Material de Lectura

gonzalo-celorio-4.jpg Gonzalo Celorio



Nota introductoria
de Ignacio Padilla



Selección del autor



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Nota introductoria


Prometeo en el laberinto


Cierto día Caín decidió dejar de huir y construyó la primera de las ciudades. Encerrado en la cárcel de la materia corporal —sensible ya así al goce como al dolor—, el fratricida se amuralló con los suyos para resguardarse de la Naturaleza, la cual había dejado de ser benévola para convertirse en la espada hiriente de una divinidad de súbito enardecida por el pecado mismo de sentir.

Así, la ciudad nació cárcel a la vez que refugio, y sus calles se volvieron infinitas, como sus nombres. Desde entonces poesía y ciudad celebran su matrimonio en los infiernos de lo fieramente humano: la ciudad emerge con la idea articulada al fin por el hombre que la habita; la civilización nace con la palabra. El bastión del hombre contra el encono divino surge con el habla como rebelión prometeica, se yergue soberbia como una torre de Babel destinada, sí, a la destrucción, pero no menos a la obcecada, heroica reconstrucción en manos de seres que esperan un día trascender la incomunicación a la que se les había condenado. Desde el origen del hombre como ser capaz de pensarse a sí mismo, logos y polis se aman y riñen, se acompañan, se alimentan porque son, cada uno a su modo, laberintos. Uno y otra son textos que exigen de nosotros un constante desciframiento: acaso cualquiera pueda entrar en el laberinto de la palabra o en el laberinto de la ciudad, pero no cualquiera podrá salir de él y vivir para contarlo. Sólo el poeta, ungido entre los hombres merced a su voluntad creadora, puede trascender los límites de la univocidad; sólo el domador de las palabras tiene la clarividencia para armarse con lo trascendente y combatir al monstruo mientras se descubre capaz de decir yo pienso y yo siento y yo existo. El poeta acoge la misión de derrotar al enredo citadino para salir fortalecido y abrazarse con Ariadna, amante y madre, que lo espera en un lugar donde la Naturaleza ha vuelto a ser amable; ella nos espera a todos en un horizonte más allá de la cárcel de la materia y de la mudez y de la insuficiencia aparente de la palabrería cotidiana o unívoca. Descifrado al fin por el poeta, el laberinto entonces habrá perdido su razón de ser: en seguida comenzará a desmoronarse hasta que sus ruinas queden a nuestras espaldas como queda atrás la piel de una serpiente en constante mutación.

Queda sin embargo una siniestra belleza en este laberinto derruido por el poeta: la debacle perpetua de la ciudad está ahí para recordar al hombre su aspiración al perdón y su posibilidad de volar por encima de los límites mismos de la palabra, que son también los de su cuerpo. Jerusalén en ruinas no es menos estremecedora que la Jerusalén Celeste: los profetas Jeremías y Juan se entretuvieron menos en la ciudad glorificada que en la ciudad devastada, enunciaron nuestro pasado y nuestro futuro con su visión compartida del laberinto en ruinas y la fortaleza divinizada. Escribió el primero que Dios le dijo: Haré de Jerusalén una ruina, la convertiré en cueva de chacales; arrasaré las ciudades de Judá, sin nadie que pueda habitarlas. Sobre esta ruina, llegado su turno, el solitario de Patmos vería descender la nueva Jerusalén, ataviada como una esposa para su marido. La lección de los profetas bíblicos es una y  la misma: así como la palabra atesora todo su poder y toda su belleza en su capacidad de trascender su sentido primero, la ciudad como texto descifrado por el profeta es siempre un punto más que una ciudad.

Con las caídas ejemplares de Babel, Jericó, Sodoma, Gomorra y Nínive, los escribas de la civilización occidental han perpetuado una rebelión luciferina contra el enigma y la prisión protectora de la materia. Al transformar asimismo en poesía las caídas de Troya, Cartago, Roma y Tenochtitlan, los hombres descifraron el espíritu de sus constructores y con ello destruyeron sus edificios como si desearan con ello crear yermos de sentido donde fuese posible construir nuevos, más fiables y más sólidos laberintos: épicas, crónicas, ensayos, todos ellos nuevas polis de palabras contra las que ya no pueda nada la divinidad, la cual después de todo no puede ni debe autoaniquilarse, pues ella misma es el Verbo.

Incendiario, pues, el poeta se pasea por la ciudad, se ensaya en ella, se ensaña con ella. Le consta que el verbo ensayarse es obligadamente reflexivo, y que desde Montaigne significa sentir en las propias manos el peso de las cosas: decir yo paseo, yo siento, yo escribo, y así, otra vez, yo existo. Desde la experiencia íntima y natural, desde su cuna hasta su tumba, desde la primera persona singular, el ensayista percibe y escribe la ciudad con el fin de demolerla y después rehacerla más fuerte, más bella y más digna: Walter Benjamin en el París de Haussmann, Roland Barthes en el Tokio de Kawabata, Sebald en el Berlín de Döblin. Perdidos en el laberinto urbano, los escritores recorren la ciudad para decodificarla y regalárnosla desde la única perspectiva en la que podemos confiar para volver a la luz: la propia.

Todo poeta es a su manera un urbanita apocalíptico que sabe que debe reducir su ciudad a las cenizas. Gonzalo Celorio pertenece por pleno derecho y desde hace muchos años a esta estirpe de videntes que se han ensayado con la ciudad para hallarse en ella y para encontrar con ella la salida del laberinto de todos. También él ha descendido muchas veces a los infiernos urbanos en pos del secreto al que antes aspiró Ixca Cienfuegos, que es el mismo que buscó Zavalita en Lima. También para Celorio la ciudad es texto como el texto es ciudad, también para él todo edificio es catedral y todo ensayo es palimpsesto y paseo del Yo: el poeta abandona su intimidad casi bucólica, escarba en sus recuerdos, los usa para reamarse en el presente y levanta un edificio de palabras que habitaremos sus lectores. Celorio nos devuelve nuestra ciudad laberinto, nuestra ciudad intestino, nuestra ciudad danza y nuestra ciudad cerebro. El ensayista viajero, el Odiseo paseante, se deja devorar por el cetus inmenso de la urbe que es su ubre; y al volver victorioso describe la siniestra belleza de lo que ha visto en el Hades citadino.

Profano o sagrado, profano y sagrado, el espacio urbano en los textos de Celorio es sobre todo memoria de la persona y de la colectividad. No es un recuerdo: es memoria experimentada y reconstruida en palabras, es refugio cainita y luciferino vuelto a nacer en el parto de la inteligencia. Así, la catedral en manos del profeta viajero nunca termina de ser construida, aunque nunca acaba de caer. Babel no tocará jamás el cielo, pero el poeta habrá intentado que lo haga, aunque sea en sueños, aunque sea en palabras. La ciudad en los ensayos de Gonzalo Celorio se alzará sin remedio en forma de edificios nuevos. “El retablo es infinito porque es finita mi lectura”, ha escrito Gonzalo Celorio sobre el emblema catedralicio de la ciudad latinoamericana. En ese porque radica la misteriosa casuística del ensayo como paradójica, interminable interpretación del edificio de la razón civilizatoria. La ciudad —dice el autor—, merced a la propia destrucción de sus encrucijadas, mantiene a salvaguarda sus secretos, es decir su identidad. Su código es indescifrable porque la única norma que lo rige es la mutación. Sofisma bello, piadosa trampa poética: Celorio miente pues sólo finge la resignación de los hombres ante el laberinto urbano, simula que se aleja de modo que el monstruo baje la guardia para al fin aniquilarlo y, con su muerte, redimirnos. En realidad, al concluir cada uno de sus ensayos autor y lector, padre e hijo, Dédalo e Ícaro, quedamos listos una vez más para emprender un descenso a los infiernos. Ahora Celorio es ya Virgilio, listo para demostrar con la sabiduría del iniciado y la tenacidad del peregrino el nuevo y perpetuo desciframiento del dédalo urbanita, o del laberinto de las cosas, o el de la vida, que son uno y lo mismo.


