellos rojizos. El segundo hermano no hizo ninguna objeción, porque esperaba prevenir a su mujer desde su regreso, y el único que protestó fue el menor, porque acostumbraba cumplir sus promesas. Enternecido por la generosidad de sus hermanos mayores, que renunciaban a lo que más querían en el mundo, terminó por dejarse convencer y prometió callarse toda la noche.

“Regresaron a las tiendas a esa hora del crepúsculo en que el fantasma de la luz muerta merodea todavía los campos. El segundo hermano llegó a su tienda de muy mal humor y ordenó rudamente a su mujer que lo ayudara a quitarse las botas. Cuando estuvo arrodillada frente a él, le aventó sus zapatos en plena cara y gritó:

“Hace ocho días que traigo la misma camisa, y llegará el domingo sin que pueda ponerme ropa limpia. Maldita holgazana, mañana, al despuntar el día, irás al lago con tu canasta de ropa y te quedarás ahí hasta la noche entre tu cepillo y tu bandeja. Si te alejas aunque sea el espesor de una semilla, morirás.

“Y la joven prometió temblando dedicarse a lavar todo el día siguiente.

“El mayor de los hermanos regresó a su casa muy decidido a no decir nada a su esposa cuyos besos lo ahogaban, y de quien ya no apreciaba la torpe belleza. Pero tenía una debilidad: hablaba dormido. La abundante matrona albanesa no durmió esa noche, preguntándose qué habría disgustado a su señor. De pronto escuchó a su marido mascullar jalando hacia sí el cobertor:

“—Querido corazón, pequeño corazón mío, pronto serás viudo… cómo estaremos tranquilos separados de la morena por los buenos ladrillos de la torre…

“Pero el menor regresó a su tienda pálido y resignado como un hombre que ha encontrado en el camino a la misma Muerte, guadaña al hombro, yendo a segar. Abrazó a su hijo en su cuna de mimbre, tomó tiernamente a su joven mujer entre sus brazos y ella lo escuchó sollozar toda la noche contra su corazón. La discreta mujer no le preguntó la causa de esa gran tristeza, pues no quería obligarlo a hacerle confidencias, y no necesitaba saber cuáles eran sus penas para intentar consolarlas.

“Al día siguiente, los tres hermanos tomaron sus picos y sus martillos y partieron con dirección a la torre. La mujer del segundo hermano preparó su canasta y fue a arrodillarse frente a la mujer del hermano mayor:

“—Hermana, dijo, querida hermana, hoy me toca llevarles de comer a los hombres; pero mi marido me ha ordenado bajo pena de muerte lavar sus camisas, y mi canasto está repleto.

“Hermana, querida hermana, dijo la mujer del hermano mayor, de todo corazón iría a llevarles de comer a nuestros hombres, pero un demonio se deslizó esta noche en uno de mis dientes... Ay, ay, ay, no soy buena más que para gritar de dolor...

“Y palmeó las manos sin ceremonia para llamar a la mujer delmenor:

“—Mujer de nuestro hermano menor, dijo, querida mujer del más chico, ve allá en nuestro lugar a llevarles de comer a nuestros hombres, pues el camino es largo, nuestros pies están cansados, y somos menos jóvenes y ligeras que tú. Ve, querida pequeña, y llenaremos tu cesto de buenas viandas para que nuestros hombres te reciban con una sonrisa, Mensajera que calmarás su hambre.

“Y llenaron el cesto de pescados del lago confitados con miel y uvas de Corinto, de arroz envuelto en hojas de parra, queso de cabra y pasteles de almendra salada. La joven mujer puso tiernamente su hijo en los brazos de sus dos cuñadas y se fue por todo el camino, sola con su fardo sobre la cabeza, y su destino alrededor del cuello como una medalla bendita, invisible para todos, sobre la cual el propio Dios hubiera inscrito a qué género de muerte estaba destinada y a qué lugar en su cielo.

“Cuando los tres hombres la vieron de lejos, pequeña silueta aún indistinta, corrieron hacia ella; los dos primeros inquietos por el buen éxito de su estratagema y el más joven rogándole a Dios. El mayor contuvo una blasfemia al descubrir que no era su morena, y el segundo hermano agradeció al Señor en voz alta por haber salvado a su lavandera. Pero el menor se arrodilló, rodeando con sus brazos las caderas de la joven mujer, y sollozando le pidió perdón. Enseguida, se arrastró a los pies de sus hermanos y les suplicó tener piedad. Por último, se levantó e hizo brillar al sol el acero de su puñal. Un martillazo en la nuca lo lanzó jadeante a la orilla del camino. La joven mujer, espantada, había dejado caer su cesto, y la comida regada alegró a los perros. Cuando comprendió de qué se trataba, tendió las manos hacia el cielo:

“—Hermanos a los que nunca he faltado, hermanos por la sortija del matrimonio y la bendición del sacerdote, no me hagan morir, mejor avísenle a mi padre que es jefe de clan en la montaña, y él les proporcionará mil sirvientas que podrán sacrificar. No me maten: amo tanto la vida. No coloquen entre mi amado y yo el espesor de la piedra.

