Material de Lectura

Leña verde

 

 

Huan tla aca mitztlahtlanniz
zoapillé tleca tichoca,
xiquilcui xoxouhqui quahuitl
techichocti ica popoca

[Y si uno en saber se empeña
la causa de tu penar,
dile que verde es la leña
y que el humo hace llorar.]
(De un antiguo cantar mexicano)
 

 

El jacal del viejo Maclovio se vio concurridísimo desde que empezó a pardear. Grupos silenciosos de vecinos del rancho susurraron el pésame de rigor dirigiéndose indistintamente al deudo o al cadáver del pequeño Faustino, tendido en un petate, en un ángulo alumbrado por dos velones, y se concentraron en la puerta, luego, a efecto de que un nuevo turno tuviese ocasión de entrar y de mascullar, a su vez, su condolencia. Unas horas después Nemesio, el de La boca de Tierra Caliente, y Blas Araiza, el de la recua de mulas que cada tercer día hacía el transporte de carga entre Zacualpan y la región, hicieron circular entre los presentes unas botellas de refino, y el velorio cobró una extraña animación. Afuera, en la cerrada noche de noviembre, los cielos vertían una eléctrica claridad de estrellas que fulguraban, macabras, en las charcas del camino.

En el jacal, el aire se enrarecía por instantes. En torno del muerto revolvíanse legiones de moscas y frecuentemente le cubrían la cara. Alguna de las viejas, sin levantarse del suelo, tendía la mano armada de una punta de rebozo y las ahuyentaba. El murmullo de las conversaciones era apenas un bisbís ahogado que no acusaba la menor relación con el finado, algo así como un viento sin sentido que se multiplicaba en tres o cuatro grupos a la vez. Maclovio contestaba maquinalmente y no levantaba los ojos del bulto rígido de Faustino, tras el cual reptaba la luz de los velones por los adobes del muro. Para febrero cumpliría doce años, precisamente el día de San Faustino. Una semana antes de que se sintiera malo —había andancia en la región y era raro el jacal donde no estuviera en cama alguien— Maclovio le dijo:

—Cúrate y a ver si pa’ febrero vamos a Zacualpan. Cargamos de metates los burritos y le llevamos unas ceras a la Virgen.

Por febrero, todo el mundo abandonaba el rancho, rumbo a Zacualpan. Antes, cuando vivían Maclovio y Diego, también ellos la emprendían rumbo a la feria. Sus nueras —y era por cierto la circunstancia determinante en la resolución del largo viaje— eran tan animosas una como otra y nunca las arredró la fatigosa travesía, para cuyo efecto guardaban por meses y meses los más centavos que podían. Ocasión hubo en que la alcancía familiar se tradujo en ropa para todos y una linda pareja de chivos merinos.

—Sí, tata. Mi mama y mi tía están juntando unos centavitos pa’ la feria.

—Dios mediante, hijo.

Acababan yendo. Esto era cada dos, cada tres años. Manuela y Gertrudis hacían el viaje en burro y aquélla llevaba en ancas al pequeño. Dormían en el monte, calentaban las gordas de los itacates con la fría escarcha del alba y la furia de la resolana de la tarde las sorprendía a la entrada de la calle real de Zacualpan. Por muchos años fue así. Hasta que un día no fueron más. La región era presa de una más encarnizada revuelta y los dueños de los ranchos se batían, casi cada semana, con los zapatistas. Los zapatistas eran gleba de manta trigueña y guaraches como Maclovio y sus hijos, pero éstos se negaron invariablemente a tomar partido contra los amos, seguros de que con no meterse en líos estaba todo arreglado.

Cirilo Martínez, uno de los jefes, los invitó, una vez:

—Vénganse con nosotros, muchachos.

—Perdona, Cirilo, pero nosotros sólo queremos vivir en paz —se excusó Maclovio.

—Ustedes saben, pero todos los de la vega nos hemos juntado pa’ reclamar las tierritas que jueron de nuestros abuelos. En Zacualpan tenemos las pilas de amigos y hasta los munícipes nos ayudan por debajo del agua.

—Pos sí, Cirilo, pero a nosotros no nos va ni nos viene nada juera de nuestros metates y nuestra leñita.