Ignacio Padilla

 


 

Nota biobibliográfica


Gonzalo Celorio nació en la Ciudad de México en 1948. Es escritor, profesor, editor y crítico literario. Es autor de múltiples libros, entre los que destacan, en novela, Tres lindas cubanas (2006), Y retiemble en sus centros la tierra (1999) y Amor propio (1992); en ensayo, Cánones subversivos (2009), Ensayo de contraconquista (2001) y México, ciudad de papel (1998); en crónica, Para la asistencia pública (1984); y en varia invención, El viaje sedentario (1994), cuya traducción al francés obtuvo el Prix des Deux Océans en 1997. Además, en 1999 recibió el premio IMPAC-Conarte-ITESM, en 2008 el Premio Universidad Nacional en el campo de Creación Artística y Extensión de la Cultura y, en 2010, el Premio Nacional de Ciencias y Artes en Lingüística y Literatura. Varias de sus obras han sido traducidas al inglés, francés, italiano, portugués y griego.

Estudió Letras Hispánicas y su doctorado en Letras en la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM, donde imparte cátedra desde 1974. También ha dado clases en la Universidad Iberoamericana, el Instituto Politécnico Nacional y el Colegio de México. Fue director general del Fondo de Cultura Económica de 2000 a 2002. Es miembro de número de la Academia Mexicana de la Lengua, a la que ingresó en 1995, y miembro correspondiente de la Real Academia Española y de la Academia Cubana de la Lengua. Es miembro del Sistema Nacional de Creadores de Arte, donde es creador emérito.

 

 


 

Tiempo cautivo. La catedral de México


UNO

De su transcurso por espacios profanos, el tiempo no deja otra huella que la destrucción.

Los espacios sagrados, en cambio, conservan viva la memoria de los siglos y guardan para sí la energía que los hace transcurrir. El tiempo los fecunda y los puebla de recuerdos inmunes al exterminio de su propio paso.

Efímeros por vocación y dispuestos al olvido, los espacios profanos dejan escapar el tiempo que los atraviesa; el tiempo, por su parte, los borra, fugitivo, y los devasta.

Los espacios sagrados no pierden el tiempo: lo retienen, cautivo, en sus recintos. En ellos habita y alarga y fortalece su presencia —cada vez más vasta y cada vez más densa— con el incesante transcurso de sí mismo.

Todo espacio sagrado es almacén del tiempo, a un tiempo presente y sucesivo.

Espacio sagrado, la Catedral es el perímetro del tiempo detenido, que transforma cuanto toca sin herirlo.


DOS

Al pie de las alfardas abismales del teocalli, yace, desmembrada, Coyolxauhqui, la que se pinta con cascabeles las mejillas: desnudas las redondas crestas de sus huesos; esparcidos sus brazos y sus piernas, como aspas de rehilete, en la luna cumplida que tiene por lindero y por mortaja; dislocada la cabeza, roto el cuello —como fauces feroces: dentado—. No con la vista sino con el rostro, Coyolxauhqui mira, pálida y menguante, al nuevo sol: Huitzilopochtli, su hermano y victimario, escalado en la cúspide del templo. Los crótalos sin fin que le anudan codos y rodillas y el cráneo que le cierra la cintura son herencia de su madre —Coatlicue, la que viste falda de serpientes.

La madre de Coyolxauhqui y de los Centzon Huitznahua ⎯las cuatrocientas, las innumerables estrellas del país azul⎯ barría el templo, cuando descubrió un copo de plumas, en el aire suspendido. Lo guardó en su seno y el vuelo del colibrí desapareció tras haberla fecundado. Al advertir la gravidez de su madre, Coyolxauhqui, ignorante o incrédula de la energía de aquellas plumas, se propuso castigar el deshonor. Acudieron en su ayuda los Centzon Huitznahua, sus cuatrocientos hermanos, para dar muerte a la que viste falda de serpientes. Pero he aquí que, armado de todas sus armas ⎯serpiente de fuego y escudo refulgente⎯, encendido el rostro, pintados de azul brazos y muslos, nació Huitzilopochtli de las entrañas de Coatlicue, y en el acto arremetió contra los agresores de su madre. Despeñó de lo alto de la sierra a su hermana Coyolxauhqui, la que se pinta con cascabeles las mejillas, y persiguió a los Centzon Huitznahua, sus cuatrocientos hermanos del sur, hasta Huitztlampa, donde los hizo morder el polvo de la tierra.

Decapitada Coyolxauhqui; apagados los Centzon Huitznahua, amanece.

Huitzilopochtli, el Joven Guerrero,
el que obra arriba, va andando su camino.


Chimalpopoca, su escudo reluciente, asoma a la contaminación del aire por las espaldas del que un tiempo fuera Templo Mayor de Tenochtitlan.

Desde el vestigio de la última de las pirámides superpuestas de que se tenga testimonio de piedra, asisto con terror al desenlace de la tragedia: Coyolxauhqui descuartizada y el sol rozando y rosando la toba volcánica que imprimió su precipitación, desgarrando miembros y misterios.

Sin la ayuda protectora del enigma, la visión es insoportable: a pleno sol, la luna muerta; ahí, desnuda, abierta sin pudores ni secretos. De la revelación del misterio nace la tragedia. La piedra me apedrea, me aplasta, me sofoca. De cara a Coyolxauhqui muerta, me agobia la evidencia y sólo encuentro redención y escapatoria en la belleza: por no sé qué prodigios, este cuerpo desbaratado vive a pesar de su muerte  contundente, no porque no haya muerto del todo, sino porque no ha muerto para siempre: vendrá la noche y la luna recobrará el misterio descifrado y yo, acaso, la respiración perdida.


TRES

De pie sobre las ruinas del Templo de Tláloc y Huitzilopochtli —hoy sólo concéntricos cimientos de pirámide sobre pirámide—, veo la Catedral y el Sagrario Metropolitano y se me ocurre una metáfora amañada: la Catedral no es sino lo que le falta al Gran Teocalli. De sus escombros fueron elegidas las piedras más grandes, acaso marcadas con estrías de serpientes emplumadas, y a golpe de cincel indígena fueron reducidas a la forma octogonal de las basas medievales que le dieron fundamento a la Iglesia Mayor, aquella primera y primitiva catedral que Hernán Cortés ordenó edificar sobre el derruido Templo del Sol como santo y seña de su poderío.

De sur a norte, conforme los siglos retroceden, se va iluminando el costado de la Catedral que mira al Templo Mayor.

A pesar de ver a la región de la luz, al país del color rojo, la portada lateral del Sagrario Metropolitano, encarcelada por rejas que sustituyeron a románticas cadenas, guarda con celo el misterio de su oscuridad: hondos recovecos producidos por la audacia de estípites siempre sobreactuados, donde regresan las palomas de sus viajes seculares. En un abrir y cerrar de ojos, las he visto volar del Renacimiento al Barroco para posarse, irreverentes, en el Churrigueresco, en sus dolorosos mártires, en sus contorsionadas vírgenes, en sus ángeles lascivos.

Después, la sangre seca: el tezontle, que dobla la esquina del Sagrario para afiliarlo a la iglesia, muy
cerca del crucero.

