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Jerzy Andrzejewsky



Selección,
traducción y
nota de
Alexander Bugajski




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Nota introductoria

 

Jerzy Andrzejewski pertenece a aquel pequeño círculo de escritores cuya silueta literaria resulta particularmente difícil de describir. Es imposible encajar su obra literaria dentro de un solo marco, analizarla de acuerdo a una sola fórmula, o ajustarla al concepto que se espera de una reseña basada en el manejo de categorías analíticas fijas. Andrzejewski no se limita a un solo estilo, no se atiene tampoco a una sola perspectiva, ni se aferra a algún motivo fijo o concreto. El autor no pretende erigir un esbelto edificio cuyos pisos, o partes componentes, repitan —conforme avanza la obra el motivo principal del conjunto trazado de acuerdo a un plano general. La fundamental e invariable característica de Andrzejewski es, precisamente, la movilidad. El autor cambia constantemente de tono, de actitud, de género y de forma. Hay ocasiones en que alterna su postura moralista con la de un ironista mordaz que, por momentos, raya en el sarcasmo. Asimismo, hay veces que aparece como adepto o partidario de determinada idea; en otras, como severo crítico o censor de alguna doctrina. Sus obras son fruto de una continua confrontación con la cambiante realidad cotidiana. El escritor siempre elige grandes caminos, no se conforma con simples senderos; lo que desea es mirar, penetrar en el espíritu de los tiempos, con sus propios ojos.

Andrzejewski comenzó su actividad como escritor bajo el signo de los grandes moralistas, bajo el signo de Mauriac, Bernanos y Conrad. Los grandes problemas morales, cuya solución buscaba el autor, en un tiempo, en las ideas católicas, se encuentran plasmados sobre todo en su primera novela, que le ha dado una bien merecida fama: Lad serca (El orden del corazón). Pese a que más tarde, en la época de la guerra, Andrzejewski se había apartado del catolicismo, la pasión por la gran problemática siguió caracterizando sus obras ulteriores.

El orden del corazón
es una obra que, sin lugar a dudas, está inspirada en el modernismo católico, al mismo tiempo que impregnada de una fuerte dosis de tinieblas típicamente pascaliana. El protagonista de la novela es un sacerdote llamado a servir a Dios. Su deber como pastor es hacer retornar la oveja extraviada a su aprisco, ayudar a las rezagadas y, además, obrar con eficacia para alcanzar su propósito. No obstante, el sacerdote desconoce por completo los métodos que le permiten lograr esta eficacia. Tampoco está completamente seguro de las ventajas y las desventajas que, en un momento dado, pueda ofrecer su obra caritativa. El mundo que le rodea se halla gobernado por el pecado, la tentación y el crimen, ya que la gente suele evitar, deliberadamente, el camino de la salvación. Lo que preocupa de sobremanera al párroco de Sedelnice es el hecho de que mientras algunas personas comprenden y comparten con entusiasmo su punto de vista, otras —que son la mayoría— están en total desacuerdo con su forma de pensar. Por esa razón, el padre Siechen anda a tientas en medio de la más completa oscuridad, entre una ferviente esperanza y una profunda desesperación. A pesar de que Dios es una certidumbre que él siente internamente con indudable claridad, está completamente consciente de que todo aquel que le sirve está condenado a la angustia y a la desesperación. Andrzejewski continúa con el mismo tono moralizador en su tomo de relatos La noche; una selección de cuentos en los que narra las experiencias trágicas y absurdas que ocurren durante la segunda guerra y la ocupación nazi. El protagonista es un hombre desprovisto de todo apoyo moral, salvo el sentido o conciencia de su propia libertad interna; un hombre despojado de todo derecho, excepto el de morir. Andrzejewski muestra su fuerza y su debilidad, su heroísmo y su cobardía, su horror por existir, el constante miedo que siente el hombre en contacto con el hombre, cualidades que el autor supone como rasgos comunes a la mayoría de los hombres de aquella tan difícil y cruenta época de la guerra.

Una especie de antítesis de la anterior obra —al menos en lo que al enfoque temático se refiere— la constituye uno de sus cuentos: “La mujer del pasaporte”, escrito en las postrimerías de la guerra, en la época de la “avecinante libertad”, a la cual, por cierto, hace el autor alusión en el relato. En este cuento, procedente de un tomo de narraciones titulado El zorro dorado, Andrzejewski, curiosamente —tal vez bajo los embates del júbilo que le embarga al presentir ya el próximo final del conflicto bélico— trata el tema de la ocupación alemana en forma un tanto original, un poco “a la ligera”. Las escenas de terror que inspira la guerra, las horripilantes imágenes de los campos de concentración, de persecuciones, de ejecuciones masivas, de razzias callejeras, son suplidas con anécdotas, con situaciones hasta cierto punto chuscas, que abundaban también —paradójicamente— en aquellos tiempos. El tema central del relato —tratado sin el menor asomo de dramatismo—, es la supervivencia del hombre, víctima de la guerra, quien en aras de conseguir su sustento diario no desdeña ningún tipo de trabajo. Un hombre que lleva a cabo toda clase de pequeños negocios que apenas le permiten sobrevivir en tan difícil época. Lamentablemente, en este tipo de transacciones comerciales nunca faltan tampoco algunos vivales sin escrúpulos, que aprovechando la guerra, hacen negocios a gran escala, como es el caso de Bascik quien, en una actitud anticívica, ha amasado una considerable fortuna a costa de los demás, fortuna de la cual —en forma por demás ostentosa— hace constante gala ante sus amistades. La mayoría de los amigos de Bascik son grandes “patriotas”, aficionados a la juerga y a la jarana, ambiente en el cual se desenvuelven habitualmente, olvidándose que su lugar está en la lucha contra el invasor —siguiendo el ejemplo de millares de combatientes— ya que la época de la guerra no es un momento propicio para frecuentar salones de baile, fiestas y reuniones, donde impera el ambiente saturado de algarabía y de jolgorio.

La primera novela de posguerra de Jerzy Andrzejewski —nacido en Varsovia el 19 de agosto de 1909 y fallecidoen 1983— es Cenizas y diamantes, obra en la que demuestra, una vez más, el grado de devastación moral como consecuencia y producto de la guerra. No obstante, el tema principal de la novela es un bosquejo de la realidad polaca en los primeros años de la posguerra, periodo caracterizado por un fuerte choque entre dos tendencias ideológicas totalmente opuestas. Esta novela es una abierta declaración ideológica de Andrzejewski, quien no duda ni por un solo instante a cual de los dos partidos políticos —que presenta en la obra— le asiste la razón, y a cual de los dos le desea personalmente que salga victorioso de la pugna ideológica que ambas tendencias sostienen entre sí. Al mismo tiempo, el autor esta totalmente consciente del hecho de que la contienda que sostienen entre sí ambas orientaciones políticas va engendrando una nueva fuerza de la historia, en una época tan confusa en que las palabras “enemigo” y “libertad” adquieren un valor semántico un tanto indefinido, que cada bando interpreta de acuerdo a su ideología. El sentido de estos dos vocablos resulta, sobre todo, no del todo claro y convincente para algunos excombatientes de tendencias reaccionarias, cuya postura ideológica es totalmente contraria a la que —a juicio del autor— habría de ser una fuerza positiva, como principio real y verdadero de una nueva vida.

Las complejas relaciones entre el hombre y la idea, entre la conciencia y la historia, que la novela Cenizas y diamantes no trata más que en forma un tanto superficial, llega a ser, en cambio, el tema central de dos obras posteriores de Andrzejewski: Las tinieblas cubren la tierra y Las puertas del paraíso. La primera de ellas es una novela cuya acción está ubicada en una dimensión concreta, mientras que su fábula, de carácter simbólico-alusivo, constituye un pretexto para dar cabida a metáforas filosóficas donde, bajo el hábito histórico de la época de la Santa Inquisición española, se habla del abuso de autoridad en nuestros tiempos.

Las puertas del paraíso
, en cambio, basada en una parábola poética de singular estructura, es una original novela de amor en donde, bajo la máscara del idealismo romántico, palpita una fuerte pasión amorosa, un amor sensual.

Dos elementos muy frecuentes en la prosa de Andrzejewski son, sin duda alguna, la ironía y el lirismo, mismos que aparecen con bien marcado acento en una de sus últimas novelas, Va saltando por los montes. En ésta, el autor retorna una vez más, a los temas contemporáneos aunados al género épico, aunque esta épica se encuentre transformada y actualizada conforme a las exigencias de las nuevas corrientes de la prosa moderna. El escritor de manera irónica pinta la imagen del Parnaso contemporáneo, de sus dioses actuales, de sus sacerdotes y de los ritos en medio de los cuales se desenvuelve la cultura de hoy en día. Sin embargo, la importancia de la novela no estriba únicamente en hacer una sátira al modelo de la cultura occidental. Va saltando por los montes alude también al artista, a su verdadera divinidad que se desprende de su propia conciencia; asimismo, toca el tema de la vejez y de la juventud, de la profunda brecha que las separa, y de la fuerte atracción y el magnetismo que, al mismo tiempo, las imanta constantemente.

Este espíritu épico y satírico que tanto caracteriza al autor está contenido también en una de sus últimas novelas, La pulpa.

En cambio, en la obra teatral Prometeo, Andrzejewski, en su nueva faceta como dramaturgo, echa mano de las costumbres antiguas, al tiempo que aprovecha los motivos de la tragedia esquiliana, entrelazando el tema de la rebelión y la codicia del poder con su fondo mitológico.

La mitología griega ha servido a Andrzejewski también para dar marco a uno de sus cuentos breves, “Narciso”, contenido en El zorro dorado. En este relato, tras el escudo de la famosa leyenda de Narciso, se esconde una severa crítica que hace el autor, en tono profundamente moralizador, al mundo actual. Como extraña coincidencia, el tema y la forma en que está escrito guardan una asombrosa similitud con algunos relatos de Rubén Darío contenidos en su célebre Azul, sobre todo, con dos de ellos: El sátiro sordo y El velo de la reina Mab.

 

 

Alexander Bugajski


Ficha Biográfica

 


Jerzy Andrzejewski nació en Varsovia, el 19 de agosto de 1909, murió en esta misma ciudad, el 19 de abril de 1983. Estudió Letras Polacas en la Universidad de su ciudad natal. Debutó como escritor en el año 1932 con su cuento “Mentira”. En 1936 publicó un tomo de narraciones Caminos ineludibles. Durante la ocupación alemana, militó en un círculo cultural clandestino. En 1949 fue elegido presidente del Sindicato de Escritores y durante un tiempo abrazó el ideario del realismo socialista. De 1952 a 1957 fue parlamentario. Sin embargo, con su novela Ciemności kryją ziemię (La oscuridad cubre la tierra, 1957), sobre la Inquisición española, inició una denuncia del poder autocrático y las ideologías totalitarias a través del género histórico, también adoptado en Las puertas del paraíso (1962), sobre la Cruzada de los Niños de 1212. Apelacja (Llamamiento) (1968) atacaba directamente al régimen comunista y fue prohibida. Miazga (Masa) (1969), un retrato de la intelligentsia polaca del momento, no pudo ser publicada hasta 1981. En 1979 colaboró en la fundación del Comité de Defensa Obrero para ayudar a los huelguistas y trabajadores despedidos. Después de la liberación residió en Cracovia y en Szczecin y, a partir de 1951, en Varsovia. En los años 1952-1954 ocupó el cargo de jefe de redacción del semanario Revista Cultural. Fue diputado a la Dieta en los años 1952-1957. Recibió en el año 1939 el Premio de los Jóvenes que le fuera otorgado por la Academia Polaca de Literatura por su novela El orden del corazón, y en 1946 el premio de la ciudad de Cracovia por su tomo de cuentos La noche, y, finalmente, en 1948, el premio del semanario literario Renacimiento por su novela Cenizas y diamantes (llevada al cine). Fue además prosista, ensayista y autor de guiones cinematográficos. Murió en Varsovia en 1983.

