Material de Lectura

Una visita a Gilberto*

 

Guiados por Juan Rivero Legarreta, abogado del despacho de Adolfo Aguilar y Quevedo, el periodista Óscar Hinojosa y el autor de este libro visitamos el Reclusorio Oriente a media mañana del jueves 7 de junio de 1984. Aunque ya para esas fechas era el despacho de Enrique Fuentes León el encargado de la defensa de Gilberto Flores Alavez, los abogados de Aguilar y Quevedo seguían considerando el caso como algo propio. Al menos así lo sentía Juan Rivero luego de cinco años y medio de estar consagrado al estudio del asunto y vivir convencido de la inocencia de Gilberto:

—Sí, definitivamente lo creo inocente —decía Rivero mientras a bordo de su Volkswagen blanco viajábamos por los rumbos de Iztapalapa, ya para llegar al Reclusorio Oriente.

Tanto a Rivero como a Aguilar y Quevedo les pesaba obviamente haber quedado fuera de la jugada, pero entendían y hasta parecían disculpar la actitud de Flores Izquierdo: era semejante al gesto desesperado con que un manager de béisbol manda batear en la novena entrada a un emergente mañoso para tratar de ganar por jonrón un juego perdido. Con las mañas de Fuentes León, Flores Izquierdo pretendía conseguir a última hora el fallo absolutorio que no logró en cinco años Aguilar y Quevedo.

—Si Fuentes León logra sacar libre a Gilberto, ojalá, qué bueno fuera, eso esperamos, nosotros también nos sentiremos ganadores —añadía Juan Rivero desde el Volkswagen—. No faltaba más. El mayor mérito ha sido nuestro.

Rivero hablaba con sinceridad, no reflejaba fingimiento alguno. Tan no fingía que a la primera solicitud de Óscar Hinojosa, una semana antes, accedió con gusto a guiarnos personalmente en la visita a Gilberto. No estaba resentido con él. Conservaba su amistad; se diría que su ascendencia de hermano mayor, de consejero y sostén.

Al final de un camino largo, al descampado, apareció el edificio del Reclusorio Oriente: era una construcción achaparrada que en trazos rectos extendía a derecha e izquierda sus cuerpos rectangulares. Hormigueaba la gente, poca gente, en torno al edificio. Unos se dirigían hacia la zona de Juzgados, distribuidos en un cuerpo de tres pisos, mientras otros caminaban rumbo a la zona carcelaria, por la entrada de visitas.

Informativo, Juan Rivero nos recordó la situación legal en que se hallaba Flores Alavez en esos instantes: al empezar junio de 1984. Contra la sentencia de 28 años dictada por el juez en octubre de 1982, la Defensa había interpuesto una apelación y perdido ya las dos instancias ante el Tribunal Superior de Justicia del Distrito Federal. Ahora sólo quedaba una última oportunidad, en la Suprema Corte de Justicia de la Nación, para que Gilberto pudiera ver su proceso sometido a revisión. En caso contrario, si se llegara a recibir de la Suprema Corte una respuesta negativa al amparo, la sentencia del juez quedaría corroborada y Gilberto abandonaría la cárcel preventiva, del Reclusorio Oriente para ir a purgar sus 28 años de condena en la penitenciaría de Santa Marta Acatitla o en el penal de las Islas Marías.

—Se espera que de un momento a otro la Suprema Corte se pronuncie —dijo Rivero—, pero igual puede hacerlo dentro de unos días que dentro de semanas o meses. No hay un plazo límite.

No fue difícil salvar los pequeños obstáculos administrativos que separaban la calle del recinto carcelario: la entrega de una identificación personal —la licencia de manejo—, la revisión de los bolsillos del visitante y la obtención de una ficha —una cartulina impresa semejante a un boleto— que debería devolverse luego, a la salida. Tal vez la presencia del licenciado Rivero facilitó los trámites, aunque no se advertía gran demanda de visitantes. Las filas que se formaban ante cada puesto de vigilancia eran de cuatro, de seis personas a lo sumo.

Juan Rivero, Óscar Hinojosa y yo nos orientamos al área consagrada a la Visita Íntima. Ahí habitaba Gilberto, no sólo como encargado de ese pequeño hotel donde los internos compartían un día, una noche con su pareja, sino como concesionario del pequeño restorán avecindado a la batería de cuartos. Avanzando por delante, conocedor del sitio, Juan Rivero cruzó un estrecho pasillo hasta llegar a la puerta cerrada del cuarto número 9. Nudilleó pero no recibió respuesta. Decidió caminar hasta el final del pasillo para solicitar informes a un sujeto de baja estatura que tenía más aire de mozo que de recluso: quizás era ambas cosas.

