Material de Lectura

 width= Leonardo Sciascia


Selección y
traducción de
Guillermo Fernández

Nota de
Federico Campbell



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Sciascia: la intrusión del drama
pirandelliano en la novela policiaca


Leonardo Sciascia es, en la medida en que lo era Voltaire, un escritor “seco”: pertenece a esa especie de narradores y ensayistas que se proponen decir lo más con lo menos: provocar el mayor número de significados y matices con el menor número de palabras. Su estilo conciso, su propensión a la frase incisiva, plástica, a los textos y los libros breves, lo sitúan en esa trayectoria afín a las maneras de Diderot y Jorge Luis Borges. Las lecturas que recuerda de su adolescencia en Racalmuto, el pueblo de la provincia de Agrigento (en Sicilia) donde nació en 1921, incluyen Los miserables, de Víctor Hugo, La paradoja del actor cómico, de Diderot, La vida de Henri Brulard, de Stendhal, y, sobre todo, Los novios, de Alessandro Manzoni.

El tema de la justicia —que le ha acarreado el calificativo de “moralista”—, la utilización de documentos históricos como ingredientes de la novela ensayo de ambiente judicial, lo hermana con Manzoni más que con cualquier otro autor italiano. “Lo que hizo Manzoni en el siglo XIX lo está haciendo Sciascia en el XX”, ha dicho el crítico Antonio Motta. Y no es inexacto: “Si se me preguntara a cuál corriente de escritores pertenezco, y debiera limitarme a un solo nombre, diría que sin duda a la de Manzini”, respondió Sciascia a Marcelle Padovani en esa larga entrevista que es La Sicilia como metáfora.

Si en alguna otra parte (en su diario público Negro sobre negro) el autor de El contexto y Todo modo ha escrito que la literatura es una suerte de sistema solar, es evidente que en su universo refulgen —como astros de luz propia, de mayor o menor magnitud— los nombres de Pirandello, Gogol, Anatole France, Brancati, Federico De Roberto, Stendhal, Voltaire y los enciclopedistas franceses, Borges, Cervantes, Calderón de la Barca, Lorca, Cernuda, Pedro Salinas, Alberto Savinio… y José Ortega y Gasset.

Sicilia es para Leonardo Sciascia lo que el condado de Yoknapatawpha para William Faulkner. Pero su mundo no precisa de un condado literario ni de un Macondo metafórico: la propia Sicilia es la metáfora del mundo, puesto que “Sicilia ofrece una síntesis, una representación de tantos problemas, de tantas contradicciones, no sólo italianas sino también europeas, que muy bien puede constituir la metáfora del mundo moderno.”

La sicilianidad, pues, es uno de sus temas fundamentales, esa condición de lo siciliano que le ha permitido hablar de “sicilitudine” como quien amplía el vocablo italiano “solitudine” (soledad), esa idea de la propia soledad o insularidad que también se procrea en el fondo de todo corazón humano, el aislamiento de esa isla que es Sicilia y asimismo la isla interior que en lo más íntimo llevan hombres y mujeres por separado.

“Entre nosotros ha habido siempre una idea muy arraigada: la creencia de que para ser completamente uno mismo hay que estar solo, que la soledad es el ámbito en el que uno se reencuentra, que los otros nos apartan, nos seccionan, nos multiplican —¡oh Pirandello!—, que con los otros no se consigue ser criatura, sino sólo un personaje”, dijo Sciascia en su conversación con Padovani.

¿Otros temas? Varios: la hispanidad, la herencia española y árabe, la Inquisición, la mafia, el conflicto entre individuo y poder, la percepción de que todo poder, siempre, es inmoral.

Sobre su novela El contexto (trasladada al cine por Francesco Rosi con el título de Cadáveres ilustres) anota al final que “pretende ser una fábula sobre el poder en el mundo, un poder que progresivamente va degenerando en la inexplicable forma de una concatenación que aproximativamente podríamos llamar mafiosa”.

Van y vuelven sus obsesiones temáticas: la memoria (tan trabajada por Marcel Proust, Luigi Pirandello, Harold Pinter, Jorge Luis Borges) en La sentencia memorable y El teatro de la memoria; las complicidades entre el poder legal y el extralegal en El día de la lechuza, Todo modo y Los navajeros; la disyuntiva o el rechazo moral de la ciencia en La desaparición de Majorana; la guerra civil española en Los tíos de Sicilia; la reconstrucción histórica en El archivo de Egipto, En tierra de infieles. Autos relativos a la muerte de Raymond Roussel, Las parroquias de Regalpetra, y Muerte del inquisidor.

Al adoptar —y adaptar— la forma o el esquema clásico de la novela policiaca, al transferirlo a una cultura literaria en cierta manera católica, en muchos sentidos latina, Sciascia no reproduce al investigador de la novela negra norteamericana ni al de la detectivesca inglesa o francesa (excepto tal vez en el caso del inspector Rogas en El contexto) sino más bien intenta la verosimilitud de su protagonista al hacerlo pintor en Todo modo o un profesor solitario y solterón en A cada quien lo suyo que actúa llevado por una curiosidad intelectual, o mejor: literaria.

Los cuentos que aquí se recogen, inmejorablemente traducidos por Guillermo Fernández, pertenecen a El mar color de vino, frase que alude al verso de Homero en La Odisea cuando Ulises se aproxima a las islas de Escila y Caribdis, en el estrecho de Messina, y que no es sino una descripción realista —nada simbólica— de la coloración violeta que en esa zona del Mediterráneo cobra el fondo del mar a ciertas horas del amanecer.

En “El largo viaje” unos campesinos, gente sin trabajo, miserable, como braceros mexicanos que aspiran a traspasar la frontera del desempleo y el subdesarrollo, se ven envueltos en una farsa cruel, en una despiadada maquinación, mientras en “Juego de sociedad” nuestro autor siciliano ahonda en los mecanismos psicológicos más sutiles de esa barroquísima mentalidad o cultura de la mafia, que al no aceptarse como tal, al no querer nombrarse como mafia identificable y concreta, al menos se despliega en un inequívoco comportamiento mafioso: un saber decantado por los siglos, ancestralmente. Y en “Un caso de conciencia” la recreación es otra: la probable visión árabe y cristiana o católica de la sexualidad, el pavor a la traición sexual, la tragicomedia de la infidelidad real o imaginada, el mito tan siciliano como mexicano de “los cuernos”.

Si hay un clima mental parecido entre México y Sicilia tal vez se debe a que tenemos en común, Sicilia y México, semejante pasado español, la Santa Inquisición, cierta herencia árabe que a nosotros nos llega por España y la lengua, la actitud judeocristiana ante la sexualidad, la imaginación para la venganza, y la bandera tricolor garibaldiana.

En la obra de Leonardo Sciascia el interés por España se gesta antes, pero se acrecienta después de la guerra civil, como se comprueba en su cuento “El antimonio” y en sus traducciones de Federico García Lorca, Manuel Azaña y Pedro Salinas. Un libro que lo marcó, sobre todo para el ejercicio de la historia novelada, fue La realidad histórica de España, de Américo Castro, y son innumerables las citas que hace de Cernuda y Borges en El contexto, de Cervantes y Calderón en su comedia El honorable, de José Moreno Villa en La desaparición de Majorana, de Unamuno al parodiarlo:

 

“Me duele Italia”

 
Pero, naturalmente, quienes más frecuentemente resplandecen en su “sistema solar” son autores sicilianos: Vitaliano Brancati, Alberto Savinio, Federico De Roberto (el de la novela Los virreyes), Giovanni Verga, Lucio Piccolo, y muy especialmente Luigi Pirandello: si André Malraux dijo de Faulkner que había introducido la tragedia griega en la novela policiaca, “de mí”, ha dicho Sciascia, “me gustaría que se dijera que introduje el drama pirandelliano en el relato policiaco”.


¿Y un escritor, finalmente, qué es?, le preguntó Padovani.

“Yo creo que un escritor es un hombre que encuentra placer en la verdad, que vive como un placer el hecho de decir la verdad. Para mí la escritura constituye un redoblamiento del placer de vivir, porque para mí escribir nunca ha sido un trabajo; al contrario, ha sido un placer, una diversión, un descanso.”

 


Federico Campbell

 


 

Bibliografía


Poesía


Favolle della dittadura, Ed. Bandi, Roma, 1950. Reimpresión (con una nota de Pier Paolo Pasolini) en Sellerio Editore, Palermo, 1981.

La Sicilia, il suo cuore, Ed. Bardi, Roma, 1952.

Cola pesce. Ed. Emme, Milán, 1975.

 

 

Narrativa

Le parrocchie di Regalpetra, Ed. Laterza, Bari, 1956.

Gli zii di Sicilia, Ed. Einaudi, Turín, 1958.

Ilgiorno della civetta, Ed. Einaudi, Turín, 1961.

Il Consiglio d'Egitto, Ed. Einaudi, Turín, 1963.

Morte dell'Inquisitore, Ed. Laterza, Bari, 1964.

A ciascuno il suo, Ed. Einaudi, Turín, 1966.

II contesto, Ed. Einaudi, Turín, 1971.

Atti relativi alia morte di Raymond Roussel, Ed. Esse, Palermo, 1971.

Il mare colore del vino, Ed. Einaudi, Turín, 1973.

Todo modo, Ed. Einaudi, Turín, 1974.

La scomparsa di Majorana, Ed. Einaudi, Turín, 1975.