Y casi frente al Templo Mayor, espléndida, la fachada matutina de la Catedral, blanca por su orientación, blanca por sus raíces renacientes, blanca por la pureza herreriana de la portada de la sacristía y blanca, sobre todo, por haber permanecido a salvaguarda del ojo del hombre. Parecería que, a fuerza de pasearse por el edificio, las miradas acabaran por alisar las tallas de las canteras, por cuartear los paramentos, por dejar a los santos cojos, mancos o desangelados. Sin duda, el costado de la Catedral que veo ahora desde el Templo Mayor, como de no haber muerto lo habría contemplado Huitzilobos, no ha sido mirado desde hace mucho tiempo. Recuerdo los edificios parasitarios que lo ocultaban desde la sacristía hasta la portada del crucero, y las montañas de basura y de materiales para la destrucción que rebasaban tapias, láminas y enrejados sucesivos.

De pie sobre las ruinas del Templo de Tláloc y Huitzilopochtli —hoy sólo concéntricos cimientos de pirámide sobre pirámide—, veo, abajo, a Coyolxauhqui desmembrada; al frente, la Catedral y el Sagrario Metropolitano, y arriba, entre las campanas de piedra que rematan las torres y la linterna de la cúpula, una lejana y altísima aguja que en las noches parpadea: la punta de la Torre Latinoamericana.


CUATRO

No se ve pero se sabe, y de no saberse se adivinaría por ciertos destellos del subsuelo: el tiempo trazó la cruz latina de la Catedral sobre las ruinas del templo que los aztecas dedicaron al culto solar. Quizá por ello, cuando fue descubierta la Piedra del Sol, que los conquistadores habían sepultado boca abajo, no se le encontró mejor acomodo que el basamento de la torre del poniente, donde permaneció durante muchos años como signo de los orígenes sagrados del espacio y, de paso, como blanco de las pedradas que desarrapados muchachos lanzaban para probar su no siempre acertada puntería, marcando, acaso, indescifrables cronologías en tan puntual calendario.

Con el recuerdo de las catedrales que había levantado al mediodía, el tiempo emprendió la fábrica del edificio. Las primeras bóvedas que cerró descansan en nervaduras que trajo del gótico y que después, veleidoso, tuvo a bien sobredorar. Volviendo, como Jano, la mirada a su antigüedad y a su nuevo nacimiento, mesurado y grandioso, reordenó arcos, elevó enérgicas columnas, fundamentó escuetas torres, casi carcelarias, como las enrejadas ventanas con las que habría de iluminar la sacristía y la sala del capítulo. No contento con la desnudez y la severidad de su obra, quiso ataviarla con lujo y artificio: talló en piedra portentosos vestíbulos del paraíso y, en madera, el paraíso mismo; retorció pilastras, cubrió de retablos coruscantes las capillas, construyó monumentales órganos, exuberantes sillerías, volátiles tribunas de cedro y tapicerán, fantasiosas rejas de tumbaga y calaín, y no dejó, de lo tocado por su mano, hueco sin ornato, sin talla o sin trabajo. A decir verdad, con tan dispendiosa indumentaria, el tiempo ocultó más de uno de los muchos encantos naturales de su obra. Trató entonces de morigerar sus exabruptos según académicos preceptos: corrigió luces, distancias y estaturas; acrecentó la fachada principal, bordeó de uniformes balaustradas todas las cornisas y, con gusto ciudadano, levantó entre ambos campanarios un elegante reloj, coronado por un asta bandera y las tres virtudes teologales, que más parecen alegorías de la Patria, del Arte o de la Ciencia.

No para destruir un espacio de suyo indestructible, sino para transformarlo, el tiempo incendió altares, oscureció pinturas, carcomió imágenes y puertas y retablos. La ilusoria destrucción sólo es una de las tantas etapas constructivas de la Catedral, la que gusta de las ruinas, el recuerdo impreciso y la nostalgia.

A pesar de restauraciones minuciosas —que intentan desacreditar al tiempo con oros demasiado brillantes, arcángeles demasiado ruborosos, vitrales demasiado asépticos—, el tiempo ha preservado sus estragos, que no son otra cosa que su firma, estampada en el espacio del que es huésped y arquitecto.


CINCO

Escribe el doctor Alonso de Zorita en su Relación de la Nueva España que para cimentar la Catedral “hazen un plantapié de argamasa que toma todo el edificio de la Yglesia, porque con el peso se sumen los edificios de la laguna y quede que [no] se podrá sumir, y también porque no lleguen los cuerpos de los difuntos en sus sepolturas al agua”.

El más fastuoso templo del Nuevo Mundo habría de tener siete naves, a imagen y semejanza de la Catedral de Sevilla, la mayor de las Españas y según se dice el tercer recinto eclesiástico de la cristiandad, y siete naves, señores, fueron cimentadas. Pero como el subsuelo sevillano poco tiene que ver con la subagua mexicana, pronto declinó tan temeraria aspiración. Como quiera que sea, los delirios de grandeza pudieron más que las contingencias topográficas y se emprendió la construcción de cinco naves sobre la laguna, que al fin y al cabo, señores, naves eran y sobre el agua flotarían por el solo poder de la palabra.

Empresa de tal envergadura por principio niega al constructor el derecho de ver concluidos los trabajos que inició. Han de sucederse las generaciones y fugarse los siglos y sustituirse o alargarse las formas, los gustos, las maneras, para aproximarse a un final por demás ilusorio, porque la construcción de una catedral, en rigor, nunca se concluye, toda vez que el tiempo es su legítimo arquitecto.

Como secreta reivindicación ante la ligereza de la vida y la eternidad de la obra, los constructores, desesperanzados de ver satisfechos sus trabajos y sus días, plantearon descomunales y fantásticos proyectos que las generaciones venideras sólo podrían culminar con esfuerzos denodados. La historia de la construcción de la Catedral no es otra que la sucesión de colosales desafíos.

Quienes, vesánicos, cimentaron el edificio sobre un terreno casi flotante desafiaron a quienes habrían de levantar los muros, y quienes levantaron los muros lo hicieron con tal soberbia que desafiaron a quienes habrían de cerrar las bóvedas, y quienes cerraron las bóvedas lo hicieron con tal audacia que desafiaron a quienes habrían de ornamentar paramentos y erigir campanarios y construir cúpulas y decorar fachadas, y quienes todo ello hicieron lo hicieron con tal esplendor que desafiaron de por vida a quienes habremos de recuperar la inversión del tiempo para que la Catedral no se nos eche encima y nos aplaste. Sostenerle la mirada exige un esfuerzo tan brutal como haberla construido.


SEIS

Entre las agudezas y los ingenios que recopiló para componer la preceptiva literaria de un estilo insubordinado por precepto a todos los preceptos, Gracián apunta un aforismo que igual cuenta para la retórica que para las artes amatorias: “La verdad, cuanto más dificultosa, más agradable”.

La nitidez envilece el legítimo artificio de la sensualidad. Lamento de la luz eléctrica el incendio que provoca en los retablos que ilumina: descubre, de golpe y sin pudor, la intimidad, que habría de permanecer inviolada en la penumbra, y quebranta el placer del esfuerzo y la tardanza que precede al placer primordial de la revelación.

Los retablos tienen su propio sistema de iluminación —oro y reflejo—, que impone a la lectura del misterio orden y medida.

Cuidadosamente filtrados por el ónix de las ventanas o el ámbar de los vitrales, el retablo recibe del ámbito que habrá de iluminar débiles haces que el oro se encarga de reproducir en el movimiento de las columnas salomónicas, en la contorsión de las volutas, en el estofado de las vestiduras santorales, poseídas por el viento.

Conforme pasa el tiempo de la expectación y se dilatan las pupilas, se va haciendo la luz en “las tinieblas que cubrían la superficie del abismo”: formas inciertas se perfilan; manchas pardas bordan brocados de hilo torzal en pliegues y dobleces de presuntas telas, y las pinturas de las entrecalles, huecos ciegos en el rito de iniciación, aureolan santos desprovistos todavía de emblemas y atributos.

