Material de Lectura

 width= Mariano Silva y Aceves



Selección
y nota de
Beatriz Espejo



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Nota introductoria

 

Mariano Silva y Aceves (1887-1937) nació en La Piedad de Cabadas, Michoacán. Estudió bachillerato en el Co­legio de San Nicolás de Morelia. Allí aprendió latín y griego. El año 1907 llegó a México para ingresar en la Escuela Nacional de Jurisprudencia, donde conoció a otros estudiantes con los cuales integraría el Ateneo de la Juventud que conjuró a los intelectuales de la nueva hornada. Conocían varios idiomas y sacrificaban en aras de una frase atinada. Descubrieron filósofos estimulantes, comulgaron con Platón. Algunos se aficionaron a Walter Pater. Todos leyeron a Bergson, Boatroux, James, Croce, Kant, Shopenhauer, y así compartieron una cultura que había manado de las mismas fuentes. En el arte literario no se limitaron a los franceses en boga, extendieron su mirada a los ingleses, a los españoles, a la antigüedad clásica reconocida como modelo. Condenaron el temperamento palabrero de oradores incluso insignes, desacreditaron los salones, encontraron amistad en pintores y músicos aplicados a valorar lo mexicano, y desaprobaron publicaciones que revivían tendencias superadas.

Bajo de cuerpo, regordete, con largos bigotes rubios y “cara de gato dulcificado por el cristianismo”,1 Mariano Silva trajo del seminario maneras suaves y una gran cortesía. Vestía capa cordobesa, juraba por los entremeses cervantinos y los pasos de Lope de Rueda y estaba disponible para protagonizar cualquier anécdota jocosa que le saliera al paso. Junto con Julio Torri, sujetaba por los brazos a un condiscípulo proclive a los raptos de frenesí verbal que, víctima de su demonio, lanzaba improvisaciones. Y el mismo Torri añadió piedras al mosaico de este retrato contando otra anécdota: “Recuerdo que alguna vez un club reyista estudiantil nos encargó la redacción de un manifiesto. Lo pergeñamos en una prosa arcaizante, puestos los ojos en fray Luis de Granada, que a la sazón nos deleitaba. Nuestros correligionarios politicoestudiantiles quedaron profundamente consternados con nuestras lucubraciones, que no recuerdo ya si con razón atribuyeron a socarronería”.2

Por su parte, en “El testimonio de Juan Peña”, Alfonso Reyes reconstruyó una maldad juvenil en la cual Mariano pronunciaba las palabras con timbre campanudo y utilizaba giros arcaicos, mientras Torri hacía la voz meliflua y él pasaba por importante funcionario gubernamental. En los primeros grados de su carrera, aquellos aspirantes a legistas se burlaban de una comunidad que buscaba socorro contra las arbitrariedades de un cacique. Para disculparse presumían que la comunidad también se burlaba de ellos. En realidad actuaban conforme a los intereses y las costumbres de la privilegiada clase media a la que pertenecían.

Los primeros trabajos de Mariano Silva fueron traducciones de Prudencio y de otros poetas latinos y un Entremés de las Esquilas, imaginando conversaciones entre las estatuas de la catedral metropolitana. Ello le permitió ejercitarse en una especie de ensayo dialogado al gusto de los ateneístas. Colaboró en una revista curiosa, La Nave, cuyo sumario reunía los nombres más destacados, Henríquez Ureña, Cravioto, González Martínez, y cuya edición se debió a Pablo Martínez del Río, aristócrata adinerado, que en tiempos de crisis importó papel de los Estados Unidos y desembolsó cinco mil pesos para imprimir una carabela encallada en la soledad de su único número como en un banco de arena. El editor vendió a quien pudo los restos del naufragio y en papel de La nave sacó Mariano Silva su primer volumen, Arquilla de marfil, 1916, dividido en cuatro secciones: cuentos, personajes, estampas y manuscritos. Marcaba desde entonces los géneros adecuados a su sensibilidad. Tomaba la estafeta del colonialismo y lo sometía a la renovación. Sabía que un narrador precisa encontrar la frase inicial para introducir en el tema sin mayores preámbulos, buscaba la sintaxis bien construida y esmerada, el adjetivo justo, introdujo el final abierto, y se destacó como espléndido creador de atmósferas, cosa comprobable con la lectura de “El sillón”.

Aloysius Bertrand le enseñó el difícil arte de hacer estampas y bajo el influjo de tan alto maestro escribió “Doña Sofía de Aguayo”, “Una partida”, “Interior”, “El albañil” y buena parte de sus textos posteriores. Con el espíritu fino de Anatole France enfocó las viejas invenciones nacionales y, aunque Reyes lo reconocía y se interesó por la narración titulada “Las rosas de Juan Diego” según lo testifican las múltiples citas que de ella hizo, se olvidó de sus propias tendencias y lamentó que Arquilla no tuviera notas doloridas acordes con las inquietudes de la hora en que fue escrito. Olvidaba además que, como dijo Martín Luis Guzmán de sí mismo,3 durante la revolución y sus efectos inmediatos los ateneístas sacaban de las prensas libros de mandarín, destinados a melómanos capaces de disfrutar ritmos y cadencias.

Desde 1911 Mariano Silva trabajaba ya en la Universidad Nacional Autónoma como bibliotecario, y permaneció ligado a esa institución su vida entera impartiendo cursos diferentes en la Facultad de Ciencias Químicas, la de Filosofía y Letras y la Escuela de Verano para extranjeros que con el librero M. León Sánchez proyectó y fundó el año 1921. Tuvo una publicación, Conozca usted México, y creó el Instituto de Investigaciones Lingüísticas que también pudo incorporar a la Universidad; sin embargo, su puesto de mayor relevancia lo ocupó durante el gobierno de Venustiano Carranza nombrado Secretario del Departamento Universitario y de Bellas Artes.