“Pero bruscamente se calló, porque se dio cuenta de que su joven marido, tirado a la orilla del camino, no movía los párpados y de que su cabello negro estaba sucio de sesos y sangre. Entonces, sin gritos ni lágrimas se dejó conducir por los hermanos hasta el nicho en el muro circular de la torre: dado que iba a la muerte por su propio pie, podía ahorrarse el llanto. Pero en el momento en que colocaban el primer ladrillo sobre sus pies calzados con sandalias rojas, se acordó de su hijo que tenía la costumbre de mordisquear sus suelas como un perro cachorro juguetón. Cálidas lágrimas rodaron por sus mejillas y vinieron a mezclarse con el cemento que la cuchara igualaba sobre la piedra:

“¡Ay! mis pequeños pies, dijo ella, ya no me llevarán hasta la cima de la colina para enseñarle más pronto mi cuerpo a mi amado. Ya no conocerán la frescura del agua corriente: sólo los Ángeles los lavarán, en la mañana de la Resurrección.

“Ladrillos y piedras se elevaron hasta sus rodillas cubiertas por un faldón dorado. Completamente erguida en el fondo de su nicho, parecía una María parada detrás de su altar.

“—Adiós, queridas manos, que cuelgan a lo largo de mi cuerpo, manos que ya no harán la comida, que no tejerán la lana, manos que ya no abrazarán al amado. Adiós, cadera mía, y tú, mi vientre, que no conocerás ni el parto ni el amor. Hijos que hubiera podido traer al mundo, hermanos que no tuve tiempo de dar a mi hijo, ustedes me acompañarán en esta prisión que es mi tumba, y donde permaneceré de pie, insomne, hasta el día del Juicio Final.

“El muro de piedra llegaba ya al pecho. Entonces, un escalofrío recorrió el torso de la joven mujer, y sus ojos suplicantes tuvieron una mirada semejante al gesto de dos manos tendidas.

“—Cuñados, dijo ella, en consideración no mía sino de su hermano muerto, piensen en mi hijo y no lo dejen morir de hambre. No empareden mi pecho, hermanos míos, que mis dos senos permanezcan accesibles bajo mi blusa bordada, y que todos los días me traigan a mi hijo, al alba, a mediodía y al crepúsculo. Mientras me queden algunas gotas de vida, descenderán hasta mis pezones para alimentar al hijo que traje al mundo, y el día que ya no tenga leche, beberá mi alma. Accedan, malvados hermanos, y si así lo hacen mi marido y yo no les haremos ningún reproche el día en que nos volvamos a encontrar frente a Dios.

“Los hermanos intimidados consintieron en satisfacer ese último deseo y dejaron un espacio a la altura de los senos. Entonces, la joven mujer murmuró:

“—Hermanos queridos, coloquen sus ladrillos frente a mi boca, porque los besos de los muertos asustan a los vivos, pero dejen una hendidura frente a mis ojos, para que pueda ver si mi leche aprovecha a mi hijo.

“Hicieron como ella había dicho, y dejaron una hendidura horizontal a la altura de sus ojos. Al crepúsculo, a la hora en que su madre acostumbraba amamantarlo, se condujo al niño por el camino polvoriento, bordeado de arbustos bajos que las cabras pastaban, y la torturada saludó la llegada del bebé con gritos de alegría y bendiciones dirigidas a los dos hermanos. Torrentes de leche manaron de sus senos duros y tibios, y cuando el niño, hecho de la misma sustancia que su corazón, se hubo adormecido contra su pecho, cantó con una voz que amortiguaba la espesura del muro de ladrillos. Cuando su bebé se separó del pecho, ordenó que lo llevaran a dormir al campamento; pero toda la noche la tierna melopea se escuchó bajo las estrellas, y esta canción de cuna entonada a distancia bastaba para que no llorara. Al día siguiente ya no cantaba, y con voz débil preguntó cómo había pasado la noche Vania. Al otro día se calló, pero todavía respiraba, porque sus senos, habitados por su aliento, subían y bajaban imperceptiblemente en su encierro. Días más tarde, su respiración fue a hacerle compañía a su voz, pero sus senos inmóviles no habían perdido nada de su dulce abundancia de fuentes, y el niño adormecido en la cavidad de su pecho, aún escuchaba su corazón. Luego, ese corazón tan bien conciliado con la vida espació sus latidos. Sus ojos lánguidos se apagaron como el reflejo de las estrellas en una cisterna sin agua y a través de la hendidura sólo se veían dos pupilas vidriosas que ya no miraban el cielo. A su vez, esas pupilas se dejaron lugar a dos órbitas hundidas al fondo de las cuales se percibía la Muerte, mas el joven pecho permanecía intacto y, durante dos años, a la aurora, a mediodía y al crepúsculo, el brote milagroso continuó, hasta que el niño abandonaba por sí mismo el pecho.

