Material de Lectura

La Oveja negra y demás fábulas

 

El Conejo y el León

La tela de Penélope, o quién engaña a quién

La Oveja negra 

El rayo que cayó dos veces en el mismo sitio

Los otros seis

Monólogo del Mal

La Cucaracha soñadora

La Rana que quería ser una rana auténtica

Caballo imaginando a Dios

Los Cuervos bien criados

El Fabulista y sus críticos

 

 



El Conejo y el León

 

Un célebre Psicoanalista se encontró cierto día en medio de la Selva, semiperdido.

Con la fuerza que dan el instinto y el afán de investigación logró fácilmente subirse a un altísimo árbol, desde el cual pudo observar a su antojo no sólo la lenta puesta del sol sino además la vida y costumbres de algunos animales, que comparó una y otra vez con las de los humanos.

Al caer la tarde vio aparecer, por un lado, al Conejo; por otro, al León.

En un principio no sucedió nada digno de mencionarse, pero poco después ambos animales sintieron sus respectivas presencias y, cuando toparon el uno con el otro, cada cual reaccionó como lo había venido haciendo desde que el hombre era hombre.

El Léon estremeció la Selva con sus rugidos, sacudió la melena majestuosamente como era su costumbre y hendió el aire con sus garras enormes; por su parte, el Conejo respiró con mayor celeridad, vio un instante a los ojos del León, dio media vuelta y se alejó corriendo.

De regreso a la ciudad el célebre Psicoanalista publicó cum laude su famoso tratado en que demuestra que el León es el animal más infantil y cobarde de la Selva, y el Conejo el más valiente y maduro: el León ruge y hace gestos y amenaza al universo movido por el miedo; el Conejo advierte esto, conoce su propia fuerza, y se retira antes de perder la paciencia y acabar con aquel ser extravagante y fuera de sí, al que comprende y que después de todo no le ha hecho nada.

 

 

 

 



La tela de Penélope, o quién engaña a quién

 
 


Hace muchos años vivía en Grecia un hombre llamado Ulises (quien a pesar de ser bastante sabio era muy astuto), casado con Penélope, mujer bella y singularmente dotada cuyo único defecto era su desmedida afición a tejer, costumbre gracias a la cual pudo pasar sola largas temporadas.

Dice la leyenda que en cada ocasión en que Ulises con su astucia observaba que a pesar de sus prohibiciones ella se disponía una vez más a iniciar uno de sus interminables tejidos, se le podía ver por las noches preparando a hurtadillas sus botas y una buena barca, hasta que sin decirle nada se iba a recorrer el mundo y a buscarse a sí mismo.

De esta manera ella conseguía mantenerlo alejado mientras coqueteaba con sus pretendientes, haciéndoles creer que tejía mientras Ulises viajaba y no que Ulises viajaba mientras ella tejía, como pudo haber imaginado Homero, que, como se sabe, a veces dormía y no se daba cuenta de nada.

 

 

 

 



La Oveja negra

 
 


En un lejano país existió hace muchos años una Oveja negra.

Fue fusilada.

Un siglo después, el rebaño arrepentido le levantó una estatua ecuestre que quedó muy bien en el parque.

Así, en lo sucesivo, cada vez que aparecían ovejas negras eran rápidamente pasadas por las armas para que las futuras generaciones de ovejas comunes y corrientes pudieran ejercitarse también en la escultura.

 

 

 

 



El Rayo que cayó dos veces en el mismo sitio

 
 


Hubo una vez un Rayo que cayó dos veces en el mismo sitio; pero encontró que ya la primera había hecho suficiente daño, que ya no era necesario, y se deprimió mucho.

 

 

 

 



Los otros seis

 

 

 

Dice la tradición que en un lejano país existió hace algunos años un Búho que a fuerza de meditar y quemarse las pestañas estudiando, pensando, traduciendo, dando conferencias, escribiendo poemas, cuentos, biografías, crónicas de cine, discursos, ensayos literarios y algunas cosas más, llegó a saberlo y a tratarlo prácticamente todo en cualquier género de los conocimientos humanos, en forma tan notoria que sus entusiastas contemporáneos pronto lo declararon uno de los Siete Sabios del País, sin que hasta la fecha se haya podido averiguar quiénes eran los otros seis.