I pugnalatori, Ed. Einaudi, Turín, 1976.

Candido ovvero un sogno fatto in Sicilia, Ed. Einaudi, Turín, 1977.

L'affaire Moro, Ed. Sellerio, Palermo, 1978. (La reedición de 1983 contiene además “La relazione parlamentare” que, desde la minoría, hizo el diputado Leonardo Sciascia en el parlamento de Italia.)

Dalle parti degli infideli, Ed. Sellerio, Palermo, 1981.

Il teatro della memoria, Ed. Einaudi, Turín, 1981.

La sentenza memorabile, Ed. Sellerio, Palermo, 1982.

Occhio dicapra, Ed. Einaudi, Turín, 1984.

Cronachette, Ed. Sellerio, Palermo, 1985.

 

 

Teatro

L'Onorevole. Recitazione della controversia liparitana dedicata a A.D. I mafiosi, Ed. Einaudi, Turín, 1976. El honorable fue traducido por Federico Campbell y publicada en la revista Escénica, UNAM, México, 1983.

 

Ensayo

Pirandello e il pirandellismo, Ed. Sciascia, Caltanissetta, 1953.

Pirandello e la Sicilia, Ed. Sciascia, Caltanissetta, Roma, 1961.

La corda pazza. Scrittori e cose della Sicilia, Ed. Einaudi, Turín, 1970.

Nero su nero, Ed. Einaudi, 1979.

Cruciverba, Ed. Einaudi, Turín, 1983.

Stendhal e la Sicilia, Ed. Sellerio, Palermo, 1984.

 


Traducciones


II lamento per Ignazio Sánchez Mejías”, de Federico García Lorca, en Rendiconti, 1961. Y en Quaderni della Fenice 37. Milán, 1978.

La veglia a Benicarló, de Manuel Azaña, Ed. Einaudi, Turín, 1967.

Il procuratore della Giudea, de Anatole France, Ed. Sellerio, Palermo, 1979.

Morte del sogno, de Pedro Salinas, Ed. Sellerio, Palermo, 1981.

 


Entrevistas


La Sicilia come metáfora, de Marcelle Padovani, Ed. Mondadori, Milán, 1979.

Conversazione in una stanza chiusa, de Davide Lajolo, Ed. Sperling & Kupfer, Milán, 1981.

La palma va al nord, recopilación de Valter Vecellio,
Edizioni Quaderni Radicali, Roma, 1981.

 


Estudios sobre Sciascia

Sciascia, de Walter Mauro, Ed. La Nuova Italia, Florencia, 1970.

Invito alia lettura di Sciascia, de Claude Abroise, Ed. Mursia, Milán, 1983.

Leonardo Sciascia e la Sicilia, de Giovanna Ghetti Abruzzi, Ed. Bulzoni, Roma, 1974.

La Sicilia di Sciascia, de Santi Correnti, Ed. Greco, Catania, 1977.

Leonardo Sciascia, de Luigi Cattanei, Ed. Le Monnier, Florencia, 1979.

Leonardo Sciascia 1956-1976. A thematic and structural study, de Giovanna Jackson, Ed. Longo, Ravenna, 1982.


Número especial de la revista L'Arc, Aix-En-Provence, 1979. Con textos de Jacques Bonnet, Italo Calvino, Hubert Nyssen, Claude Ambroise, René Micha, Philippe Renard, Jean-Noël Schifano, Renato Guttuso, Dominique Fernández, Jean Gili, Elio Petri, Francesco Rosi, Pier Paolo Pasolini, Manuel Scorza, Pierre Martens.

Leonardo Sciascia. La veritá, l'aspra veritá, de Antonio Motta, Ed. Lacaita, Bari, 1985.

 


Sciascia en castellano

Las parroquias de Regalpetra. Muerte del inquisidor. Traducción de Rossend Arques, Ed. Bruguera, Barcelona, 1982.

Los tíos de Sicilia. Traducción de Néstor Leal, Monte Ávila Editores, Caracas, 1976. También en traducción de Rossend Arques, Ed. Bruguera, Barcelona, 1983.

Dueto siciliano: A cada quien lo suyo y El día de la lechuza. Traducción de Domingo Pruna, Ed. G.P. (Plaza & Janes), Barcelona, 1979.

El archivo de Egipto. Traducción de Ana Goldar, Ed. Bruguera, Barcelona, 1977.

El contexto. Traducción de Carmen Artal Rodríguez, Ed. Bruguera, Barcelona, 1981.

El mar color de vino. Traducción de Ana Goldar, Ed. Bruguera, Barcelona, 1980.

Todo modo. Traducción de Joaquín Jordá Cátala, Ed. Bruguera, Barcelona, 1982.

Los navajeros. La desaparición de Majorana. Traducción de Javier Villalba, Ed. Noguer, Barcelona, 1978.

Cándido o un sueño siciliano. Traducción de Ana Goldar, Ed. Bruguera, Barcelona, 1980.

El caso Moro. Traducción de Atilio Pentimalli, Ed. Argos Vergara, Barcelona, 1979.

El teatro de la memoria. Traducción de Vittoria Martinetto. Publicado, en dos entregas, en el suplemento La Cultura en México, de la revista Siempre!, No. 1055 y 1057, el lo. y 15 de septiembre de 1982, México, D.F.
La sentencia memorable. Traducción de Vittoria Martinetto. Publicado en La Cultura en México, de Siempre!, No. 1099, el 26 de julio de 1983, México, D.F.

En tierra de infieles. Autos relativos a la muerte de Raymond Roussel Traducción de Atilio Pentimalli, Ed. Bruguera, Barcelona, 1982.

Negro sobre negro. Traducción de Joaquín Jordá, Ed. Bruguera, Barcelona, 1984.

 


 

Juego de sociedad


La puerta se abrió de improviso, mientras su mano aún titubeaba sobre el botón del timbre. La mujer le dijo:

—Pase usted. Lo esperaba.

Se lo dijo sonriendo, con voz gorjeante, como si realmente estuviera realizándose un acontecimiento anhelado, esperado con alegre emoción. El pensó que se trataba de un error y se dispuso a calcular las consecuencias. El seguía ahí, bajo el umbral de la puerta, sin saber qué hacer, trastornado. Seguramente, pensó, ella estaba esperando a alguien; a alguien que no conocía, que conocía apenas o que había dejado de ver durante mucho tiempo. Además, no tenía los lentes; él sabía que los usaba.

—¿Me estaba esperando?

—Claro que sí... Pero pase usted, se lo ruego –y seguía gorjeando.

Entró, dio unos cuantos pasos en el piso de mosaico que reproducía una antigua carta náutica, pesadamente, como si caminara en un pantano. Se volvió hacia ella, que había cerrado ya la puerta y, sin dejar de sonreír, le indicaba una poltrona.

Quiso aclarar el error, saber qué estaba pasando.

—¿A quién esperaba usted, precisamente?

—¿Precisamente? –le respondió ella, como un eco, pero ahora con una sonrisa irónica.

—Bueno… yo…

—¿Usted…?

—Bueno, yo creo que…

—Que yo lo confundo con otra persona –había dejado de sonreír. Y parecía más joven. Pero no es así; lo esperaba precisamente a usted... Es verdad que no traigo los lentes puestos, pero sólo me sirven para ver de cerca. Lo reconocí cuando llegó al cancel. Tal vez ahora, de cerca, tenga que ponérmelos. Así, ninguno de los dos tendrá la más mínima de las dudas.

Los lentes estaban sobre un libro abierto y. éste en el alféizar de la ventana. Mientras lo esperaba, con el oído atento a captar cualquier rechinido del cancel, había comenzado a leer el libro; pero leyó pocas páginas. Sintió la insensata curiosidad de saber que libro era, qué tipo de lectura había escogido para pasar el rato. ¿Pero por qué motivo lo estaba esperando? ¿Había caído en una trampa, era víctima de una traición, o se había arrepentido de pronto el hombre que lo había enviado?

Extrañamente, los lentes con armazón negra y pesada la hacían verse aún más joven; y la mirada, dilatada por los cristales, asumió un cierto viso de asombro, de espanto. Pero en ella no había ningún asombro ni espanto. Es más, le dio la espalda, como desafiándolo. Abrió el cajón de un escritorio y sacó una pila de papeles. Cuando se acercó de nuevo hacia él, llevaba en la mano unas fotografías.

—Están un poco desenfocadas —dijo—, pero no hay duda. Ésta fue tomada a las once del 20 de junio, en la calle Mazzini: usted está con mi marido; ésta otra a las cinco de la tarde, en la Piazza del Popólo: 23 de julio, usted está solo, cerrando el coche después de estacionarlo; y en ésta otra también está su mujer… ¿Quiere verlas?

El tono era irónico, pero sin animadversión, casi distraído. Y él sintió el deseo de hacer lo que le habían encomendado. Pero no podía; por los cabos sueltos que comenzaba a atar, ya no podía, no debía. Con un movimiento de cabeza le dio a entender que sí, que quería verlas. Ella se las dio y se le quedó mirando con la ligera y complacida ansiedad de quien muestra fotografías de niños, de familiares, esperando los cumplidos. Pero el hombre estaba como paralizado; sus percepciones, ideas y movimientos eran tardos y remotos, desesperantemente pesados. Y el cumplido tuvo que hacerlo ella, banal y feroz.

—¿Sabía ya que usted es fotogénico?

En efecto, el desenfoque no alcanzaba a velar su identidad, mientras confundía un poco la de su mujer y la del director.