—Gilberto. ¿No anda Gilberto por aquí?

De atrás, de algún cuarto, escapaba con fuerza y buena sonoridad la música estruendosa de Michael Jackson o alguien así.

—¿Y Gilberto?

Fue otro recluso con aire de mozo, no el primero, quien extendió un brazo y respondió:

—En el restorán.

Subiendo cuatro o cinco escalones por un pasillo que se estrechaba, Juan Rivero y sus acompañantes llegamos al establecimiento. No era muy grande, lo suficiente para albergar una media docena de mesas para cuatro y hasta para seis personas. Eran típicas mesas de cafetín protegidas por un par de manteles: un mantel de base, color rojo, y encima un mantel blanco, el eventual. Se adivinaban algunas personas en el área de la cocina pero no había más clientes en el restorán que los integrantes de un pequeño grupo replegado al fondo, en una mesa rinconera dispuesta a modo de gabinete: el mejor sitio, el más amplio de todo el establecimiento.

Sólo eran tres los del pequeño grupo: tres jóvenes. Uno de ellos se levantó y fue al encuentro de Juan Rivero. Parecía alegremente sorprendido por la súbita visita del amigo abogado. Rivero llevaba mucho tiempo de no aparecerse por ahí y ahora no avisó que llegaría acompañado de un par de periodistas. No avisó pero no importa. Da lo mismo. Qué bueno. Pásenle.

—Mucho gusto.

A pesar de las incontables fotografías publicadas en la prensa a lo largo de cinco años, Gilberto Flores Alavez resultó de momento irreconocible. No tenía ya los rasgos adolescentes de octubre de 1978, pero tampoco la barba de 1982 ni el cabello largo y greñudo cayéndole hasta la nuca con que lo fotografió el semanario Express en junio de 1983. Conservaba, eso sí, como único rasgo típico, el bigote, mientras su cabello le transformaba ahora el semblante. Era eso. Lo traía teñido de un rubio claro, rojizo, tirando al rubio; una onda de pelo muy bien lograda le cruzaba en sentido horizontal la frente. Vestía pantalón caqui y camisa sport muy fina, de cuellito Mao y con los dos botones más altos desabrochados. Por la abertura se asomaba el vello del pecho, pero sobre todo un par de collares sólidos, como correas cilíndricas. Las uñas manicuradas. Las cejas ligeramente depiladas.

—Mucho gusto.

Gilberto intercambió palmadas en la espalda con Juan Rivero y recordó muy bien a Óscar Hinojosa, a quien había conocido en febrero de 1983 cuando se inauguró la remodelación del área de la Visita Intima.

—Mucho gusto.

Presentó a sus dos amigos apenas se levantaron para saludar a las visitas. También ellos estaban de simple visita en el Reclusorio: pertenecían a la libertad. Eran dos jóvenes veinteañeros. El menor, de inconfundible aspecto gay, llevaba su pelo rubio con un corte a la punk y traía los párpados sombreados de azul. El otro se presentó como pintor: se llamaba Alonso Palacios y estaba preparando, para el Foro Cultural Coyoacanense, una exposición de cuadros cuyo tema era Gilberto: docena y media de pinturas sobre el martirio de Gilberto —dijo—: valiente exposición.

—Qué interesante.

Gilberto invitó cafés, otro refresco de manzana para el joven punk y un agua mineral para Óscar Hinojosa. Antes de que el servicio llegara a la mesa ya estábamos los cinco ahí reunidos hablando del proceso de Gilberto: plática superficial, ligera, por encimita. El nieto no se mostraba muy confiado en alcanzar la libertad pero tampoco se veía abatido por el pesimismo. Con desenvoltura, suelto en la charla, repetía los viejos argumentos con que sus abogados defensores y él mismo habían impugnado durante cinco años las irregularidades del juicio, las arbitrariedades de la policía y los “malvados métodos” de Alanís Fuentes. Sus palabras y sus razones eran idénticas a las de octubre de 1982, cuando la huelga de hambre; exacta la repetición, impresionante, aunque sin duda lógica, esa obsesión de estar diciendo siempre, siempre, siempre, que era víctima de un injusto encarcelamiento.