 

 

 

 



Monólogo del Mal

 

 

 

Un día el Mal se encontró frente a frente con el Bien y estuvo a punto de tragárselo para acabar de una buena vez con aquella disputa ridícula; pero al verlo tan chico el Mal pensó:

“Esto no puede ser más que una emboscada; pues si yo ahora me trago al Bien, que se ve tan débil, la gente va a pensar que hice mal, y yo me encogeré tanto de vergüenza que el Bien no desperdiciará la oportunidad y me tragará a mí, con la diferencia de que entonces la gente pensará que él sí hizo bien, pues es difícil sacarla de sus moldes mentales consistentes en que lo que hace el Mal está mal y lo que hace el Bien está bien.

Y así el Bien se salvó una vez más.

 

 

 

 

 


La Cucaracha soñadora

 

 

 

Era una vez una Cucaracha llamada Gregorio Samsa que soñaba que era una Cucaracha llamada Franz Kafka que soñaba que era un escritor que escribía acerca de un empleado llamado Gregorio Samsa que soñaba que era una Cucaracha.

 


 

 


La Rana que quería ser una rana auténtica

 
 


Había una vez una Rana que quería ser una Rana auténtica, y todos los días se esforzaba en ello.

Al principio se compró un espejo en el que se miraba largamente buscando su ansiada autenticidad.

Unas veces parecía encontrarla y otras no, según el humor de ese día o de la hora, hasta que se cansó de esto y guardó el espejo en un baúl.

Por fin pensó que la única forma de conocer su propio valor estaba en la opinión de la gente, y comenzó a peinarse y a vestirse y a desvestirse (cuando no le quedaba otro recurso) para saber si los demás la aprobaban y reconocían que era una Rana auténtica.

Un día observó que lo que más admiraban de ella era su cuerpo, especialmente sus piernas, de manera que se dedicó a hacer sentadillas y a saltar para tener unas ancas cada vez mejores, y sentía que todos la aplaudían.

Y así seguía haciendo esfuerzos hasta que, dispuesta a cualquier cosa para lograr que la consideraran una Rana auténtica, se dejaba arrancar las ancas, y los otros se las comían, y ella todavía alcanzaba a oír con amargura cuando decían que qué buena Rana, que parecía Pollo.

 

 

 

 



Caballo imaginando a Dios

 
 


A pesar de lo que digan, la idea de un cielo habitado por Caballos y presidido por un Dios con figura equina repugna al buen gusto y a la lógica más elemental, razonaba los otros días el Caballo.

Todo el mundo sabe —continuaba en su razonamiento— que si los Caballos fuéramos capaces de imaginar a Dios lo imaginaríamos en forma de Jinete.

 

 

 

 



Los Cuervos bien criados

 
 


Cerca del Bosque de Chapultepec vivió hace tiempo un hombre que se enriqueció y se hizo famoso criando Cuervos para los mejores parques zoológicos del país y del mundo y los cuales resultaron tan excelentes que a la vuelta de algunas generaciones y a fuerza de buena voluntad y perseverancia ya no intentaban sacar los ojos a su criador sino que por lo contrario se especializaron en sacárselos a los mirones que sin falta y dando muestras del peor gusto repetían delante de ellos la vulgaridad de que no había que criar Cuervos porque le sacaban a uno los ojos.

 

 

 

 



El Fabulista y sus críticos

 

 

 

En la Selva vivía hace mucho tiempo un Fabulista cuyos criticados se reunieron un día y lo visitaron para quejarse de él (fingiendo alegremente que no hablaban por ellos sino por otros), sobre la base de que sus críticas no nacían de la buena intención sino del odio.

Como él estuvo de acuerdo, ellos se retiraron corridos, como la vez que la Cigarra se decidió y dijo a la Hormiga todo lo que tenía que decirle.