 


La mujer del pasaporte

 

A un año de la ocupación de la ciudad de Lwow por los nazis, un joven, de oficio radiotécnico, al sentir que estaba en peligro —por múltiples razones— su propia seguridad personal, había decidido abandonar su ciudad natal. Y en efecto, así lo hizo. Provisto tan solo de un pequeño maletín —ya que no poseía ninguna fortuna particular— se trasladó a Varsovia. Poco tiempo después, un nuevo curso de acontecimientos —todos ellos desfavorables y hostiles para él—, provocados por el tenaz desempeño de su habitual oficio, obligaron al joven radiotécnico lwowiano a cambiar de apellido. En esa situación, tan embarazosa, se ofreció a prestarle ayuda un antiguo compañero del colegio de Chyrow, de nombre Tonio, educado por los jesuitas, y ex propietario de una finca, ubicada cerca de Trembowla. A ese tal Tonio le iba ahora muy bien en sus negocios, al haber puesto en Varsovia, en sociedad con un grabador, un pequeño establecimiento que se dedicaba a falsificar credenciales —conocidas con el nombre alemán de “Ausweis”— al igual que bonos alimenticios, al mismo tiempo que mantenía un estrecho contacto con otra empresa afín, consagrada en cuerpo y alma a la fabricación de dólares falsificados.

Días más tarde, el joven lwowiano se hizo poseedor de una ejemplar y auténtica “kennkarte”1 , expedida en Bilgoraj, la misma que había pertenecido en otro tiempo a un hombre que acababa de fallecer hacía apenas algunos meses en circunstancias un tanto misteriosas. Al momento de “heredar” del difunto sus datos personales, el lwowiano comenzó a llamarse Jan Bielski. La edad —año de nacimiento: 1918— la dejó inalterada, tal cual; lo único que hizo cambiar fue la profesión y el estado civil. De esta manera, de radiotécnico se convirtió en guardabosque, y de soltero, en hombre casado. La esposa del finado tenía de nombre Stefania, y —según afirmaba el amigo chyrowiano— había pasado ya a mejor vida, lo cual hizo desvanecer de inmediato cualquier temor y escrúpulo moral que, en algún momento, llegara a sentir el joven lwowiano. Por consiguiente, al adquirir en esta forma una nueva filiación, pudo retornar, ya totalmente tranquilo y seguro, a su antigua vida.

Aproximadamente en esa misma época, había caído en semejantes problemas una joven varsoviana, soltera, oyente de unos cursos de medicina que se impartían en la clandestinidad. Poco tiempo después, unos amigos le consiguieron una ejemplar y auténtica “kennkarte”, expedida en Bilgoraj, a nombre de Stefania Bielska, quien había fallecido hacía cosa de un año en circunstancias un tanto misteriosas. El esposo de la difunta llevaba el nombre de Jan y, por cierto, también ya había muerto, lo cual hizo desvanecer de inmediato cualquier temor y escrúpulo moral que, en algún momento, llegara a sentir la joven varsoviana. Por consiguiente, al adquirir en esta forma una nueva filiación, pudo retornar totalmente tranquila y segura a su antigua vida.

Durante algún tiempo, los “cónyuges”, unidos de este modo en matrimonio, vivían en la misma ciudad de Varsovia sin saber absolutamente nada uno del otro. Hasta que un día sucedió que el lwowiano, hastiado ya de ganarse la vida con el tráfico de cigarrillos “de contrabando”, decidió —ante la insistencia persuasiva de una señora de alta sociedad buscar su sustento diario en otra clase de negocio, para dedicarse ahora a la compra y venta de pinturas al óleo y obras de arte en general. La susodicha dama, por miedo a razzias callejeras, muy raras veces salía de su casa, y sólo a escasa distancia por consiguiente, todas las transacciones comerciales las llevaba a cabo en su departamento, transformado con discreción y buen gusto en una tienda de antigüedades. Jan Bielski no conocía gran cosa de cuadros, porcelana antigua y tapices pero, siendo un muchacho inteligente y emprendedor, pronto encontró entre sus ex compradores de los Lucky-Strike y Chesterfield adulterados, a algunos a los que no tardó en persuadir acerca de los beneficios derivados de la adquisición de obras de arte.

Un tal señor Mariusz Glowacki, quien tenía ya muchos años trabajando como recaudador de rentas del Departamento Fiscal, pronto se convirtió en uno de sus clientes. Era el tal don Mariusz un hombre tranquilo y trabajador, quien, irremediablemente, habría muerto de hambre de haberse concretado únicamente al mísero sueldo que percibía, y si, siguiendo el ejemplo de sus compañeros, que apoyaban la campaña de sabotaje en contra de los decretos que promulgaban las autoridades alemanas, no hubiese tenido la brillante idea de congelar impuestos, cobrando por este favor dispensado a los contribuyentes la mitad del monto de la suma que éstos debían al fisco. Gracias a estas manipulaciones financieras de carácter patriótico-particular, a don Mariusz le iba ahora incomparablemente mejor que antes de la guerra, y puesto que era un hombre solitario, además de ser dotado de una fina sensibilidad por todo lo bello, muy en breve habría de convertirse —por conducto del lwowiano emprendedor— en cliente número uno de la dama aristocrática, y al mismo tiempo en flamante propietario de dos antiguas alfombras persas, de un reloj neoclásico, un hermoso escaparate, obra del célebre Chippendale2 y un secreter estilo Kolbusz. Este último, sobre todo, llegó a ser el objeto por el que mayor predilección tenía, a tal grado que, incluso, se le formó el hábito de sentarse todas las tardes junto a él a “jugar solitarios”, los que por cierto, nunca le querían salir, por lo que se veía obligado a efectuar ciertas maniobras “técnicas”, consistentes en el adecuado reacomodo de algunas cartas.

Otro de los clientes del ingenioso lwowiano era el antiguo propietario de un expendio callejero de aguas gaseosas, ubicado en la calle Wolska. Este hombre —Teodor Bascik, se llamaba— al haber sufrido su expendio graves daños materiales en una de tantas operaciones bélicas, comenzó —muy poco tiempo después del incidente— a volcar todo su interés en la bolsa de valores y, teniendo actualmente su propio despacho particular situado en los aledaños de la Plaza de Napoleón y disponiendo de un buen número de agentes a su servicio que andaban recorriendo la ciudad en busca de divisas extranjeras, oro y brillantes, había estado pensando desde hacía ya algún tiempo atrás en fundar, una vez terminada la guerra, un consorcio editorial de libros y revistas. Y, dada la casualidad de que, justamente, en ese tiempo estaba precisamente por estrenar su nuevo departamento de cuatro piezas, el lwowiano le hizo el “favor” de ayudarle a equiparlo, proporcionando una buena cantidad de cuadros, un piano de concierto de la marca “Steinway”, una alacena y dos cofres estilo renacentista, una pequeña cantidad de porcelana de Copenhague, unos tapices turcos, un par de antiguos candelabros judíos y, además, una colección de grabados ingleses. En sus ratos libres Bascik frecuentaba lugares donde a menudo los papeles de meseros y cantineros los desempeñaban conocidos actores y actrices. En estos locales públicos, precisamente, era donde a Bascik le gustaba mucho hacerse pasar por el llamado “chicho”, y a las personas del círculo artístico; a quienes invitaba comidas, cenas y numerosas tandas en la Barra, solía decir: “Ustedes nomás síganme a mí, a Bascik y ya verán cómo les va a ir de maravilla.” Así que, siguiendo su consejo, no se despegaban de él ni por un instante. En breve, a una de las actricitas la acogió temporalmente en su casa y, gracias a sus bien formadas piernas, mandó esculpir su propio busto a un maestro del cincel que tenía lindos ojos.

Pues bien, un día, aquel futuro potentado editor, habiendo planeado —también a instancias de la actricita—, organizar en su casa reuniones de artistas, andaba buscando precisamente un juego de té, apropiado para tales ocasiones. La dama de la sociedad, avisada por el lwowiano acerca de un nuevo pedido, que de seguro pudiera redituarle una buena ganancia, en seguida se dispuso a iniciar investigaciones telefónicas. Muy poco tiempo después, vino a parar a su casa un primoroso juego de loza inglesa de color azul, del siglo XVIII, para doce personas. El señor Bascik manifestó su deseo de ver el “equipo”, como él mismo decía, pero, cuando el lwowiano —después de haber concertado la cita en casa de la dama de sociedad— pasó por el cliente, media hora antes del término convenido, el mecenas del arte exclamó al verlo:

—¡Váyase usted con su loza a otra parte!

Su esposa había conseguido un mejor equipo.

El lwowiano no dejó traslucir en su rostro la impresión que le había causado esta noticia, y diciendo: “¡Pues, qué bien!”, se dejó introducir al salón, donde de las paredes colgaban los cuadros de caballos y ulanos, salidos del pincel del famoso Jerzy Kossak, al igual que “Las árabes” pintadas en tonos rosáceo-violetas, obras del no menos famoso Adam Styka. Sobre una mesita estilo Luis xvi, a la sombra de una menora judaica ornada3 con águilas, resplandecía un estupendo juego de té de fabricación japonesa.

—¿Eh? —exclamó Bascik.

El lwowiano dibujó en los labios una ligera mueca.

Pues, ¿qué  le  diré? Confieso que a  mí en lo personal no me cautiva la “niponería”. Me parece demasiado llamativa.

—¡Un momento, un momento! ¿No? —replicó aquél—. Usted puede decir lo que quiera pero, a mi juicio, para servir el té no hay como un equipo japonés, ¿eh? Además, ¿usted qué sabe de eso? Su esposa, en cambio, ella sí, para que vea, ella sí conoce mejor de estas cosas.

—Es probable —murmuró el lwowiano.—¿Y sabe usted, acaso, para quién habrán fabricado los nipones este equipo?

El marido de Stefania Bielska lo ignoraba. Confesó modestamente que lo ignoraba.

—¿Para quién cree usted que?... Pues... ¡ni más ni menos que para el mismísimo mikado! Sí, señor! —gritó Bascik. —Mire, observe, nada más, qué manera tan hábil de hacer las cosas...