Esposo a buena edad, padre de cuatro hijos, Mariano Silva dejó obra relativamente escasa. José Vasconcelos4 lo definió como el latinista que por culto a la perfección apenas osaba escribir. Pertenecía a la raza de escritores que trabajan paciente y sabiamente. En 1919 publicó un relato fragmentado en nueve cuadros, Cara de virgen, de los cuales los mejores son el primero y el último. Tomaba un tema novedoso en el momento: la defensa y preservación artística, resultado de paseos arqueológicos acompañado por Jesús T. Acevedo. Las reflexiones ante los edificios citadinos y los retablos barrocos quedaron además en Animula, 1920, y lo corroboran “Un altar dorado” y “El cielo de una calle”.

Se ha comentado que Campanitas de plata, 1925, le permitió cristalizar su talento. En concordancia con la fecha de la primera edición reunió veinticinco prosas cinceladas como joyas y, lo mismo que las de Animula, aparentemente destinados a los niños. “Mi tío el armero”, “El señor juez”, “El relojero”, “El componedor de cuentos”, “El bastón enfermo”, “Yo vi un dragón”, entre otros, le permitieron patentizar de nuevo su amor hacia lo pequeño, hacia los sucesos mínimos. Demostraron su delicadeza, su capacidad de síntesis, las tendencias de su carácter más dado a la ternura que a la malicia y en esto último fue lo contrario de Julio Torri, quizá el autor con quien tuvo mayores afinidades y sin duda más dado a malicia que a la ternura.

Muñecos de cuerda,
1936, recogió sus últimos escritos dedicados a los amigos dilectos. Algunos son verdaderos ensayos. Casi todos pintan personajes rodeados de múltiples objetos porque las cosas nos envuelven en una nube de recuerdos. Y los recuerdos pueblan el mundo individual. ¿Pero había bajado la guardia? ¿Coincidió con varios componentes de su generación cosechando los mejores frutos en la juventud? A “El señorito Jorge”, por ejemplo, le sobran líneas y “Sol sobre naranjas” o “El gran ojo de una vaca” superan estilísticamente a “El novio enfermo”. Ello no obstante, algo vívido y fotográfico se desprende de muchos textos donde Silva y Aceves mezcló detalles cotidianos e inusitados, se aproximó a la literatura fantástica, rescató gestos, manías, peculiaridades y plasmó un desfile.

 


Beatriz Espejo

 


1 Reyes, Alfonso, Pasado inmediato. Obras completas, T. XII. México. Fondo de Cultura Económica, 1960, p. 214.
 

2 Torri, Julio: “Mariano Silva y Aceves”, Letras de México, 16 de diciembre de 1937, pp. 1-2.

 

3 Carballo, Emmanuel: 19 protagonistas de la literatura mexicana del siglo xx, México, Empresas Editoriales, 1965.

 
 

4 Vasconcelos, José: “El movimiento intelectual contemporáneo de México.” Conferencia leída en la Universidad de San Marcos de Lima Perú en 1916.

 


Arquilla de marfil

 

El sillón

Las rosas de Juan Diego

Doña Sofía de Aguayo

Una partida

Interior

El albañil

 

 



El sillón

 

Ce fut une de ces cruelles
petites choses qu’on sent si
 vivement a la cour.

Gastón Boissier, Madame de Sévigné

 

No todo ha de ser vivir y vivir sin jamás contar. Esto que cuento es cuento viejo, como viejos son los tiempos del excelentísimo virrey marqués de las Amarillas.

La colonia gozaba de paz, y los habitantes de la Nueva España partían su vida entre sus quietos oficios, sus piadosas prácticas y su obediencia fácil y diligente a las templadas órdenes del brazo secular, no menos que a las morigeradas del brazo regular de la Santa Iglesia. Tiempo era el más a propósito para que la colmena del estudio alzara su rumor sobre todos los que salían de la noble ciudad; se vivía en una de esas épocas en que, apartada toda violencia del trato de las gentes, ganaban uso los ademanes corteses y las discretas galanterías. Se afinaban los espíritus; los hombres gustaban mucho de su aseo y compostura, y las mujeres se volvían más bellas y ponían muy buena miel en sus conversaciones.

De aquella gente cortesana era el conde de Santiago: un hermoso mancebo y bien nacido, venido a la Nueva España a recoger los cuantiosos bienes que de su padre había heredado. Encontró que la colonia era próspera y la vida de la ciudad lo suficiente culta para no apagar sus luces adquiridas y también lo relativamente modesta y sencilla para poder desarrollar él sus pensamientos y tendencias con mayores facilidades que en la metrópoli. Pero más que todo eso encontró, a poco de llegado a la ciudad, una hermosa mujer y un excelente amigo: doña Isabel de Ocoz y el malicioso abate don Julio Montemayor. Los haberes del conde le permitían vivir con liberalidad y hasta con lujo, de que mucho se preciaba entonces la gente. Y como había sido el único heredero, ya tenía para no ceder en nada a los mayores refinamientos de la vida que hacían los más exquisitos indianos.

Entre éstos debe contarse el coronel Caballero de Barros, secretario de Su Excelencia el señor virrey, que con su alba peluca ondulante y perfumada, sus dulces ojos que se animaban hasta fulgurar cuando disertaba de historia o de política, enclavados en el gesto desdeñoso de su cara, se le veía pasar lentamente en su litera, de elegante factura, servida por cuatro criados de roja librea. Consigo llevaba el coronel de ordinario un libro, y un fino bastón en que brillaba con limpieza el puño de oro, que rara vez por cierto se ocultaba en el hueco de la mano.

Por inocente afición quizá o por cómodo descanso, era costumbre del virrey visitar diariamente la casa del coronel, mientras éste se entendía con los asuntos del Gobierno. La casa era cercana del palacio de su excelencia, y no faltaba a recibir al noble personaje, ya compuesta y presumida, la esposa del coronel, mujer aunque hermosa no tan recatada que las gentes la libraran de su impuro y negro diente. Su descanso hacía el virrey en la espaciosa biblioteca del coronel, muy rica en libros de historia y navegación, y en cuyo centro, por todo mueble, había una gran mesa labrada y un cómodo sillón.