“Solamente entonces los senos agotados se desmoronaron y sólo quedó en el reborde de los ladrillos una pizca de cenizas blancas. Durante algunos siglos, las madres conmovidas venían a pasar el dedo por los ladrillos quemados y las grietas marcadas por la leche maravillosa, luego, incluso la torre desapareció, y el peso de las bóvedas dejó de ser una carga para ese ligero esqueleto de mujer. Por último, los propios huesos frágiles se dispersaron, y ya no queda ahí más que un viejo francés asado por este calor infernal, que repite al primero que llega esta historia digna de inspirar a los poetas tantas lágrimas como la de Andrómaca.”

En ese momento, una gitana cubierta por una espantosa y dorada sarna, se acercó a la mesa donde estaban acodados los dos hombres. Llevaba en los brazos a un niño cuyos ojos enfermos estaban cubiertos por una venda de andrajos. Se inclinó con el insolente servilismo propio de las razas miserables o imperiales, y sus enaguas amarillentas barrieron la tierra. El ingeniero la corrió rudamente, sin preocuparse de su voz que subía del tono de la súplica al de la maldición. El inglés la volvió a llamar para darle un dinar.

“—¿Qué te pasa, viejo soñador? dijo impaciente. Sus senos y sus collares bien valen los de tu heroína albanesa. Y el hijo que la acompaña es ciego.

—Conozco a esa mujer, respondió Jules Boutrin. Un médico de Ragusa me relató su historia. Hace meses que aplica repugnantes cataplasmas a su hijo que le inflaman los ojos y apiadan a los transeúntes. Todavía ve, pero muy pronto será lo que ella desea que sea: un ciego. Entonces esta mujer tendrá el sustento asegurado, y para toda la vida, porque el cuidado de un enfermo es una profesión lucrativa. Hay de madres a madres.


(Tomado de Cuentos orientales, Gallimard,
Francia, 1963; traducción de Leticia Hülsz)

 

 


 

 

La sombra de Marko

 

El transatlántico flotaba suavemente sobre las aguas lisas como una medusa abandonada. Un avión hacía piruetas con el insoportable zumbido de un insecto irritado en el estrecho espacio de cielo encajonado entre las montañas. Apenas había transcurrido el primer tercio de una bella tarde de verano, y ya el sol había desaparecido detrás de las áridas estribaciones de los Alpes montenegrinos sembrados de raquíticos árboles. El mar, tan azul en la mañana en toda su extensión, adquiría tonos sombríos en el interior de ese largo fiordo sinuoso extrañamente situado en los atracaderos de los Balkanes. Las formas humildes y encogidas de las casas, la franqueza saludable del paisaje eran ya eslavas, pero la insensible violencia de los colores, la altivez desnuda del cielo aún hacían pensar en Oriente y en el Islam. La mayoría de los pasajeros había bajado a tierra y se identificaban ante los aduaneros vestidos de blanco y los admirables soldados provistos de una daga triangular, bellos como el Ángel de los ejércitos. El arqueólogo griego, el pachá egipcio y el ingeniero francés se habían quedado en la cubierta superior. El ingeniero había pedido una cerveza, el pachá bebía whisky y el arqueólogo tomaba una limonada. —Este país me excita, dijo el ingeniero. El muelle de Kotor y el de Ragusa son indudablemente las únicas desembo-caduras mediterráneas de ese gran país eslavo que se extiende desde los Balkanes hasta los Urales, que ignora los límites cambiantes del mapa de Europa y le da resueltamente la espalda al mar, que no penetra en él sino por los complicados estrechos del Caspio, de Finlandia, del Puente Euxino o de las costas dálmatas. Y en este vasto continente humano, la infinita variedad de las razas destruye la unidad misteriosa del conjunto tanto como la diversidad de las olas rompe la monotonía majestuosa del mar. Pero lo que me interesa en este momento no es ni la geografía ni la historia, es Kotor. Las Bocas del Cattaro, como dicen ellos... Kotor, tal y como la vemos desde la cubierta de este transatlántico italiano, Kotor la huraña, la bien escondida, con su camino en zig zag que sube a Cettigné y la Kotor un poco más temible de las leyendas y los cantares de gesta eslavos. Kotor la infiel, que antaño vivió bajo el yugo de los musulmanes de Albania a quienes como usted comprenderá, pachá, la poesía épica de los servios no siempre hace justicia. Y usted, Loukiadis, que conoce el pasado como un granjero los más mínimos recodos de su granja, no me diga que no ha oído hablar de Marko Kraliévitch.