—Tome asiento— le dijo la mujer, indicándole una poltrona cercana, y él se dejó caer en ella junto al derrumbe de su existencia.

—¿Quiere tomar algo?

Sin esperar la respuesta, fue por dos copas y una botella de coñac. Se halló de pronto con una copa en la mano, frente a ella, que saboreaba el coñac y lo miraba divertida. Él también bebió. Luego vio a su alrededor, como quien vuelve en sí después de un colapso. Qué casa tan bonita. Le devolvió las fotografías.

—Su mujer es una muchacha bella. Se parece, no sé si usted ya lo ha notado, a la princesa de Mónaco. Pero en esta foto podría equivocarme. ¿Me equivoco?

—No, no se equivoca.

—Conque usted no sabía nada –y soltó una carcajada con el odioso tono gorjeante. ¿Está enamorado de ella?

No respondió.

—No me juzgue indiscreta; no se lo pregunto por simple curiosidad.

—Y entonces ¿por qué?

—Ya verá… ¿Está enamorado?

Rechazó la pregunta con un gesto de la mano.

—¿No quiere contestar, o debo entender que no abriga ningún afecto hacia su mujer?

—Como usted quiera.

—Yo quiero una respuesta precisa –lo dijo con dureza, amenazante; luego agregó, con un tono persuasivo, acongojado–: porque antes debo saber si usted puede soportar…

—¿Antes de qué?

—Usted ya ha respondido a mi pregunta.

—No, no se equivoca.

—Claro que sí. Yo le dije: antes debo saber si usted puede soportar, y usted no me ha preguntado todavía qué cosa hubiera debido soportar, qué revelación referente a su mujer, al amor que le tiene... Usted se agarró inmediatamente al “antes”. ¿Antes de qué? Me parece justo. Así está bien.

—Se lo pregunto ahora: ¿qué cosa debería soportar?

—Lo que voy a decirle.

—¿Acerca de mi mujer? ¿Le preocupa si puedo soportarlo o no?

—Acerca de su mujer. Le interesaba saber cómo reaccionaría usted, porque nosotros dos estamos destinados a mantener una larga y sólida amistad y darle la espalda a muchas cosas. Siempre que usted lo quiera, desde luego.

—Pero mi mujer…

—A eso voy. Pero antes dígame: ¿ya entendió?

—¿Qué cosa?

—Estas fotografías, el hecho de que estuviera ya esperándolo… ¿Ya me entendió?

—No.

—No me desilusione. Si de veras no ha entendido, mis esperanzas caen por los suelos. Y también las suyas.

—¿Las mías?

—Claro: también las suyas. ¿No le he dicho que seremos amigos? Dígame, pues, sinceramente: ¿ya me entendió? Hábleme sin miedo, no hay ningún micrófono escondido, ninguna grabadora funcionando. Desengáñese usted mismo, si así lo quiere… Estoy dispuesta a ofrecerle un trabajo sencillo, rápido, rentable; y sin riesgos. Y todo esto además de salvarlo de un peligro inmediato, seguro. Debe admitir, pues, que por lo menos tengo el derecho de conocer su cociente intelectual… Entonces… ¿ya me ha entendido usted?

—No del todo.

—Naturalmente… Dígame qué cosa ha entendido.

—Que usted ya sabe.

—Respuesta breve y exhaustiva. ¿Ahora quiere saber cómo fue que me di cuenta?

—Me gustaría saberlo.

—Perderemos un poco de tiempo, pero es justo que usted sepa… Pero ¿a qué hora quedó en encontrarse con mi marido? Porque es necesario que se lo diga inmediatamente: nuestra futura amistad tendrá como base el encuentro que esta noche va a tener con mi marido. ¿A qué hora?

—Pero si no hemos quedado en encontrarnos.

—Usted es muy desconfiado. Conozco muy bien a mi marido, y sé que lo citó para verse esta misma noche. ¿A qué hora?

—A las doce y cuarto.

—¿Dónde?

—En un camino vecinal, a treinta kilómetros de aquí.

—Bien, tenemos tiempo… Pero ahora sería mejor que fuera usted el que me preguntara.

—No sabría por dónde comenzar, estoy muy confundido.

—¿De veras? Estaba esperando a un tipo más listo, de reflejos más rápidos, más reflexivo. Pero tal vez la razón de su asombro, de su confusión, esté en el hecho de que mi marido no le haya dicho nada referente a mí, a mi carácter, a mi capacidad de intuir sus pensamientos más secretos. Después de quince años de vida en común, un hombre como él es un libro abierto para una mujer como yo. Un libro muy tonto, muy aburrido. ¿Usted qué piensa?

—¿De qué?

—De mi marido.

—A juzgar por la situación en que me hallo ahora, es un imbécil.

—Me da gusto oírselo decir. Pero usted hubiera podido darse cuenta de que es un imbécil. Comprendo, sin embargo, que usted se dejó deslumbrar por su prestancia, su modo de actuar, por la autoridad y el dinero que constantemente, aunque con cierta sagacidad, cierta nonchalance, demuestra tener… Y tiene mucho dinero, no se alarme… Yo también caí en el garlito. No es que esté arrepentida; lo único que lamento es haberme casado con él por amor, en lugar de haberlo hecho por cálculo. De cualquier modo me habría casado con él, pero el arrepentimiento fue inmediato. No quiero decir con ello que me haya adaptado completamente, sino que empecé a disfrutar una situación que me permitía desahoga mis caprichos y mi despecho, una situación que me ofrecía todo lo que una mujer puede desear, Incluso el desprecio hacia el hombre que está a su lado, pero el imbécil ha roto ahora el equilibrio.

—No obstante, yo no me atrevería a decir que es totalmente imbécil, como usted lo considera; en este caso sí, ya que no cabe duda de que se ha comportado como un tonto, sin precaución… Pero se trata de un hombre que se hizo a sí mismo, al menos eso me ha dicho, y eso mismo dicen todos los que lo conocen. Se ha hecho muy rico, muy poderoso…

—Usted piensa como los personajes de una novela rosa, como los manuales norteamericanos acerca del éxito que obtienen los hombres que se hacen a sí mismos. Yo conozco no sólo a mi marido, sino a todo un vasto círculo de hombres que se hicieron a sí mismos, y puedo asegurarle que a todos ellos los hicieron los demás; los cuales, a su vez, fueron hechos por circunstancias y tejemanejes, y aunque estos hombres pasen a la historia, siempre aparecerán como algo fortuito y miserable… En la última guerra, mi marido estuvo en los batallones de la milicia, fascista al lado de Sabatelli, que luego fue ministro de obras públicas, ambos como voluntarios. Eso es todo. Y usted ni siquiera puede imaginarse lo cretino que es el tal Sabatelli. En una sociedad bien ordenada, honesta, en la que no fuera posible el compadrismo; en la que la capacidad y el mérito marcharan por sí mismos, la más benigna de las suertes los habría llevado a una oficina pública, como ujieres; y la más maligna, al otro lado de las rejas. En cambio…

—En cambio, son ricos, poderosos y respetados… Pero usted quiere que le haga más preguntas. ¿Puedo?

Interrumpida en su rapto oratorio, dijo que sí; pero contrariada, con encono.

—Mis dudas son muchas, pero la más inmediata es ésta: ¿por qué me esperaba precisamente esta noche?

—Porque hoy, estando a la mesa, mi marido me preguntó si yo pensaba pasar fuera esta noche, en el cine, con alguna de mis amigas; luego me dijo que él volvería tarde, ya muy tarde, pues debía asistir a una reunión del consejo de administración de una de sus empresas. Y en lo que va de este verano, ya ha asistido a dos de tales reuniones… Y esto significa que la tercera era la buena. Buena para él, fatal para mí. Porque no sólo yo, que lo conozco profundamente, sino todo aquel que está un poco familiarizado con él, sabe que mi marido todo lo hace de acuerdo con una idea de supersticiosa perfección basada en el tres. Y no se hable del nueve, que lo hace delirar de gozo. La tercera reunión, pues; el día tres, y usted llegó a las nueve en punto. ¿No le dijo él que debía tocar el timbre a las nueve en punto?

—Sí, pero yo creía…

—…que se trataba de un detalle calculado por su mentalidad organizadora. Pero usted no sabe cuan poco organizadora es su mente, admitiendo que tenga alguna. Y quiero agregar que en su decisión de confiarle una misión tan… delicada… tan riesgosa… tiene mucho que ver el hecho de que usted es un profesor de matemáticas. Él conoce apenas la tabla pitagórica, y por eso cultiva la convicción de que sus rapiñas, de que cualquier tipo de rapiñas tienen que ver con la sublimidad de las matemáticas. Cuando asaltan a los bancos, le parece oír la música de las esferas. Me refiero a los asaltos que se leen en los diarios: cronometrados, perfectos… Y cuando no son perfectos, analiza los detalles, descubre los puntos débiles y los errores y los imagina en la perfección ideal. Lo mismo que ha ocurrido con este caso. Hace unos años se cometió un delito que usted seguramente recuerda, y el famoso proceso. Mi marido se apasionó tanto con ese caso, que llegó al punto de enviar todas las mañanas a uno de sus empleados, para que le apartara un lugar en la sala del tribunal, en caso de que él pudiera asistir, y más de una vez estuvo ahí presente. Al mismo tiempo que intentaba descubrir los errores que habían llevado al protagonista a la celda de los imputados, él mismo cometía otro. Si ahora usted… En fin, si las cosas hubiesen marchado de acuerdo con su plan, por lo menos una decena de personas habrían recordado su interés en aquel proceso, y especialmente el empleado que le apartaba el lugar y el juez, que lo conoce bien y que algunas veces, desde la alta cátedra, le sonreía.