En ocasiones, amanecía muerto a balazos el propietario de alguno de los ranchos próximos. En otras, eran los revolucionarios los sacrificados. Y todo esto levantaba devastadores remolinos de venganzas que no acababan nunca y en los cuales era harto frecuente que pagaran justos por pecadores. Como ocurrió aquel día en que los dos muchachos salieron a Sultepec con un flete de piloncillo de don Nemesio, el de La boca de Tierra Caliente. La bola se había generalizado y las gavillas de desalmados infestaban los más escondidos rincones de la sierra y depredaban y acababan con los infelices que por cualquier razón les parecían sospechosos. Unos vecinos recogieron de una mesa de pedernales los cadáveres de Maclovio chico y Diego y los entregaron al viejo, que sintió que se le hacía pedazos el alma al verlos llegar sin vida. ¡Qué dura cosa es enterrar a dos hijos a la vez! Las lenguas murmuraban:

—Jueron los zapatistas. Seguramente creyeron que eran gente de don Rosendo, el de Paderón, y los mataron sin oírlos.

Quienes hubiesen sido, lo habían dejado sin la flor de su existencia. Sanó difícilmente de la amputación y el pequeño Faustino acabó devolviéndole las fuerzas para vivir. Era el vivo retrato del finado Maclovio y tenía, como él, dos lunares en el pescuezo. A los siete años le acompañaba al monte, de donde volvían invariablemente con los tres burros cargados de leña. Manuela y Gertrudis, por su parte, hicieron todo lo posible para darle la sensación de que nada había pasado. Florecieron otra vez los propósitos, los planes y la animación. El chamaco embarnecía a ojos vistas. Ya cargaba, sin la ayuda de su abuelo, sus ocho arrobas de leña a lomos de la acémila. Era un hombrecito dócil y más parlanchín que el común de los nativos de su edad. Hacía preguntas disparatadas que el viejo no podía contestar y, pese a lo disparatadas, no exentas totalmente de agudeza.

—Oiga, tata. ¿Por qué los indios cargamos siempre la leña y los otros cristianos no?

O bien:

—Cuando los indios mueren, ¿onde se van, tata? ¡Dios quiera que no sigamos cargando leña después de muertos!

La noche se afirma sobre el rancho. Noche polvosa y fría de noviembre con altas y agudísimas estrellas en los cielos y manadas zumbadoras de moscas en los jacales. El viejo Maclovio se revuelve, con los recuerdos mordiéndole las entrañas. Masculla, en un soplo inaudible y con los ojos perdidos en un punto impreciso que lo mismo puede ser la camisa del cadáver que sus ojos, sus hondos ojos cerrados para siempre:

—Cuando los indios mueren, ¿onde se van, tata?

Gertrudis lo compadece, tiernamente.

—¡Pobre tata! Tenga otro trago de refino pa’l frío. ¿Por quién preguntaba? Don Rosendo está ai ajuera. Y Gregorio, y Feliciano y Juan de Dios.

Bebió ávidamente un largo trago y limpió la boca de la botella con la manga de la camisa. Sintió penetrarle el aguardiente en las tripas como una marejada. A su vez, en el rincón opuesto, Manuela ingiere un largo trago. Gertrudis le dice, aludiendo al viejo y como si a ella no la afectase en igual medida la muerte de su hijo:

—Ni cuando lo de Maclovio y Diego se le cargó tanto la pena. Era todo lo que le quedaba. ¡Ojalá y no se vaya detrasito de su nieto el pobre tata!

Y otra vez los recuerdos. Ahora sí, definitivamente: lo único que le queda, los recuerdos. El alma de su vida, el aliento de su vida, el… Los recuerdos. Brotan como viniendo de una profundidad de sangre y los expele el ser como un humo de borrachera. Le corren en las arterias, en los intestinos, en los riñones, entre la inmersión caliente del refino. Maclovio, Diego, Faustino. El aliento de su vida, la raíz de su vida, la… Y otra vez. Y otra.

—Tata. Cuando yo sea grande, venderé los metates, la leña y el carbón en Zacualpan, y así usté no tendrá que andar en el monte. ¿Sabe lo que dijeron los arriegos? Que ya está viejo pa’ trabajar como antes…

¡Faustino! ¡Dios mío! ¿Por qué no se lo llevó a él, que ya no es sino un bagazo de vida, en vez de destruir al muchacho que en febrero cumpliría doce años? Le dolían las fibras de su aporreada carne vieja como si lo aplastara el peso de los mundos. Se le vinieron, de golpe, como surgiendo de la muerte de Faustino, muchos años pasados, muchos, muchos.