—Soy arqueólogo, respondió el griego asentando su vaso de limonada. Mi saber se limita a la piedra esculpida, y vuestros héroes servios más bien tallaban en carne viva. Sin embargo, también a mí me ha interesado ese Marko y he reconocido su huella en un país muy alejado de la cuna de su leyenda, en suelo netamente griego, a pesar de que la piedad servia haya erigido monasterios bastante hermosos…

—En el monte Atos, interrumpió el ingeniero. Los gigantescos restos de Marko Kraliévitch descansan en alguna parte de esta montaña en donde nada cambia desde la Edad Media, excepto quizá la cualidad de las almas, y en donde seis mil monjes adornados con moños y barbas flotantes ruegan aún hoy por la salud de sus piadosos protectores, los príncipes de Trebisonda, cuya raza seguramente se extinguió hace siglos. ¡Cómo tranquiliza pensar que el olvido es menos rápido, menos total de lo que uno supone y que aún existe un lugar en el mundo donde una dinastía del tiempo de las Cruzadas sobrevive en las oraciones de algunos viejos sacerdotes! Si no me equivoco, Marko murió en una batalla contra los otomanos, en Bosnia o en país croata, pero su último deseo fue ser inhumado en ese Sinaí del mundo ortodoxo, y una barca logró transportar ahí su cadáver, pese a los arrecifes del mar oriental y a las emboscadas de las galeras turcas. Una bella historia, y que me hace pensar, no sé por qué, en la última travesía de Arturo...

“Existen héroes en Occidente, pero parecen sujetos por su armadura de principios como los caballeros de la Edad Media por su caparazón de hierro: en ese salvaje servio tenemos al héroe desnudo. Los turcos sobre los que se precipitaba Marko debían tener la impresión de que un roble de la montaña se derrumbaba sobre ellos. Ya les dije que en aquel tiempo el Montenegro pertenecía al Islam: las bandas servias eran poco numerosas como para disputar abiertamente a los Circuncisos la posesión de la Tzernagora, esta Montaña Negra de donde el país toma su nombre. Marko Kraliévitch entablaba relaciones secretas en un país infiel con cristianos falsamente conversos, funcionarios descontentos, pachás en peligro de desgracia y de muerte; le resultaba cada vez más necesario ponerse directamente en contacto con sus cómplices. Pero su elevada estatura le impedía infiltrarse en terreno enemigo, disfrazado de mendigo, de músico ciego o de mujer; a pesar de que este último travestimiento hubiera sido posible por su belleza, lo hubieran reconocido por la descomunal longitud de su sombra. Tampoco se podía pensar en amarrar una canoa en un rincón desierto de la ribera: innumerables centinelas, apostados en los peñascos, oponían su presencia múltiple e infatigable a un Marko solo y ausente. Pero donde una barca es visible un buen nadador se disimula, y sólo los peces conocen su pista entre dos aguas. Marko encantaba a las olas; nadaba tan bien como Ulises, su antiguo vecino de Itaca. También encantaba a las mujeres: los canales complicados del mar frecuentemente lo conducían a Kotor, al pie de una casa de madera toda carcomida que jadeaba con el golpe de las olas; la viuda del pachá de Scutari pasaba ahí sus noches soñando con Marko y las mañanas esperándolo. Friccionaba con aceite su cuerpo helado por los besos blancos del mar, lo calentaba en su cama a espaldas de sus sirvientes; le facilitaba las entrevistas nocturnas con sus agentes y sus cómplices. Al despuntar el día, bajaba a la cocina aún desierta a prepararle sus platillos favoritos. Él se resignaba a sus senos pesados, a sus piernas espesas, a sus cejas que se juntaban justo en medio de su frente, a su amor ávido y suspicaz de mujer madura; contenía su rabia viéndola escupir cuando él se arrodillaba para persignarse. Una noche, la víspera del día en que Marko se proponía volver a Ragusa a nado, la viuda bajó como de costumbre a hacerle su comida. Las lágrimas le impidieron cocinar con tanto esmero como de costumbre; por desgracia subió un plato de cabrito demasiado cocido. Marko había bebido; su paciencia se había quedado en el fondo del cántaro: tomó los cabellos de ella entre sus manos pegajosas de salsa y vociferó:

—Perra del demonio, ¿acaso pretendes hacerme comer vieja cabra centenaria?

—Era un bello animal, respondió la viuda. Y la más joven del rebaño.

—Estaba corriosa como tu carne de bruja, y tenía el mismo maldito olor, dijo el joven cristiano ebrio. ¡Ojalá te cuezas como ella en el Infierno!

“Y de un puntapié arrojó el plato de guisado por la ventana abierta de par en par que daba al mar.

“La viuda lavó silenciosamente el piso manchado de grasa y su propio rostro abotagado de lágrimas. No se mostró ni menos tierna ni menos cálida que la víspera, y al alba, cuando el viento del norte comenzó a soplar la rebelión entre las olas del golfo, aconsejó dulcemente a Marko que aplazara su partida. Él accedió: en las horas más calurosas del día se volvió a acostar para la siesta. Al despertar, cuando se estiraba perezosamente frente a las ventanas, protegido de la mirada de los transeúntes por complicadas persianas, vio brillar algunas cimitarras: una tropa de soldados turcos rodeaba la casa, bloqueando todas las salidas. Marko corrió hacia el balcón suspendido muy arriba sobre el mar: las olas saltarinas rompían en los peñascos con el ruido del rayo en el cielo. Marko se arrancó la camisa y sumió primero la cabeza en esa tempestad en la que ninguna barca se hubiera aventurado. Las montañas se balancearon bajo él, él se balanceó bajo las montañas. La conducta de la viuda provocó que los soldados catearan la casa sin encontrar ni rastro del joven gigante desaparecido; finalmente, la camisa desgarrada y la cerca arrollada del balcón los pusieron sobre la verdadera pista; se abalanzaron a la playa gritando de terror y despecho. A pesar suyo, retrocedían, cada vez que una ola más feroz reventaba a sus pies; y los arrebatos del viento les parecían la risa de Marko, y la insolente espuma un escupitajo en sus rostros. Durante dos horas, Marko nadó sin lograr avanzar ni una brazada; sus enemigos le apuntaban a la cabeza pero el viento desviaba sus flechas; él desaparecía, luego reaparecía en la misma roca verde. Por último, la viuda ató sólidamente su chal a la amplia cintura dócil de un albanés; un hábil pescador de atún que logró aprisionar a Marko en ese lazo de seda, y el nadador estrangulado a medias tuvo que dejarse remolcar a la playa. En el transcurso de sus partidas de caza por las montañas de su país, Marko había visto muchas veces animales hacerse los muertos para impedir que acabaran con ellos; su instinto lo condujo a imitar esta artimaña: el joven de tez pálida que los turcos obligaron a volver a la playa estaba rígido y frío como un cadáver de tres días; sus cabellos sucios de espuma se pegaban a sus sienes hundidas; sus ojos fijos ya no reflejaban la inmensidad del cielo y de la noche; sus labios salados por el mar se paralizaron en sus mandíbulas contraídas; sus brazos abandonados colgaban y el espesor de su pecho impedía escuchar su corazón. Las personas más importantes de la aldea se inclinaron sobre Marko, a quien las largas barbas de éstos hacían cosquillas en el rostro, luego, levantando todos la cabeza, exclamaron con una sola y misma voz:

“—¡Alá! está muerto como un topo podrido, como un perro aplastado. Echémoslo de nuevo al mar que lava las inmundicias para que su cuerpo no deshonre nuestro suelo.

“Pero la malvada viuda se puso a llorar, luego a reír:

“—Hace falta más de una tempestad para ahogar a Marko, dijo ella, y más de un nudo para estrangularlo. Tal cual lo ven, no está muerto. Si lo tiran al mar, encantará a las olas como me ha encantado a mí, pobre mujer, y ellas lo llevarán a su país. Tomen clavos y martillo; crucifiquen a ese perro como fue crucificado su dios que no vendrá aquí en su ayuda, y ya verán si esas rodillas no se retuercen de dolor y si su maldita boca no vomita gritos.