—¿Desde ese entonces empezó usted a sospechar?

—No, desde antes; pero fue ese apasionado interés en el proceso lo que me hizo pensar que sus intenciones iban concretándose en un plan más preciso.

—Y entonces se dirigió usted a una agencia de investigaciones.

—Una cosa muy larga, muy costosa; pero, como ve, valía la pena. Durante dos años la agencia sólo me ha reportado sus infidelidades. ¡Sus infidelidades no me provocan sino risa! Unos cuantos meses después de habernos casado ya no me importaban. Él le pagaba siempre a las mujeres, continuaba haciéndolo; a mí me pagó también, con el matrimonio, pensando que mi precio, aunque alto y de larga duración, era algo soportable.

—¿No era soportable?

—Evidentemente no.

—Quiero decir: ¿por qué se le ha vuelto soportable?

—Por mi culpa, naturalmente. He hecho todo lo posible para alejarlo de mí, para marginarlo de mi vida, de mis días, de mis noches. Un alejamiento muy exiguo, un pequeño tapis roulant de cheques… No, no he tenido otros hombres. Mejor dicho: sólo una vez, cuando empezó a disgustarme mi marido. Pero no fue más que por curiosidad. Una prueba fallida. Así que no se haga ilusiones.

Se sintió invadido por la cólera, intentó responderle con violencia.

—No se ofenda. Sé muy bien que no soy joven ni bella; incluso usted puede decirme que soy fea y vieja. Lo que quiero decirle es que usted podría hacerse la ilusión de quedarse con todo mi dinero, en lugar de sólo una parte, pasando sobre mi cuerpo vivo después de haber pasado sobre el cuerpo muerto de mi marido. En cambio, yo quiero que todo quede muy claro entre nosotros desde ahora.

—Por lo tanto usted reconoce que su marido no tiene toda la culpa.

—Yo no reconozco nada; y si usted, al llegar a este punto, al punto que hemos llegado, tiene ganas de sopesar los méritos de sus dos acciones posibles, la ejecución del plan de mi marido o la del mío, en la balanza del arcángel, es cosa suya. Pero es un mal negocio mezclar la balanza en estas cosas. Me refiero a este tipo de balanza. Usted –y lo dijo con un tono cumplimentero– es un pequeño y ávido delincuente. No se permita lujos que pueden perderlo.

—No soy un delincuente.

—¿De veras?

—No más que usted.

—De acuerdo. Y mucho menos que su mujer, desde luego.

—Puede ser. ¿A qué se atiene usted para decirlo?

—Lo deduzco de lo que sé. ¿Usted no sabe que su mujer frecuenta a otros hombres, por decirlo de alguna manera?

—¡No es verdad!

—Sin embargo, es la pura verdad. Pero no lo tome así. ¿Qué le pueden quitar a una mujer como la suya todos los hombres que frecuenta? Forman ustedes dos una hermosa pareja, están bien juntos, desean las mismas cosas, nunca pelean, los vecinos los ven von simpatía… El primer reporte que la agencia me envío respecto de ustedes, en verdad dice cosas muy bonitas: ella tiene veintidós años, enseña en una escuela materna, muy bella, vivaz, elegante; él tiene veintisiete años, profesor suplente de matemáticas en una escuela secundaria, serio, simpático; muy enamorados, muy tranquilos… El segundo  reporte y todos los demás no agregan nada acerca de usted; pero respecto a su mujer revelan una actividad insospechable, sorprendente. Por dinero, de eso no hay duda. Por eso mismo, si usted no lo sabía, le pido que se tranquilice. Por dinero, solamente por dinero… ¿Sabe usted que una vez, sólo una vez estuvo con mi marido?

—Lo sospechaba. Lo sospeché en un principio; creí que su marido se nos pegaba únicamente porque quería abordar a mi mujer. Eso no quiere decir que mi mujer estuviese de acuerdo. Pero luego la sospecha se desvaneció, ya que no había más motivo para creer que quería seducir a mi mujer cuando me dijo lo que pretendía de nosotros, de mí.

—En el plan de mi marido, sin embargo, era necesaria una pequeña liaison con su mujer. Para servirse de ella, creo yo, en caso de que usted, por azar o por cualquier error cometido en la ejecución del plan, fuera descubierto. Entonces habría podido decir: tuve una relación con su mujer, él lo supo y, por venganza, mató a la mía; o la mató porque, al buscarme a mí, ella le ofreció resistencia, o lo mortificó, suscitando su violencia… Pero no permita que la duda lo martirice al pensar que mi marido, de acuerdo con su mujer, pudiera desviar hacia usted las sospechas de la policía. El es incapaz de esas finuras. Además, estoy segura de que su mujer jamás habría permitido llegar a una solución tal; creo saber qué clase de mujer es ella.

—¿Qué clase?

—Nos parecemos. Se parece a tantas otras… Adoramos las cosas, hemos puesto las cosas en el lugar que le corresponde al Dios del universo. Los escaparates son nuestro firmamento, los clósets empotrados y las cocinas integrales americanas contienen al universo. Las cocinas en las que nunca se cocina, habitadas por el Dios de los programas televisivos… Mi padre, que era un pequeño burgués, se pasó toda la vida en casas de alquiler, sin sentir nunca la exigencia de poseer una. Pero ahora no hay revolucionario que no quiera ser propietario de la casa en que vive, que no contraiga deudas descomunales con tal de tener casa propia. Son los bancos los que administran la metafísica. Pero dejemos esto de lado... Su mujer, por lo tanto, se parece a mí. En estos tiempos todas nos parecemos, y esto es un lío. Su mujer, además, es indiferente o ingenua. Estoy segura de que ella fue la primera en emocionarse con el plan que mi marido les propuso… A propósito, ¿en qué términos se los propuso?

—Ya depositó en un banco de Hamburgo, a nuestro nombre, una gran suma.

—¿Cuánto?

—Doscientos mil marcos.

—Es decir, esta noche usted podía, en lugar de venir aquí, volar a Hamburgo y…

—Podía. Pero dentro de dos años, si todo hubiera resultado bien, podría cobrar otros cuatrocientos mil marcos.

—Yo le voy a dar quinientos mil marcos, y dentro de seis meses. ¿Confía en mí?

—No lo sé…

—Debe confiar en mí. Y tenga presente que mi plan comporta un riesgo mínimo, mientras el de usted, el que quería ejecutar, lo hubiera mandado a la cárcel con toda certeza, podemos decir, matemática. La agencia de investigaciones se encargaría, en caso de que me ocurriese algo, de mandarle a la policía copias de los reportes y de las fotografías… Mientras que ahora, aun admitiendo que yo no confíe en el compromiso, o que incluso tenga la intención de traicionarlo, usted no corre más riesgo que el de no obtener otro dinero y el de ser condenado por homicidio pasional, por razones de honor. Dos o tres años de cárcel, sin descartar la posibilidad de la amnistía. Y no eche en saco roto este buen consejo que le doy: en caso de que usted cayera en la trampa, aténgase siempre a la traición de su mujer, a la atroz desilusión que mi marido le ha provocado. Siempre.

—Pensándolo bien, me parece que usted es la que quiere tenderme la trampa.

—Lo consideraría un cretino si no saliera de aquí con esta sospecha…

Vio la hora, y, poniéndose en pie, le preguntó sonriendo:

—¿Me consideraría indiscreta si le pregunto con qué tipo de arma pensaba matarme?

—Con pistola.

—Muy bien… Ya es hora de que se vaya; dispone del tiempo necesario para llegar al lugar de su cita. Y que tenga buena suerte.

Lo acompañó hasta la puerta, sonriéndole dulce y maternalmente. Antes de cerrarla y de que él llegara al cancel, lo llamó y le dijo en voz muy baja:

—Un solo disparo no es suficiente, ya que es muy robusto…

Lo dijo con el tono de quien solicitara particulares atenciones para un niño muy delicado. Y agregó:

—Tiene el silenciador, me supongo.

—Sí, lo tengo.

—Bien. Que tenga buena suerte.

Cerró la puerta y se apoyó en ella. Sonreía, encantada, paladeando lentamente las sílabas:

—El silenciador… Homicidio premeditado…

Se acercó a la ventana. Lo vio alejarse del cancel.

Se sentó en la poltrona. Se levantó. Se puso a pasear por la sala, rozando con las manos muebles y objetos, como si tocara un instrumento musical. Vio el reloj. Se dirigió hacia el teléfono, marcó un número y habló con voz agitada:

—¿Está todavía mi marido en la oficina?... ¿Ya salió…? Estoy preocupada, muy preocupada… Sí, ya sé que no es la primera vez que llega tarde; pero esta noche pasó algo que me inquieta… Vino a buscarlo un joven, estaba furioso, muy alterado; se quedó aquí esperándolo un buen rato… acaba de irse. Me dio mucho miedo… No, no se trata de una impresión… yo sé por qué ese joven estaba tan enojado y amenazante… ¿Cuánto hace que salió mi marido…? Sí, gracias. Buenas noches… Sí, buenas noches.

Colgó el aparato, volvió a levantarlo y marcó otro número. Su voz adquirió ahora un tono más alarmado y lleno de congoja.