Cleptómanos de luces y destellos, brillan ojos pestañados, sonríen bocas salivosas y dentadas, sangran estigmas que nunca cicatrizan, ruedan lágrimas por mejillas cubiertas de latidos y rubores.

Poco a poco, proliferan las plantas trepadoras, abren las flores sus corolas y los frutos sacros y profanos se desparraman, abundantes, por frisos y columnas, hasta que el retablo refulge, sin que el resplandor rebase los límites del misterio. De fondo, siempre, la sombra; más intensa y silenciosa cuanto más brillantes y elocuentes las formas que salen de su entraña: tallas gratuitas, inmunes a la vista, que apenas permiten la adivinación; equívocos paisajes, que se disuelven en el óleo; escorzos que se hunden en noches insoldables... Pero, ¿a qué procurar la visión de lo invisible si lo visible deslumbra y ciega? La luz emanada del retablo termina por oscurecer lo que se propuso iluminar. Con mayor razón habrá de ocultar los secretos que guarda para sí.

El retablo es infinito porque es finita mi lectura. El texto se reserva signos indescifrables: la oscuridad es parte de su código de luces y reflejos.


SIETE

Entre el revoloteo de ángeles encuerados y nalgones, el dolor se disemina, gozoso, por nichos y vitrinas: se inflaman los corazones, se avivan las llamas del purgatorio, se cubren de humillación los nazarenos —espinas punzantes, clavos retorcidos— y los mártires padecen martirios renovados: Pedro de Verona es acuchillado por la espalda y un hacha le parte en dos el cráneo sin demudarle la sonrisa angelical; el otro Pedro, el apóstol pusilánime, es crucificado de cabeza y ya tiene la aureola abollada contra el basamento de su nicho; San Andrés gira en las aspas de un molino ausente; Juan Bautista y San Dionisio, acápites, sostienen en las manos sendas y chorreantes cabezas; Felipe de Jesús tiene por tres lanzas herido el corazón que hizo reverdecer la higuera desahuciada...

Un retablo barroco es un manual de hagiografía, un profuso inventario de torturas, que más convencen a la piel que a las entendederas. La Reforma había cubierto el santoral con una inmensa tela de juicio; por desprenderla, la Contrarreforma dejó a los santos en carne viva, desollados, heridos, bañados en sangre siempre fresca. Que no se dude más de la sublimación del dolor beatífico. Igual que en un mercado, intercesores y patrones se debaten en la competencia de las devociones y emplean toda suerte de recursos publicitarios para vender en precio de exvotos remedios y maestrías, como los ojos esféricos, puestos en un plato cual huevos cocidos, con los que santa Lucía anuncia sus terapias oculares. Que no se dude más de los altos poderes de los santos ni de sus influencias como secretarios particulares que son de la Divinidad. Que no se dude más de la Divinidad. En los sobredorados retablos Cristo sufre expolios y azotes y coronaciones vejatorias para que los fieles sigan siéndolo y sientan con todos los sentidos, como en carne propia, la pasión de un redentor tan verdadero como sus cabellos de verdad, como su dentadura de verdad, como su vestimenta de verdad y aun como su sangre de verdad que de sus estigmas mana sin cesar.

Que no se dude más.

La necesidad febril de tener a Dios al alcance de la mano, de tocarlo a lo santo Tomás, metiendo el dedo en la llaga de Jesús, más que de la fe, es signo de la duda. Pero ¿qué es el barroco —arte de la Contrarreforma, según los entendidos— sino el anhelo de tapar, con imágenes sobrecogedoras y fehacientes, el inconmensurable vacío que dejó la huida de Dios?


OCHO

Los severos monasterios almenados de los primeros tiempos de la Colonia, mitad fortalezas, mitad recintos eclesiásticos; las iglesias encaramadas en la cúspide truncada de pirámides precolombinas; las capillas estucadas con talento de repostería monumental; los retablos pletóricos de cumplidos despropósitos; las portadas que contradicen con su flujo etéreo y sus encajes la dureza y bastedad de su materia prima; los dilatados y lujosos palacios civiles... humillan, someten, vuelven tributario con su audacia o su grandeza o su magnificencia a quien tiene la dicha y la desdicha de mirarlos: la arquitectura colonial es avasalladora. Ah, pero éste no sólo es un adjetivo hiperbólico que responde a la hipérbole misma de la arquitectura colonial: ha de entenderse literalmente. Para asegurar la permanencia de su dominio imperial, sustentado en la fe, la Corona española echó mano de todos los recursos, aun de la arquitectura. En las Leyes de Indias se propone, en lo relativo a las edificaciones coloniales, “que cuando los indios las vean les cause admiración, y entiendan que los españoles pueblan allí de asiento, y los teman y respeten para desear su amistad y no los ofender.”

Ciertamente que las edificaciones coloniales, tocadas por el arte que se autocomplace en el desperdicio y la abundancia, causan la admiración de su víctima —el espectador, que apenas puede contener  la interjección y que difícilmente acierta a proferir algo que rebase los límites del lugar común: avasallador. Ciertamente que los españoles poblaron aquí de asiento y no tuvieron empacho en proyectar construcciones tan avasalladoras que en su fábrica se sumaron los trabajos de las generaciones, ni en erigir edificios eclesiásticos en los lugares más agrestes y apartados de su vasto imperio.

Ciertamente que los indios los temieron y respetaron; desearon su amistad y no los ofendieron.

Apenas es necesario agregar que quienes construyeron con sus manos y con el sudor de su frente los edificios coloniales fueron los vasallos. ¿Acaso no habían edificado los indígenas sus adoratorios? El cabildo solicitó que fueran ellos quienes levantaran la obra magna de la Catedral. Vasallos doblemente, sujetos y objetos de la arquitectura colonial.

Herederos de espléndida y singular tradición arquitectónica, los indios subordinaron sus impulsos plásticos a cánones impuestos. No obstante, supieron firmar las obras que con sus manos fabricaron: signos, colores, ornamentos indígenas, que se entremeten, sutiles, quizá involuntariamente, en las construcciones cristianas. Arte que José Moreno Villa ha bautizado felizmente con el nombre de tequitqui, “tributario” en lengua náhuatl, como mudéjar en lengua arábiga. Arte vasallo que le da, al avasallador, la energía —siempre sorprendente— de la mixtura y la simbiosis.

El protagonista anónimo de Los pasos perdidos queda atónito frente a la imagen insólita de un ángel maraquero. Por su boca, dice Alejo Carpentier: “Un ángel y una maraca no eran cosas nuevas en sí. Pero un ángel maraquero, esculpido en el tímpano de una iglesia incendiada, era algo que no había visto en otras partes”.


NUEVE

Alguien dijo: “La tierra es clásica y el mar es barroco”. José Lezama Lima hizo suya tan feliz definición.

El arte de la serenidad y la firmeza, con presunción de permanencia, pone el dique del “buen gusto” a la procelosa libertad. Obediente de preceptos académicos formulados a la luz de sus más sobrios modelos, quiere mesurar todo exceso, aplacar toda violencia, corregir toda distorsión. Ignora, sin embargo, que sus asepsias y sedantes adiciones, lejos de calmar las aguas, desatan la tormenta.

¿Acaso no pertenece al arte de la furia y del misterio insondable el límpido reloj de Catedral por el solo hecho de rematar una fachada pletórica de deliciosos exabruptos?

El reloj de Catedral, tripulado por las virtudes teologales, es una barca en el mar, a la deriva.


