Material de Lectura

Prólogo

Alejandro Toledo
 

Curioso boomerang de la memoria: por años se percibió a la Revolución como un hecho bélico distante, superado en cierto modo por la historia (porque la Revolución se hizo gobierno, rezaba el discurso oficial), y ahora, a cien años de que iniciara el movimiento armado, asuntos del paisaje de entonces como los fusilamientos, muy presentes en esta colección de narraciones cortas, es de nuevo común encontrarlos en los diarios, como si en lugar de avanzar se estuviera regresando a uno de los posibles puntos de partida. Por este doloroso retorno a la violencia en que vive el México del 2010, al sumergirnos en los cuentos de la Revolución ocurre esa extraña dislocación de la memoria o engaño a la vista (trompe l’oeil) de no saber si se describe el arranque del siglo XX o el comienzo del siglo XXI. Para nuestra desgracia (o para fortuna nuestra como lectores mas no como ciudadanos), la distancia que teníamos con esa literatura se ha ido acortando.

Quizá también cobran actualidad las reflexiones que subyacen a los relatos de tema revolucionario sobre cómo contar una realidad en constante movilidad. Entre los autores de esta corriente se hallan José Vasconcelos, Martín Luis Guzmán y Julio Torri, fundadores del Ateneo de la Juventud, que en el célebre ciclo de conferencias de agosto y septiembre de 1910 empezaron a discutir las bases filosóficas de la educación porfirista cuando a los pocos meses vino la Revolución y los alevantó. En los cuentos seleccionados de estos tres escritores puede verse el modo como cada quien resolvió, desde su exquisita preparación universitaria, el enfrentamiento inesperado con la guerra. Vasconcelos, por ejemplo, especula en “El fusilado” sobre el tránsito interior entre la vida y la muerte, el paso de lo corpóreo a lo espiritual, en un cuento que pone un pie en lo fantástico: “recuerdo haber visto mi cuerpo destrozado y contrahecho por las contorsiones de los últimos instantes; pero me aparté de él sin amargura, contemplándolo casi con disgusto; igual, ni más ni menos, que cuando se desecha un traje usado”, pasaje que acaso prefigura un texto posterior de Francisco Tario, “La noche del traje gris”, en donde es el vestido el que desecha un cuerpo humano inerte y sale a caminar por la ciudad en busca de aventuras amorosas con prendas femeninas.

Julio Torri también halla una forma “estética” de salvar su encuentro con la lucha armada, y lo hace en “De fusilamientos” a través de la mirada irónica, al acusar las maneras toscas y torpes de los que participan en esos rituales mañaneros de que habla el título: la mala educación de los jefes de escolta, el deplorable aspecto de los soldados rasos, la tosca sensibilidad del público… El contraste entre lo grave del suceso y la forma fría o distanciada de asomarse a él crea ese territorio, en cierta forma nuevo para la literatura mexicana, en donde dicha frialdad, despreocupación o incluso futilidad aparentes (cual si se hablara de cómo comportarse en una cena o un concierto) resultan, sin embargo, vías más efectivas para acceder a lo terrible.

En Martín Luis Guzmán hay también ese alejamiento, y al detallar el proceso de preparación y desarrollo de una “fantasía tan cruel como creadora de escenas de muerte” retrata a su creador, el feroz Rodolfo Fierro, como todo un artista que cuida uno a uno los detalles de su obra y al que incluso agota su ejercicio por lo que requiere de inmediato, al despachar al último de los trescientos (o 299) colorados que él solo ejecuta, los cuidados de un niño que luego de hacer sus travesuras cae a la cama vencido por el sueño y debe ser arropado. En el párrafo inicial de “La fiesta de las balas” se pregunta el autor “qué hazañas serían las que pintaban más a fondo la División del Norte; si las que se suponían estrictamente históricas o las que se calificaban de legendarias; si las que se contaban como algo visto dentro de la más escueta realidad o las que traían ya tangibles, con el toque de la exaltación poética, las revelaciones esenciales”. Y se define por las leyendas porque eran “las que se me antojaban más verídicas, las que, a mi juicio, eran más dignas de hacer Historia”, prefiriendo, pues, como diría Borges, a la verdad histórica, la verdad simbólica. Y esa es la verdad que asoma en este conjunto de relatos.

Al mismo Rodolfo Fierro, el fiero Fierro, se le verá en otro relato, “Oro, caballo y hombre”, de Rafael F. Muñoz, entre los “deshilachados restos de la fastuosa División del Norte”, en el punto de quiebre de su astucia, con un destino que se resuelve no en el campo de batalla sino por el hecho nimio de tomar el camino equivocado. La premisa del cuento parece ser esta: “¡No hay que rajarse, muchachos! ¡Síganle, que ya verán cómo pa’ delante está pior...!” Si en “La fiesta de las balas” es el ingenio humano, digamos, el que arma el escenario de la muerte, en “Oro, caballo y hombre” (con una ecuación en el título que conduce al cero), la naturaleza se confabula para llevar al protagonista (el mismo en ambos relatos) a su caída final.