—¿A la comisaría? ¿Está el comisario Scoto…? Pásemelo inmediatamente, por favor… ¡Señor comisario, qué suerte hallarlo a estas horas en su oficina…! Oiga, estoy preocupada, muy preocupada… Mi marido… Me cuesta trabajo decírselo, es muy humillante… Pero no tengo más remedio que decírselo… Mi marido tiene relaciones con una mujer casada, una mujer muy joven, muy bella… Lo sé porque la ha estado vigilando una agencia de investigaciones, y no me da vergüenza confesarlo… No, no quiero acusarlo de adulterio; por lo contrario, tengo miedo de que algo malo le suceda… Porque, vea, esta noche vino el marido de ella, un profesor joven, y estaba muy furioso, muy alterado. Lo dejé entrar, incautamente; y estuvo aquí un par de horas, esperándolo, con un aire amenazador. Quise hacerlo hablar, pero sólo respondía evasivamente, con pocas palabras. Se acaba de ir… Sí, hace unos minutos… Le telefoneé a mi marido, para advertirlo, pero ya había salido de la oficina. Ya debería estar aquí… ¿Usted no puede hacer algo…? Sí, está bien –casi llorando–… Lo esperaré media hora todavía, y le vuelvo a telefonear… ¡Gracias!

 


 

Un caso de conciencia


El abogado Vaccagnino acostumbraba hacer el viaje de Roma a Maddá en el tren que, partiendo de Roma a las ocho de la mañana, llegaba a Maddá siete minutos después de medianoche. Todo ese tiempo lo empleaba siempre en la lectura de un diario, tres rotograbados y una novela policiaca. Ese viaje lo efectuaba una vez al mes, por lo menos. De ida estudiaba y reordenaba los documentos que eran la razón de su viaje; de regreso se entretenía con las lecturas ya mencionadas.

Con el paso del tiempo, el diario, los tres rotograbados y una novela se habían convertido para él en una especie de medida correspondiente a la de un viaje realizado sin retardo, desde las ocho hasta la medianoche, con el intervalo de dos comidas, una en el carro comedor, la otra en el transbordador. El lío era cuando el tren acumulaba el tiempo de retrasos: al acumular el papel impreso, no pudiendo siquiera dedicarse a ver el campo o el mar, que pasaban entonces en la noche amorfa, el sueño comenzaba a rondarlo, y corría el riesgo de ir a parar, si se quedaba dormido, a la estación terminal, como ya le había pasado en una ocasión. Por eso, cuando el tren iba retrasado y casi vacío,  el abogado se dedicaba a buscar periódicos abandonados por los viajeros, y se sentía a salvo cuando encontraba alguno, aunque fuera fascista, de modas o humorístico.

Y fue así que una noche de verano, con le tren que ya llevaba cuarenta minutos de retraso al llegar a Catania y era previsible que acumulase las dos horas antes de arribar a Maddá, el abogado se hundió en la lectura del semanario Usted: modas, casa, actualidades. Primeramente lo hojeó de cabo a rabo, deteniéndose a contemplar las imágenes de una moda que, por cuanto podía descubrir en el cuerpo de las modelos, ciertamente era vivaz y graciosa, pero hubiera sido una indecencia vestir así a una esposa, a una hija, a una hermana. Y no es que el abogado fuese, ¡nada de eso!, un mojigato que se opusiera al curso de la moda incluso en Maddá; sólo que ahí no todos eran como él, capaces de admirar las gracias femeninas desde un punto de vista solamente estético; y el paso de una mujer vestida de ese modo (amplio escote y falda cortísima) provocaría, entre los socios del círculo y todos los demás, una salva de gritos y de consideraciones obscenas que habrían de obligar al marido, al padre o al hermano de la mujer a sufrir esa afrenta, o a comprometerse en una acción arrebatada.

Para fortuna suya, el semanario era voluminoso. Al llegar a la última página, el abogado se dispuso a leerlo con calma. Abundaban los anuncios publicitarios. Luego encontró la sección titulada “La conciencia, el alma. Responde el Padre Lucchesini.” El abogado se quitó los zapatos, apoyó las piernas en el asiento de enfrente y empezó a leer. Un detalle lo hizo sobresaltarse un poco: “Una lectora de Maddá expone un caso muy delicado y complejo. ‘Años atrás, en un momento de debilidad, traicioné a mi marido con un hombre que frecuentaba nuestra casa, un pariente mío, del cual he estado un poco enamorada desde que yo era muy joven. Nuestra relación duró cerca de seis meses; pero yo seguía amando a mi marido mientras tanto, y ahora lo amo más que antes. El fugaz interés que tenía por mi pariente ya no existe en absoluto. Pero sufro por haber engañado a un hombre tan bueno, tan leal y fiel, tan enamorado de mí. Hay momentos en que siento el impulso de decirle todo, pero me detiene el miedo de perderlo. Soy muy religiosa, y a varios sacerdotes les he confesado mi remordimiento. Todos, excepto uno (pero éste era un continental), me han dicho que mi remordimiento es sincero y que está intacto el amor que le profeso a mi marido, que debo callar. Pero yo sigo sufriendo. Usted, Padre, ¿qué consejo me da?’”

El estado de ánimo que se apoderó del abogado tenía que ver con una satisfacción rayana en el alborozo. Esa carta sería la comidilla de todo un mes, por lo menos, en el círculo, en los corredores del tribunal, en las reuniones familiares. Centenares de hipótesis por hacer, tantas existencias –de mujeres, de maridos, de parientes de las mujeres– que tenían que pasar por el arnero de la perspicaz curiosidad; una curiosidad pura, casi literaria, como la suya; o maligna, la de los demás, sólo inspirada por el chisme y la maledicencia.

Entrecerró los ojos, levantó la cabeza hacia la lámpara, como buscando una luz que le ayudara en esa búsqueda que, lentamente, comenzaba a ser como una rosa que había que deshojar pétalo a pétalo. “¿Quién puede ser…? Pero ¿quién puede ser?”, se preguntó a sí mismo, suavemente, pero titubeando, por temor a que la identidad de la señora, por medio de los datos que la carta ofrecía, se delineara inmediatamente en la memoria.

Y el titubeo era tan delicioso, que el sueño también empezó a insinuarse deliciosamente; pero el abogado se despabiló de repente, al recordar que aún no había leído la respuesta del Padre Lucchesini.

El Padre, era obvio, iniciaba su respuesta en un tono candente: “¿Un momento de debilidad? ¿Un momento que duró seis meses? ¿Por qué es tan indulgente consigo misma, con su culpa? ¿Cómo es posible que considere usted como un momento de debilidad una traición que duró SEIS MESES, ofendiendo a un hombre que, como usted misma dice, es bueno, leal, fiel y enamorado?” Luego, pendiente de un “pero”, seguía un racimo dulce y caritativo: “Pero si su arrepentimiento es sincero, si su remordimiento sigue vivo y tenaz el propósito de no recaer en el pecado…” Finalmente decía: “Usted ha pagado y paga todavía su culpa con la pena del remordimiento; pero no puede ni debe confesarle a un hombre bueno e ignaro cual es su marido, a un hombre que confía en usted y que la ama, una traición cuyo conocimiento le provocaría un mal tal vez irremediable. Considerando en abstracto su caso, es loable el impulso de la conciencia que la ha hecho pensar en confesarle su traición a la víctima; pero si esta persona nada sabe de ello y la revelación no puede acarrearle sino dolor e inquietud, se impone el deber de callar. Callar y sufrir. Por lo tanto, justamente la han aconsejado esos sacerdotes que la exhortaron a no revelar su traición. En cuanto al otro, que le aconsejó lo contrario, pienso que su incauto consejo se debe más bien a su escaso conocimiento del corazón humano, y no al hecho de ser, como usted dice, un continental. Rece, pues, rece, y que el silencio sea para usted un sacrificio más grande que una confesión al hombre que usted ha traicionado.”

“Qué buena respuesta” –pensó el abogado–. “Buena, de verdad. Indignación, caridad, buen sentido: ahí está todo. Es un hombre de primer orden este Padre Lucchesini.” Y después de un largo bostezo, encendiendo un cigarrillo, se zambulló en una especie de gineceo en el que todas las jóvenes y gentiles señoras de Maddá, temerosas, esperaban que un hombre como él, de rigurosos principios y aguda inteligencia, descubriera entre ellas a la culpable, a la adúltera.

Restaurado por ocho horas de sueño y por una gran taza de café, mientras se vestía, el abogado Vaccagnino pensó de nuevo en la carta de la señora de Maddá. La había recortado y guardado en la billetera, aun a sabiendas de que su mujer estaba suscrita a Usted, de que unos cincuenta ejemplares debían circular en el pueblo. Tal vez el punto de partida para la investigación debía ser éste: hacer una lista de las señoras del pueblo que estaban abonadas al semanario, o que habitualmente se lo compraban al vendedor de periódicos. Operación muy fácil, ya que éste era su cliente; y el jefe de correos, puesto al corriente de la cosa, se sentiría encantado de poder abrir los bolsones postales durante la noche. Además, su mujer podía proporcionarle una buena pista. Y la llamó.

Al llegar la señora, con un impaciente “¿Qué quieres?”, erizada de papillotes y brillante de crema, el abogado adoptó, sin embargo, un tono despectivo e inquisitorio.

—¿Lees todas las revistas que compras?

—¿Qué revistas?

—Las de modas.

—Sólo estoy abonada a Usted.