—Pero tienes confianza en salir.

—Si la Suprema Corte me confirma la sentencia prefiero las Islas Marías que Santa Marta Acatitla.

—¿De veras?

—Prefiero los muros de agua.

—Las Islas Marías deben ser terribles.

—Pues las prefiero, de una vez. Ya. Las prefiero.

En ese instante no pareció que Gilberto hablara por hablar. Se veía convencido de su anticipada elección. Tal vez era un berrinche —si me van a sentenciar injustamente de una vez que me hundan hasta lo último, lo peor—, o tal vez era que Gilberto tenía noticias de que el penal de las Islas Marías ya no resultaba tan terrible como en su negra leyenda: lo habían reformado, saneado, dignificado y ahora, quizá, se consideraba preferible a la penitenciaría de Iztapalapa.

Sea como fuere la conversación no se detuvo en el punto.

—Lo importante es que yo estoy en paz aquí conmigo mismo —dijo Gilberto—. Y cuando Óscar Hinojosa preguntó cuáles eran, en general, en todo este tiempo, sus impresiones sobre la cárcel, Gilberto entendió presiones y dijo que las presiones que él sufría no brotaban de la cárcel misma, del interior de la cárcel, sino del exterior: de los que allá afuera lo insultaban, lo acusaban, lo culpaban.

—La opinión pública ha cambiado mucho contigo.

—Bueno...

—Ahora hay mucha gente que te defiende.

—Eso sí.

—Como Margarita Michelena.

—Sí, claro. Margarita Michelena. Claro.

—Después de haber dicho las cosas horribles que dijo de ti, ahora. ¿Qué pasó con Margarita Michelena? Cambió radicalmente, ¿no? Después de ser una acusadora feroz ahora te defiende como nadie. ¿Qué pasó?

—No, pues nada. Muy sencillo. La señora Michelena se puso a estudiar mi caso y se convenció de que yo era inocente. Entonces vino aquí porque quería conocerme y me pidió perdón. Me dijo que ella iba a luchar para que se supiera la verdad. Ahora me visita a cada rato, escribe a mi favor. Es maravillosa. Muy buena escritora. Una periodista que no se vende, dice lo que piensa, la pura verdad. Es maravillosa.

Gilberto no bebía café como Juan Rivero, ni refresco de manzana como el joven punk, ni agua mineral como Óscar Hinojosa. Nada. Se mantenía atento. Listo para responder cualquier pregunta sobre cualquier cosa. Sobre la cárcel, otra vez. ¿Qué es la cárcel? ¿Qué se siente? ¿De qué manera afecta a una persona como tú?

—¿De qué manera afecta?

—Sí, de qué manera.

Desde luego era impensable que Gilberto se pusiera de pronto a reflexionar en público, aunque parecía acostumbrado a sortear toda clase de preguntas impertinentes y a enfrentar la curiosidad y hasta el morbo de los intrusos. Esa curiosidad le representaba un reto y el reto lo ponía eufórico.

Se veía eufórico, al menos, al decir:

—No, pues a mí, la verdad, el tiempo se me ha pasado volando. Y es que yo estoy en paz conmigo mismo por eso que le digo: porque he profundizado en los valores y por la fe enorme que le tengo a Dios. Yo: la religión. Para mí la religión es muchísimo, muy importante. A mí es lo que me ha sostenido en todos estos años. Antes tenía una religión muy cerrada, era como más fanático; ahora no. Ahora soy menos religioso si usted quiere pero tengo una fe más fuerte. Tengo una gran fe en Dios que es siempre mi sostén. Así como María Félix dice que para ella el dinero es su Equanil, así yo digo que para mí, mi Equanil es Dios. El es el que me ha sostenido en todos estos años durísimos. Yo tengo mucha fe en Dios. Es lo más importante de mi vida.

De Dios y de la religión la charla regresó a la bondad de Margarita Michelena y a la maldad de aquellos viejos detractores como Mauricio González de la Garza —ya no escribe, ¿dónde anda?—, como el que firma en Ovaciones una columna de policía con el hombre de Matarilirilirón y como el reportero de Excélsior Víctor Payán a quien Gilberto llamó, sonriendo: Víctor Pillán. Mucho tenía él que sentir de todos ellos. Mucho, aunque en distinta forma de lo que sentía contra los grandes personajes de la historia cuyos nombres saltaban a cada rato de su boca: el procurador Alanís Fuentes, el juez Morales Ocón, el policía Jesús Miyazawa...