DIEZ

De la Gran Tenochtitlan, la nueva ciudad sólo conservó lo que no puede asesinarse por más que se derriben edificios y murallas: el espacio sagrado. Donde se levantaba el Templo del Sol, se construyó la Iglesia Mayor y, después de ella, la Catedral Metropolitana. A su alrededor se fue tejiendo el laberinto que debe circundar todo ámbito sagrado: la Ciudad de México.

A pesar de la rigidez original de su traza, el laberinto es más intrincado y engañoso día con día. Y día con día, el espacio sagrado al que rodea confirma su sacralidad, esto es su persistencia. La Catedral habrá de sobrevivir a los edificios circundantes que quisieron, desde sus cimientos, perdurar; con mayor razón, a las construcciones efímeras por naturaleza, casi desechables, que se levantan hoy o que no han sido levantadas todavía. Pero el laberinto no comparte la fugacidad con las edificaciones que lo configuran. Todo lo contrario: merced a la propia destrucción de sus encrucijadas, mantiene a salvaguarda sus secretos, es decir su identidad. Su código es indescifrable porque la única norma que lo rige es la mutación.

Quien, con la sabiduría del iniciado y la tenacidad del peregrino, llega a la Catedral desde cualquier meandro del laberinto ciudadano es, por un instante, eterno.

[1980]

 

 

México, ciudad de papel


La hoja blanca poco a poco poblada

de edificios, ventanas, corredores.

Vicente Quirarte


UNO

Mi casa, la casa de ustedes, como acostumbra decir la cortesía mexicana para confusión de los visitantes extranjeros, está acomodada en uno de los pliegues de las almidonadas crinolinas del Ajusco, en un pueblo que tiene la gracia de llamarse San Nicolás y, en homenaje a los guajolotes, apellidarse Totolapan. Es un pueblo alto al que sube usted por la avenida del Hospital Ángeles. Atraviesa el fraccionamiento Fuentes del Pedregal, toma la calle de Matamoros y llega a un cementerio que está al lado de la vía del tren. Sigue por la calzada de la Soledad hasta que da con un segundo panteón, cuyas tumbas siempre florecidas rebasan la barda. Ahí da vuelta a la derecha, pasa un altar guadalupano trepado en la horqueta de un mezquite y antes de toparse con una cruz de atrio castigada en un recodo del camino, da usted vuelta a mano izquierda y sube por una callecita empinada y llena de baches que ostenta el formidable nombre de Progreso. Por este viacrucis llega usted a mi casa de San Nicolás Totolapan.

En este pueblo, que por supuesto pertenece al Distrito Federal y para más señas a la Delegación La
Magdalena Contreras, se acaba la Ciudad de México por el suroeste.

Mi dormitorio tiene dos ventanas encontradas: una mira, hasta ahora y no creo que por mucho tiempo, a un monte peinado de magueyes, respaldado por un cielo azul que todavía se viste de estrellas para salir de noche; la otra da a la esquina del norte y el oriente, igual que el ventanal de mi escritorio, desde el cual puedo adivinar toda la Ciudad de México, sepultada bajo una espesa nata de miasmas. Delante de los pocos cerros pelones por donde todavía no se encaraman las casas y que dan basamento a grandes antenas de telecomunicaciones, los edificios más altos de la ciudad se recortan sobre el ciclorama gris del paisaje, oscurecido por el humo negro de las fábricas, que se esparce cínicamente por el cielo.

De noche el panorama cambia. La ciudad parecería recuperar su antigua condición lacustre: el descomunal valle de México se vuelve un lago de luces palpitantes. No sé por qué las luces tiemblan permanentemente, como si respiraran, como si se movieran, como si fueran pequeñas embarcaciones en una gigantesca laguna.

También desde las alturas, desde el abra de los volcanes —hoy ausentes—, vieron los españoles por primera vez el entonces luminoso valle del Anáhuac y el prodigio de una ciudad anfibia, construida sobre la laguna y a sus riberas. Las calzadas rectilíneas. Las “calles de agua”, como las llamó Fray Bartolomé de las Casas en alucinante comparación con Venecia —la ciudad fantástica por antonomasia—. Las fortalezas de piedra de cantería. Los imponentes templos. Los lujosos palacios. Las casas de calicanto. Una conjunción de cuarenta pueblos que, observados desde la serranía, hicieron conjeturar al dominico “que otra más graciosa ni alegre vista puede haber en el mundo”.

Esa visión maravillosa de los primeros españoles llegados a estas tierras fue cegada por los españoles mismos. A partir de que Hernán Cortés puso sitio y destruyó la Gran Tenochtitlan, la Ciudad de México hizo suyo, sin saberlo, el mito de Coyolxauhqui, la que se pinta de cascabeles las mejillas, quien fue precipitada desde la cúspide del templo por su hermano Huitzilopochtli, el joven guerrero, el que obra arriba, y yace desmembrada, rota, al pie de las alfardas del teocalli. No deja de ser aterradoramente significativo que el gigantesco monolito del Templo Mayor que sobrevivió a la devastación de las huestes cortesianas sea, paradójicamente, la imagen misma de la destrucción, como si nuestra única permanencia fuera la de nuestro incesante aniquilamiento.

Más que el tiempo que la transforma y la corrompe; más que la naturaleza, que la hunde, la inunda y la estremece, la incuria de los hombres ha destruido sistemáticamente la ciudad que han edificado sus mayores.

La historia de la Ciudad de México es la historia de sus sucesivas destrucciones. Así como la ciudad colonial se sobrepuso a la ciudad prehispánica, la que se fue formando en el México independiente acabó con la del virreinato, y la ciudad posrevolucionaria, que se sigue construyendo todavía, arrasó con la del siglo XIX y los primeros años del XX, como si la cultura no fuera cosa de acumulación sino de desplazamiento.

Igual que las urbes invisibles de Italo Calvino, México es una ciudad imaginaria, cuya historia, más que palparse, se adivina:

...la ciudad no dice su pasado, lo contiene como las líneas de una mano, escrito en las esquinas de las calles, en las rejas de las ventanas, en los pasamanos de las escaleras, en las antenas de los pararrayos, en las astas de las banderas, cada segmento surcado a su vez por arañazos, muescas, incisiones, comas.



En el escenario de tantas ciudades revocadas, una pirámide destruida que sólo muestra su intimidad exhumada, las columnas descoyuntadas de una iglesia primitiva, un claustro comido por una pastelería, un convento transformado en tienda de autoservicio, una arquería churrigueresca que no cobija a peregrino alguno, una fachada neoclásica que se mudó de casa, una iglesia atropellada por el Anillo Periférico y otra materialmente doblada por la avenida 20 de noviembre, una esbelta casa porfiriana sometida por dos edificios de espejos asfixiantes.

De los pasados esplendores de la Ciudad de México persisten, empero, las voces de quienes la cantaron, con líricos acentos, cuando era la región más transparente del aire; de quienes la describieron, azorados, cuando a ella llegaron allende el mar océano o la establecieron en lengua latina para darle cabida en las ciudades del mundo o la magnificaron con palabras hiperbólicas y artificiosas; de quienes la puntualizaron en términos científicos; de quienes la liberaron con sus discursos cívicos y sus artículos combativos y la relataron en sus costumbres y sucesos; de quienes hoy la registran, la definen, la inventan y la salvan de la destrucción merced a la palabra. Las voces, en suma, que la han construido letra a letra en la realidad perseverante de la literatura. La nuestra es una ciudad de papel.