“Los verdugos tomaron clavos y martillo de la mesa de un carenero de barcas y traspasaron las manos del joven servio y atravesaron sus pies de lado a lado. Pero el cuerpo del torturado permaneció inerte: ningún estremecimiento sacudía ese rostro aparentemente insensible, e incluso la sangre no rezumaba de su carne abierta sino por gotas lentas y raras, porque Marko dominaba sus arterias como dominaba su corazón. Entonces, el hombre más viejo arrojó el martillo y exclamó lastimoso:

“—¡Que Alá nos perdone por haber intentado crucificar a un muerto! Atemos una piedra grande al cuello del cadáver para que el abismo sepulte nuestro error, y que no nos lo devuelva el mar.

“—Hacen falta más de mil clavos y cien martillos para crucificar a Marko Kraliévitch, dijo la malvada viuda. Tomen carbones ardiendo y pónganselos en el pecho, y ya verán si no se retuerce de dolor como un gran gusano desnudo.

“Los verdugos tomaron brazas del fogón de un calafate, y trazaron un amplio círculo en el pecho del nadador helado por el mar. Los carbones ardieron, luego se extinguieron y se pusieron negros como rosas rojas que mueren. El fuego recortó en el pecho de Marko un gran anillo carbonoso, semejante a esos redondos trazados en la hierba por las danzas de hechiceros, pero el muchacho no gemía y ni una sola pestaña le tembló.

“—Alá, dijeron los verdugos, hemos pecado, porque sólo Dios tiene derecho a torturar a los muertos. Sus sobrinos y los hijos de sus tíos vendrán a vengar este ultraje: sepultémoslo en un saco con algunas piedras grandes para que ni siquiera el mar sepa qué cadáver le damos a comer.

“Desgraciados, dijo la viuda, destrozará todas las telas y arrojará todas las piedras. Mejor hagan venir a las muchachas de la aldea, y ordénenles bailar formando un círculo sobre la arena, y ya veremos si el amor no sigue torturándolo.

“Llamaron a las muchachas, que se pusieron apresuradamente sus vestidos de gala: vinieron con panderetas y flautas: se dieron la mano para bailar formando un círculo alrededor del cadáver, y la más hermosa de todas dirigía la danza con un pañuelo rojo en la mano. Sobresalía entre sus compañeras por la altivez de su cabeza morena y de su cuello blanco; era como el corzo que brinca, como el halcón que vuela. Marko, inmóvil, se dejaba rozar por esos pies desnudos, pero su corazón agitado latía de una forma cada vez más violenta y desordenada, tan fuerte que temía que todos los espectadores terminaran por escucharlo; y, a pesar suyo, una sonrisa de felicidad casi dolorosa se dibujó en sus labios, que se movían como para besar. Gracias al lento oscurecimiento del crepúsculo, los verdugos y la viuda aún no advertían esa señal de vida, pero los ojos claros de Haishé permanecían siempre fijos en el rostro del joven porque le parecía hermoso. De pronto, dejó caer su pañuelo rojo para disimular esa sonrisa y dijo con un tono altanero:

“—No me agrada bailar ante el rostro descubierto de un cristiano muerto, y por eso le tapé la boca cuya simple vista me horrorizaba.

“Pero prosiguió sus danzas, para que la atención de los verdugos se distrajera y llegara la hora de la oración, en la que se verían forzados a apartarse de la orilla. Por fin, desde lo alto de un alminar una voz gritó que era hora de adorar a Dios. Los hombres se dirigieron a la pequeña mezquita áspera y temible; las muchachas cansadas se desgranaron hacia el pueblo arrastrando sus babuchas. Haishé se fue girando a menudo la cabeza; solamente la viuda desconfiada se quedó para vigilar el falso cadáver. De pronto, Marko se incorporó; quitó con la mano derecha el clavo de su mano izquierda, tomó a la viuda por su cabellera rojiza y le clavó la garganta; luego, quitando con su mano izquierda el clavo de su mano derecha, le clavó la frente. Enseguida arrancó las dos espinas de piedra que le traspasaban los pies y las utilizó para sacarle los ojos. Cuando los verdugos regresaron, en lugar del cuerpo desnudo de un héroe encontraron en la orilla el cadáver convulso de una vieja. La tempestad se había calmado; pero las barcas tercas se dieron vanamente a la caza del nadador desaparecido en el vientre de las olas. Ni qué decir que Marko reconquistó el país y se raptó a la bella joven que había despertado su sonrisa, pero lo que me impresiona no es su gloria o su felicidad, es ese eufemismo exquisito, esa sonrisa en los labios de un torturado para quien el deseo es el más dulce suplicio. Observen: la noche cae; casi podríamos imaginar en la playa de Kotor al pequeño grupo de verdugos trabajando a la luz de los carbones ardiendo, la muchacha que baila y el joven que no resiste la belleza.”