En efecto, las finísimas tazas adornadas con primor con dibujos de aves multicolores iban a convertirse en su tiempo en un hermoso obsequio con que los mercaderes japoneses pensaban rendir un pequeño tributo al actual mikado, cuando éste era apenas un simple pretendiente al trono. Doce excelentes artistas del pincel habían hecho la maravilla de pintar, cada quien una de las tazas. No obstante, quién sabe por qué razón, tal vez por haber considerado la obra como no lo suficientemente digna de un monarca, o por algún otro motivo, la cuestión es que el hijo del mikado, al fin de cuentas hubo de recibir un regalo totalmente distinto al anterior y, en cuanto a la vajilla, ésta sería ofrecida en regalo a un afamado general, uno de los vencedores de Cushima. Este oficial de altísimo rango entregó, en cambio, las tazas, como prueba de cortesía, a un general ruso, quien había caído prisionero en uno de los combates. Éste, a su vez, las cedió a un sobrino suyo en calidad de un regalo de boda. La Revolución obligó al sobrino del general a buscar refugio en la ciudad de Roma, llevando, dentro de su equipaje la vajilla en cuestión, y allí mismo, en una subasta, el susodicho juego pasaría a poder de un fabricante de conservas oriundo de Chicago, gran coleccionista de antiguallas japonesas. Desafortunadamente, el fabricante habría de perecer poco tiempo después en un accidente automovilístico, y la vajilla llegó a parar, como parte de la herencia, en las manos de su hijo, quien, por razones patrióticas, sentía un profundo odio hacia Japón, y las colecciones paternas las llevó a exhibir en seguida en una subasta. Fue a partir de entonces que el frustrado obsequio para el emperador japonés comenzara a adornar el interior de la residencia de una estrella de Hollywood. No obstante, la estrella —a consecuencia de trastornos hormonales— empezó a engordar, y la vajilla sería vendida a un anciano marqués inglés, quien la había comprado para un joven bailarín parisino. Cuando el marqués hubo dejado al bailarín por un boxeador alemán, el juego de té japonés fue adquirido de inmediato por un rico banquero griego; sin embargo, cuando éste, poco después, por motivos de quiebra, tuvo la ocurrencia —en un momento de desesperación— de saltar de un avión en pleno vuelo, el preciado equipo fue a parar a un consejero de la embajada polaca en París, quien había tenido la dicha de haberse casado con una acaudalada dama de la aristocracia. De esta manera, las doce tazas de fina loza junto con su propietario llegarían a parar, tiempo después, a Varsovia. En el trágico mes de septiembre el consejero se vio obligado a huir del país para exiliarse en Rumania y, en cuanto al juego de té en cuestión, lo estaba vendiendo actualmente una indigente prima del consejero, quien estaba al cuidado de su departamento. Si bien es cierto que una de las tazas se había roto durante el sitio de la ciudad, sin embargo, un sobrino de la empobrecida prima, estudiante del liceo, pegó los pedazos en forma por demás impecable.

Mientras que Bascik estaba contando esta larga y compleja historia, el lwowiano, apenas prestándole atención, iba experimentando la ingrata sensación de ser un hombre dotado, por el destino de pronto, con una esposa desconocida. De esta desagradable meditación lo sacó, de repente, la exclamación de Bascik:

—¡Este sí que es un equipo! Posee una geología4 que la del mismo Radziwill.5

—En efecto —reafirmó el lwowiano.

En tanto Bascik, golpeando con los nudillos en la delgadísima —como la bienaventuranza del hombre— porcelana proseguía con su perorata:

—Confieso que ni siquiera sabía que tuviera usted una esposa. Pensé que era soltero. Lo felicito, tiene usted una mujer guapa y emprendedora.

El lwowiano carraspeó disimuladamente, en tanto, Bascik continuaba diciendo:

 
 

—Llega anoche a mi oficina, se presenta y me dice: “¿Quiere usted comprar un juego de té?” Entonces yo contesto: “¿Por qué no?, con gusto” Y ella prosigue: “Precisamente tengo para usted el juego que necesita.” “Ya sé —respondo— una loza inglesa, Lilo ¿no es cierto?” “¿Una loza?” —pregunta ella un tanto extrañada. Entonces yo digo: “Pues esa. Esa loza que su marido me quiere meter a fuerza.” Y ahí es donde noto de pronto que mi afirmación había sorprendido un poco a la mujer. “¿Mi marido?” —pregunta. “Ah, entonces no es su esposo el señor Jan Bielski?” —pregunto yo a su vez. Y ella se echa a reír contesta: “Ah, sí, pero lo que yo estoy ofreciendo no es ninguna loza, porque mi marido y yo hacemos negocio cada quien por su lado.”

—Así es —balbuceó el lwowiano—, cada quien hace negocio totalmente por separado.

—Gasté mucha plata, porque la gasté, ¿y qué? —y al pronunciar estas palabras Bascik se pegó un golpe en la rodilla—, pero, otro equipo igual no lo encontrará usted en toda Varsovia. ¿Dígame si no?

Una vez en la calle, el lwowiano entró en un café cercano, y desde allí empujado por una multitud que se atiborraba golosamente de tortas y pastelitos, le habló por teléfono a la dama de sociedad para informarle del fiasco de la transacción. En vista de que la dama de sociedad —al haber confiado demasiado en el buen éxito de la empresa que habría de llevar a cabo su intermediario—, había ya hecho, a cuenta de las ganancias, ciertos gastos; recibió la llamada del lwowiano con evidente disgusto. Este, en cambio, irritado por el fracaso en el negocio y por el mal humor manifestado por la dama de sociedad, respondió lanzando un par de palabras un tanto descorteses y, en seguida, aventó la bocina, cerrándose de esta manera el camino para su subsecuente carrera de vendedor de antigüedades y obras de arte en general. Acto seguido fue a buscar a su compañero de Chyrow para hacerlo responsable de haber resucitado en forma tan desleal a la difunta Arta Bielska. Sin embargo, Tonio no reconoció su culpa.

—¿Y por qué te preocupa tanto? —dijo al fin para concluir. —Tienes mujer para todo lo que resta de la guerra, no tienes que vivir con ella ni pagarle una pensión alimenticia. Y todavía te quejas?

—Este placer —replicó, evidentemente disgustado, el lwowiano —me cuesta por lo menos dos “quinientones”. Y además, por poco, me vieron cara de idiota, lo cual no me gusta en absoluto.

—¿Y a quién le gusta? —respondió el fabricante de falsos documentos—. Y si te vieron cara de idiota, pues tú ahora trata de desquitarte, ¿no?

—¡Bah! Pero ¿cómo?

Tomando, no obstante, en consideración la posibilidad de un eventual desquite, decidió acudir al ayuntamiento para, allí, en la oficina del registro, pedir, por si acaso, el domicilio de su mujer del pasaporte. Sin embargo, por el camino, entró en una cantina a tomarse un trago con el fin de darse ánimo y, a la cuarta copa, se le presentó la oportunidad de mediar en una pequeña pero ventajosa transacción de divisas. A su vez, en el siguiente bar que visitó, un conocido suyo de Lwow, con quien tropezara allí casualmente, le propuso —tomando en cuenta sus altos conocimientos en el ramo de la radiotecnia— la coparticipación en el montaje de una secreta estación transmisora. El lwowiano, olvidándose de sus tristes experiencias en este terreno, aceptó la propuesta y gracias a ello, dejó de pensar en su “esposa”.

Entre tanto, la joven varsoviana, a partir del día mismo en que supo a través de Bascik de la verdadera situación de su estado civil, comenzó de inmediato a contar a sus amistades acerca de su marido del pasaporte. En breve, dos de sus más cordiales amigas consiguieron el teléfono del lwowiano y, una tarde, cuando el joven hubo regresado a casa, después de una extenuante jornada de trabajo, la esposa del mayor Adamski, una regordeta rubia, que se dedicaba en ausencia de su marido al comercio de lana y tejidos de estambre, informó a su subarrendataria acerca de múltiples telefonemas.

—Mujeres —agregó con un dejo de amargura, ya que el lowawiano era un muchacho bien parecido y de agradable figura—. Dijeron que volverían más tarde.

Y, en efecto, pocos instantes después de la hora del toque de queda sonó el teléfono.

—¿El señor Bielski? —inquirió una agradable voz de mujer.

—Al habla —contestó el lwowiano—¿Cómo está Stefcia6 de salud? —continuaba hablando la agradable voz de mujer.

La esposa del mayor Adamski, entre tanto, como era lógico, estaba escuchando en secreto desde su habitación.

El lwowiano se quedó un tanto desconcertado.

—¿Stefcia? ¿No se habrá usted equivocado, acaso? ¿Cuál Stefcia? ¿A cuál Stefcia se refiere?

—¿Cómo que a cuál Stefcia? Pues... a Stefcia. ¿A quién más?

—¿Con quién quería hablar?

—Con el señor Jan Bielski. ¿No que me dijo que era usted?

—Pues si soy Jan Bielski, pero ¿de qué se trata?

—¡Oh, Dios mío! —replicó la agradable voz—, usted se está molestando y yo lo único que quería saber es si su esposa está en casa? ¿No estará durmiendo ya? ¡Sí, ya está durmiendo! —gritó el lwowiano y aventó la bocina.

Sin embargo, instantes después volvió a sonar el teléfono.

—¿Es cierto —contestó otra, también muy agradable voz de mujer— que usted y su mujer no viven juntos?

El lwowiano ahogó en la garganta una maldición para responder en un tono lo más tranquilo posible:

—Al contrario, señorita, mi esposa y yo vivimos juntos e inseparablemente. Ha sido usted mal informada.

—¿Usted quiere mucho a su mujer?

—Mucho. Y, por si fuera poco, hasta le diré que estoy terriblemente enamorado de mi esposa. Así como lo está oyendo: ¡E-na-mo-ra-do!

―¿Entonces, ¿por qué se molesta?

El lwowiano colgó estrepitosamente el auricular. A los cinco minutos, cuando precisamente se disponía a desvestirse para acostarse, el teléfono nuevamente volvió a repicar.

—Diga —contestó con una voz ahogada por la pasión.

—Señor, quisiera saber si su esposa es rubia o morena.

—Pelirroja.

—¿Y usted?

—También pelirrojo. Y los niños, cuando nazcan, serán igual de pelirrojos, como sus padres.

—Ah, entonces ¿usted no tiene hijos todavía?

La cuarta llamada sorprendió al lwowiano ya acostado en la cama. Lívido de coraje se levantó de un brinco y en pijama corrió al pasillo, y sin importarle ya el hecho de que la “mayoresa” anduviese merodeando junto a la puerta, lanzó un grito a la bocina:

—¡Cállate, vieja desgraciada! ¿Me dejas ya en paz, sí o no? Mejor consíguete a un macho con quien pasar la noche, en vez de matar el tiempo haciendo bromas estúpidas y payasadas.

En el auricular se escuchó una violenta reacción.

—Pero cómo se atreve usted? —exclamó, al cabo de un instante, una voz de hombre—. ¿Quién es usted? ¡Esto es increíble! Con la señora mayoresa Adamska es con quien quiero hablar.