DOS

La Gran Tenochtitlan sobrevive en las descripciones de los frailes que con minuciosidad científica consignaron la historia y la cultura de la sociedad aborigen y las imágenes de los soldados metidos a cronistas que usaban, como dice Alonso de Ercilla en La araucana, ora la pluma, ora la espada, y que trasladaron a la realidad que estaban viviendo la fantasía que había alimentado la idea europea del ignoto occidente. Tendiendo el puente entre las novelas de caballería y las crónicas de la Conquista, Bernal Díaz del Castillo recuerda su primera visión del valle del Anáhuac:

Y desde que vimos tantas ciudades y villas pobladas en el agua, y en tierra firme otras grandes poblazones, y aquella calzada tan derecha y por nivel como iba a México, nos quedamos admirados y decíamos que parecía a las cosas de encantamiento que se cuentan en el libro de Amadís, por las grandes torres y cúes y edificios que tenían dentro en el agua, y todos de calicanto, y aun algunos de nuestros soldados decían que si aquello que veían, si era entre sueños, y no es de maravillar que yo escriba aquí de esta manera, porque hay mucho de ponderar en ello que no sé cómo lo cuente: ver cosas nunca oídas, ni aun soñadas como veíamos.


Y hasta Cortés, tan parco en el elogio si no es para magnificar la importancia de su empresa, no puede ocultar su estupor ante la Ciudad de México —a la que compara por su belleza con Granada y por su extensión con Córdoba y Sevilla— y con palabras mudas dice:

La cual ciudad es tan grande y de tanta admiración que aunque mucho de lo que de ella podría decir, lo poco que diré creo que es casi increíble.


Y es que la Gran Tenochtitlan es una ciudad improbable, que parece pertenecer más a la imaginación poética que a la realidad. Una ciudad funda da por los hombres pero ordenada y sostenida por el dios Huitzilopochtli, como se dice con una rara mezcla de orgullo y humildad en un poema de Nezahualcóyotl:

Flores de luz erguidas abren sus corolas
donde se tiende el musgo acuático, aquí en México,
plácidamente están ensanchándose,
y en medio del musgo y de los matices
está tendida la ciudad de Tenochtitlan:
la extiende y la hace florecer el dios:
tiene sus ojos fijos en sitio como éste,
los tiene fijos en medio del lago.

Columnas de turquesa se hicieron aquí
en el inmenso lago se hicieron columnas.
Es el dios que sustenta la ciudad,
y lleva en sus brazos a Anáhuac en la inmensa laguna.

Flores preciosas hay en vuestras manos,
con sauces de quetzal habéis rociado la ciudad,
y por todo el cerco, y por todo el día.

El inmenso lago matizáis de colores,
la gran ciudad de Anáhuac matizáis de colores,
oh vosotros nobles.

A ti, Nezahualcóyotl, y a ti, Moteuczomatzin,
os ha creado el que da la vida,
os ha creado el dios en medio de la laguna.


Sólo así se entiende que la gran ciudad que fue asiento del imperio azteca haya sido edificada en medio de la laguna salobre, en el lugar de la expulsión y del castigo. Cuando los mexicas llegaron al valle de México tras una peregrinación de siglos no encontraron acomodo en ninguna parte. Fueron execrados por los vecinos y si aquí pudieron sostenerse, como dicen Los Anales de Tlatelolco, fue mediante la guerra y despreciando la muerte. De Chapultepec fueron echados a Tizapán, donde se alimentaban de serpientes. De ahí también fueron expulsados y obligados a refugiarse en el agua, en los pantanos, a esconderse entre los juncos. Huitzilopochtli entonces formula su trascendental designio, registrado como uno de los momentos épicos más sobrecogedores de la historia de los aztecas en la Crónica mexicáyotl: fundar una ciudad en un islote en medio de la laguna, desde donde habrán de someter a sus enemigos. “Con nuestra flecha y escudo nos veremos con quienes nos rodean, a todos los que conquistaremos, apresaremos, pues ahí estará nuestro poblado, México, el lugar en que grita el águila, se despliega y come, el lugar en que nada el pez, el lugar en que es desgarrada la serpiente...” Sólo por su fanatismo y su desdén al sufrimiento, pudieron crear y desarrollar ahí la gran ciudad que con los años llegó a ser la México-Tenochtitlan que conocieron los conquistadores. Una ciudad cruzada por canales y atada a tierra firme por largas y anchas calzadas. Una ciudad expandida merced a las canoas, que postergaron la utilización de la rueda, y a ese milagro de la agricultura que fueron las chinampas, jardines flotantes como colgantes fueron los de Babilonia. Agua y tierra, una ciudad que no desplazó a la naturaleza sino la acogió en su seno. El centro ceremonial, imponente, en el que sobresale, entre palacios y templos, el gran teocalli de los sacrificios dedicado a Tláloc y Huitzilopochtli, y los huertos y jardines que albergan la abundancia y la variedad de plantas y de flores.

Una ciudad que se cifra en aquellos versos de Carlos Pellicer que dan cuenta cabal del alma mexicana: “el gusto por la muerte y el amor a las flores”.

Ayudado por la erudita imaginación de Alfonso Reyes, veo una ciudad diurna por excelencia, cristalina en el aire y en el agua, espaciosa y clara; una ciudad apacible no obstante los rituales sangrientos de sus habitantes, cuya cultura hermanó la guerra con las flores para alimento de los dioses y permanencia del mundo:

Allí, donde se tiñen los dardos, donde se tiñen los escudos,
están las blancas flores perfumadas, las flores del corazón:
abren sus corolas las flores del que da la vida,
cuyo perfume aspiran en el mundo los príncipes: es Tenochtitlan.


Cortés justifica la destrucción de la ciudad de los aztecas como necesaria estrategia militar para imponer su dominio:

Y yo, viendo... que había ya más de cuarenta y cinco días que estábamos en el cerco, acordé de tomar un medio para nuestra seguridad y para poder más estrechar a los enemigos, y fue que como fuésemos ganando por las calles de la ciudad, que fuesen derrocando todas las casas de ellas del un cabo y del otro, por manera que no fuésemos un paso adelante sin lo dejar todo asolado...


De la minuciosa y dilatada descripción que Cortés hace del cerco de Tenochtitlan, queda, a pesar de la intención de su cronista, un coraje que no sólo se endereza contra la violencia del acontecimiento histórico, sino también, y más enconadamente, contra el autor, que lo es del relato y de la historia que consigna. No sería necesario leer los valiosos documentos de los informantes de Sahagún y de los redactores de Los Anales de Tlatelolco para sentir el dolor del trance de la Conquista: basta la Tercera carta que Cortés le dirige a Carlos V. No hay palabras que puedan tapar esa “red de agujeros” por donde sale a borbotones la dignidad de un pueblo transgredido que en ese preciso momento, si se me tolera una digresión connotativa, deja de ser azteca para ser náhuatl solamente. A partir de la Conquista —y a resultas de ella— empiezan a distanciarse hasta la antinomia la palabra azteca y la palabra náhuatl —la diferencia específica y el género próximo, la civilización y la cultura, la organización social y la lengua—. La primera evoca la muerte y el imperio que sojuzgó con crueldad a todos los pueblos circunvecinos; la segunda conduce a la vida, a la filosofía y la poesía lírica. La palabra azteca designa a los vencedores de las guerras sacrificiales; la palabra náhuatl, a los vencidos en la Conquista. Una es la de la guerra, otra la del canto. Una es obsidiana; otra es flor.

Oigamos, de todas suertes, el lamento de los vencidos:

En los caminos yacen dardos rotos,
los cabellos están esparcidos.
Destechadas están las casas,
enrojecidos tienen los muros.
Gusanos pululan por calles y plazas,
y en las paredes están los sesos.
Rojas están las aguas, están como teñidas,
y cuando las bebimos, es como si bebiéramos agua de salitre.
Golpeábamos, en tanto, los muros de adobe,
y era nuestra herencia una red de agujeros.


