Material de Lectura

 

Nota introductoria


Agustín Yáñez y las mujeres de
Al filo del agua
 

Por la edad, las fechas de los libros iniciales y ciertas afinidades técnicas se puede afirmar, en cierto sentido, que Yáñez pertenece a la generación de los Contemporáneos, quienes integran, después del Ateneo de la Juventud, el grupo más valioso de las letras mexicanas del siglo XX. Los distingue la conciencia artística, la cultura vasta y al día, la técnica y el estilo eficaces que emplean en verso y en prosa. Como todo grupo con fisonomía propia, concitó la ira y los denuestos de las banderías coetáneas. De todo se les acusó, menos de carecer de talento. La raíz de la semejanza entre Yáñez y algunos de los Contemporáneos, que además de verso escribieron prosa (Torres Bodet, Owen, Novo y Villaurrutia), se encuentra, quizá, en que uno y otros procedían de las mismas fuentes: Benjamín Jarnés, especialmente, y los escritores que podrían llamarse de la Revista de Occidente, los que, a su vez, descendían de narradores franceses como Jean Giraudoux.

Las vivencias infantiles y adolescentes conceden a Yáñez un lugar aparte entre los prosistas de su generación. Sus compañeros en el tiempo, los Contemporáneos, escriben sus novelas (largas y cortas) como metropolitanos, es decir, uniformando sus ideas con la moda de esos años que no sólo venía de Francia, sino también de España; Yáñez se comporta al escribir como provinciano. A su obra se le puede aplicar un aforismo de Mauriac:


La provincia nos abastece de paisajes, nos enseña a conocer a los hombres. Crees que perdiste el tiempo en las campiñas; pero años después encuentras en ti un bosque vivo, con su olor, sus murmullos en la noche. Las ovejas se confunden con la niebla y en el cielo del ocaso pasa un vuelo de palomas.

Mauriac recuerda en el mismo libro (La province, 1926) que en oposición a la metrópoli, que impone como regla la uniformidad, la provincia cultiva las diferencias. Yáñez es un escritor de las diferencias. Éstas le conceden un sitio aparte entre los prosistas de su generación.

La provincia le da historias y personajes, y lo capacita también para encontrar un lenguaje, regional y aun municipal en los cimientos, suyo y universal en la elaboración definitiva; lo induce a descubrir, una vez asimilados los influjos, la técnica más acorde para ahondar en la psicología de sus criaturas e intentar, años después, un ambicioso ciclo novelístico que registre la vida del México moderno.

Autor de más de una decena de libros, algunos de ellos fundamentales, Yáñez enfrenta en cada una de sus novelas, posteriores a 1947, problemas técnicos y estilísticos mayores en número e intensidad que los que sorteó, mediante recursos que la destreza hizo suyos, en la etapa que comprende de Baralipton (1931) a Al filo del agua (1947). Su perspectiva es dinámica: sus formas nunca degeneran en fórmulas, sus hallazgos desconocen la laboriosa industrialización a que son tan afectos algunos autores. En cuanto a estilo, técnica y arquitectura, nunca escribió dos veces la misma novela.

A escala universal, Al filo del agua figura entre las mejores novelas editadas en un año prodigioso para la literatura moderna: 1947. Por primera vez en mucho tiempo (después de Martín Luis Guzmán, Mariano Azuela y José Vasconcelos), un mexicano es contemporáneo de sus contemporáneos. La novela de Yáñez no empequeñece si se la compara con las mejores dadas a conocer en ese año: Doctor Faustus de Thomas Mann, Los idus de marzo de Thornton Wilder, Bajo el volcán de Malcolm Lowry, La romana de Alberto Moravia y Crónica de los pobres amantes, Oficio de vagabundo y Crónica familiar de Vasco Pratolini. Después de 1947, México no volverá a figurar entre los grandes de la novela universal hasta 1955, año en que aparece Pedro Páramo de Juan Rulfo.