Allí iba el virrey y sentábase horas largas a hojear libros de estampas. Roída y mermada traían las gentecillas la honra del coronel que, si bien sospechoso, no convencido, no encontró medio más sutil para acabar con las visitas de su excelencia que vender el vasto y cómodo sillón poniendo en su lugar una fea y pequeña silla. El virrey, que era indolente y grande amigo de su holgura, apenas notó el cambio prescindió de la dama y la visita y dejó en quietud la honra del coronel. El sillón vino a dar en poder del inquieto conde de Santiago.

Por amor de doña Isabel de Ocoz metióse el conde a reclamar unos dineros que le debía el tribunal de la Santa Cruzada. El coronel secretario que era tan celoso de la Real Hacienda como de su propia casa y honra, muy mal recibió y trató la reclamación presentada, y en las discusiones que tuvo con el conde (que también era doctor en ambos derechos) se agriaron bastante los ánimos sin resultado alguno. El conde, herido en su amor, pensó en la venganza y la meditó con ayuda de su dama, que era mujer de tono y muy dueña de su regalo y hecha para soplar la malicia de los hombres.

Llamó ésta a un indio criado suyo que conocía muchas propiedades de las hierbas y curaba de ordinario con ellas. Pidiéronle un veneno que fuera el más disimulado, y él presentó un polvo rojizo de flores, que a través de un paño de seda y con algún calor, según explicó, se convertía en fuertes y sutiles vapores que a poco de absorbidos causaban la muerte. Intentaron atraer al secretario a la biblioteca del conde, donde había buen número de manuscritos y crónicas de los conquistadores, que siempre habían tentado la codicia del coronel, y un archivo numeroso de todos los autos acordados y leyes expedidas por aquel Consejo de Indias, no menos que preciosas cartas de varones ilustres, con pretexto de discutir una última vez sobre tan variados textos el pleito consabido.

El secretario avisó al virrey de la tenacidad de la reclamación, y le demandó su venia para concurrir, aunque estaba seguro de que no había de convencerle la entrevista. El virrey, que era indolente, tuvo el capricho de ir en su lugar, pensando que su presencia obligaría a los reclamantes en beneficio de las arcas reales, y que su secretario no le ayudaba en los asuntos del gobierno. Fuese su excelencia, pasada la siesta, a la casa del conde de Santiago, y sintiéndose con fatiga no quiso subir a los salones que le hubieran convenido, y llamado también de la noble arquitectura y extremado aseo del corredor que tenía enfrente, prefirió pasar allí, curioso de las comodidades del conde. Así entró en la rica biblioteca que daba a un bello jardín cuya frescura aliviaba el calor de aquella tarde.

Doña Isabel y el conde todo lo habían preparado en espera del coronel, disponiendo en el centro del gran salón, que decoraban lucidas estanterías y alfombraba un rojo tapete de oriente, una mesa de nogal de fina labor y tres sillones: uno en el puesto de honor, que era cómodo y tanto invitaba al cansado a la plática o al sueño, como al descansado a la lectura o al estudio; y los otros de mejor estilo, aunque menos cualidades, en sendas cabeceras. El virrey fue recibido en vez de su secretario, y pudo ver con el placer de encontrar un familiar amigo que se nos había perdido, al viejo sillón que de biblioteca en biblioteca le traía el resabio de sus buenas horas de placer y de aventura. Tomó desde luego por suyo aquel asiento y se arrellanó muellemente en él, como quien ya conoce los secretos de su comodidad, mientras el conde y doña Isabel se veían desde las cabeceras con temor.

Su excelencia conversó muy largo rato con animación y agrado, y estornudó después. Se hizo de noche, y al tomar su litera, su excelencia sintió frío. Al día siguiente, sin esperar la luz del sol, su excelencia expiró sin alcanzar a saber cómo había sido tan rápida su muerte.

Justo será decir que, al día siguiente, cuando la noticia circuló por toda la noble ciudad, la gente ni se alarmó ni se entristeció; y por ahí se oía sonar el retintín de las viejas murmuradoras diciendo a hurtadillas que Dios manejaba bien su Providencia, cuando tan poco tiempo había dejado gobernar a su excelencia y muerte tan oscura le había dado; que en sus altos juicios para más diligente gobernante tendría reservado el puesto. El secretario tampoco lo sintió, pues desde que supo la muerte de su excelencia, no soltó la esperanza de encontrarse nombrado sucesor en el pliego de mortaja, que el difunto alcanzó a dejar. La mujer del secretario tampoco lloró la muerte del virrey, recordando quizá cómo sobre las buenas prendas de amor que ella le tenía ofrecidas y aun con las mil molestias del recato dadas, había puesto aquél su comodidad y displicencia.

El conde y doña Isabel deploraron la inexplicable muerte del virrey mientras temieron que fuera notada; pero después que vieron que nadie paraba mientes, acataron también los altos designios de la Providencia. Los médicos, como de costumbre, no supieron de la enfermedad, y por decir algo dijeron que un ataque de apoplejía había dado cuenta de su excelencia. Pero yo que con mi biblioteca he heredado un antiguo sillón de ancho respaldo todo labrado y torcidos brazos y blando asiento de cuero sujetado por dorados clavos, lo diré tal como lo encontré registrando el asiento de mi sillón en busca de algún tesoro que aquellos señores solían dejar a los afortunados, ya en el suelo, ya en un muro, ya en un mueble, según la agudeza de su espíritu. Lo que encontré fue un tenue lienzo de la China con estas terribles palabras, escritas muy buena escritura: “Este sillón tan cómodo, causó la muerte a un virrey indolente, por equivocación.”
 

 

 

 



Las rosas de Juan Diego

 

 

 

—Femme, qui est tu?           
—Je suis la vierge Orberose.
Anatole France

 

El indio Juan Diego tomó las rosas con ambas manos y partió corriendo del árido peñón para mostrarlas al obispo.