El estruendo de la Conquista —los vozarrones viriles de los soldados invocando al Señor Santiago, que había cambiado su ropaje apostólico de peregrino por el arnés y la espada en las guerras de reconquista y pasaba ahora de Santiago Matamoros a Santiago Mataindios; la pólvora de los arcabuces y de los cañones, la sonoridad de las armaduras, los relinchos de los caballos— silenció la voz de los indígenas, ese lenguaje de pájaros, musical y delicado, cercano al canto y al susurro; un lenguaje que escurre, como dice Reyes, “de los labios del indio con una suavidad de aguamiel”.

Como primer signo de su sometimiento al dominio español, los propios mexicanos se vieron forzados a perpetrar la dolorosa destrucción de su ciudad, primero impelidos por el cerco que sobre ellos sostuvieron los conquistadores, después obligados por el azote de los encomenderos o por las palabras elocuentes de los primeros frailes. Una vez demolida la ciudad antigua, ellos mismos edificaron la nueva ciudad sobre los escombros de México-Tenochtitlan.

De la misma manera que la lengua castellana acabó por imponerse sobre la lengua náhuatl, la ciudad española se sobrepuso a la ciudad indígena, porque los españoles castellanizaron a los indios y castellanizaron, también, el paisaje. Y así como múltiples vocablos del náhuatl se filtraron en el castellano y lo enriquecieron, si bien la mayoría de ellos eran sustantivos que se referían a la realidad exterior y no reflejaban la complejidad de su cultura, las mismas piedras de los templos y palacios derruidos se utilizaron, sustantivamente, para edificar la nueva ciudad, que respondía a un pensamiento diferente y articulaba una nueva sintaxis. Qué mejor imagen que la Iglesia Mayor, premonición de la Catedral, construida sobre el basamento del templo del sol con las mismas piedras del que fuera gran teocalli de Tenochtitlan, reducidas a la forma octagonal de las basas medievales y todavía marcadas con estrías de serpientes emplumadas.


TRES

La primera ciudad de la Colonia fue mitad medieval a imagen y semejanza de las ciudades que los españoles guardaban en la memoria; mitad renacentista de acuerdo con la modernidad que inauguró la aparición del Nuevo Mundo en la cultura europea. Renacentista por su traza reticular, que se sobreponía perfectamente a la ciudad prehispánica; medieval por sus primeros edificios, fortificados y defendidos por almenas, fosos y torreones.

En su Tercera carta de relación, de 1522, Cortés informa al emperador:

De cuatro o cinco meses acá, que la dicha ciudad de Temixtitan se va reparando, está muy hermosa, y crea vuestra majestad que cada día se irá ennobleciendo en tal manera, que como antes fue principal y señora de todas estas provincias, que lo será también de aquí en adelante; y se hace y hará de tal manera que los españoles estén muy fuertes y seguros y muy señores de los naturales, de manera que de ellos en ninguna forma puedan ser ofendidos.


Los españoles, pues, fincaron su inmunidad y la garantía de su dominio en la consolidación de la ciudad. No se trata por supuesto solamente de su seguridad física en cuanto que conquistadores militares, sino de su legitimidad moral en tanto que conquistadores espirituales. La ciudad construida por Cortés es una alegoría de la estabilidad por la que se propugnó una vez terminada la etapa aventurera de la Conquista. Es una ciudad estamental, jerarquizada, dividida. El centro. El palacio virreinal. La Iglesia Mayor, El arzobispado. Las casas del Cabildo. Los cuatro barrios indígenas, santificados: San Pablo Teopan, San Sebastián Atzacualco, San Juan Moyotla, Santa María Cuepopan. Los indios de aquí para allá, los españoles de allá para acá. Los conventos de las órdenes religiosas: los franciscanos, los agustinos, los mercedarios, los jesuitas. Los colegios para indios, para mestizos, para criollos. La Universidad real y pontificia. La cárcel. El mercado.

En sus Diálogos latinos, que sirvieron menos para el ejercicio de la lengua de Virgilio, que para la preservación, aunque fuese sólo en la letra, de la ciudad del siglo XVI, Francisco Cervantes de Salazar da cuenta de la magnificencia de los edificios que resguardaron las instituciones coloniales. Sus correctísimos personajes —dos residentes criollos y un forastero peninsular— pasean por México y sus alrededores y el visitante queda embelesado por la belleza y la majestuosidad de la ciudad novohispana, la cual resulta siempre victoriosa en las comparaciones que establece con las ciudades españolas. Acaso por el origen toledano del célebre humanista, se advierte un orgullo por la ciudad virreinal que no siempre compartieron los criollos porque, cosas de la naturaleza humana, mientras los españoles aquí nacidos anhelaban los esplendores metropolitanos que sólo conocían por la referencia de sus mayores, los peninsulares llegados a la ciudad capital de la Nueva España admiraban la grandeza y la hermosura de su fábrica.

Muchos y muy buenos poetas españoles que vinieron a probar fortuna en estas tierras, deslumbrados por la fama de la ciudad virreinal, se encargaron de seguirla construyendo en sus poemas laudatorios, como el madrileño Eugenio de Salazar, que nos regala, entre otras sabrosas informaciones sobre la cultura mexicana, una colorida descripción del bosque de Chapultepec y de la laguna de México, a la que, en un pasaje memorable, llega nadie menos que Neptuno montado en una portentosa ballena:

En el distrito rico de Occidente
donde los francos montes su riqueza
y su oculto caudal hacen patente
con gran dulzura y natural largueza,
y dan en abundancia a nuestra gente
de sus profundas venas la fineza,
allí está aquella población famosa,
Tenuxtitlán, la rica y populosa.
...
Esta ciudad lustrosa vio Neptuno
desde el undoso mar donde reinaba,
y por poder gozar en tiempo alguno
de los deleites que él imaginaba,
quiso ponerse cerca, en oportuno
lugar, para el regalo que esperaba,
y para que ella le comunicase
y en sus graciosas ondas se alegrase.
...

Hizo su entrada en una gran ballena
que las heladas ondas va hendiendo,
de resplandor y claro lustre llena,
del agua en su gran boca recogiendo,
y la ciudad y largos campos llena
de espadañas de ella, que esparciendo
iba amorosamente y rocïando,
los comarcanos pueblos admirando.


Medio siglo después de que Cervantes de Salazar rindiera homenaje a la capital de la Nueva España, Bernardo de Balbuena, arquitecto verbal, escribe su Grandeza mexicana. Al poeta manchego aquí avecindado le toca vivir la transformación de la ciudad de los conquistadores en la ciudad de los colonos:

Toda ella en llamas de belleza se arde
y se va, como fénix, renovando...


Una ciudad que ha dejado de parecerse “a las cosas de encantamiento que se cuentan en el libro de Amadís”, en el decir ya citado de Bernal Díaz del Castillo, para ser “De la famosa México el asiento”:

Oh ciudad bella, pueblo cortesano,
primor del mundo, traza peregrina,
grandeza ilustre, lustre soberano;

fénix de galas, de riquezas mina,
museo de ciencias y de ingenios fuente,
jardín de Venus, dulce golosina;

del placer madre, piélago de gente,
de joyas cofre, erario de tesoro,
flor de ciudades, gloria del Poniente;

de amor el centro, de las musas coro;
de honor el reino, de virtud la esfera,
de honrados patria, de avarientos oro;

cielo de ricos, rica primavera,
pueblo de nobles, consistorio justo,
grave senado, discreción entera;

templo de la beldad, alma del gusto,
Indias del mundo, cielo de la tierra;
todo esto es sombra tuya, oh pueblo augusto,
y si hay más que esto, aun más en ti se encierra.