Al filo del agua fue escrita durante el régimen de Ávila Camacho y dada a conocer en el de Miguel Alemán. Se trata de una novela de personajes, en la que la acción se vuelve subterránea y el tiempo se distorsiona en la conciencia de las criaturas. Los forasteros (Victoria, los trabajadores agrícolas que regresan del norte) son los elementos subversivos que incendian la vida del pueblo y las páginas de la novela. Al descubrirse una nueva manera de vivir, el viejo régimen está herido de muerte. No existe en nuestra amplia narrativa revolucionaria un texto (ni siquiera la Mala yerba, de Mariano Azuela) que indique con mejor sentido, sin descender al documento o a la demagogia, cómo se vivía durante los últimos periodos presidenciales de Porfirio Díaz y, al mismo tiempo, aclare por qué surge, qué se propone y, quizá, por qué fracasa la revolución de 1910. Después de que aparece, las obras que se escriben sobre asuntos afines aunque vean la luz se puede decir que no han salido del limbo, y ello se debe a que Yáñez consigue en ella lo que no pudieron obtener los novelistas que tratan este tema: una partida de nacimiento y un acta de defunción. En este sentido, Al filo del Agua es punto y aparte en la prosa mexicana.

López Velarde y Yáñez crean sus imágenes lúbricas mediante objetos y atributos religiosos y, a la inversa, emplean términos sexuales al referirse a cosas y seres espirituales. Ambos sienten el cosquilleo de las hormigas voraces. Si un libro juvenil de Yáñez, Flor de juegos antiguos (1942), corresponde a La Sangre devota (1916) de Ramón López Velarde, Al filo del agua equivale en la bibliografía del novelista jalisciense a Zozobra (1919) del poeta zacatecano. Una y otra recrean el conflicto humano circunscrito por las cuatro paredes de una vida pueblerina en la cual la asfixia está hecha de tedio, de frustración sexual y rebeldía subconsciente contra un catolicismo nutrido de intolerancia, vacío a fuerza de reiterar hasta el cansancio las formas de culto externo. Nunca antes obtuvo la provincia en nuestras letras mayor desnudez de carne viva ni más complejo poder de signo y símbolo.

Al filo del agua posee sucesivos estratos de significación. Ofrece varios dramas individuales (el de Gabriel y el de Luis Gonzaga, el de Damián Limón, el de María y el de Micaela) y un drama colectivo en el que participan, consciente o inconscientemente, los habitantes de esta aldea incomunicada en el ocaso del “antiguo régimen”. El conflicto surge con la llegada al pueblo de una “noble señora” de Guadalajara (una “noble señora de provincia”, en el lenguaje de López Velarde) que pone en crisis el ascetismo y la hipocresía lugareños. En el plano sentimental, Victoria equivale a la lucha armada que ya se anuncia en el ambiente, a la revolución: su presencia propicia un nuevo orden, una nueva tabla de valores para juzgar la vida propia y la de los demás.

Técnicamente, Victoria coopera a que los distintos personajes del pueblo se desarrollen, a que se enfrenten a sus propios abismos y a que después de su partida se vean irremediablemente transformados. Victoria más que un personaje definido, de tres dimensiones, es detonante de los conflictos que propician los deliberadamente morosos avances de la novela: “en ese pueblo todo es monotonía”. Gracias a ella los protagonistas, como canicas cósmicas, toman nuevos rumbos. Victoria humaniza, torna productivas (a largo plazo) las vidas de algunos personajes: Gabriel y María le son deudores, directa o indirectamente, de valiosos estímulos espirituales. Victoria es un “personaje madre”: crea a su alrededor atmósferas y favorece el surgimiento de nuevos seres más complejos.