—¡Dios quiera y no lleguen hasta acá tantas desgracias!

Había guerra y se peleaba rabiosamente en los campos del sur. Las comadres de los ranchos coincidían en un dicho tremendo:

—¡Dios Nuestro Señor nos castiga por tantas fechorías como hemos hecho hermanos contra hermanos! Anoche los franchutes limpiaron Zacualpan y quemaron Sultepec.

¿Cuánto haría de todo ello? Fue antes de que el general Porfirio Díaz subiera a la sillita, ¡y vaya que duró sentado en ella muchos años, tantos que los muchachos se hicieron viejos y en vez de diligencias corrieron trenes de vapor entre Cuernavaca y Puente de Ixtla! Fue, seguramente, allá cuando llegó del otro lado del mar un mentado emperador y corrieron mares de sangre en la región. Los franchutes… Luego, vinieron las bolas, otra vez. Vendía sus metates, su leña y su carbón con Maclovio y Diego. ¡Qué precisión tan límpida, al pronto, la del recuerdo! Los muchachos se quedaron en el rancho y él se fue con sus burritos a Taxco. Era el tiempo de las buenas papayas, de los mangos y los mameyes. Lo sorprendieron unos jinetes al filo de una barranca, le marcaron el alto y le quitaron cuanto traía.

—Más te vale decir la verdá. ¡Quién te mandó a espiar por aquí? ¡Suelta la lengua, vale, o no vuelves a tu tierra!

Eran zapatistas y uno juraba que lo conocía y que era un espía del coronel Juvencio Robles. En un rancho, a orillas de un río, lo chicotearon inmisericordemente, y a sus gritos salieron varios vecinos que lo reconocieron e intercedieron cerca del jefe de la gavilla. Volvió con los lomos sangrando y sin uno de sus burritos, que se perdió en la confusión. Manuela decidió:

—Será mejor que no salgan tan lejos. Por un lado los dichosos zapatistas, y por el otro los federales. ¡El Santo Señor de Chalma nos libre pronto de tantas calamidades!

Efectivamente: terreno que unos pisaban lo ocupaban otros apenas con una diferencia de horas. Los federales lo sorprendieron, a su vez, vadeando con sus burritos otro río, hacia el lado de Ixtapan. Ni siquiera le marcaron el alto. Lo pararon a balazos y ultimaron:

—Este es un espía de los zapatistas.

Alguien de la tropilla se encaró a él y se las echó de listo:

—¡Me late que es uno de los que nos pusieron un cuatro hace ocho días, mi mayor!

El mayor le hizo una docena de preguntas y, como no sacase nada en claro, ordenó que, por si era o no enemigo, un cabo le aplicara ahí mismo treinta chicotazos. Sanción que fue escrupulosa y bárbaramente cumplida y que le abrió los lomos como si fuesen fuentes de sangre. La soldadesca reía, mirándole revolverse, en tanto el mayor juró:

—Con que eres de Vuelta del Agua, ¿eh? ¡Vamos allá, vale, y si como creo no te conoce nadie, te cuelgo en el muladar!

El rancho en masa lo vio entrar por el camino real, entre la tropa, y hombres y mujeres lo recibieron llamándolo por su nombre. El mayor dispuso, festivo:

—Te salvaste, vale, y ai tienes tus burritos, y dispensa lo que pasó. ¡Ni modo de quitarte los chicotazos!

Vinieron años de hambre y de exterminio. Murieron, acribillados a balazos, Maclovio chico y Diego. Las partidas de rebeldes y federales rivalizaban en eficacia destructora y entre unos y otros acabaron con los pueblos, los ranchos y los simples caseríos, y diezmaron como una peste desconocida a los vecindarios. Aun en los días de la feria de Zacualpan era imposible salir. Las antes lozanas vegas, estaban convertidas en eriales. En Vuelta del Agua, como en tantas otras partes, los hombres útiles se fueron con los zapatistas. De rebeldes, bajo la ley de cualquier jayán, al menos se comía. Manuela imploró:

—¡Hágalo por su nieto, Maclovio! ¡No vaya a cometer esa locura! ¡Si lo agarran los federales, lo ajusilan!