Como se pudo comprobar más adelante, se trataba de un viejo conocido de años de la mayoresa, un anciano abogado y chambelán del Papa.

Durante los días siguientes los telefonemas vespertino-nocturnos se iban repitiendo con obstinada regularidad, haciendo acrecentar en el lwowiano el odio hacia la esposa del pasaporte, y en la mayoresa Adamska, el insomnio, provocado por duras experiencias de índole psicológico-corporal.

Mientras esto sucedía, la joven varsoviana, totalmente inconsciente de los problemas que suscitaba, gracias a sus múltiples relaciones y en ratos libres de estudio y de repartición de periódicos clandestinos, había alcanzado a vender a Bascik un gramófono eléctrico, cinco botellas de coñac francés, una alfombra de Beluchistán, cien navajas de afeitar de fabricación norteamericana, un corte de franela inglesa, un refrigerador, una pluma fuente “Watermann” y tres pares de gruesos calzoncillos suecos. Estas transacciones le dejaron, en consecuencia, una comisión, y además, por si fuera poco, fue invitada junto con su marido a la casa de Bascik para asistir a la solemne inauguración de las tertulias artísticas. La fiesta había estado programada para durar toda la noche. La joven varsoviana aceptó la invitación; en cambio, en lo tocante al marido, no abrigaba mayores esperanzas de que éste fuera a asistir. Explicó que su esposo se encontraba sumamente ocupado y que, además, no le gustaban las reuniones muy concurridas.

—¿Qué no le gustan? —se extrañó Bascik—. ¡Miren nomás! Un muchacho tan alegre, al parecer ¿Ah, con que un pelma, en una palabra? ¿No?

La esposa de Jan Bielski protestó categóricamente. No obstante, Bascik no se dejó persuadir tan fácilmente.

—¿Pero, qué cosa me está diciendo usted? Cómo es posible que un muchacho tan joven, saludable, apuesto?

—¿Apuesto?

—Y qué, no le parece apuesto?

—Yo no estoy diciendo nada —replicó de manera ambigua la joven varsoviana.

—¿Entonces? Cómo está, eso, joven, guapo y no le gusta divertirse?

—Porque, verá usted —respondió la joven varsoviana—, ¡él es tan hogareño!

Al día siguiente, poco antes del toque de queda, enfrente del “Aria” de la calle Mazowiecka se puso en marcha en dirección a Mokotow, donde vivía Bascik, un largo cortejo de “rickshaw’s” transportando a los invitados. Encabezaba a esta alegre comitiva Mascik acompañado de su actricita, en tanto, cerraba el desfile una “rickshaw” montada por un cocinero, quien había sido contratado expresamente para esa noche. Todos los pasajeros invitados se sentían muy alegres después de haber ingerido ya varias tandas de vodka, que les había ofrecido en forma tan generosa el mecenas del arte en el “Aria”. Y dado que las distancias entre los respectivos vehículos no eran muy grandes, durante el trayecto, en medio de la temprana oscuridad otoñal, como si estuvieran atravesando un sombrío y tupido bosque, los viajeros se iban comunicando entre sí, con sonoros y ruidosos gritos de: ¡hopa!, ¡hopa! Al poco tiempo de haber dejado atrás la plaza de la Unia Lubelska, la acompañante de Bascik, en un arrebato de súbita emoción, decidió colocar un ramo de rosas, que le había sido ofrecido en regalo por su amigo, al pie del muro de una casa, donde algunos días atrás fueran fusilados por los alemanes varios rehenes. Bascik, en vista de que no era un hombre insensible para los nobles gestos del corazón, ordenó al cochero que se detuviera; los demás vehículos también hicieron la parada, y mientras tanto, la joven actricita, anegada en lágrimas, tambaleándose ligeramente, depositó la ofrenda floral en la enlodada acera.

—¡Bravo! !Bravo! —exclamó uno de los invitados, de profesión periodista—. ¡Qué espléndido papel!

En seguida, el cortejo prosiguió su camino. El periodista, que viajaba a bordo de la segunda “rickshaw”, se entretenía cantando a voz en cuello un tango, un viejo tango que databa de la época de entreguerras: “La noche es nuestra, y fuera de ella no hay nada más ...” Tan pronto la comitiva hubo llegado al lugar de la reunión, la fiesta comenzó de inmediato a cobrar extraordinarios bríos. El baile parecía virar, flameando y revoloteando en el aire como un abigarrado carrusel ataviado con festones multicolores. Los bocadillos resultaron deliciosos y los licores exquisitos. Entre estos últimos no podía faltar, desde luego, el auténtico coñac “Martel” y el legítimo whisky, que solían vender los alemanes que volvían de Francia; tampoco tardaron en aparecer sobre las mesas, cubiertas con finos manteles, grandes garrafones de vodka añejo aromatizado con bayas silvestres procedentes de alguna cava aristocrática. La fiesta, en un principio congregada en el gran salón con paredes repletas de lienzos con “Árabes” y “Caballos”, no tardó en extenderse a otros aposentos.

¿Hay pluma, acaso, en todo el mundo que fuera capaz de describir esta noche de júbilo? Y además, ponte a pensar, hombre, reflexiona, ¿para qué demonios te mezclas entre toda esta gente? La noche afuera palpita hermosa, una noche de julio, y hay en ella más aliento de la próxima libertad que en cualquier otra noche de los cinco años ya transcurridos de la guerra. ¿Por qué, no obstante, cada vez que me inclino sobre una hoja de papel siento una congoja, una pesadumbre en el corazón? ¡Libertad, libertad!

En el amplio departamento de Bascik reina ahora una solemne e íntima penumbra. Precisamente, una vez concluidas las exhibiciones de baile y recitaciones de poemas, los invitados desparramados por diversas habitaciones, comienzan a entablar entre sí contactos de índole personal. Únicamente, el periodista, que apenas había cantado a bordo de la “rickshaw”: “La noche es nuestra, y fuera de ella no hay nada más”, ha logrado conservar en estas circunstancias su total independencia, ya que bajo los influjos del alcohol las cuestiones políticas lo absorbían al máximo, extremadamente. En breve, pues, una vez que logra congregar en su derredor un cierto número de oyentes, empieza delante de ellos a hacer confidencias, con exagerada sinceridad, de su actividad conspiradora. Algunos de entre los oyentes, también muy adictos a la política, siguiendo el ejemplo del periodista se van “destapando” poco a poco, acabando por revelar y descubrir sus propios contactos y actividades conspiradoras, al igual que los de sus amigos y conocidos. Aquellos, en cambio, que de tamaños contactos carecen y ningún tipo de actividad conspiradora desarrollan, inventan hechos, nombres y direcciones al instante, provocando en los demás un profundo sentimiento de envidia.

En el transcurso de estas animadas confidencias, al no poder encontrar desde hacía ya algunos momentos a su “adoptiva” actricita, quien él suponía— debía de haberse escabullido para ocultarse discretamente en alguna parte con el escultor, el de los ojos lindos, se dispuso a encender en todas las habitaciones las luces de arriba. Gracias a ello, la fiesta volvió a cobrar un carácter colectivo, y en cuanto a la actricita, ésta apareció, de pronto y sorpresivamente, saliendo a gatas de abajo del piano y abalanzándose sobre Bascik, se le colgó del cuello, y eso a la vista de todos los presentes, por no pertenecer, lógicamente, al gremio de aquellas personas que suelen disfrazar en presencia de la gente sus, más nobles sentimientos. Bascik, halagado sobremanera por este arrebato de afecto, decidió de repente que había llegado ya la hora de emprender los primeros pasos encaminados a la realización de sus proyectos editoriales y, en el acto, determinó comprarle a uno de los poetas invitados su tomo de apuntes filosóficos, y a un prosista laureado con el gran galardón de una ciudad provinciana, una novela de corte psicológico.

No fue sino ya bien pasada la medianoche, cuando los tertulianos hubieron agotado prácticamente todo el repertorio de coplas ucranianas y el ambiente se tornó melancólico y los corazones tiernos y nostálgicos, Bascik se percató de repente de que no se había ocupado lo suficiente de la joven varsoviana, la señora Stefania Bielska. Aunque se acordaba muy bien que ésta había llegado sin su marido, sin embargo, no estaba del todo seguro de que el joven esposo no hubiera asistido por separado. Decidió, pues, ir a buscar a la joven varsoviana y, al cabo de un largo peregrinar por su propio departamento, la encontró finalmente en compañía del prosista laureado con el gran galardón de una ciudad provinciana. Dado que éste era un escritor de corte psicológico, por consiguiente, sostenía con la joven varsoviana una charla de carácter puramente psicológico, es decir, decía cosas muy interesantes acerca de sí mismo. Llevaban un largo rato ocupados en estos menesteres, o al menos lo suficientemente largo para que la joven varsoviana hubiera comenzado a ponerse triste y a lamentarse, para sus adentros, de que su marido del pasaporte no se encontrara entre los presentes. No era cosa de extrañar, pues, que tan pronto Bascik se hubo plantado frente a ella e indagado por su esposo, los ojos de la joven hayan expresado, al instante, una honda tristeza.

―¡Ah, ya lo sé! Usted y su marido se habrán disgustado, ¿no es cierto? —intentó adivinar

La señora Bielska asintió tristemente con su linda cabecita.

—¡Ah, qué granuja éste! —se indignó Bascik—. ¡Una buena tunda es lo que se merece, eh! ese bandido?
Sin embargo, resultó que la señora Bielska lo ignoraba desafortunadamente.

—¡Ah, qué tipejo! ¡Miren nomás! —replicó Bascik— ¡Se fugó de su casa el muy canalla! Pero, no importa. No me llamo Bascik si hoy mismo todavía no los veo a ustedes dos completamente reconciliados. Síganme a mí, a Bascik, y ya verán cómo les va a ir de maravilla. Aunque usted tal vez no sepa dónde se haya metido su maridito, en cambio, Bascik sí lo sabrá, y en breve...

Y al pronunciar estas palabras fue a buscar entre sus huéspedes a uno de sus hombres de confianza, al joven Jas Mirski, oriundo de Mirow en la region de Podole, y a través de él se enteró de que Jan Bielski, quien en otro tiempo mantenía un estrecho contacto con su firma, vivía en el barrio de Powisle.

Tan pronto se presentó con esta información ante la joven varsoviana, Bascik planteó el asunto con toda firmeza:

—¿Quiere que se lo traigamos en seguida, eh?

―¿Ahora? —se espantó la señora Bielska.

—¡Claro! No hay que perder más tiempo —respondió Bascik—. Nomás confíen en mí y ya verán cómo me encargaré de que todo salga…

No bien hizo esta afirmación, se subió sobre el cofre estilo renacentista al tiempo que hacía una seña, como queriendo con ella dar a entender que deseaba dirigir unas palabras a sus invitados. La noticia sobre este acontecimiento no tardó en propagarse a vuelo de pájaro por toda la casa y, breves instantes después, el salón, junto con Bascik trepado sobre el cofre renacentista, se llenó de gente apretujada.