Los vecinos de Juan Diego le tenían por un hombre simple y a menudo se burlaban de su inagotable paciencia en las faenas a que su familia le dedicaba. El era servicial con las mujeres, por eso entre éstas gozaba de alguna estimación y con ella se consideraba sobradamente pagado.

Su semblante siempre alegre y sus maneras tímidas hasta en los juegos sencillos, que le tenían apartado de los demás, en más de una ocasión llenaron de ternura el pecho de las mujeres ancianas. En las que eran más jóvenes, el natural de Juan Diego inspiraba desprecio por la completa ausencia de espíritu belicoso y atrevido; pero él no se dolía y al verlas pasar se alejaba silbando alegremente, más allá del camino, por evitar sus burlas. En las recién casadas la gracia de Juan Diego despertaba deseos pecaminosos y aun se supo de alguna que se atrevió a provocar aquella inocencia, en ocasión propicia, allá en la quiebra de la montaña; mas Juan Diego, lejos de interesarse, corrió a contar el suceso a los viandantes, llamándoles a socorrer a aquella mujer que le parecía víctima de un doloroso accidente.

Como su obediencia era ilimitada, nadie sentía necesidad de imponerle un rudo trabajo, y el tiempo que le sobraba lo había destinado a llevar agua al peñón vecino para regar tres rosales que tenía escondidos. Sabía que los cristianos estimaban en mucho aquellas flores y él pensaba llevarlas al mercado. Amaba tanto sus rosas que, al dejarlas cada día, las contaba una por una, echando en su bolsa otras tantas piedrecillas para llevar la cuenta.

Un día Juan Diego notó que había flores caídas y otras que faltaban de sus tallos. Se quedó perplejo, pues sabía que hasta allá nadie acostumbraba subir, y se propuso descubrir al ladrón pasando aquella noche en el hueco de una peña, cerca de sus rosales.

El cielo se extendía sobre su cabeza como una magnífica cúpula de estrellas y Juan Diego se entretenía en señalar con el dedo los puntos más brillantes, cuando asomó a la cuesta una mujer que, al descubrirle, se detuvo sonriendo dulcemente. Recogía contra su pecho con un brazo los pliegues de una manta grosera y, tendiendo el otro hacia Juan Diego, le llamó por su nombre. Juan Diego se acercó y al verla creyó vagamente recordarla, pero su espíritu se agitaba en aquel momento con el enojo de las rosas tronchadas.

—¿Qué buscas aquí, mujer? —le dijo secamente.

—Vengo a traer las rosas que te faltan —dijo ella, dejando caer la manta en que venían las más frescas y encendidas rosas.

—“Y si quieres, Juan Diego —añadió— vivirás conmigo y tendrás siempre las mejores rosas del valle. Yo soy la diosa de los rosales y te daré los que quieras a condición de que vivas en mi huerto.

“En tu casa te maltratan tus hermanos y las gentes del pueblo te desprecian; en mi huerto serás dueño y tendremos los dos nuestro deseo.

“Mañana que amanezca, lleva al obispo esta misma manta con todas las rosas que están abriendo en tus rosales. Cuéntale tu aventura y él, que es generoso, te dará dinero; así te convencerás de que quiero tu bien. Al volver la noche vendrás a verme y nos iremos para siempre.”

Juan Diego, en su sencillez, no se cansaba de ver ni de contar aquellas rosas caídas cuyo aroma voluptuoso le hacía sentir cosas extrañas. Y cuando al fin se puso en pie y quiso responder, la mujer había partido.

 

 

 

 



Doña Sofía de Aguayo

 

 

 

Doña Sofía de Aguayo, la víspera de sus segundas bodas, buscaba con ansiedad en la arquilla de marfil calado que le servía de joyero, y sobre su lecho caían rosas de diamantes, perlas desgranadas, pesados aretes, cadenas de oro y cintillos con mil adornos produciendo un alegre sonido. Allí creía tener guardada una prenda de su primer amor, que su confesor le pedía con exigencia, so pena de impedir el matrimonio.

Fue vana la tarea. El interior de raso azul quedó vacío y doña Sofía, después de remirarlo, arrojó el arca como cosa inútil. Buscó afanosamente en todas partes sin mejor fortuna, y acabó por ver en ese contratiempo la señal de su desdicha en las futuras bodas.

Su apellido y su riqueza, para las gentes de su tiempo, en toda la Nueva España, eran títulos que obligaban a los mayores miramientos; pero su hermosura daba confianza a los corazones más castigados y ella gustaba de los martirios de amor.

Con esos pensamientos, aquella misma tarde, escribió al que iba a ser su esposo, su resolución de romper los pactos otorgados, en bien de su alma. Y todavía sonaba el rasgueo de la pluma de ave en la amarillenta cartulina, cuando del rico encaje de la manga cayó sobre el billete un pequeño camafeo con bordes de oro, en cuyo centro, con aire de malicia, tocaba la doble flauta una sirena.

 

 



Una partida

 

 

 

Los jinetes mozos revolvían sus cabalgaduras al montar en el gran patio de la casa y cambiaban entre sí propósitos alegres. Otros ayudaban a montar a las damas prestándoles de escabel sus propias manos, mientras algunas de ellas, teniendo recogido el espeso terciopelo de sus vestiduras, pedían a los criados los caballos más fogosos.

En el fondo del patio, a los lados de la gran fuente decorada de azulejos, dos carrozas, tiradas por pacientes muías, esperaban a las gentes de mayor edad.

Por la escalera principal bajaban damas y caballeros haciendo compañía y honor a un varón como de cincuenta años, vigoroso y galante, de sonrisa burlona, ojos azules y amplia frente libre de cualquier preocupación, y de ademán ligero que mal se avenía con la hermosa barba gris que le cerraba el rostro. Se hablaba de la mejor distribución en las carrozas y aun hubo todavía órdenes últimas que dar, desde abajo, a los sirvientes de la casa que de los corredores del piso alto presenciaban la partida.