—Es una historia singular, dijo el arqueólogo. Pero seguramente la versión que nos ofrece es reciente. Debe existir otra, más primitiva. Me informaré.

—Haría mal, dijo el ingeniero. Se la he ofrecido tal y como me la contaron los campesinos del pueblo en donde pasé mi último invierno, dedicado a perforar un túnel para el Expreso de Oriente. No quisiera hablar mal de sus héroes griegos, Loukiadis: se encerraban en su carpa en un arrebato de desesperación, daban alaridos de dolor sobre sus amigos muertos; jalaban por los píes el cadáver de sus enemigos por las ciudades conquistadas, pero créame, a la Ilíada le faltó una sonrisa de Aquiles.


(Tomado de Cuentos orientales,
 Gallimard, Francia, 1963; traducción de Leticia Hülsz)

 

 


 

La tristeza de Cornelius Berg

 

Desde que había regresado a Amsterdam, Cornelius Berg vivía en una posada. A menudo cambiaba de alojamiento, se mudaba cuando tenía que pagar el alquiler aunque a veces pintaba pequeños retratos, cuadros de costumbres por encargo y fragmentos de desnudos, por aquí y por allá, para algún aficionado; y buscaba, a lo largo de las calles, la oportunidad de pintar un cartel. Por desgracia, su mano temblaba y tenía que cambiar con frecuencia los cristales de sus anteojos por otros más gruesos; y el vino, al que se había aficionado en Italia, acababa de arrebatarle, junto con el tabaco, la poca seguridad que todavía conservaba su pincelada y de la cual seguía presumiendo. Despechado, se negaba entonces a entregar su obra, echaba a perder todo con demasiados retoques o raspados, hasta que terminaba por abandonar su trabajo.

Pasaba largas horas en el fondo de las tabernas llenas de humo como la conciencia de un borracho, en donde algunos de los antiguos alumnos de Rembrandt, que antaño habían sido condiscípulos suyos, le pagaban la bebida con la esperanza de que les relatara sus viajes. Pero los países polvorientos de sol por donde Cornelius había paseado sus pinceles y sus bolsas de colores se revelaban con menos precisión en su memoria de lo que lo habían hecho en sus proyectos del porvenir; y además, ya no tenía facilidad, como en su juventud, de ingeniar aquellas bromas picantes que hacían reír por lo bajo a las sirvientas. Los que se acordaban del vivaz Cornelius de otros tiempos se extrañaban de hallarlo tan taciturno; sólo la embriaguez le soltaba la lengua, pero entonces emitía discursos incomprensibles. Se sentaba con la cara vuelta hacia la pared, el sombrero echado sobre los ojos, para no ver a la gente que, según decía, le repugnaba. Cornelius, el viejo pintor de retratos que vivió mucho tiempo en una buhardilla de Roma, había escrutado detenidamente a lo largo de su vida la expresión de los rostros humanos; y ahora se apartaba de ellos con una terrible indiferencia. Incluso llegaba a decir que ya no le gustaba pintar a los animales porque se parecían demasiado a los hombres.

Parecía que le llegara el genio conforme iba perdiendo el poco talento que poseía. Se instalaba frente a su caballete, en su desordenado desván, colocaba a su lado una hermosa fruta exótica que costaba muy caro, y a la que era necesario reproducir en el lienzo a toda prisa, antes de que su piel brillante perdiera la frescura; o bien, colocaba un simple caldero o mondaduras. Una luz amarillenta inundaba la habitación; la lluvia lavaba humildemente los cristales; la humedad estaba en todas partes. El elemento húmedo hinchaba, bajo la forma de savia, la esfera granulosa de la naranja, levantaba el artesonado que crujía un poco, y opacaba el cobre del caldero. Pero muy pronto, Cornelius dejaba reposar sus pinceles: sus dedos torpes, tan dispuestos antaño a pintar encargos de Venus recostadas o de Jesuses de barba rubia bendiciendo a niños desnudos y a mujeres envueltas en mantos, renunciaban a reproducir en la tela aquella doble corriente luminosa y húmeda que impregnaba las cosas y empañaba el cielo. Sus manos deformadas adquirían, al tocar los objetos que ya no pintaba, todas las solicitudes de la ternura. Por la calle triste de Amsterdam, soñaba con campos temblorosos de rocío, más bellos que las orillas crepusculares del Anio, aunque desiertos, demasiado sagrados para el hombre. Aquel anciano, como hinchado por la miseria, parecía sufrir de hidropesía en el corazón. Cornelius Berg, que pintaba con ligereza cuadros lamentables, igualaba a Rembrandt con sus sueños.