—¡Amigos! —así comenzó su discurso Bascik, una vez que en el salón hubo reinado el silencio—. Está presente aquí entre nosotros una mujer, y yo incluso diría una guapa mujer, quien ha experimentado —valga la expresión— ciertas desavenencias matrimoniales. Son cosas que suelen ocurrir muy a menudo señoras y señores. La vida, como ustedes lo han de saber, muy bien, no siempre suele ser un romance. También hay lágrimas que, de vez en cuando, nos depara.

De todas las gargantas brotaron, al unísono, prolongados suspiros.

—¡Ay, la vida, la vida! —exclamó una voz con un dejo de nostalgia.

La actricita de Bascik, con la cabeza apoyada en el hombro del escultor, el de la hermosa mirada, iba deslizando sus ojos llorosos por todo el techo.

—Así es, señoras y señores —proseguía Bascik—. Así es como suele ocurrir. ¿Y nosotros qué? ¿Nosotros qué, me pregunto? ¿Acaso, permitiremos que sufra una joven mujer?

—¡No, no lo permitiremos jamás! —gritó un coro de voces—. ¡Fuera el sufrimiento!

Bascik levantó la mano.

—¡Eso! De eso se trata, precisamente, de que no lo permitamos. ¿Somos una nación de caballeros, sí o no?

Y ahí fue, justamente, donde se tocó la llaga. Un desbordante entusiasmo envolvió a todos los asistentes, y una considerable parte de la concurrencia decidió, en seguida, salir a las calles con el fin de localizar —en la dirección señalada por Bascik— al esposo de la joven varsoviana, y una vez localizado, traerlo a Mokotow. Pocos instantes después, un grupito de hombres y mujeres salieron a la calle.

De acuerdo al reglamento previsto para la defensa antiaérea, las luces del alumbrado público no estaban encendidas, y las calles, debido a los rigurosos decretos, se mostraban desiertas y un tanto tenebrosas. Sólo bajo los muros de los edificios pasaban velozmente, de cuando en cuando, las patrullas de gendarmería, disparando de vez en vez para demostrar su presencia. En otras partes hacían lo mismo y con el mismo fin, los conspiradores que transportaban en camiones grandes, munición, ametralladoras y morteros. De esta manera, en medio de los disparos que retumbaban aquí y allá, la “compañía” encargada de localizar al marido de Stefania Bielska, despreocupadamente y sin ser molestada por nadie, marchaba recorriendo las calles de Varsovia, entonando bizarras canciones de guerra, alternándolas con viejos tangos de las épocas pasadas.

En Swietokrzyska, sobre el fondo de un decorativo panorama de vastas y fantásticas ruinas, el poeta, que había vendido a Bascik su tomo de apuntes filosóficos, ejecutó un número de baile, interpretando en forma conmovedora la muerte del cisne; mientras que un poco más adelante, en la plaza teatral, frente a los incinerados muros de la Ópera y del Teatro Nacional, la joven actricita se puso a declamar la escena del ballet de la obra Romeo y Julieta. A eso de las tres de la mañana llegaron al fin de Powisle, donde en una de sus calles adyacentes vivía Jan Bielski.

Era una sólida y corpulenta vecindad pintada de amarillo. Al escuchar el sordo golpetear a la puerta, no tardó en cundir un fuerte pánico entre los moradores del edificio. Un par de hombres alarmados bajaron a toda prisa, tan solo en paños menores, a los sótanos; en tanto, un cierto tenedor de libros, al acordarse de que apenas hacía algunos días había contado en su oficina una drástica anécdota acerca de Hitler, dejó a su familia —por cierto muy numerosa y a través del desván, trepándose sobre el tejado, se ocultó tras la chimenea.

Mientras tanto, el lwowiano, quien esa tarde, excepcionalmente, no había sido molestado por los misteriosos telefonemas, dormía profundamente y fuera de todo peligro. En cambio, la mayoresa, que padecía insomnio, al oír el sospechoso ruido, saltó de la cama y descalza con la bata sobrepuesta negligentemente encima del camisón irrumpió bruscamente en la recámara de su inquilino.

—¡Señor Juanito! ¡Señor Juanito! —comenzó a despertar al joven.

Apenas despierto, el lwowiano se incorporó en su lecho.

—¿Me hablan por teléfono?

—Mucho peor —murmuró la mayoresa—. La Gestapo. ¿La oye?

En efecto, abajo, ya desde el patio, se escuchaba el bullicio de numerosas voces. La mayoresa, temblando nerviosamente, se sentó a la orilla de la cama.

―¡Ya vienen!

—En efecto —reafirmó maquinalmente el lwowiano.

Y dado que la mayoresa proyectaba un agradable calor a través de suaves y blandas carnes, la abrazó y la atrajo hacia él.

—¡Querido! —musitó en un tono de alivio la mujer.

En tanto, el lwowiano sin prisa ni premura, pero con decisión, hace a oscuras todo lo que a un hombre joven, en semejante situación, le corresponde hacer. De pronto, el estrépito, el pataleo y el alboroto que llegaban desde la escalera, hicieron desprender a la mayoresa de entre sus brazos.

—¡Vienen por ti, Dios mío! —gimió doblemente infeliz la mujer.

El lwowiano, ya totalmente despabilado, saltó de la, cama. Al mismo tiempo, un violento golpeteo sacudió La puerta.

—¿Qué hacer, qué hacer? —temblaba la mayoresa.

—Pues abrir la puerta —respondió el lwowiano.

Su tranquila, un tanto brutal, voz varonil impresionó fuertemente a la mayoresa. Rápidamente se alistó física y moralmente y, una vez efectuados estos pequeños preliminares, salió a hacer frente al destino. Este, en tanto, apenas hubo abierto la puerta, lo invadió con una jubilosa, verdaderamente carnavalesca, algarabía. Un enjambre de gesticulantes y semidanzantes figuras irrumpieron en el pasillo.

—¡Bielski! ¿Dónde este. Bielski? —resonaron alegres voces.

—¿Dónde está el esposo?

—¿El esposo?

—¡Buscamos al esposo! ¡Venga el esposo!

Mientras tanto, el tenedor libros abrumado por la fatal anécdota, iba experimentando sobre el tejado momentos verdaderamente críticos, ya que era un hombre sedentario hace años y, además, por si fuera poco, padecía de acrofobia. Aferrado estrechamente al tragaluz en camisa, como una vela henchida por el viento, iba patinando con los pies calzados con blandas babuchas por el abrupto tejado y por encima de un oscuro abismo. “Sólo falta que me sorprenda aquí la alarma aérea para que me vuelva loco de remate” —pensó sin perder totalmente la cabeza. En tanto los hombres ocultos en los sótanos y los demás moradores del edificio aguzaban el oído.

—¡Exigimos que nos entregue al esposo! —gritaba el poeta, quien hacía unos momentos había danzado, sobre el fondo de las ruinas, la muerte del cisne.

—¡El esposo! ¡El esposo!

—¡Que aparezca el esposo!

Un crítico musical se puso a tararear la marcha nupcial de “Lohengrin”, en tanto que la joven actricita de Bascik, gesticulando vivamente, reproducía aparte, a través de la mímica, el monólogo de la lady Macbeth. El ingenioso lwowiano, al haber adivinado al vuelo de lo que se trataba, se había apresurado a cerrar por dentro la puerta con llave, y no la abrió sino hasta que la alegre comitiva hubo abandonado la casa. Antes de que esto ocurriera, sin embargo, tuvo que soportar un ataque conjunto a su habitación.

—¡Oh, Dios santo! ¡El esposo permanece escondido en el cuarto, cubierto con un manto! —gritó el poeta, pegando el ojo a la cerradura.

—Bielski, vete con tu esposa! ¡Tu esposa espera! ¡Tu esposa añora! ¡Tu esposa llora!

Tan grande fue el alboroto armado por la comitiva que, en un momento dado, la mayoresa se vio obligada a intervenir en el asunto.

—Señoras y señores —declaró con un acento de indignación—, parece que hay aquí un malentendido.

—¿Cuál malentendido? —se alzaron las voces—. Aquí no hay ningún malentendido.

—¡El señor Bielski es soltero! —afirmó con dignidad.

Como respuesta escuchó una sonora carcajada.

—¿Y tú se lo vas a creer, pobre mujer? —exclamó en un gesto trágico el poeta, juntando las manos entrelazadas ante la mayoresa.

Fue cuando a la mayoresa le invadió un repentino arrebato de valor. Con el rostro enrojecido de coraje, y señalando la puerta con el dedo, gritó con todas sus fuerzas:

—¡Fuera! ¡Largo de mi casa!

Entre los miembros de la expedición encargada de escoltar a Jan Bielski reinó una leve consternación.

—¡Fuera! —volvió a insistir la mayoresa.

Apretujados en el angosto pasillo, empezaron —movidos por un reflejo— a retroceder hacia la puerta. Por fortuna quien salvó la situación, en forma por demás honrosa, fue precisamente Jan Mirski.

—¡Señoras y señores —arengó—. Ante todo, no perdamos la calma. Nos hemos convencido —tal parece— de manera muy clara, que el señor Bielski no es un caballero y, por tanto, no merece el menor interés de nuestra parte. ¡Señora! —dijo haciendo una profunda reverencia ante la mayoresa, quien permanecía apostada envuelta en su bata —¡Señora! Tenga usted la bondad de dispensarnos esta nocturna e inesperada visita, pero la culpa que nos acompaña es en realidad menor de lo que pudiera parecer, dadas las circunstancias. Los móviles que nos guiaron para cometer tal atrocidad han sido —valga la expresión!— de una índole tal que…

—Entiendo —le interrumpió la mayoresa— y por eso no insisto en que me sigan dando más explicaciones, ya que ustedes no son, precisamente, las personas más indicadas para dármelas. Y ahora permítanme que me despida. ¡Adiós!

Esa noche nadie pudo conciliar el sueño en toda la vecindad. Dejando a un lado los problemas vinculados con la necesidad de bajar al tenedor de libros del tejado, una innumerable cantidad de versiones y de comentarios en torno a este suceso hicieron perder el sueño a todos los moradores. En vista de que el portero hacía apenas algunos días que había recibido en regalo de la mayoresa un kilo de estambre de lana, en consecuencia, a todas las preguntas formuladas por los inquilinos les daba una respuesta un tanto confusa y vaga. No era nada de extrañar, pues, que cuando muy por la mañana, después de una desagradable discusión con la mayoresa, el lwowiano abandonaba con su maletín la casa de Powisle, en las tiendas aledañas y en el cercano mercado de Mariensztat todo el ambiente tremolaba de chismes y de conjeturas. Ya desde las siete se había propalado por toda la ciudad la noticia en torno a un supuesto bloqueo de Powisle y acerca de centenares de víctimas sacadas a rastras de sus casas. En tanto, a través de otra corriente venía extendiéndose a matacaballo la fama de un joven francotirador que durante varias horas había mantenido en jaque a un grupo de gendarmes, contra quienes había librado una batalla campal, disparándoles desde un tejado. Mucha gente, incluso —a juzgar por sus palabras—, había escuchado estallidos de granadas y presenciado con sus propios ojos camiones repletos de genízaros. A las nueve la noticia acerca de una orgía de elementos de la Gestapo en casa de una agente llegaría a cavar muy pronto un atinado cauce. Poco antes del mediodía resultó que dicha agente había sido —a manos de los participantes del festín— cruentamente asesinada, en tanto un joven, quien desde algún tiempo viviera con ella, fue muerto arteramente a balazos.