Juan de Dios García, arriero de los fletes de don Nemesio, contestó por los seis o siete desesperados:

—De que nos maten con la barriga llena a estar padeciendo aquí todos los días de hambre y de miedo, mejor que nos maten los federales.

Dicho salomónico que decidió no solamente al viejo y a los otros, sino a todos los que, como ellos, habían tratado hasta entonces de sustraerse a la menor participación en la bola. Se fueron y se incorporaron a la partida de un tal Martín Lara, más conocido como el Chicharronero. La persecución de las tropas del supremo gobierno era cada vez más eficaz y abarcaba un enorme territorio de sierras y Tierra Caliente. El tren de Cuernavaca vomitaba, todos los días, chorros de nuevos contingentes que inmediatamente convertían el suelo que pisaban en un infierno. Otra vez en un río —iban rumbo a Coatlán— los sorprendieron como cincuenta y los barrieron a ráfagas de ametralladora y los cazaron por las barrancas. Juan de Dios García y Feliciano Valencia lograron escapar por una cueva del río. Entre los prisioneros —treinta o cuarenta nativos— estaba el viejo Maclovio. Un cabo los apostrofó, con odio:

—¡Malditos zapatistas! Ora sí se los llevó la rejija a todos y van a tener su buena tierrita. ¿No era eso lo que peleaban? Mi general González ha dispuesto que en dos meses Morelos esté tan pacífico como un camposanto, y lo estará. De modo que fórmense de uno en fondo.

Sin más miramientos se dispuso el fusilamiento. Era noche cerrada y hacía frío. El frío húmedo y oloroso de la Sierra de Morelos. El capitán, un muchachón de impecable cazadora y colorado como un jitomate, compartía una botella de refino con sus más allegados, calentándose a la llama de una lumbrada. Maclovio no pensaba en nada: ¿para qué? Los pensamientos, cuando uno va a morir, no sirven más que para estropear el ánimo. ¡Para qué abatir con pensamientos nuestra fuerza de hombres y para qué hacernos olvidar que la vida es algo que no vale la pena! A su lado, un pinto de Tetecala se lamentaba de lo negro de su suerte y recordaba a su mujer y a sus hijos. ¡Todos nos hemos de morir, todos, todos! Entonces, pa’ qué… Sin embargo, Maclovio estaba llorando y el capitancito lo advirtió, al levantarse para disponer la ejecución y pasar ojos por la fila de condenados.

—¡Epa, vale! ¡Miren qué zapatista tan llorón!

—No lloro, mi capitán. Es la leña verde del fogón. El humo me está entrando en los ojos.

Los pusieron de espaldas a un tecorral, en montón. Arriba, se mecían los follajes de los árboles al viento de la noche. ¡Al dulce viento de la noche! Cuando el capitán dio la orden de hacer fuego, Maclovio arrancó a correr. Uno de esos absurdos impulsos que se producen cuando la conciencia deja de contar y el instinto transforma al ser humano en mapache o gato montés. En unos segundos se encontró en lo hondo de una ladera de cazahuates. Lo persiguieron a balazos por una enormidad de hora, volviendo de revés, literalmente, el cerro.

Reptando, reptando, como una alimaña, penetró en una espesura de cascalotes. Al amanecer estaba en un rancho de indios a salvo.

Tal como lo prometió mentalmente en el instante en que lo capturaron, en cuanto vino la paz se fue con sus nueras y su nieto a pagar una manda al bendito Señor de Chalma que lo arrancó de una muerte segura.

—¡Tanto batallar, Diosito, y primero se jueron Maclovio y Diego, y luego Faustino, y yo estoy aquí sólo!

Cala el frío en el jacal y los bultos se arropan en jorongos y rebozos. Por unos minutos cunde un acceso de toses; luego se restablece el silencio, un silencio corroído por sordos cuchicheos. Entra Blas Araiza y da una palmadita en la espalda de Maclovio. El viejo vuelve los ojos, unos ojos que andaban rastreando huellas lejanas del pasado, y le contesta con una mirada impasible pero tras la cual hierve la desesperación.

—Hay que agachar la cabeza ante lo que Dios Nuestro Señor ordena.

—Era todo lo que le quedaba en el mundo —explica, por enésima vez, Gertrudis, con la misma vocecita anodina en que se expresan las banalidades de todos los días.

Y otra vez los recuerdos, las cosas que se fueron y se convirtieron en humo.