La gran puerta se abrió de par en par y los cascos de los caballos, al resonar en el amplio cubo del zaguán, hicieron detener a los pocos transeúntes que en aquella hora de la madrugada pasaban por allí.

En medio de una fría niebla la cabalgata partió calle arriba.

Era el señor conde de Xaral, don Lorenzo de Moncada, Caballero de Santiago, privado de su católica majestad Carlos III, que salía de la ciudad de México a visitar sus tierras en compañía de amigos y familiares.

 

 

 

 



Interior

 

 

 

A través de los vidrios del balcón colonial, corrida una ligera cortinilla blanca, el rostro del anciano aparecía distrayendo sus cansados ojos con mirar el vaivén incesante de la calle.

Era un anciano apacible de ojos tristes. No podía participar ya de los hombres, ni del mundo, y se contentaba con mirarlos detrás de los vidrios de su viejo balcón, mientras la tarde iba cayendo.

Siempre estaba con una gorra de terciopelo negro echada sobre la frente, que dejaba escapar por los lados escasas matas de cabellos blancos. Una barbilla temblona afinaba su rostro y devolvía, muy empañado, el brillo de una pasada energía. Sobre sus labios delgados un bigote suave sostenía el imperio de una bondad ejercitada largo tiempo.

Nunca se vio que aquel anciano tuviera compañía, ni que su rostro se mudara por causa de inquietud secreta.

Aquella casa debía pertenecerle por herencia. Allí mismo había nacido. Los muebles cómodos y blandos que ahora le confortaban, desde su infancia le eran familiares y se hubiera sentido mal seguramente si alguien trastornara sus sitios. La tranquilidad inmutable de su espíritu le hacía inapreciables las horas que pasaba en la espaciosa sala, dando lentos pasos, en intensa comunicación con las cosas, entre cuadros, colgaduras, cortinajes, muebles, porcelanas, tapices, todo de otra edad, que desde pequeño conocía en igual orden y concierto.

De todas ellas a ninguna concedía una virtud de evocación mayor que al viejo reloj de Sajonia, que, bajo su capelo de cristal, siendo él muy niño, ya le atraía hacia las muchas figuras que tenían en relieve y ahora le daba las horas lentas y seguras.

Desde ese mable fondo, en las tardes lluviosas del otoño, el anciano gustaba particularmente de sentarse junto al balcón y volver por largo rato, hacia los hombres, la indiferencia de sus ojos cansados.

 

 

 

 



El albañil

 

 

 

Se terminaba el año de 180…, bajo la dirección de Tolsá, la cúpula de la iglesia catedral de México, que sobresale airosamente del edificio y deja ver el poniente despejado con un fondo de montañas.

Al pie, los grandes trozos de piedra eran labrados por millares de hombres que hacían sonar sus martillos contra el hierro del cincel acompasadamente, y en torno se levantaba en el aire un polvo fino que se doraba al sol de la tarde. Las canteras labradas eran ascendidas penosamente por grandes grupos de hombres, mediante cuerdas y máquinas, a lo alto de la iglesia.

En los últimos andamios, un oscuro albañil descansado miraba hacia abajo un gran trozo de piedra, suspendido en el aire, que subía pesadamente y al parecer estaba destinado a una cornisa.

Las campanas más graves de las iglesias hicieron sonar en aquel momento sobre la ciudad el toque de oración. Todos los golpes y los murmullos de abajo se contuvieron al instante. El oscuro albañil se incorporó y, descubriendo una fina cabeza, paseó rápidamente su vista alrededor mientras rezaba. Debajo de un crepúsculo grandioso, la ciudad colonial parecía muerta. Una luz rojiza tocaba los perfiles de las casas señoriales más altas, iluminaba el bronce de la estatua ecuestre de Carlos IV en el centro de la plaza majestuosa y venía a recogerse en las almenas del palacio de los virreyes.

 


Animula

 

Sol sobre naranjas

El gran ojo de una vaca

Un altar dorado

El cielo de una calle

 

 



Sol sobre naranjas

 

El ser más distraído de una ciudad, que después de una mujer es un niño vagabundo, no puede menos de padecer pequeños raptos de las cosas que son otras tantas débiles atracciones de la tierra que lo sostienen y lo impulsan para llegar algún día al fin incierto de su vida.

Cuando el gran viajero Gulliver tuvo la suerte de llegar al país de los enanos, era tal la embriaguez de su espíritu por los aplausos de los hombres, que no se dio cuenta de que empezaba para él una nueva aventura, incomparablemente más difícil que todas las que había pasado en el país de los gigantes. Los hombres de la Historia son así, ingenuos y desgraciados, y llenan con su vida páginas admirables.

Del gran Gulliver no se supo que tomara precaución alguna, ni siquiera la muy elemental entre viajeros ilustres, de sospechar que había llegado al país de su destino. Así es que, sin cuidarse por nada, siguió de la mano de sus viejas costumbres de grande hombre, haciendo soliloquios en voz alta, dando continuos paseos con las manos cruzadas en la espalda, usando fuertes zapatos con suelas que rechinaran, buscando la soledad en lo más alto de una roca para hacer cálculos laboriosos, poniéndose de mal humor con las cosas pasadas y durmiendo vestido en cualquier parte.

Para los enanos, seres desdeñados y mal vistos por los hombres, éstas eran señales seguras de que a su país había llegado un enemigo y, como para distinguirse de los humanos han convenido en ser tímidos y crueles, desde luego se prepararon a la lucha. Mientras el gran Gulliver, en un buen mediodía, tomaba, como un héroe victorioso, su almuerzo abundante al pie de una copuda haya y corregía su itinerario en un viejo cuaderno, el enjambre de pequeños hombrecillos entraba en una actividad creciente y prodigiosa.