—Debes odiar a Miyazawa, me imagino.

—¿Odiarlo?

—Sí.

—No.

—Él te metió en la cárcel, finalmente.

—Pero no lo odio. Yo no siento odio por nadie, de veras. Mi religión me ayuda a tomar las cosas de otra manera y veo todo lo que sucedió como con otros ojos, cómo le diré, con un sentimiento que es de mucho dolor pero no de odio.

—Eso no puede ser.

—Yo no odio a Miyazawa.

—Claro que lo odias.

—No, de veras...

—Pero cómo no, Gilberto. Si Miyazawa me hubiera metido a mí en la cárcel yo lo odiaría con toda mi alma, con toda. Mucho más si soy inocente. Sería algo que no le perdonaría jamás. Le tendría un odio mortal.

—Bueno...

—Claro que lo odias.

—No.

—Igual que a Anacarsis... ¿Qué se ha hecho Anacarsis?

—Me dijeron que se había casado —sonrió Gilberto, desdeñoso—. Por cierto con una muchacha que yo le presenté.

El tema de los personajes odiados, al menos malqueridos, se prolongó con el nombre del viejo industrial azucarero Pablo Machado que acababa de llamar asesino a Gilberto en una entrevista.

—Viejo calumniador.

Luego se habló del futuro.

—¿Tienes planes, Gilberto? ¿Qué harías si quedas libre mañana?

—Aunque no quede libre mañana, tengo planes.

—Te irías a vivir fuera del país...

—No.

—¿No?

—Antes pensaba eso, pero no, ya no. ¿Por qué iba a irme? No tengo por qué... Me quedaría a vivir en México con la frente muy alta.

—Estudiarías tu carrera de abogado.

—También pensaba antes eso, pero también cambié de opinión. Ya no quiero ser abogado, no me importa. Lo que quiero ser, a lo que me quiero dedicar es al teatro. Quiero ser actor.

Por primera vez en el curso de la plática Gilberto se infló de orgullo, se diría que de felicidad. Irguió el cuerpo, sonrió con toda la boca y se puso a comentar su experiencia teatral como actor principal de la obra que habían presentado dentro del reclusorio: En carne viva, de Raúl Carrancá y Rivas.

—Era una obra bellísima. Más bien un monólogo que yo decía. Yo era el actor principal, y lo hacía muy bien, me dijeron. Creo que muy bien... Ahí fue cuando decidí dedicarme por completo al teatro.

Gilberto no afirmaba en falso. Tan en serio parecía tomada su decisión de dedicarse al teatro que había empezado a tomar clases de actuación dentro del reclusorio. Y no con un profesor de aficionados ni con un actor en decadencia sino con una de las dos más importantes directoras del teatro profesional mexicano: Nancy Cárdenas.

—¿Con Nancy? ¿De veras?

Volvió a inflarse de orgullo Gilberto.

—Con Nancy.

Y para confirmarlo —es totalmente cierto, dijo— sólo era necesario esperar unos cuantos minutos. Nancy Cárdenas se presentaría de un momento a otro en el reclusorio: estaba citada con Gilberto para hablar de los planes teatrales del muchacho.

—No debe tardar.

—¿Qué piensan tus padres?

—¿Qué piensan de qué?

—De que te quieres dedicar al teatro.

—A mi papá no le gusta. El es muy conservador para estas cosas y no le gusta. Pero ni modo. Yo ya lo decidí y eso voy a hacer salga o no salga pronto de aquí.

—¿Tu mamá tampoco está de acuerdo?

—No, ella sí. A ella sí le gusta que yo quiera ser actor. Me anima muchísimo.

Pasaron aquellos cuantos minutos y llegó Nancy Cárdenas al restorancillo del Reclusorio Oriente. Venía acompañada de José Luis Payán, un experto en producciones teatrales que nada tenía que ver con el Payán periodista malquerido por Gilberto.

El grupo de seis creció a ocho. Los amigos de Gilberto necesitaron arrimar sillas y pedir otra ronda de cafés y refrescos: otra agua mineral para Óscar Hinojosa; todavía nada de beber para Gilberto, ni siquiera un vaso de agua. Conducida brillantemente por Nancy, la plática se instaló de manera definitiva en el tema teatral, y más parecía aquello una tertulia celebrada en un cafetín de cultos, al término de la segunda función, que un encuentro fortuito en el interior de una cárcel. Gilberto se veía contento, feliz, sobre todo seguro de que todos los que se hallaban a su alrededor estaban convencidos de su inocencia. Nancy lo estaba, sin lugar a dudas: lo decía abiertamente y hasta se puso a aconsejar a Gilberto cuando del tema teatral la plática regresó al dónde andarán los misteriosos asesinos de don Gilberto y doña Asunción.