Mientras que en esta forma se iba creando una historia más fuerte que la vida, el lwowiano, ajeno a todo, andaba buscando un nuevo lugar donde vivir. Las dificultades vinculados con esta tarea —precisamente los alemanes estaban llevando a cabo razzias callejeras— intensificaron en él, de nueva cuenta, el oculto odio hacia la mujer del pasaporte. Al fin, después de muchas peripecias, ya bien entrada la tarde logró depositar su maletín en un sumo y sombrío cuartito ubicado en la calle de Copérnico.

La nueva vivienda del lwowiano era una auténtica celda, provista de una angosta “ventila” que daba a un oscuro y enmohecido patio. Todo el mobiliario constaba de un catre de campaña, un taburete y una alcayata clavada en la pared que, según la opinión de su propietario, un ex funcionario jubilado, había de sustituir en forma provisional el armario. Dado que la estufa de calefacción se encontraba descompuesta, en el cuartucho hacía mucho frío. En cambio, como recompensa, no había un solo teléfono en todo el departamento.

Habiendo hecho un rápido balance de su ya bastante mermado capital, Jan Bielski se echó el abrigo encima de los hombros, se sentó a la orilla de la cama y, clavando a través de la ventana su vista en el pardo muro de un edificio de enfrente, se puso a cavilar con el ceño fruncido sobre las posibilidades de una eventual venganza contra la mujer del pasaporte. Por desgracia, nada logró inventar esa tarde, ni tampoco en el transcurso de los días subsiguientes. Si bien es cierto que algunas ideas le venían a la cabeza, sin embargo, las desechaba al momento, considerándolas como insensatas, o poco viables. No obstante, cuanto más meditaba acerca de un eventual desquite, tanto más deseo sentía de vengarse. Como consecuencia de esta incesante preocupación, adelgazó, perdió el apetito, al igual que también su innato ingenio y su otrora admirable espíritu emprendedor. Los ociosos y largos días los iba pasando metido en su lóbrego y frío cuartucho, y si alguna vez salía a la calle, lo hacía a hurtadillas, evitando con mucho cuidado las calles principales y, muy en especial, los aledaños de la plaza de Napoleón y los lugares públicos, donde podría toparse con Bascik o con alguno de sus conocidos. Descuidando de esta manera sus negocios, iba avanzando a paso rápido hacia su definitiva bancarrota, hacia un total agotamiento de sus ya de por sí escasos fondos, de los pocos que poseía aún. Hasta que, al fin, un día, estando ya tan sólo a un paso de la inminente e irremediable penuria económica, decidió retornar a la vida activa y restablecer de nueva cuenta el contacto comercial con la dama de sociedad, mismo que de manera tan desafortunada había roto con ella. Sin embargo, tuvo la mala suerte de que apenas hacia algunos días, en las tempranas horas de la mañana, la dama de sociedad había sufrido un fuerte ataque de migraña y, dado que no tenía calmantes y en casa no había nadie a quien mandar a comprar la medicina, ella misma resolvió ir personalmente a una botica cercana a comprar el medicamento. Sin embargo, la mala suerte quiso que en ese preciso momento llegaran los hitlerianos a bordo de camiones revestidos con toldos verdes y, en medio de una redada general fue capturada, entre otra gente, la dama de sociedad, cuando con el analgésico para calmar su dolor de cabeza abandonaba la farmacia.

Al enterarse de esta noticia, por teléfono, de labios de una tía de la dama de sociedad, el joven lwowiano hizo responsable también de este hecho a la mujer del pasaporte. Agobiado por este nuevo fracaso y por su sed de venganza todavía sin calmar, no abandonó durante dos días su habitación, despertando la desconfianza del casero, quien, incluso, empezó a sospechar que su arrendatario era un judío que andaba escondiéndose de los alemanes. Por fortuna, al tercer día, y eso a muy tempranas horas de la mañana, el joven salió por fin a la calle, en vista de lo cual, el jubilado ex oficinista —ya completamente tranquilo— decidió subir los costos relacionados con la necesidad de mandar componer la estufa que hasta el momento permanecía sin funcionar en el cuarto de su inquilino.

Mientras tanto, el lwowiano una vez en la calle dirigió sus pasos rumbo al ayuntamiento y al llegar allí comenzó en seguida a buscar la oficina del registro citadino de domicilios. La localizó, desde luego, sin mayores dificultades y, una vez provisto de una forma especial, se encaminó hacia el mostrador para llenarla con calma. No obstante, pronto se dio cuenta de que poco era lo que en realidad en esta materia había que hacer. Así que puso: Stefania Bielska. En cuanto al rubro correspondiente al nombre del marido, lo llenó con la chirriante plumilla en forma muy cuidadosa, y esto, en realidad, era todo lo que sabía acerca de su “esposa”, a quien con tanto empeño andaba buscando. Al calce de la hoja puso, según el requisito, su propio nombre y apellido, además de su domicilio.

Cuando consciente y avergonzado de su escasa información al respecto, acercó con timidez a una empleada la forma que había llenado, esta mujer de edad indefinida, menuda y marchita, ataviada con un vestido negro adornado con un blanco cuello de encaje, tan pronto hubo leído el nombre de la persona buscada y el apellido de quien la buscaba, alzó por encima de la hoja su rostro de ratón y miró a su cliente con especial atención. El joven hombre dibujó una amplia sonrisa, sin embargo, se percató al momento de que dicha sonrisa había resultado un tanto artificial. En tanto, la menudilla empleada le seguía mirando de manera cada vez más insistente.

—¿Está usted buscando a su esposa? —inquirió al fin con su chillante vocecita.

—En efecto —respondió el lwowiano.

Al escucharlo, la empleada suspiró con compasión:

—Dios mío, ahora todo el mundo se anda buscando. Se ha extraviado la gente, se ha perdido de vista...

—¿Hace tiempo que se han separado ustedes?

Jan Bielski se movió en gesto que denotaba cierta consternación.

—Oh sí ya tiene algún tiempo.

La empleada; suspiró y, de pronto, sonrió con cierto aire de ternura maternal.

—¡Es una verdadera dicha que al fin están ustedes a punto volver a encontrarse ¡Qué casualidad! Veinte años llevo aquí trabajando en esta oficina del registro domiciliar y nunca jamás me había ocurrido algo semejante. —¿Desde hace tiempo que no ve usted a su esposa, verdad?

—Bastante.

—Lo único que puedo asegurarle es que su esposa sigue siendo linda y encantadora.

—¡Hum! —murmuró el lwowiano.

—¡Ya ve usted! Las empleadas, señor, todo lo saben.

“¡Es una loca!” —pensó el lwowiano. La diminuta empleada del blanco cuello de encajes sonrió graciosamente.

—¿Y no le gustaría saber quién estuvo aquí hace apenas un momento, hace un cuarto de hora cuando mucho?

El hombre joven se sintió cada vez más desconcertado.

—Y se detuvo aquí, junto a esta misma ventanilla —proseguía la empleada—. Y también estaba buscando la dirección de alguien. Y también a su esposo lo había dejado de ver desde hacía ya algún tiempo. Y era muy, pero muy guapa... —¿Pues ahora ya adivina usted quien estuvo aquí, a qué persona me refiero?

Jan Bielski no era propenso por naturaleza a ruborizarse, sin embargo, en ese momento un oscuro rubor bañó sus mejillas. Instantes después, despedido tiernamente por la diminuta empleada, radiante de alegría, con la dirección de su esposa en el bolsillo, se encontró frente al Ayuntamiento.

Y canturreando jubilosamente, se encaminó hacia adelante.

En Krakowskie Przedmiescie topó por el camino con Tonio, a quien no había visto desde hacía algún tiempo.

—¿A qué se debe tanta alegría? —quiso saber el fabricante de falsos documentos.

—¿Yo? —se sorprendió el lwowiano—. ¿Alegre?

—¿Te fue bien en algún negocio?

—¿A mí? ¿Un negocio? ¿Por qué me habría de ir bien en algún negocio? No he hecho ningún negocio. Vamos a ver. No está descartada la posibilidad de que tal vez haga un buen negocio.

Tonio miró a su amigo con nada disimulado recelo.

—Confiesa, ¿has tomado copas?

—¿Yo? ¿Por que? —protestó enérgicamente el lwowiano—. ¡Ni de chiste! No he tomado ninguna copa. Es decir, sí estuve, pero no allí donde tú crees. Y ¿sabes que?, mejor platicaremos en alguna otra ocasión porque ahora…

—¿Qué, llevas prisa?

—¿Que si llevo prisa? No exactamente, aunque, a decir verdad, sí…

—¡Virgen Santa! —exclamó espantado el chyrowiano—. ¡Hombre! ¿Qué pasa contigo? —¿Te has lastimado la cabeza, o qué?

—¿Yo, la cabeza? —se sorprendió sinceramente Jan Bielski—. ¡Que va! ¡Ni pensar! No, no me he lastimado ninguna cabeza. ¿Por qué habría de lastimarme la cabeza? Lo que sucede es que llevo prisa. Sabes, ahora que me acuerdo, llevo muchísima prisa. Bueno, pues, hasta la próxima. ¡Chao!

Y lanzando una sonora carcajada se alejó canturreando, dejando al atónito chyrowiano a la mitad de la acera. Estaba lloviznando y en el aire gravitaba una ligera bruma otoñal. El chyrowiano siguió con la vista a su ex compañero del colegio. Al cabo de un momento alcanzó a verlo detenerse frente a una florería cercana, donde permaneció unos instantes mirando atentamente el aparador. En seguida, abriendo la pesada puerta del establecimiento, entró a su interior para, momentos después, salir otra vez a la calle y, con un ramillete de flores bajo el brazo, a paso ligero, siguió su camino…

 

 

 
Julio de 1944

 



1 Kennkarte, en alemán cédula de identidad. [N. del T.] 
 

2 Chippendale (Tomás), ebanista inglés (1718-1779), creador de un estilo de muebles muy difundidos. [N. del T.]

 
 

3 Menora, candelabro de siete brazos, utilizado con frecuencia por los judíos durante sus ceremonias litúrgicas. [N. del T.]