A poco se vio una infinidad de hilos delgados pasar sobre el cuerpo de Gulliver, cuando gustaba ya de un dulce sueño bajo el haya frondosa, con las puntas de los pies hacia el cielo como un elegido; y unos operarios subían a él con pequeñas escalas, mientras otros sujetaban fuertemente las extremidades de los hilos a una gran cantidad de pequeños postes clavados en el suelo. De esta suerte el cuerpo de Gulliver en corto tiempo quedó atado a la tierra por una inmensa red de hebras de hilo, y cuando despertó se encontró preso y vencido, obligado a arrastrar la dura esclavitud de los enanos.

Una vez, en el mercado, oí decir a un niño vagabundo frente a un puesto de naranjas que hacía brillar al sol: “Si yo fuera el dueño de esas lucientes naranjas, me creería poseedor de un montón de hermosas bolas de oro.”

 

 

 

 



El gran ojo de una vaca

 

 

 

En medio de la inquieta movilidad de los hombres es dulce y consoladora la indolente lentitud de los ganados. Los pastores de las églogas son apasionados y tiernos como las ovejas en tiempo de crías; y los rústicos, que para tanto entran en la novela y el cuento mexicanos, son fieros y sumisos como una vaca de ordeña o rencorosos y vengativos como el buey taciturno de una fábula.

El ganado que vive en las ciudades, único que puede ver un niño vagabundo, es ya otra especie de ganado. El tiempo de una vaca que vive en un cortijo de la ciudad, está casi tan arreglado como el de cualquier empleado de una oficina. En esos animales, sobre todo, hemos hecho perder todo instinto de maternidad a fuerza de educarlos para nuestros fines interesados. Ante una vaca mansa que pasa cada tarde por las calles de la ciudad, camino del establo, puede cualquiera no sólo acariciar las crías, sino maltratarlas y aun matarlas, sin que la madre parezca entender que se trata de la mitad de su alma.

Esas vacas, gracias a las casas continuas y alineadas que les hacen imposible toda esperanza de perderse unas de otras, y a la vida de colegio que tienen, han olvidado casi por completo el bramar. Y tan lógicas son las costumbres de la escuela, que cuando nos presentamos en un establo y están todas las vacas en sus corrales, bien alimentadas y limpias, vueltas hacia la pila del centro que se surte de agua clara, hay un momento en que nos parece que con su gran cabeza mutilada uniformemente nos saludan.

La mansedumbre del ganado no es sino la inacción de la tristeza. Esa vaca, como su bisabuelo, podía vivir en el monte espeso, sin conocer a los hombres y hacer su vida noblemente, sin regla ni aviso, bañada por el sol en las mañanas o echada bajo un árbol en la siesta o defendida del frío en una cavidad salvaje. Pero ella desde su nacimiento conoció a un dueño que la acarició tiernamente, le dio alimento y le enseñó costumbres muy metódicas que le han dado enfermedades y la tienen siempre achacosa y envejecida.

Todo esto y algo más encontraríamos al asomarnos a la dulzura de su gran ojo mientras pensativamente rumia la yerba.

 

 

 

 



Un altar dorado

 

 

 

No es indiferente la hora del día en que se visite una iglesia aunque sólo sea para satisfacer un pensamiento infantil: Dios vive en las iglesias y allí hemos de ir a platicar con él.

La frente de Dios es tan sabia y su rostro tan antiguo que aunque los hombres le cuenten siempre las mismas cosas y éstas pasen fuera de la experiencia que él tiene, los oye sin molestia y sin enojo. Casi todas las oraciones encuentran a Dios dormido con la mejor sonrisa en sus divinos labios; sólo las que suben temprano, cuando de las altas vidrieras de colores cae un rayo de sol que atraviesa el aire del templo, son las que rompen el agradable silencio celestial y la bondad eterna las deja llegar y las escucha sin levantar los ojos de su libro omnisciente.

A la divinidad le gustan los perfumes y es sensible a los sacrificios solemnes; el brillo de los altares inunda también de satisfacción sus ojos cansados. Si los hombres de hoy amaran más a Dios o fueran más corteses, vendrían a implorar sus favores de siempre y a decir sus quejas pertinaces, a la mejor hora del día, cuando en el templo las nubes de incienso suben más espesas y devotas, cuando el órgano melodioso levanta más sus voces, cuando las víctimas aparecen más dignas entre los adornos, cuando el altar deslumbra como una ascua de oro. Así lo hicieron los antiguos más nobles y así lo hacen los cristianos más ricos, únicos que verdaderamente aman a Dios y son amados por él.

En esa hora magnífica ellos se reúnen y se recrean, oran y ensalzan, conversan y lloran. Si allí les exigieran su vida, heroicamente, como en los poemas, la darían, sin importarles nada, ni siquiera Dios mismo.

En cualquier otro momento la iglesia es campo muerto, aula vacía por donde el aire frío discurre tenazmente, un museo lleno de sombras que sólo por capricho de su arte a algún pintor modesto le ocurre visitar. Ir allí a buscar a Dios, es señal de poquedad de espíritu y mala conciencia. En los altares lo más rico se esconde y sólo las puntas o las aristas acechan con desconfianza.

Las tardías oraciones que entonces se levantan, como las irreverentes y plebeyas que se dirigen a Dios desde cualquier hogar, en medio de las cosas más innobles, ésas nada tendrán y los indignos fieles que las elevan no alcanzarán riquezas y perderán el cielo por no haber conocido en su vida el fin para que fueron creados: la perspicacia de las fórmulas.

 

 

 

 



El cielo de una calle

 

 

 

Las calles tienen alegrías y ratos de malhumor como tienen dioses y esclavos. En México, la torcida del Apartado se alegraría seguramente si una cortesana, con quien bromea familiarmente, al atravesarla, pierde la pisada y viene a enlodar su magnífica bota en un inmundo charco. ¿Quién podrá negar el desagrado de la Santa Veracruz con la presencia de un sombrero alto? Si por acaso se detiene allí largo rato, le descargará la lluvia y el trueno para hacerlo doblar la primera esquina. La de Medinas, grave, se paga de los carruajes elegantes; si un tranvía llegara a pasarla se cambiaría de nombre.