—Y las otras las compras en el puesto de periódicos.

—No es verdad, las otras me las prestan mis amigas.

La señora pensó que estaba a punto de desencadenarse otra de las acostumbradas discusiones acerca de sus dispendios, de sus prodigalidades, de sus gastos locos que, según el marido, tarde o temprano serían la gota que derramara el vaso.

Pero el abogado no quería empantanarse en una discusión de economía doméstica.

—¿Lees Usted? ¿La lees?

—Claro que la leo.

—¿También la sección del Padre Lucchesini?

—A veces.

—¿Leíste la del último número? ¿La leíste?

—No, no la he leído. ¿Por qué?

—Léela.

—¿Por qué?

—Te digo que la leas. Ya verás…

La señora se quedó embarullada, dudando entre preguntar qué cosa había ahí de interesante e irse sin decir nada, desquitándose así del despectivo tono del marido, dándole a entender que no tenía ningún deseo de leer esa sección, a pesar de que ya la corroía la curiosidad. Prevaleció, naturalmente, la curiosidad; pero no quiso darle al marido la satisfacción de mostrar asombro o interés por lo que había leído. Por lo cual el abogado, que quería observar sus reacciones y arrancarle alguna información, alguna sospecha, la llamó de nuevo después de esperar un cuarto de hora.

Pero sólo acudió la voz de la señora, que estaba en el baño, aguda y exasperada:

—¿Qué quieres?

Tras la puerta cerrada, el abogado preguntó:

—¿Ya la leíste?

—No –respondió secamente la señora.

—Pero qué cretina eres –dijo el abogado, con la seguridad de que ya la había leído y de que no quería dar su brazo a torcer, por uno de esos caprichos que eran la salsa de su felicidad conyugal.

Pero tuvo mejor fortuna en los corredores del tribunal, y todo un buen éxito realmente clamoroso en el círculo. En el tribunal, el hecho de que el abogado Lanzarotta –cincuenta años bien llevados pero con una mujer de veinticinco– dejase la toga diez minutos después de haber leído la carta y, mostrando un malestar repentino, le rogara al presidente posponer el juicio que se estaba ventilando, fue juzgado por todos en el sentido justo; asimismo aquella especie de rigor mortis que invadió la cara del juez Rivera conforme iba leyendo la carta, misma que devolvió sin decir siquiera una palabra y encaminándose, como sonámbulo, hacia su bufete.

En el círculo se comentaron las reacciones del abogado Lanzarotta y del juez Rivera; todos convinieron, con maligna compasión, que ambos tenían de qué preocuparse. Pero don Luigi Amarú, que era soltero, declaró sin piedad que en las condiciones de Lanzarotta y de Rivera, cosa que no debía trascender del grupo de amigos y conocidos, debía haber por lo menos una veintena de ellas. “¿Qué condiciones?”, preguntó más de uno. Y don Luigi las estableció de la siguiente manera: esa mujer tenía entre los veinte y los treinta y cinco años; no fea; con buena instrucción, cosa que evidenciaba la carta; con un pariente de unos cuarenta años, de buen aspecto, más o menos fascinante, que frecuentaba o hubiese frecuentado la casa; con un marido de buen carácter, pacífico, no muy inteligente. A la unánime aprobación del esquema siguió inmediatamente una difusa consternación: excluyendo la parte dedicada a la inteligencia, puesto que nadie dudaba de la propia, de entre los que ahí estaban había nueve (alguien los había contado ya) en esas condiciones.

Entre éstos, el primero en tener conciencia de ello fue el geómetra Favara.

—Permítame ver de nuevo la carta –le dijo, sombría y amenazadoramente, al abogado Vaccagnino.

El abogado se la dio, y Favara, sentándose en un sillón, se hundió en la lectura con la misma concentración que a menudo le dedicaba a los acertijos, criptogramas y crucigramas; no se daba cuenta del silencio que lo acechaba, de la atención entre divertida y ansiosa de la cual era objeto. Porque los solteros, los viudos, los ancianos y los que tenían la suerte de estar casados con una mujer sin parientes, se estaban divirtiendo; pero una auténtica ansiedad era manifiesta en la mirada de aquellos que se encontraban en las condiciones establecidas por don Luigi, como si el comportamiento de Favara fuera una especie de sacrificio que, una vez consumado, pudiera restituirles la seguridad perdida.

Y efectivamente, apartando del pedazo de papel una mirada de náufrago, Favara reaccionó tal y como lo deseaban sus compañeros de pena y aun los que se sentían libres de sospecha:

—¿Pero qué es esto? Cosas inventadas, estupideces… Jamás he creído en las cartas que publican las revistas; son invenciones de ellos, de los periodistas.

La mayor parte de ellos dijo “¡Es verdad, tiene razón!”, pero sonriendo maliciosa y compasivamente.

En cambio, el doctor Militello, un hombre con más de tres años de viudez y con fama de ser muy devoto, se rebeló:

—Eso sí que no, querido amigo. Podrá ser cierto que los periodistas inventen cartas, por así decirlo, provocatorias; pero aquí nos hallamos ante una sección a cargo de un sacerdote, y que un sacerdote pueda inventar algo, sobre todo tratándose de un caso de conciencia, es una sospecha que yo debo rechazar totalmente, por irreverente e injuriosa.

—¿Usted la rechaza? –dijo Favara con una ironía que dejaba traslucir la rabia que le ardía por dentro. Y usted ¿quién es?

—¿Cómo? ¿Que quién soy yo? –dijo el doctor, agitando las manos como si buscara una identidad que le diera el derecho de refutar la duda de Favara. ¿Que quién soy yo…? ¿Me lo pregunta…? ¿Quién soy yo? –agregó, preguntándoles con la mirada a los ahí presentes.

El maestro Nicasio, presidente de la asociación de profesores católicos, voló en auxilio del doctor:

—Es un católico; y en cuanto tal tiene el derecho…

—¡Sepulcros blanqueados!

Gritó Favara poniéndose en pie de un salto, y antes de que los ofendidos tuvieran tiempo de reaccionar, hizo una bola con el recorte de la revista y la lanzó contra el piano, con una rabia y un esfuerzo como si se tratara de una antigua bala de cañón, de las que se ven en el Castel Sant'Angelo. Y salió precipitadamente.

Se hizo un gran silencio; pero ligero, trémulo de hilaridad. Luego dijo el doctor Militello:

—Yo no sabía que la mujer de Favara tuviese parientes –iniciando así una conversación tan placentera que sólo pudo interrumpir la intervención del camarero, quien respetuosamente les hizo notar la hora: las dos de la tarde.

El abogado Vaccagnino halló los spaghetti demasiado blandos y a la mujer enfurruñada. Y comió sin hacer­le ningún reproche, pues él tenía la culpa, intentando alegrarla con la anécdota, debidamente aderezada, de lo que había ocurrido entre Lanzarotta, Rivera y –dulcis in fundo– Favara.

Pero a la señora no le cayó muy en gracia el episodio.

—Cuánta inconsciencia. ¿Y si ocurre una tagedia?

—¡Qué tragedia ni qué nada! —contestó el abogado. Y aunque así ocurriera, yo me siento con la conciencia tranquila. En primer lugar, porque se trata de una carta publicada en una revista que lee cualquier pelagatos…

—Tú también la leíste –constató la señora.

—Por pura casualidad –precisó el marido.

—Eso quiere decir que yo soy una pelagatos cualquiera, puesto que también la leo –aclaró, la señora que, quien sabe por qué, tenía ganas de reñir.

El abogado, en cambio, que no tenía ganas de hacerlo, se disculpó con ella y prosiguió:

—En segundo lugar, porque nadie, absolutamente nadie, hizo la más mínima alusión a los asuntos personales de ninguno de los tres: a) porque jamás ha circulado, que yo sepa, ninguna maledicencia acerca de las esposas de Lanzarotta, Rivera y Favara; b) porque aun habiéndose dado semejante caso, todos somos caballeros, y yo lo soy hasta el exceso; c) porque si alguien tiene ganas de ser cornudo, es libre de hacerlo como yo soy libre de divertirme con eso…

—Ahí está el problema –dijo la señora–: tú quieres divertirte con eso.

Irritado por verse interrumpido en pleno despliegue de subdistinciones, en lo que era un maestro, el abogado alzó la voz:

—Sí, eso es… Quiero divertirme… Y si tú piensas que no tengo derecho a divertirme con el desarrollo de este asunto, no tienes más que decírmelo –y su tono era ya feroz.

—¡Sinvergüenza! —dijo la señora, y corrió a encerrarse en la recámara.

El abogado se arrepintió inmediatamente de haber dicho la última frase, más por haber enturbiado la propia tranquilidad que por haber ofendido a su mujer, pues de esa frase brotaba ahora un antiguo episodio, un episodio que resucitaba la inquietud, la duda, la aprensión. El episodio se refería al edicto de Guillermo el normando, que ordenaba a todos los cornudos ponerse un capuchón con encajes, para distinguirse de los que no lo eran, so pena de pagar cien onzas de multa; y un marido particularmente respetuoso de las leyes le preguntó a su mujer si, en conciencia, le convenía o no portar el capuchón con encajes, suscitando con ello las fieras protestas de la esposa, que declaró ser la más fiel defensora del honor del marido. Pero cuando el buen hombre, ya tranquilizado, se disponía a salir con la cabeza descubierta, la mujer lo hizo volver sobre sus pasos y le aconsejó que, por si las moscas, lo mejor era que se pusiera el capuchón.

