Material de Lectura

Nota introductoria

 


I

El cuento (o relato, o nouvelle; en todo caso: la narración breve) le sirve a Carlos Fuentes para ensayar o insistir en aquellos temas y obsesiones que aparecen, más elaborados, en sus novelas. Algunas muestras de esto son los múltiples vínculos que unen a “Tlactocatzine, del jardín de Flandes” —del libro Los días enmascarados— con Aura; o los que asemejan a la Isabel-novillera de Cambio de piel con la Elena-hija de “Las dos Elenas” —del libro Cantar de ciegos—. En los ejemplos que he seleccionado, “Chac Mool” adelanta la preocupación por el pasado indígena —enterrado, pero vivo— que Fuentes desarrollará en La región más transparente; y “Un alma pura”, por su construcción, se mantiene en un difícil equilibrio entre el cuento y la novela corta —equilibrio que logran, también, “La muñeca reina”, “Vieja moralidad” y todos los relatos del libro Agua quemada.


II

Cuando Juan Luis, el protagonista de “Un alma pura”, le comunica a su hermana Claudia su decisión de marcharse lejos de México, de buscar en Ginebra una vida nueva y feliz —sin la miseria de los prostíbulos y del machismo, de la educación de memoria y la patriotería—, él mismo abrevia sus motivos así:

—Es que no se puede vivir aquí. Te lo digo en serio... Si sólo quieres vivir, eres un traidor en potencia; aquí te obligan a servir, a tomar posiciones, es un país sin libertad de ser uno mismo.

Unas líneas antes, Claudia —narradora que le habla a su hermano; protagonista “pasiva” de la historia— ha explicado:

Me dijiste lo que ya sabía.

Es preciso detenerse un momento y considerar el peso de esta frase. Se trata de una advertencia, una insinuación (sutil) sobre la profunda naturaleza de Claudia.

Ya sabemos que los dos hermanos, tan unidos durante su infancia, llevan años de no hablarse. La misma Claudia le dice:

—...Me da gusto que volvamos a hablar... Nos hemos visto todos los días, pero era como si el otro no estuviera presente.

Así, ese “Me dijiste...” se vuelve significativo. Claudia —como Consuelo-Aura, como Teódula Moctezuma— es adivina: “...lo que ya sabía”. Es —citando a Octavio Paz— “el antiguo vampiro, la bruja, la serpiente blanca de los cuentos chinos: la señora de las pasiones sombrías, la desterrada”.

Juan Luis se irá de México; o creerá irse ya que, en realidad, no abandona nunca a su hermana. En su última carta, al hablar de Ginebra —símbolo del mundo europeo, de la civilización occidental— le dice que:

...ese orden de todo lo exterior... estaba exigiendo un desorden interno que lo compensara.

Los extremos se tocan y Carlos Fuentes demuestra su habilidad para captar ese momento, fugaz y precioso, en el que el orden es caos; el amor, la muerte; la belleza, esa momia repelente que Rimbaud sienta en sus rodillas para injuriarla.

“Un alma pura” ataca de frente una obsesión, central en toda la obra de Fuentes. Es la historia de dos hermanos, unidos en un oscuro incesto que, en forma implacable y matemática, cobra como víctimas al propio Juan Luis, a Claire —su prometida: el doble de Claudia— y al hijo de ambos: niño abortado, nonato (un tema que atrae la atención de Fuentes en sus últimas novelas: Terra nostra. Una familia lejana y Cristóbal Nonato). Claudia encarna la venganza del ninguneo, del despecho, del machismo. Ella es —lo sabemos— esa desterrada, siempre “más seria, más severa, más alejada”.

El autor presenta un crimen perfecto, pues no existe un arma homicida. Las cartas que Claudia le envía a su hermano —y sobre todo, la que le envía a Claire— no llegan a ser el veronal, las pinzas, el revólver que cortan una vida. Pero Claudia —y no Juan Luis: esto también lo sabemos— es esa “alma pura” y sus “maniobras inconscientes” se convierten en la imposición de una voluntad sobre otra, la exacta dominación a través de la palabra.

Este bellísimo cuento de Carlos Fuentes puede no ser el drama de una época ni el de una generación; quizá no sea, ni siquiera, el drama de una clase social (la burguesía mexicana) en un momento preciso de su historia (el sexenio alemanista). Pero “Un alma pura” retrata un problema tenaz de México; un problema que su autor interpreta muy personalmente —siguiendo de cerca a Freud, esa presencia inconsciente en muchos libros suyos, especialmente en Cambio de piel—; el problema de la identidad, personal y nacional, subyacente (aquí) en el incesto.

Y al final, ¿qué queda? ¿Juan Luis, deshecho y confundido moralmente? ¿Claire, muerta en la primera fila de un cine casi vacío? ¿Un feto sin nombre y frío, arrojado en un cesto de basura? ¿La mirada triste y compasiva del padre de Claire? Sí. Todo eso. Y también algunas de las más brillantes páginas que ha escrito Carlos Fuentes; uno de los más sugestivos cuentos escritos en México, con una construcción formal y un ritmo —esas palabras casi muertas de Claudia, esos murmullos— impecables, bastante cercanos a la novela, en un difícil equilibrio.

Algunas noches, sigo pensando en la carta que Claire recibe de “su hermana” Claudia. Imagino, a veces, la caligrafía —alargada y fina, limpia y fría— y nada más. Sé que los pedazos sueltos de esa carta terminaron en las aguas del lago, y estoy seguro que ni el papel ni la tinta se han disuelto.

 

 

Antonio Puertas