—Andan por ahí agazapados.

De ellos tenía que cuidarse Gilberto a todas horas, dijo Nancy Cárdenas; eran sus principales enemigos: poderosos, sin duda muy influyentes, antes que nada malditos.

Y remató Nancy:

—Acuérdate, Gilberto: el que se atrevió a matar una vez puede volver a matar. Cuídate mucho.

Para no retardar la lección de teatro se suspendió la tertulia. Era tiempo de partir. Sólo queríamos antes, Óscar Hinojosa y yo, de ser posible, asomarnos a la celda de Gilberto.

En realidad no había tal. La supuesta celda era uno de los cuerpos destinados a la Visita Íntima. Como encargado de la sección, Gilberto tenía derecho a ocupar cualquiera de sus habitaciones: antes fue la número 9, donde lo buscó Juan Rivero; ahora se había cambiado al final del pasillo a un cuarto idéntico a todos que tenía la puerta abierta y protegida la entrada por una manta a modo de cortina. De ahí era de donde escapaba, minutos antes, la música estruendosa de Michael Jackson o alguien así.

—Adelante.

Con su baño privado y su ventana grande mirando al patio, la habitación no medía más de tres metros por tres: diez metros cuadrados a lo sumo. Un box spring matrimonial, al centro, ocupaba la mayor parte de la superficie y apenas dejaba espacio para circular aun lado y a otro. La cama se hallaba tendida con una colcha azul pálido y cubierta por un grupo de cojines de todos colores. Detrás del box spring, una radiograbadora estereofónica, importada, de calidad. Delante, encima de un mueble frontal: una videocasetera también de importación. Los dos aparatos eran los dos únicos lujos de aquel cuarto en verdad sencillo. Debajo de la ventana grande que corría de pared a pared se formaba un hueco largo como un cajón que hacía las veces de clóset; allí, muy bien ordenada, la ropa de Gilberto: colgadas las camisas, los pantalones y los sacos cubiertos con fundas de plástico.

No abundaban los libros en el cuarto. En un pequeño librero de pared, justo a la entrada, quince o veinte volúmenes, la mayoría con títulos en inglés. En castellano un librito de pastas duras y rojas: Antología de historias insólitas.

Lo que sí abundaban eran las fotografías, por aquí y por allá: pegadas en las paredes, encajadas en el marco de un mueble. Una foto de sus padres, reciente, a colores. También a colores: una foto de su hermana Alicia con birrete y toga.

—Se la tomaron en Washington el día que se recibió —explicó Gilberto—. Mis tres hermanos se fueron a vivir a Washington: Licha, Pati y Poncho. Ahí estudian. Éste es Poncho.

Desde el día de la tragedia, Poncho creció cinco años hasta convertirse en un muchacho grandote, fuerte, con aire de galán. Un verdadero galán parecía en la fotografía a colores que señaló el índice de Gilberto.

Resultaba extraño no ver cuadros ni estampas religiosas en la habitación. Ninguna Virgen María, ningún Sagrado Corazón, ningún santo milagroso. En su lugar, y en un sitio prominente, cerca de la cabecera de la cama: una pintura en acrílicos del amigo Alonso Palacios. Según se puso a explicar Gilberto, el cuadro representaba la justicia. Era una mujer, el rostro de una mujer con ojos oscuros de azoro, vigilantes, rodeada y acosada por pequeñas figuras de arlequines, magos, pierrots, brujos, duendes. Tenía la mujer el cuello muy largo y muy blanco y su cabeza se coronaba con una luna de azul muy intenso que/

—Gilberto, ¿mataste tú a tus abuelos?

Lanzada de sopetón, la pregunta interrumpió el discurso explicativo del muchacho pero no logró confundirlo. Rápidamente giró el cuello para mirar y sostener la mirada sobre los ojos del interlocutor al tiempo que respondía, con aire categórico:

—Por supuesto que no.

 

(Mayo 1985)


* Fragmento de Asesinato, “El doble crimen de los Flores Muñoz”, Sexta parte: “En la cárcel”.