Los perros callejeros y los niños vagabundos son sus grandes amigos; en ellos ve a los seres más perfectos de una República, por eso los protege y los ampara, dándoles el mejor sueño en el hueco de una puerta y proporcionándoles la ocasión de un pequeño hurto para que tengan pan.

En los nichos de las esquinas o en las cornisas de las casas más antiguas, se albergan los dioses, de quienes algunos mortales aseguran que son muy viejos, pero con vigor todavía para decir malicias.

Los dioses de la calle, como es fácil suponer, a despecho de las otras divinidades, son enteramente civilizados, y su ocupación más seria consiste en formar, con el humo de sus pipas, las nubes cambiantes que se ven en todo el girón de cielo que limita lo largo de la calle. Este trabajo, lo desempeñan, por cierto, con respeto profundo hacia la edad y costumbres más arraigadas de la calle que protegen. Pero si alguna nueva calle aparece en la ciudad se dan el gusto de un descuido, y de allí resulta una verdad que interpretada fríamente ha hecho fracasar, en México, a muy adelantados paisajistas, o sea, que las calles nuevas tienen un cielo inexpresivo.

Aunque parezca frivolidad indigna, el orgullo de una calle es verse representada en una carta municipal, al igual que su mayor disgusto es mudar el nombre con que nació y ha crecido en años y experiencia. En ninguna parte está mejor representada la firme dirección de sus muros, que en las líneas paralelas de un plano topográfico; y sólo allí se da cuenta de su importancia en la ciudad.

Un niño, por el hecho de perderse, se asoma al porvenir y se convierte en el único personaje con quien la calle puede enviar sus mensajes a los hombres; por eso le encontraremos algo de superior en su semblante, lo mismo cuando está varias horas contra un poste, mirando los juegos divertidos de las nubes en el cielo o la fuga desenvuelta de la luz en el crepúsculo, que cuando se extraña del paso silencioso de un cortejo fúnebre o aplaude el de una banda de tambores.

Las venganzas de las calles son terribles. Yo supe una vez de un novelista mexicano, que colocó un episodio ridículo en una de las más antiguas calles de México, y desde que su libro salió a luz, no le faltó incidente callejero que lamentar, incluyendo la carrera trágica de los caballos de su coche, desbocados el día de la boda. Son bien conocidos de todos los contratiempos de Horacio en la Vía Sacra; y en los títulos de novelas policíacas, se da cuenta de la severidad a que han llegado algunas calles.

Por último, creo que el cinematógrafo tiende a corregir en los niños desde temprano, cualquier descuido literario con motivo de las calles exagerando a su vista, las desgracias, que pueden ocurrirles.

 


Campanitas de plata

 

Mi tío el armero

El relojero

El señor juez

El componedor de cuentos

El bastón cobarde

Yo vi a un dragón 

 

 

 



Mi tío el armero

 

 

 

Mientras sus pequeños nietos gritan asomados a una gran pila redonda, en el patio humilde que decora un añoso limonero; mientras dos palomas blancas se persiguen con amor entre las macetas que lucen al sol las anchas hojas y las flores vivas de sus malvas; en tanto que la cabeza noble de “La Estrella”, su yegua favorita, aparece por encima de la carcomida puerta del corral, mi tío el armero, enamorado eterno de las pistolas finas, bajo el ancho portalón, levanta a contra luz, con elegancia, el cañón de un rifle que está limpiando devotamente, y mete por allí el ojo sagaz.

 

 

 

 

 



El relojero

 

 

 

Se le veía de la calle desde una ventana bajita y siempre tenía la misma actitud: inclinado sobre una grande y pesada mesa, atento a mil objetos pequeñitos. Hasta la ventana llegaba, del patio interior de su casa, el aroma de unos jazmines que parecían en éxtasis bañados por el brillo del sol.

 

 

 

 

 



El señor juez

 

 

 

Éste era un señor Juez de pueblo, joven, madrugador y grande amigo de la caza. En las claras mañanas primaverales, después de una noche de buen sueño, o en las rojas tardes de otoño, cumplida su tarea de justicia, se le veía salir al campo por las callejas del pueblo con su escopeta al hombro, y rodeado de muchachos a quienes por el camino explicaba pacientemente las matemáticas.

Los rojos cardenales, volando nerviosamente de un arbolito al que le sigue, y los tímidos conejos, saltando entre las piedras de los cercados, seguían también, con interés, las explicaciones del maestro.

 

 

 

 

 



El componedor de cuentos

 

 

 

Los que echaban a perder un cuento bueno o escribían uno malo lo enviaban al componedor de cuentos. Éste era un viejecito calvo, de ojos vivos, que usaba unos anteojos pasados de moda, montados casi en la punta de la nariz, y estaba detrás de un mostrador bajito, lleno de polvorosos libros de cuentos de todas las edades y de todos los países.

Su tienda tenía una sola puerta hacia la calle y él estaba siempre muy ocupado. De sus grandes libros sacaba inagotablemente palabras bellas y aun frases enteras, o bien cabos de aventuras o hechos prodigiosos que anotaba en un papel blanco y luego, con paciencia y cuidado, iba engarzando esos materiales en el cuento roto. Cuando terminaba la compostura se leía el cuento tan bien que parecía otro.

De esto vivía el viejecito y tenía para mantener a su mujer, a diez hijos ociosos, a un perro irlandés y a dos gatos negros.

 

 

 

 

 



El bastón cobarde

 

 

 

Cuando el bastón salía de las manos temblorosas del abuelo era para quedarse firme en un rincón, siempre lejos del ruido y de las gentes. En la calle se animaba un poco más, pero nunca azotaba a un perro ni hacía rodar por el suelo una hoja de árbol.