“¿Qué puede saber un marido?”, pensó el abogado. Y toda una literatura acerca de engaños femeninos, de traiciones consumadas por ellas con diabólica sagacidad, alimentó su instinto de autoconmiseración, abandonándose a ésta con la desesperación de un ciego (el símil relampagueó en su mente) que reflexiona acerca de su propia desventura. Y realmente experimentó una especie de ceguera física, el asedio de la compacta oscuridad que ocultaba los años que su mujer había vivido antes de que él la conociera, el tiempo que la dejaba sola, la libertad de que gozaba, los sentimientos que realmente abrigaba, lo que pensaba en realidad. “Hay que tener filosofía”, se dijo. Y la halló en la imagen de Marco Aurelio, alta e inmóvil sobre la fluente y lúbrica desnudez de Mesalina, puesto que, quién sabe cómo, tenía la firme convicción de que Mesalina había sido esposa de Marco Aurelio, y de que éste se había hecho filósofo para librarse de sus desgracias conyugales.

La filosofía revoloteó en el círculo durante toda la velada. Ahí estaban el juez Rivera y el abogado Lanzarotta que, era obvio –y era visible en el color de la cara y la mirada dispersa, intranquila–, simulaban serena indiferencia; muchos de ellos hacían lo imposible para ocultar su molestia, su aprensión, su miedo. Muy parecido era el estado de ánimo del abogado Vaccagnino, a pesar de que éste se hallara, a los ojos de los demás, en la feliz condición de tener en la lista de los parientes de su mujer solamente a un primo que vivía en Detroit, que nunca se había parado en el pueblo, y a una tía que era monja.

El geómetra Favara lo había hecho todo para librarlos de cualquier preocupación: tan pronto como salió del círculo corrió a su casa para someter a su esposa a un estricto interrogatorio, llegando incluso (se murmuraba) a las manos; y en vista de que la señora negó, desesperadamente negó haber cometido una falta semejante y haber escrito la carta, Favara decidió que sólo quedaba una cosa por hacer, que no era otra sino ir inmediatamente a Milán, hablar con el Padre Lucchesini y pedir que le mostrara la carta. En dado caso de que el Padre Lucchesini no se dejara convencer por las buenas, ya lo convencería él con la pistola que llevaba en un bolsillo. Por tal razón la señora, al ver que se había marchado su marido, le telefoneó inmediatamente al ingeniero Bási­co, a fin de que salvara de una catástrofe a su socio y amigo; y el ingeniero, se dirigió al aeropuerto de Catania, calculando que Favara, que ya había tomado el tren, como lo constatara el jefe de la estación, llegaría a Milán al día siguiente. Sin embargo, a pesar de la amistad, antes de partir quiso informarle al doctor Militello, es decir: a todos los socios del círculo, de la delicada y secreta misión que se disponía a cumplir.

Por tal motivo ahora todos veían con filosofía el caso de Favara, considerando infundadas las sospechas que lo habían trastornado, pero con el intenso deseo de que se revelaran fundadísimas. Llegaron incluso a proclamar que dicha carta la había mandado un bromista de Maddá, para que sucediera lo que había sucedido, que era impensable tal desfachatez por parte de una señora.

—Si llego a encontrar al bromista de marras –dijo el profesor Cozzo– le retuerzo el pescuezo, tan cierto co mo que existe Dios.

Puesto que Cozzo era soltero, todos se asombraron.

—Y tú ¿qué interés puedes tener en esto?

—Claro que me interesa –respondió Cozzo, golpeando nerviosamente el puño cerrado de la derecha contra la palma de la mano izquierda. Y le interesaba, desde luego: tenía una cita, la primera, con la señora Nicasio, en un hotel de la capital; pero la señora la había pospuesto, diciéndole que era preferible esperar un poco, que no podía decirle al marido que se iba sola a la ciudad a hacer las compras de costumbre, ya que ese día el profesor había estado intratable durante la comida, lleno de malhumor y sospechas.

La actitud de Cozzo suscitó una nueva oleada de sospechas, pero siempre contenidas, siempre ocultas; y también al profesor Nicasio, que estaba presente, le hizo reaflorar el recuerdo de aquel baile de carnaval, en el que casi toda la noche su mujer estuvo bailando con Cozzo, razón por la cual tuvo un pleito con ella al volver a casa.
En resumidas cuentas, esa fue una noche muy larga para algunos; para otros, demasiado corta.

Como todas las noches, el abogado Zarbo se metió en la cama antes que su mujer. Había tenido un pésimo día a causa de la carta. En el tribunal, en el círculo y, sobre todo, en su fuero interno, azotado por el resentimiento y la piedad, por el amor y el rencor. No como los otros. Él sabía, él ya lo sabía.

Tomó un libro y lo abrió en la página doblada. Estuvo leyendo un buen rato, pero entre la mirada y la mente se interponía una especie de catarata. Sus pensamientos andaban en otra parte. Cuando levantó los ojos del libro tuvo un ligero sobresalto: su esposa estaba frente a él, desnuda, con los brazos levantados y la cabeza velada por el camisón que se estaba poniendo. Y le pareció que era el mejor momento para preguntarle, con voz incolora, con toda calma:

—¿Para qué le escribiste al Padre Lucchesini?

La cara de ella apareció de sopetón, congelada en una mueca de desconcierto, de alarma. Y preguntó, casi gritando:

—¿Quién te lo dijo?

—Nadie. Desde un principio supe que la carta era tuya.

—¿Por qué? ¿Cómo?

—Porque lo sabía.

La mujer cayó de rodillas, hundiendo la cara en el borde del lecho, como queriendo ahogar un grito.

—¡Conque lo sabías! ¡Lo sabías!

Y se quedó como estaba, sacudida por los gimoteos casi inaudibles.

Él empezó a hablarle del amor que le tenía, de su pena, mirándola con tierno desprecio, con piedad entre­verada de deseo y de vergüenza. Y cuando las cosas que decía llegaron al llanto, a las lágrimas, se acercó a ella, para abrazarla.

Pero ella se levantó de golpe al sentir que la tocaba. En sus ojos y en la boca había una risa maligna, fría, inmóvil. Tendió hacia él un puño cerrado, levantando luego el índice y el meñique, como si quisiera arrancarle los ojos, y de su boca salió el balido histérico y lamentoso del cabrón:

—Beeeeee… beeeeee…

 


 

El largo viaje


Parecía una noche hecha adrede. Bastaba moverse un poco para sentir la densa oscuridad casi cuajada. Inspiraba miedo el rumor del mar, la respiración de esa fiera que es el mundo, una respiración que se apagaba a sus pies.

Estaban con sus maletas de cartón y sus bultos en un trecho de playa pedregosa, entre Gela y Licata. Habían salido de sus pueblos al amanecer, pueblos de tierra adentro, agrumados en la región del feudo. Y llegaron al mar al oscurecer. Uno de ellos veía el mar por vez primera y lo aterrorizaba la idea de tener que cruzarlo desde esa desierta playa de Sicilia, de noche, hasta llegar a otra solitaria playa de América, también de noche. Porque así lo estipulaba el trato.

—Yo los embarco de noche –les había dicho aquel hombre, una especie de agente viajero muy labioso, pero de cara seria y honesta–, y de noche los desembarco en una playa de Nueva Jersey, a unos cuantos pasos de Nueva York… Y quien tenga parientes en los Estados Unidos, escríbales, para que lo esperen en la estación de Trenton, doce días después del embarco. Hagan sus cuentas… Y consideren que no puedo asegurarles el preciso día de la llegada… Pongamos que podemos encontrar marejadas, pongamos que estén vigilando la costa… Un día de más, un día de menos, no importa. Lo importante es desembarcar en los Estados Unidos.

Tenía razón; lo importante era desembarcar en Estados Unidos. El cómo y cuándo no tenían mucha importancia. Si las cartas les llegaban a sus parientes –con aquellos domicilios confusos y garabateados que apenas lograban escribir en los sobres–, también ellos podían llegar. “Quien boca tiene, a Roma va”, decía el proverbio. Atravesarían el mar, ese mar enorme y oscuro; llegarían a las stores y a las farmas de los Estados Unidos; serían recibidos con cariño por sus hermanos, tíos, sobrinos y primos; a las tibias, ricas y espaciosas casas; a los grandes automóviles, grandes como casas.

Por doscientas cincuenta mil liras: la mitad, al partir; la otra, al llegar. Ya tenían el dinero. Lo llevaban guardado entre la piel y la camisa, como un escapulario. Habían vendido todo lo que tenían, para reunirlo: el terrenito, la casa, la muía, el burro, las provisiones para todo el año, el bargueño, los cobertores. Los más listos recurrieron a los usureros, con la secreta intención de no pagarles al fin, al menos una vez, después de tantos años de sufrir sus vejaciones. Y estaban felices tan sólo de pensar la cara que pondrían al conocer la noticia. “¡Ven a buscarme a los Estados Unidos, sanguijuela! ¡Tal vez te devuelva el dinero, pero sin réditos, en caso de que me encuentres!” El sueño americano rebosaba de dólares. Ya no más dinero guardado en un viejo portamonedas, o escondido entre la piel y la camisa, sino echárselo con displicencia en los bolsillos de los pantalones; sacarlo en manojos, como los parientes, los mismos que se habían marchado muertos de hambre, flacos, quemados por el sol; los mismos que volvían después de veinte, treinta años, pero sólo de vacaciones, con la cara llena y sonrosada, que contrastaba con los cabellos blancos.

