Material de Lectura

In partenza

Para Esther Judith,
tranquilizadora madre de la tribu

 

Pocos días antes de emprender yo el viaje, mi cocinera decidió que era tiempo de consultar a los muertos.

Inefable Ángela, cuánto te preocupaba este corto viaje sentimental que me veías preparar sin entusiasmo, más bien con cierta tristeza, recelando de los verdaderos motivos que me llevaban a cruzar el mar.

Ángela brilló por su ausencia todo el último día y yo me quedé sin almorzar. A media tarde, la divisé por la ciudad antigua. Descendía de un ómnibus con gran dificultad. Iba cargada de envoltorios de papel de periódico. No sin cierto sentimiento de culpa, adiviné lo que llevaba en ellos. Ardorosa, desapareció entre los vehículos y la gente y no volví a verla hasta la hora de la cena, que tampoco preparó. Olvidada de comer, me sometía a su rígida regla.

A las ocho comenzaron a llegar los invitados, que Ángela trajo desde el barrio donde habita. Cuando oí tocar a la puerta, pensé ir a abrir, pero desde el comedor, donde había estado encerrada mucho rato, Ángela se precipito gritando: ¡Voy yo!

Oí rumor de saludos, conversaciones, risas nerviosas y luego silencio. Ángela vino a llamarme.

—Venga para presentarlo.

En el salón fui presentado a los invitados. Una mulata gruesa se levantó con trabajo para saludarme, caminando sobre zapatos de plataforma de madera. Su hijo era un negro joven, pequeño y fuerte, de cara extraordinariamente inteligente. Creí reconocer en él a alguien visto pocos días antes en una oficina pública. Una rubia se adelantó y me presentó a su hija, casi una niña, cuya presencia excusó diciéndome que no podía dejarla sola. La quinta persona era una mujer negra, de edad avanzada y pulcra, de ropa muy blanca y tiesa de almidón, que andaba con infinita elegancia sobre tacones altísimos y me saludó seria y cordial.

Nos sentamos, cambiamos impresiones sobre el tiempo y al poco rato Ángela dijo:

—Vamos.

Lentamente, conversando y riéndonos un poco, desfilamos hacia el comedor. Al entrar, me di cuenta de que Ángela había saqueado la ciudad. Montones de rosas, de nardos, estaban dispuestos sobre la mesa. Debajo de ésta, enormes mazos de yerba exhalaban una frescura intensa, que se mezclaba con el olor del incienso.

Ángela nos distribuyó de la mejor manera posible en las sillas que había traído a la pequeña pieza. Cerró herméticamente las puertas del balcón, encendió la lámpara más discreta, apagó la luz del techo y comenzamos.

¿Debo citar en detalle los pormenores de la última noche que pasé en mi casa? Recuerdo sobre todo el exquisito tacto con que Ángela y sus amigos recibieron a todo el mundo, las atenciones que desplegaban con los propicios, la terrible dureza para los inoportunos. ¿Cómo olvidar las corteses palabras de bienvenida, los deseos expresados con una sinceridad tan conmovedora, las palabrotas, los gestos de violencia, el golpe seco de los cuerpos al ser derribados, las manos heladas del muchacho que transpiraba intensamente, sus ojos ya desorbitados, estrábicos, y sobre todo el sincero, el delicado interés por mi bienestar?

De los recuerdos de la noche hay uno que domina sobre los demás y que no me abandona.

En un momento dado, la madre del muchacho se alzó sobre sus plataformas de madera y saludó. Todos respondimos al saludo. Su hijo se levantó y poniéndole las manos en los hombros preguntó:

—¿Cómo te llamas?

La madre se llevó las manos a la cintura y ladeó la cabeza en un gesto que me pareció innecesario.

—Blanca.

El muchacho miró fijamente a los ojos y volvió a preguntar:

—¿Estás segura?

—¡Segurísima! Todo el mundo me conoce.

El muchacho movió la cabeza de un lado a otro.

—No es cierto. Eres un hombre y no te llamas Blanca.

—Seguro, seguro que me llamo Blanca ¡todos me conocen por Blanca!

Había algo repugnante en sus gestos.

—¡Tu verdadero nombre! —la furia del muchacho llegaba sin transición.

Con voz ahogada por la risa, la madre de la niña comentó con la mujer flaca y pulcra:

—Es una marica.

—¡Tu verdadero nombre! —bramó el muchacho.

—¡Bueno! ¡está bien! ¡No me llamo Blanca! —Y señalando en mi dirección añadió, presa también de furor súbito—: Pero a ése ¡lo odio!

Todos nos levantamos y uniendo las manos nos cerramos en círculo sobre la mujer, que se tambaleaba en sus plataformas de madera.

Cuando el inoportuno hubo desaparecido de la casa para siempre, caminando sobre los nardos y las rosas nos dirigimos de nuevo al salón, donde Ángela hacía arder una gran cruz de alcohol.

Las llamas arrancaban reflejos al sudor que corría por los rostros de todos.

Antes de iniciar yo mi viaje, Ángela me enseñó una canción para aplacar el mar embravecido, pero cuando una galerna jugó con el barco en el Golfo de Vizcaya, temblé de miedo y cuando quise cantarla me di cuenta de que la había olvidado.