Al filo del Agua es un archipiélago de mujeres. Yáñez retrata un pueblo que vive con, para y contra sus mujeres. En la superficie el de Al filo del agua es un lugar de “mujeres enlutadas”. Puertas adentro cada mujer tiene un mundo propio (plagado de ambigüedades): a veces prevalece la resistencia, a veces la complicidad con el estado de cosas. Es muy sencillo: resistir significa volverse individuo, la complicidad equivale a moverse en grupo, a formar parte activa de un personaje colectivo. Al servir a Dios, algunas mujeres consiguen prebendas (suben en la jerarquía del pueblo), otras tantas sólo se topan con el martirio, en ellas se funda la legitimidad de la causa religiosa. Quien se atreve a transitar por los caminos de la individualidad apuesta la propia vida: Micaela muere en el intento de forjar su personalidad; María obtiene, en la rebelión, el pasaporte hacia el futuro. El autor la retoma como personaje en libros posteriores.

Yáñez como Kierkegaard cree que sólo la sincera humildad y no el engaño de uno mismo debe ser el origen de los vínculos sociales. Yáñez al igual que el filósofo danés confía en hombres sencillos, ya que en ellos anida la virtud. Frente a la falsedad que impera en el pueblo, Yáñez escoge como sus representantes a Gabriel y Jacobo. Los personajes suman un puñado de características acordes a su visión del mundo: sensibilidad, talento, perseverancia, ambición. En resumen: autenticidad personal. Con Gabriel el agotamiento del culto religioso se modifica en experiencia espiritual; Jacobo es ejemplo de cómo superar a la provincia como inhibidora de la potencia humana. Con ellos, Yáñez descifra las claves de su propia vida. La problemática social (un tema aún más complicado) la tienen que solucionar las mujeres. En ellas Yáñez carga el peso del pueblo, del mundo. A fin de cuentas para el autor una vez que pase la tormenta las grandes transformaciones serán en las costumbres, en la vida cotidiana. La cosa pública importa menos que la moral de la sociedad. En el pueblo se han visto desfilar distintos jefes políticos y todo sigue igual a pesar de que cada nuevo dirigente llegue con la consigna de hacer cumplir las Leyes de Reforma.

En el viejo régimen importaba menos la gestión pública que la administración social de la libido. En ese sentido, el autoritarismo de Al filo del agua es el de una teocracia y no el de una dictadura política. El pueblo padece de una confusión que Yáñez entiende gracias a Freud: no distingue entre lo sexual y lo genital. Lo sexual entendido, por supuesto, como una actividad tan amplia que engloba hasta la más mínima pulsión vital. Al querer gobernar los impulsos genitales se termina por barrer la sexualidad, la vida misma. El viejo régimen se enseñoreaba sobre un pueblo casi muerto. La rebelión verdaderamente importante ocurre en los terrenos de la vida cotidiana. Micaela le hace el juego a la teocracia, lucha en nombre de los genitales. María aspira a conquistar su sexualidad, a adueñarse de su propia vida.

En las páginas que siguen el lector encontrará un panorama de las principales mujeres de Al filo del agua. Por razones de espacio las descripciones no son completas sino fragmentarias. Se encontrará, asimismo, tanto personajes individuales como entes colectivos (las Hijas de María). No creí necesario incluir a Victoria porque su presencia recorre el libro de principio a fin.

Al filo del agua (suena una vez más el eco de López Velarde: “Mientras muere la tarde”) es la novela más armónica escrita en México en la primera mitad del siglo XX, cuenta la historia de hombres y mujeres que confunden la religión con el fanatismo, la virtud con la muerte del deseo y el pecado con la vida común y corriente. Nos muestra un racimo de seres excepcionales, algunos arquetipos de conducta y, en el trasfondo, un pueblo entero, un resto silencioso, más bien, un coro que apenas abre los labios para entonar un murmullo que da coherencia a esta misa fúnebre. A final de cuentas, Yáñez escribió una obra musical dentro de los parámetros de una novela. Al estallar las pasiones dormidas, los personajes asumen su destino, que es sinónimo de éxodo y en otros de muerte. El estilo, la estructura, la creación de personajes, la atmósfera en las que se desarrollan los hechos son perfectos. Al filo del agua es una obra importante no sólo en las letras mexicanas, sino en el panorama de la literatura universal.

 
Emmanuel Carballo