Era un bastón sin mucha gracia, con el puño encorvado y lo demás rígido y recto. Siempre que lo buscaban para amenazar a alguien, andaba perdido, como si tuviera miedo.

 

 

 

 

 



Yo vi a un dragón

 

 

 

Era en el atardecer, hacia el Poniente. El sol lanzaba unos destellos vivos al ocultarse en un macizo de nubes ya casi tocando el horizonte. El dragón estaba echado sobre la montaña lejana con la cabeza hundida en las dos gruesas manos y sólo dejaba perfilar sus dosorejaspuntiagudas.

De pronto arqueó el lomo como un gato que se despereza y una trompa prominente colgó de su nariz, en tanto que la extremidad de su cauda larguísima, caldeada por un fuego de fragua, se contraía dolorosamente. En un instante desapareció también, como si hubiera saltado fuera del mundo.

 


De Muñecos de cuerda

 

El novio muerto

A Emma Cuéllar

El panteón acabó por imponerse en la voluntad de aquellas dos hermanas y de constituir para ellas un lugar de distracción, y un refugio, una defensa, en contra de los bostezos lánguidos de las tardes ociosas de los sábados y también en contra de cualquiera visita impertinente que desatentadamente se apoderara por largas horas de la libertad en que ansiaba vivir el espíritu.

En la tarde de los sábados, pues, sin gran vacilación y sin meditarlo mucho, con cierto aire maquinal, se encaminaban al panteón en compañía de sus dos amigas —también hermanas entre sí— que siempre las invitaban y que eran como la pareja correspondiente a la suya.

En realidad las que tenían motivo verdadero para hacer la visita eran las amigas o, mejor dicho, una de ellas. A ésta se le había muerto el novio; en aquel panteón estaba sepultado. La visita de las demás al fúnebre lugar era para hacer compañía; al principio, para lamentar y consolar, después para divertirse y divagar sobre distintos temas, ajenos muchos de ellos a la otra vida y a la melancolía de la mansión de los muertos, que por largo trecho hacía descubrir a los ojos de las visitantes, como una ciudad minúscula, la alineada sucesión de sus tumbas, de sus mausoleos, de sus capillas, levantando todas en alto, entre las manchas verdes de la jardinería o las enanas copas de los árboles, las blancas cruces de piedra que acababan por significar muy poco ante aquella multiplicación inútil y fastuosa.

Estas cuatro amigas eran como se ha dicho hermanas, dos a dos; y en aquel novio muerto, que en vida había ilusionado la juventud de una de ellas, veían las otras tres —algo como suyo también, no sólo porque había conversado con ellas, cuando vivo y les hablaba de “tú”, sino porque en él, sin proponérselo y casi sin decírselo, todas veían su más caro ideal, el que ponía alas a su pensamiento, y lo hacía viajar por regiones desconocidas, algunas veces que el mal sueño, el tedio o la tristeza, las tenía despiertas, en la noche callada, mientras la llovizna por fuera resonaba en los vidrios de la ventana, o algún mosquito zumbaba como si fuera un diablillo burlón y enemigo del sueño.

No era que las tres envidiaran precisamente al novio de la cuarta. Aquel joven larguirucho y un poco tonto, que tomaba los tranvías en marcha, que al fumar arrojaba espesas nubes de humo, que no era ambicioso, ni mostraba en sus rasgos el empaque del hombre serio, no constituía el tipo de felicidad terrenal, ni deseaban en lo más mínimo de su corazón llegar a tener un novio así. Pero el ver que éste ya estaba realizado como quiera que fuera; que les hablaba, que charlaba, que algunas veces las acompañaba en la calle y que de él discutían en común, cuya conducta se comentaba en ocasiones, en tanto que “el otro” apenas existía delineado en la imaginación más o menos ardiente de cada una, lejano y misterioso como un fantasma de ensueño, hizo que durante lósanos de noviazgo estas tres mujeres consideraran al novio de la cuarta, cuando vivía, muy cerca de ellas; que le tuvieran afecto y llegaran a creer con firmeza, que tarde o temprano solemnidades y ritos vendrían a formalizar y a estrechar aquellas relaciones de noviazgo que entonces les parecían un agradable pasatiempo. Y por eso también cuando el desventurado novio, en un accidente fatal entregó la vida, las tres amigas, cediendo al impulso de la más doliente, instituyeron previamente, para el difunto, un culto de amistad, semanario y metódico, que poco a poco fue encontrando los cauces de sus vidas, y que las hacía invariablemente asociarse para visitar el panteón en las tardes de los sábados.

Estas visitas de las cuatro amigas al novio muerto eran, si se penetra un poco en la razón de su persistencia, como cuatro páginas de un libro que no acaba; como cuatro esbozos que nunca se definen; como cuatro sones vagos que siempre tiemblan…

La que era romántica y soñadora de las cuatro, en las tardes del sábado veía la hora del sortilegio, cuando frente a las tumbas blancas y hechizadas por la tristeza de los árboles funerarios su alma se perdía en un reino fantástico, del que volvía, al cabo, embriagada de dulce melancolía. La que, era frívola rompía desde la entrada la seriedad del cortejo con chanzas y charlas, y se entregaba con pasión la cuenta de la edad de los muertos, por las fechas grabadas en las tumbas. La que estaba enamorada —y durante muchos años lo estuvo, la novia del muerto— se iba derecha a la tumba de su novio, y allí por largo rato meditaba y rezaba… y alguna lágrima candente dejaba caer sobre la loza fría. Por último, la que era seria y callada, se dedicaba a observar el paisaje, a mirar los oros de la tarde, o a pasear indiferente, por las callecillas recién regadas, hasta que la hora del regreso se anunciaba.


Al volver del panteón, se sentían las cuatro amigas libres de una obligación que les hubiera sido difícil definir, pero que de sábado a sábado ligaba fatalmente sus vidas en torno a la borrosa memoria de un novio muerto...