 

4 Geología. Bascik confunde, sin duda alguna, la palabra geolo, con el vocablo “genealogía”. [N. del T.]

 

5 Radziwill, apellido de una muy numerosa dinastía de príncipes polacos. [N. del T.] 

 

6 Stefcia, en polaco, diminutivo afectivo del nombre Stefania. [N. del T.]

 

 


 

Narciso

 

Una de las leyendas griegas cuenta que un bello joven de nombre Narciso estaba tan enamorado de su hermosura, que un día se ahogó en una fuente, sobre cuyas aguas cristalinas solía inclinarse buscando en ellas su propio reflejo. A su muerte brotó a la orilla del manantial una primera flor, bautizada por la gente con el nombre de narciso. Así dice la leyenda. No obstante lo que en realidad le ocurriera a Narciso es lo siguiente:

En cierta ocasión, durante la guerra de Troya, Zeus acompañado de Palas Atenea habían bajado del Olimpo a la Tierra, es decir, habían emprendido un viaje con el fin de llevar a cabo una inspección divina. En su recorrido por el país de los helenos toparon por el camino con Narciso. El agraciado joven se encontraba arrodillado al borde de una laguna silvestre, contemplando con embeleso su rostro reflejado en el diáfano espejo de las aguas.

—¿Cómo estás, Narciso? —dijo el padre de los dioses.

Narciso se levantó rápidamente y al ver frente a él a los poderosos moradores del Olimpo los saludó con una profunda reverencia.

—¿Qué es lo que buscas en el lago, Narciso? —inquirió Palas Atenea, al tiempo que su coraza y su yelmo iban despidiendo un resplandor más claro que la luz del día.

—¡No estoy buscando nada, oh divina Paladio! —respondió Narciso—. Solamente me he puesto a contemplar mi belleza. ¿Acaso no soy bello?

—¿Y para quién eres bello, Narciso, si es que se puede saber? —preguntó la diosa.

El apuesto joven se quedó un tanto sorprendido, a la vez que un poco desconcertado.

—¿Cómo que para quién? —¿Acaso tú misma no te has dado cuenta, oh, Paladio!, de que soy el mozo más hermoso del mundo?

—No —replicó Palas Atenea—. A mí no me parece que seas hermoso. Para mí que no eres más que un simple enclenque.

—¡0h, Palas! —exclamó Narciso, dolorosamente herido en su amor propio y al mismo tiempo un tanto asustado.

—La más sabia de las sabias tiene toda la razón —tomó la palabra Zeus, quien había permanecido callado hasta el momento—. En efecto, te falta mucho, Narciso, para alcanzar el ideal de la belleza. Tus ojos —aunque, reconozco, no son feos—, están nublados por un ligero velo de insana melancolía. Tu tez está demasiado pálida. El cabello, cuidado con excesivo esmero. Hasta tu misma voz resulta poco natural; hablas con bien manifiesta afectación, como si te diera miedo que las palabras pudiesen deformar la hermosura de tus labios. Además, tu cuerpo es demasiado delicado y tus músculos muy poco desarrollados. No creo que tus muslos y tus pies puedan soportar largas caminatas y en las carreras pudieran servirte de ayuda. Tampoco tus manos me agradan en lo absoluto. Tal vez tengan una bonita forma, pero estoy seguro que no soportarán el peso de la espada ni del escudo.

Narciso se ruborizó y miró a hurtadillas las aguas de la laguna. Pero en ese preciso momento un suave soplo del viento turbó la superficie, tranquila hasta ese instante, por lo cual Narciso no alcanzó a percibir su reflejo.

—Me da la impresión, Narciso —prosiguió Zeus—, de que estás llevando un inadecuado tren de vida. Estás como apartado de la realidad. Te adoras más a ti mismo que a la demás gente. Tú mismo te estás convirtiendo en tu propia añoranza. ¿Acaso no llega hasta ti la potente y estremecedora voz de nuestros grandes tiempos? Acaso no sabes nada de la guerra troyana? ¿Por qué no tomas parte en la guerra de Troya? ¿No sabes, acaso, que los jóvenes más gallardos y más nobles participan en los combates? ¿Y tú dónde estás? ¿Dónde estás, Narciso? Acaso una solitaria y apartada floresta sea en nuestros tiempos una digna estancia para un hombre joven? ¿Acaso, mientras que otros están librando una lucha encarnizada, a ti no te da pena mirarte en el espejo de las aguas transparentes de la laguna? ¡Ponte a reflexionar, Narciso! Deberías tener más movimiento, deberías convivir con la gente, participar en la causa humana, en vez de estar perdiendo valiosas horas en extasiarte contigo mismo. ¿Acaso tengo que recordarte que Hércules ya desde la cuna traía suficiente fuerza para retorcer la cabeza a las serpientes? ¡He aquí un modelo que habrías de imitar! Sus huellas son las que deberías de seguir. Tienes que ser viril y audaz, Narciso. Conquistador y victorioso.

—¡Pero, oh, Zeus! —exclamó Narciso temblando—. Si he de caminar mucho, qué pasará con mis lindos pies? ¿No se me aparecerán várices en mis piernas? 0, al empuñar la espada y el escudo, no se me harán callos en la palma de mis manos? Y, al convivir con la gente —¿no será que mi belleza física les irá pareciendo común? Acaso la gente tiene que mirarme forzosamente? ¿Acaso no basta el hecho de que yo exista y sea extraordinariamente hermoso?

—Ya te he dicho que eres un enclenque —le interrumpió Palas Atenea, y acercándose hacia él le golpeó ligeramente con el dedo en su pecho.

Narciso se tambaleó, palideció y ante el deslumbrante resplandor de la coraza divina, se cubrió los ojos con la mano. Los olímpicos prorrumpieron en una desdeñosa carcajada.

—Tú mismo te das cuenta, Narciso —dijo Zeus—, de que no eres más que un simple debilucho, y todo aquel que sea débil e impotente nunca podrá ser bello. Recuerda, por tanto, mi Narciso, nuestras indicaciones, y si no quieres exponerte a nuestra ira, te aconsejo que las sigas al pie de la letra y eso sin dilación. Me has entendido, Narciso.

Narciso, como respuesta, rezongó unas palabras ininteligibles. Al oírlas, Zeus frunció el ceño en señal de disgusto.

—¿Por qué no pronuncias claro tus palabras, Narciso? Nosotros exigimos de la gente que se exprese con claridad. Tengo muy buen oído y, sin embargo, no alcancé a oír tu respuesta. Así que te vuelvo a preguntar por segunda vez: ¿Has entendido, Narciso, lo que tienes que hacer?

—Lo he entendido —murmuró Narciso ya con mayor claridad, aunque todavía con una voz débil.

—¿Y aún sigues considerando que eres hermoso?

—¡Oh, no! —respondió el joven—. Ahora entiendo todo. No soy hermoso. Soy un enclenque. No soy más que un simple debilucho. Soy horriblemente feo, ya que todo aquello que es débil e impotente no puede ser bello jamás.

Los dioses se miraron uno al otro.

—Lo que acabas de decir —confesó Zeus, acariciándose las barbas— suena un tanto declaratorio. Y tú sabes muy bien que no son las declaraciones lo que exigimos de ti, Narciso. Lo que estamos exigiendo de ti son...

—¡Los hechos, los hechos! —exclamó Palas Atenea, y su poderosa voz hizo que el aire se meciera y el bosquecillo en torno al lago sonara rumoroso.

—Correcto —concluyó Zeus—. Eso es, precisamente, lo que exigimos de ti, Narciso: los hechos. Y más que nada, una verdadera comprensión del meollo, de la esencia de tus errores.

—¿Así que, de veras, ya no te consideras hermoso?

—¡Oh, no! —contestó Narciso con gesto de sincero arrepentimiento—. Al contrario, soy un muchacho espantosamente feo.

—Si realmente piensas así —le respondió Zeus— y tu autocrítica es sincera, entonces, ¡manos a la obra, Narciso! Tienes que hacer méritos para llegar a ser verdaderamente bello. Los tiempos que tenemos son verdaderamente gloriosos, y tú tendrás que ser bello a su medida.

—¡A los hechos! gritó Palas con voz sonora.

Tan pronto los olímpicos se hubieron alejado, extinguidos sus poderosos pasos y apagado el brillo que despedía la coraza de Atenea, Narciso volvió a la orilla del lago, se arrodilló y dirigió una mirada al agua que, otra vez tranquila y transparente, reflejaba fielmente su inclinada silueta.

—¡Oh, dioses! —musitó Narciso sumido en reflexiones—. ¿Es verdad que no soy bello?

—¿Bello? —respondió desde el fondo del bosque la ninfa Eco, quien muriera a causa del amor no correspondido que profesaba a Narciso, y andaba deambulando desde entonces a través de los yermos en forma de un eco.

—¡No, no! —gritó en voz alta Narciso—. —¡No hay duda al respecto! Sí, ¡soy bello! ¡Soy bello!

—¡Bello! —susurró el bosque.

Pero en ese preciso instante se desató un fuerte vendaval, el cielo se cubrió de pesados nubarrones en medio de la oscuridad y de un violento aguacero, los relámpagos empezaron a caer del cielo, y con el intenso retumbar de los truenos tembló la tierra. Al susceptible y sugestionable Narciso le pareció percibir, con toda justicia, en esa inesperada tormenta una señal de la ira de Zeus, y esta seria advertencia la tomó tan a pecho que, conforme a las indicaciones de los dioses, decidió cambiar de vida.

—¡Adiós, tiernas aguas que habéis reflejado mi hermosura! —dijo, una vez que el temporal hubo amainado y el cielo, serenado un poco—. ¡Adiós, mi grata soledad! ¡Adiós, fiel eco! ¡Adiós, mi hermosura! Detesto a Hércules, y sin embargo, me haré semejante a él.

Al pronunciar estas palabras, una vez más se inclinó sobre su silueta reflejada en la cristalina agua y, acto seguido, acompañándose con su predilecto caramillo,1 se encaminó hacia los poblados.

Transcurrieron algunos años desde ese memorable suceso. La guerra troyana proseguía. Un día, Zeus, sintiendo la necesidad de establecer contacto con las masas trabajadoras, resolvió emprender un nuevo viaje a la Tierra. Esta vez, además de Palas Atenea, se llevó como acompañante a Apolo, mecenas y protector de las bellas artes, ya que en aquellos tiempos remotos la gente no había inventado aún el estúpido refrán, según el cual en tiempos de guerra las musas callan.

Iban caminando, pues, una primorosa mañana primaveral a través de la tierra griega los tres dioses, sosteniendo una animada charla acerca de los errores ideológicos, en los que, junto con Caronte y Cerbero, había incurrido el amo de los infiernos, Hades, cuando de pronto en el trayecto que conducía a la ciudad de Tebas, se levantó bruscamente desde el pie de un árbol de olivo un greñudo y mugriento vagabundo, quien lanzando un sonoro grito se les atravesó en su camino.

—¡Bienvenidos, oh dioses poderosos! —exclamó aquel vagabundo con voz enronquecida—. Creo adivinar que es a mí a quien buscáis. ¡Y aquí estoy!

—¿Y quién eres, buen hombre? —indagó Zeus.

—¿Cómo que quién soy? —replicó el desaliñado greñudo—. ¿Acaso no me reconocéis, oh dioses? ¿No me reconoces, Zeus? ¿Tampoco me reconoces tú, omnisapiente Palas? ¡Soy yo, Narciso!