No tenía relaciones con la familia que aún le quedaba. Algunos de sus parientes ni siquiera lo habían reconocido; otros, fingían ignorarlo. El único que lo saludaba todavía era el Síndico de Haarlem.

Trabajó durante toda la primavera en aquella ciudad clara y limpia, donde lo empleaban para pintar los falsos recubrimientos de madera en las paredes de la iglesia. Por la noche, terminada su tarea, no rehusaba entrar en la casa de aquel hombre viejo dulcemente embrutecido por las rutinas de una existencia sin azares, que no sabía nada de arte, y que vivía solo, entregado por completo a los solícitos cuidados de una sirvienta. Empujaba la frágil barrera de madera pintada: en el jardincito, cerca del canal, el enamorado de los tulipanes lo esperaba entre las flores. Cornelius no se apasionaba por aquellos bulbos inestimables, pero era hábil para distinguir hasta el mínimo detalle de sus formas o de los matices de sus colores; y sabía que el viejo Síndico lo invitaba a su casa sólo para saber su opinión sobre las variedades que iba logrando. Nadie habría podido designar con palabras la infinita diversidad de blancos, azules, rosas y malvas. Esbeltos, rígidos, los cálices patricios brotaban de la tierra rica y negra: un olor a tierra húmeda flotaba solamente sobre aquellas floraciones sin perfume. El viejo Síndico ponía una vasija sobre sus rodillas y, sosteniendo el tallo entre dos dedos como por la cintura, hacía, sin decir nada, admirar aquella delicada maravilla. Intercambiaban pocas palabras. Cornelius Berg daba su opinión con un movimiento de la cabeza.

Aquel día, el Síndico estaba feliz de haber logrado una nueva variedad más rara que las otras: la flor, blanca y violácea, casi poseía las estriaciones de un lirio. La observaba con detenimiento, le daba vueltas por todas partes, y poniéndola a sus pies dijo:

—Dios es un gran pintor.

Cornelius Berg no respondió. El apacible anciano prosiguió:

—Dios es el pintor del universo.

Cornelius Berg miraba alternativamente la flor y el canal. Aquel empañado espejo plomizo reflejaba únicamente arriates, muros de ladrillo y la ropa tendida por las lavanderas; pero el viejo vagabundo, cansado, contemplaba imprecisamente en él toda su vida. Recordaba determinados rasgos de algunas fisonomías vislumbradas en sus largos viajes: el Oriente sórdido, el Sur desalineado, las expresiones de avaricia, de estupidez o de ferocidad vistas bajo tantos cielos hermosos; los refugios miserables, las enfermedades vergonzosas, las riñas a navajazos a la puerta de las tabernas, el rostro seco de los prestamistas, y el extraordinario cuerpo de su modelo Frédérique Gerritsdochter, tendido sobre la mesa de anatomía de la Escuela de Medicina de Friburgo. Luego, otro recuerdo le vino a la mente: En Constantinopla, donde había pintado algunos retratos de Sultanes para el embajador de las Provincias Unidas, tuvo la oportunidad de admirar otro jardín de tulipanes, orgullo y deleite de un bajá, que contaba con el pintor para inmortalizar, en su breve perfección, su harem floral. En el interior de un patio de mármol, palpitaban los tulipanes, se habría podido decir que susurraban, con sus colores brillantes o suaves. Cantaba un pájaro posado en la pileta de una fuente. Las copas de los cipreces agujereaban el cielo pálidamente azul. Pero el esclavo que por orden de su dueño enseñaba al extranjero aquellas maravillas era tuerto y sobre su ojo perdido recientemente se acumulaban las moscas. Entonces, Cornelius Berg, quitándose los anteojos exclamó:

—Es verdad, Dios es el pintor del universo.

Y luego, añadió en voz baja con amargura:

—Pero qué pena, señor Síndico, que Dios no se haya limitado a pintar paisajes.


(Tomado de Cuentos orientales, Gallimard,
 Francia, 1963; traducción de
Patricia Daumas y Silvia Molina)