—Desde el lunes te encargarás de una de las recuas, Diego. Así irás más seguido a Zacualpan.

Las voces siguen zumbando, en torno, como un revuelo de moscas. Más allá del cadáver de Faustino, sobre el cual se agranda el giro estrafalario de los pabilos de los velones, hay un viejo, largo camino que atraviesa por mitad el corazón de Maclovio: el de Zacualpan. Suena en su ser un vivo y entrañable rumor y la risa de Faustino se derrama en la vega, como una lluvia tras la sequía.

—¡Tata!, ¡tata! Los muchachos ya se jueron con las mulas de don Blas a Zacualpan.

—Ta bien, hijo. Dios mediante, pa’ febrero iremos nosotros. Cargamos de metates los burritos y le llevamos unas ceras a la Virgen.

Volvieron del monte tarde y con las aguasnieves encima. Faustino no se quejaba, pero se le veía indiferente y como dolorido. Manuela le dio una friega y le apretó los huesos. Al día siguiente ya no se levantó. El rancho y la región entera estaban infestados y el camposanto rebosaba de muertos recientes. Desde su petate, el muchacho veía partir al abuelo al Ocotal, por las mañanas, y lo saludaba con los ojos muy abiertos, sus lindos y hondos ojos de indio que la fiebre encendía de fulgores.

—Mañana me levanto, tata, y voy con usté.

Esa mañana no llegó. Deliraba de día y de noche y se le iba la vida. Las curanderas no lograron mejorarlo y muy pronto —estaba convertido en un puro esqueleto— le brotó el hipo de los moribundos. Maclovio lo veía acabar, con los ojos impasibles clavados en su agonía. Clamó aún:

—¡Tata!, ¡tata!

Se abrazó a sus piernas, untándole su último calor. Por las caras de Manuela y Gertrudis escurrían, en silencio, las lágrimas. Le cambiaron la ropa antes de que se enfriara, le pusieron sus guaraches nuevos —que no llegó a estrenar— y le cruzaron las manos sobre el pecho. En el jacal, desde entonces —hacía cuatro horas— flotaba un grito que sacudía como una descarga eléctrica a Maclovio.

—¡Tata!, ¡tata!

El grito con que murió llamándolo Faustino. Afuera, el aire revolvía un brillo de estrellas. Susurros, voces ahogadas.

—Lo único que le quedaba…

—…iban a ir… febrero… Zacualpan…

—Diosito… quién sabe… Su santa voluntá…

Gertrudis encendió el fogón. Las primeras llamitas surgieron entre la leña, derramando un contagio cordial y tonificante. La mujer, echada de rodillas en el suelo de tierra, soplaba lentamente. La llamarada creció, asomando, el pronto, entre la leña. Dio de lleno en la cara del difunto, que se iluminó de una roja palpitación. La sombra se agrandó, contra los adobes del muro, se agrandó; Maclovio la vio incorporarse. La voz, una voz desgarrada de quien se muere, clamó: “¡Tata!, ¡tata!”.

En el jacal vibra ahora la claridad del fogón. Las viejas arriman las tortillas y las ollas de atole. Es la hora en que Faustino se dormía al lado de Maclovio, mirando consumirse los troncos. Después de un día de subir y bajar las veredas del monte se dormía fácilmente en cuanto era de noche. Manuela solía despertarlo:

—¡Epa, Faustino! Aquí están tus gordas.

Las llamas crepitan y devoran a duras penas una leña verde que cruje al arder. Parece, de cuando en cuando, que tronasen petardos. Petardos como los de la feria de Zacualpan. Se espesa en el jacal un humo penetrante. A través del humo, la sombra del finado se agranda. Parece, al pronto, que se incorporasen. Y entre el humo y la sombra la voz mana, como viniendo de al lado mismo del viejo Maclovio, donde hasta hace unos cuantos días se dormía Faustino, frente al fogón: “¡Tata!, ¡tata!”

Gertrudis advierte, haciendo volver las caras hacia el abuelo:

—¡Maclovio! No llore, tata, Diosito se lo llevó.

Tenía dos lagrimones prendidos a los ojos. El viejo se los limpió con la punta del jorongo y dijo, sordamente:

—Es la leña verde del fogón. El humo me está entrando en los ojos.

Noche afuera, ladraban los perros. En el jacabal, las mujeres se prosternaron alrededor del muerto, y comenzaron los rezos.

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