En cuanto a la narrativa, y como se dice en los medios de comunicación, la Revolución fue cubierta a cabalidad: no hubo prácticamente zona de la guerra civil que no fuera explorada por los escritores. Mauricio Magdaleno se ocupa de lo que ocurría con la gente que no tomaba partido alguno, o que pretendía buscar la neutralidad (cosa que no siempre era posible) o simplemente la paz, e igual sufría desgracias no por encontrarse en los frentes sino en las zonas intermedias. Se lee en “Leña verde”: “Vinieron años de hambre y de exterminio. […] Las partidas de rebeldes y federales rivalizaban en eficacia destructora y entre unos y otros acabaron con los pueblos, los ranchos y los simples caseríos, y diezmaron como una peste desconocida a los vecindarios”.

La Bola, sin embargo, jugaba con las combinaciones, y en lo agitado de la revuelta podía suceder que de dos hermanos uno anduviera entre los federales y el otro con los rebeldes, y que su reencuentro fuera de consecuencias fatales. Sobre esto borda Agustín Yáñez en “Sangre de sol”, canto lúgubre armado a plena luz del día, en el que hacen las veces del coro el pueblo y las aves de rapiña (auras, cuervos y zopilotes), y cuyo leitmotiv es un Grito septembrino que adquiere, al final del cuento, las dimensiones sonoras o calladas (porque se trata de un aullido sordo) de la pintura de Edvard Munch.

Sería impropio decir que en lo que a la narrativa se refiere la Revolución tuvo sus Adelitas, mas son de señalarse los trabajos de Nellie Campobello y Carmen Báez. De esta última se rescata “El hijo de la tiznada”, en donde se coincide con Campobello en la mecánica de referir las historias de guerra bajo la óptica de la infancia: por un lado está el mundo serio de los adultos con sus ceremonias de castigo o venganza; y por el otro, y en paralelo, el ajusticiamiento de un buey, que es lo que a la niña más asombra.

El de Edmundo Valadés es un cuento tardío de la Revolución, y quizá por ello en él es más perceptible (y tal vez hasta elemental) el panorama socioeconómico que se plasma, anterior al estallido de la guerra (la esclavitud en una finca cafetalera, el control a través de la tienda de raya, el derecho de pernada), un mundo en donde “el patrón es la justicia, es el juez, es la autoridad, es todo” y donde está ahí, manifiesta ya, la semilla de la rebelión. En un hombre preso de las circunstancias, consciente a fuerzas del mundo que le tocó vivir, el gesto de levantar la cabeza no parece bastar cuando es sólo uno el que lo hace. Las líneas finales de “Las raíces irritadas” son el anuncio de la tormenta colectiva que se avecina… con lo que habríamos llegado al final de la travesía, si no fuera porque nos saltamos, a propósito, a Mariano Azuela, a quien se han de dedicar las últimas (o penúltimas) palabras de este prólogo.

Es Azuela, sí, el primer novelista de la Revolución. Sucede con él un poco lo que pasa con Fernández de Lizardi, primer novelista latinoamericano: su carácter de pioneros los coloca en un punto en donde parecen perdonarse sus atrevimientos. Se cree que por ser los iniciadores su expresión ha de ser torpe, o, en el caso de Azuela, que su cercanía con los hechos no le ha de permitir tener la perspectiva que se requiere para convertir la realidad en símbolo, para hacer buena literatura, cuando si se miran bien sus libros ahí están ya marcadas las etapas sucesivas que ha de vivir la Revolución, incluyendo su no siempre benéfica armadura institucional.

Pudo Azuela ver el paisaje completo, la generación y la degeneración de la lucha armada. En “La nostalgia de mi coronel” pinta a un militar en retiro (con su pierna de palo y una pujante barriga), dedicado en el callismo al comercio de ganado, y quien añora las rudezas de las campañas como si hubieran sido una perdida “época de oro”: extraña, sobre todo, la cafiaspirina que le significaba poder humillar a los subalternos. El cuento, al paso, dibuja al México nuevo, una nación que no abandona los contrastes.

El periplo de los ateneístas es representativo de lo que afectó en el siglo XX a la literatura mexicana: de los pasillos de las academias fueron inesperadamente empujados a recorrer la República, y ese trayecto obligado modificó tanto sus conciencias como sus obras. Además, si con la Revolución institucionalizada la historia oficial comenzó a fungir como máscara de la realidad, los cuentos y novelas revolucionarios, y los que le siguieron, han sido testigos fieles de nuestro devenir, le han sabido tomar el pulso a un país que a ratos camina como los cangrejos y que con obstinación enfrenta, a cada tanto, los mismos fantasmas. Asomarse al ayer a través de estas ficciones breves es encontrar, así, aquello con que se enfrentó Elena Garro: los recuerdos del porvenir.