Ya eran las once. Uno de ellos encendió una linternita eléctrica: la señal de que podían ir a recogerlos, para embarcarlos.

Al apagarla, la oscuridad parecía más densa y amedrentadora. Pero minutos después, entre la respiración obsesiva del mar, se oyó una más humana, un doméstico sonido de agua, como si llenaran y vaciaran unos baldes, con ritmo. Luego oyeron un rumor, un cuchicheo. Antes de que el bote tocara tierra, se encontraron de pronto frente al señor Melfa, que era el nombre con que conocían al empresario de su aventura.

—¿Están todos? -preguntó el señor Melfa.
Encendió una linterna, los contó. Faltaban dos. Y agregó:
—Tal vez se arrepintieron... Tal vez no tarden... Peor para ellos, en todo caso. ¿Quieren que los esperemos, a pesar del riesgo?

Todos dijeron que no tenía caso esperarlos.

—Si alguno de ustedes no tiene listo el dinero en efectivo, será mejor que se meta el camino entre las piernas y se largue a su casa –advirtió el señor Melfa. Si alguno de ustedes piensa que puede sorprenderme estando a bordo, está sumamente equivocado, pues puedo regresarlos a tierra, a todos, como que Dios existe. Y no es justo que por uno paguen todos. A quien quiera hacerme una trastada puedo castigarlo con mi propia mano y con la de los compañeros; podemos darle una paliza que nunca olvide, si bien le va…

Todos juraron que tenían el dinero en efectivo, hasta el último centavo.

—¡Suban al bote! –ordenó el señor Melfa.

En un abrir y cerrar de ojos, cada uno de los viajeros se transformó en una masa informe, un racimo de equipaje.

—¡Pero por amor de Dios! Traen encima toda la casa –y empezó a insultarlos; terminó de hacerlo cuando todo estuvo a bordo del bote, hombres y equipaje amontonados, con riesgo de que un hombre o un bulto cayera por la borda.

Para el señor Melfa no había otra diferencia entre un hombre y un bulto que las doscientas cincuenta mil liras que cada hombre llevaba consigo entre la piel y la camisa. Él los conocía, él los conocía muy bien: estos peones ladinos, estos miserables.

El viaje duró un poco menos de lo previsto: once noches, incluyendo la de la partida. Y contaban las noches y no los días, pues las noches eran de una atroz promiscuidad, sofocantes. Sentían que se ahogaban con el olor de la nafta, del pescado y del vómito, como si estuvieran dentro de un negro y caliente alquitrán. Al amanecer subían a cubierta, chorreantes de sudor, extenuados, a nutrirse de luz y viento. Ellos creían que el mar era una llanura verdeante de mieses agitada por los vientos, pero ahora el verdadero mar los espantaba, les estrujaba las vísceras, y en sus ojos hormigueaba dolorosamente la luz tan pronto como se atrevían a mirarlo.

A la undécima noche el señor Melfa les ordenó que subieran a cubierta. Creyeron ver densas constelaciones que hubieran descendido al mar, como rebaños; pero eran los pueblos, los pueblos de la rica América que brillaban, como joyas en la noche. Y la noche era encantadora, serena y dulce; la luna en creciente pasaba detrás de una translúcida fauna de nubes, una brisa ligera aliviaba los pulmones.

—¡Ahí está América! -les dijo el señor Melfa.
—¿No hay peligro de que sea otro lugar? –preguntó uno de ellos, quien durante todo el viaje había estado pensando que en el mar no hay caminos ni atajos, y que sólo Dios podía encontrar en él la exacta ruta, sin errar, conduciendo un barco entre el agua y el cielo.

El señor Melfa lo vio compasivamente, luego les preguntó:

—¿Cuándo han visto en Sicilia un horizonte como ése? ¿No sienten que hasta el aire es distinto? ¿Ven cómo resplandecen esos pueblos?

Todos estuvieron de acuerdo con él. Miraron con pie­dad y resentimiento al compañero que hacía la pregunta tan estúpida…

—Ahora liquídenme el resto.

Hurgaron debajo de sus camisas y le dieron lo que faltaba.

—Preparen todas sus cosas –dijo el señor Melfa, después de guardar el dinero en una caja.

En ello emplearon pocos minutos, pues casi habían consumido todas las provisiones para el viaje –que ellos debieron llevar, según el trato–; no les quedaba sino un poco de blanquería y los regalos para los parientes que vivían en los Estados Unidos: algunos quesos de oveja, botellas de vino añejo, bordados para mesas de centro o respaldos de sofá. Bajaron al bote ligeros, riendo y tarareando; uno de ellos se puso a cantar a grito abierto tan pronto empezó a moverse el bote.

—¿Pero es que no entienden? –se enojó el señor Melfa. ¿O me quieren meter en problemas? Apenas los deje en tierra pueden ir al encuentro del primer policía con que se topen, para que los deporte inmediatamente; a mí no me importa, cada quien es libre de morir como se le antoje… Yo ya cumplí con mi parte, están en América, sólo me falta aventarlos a la playa… ¡Pero denme tiempo de regresar a bordo, por el amor de Dios…!

Le dieron más tiempo del necesario para regresar a bordo. Se quedaron sentados en la arena fresca, indecisos, sin saber qué hacer, bendiciendo e injuriando a la noche que los protegería mientras siguieran sentados en la arena de la playa, pero que podía tenderles una emboscada si intentaban alejarse.

“Sepárense”, les había recomendado el señor Melfa; pero nadie se atrevía a separarse de los compañeros. Y nadie sabía qué tan lejos estaba Trenton, nadie sabía en cuánto tiempo podrían llegar.

Oyeron un canto lejano, irreal. “Se parece al canto de nuestros carreteros”, pensaron, “el mundo es igual en todas partes; en todas partes el hombre expresa cantando la misma melancolía”. Pero estaban en América, y las ciudades que resplandecían detrás del horizonte eran las ciudades de América.

Dos de ellos se decidieron a explorar el terreno. Caminaron en dirección de la luz que el pueblo más cercano reflejaba en el cielo. Pronto encontraron una carretera: “asfaltada, bien cuidada; mejor que las nuestras”, pensaron. Pero la verdad es que la esperaban más ancha, más derecha. Se mantuvieron fuera de ella para evitarse problemas; caminaban a la vera, entre los árboles.

Pasó un automóvil. “Parece una seiscientos”, pensaron. Y luego otro. “Parece una milcién. Aquí usan coches italianos por puro capricho; se los dan a sus muchachos como nosotros les damos bicicletas.” Poco después pasaron dos motocicletas ensordecedoras, una detrás de la otra. Era la policía, sin lugar a dudas. Menos mal que caminaban fuera de la carretera.

Finalmente vieron dos flechas signaléticas. Miraron hacia atrás, hacia delante, cruzaron el camino, se acercaron a las flechas y leyeron: Santa Croce Camarina-Scoglitti.

—Santa Croce Camarina… Scoglitti… Me parecen nombres conocidos…

—Puede ser que por aquí haya vivido alguno de nuestros parientes, quizá mi tío, antes de irse a Filadelfia… Porque recuerdo que estuvo en otra ciudad antes de irse a Filadelfia…

—También mi hermano estuvo en otra ciudad antes de irse a vivir a Bruclin…  Pero no me acuerdo cómo se llama… Además, nosotros leemos Santa Croce Camarina, leemos Scoglitti, pero no sabemos cómo lo leen aquí; el americano no se pronuncia como se escribe.

—Es cierto. Lo bueno del italiano está en que siempre se pronuncia tal como se escribe… Pero no vamos a pasar aquí toda la noche; es necesario tener un poco de valor. Voy a detener al primer coche que pase y sólo les diré: “¿Trenton?” Aquí la gente es muy educada... Aunque no entendamos lo que nos digan, alguien hará un gesto, y así sabremos dónde queda la maldita Trenton.

De la curva cercana, a unos veinte metros, apareció una quinientos. El automovilista vio unos brazos levantados, pidiéndole que se detuviera. Enfrenó violentamente el vehículo, insultándolos. No pensó que se tratara de un asalto, ya que esa zona era muy pacífica; únicamente creyó que esos hombres le iban a pedir que les diera un “aventón”.

—¿Trenton? –preguntó uno de ellos.

—¿Qué? –preguntó, a su vez, el automovilista.

—¿Trenton?

—¿Qué? ¡Ustedes andan borrachos! –respondió airadamente el automovilista.

—¡Habla italiano! –dijeron ellos al unísono, consultándose con la mirada, pensando si sería conveniente revelarle a un compatriota la situación.

El automovilista cerró la portezuela y puso en marcha el motor. Y habiendo ya arrancado, aprovechando la distancia ganada, los insultó:

—¡Borrachos, borrachos y carnudos…! ¡Hijos de su…!

El resto de los insultos se perdió en la carretera. El silencio los rodeó.

Los dos se quedaron al borde de la carretera, como, estatuas.

Uno de ellos, al que no le parecía desconocido el nombre de Santa Croce Camarina, dijo después de unos momentos:

—Ahora recuerdo que mi padre vino una vez a Santa Croce Camarina, a trabajar en la siega… Una vez que en el pueblo nos fue mal con la cosecha…

Se dejaron caer a orillas de la cuneta, como cosas aplastadas, conscientes de que no había prisa alguna en decirle a los compañeros que los habían desembarcado en Sicilia.