—¡Oh, musas de alas ligeras!—gimió con ojos llenos de espanto el dios Apolo—. ¿Es posible que tú seas aquel joven en otro tiempo célebre por su belleza?

—¡Apolo! —se dirigió a él la diosa Palas—. Parece que te has olvidado de nuestra resolución de que Narciso nunca ha sido bello.

El protector de las musas se quedó perplejo.

—¡Oh, mil perdones! —exclamó apresuradamente—. Me he equivocado de épocas. Se me ha olvidado que la gente está ahora en la guerra de Troya. Os pido disculpas.

—¡Apolo! —reiteró Palas Atenea, esta vez acentuando ya con particular gravedad su llamada.

Y ahí fue donde Zeus alzó la mano habituada a arrojar relámpagos y rayos luminosos.

—No me parece correcto que los asuntos divinos sean examinados con la participación de los mortales. A nuestro regreso al Olimpo hablaremos sobre este tema.

Y dando por lo pronto el asunto por terminado, se dirigió al vagabundo, quien a manera de un forzudo presto para la pelea, permanecía apostado a mitad del camino con las piernas abiertas en compás y con los brazos en jarras.

—¿Conque dices, buen hombre, que tú eres Narciso?

Como respuesta aquél asintió orgullosamente con su melenuda cabeza.

—Será posible que durante todos estos años haya embellecido de tal modo que ahora no puedas reconocerme, Zeus?

—Sí —contestó el padre de los dioses—, ahora te reconozco. Te reconozco por tu tono presumido, Narciso.

—¡Eres injusto conmigo, oh, Zeus! —vociferó con voz de pavo real Narciso—. ¿No ves que he seguido fielmente todos tus consejos e indicaciones? He procedido de acuerdo con tus preclaras recomendaciones. Vivo entre la gente, visitó las comarcas, consolido mis fuerzas y ya nunca más ando buscando mi propio reflejo en el espejo de las aguas transparentes de la laguna. Ya hasta me he olvidado de mi antiguo aspecto, en tanto que el actual lo desconozco por completo.

—Qué olor más feo emana de ti, Narciso! —le interrumpió Zeus—. ¿No será que no te has lavado durante todo ese tiempo?

—Ni una sola gota de agua, con excepción de las de la lluvia, ha mancillado mi cuerpo —replicó con alarde Narciso—. Si tú mismo me habías exigido, oh Zeus, que mi cuerpo se tornara menos delicado. Mira ahora mi piel. Está más dura que la de un buey, e insensible a los vientos, al calor y al frío como las suelas de tus sandalias. ¡Ah, y mis músculos! —¿Acaso no tienen la tensura y la resistencia de una correa? Durante un año trabajé con los leñadores, otro con los cargadores en el puerto de Corinto para que mis músculos cobraran la misma tensura que los de Hércules. Y creo que ya hasta los igualan.

—Narciso —intervino el, por naturaleza, musical Apolo—; tu voz suena muy enronquecida.

Narciso inclinó la cabeza ante el protector de las bellas artes.

—¡Oh, Apolo! Deberías estar orgulloso de mí. He puesto mucho empeño en que mi voz se hiciera varonil y fuerte. Cada vez que surgía la tormenta, traté de opacar con mi voz el retumbar de los truenos. Asimismo, me paraba frente a las fraguas e incluso llegué a la conclusión de que mi voz no la logran opacar ni siquiera los más fuertes y estrepitosos golpes de martillo.

—Tu esfuerzo me parece de lo más loable —dijo Zeus— pero, ¿acaso prestabas atención en tales casos, a lo que decías?

—¡Oh, Zeus! —replicó Narciso—. ¿Acaso gritando se puede pensar al mismo tiempo?

—¿Entonces, no pensabas en lo que decías?

—Pensaba en decir las palabras lo más fuerte posible —contestó Narciso.

—Traes los ojos llenos de pus —constató con reproche Apolo. Narciso retrocedió un paso.

—¡Oh, dioses del Olimpo! —gritó tan fuerte que las tiernas hojitas de los olivos temblaron en el aire, y con tanta falsedad en la voz que a los dioses hasta se les retorcieron las orejas—. Me he estado enjuagando mis ojos con arena para borrar de ellos toda mi melancolía, que con tanta razón había sometido a crítica el omnipotente Zeus. Así pues, como ves, no he descuidado nada e incluso traté siempre de corregir todos los defectos que había tenido hasta ese momento. Decidme una cosa, oh dioses: ¿me he vuelto ya lo suficientemente bello a la medida de nuestros grandes tiempos, como para tomar parte en la guerra troyana?

Ahí fue donde intervino, de pronto, Palas Atenea. Y el deslumbrante brillo que brotó de su yelmo y su coraza incendió el aire en todo su derredor.

—¡Narciso! —dijo con voz severa—, eres igual de feo y repelente que el asqueroso perro Cerbero. Y eres aún más tonto, Narciso, que los famosos asnos de Dardanelos.

El hinchado rostro de Narciso se tornó gris bajo la barba y bajo el cascarón de mugre que lo cubría.

—Oh, diosa —emitió un gemido.

—Es cierto lo que dice Palas Atenea —declaró Zeus—. Ninguno de nuestros consejos ni recomendacioneshas entendido, Narciso. Tu conciencia ideológica no está a la medida de la guerra de Troya, sino a la de una gallina o de una codorniz. Has defraudado la confianza que nosotros habíamos depositado en ti, Narciso. Hércules, aún limpiando los establos de Augias, habría quedado pulcro y hermoso. Y tú, en cambio, hiedes a mugre y a sudor. Eso está muy mal. De tus ojos y de tu voz ha hablado ya Apolo. Yo agregaría todavía que tu cuerpo, más que fuerte, está terriblemente deformado, y la espada y el escudo podrían fácilmente pegarse a tus manos. Además, no te limpias la nariz. Te está escurriendo la nariz, Narciso. Y esto es algo que verdaderamente me llena de asco. Y si tú no nos crees, ve a ver a la gente, Narciso, y pregúntale a ver qué opina de tu físico.

Entre truenos y relámpagos desaparecieron los dioses; en tanto, Narciso salió a buscar gente. Justamente cerca de la ciudad de Tebas unos obreros se encontraban trabajando en la reparación del trayecto.

—¡Buena gente! —les gritó Narciso—. Los dioses poderosos me acaban de decir hace apenas un momento que yo soy repulsivamente feo. ¿Vosotros opináis igual?

Al oír sus palabras, uno de los obreros, el mayor, contestó:

—Primero tienes que lavarte, limpiarte un poco, cortarte las greñas y las uñas, y después te diremos si eres bonito o feo.

—¡Así que no distinguís en mí un toque de belleza? —vociferó Narciso.

Los obreros estallaron en carcajadas.

—¡Vete a bañar, amigo —dijo el más joven de todos, un muchacho cuyo armonioso y bien formado cuerpo destacaba entre los demás— y ahora deja de fastidiar y de molestarnos.

Narciso prosiguió su camino. Sin embargo, en lugar de ir a las termas, se encaminó directamente hacia el lago, en cuyas aguas cristalinas solía contemplar en otro tiempo su propio reflejo. Los bosques que circundaban la laguna florecían con flores de primavera, y ella misma se encontraba tranquila sin que el menor soplo de viento turbara su superficie.

Narciso se acercó a la orilla, clavó ambas rodillas en tierra y se inclinó sobre las aguas transparentes.

—¡Oh! —exclamó con desesperación cubriéndose la cara con las manos.

—¡Oh! —contestó desde los bosques un triste eco.

―¡Dioses! ¡Hombres! ¡Auxilio! —sollozó Narciso—. ¡De veras que soy feo!

—¡Feo! —murmuraron los árboles.

El llanto de Narciso se tornó más fuerte aún, y a cada sollozo chillante el eco respondía también con un chillido.

Así que Narciso se quedó callado y se limpió la nariz con el dorso de la mano; no obstante, al hacerlo se ensució aún más su nariz y su mano. En consecuencia, resolvió acabar con su vida para buscar paz y sosiego en el fondo de las cristalinas aguas de la laguna. Y así lo hizo.

Cuando con un sonoro chapoteo se cerraron las aguas por encima de Narciso, un leve chapoteo fue repetido por el fiel eco en el fondo de los bosques. Luego, reinó el silencio. Paso un día. Paso una semana. Un año. Dos años. Diez.

Transcurrió un siglo. Sin embargo, la bella flor, por la gente llamada narciso, no ha brotado, no ha brotado a la orilla del lago. Sólo el eco anda deambulando allí entre los bosques ribereños, flota sobre las transparentes aguas lacustres, repitiendo de cuando en cuando: ¡feo! ¡feo! ¡feo!

 

 

 
Noviembre de 1951

 


1Pequeña flauta de sonido agudo hecha de caña, hueso o madera.

 


 

Bibliografía:

 



Obras de Andrzejewski publicadas después de la guerra:


Noc i inne opowia dania
(La noche y otros cuentos), Editorial Czytelnik, 1945, 1946, 1948,

Editorial PIW, 1954, Editorial Wydawnictwo Literackie 1957, Editorial Czytelnik 1963, serie “Glowy Wawelskie”.

Lad serca
(El orden del corazón), novela. Editorial GIW, 1946, 4a. edición, 1948, PIW, 1957.

Popiól i diament
(Cenizas y diamantes), novela. Editorial Czytelnik 1948, 1949, 1954, Ed. PIW 1957, 1960, 1961, 1962, 1963, 1964; Czytelnik 1966, serie “Glowy Wawelskie”, PIW 1967, 1968, colección de bolsillo.

Aby pokój zwyciezyl
(Para que la paz triunfe), ensayos. Editorial KIW, 1950.

O czlowieku radzieckim
(En torno al hombre soviético), ensayos. KIW, 1951.

Partia i twórczosc pisarza
(El partido y la creatividad del escritor), ensayos.Edtorial Czytelnik, 1952.

Ludzie i zdarzenia
(Hombres y acontecimientos), ensayos. Czytelnik, vol. 1, 1952; vol. 2, 1953.

Wojna skuteczna czyli opis bitew i potyczek z Zadufkami
(La guerra eficaz, o la descripción de batallas y enfrentamientos contra las Zadufka), narraciones. Czytelnik, 1953.

Ksiazka dla Marcina
(Libro para Martín), cuentos. Editorial PIW, 1954, 1956.

Zloty lis
(El zorro de pelaje áureo), relatos. Editorial PIW, 1955, 1956, 1963.

Ciemnosci kryja ziemie
(Las tinieblas cubren la tierra), novela. Editorial PIW, 1957.

Niby gaj
(Semejante a un bosque), narraciones 1933-1958, Editorial PIW, 1959, 1961, 1967, edición ampliada.

Bramy raju
(Las puertas del paraíso), novela. Editorial PIW, 1960, 1963.

ldzie skaczac po górach
(Va saltando por los montes), novela. Editorial PIW, 1963.


Junto con Jerzy Zagórski:

Swieto Winkelrida
(La fiesta de Winkelrid), espectáculo teatral. ZZLP, 1946; PIW, 1957.