Aunque la emoción ante el Nuevo Mundo sea más auténtica en los cronistas que en los poetas, el entusiasmo de Balbuena por la urbe colonial no tiene parangón: es desmesurado, vesánico, grandilocuente. Empero, el lenguaje hiperbólico de la Grandeza mexicana de alguna manera deja de serlo al corresponderse con una ciudad de suyo hiperbólica que empezaba a ser transformada y enriquecida por el arte del barroco. Una ciudad opulenta en sus edificios, en sus plazas y en sus calles, transitadas por lujosas carrozas —”altares rodantes”, como las llama Fernando Benítez— y por briosos caballos; fastuosa en sus ceremonias religiosas y civiles; espléndida en sus artes y profusa en sus oficios, celebratoria y festiva en sus procesiones, en sus mitotes y en otras muchas “ocasiones de contento”, y, tan a la manera barroca, llena de contrastes que la encomiástica pluma de Balbuena prefiere no tocar: magnificente y miserable, luminosa y oscura, sonora y silenciosa. Diferenciados por el color de la piel y por la generosa terminología de sus indumentarias, conviven los estamentos coloniales en la plaza mayor, ya en la vida cotidiana del mercado y el trasiego de las canoas, ya en los fastos de las celebraciones virreinales o eclesiásticas. Criollos, mestizos, indios, negros y mulatos que lo mismo guardan sus distancias en el día que las rompen durante la noche en desaforadas mescolanzas.

Un cuadro de Cristóbal de Villalpando de finales del siglo XVII y otro de Rodríguez Juárez de la segunda mitad del XVIII retratan meticulosamente el hervidero humano de la Ciudad de México en la época barroca, como muchos años después lo recrearon literariamente, con erudición y gracia, Artemio de Valle Arizpe y Luis González Obregón. Por una suerte de sinestesia milagrosa, estas pinturas reproducen la sonoridad de la plaza mayor. La voz polifónica de una ciudad en la que conviven todavía el náhuatl y el castellano, dominado el uno, hablado en voz baja; dominante el otro, hablado en voz alta pero haciéndose cada vez más pudoroso, más cortés, más refinado, como lo describió el propio Balbuena, al decir que es en la sociedad criolla

donde se habla el español lenguaje
más puro y con mayor cortesanía,
vestido en un bellísimo ropaje
que le da propiedad, gracia, agudeza,
en casto, limpio, liso y grave traje.


El ruido de los coches tirados por sus caballos. La algarabía del mercado en la compraventa de legumbres, frutas, pescados, aperos, enseres, utensilios. Las injurias de los arrieros. Las verbosas discusiones escolásticas de los estudiantes universitarios. Las oraciones mendicantes de los ciegos. Los bandos virreinales. Los sermones. El estertor de reses, cerdos y carneros. Los pregones. Las riñas callejeras. El susurro de los rezos. Los rebuznos de las mulas. Las trompeterías virreinales. El clamor, el doble, el arrebato, el repique de las campanas. Un bullicio apenas interrumpido por el paso del viático y por el toque de queda que mete a la ciudad en la oscuridad de la noche para dar rienda suelta a las leyendas de aparecidos y desaparecidos: la Llorona, don Juan Manuel,
la Mulata de Córdoba.

La ciudad novohispana supo burlar el aburrimiento impuesto por su propia condición colonial y su lejanía de la metrópoli gracias a la fiesta: jolgorios eclesiásticos y civiles que se organizaban para celebrar los días señalados del calendario religioso, que eran muchos, o los acontecimientos políticos como la llegada de un virrey o de un arzobispo. Corridas de toros, representaciones de batallas navales —porque también navales fueron, quien lo diría hoy en día, las batallas que dieron sitio a la Gran Tenochtitlan—, peleas de gallos, mascaradas, comilonas, fuegos de artificio. Entre estas festividades, o como parte de ellas, los certámenes poéticos, que se celebraban con gran pompa a pesar de que sus convocatorias, para mal de la poesía, establecieran de manera harto coercitiva los temas, las relaciones alegóricas y las formas métricas a las cuales debían someterse los poetas, como si la imaginación estuviera más del lado de los jueces que de los concursantes. Así coartados, los poetas o no tienen nada que decir o no pueden decir lo que tienen.

Quizá nada refleje mejor la ciudad barroca, ampulosa y efímera, que los arcos triunfales, destinados a dar la bienvenida a virreyes y arzobispos, en cuya erección, igualmente sometida a certamen, la concepción poética precede a la arquitectura, y pintores, imagineros y artesanos se subordinan a los designios del poeta. Para recibir al marqués de la Laguna, sor Juana Inés de la Cruz escribió el Neptuno alegórico, según el cual se erigió un arco en una de las puertas de la Catedral, en el que la monja relaciona el apellido del virrey y el lago en el que se funda la Ciudad de México, y toma por figura tutelar al dios grecolatino de las aguas, que lo es también de la edificaciones. Por su parte, don Carlos de Sigüenza y Góngora, que entre otras tantas cosas fue erudito en asuntos de la cultura prehispánica y la genealogía de sus reyes, encumbró a Huitzilopoch tli y a once emperadores aztecas en el arco que configuró en su Teatro de virtudes políticas para dar una temeraria bienvenida al virrey a la entrada de la plaza de Santo Domingo, acaso sin saber que con semejante audacia preconizaba la emancipación política y cultural de México con respecto a la metrópoli española.

El barroco, santo y seña tempranos de nuestra tan llevada y traída identidad nacional, modificó la naturaleza de la ciudad cortesiana al transformar su apariencia con una profusión ornamental que no puede tomarse como mero accidente de los paradigmas clásicos sino como esencia de su estética, porque, en el arte barroco, la máscara es el rostro verdadero: violentó la severidad impuesta por Felipe II y diseñada por Juan de Herrera, prodigó mixturas, excesos, veleidades. Sabedor de lo efímero de la vida y de la obra, cuando no destruyó, alteró los espacios precedentes en que posó sus artificios y los volvió igualmente pasajeros. De la ciudad del siglo XVI no quedan más que escasísimos testimonios, mutilados o corrompidos, que nos hablan de un pasado irremisiblemente perdido. Por su parte, el neoclasicismo, que se había impuesto en España con la irrupción de la dinastía borbónica, también acabó por imponerse en la ciudad novohispana, si bien en alternancia —o mejor: en pugna— con el barroco, que siguió vivo en las colonias españolas de América hasta bien entrado el siglo XVIII, porque, si llegó a estas tierras como arte de contrarreforma, aquí se volvió arte de contraconquista, según José Lezama Lima:

El barroco como estilo ha logrado ya en la América del siglo XVIII el pacto de familia del indio Kondori y el triunfo prodigioso del Aleijadinho, que prepara ya la rebelión del próximo siglo, es la prueba de que se está maduro ya para una ruptura. He ahí la prueba más decisiva, cuando un esforzado de la forma recibe un estilo de una gran tradición, y lejos de amenguarlo, lo devuelve acrecido, es un símbolo de que ese país ha alcanzado su forma en el arte de la ciudad.


El neoclasicismo morigeró los exabruptos del barroco exterminando hasta donde pudo lo que sus ojos asépticos tildaron de mal gusto y, atento a los modelos presuntamente universales, sojuzgó las más vivas expresiones de un arte exuberante hasta la locura y propio hasta la independencia. Salvo el incesantemente transformado Palacio Nacional, con su “estatura de niño y de dedal”, como lo describió el poeta, nada subsiste de la arquitectura civil del siglo XVII. Toda la ciudad se mudó de casa en el siglo XVIII, las parroquias fueron rehechas, y de muchos claustros, iglesias y conventos no queda más que un suspiro.

Durante esa centuria —como dice José Luis Martínez— la ciudad colonial alcanzó su mayor esplendor gracias al impulso que los borbones les dieron a las obras civiles. La ciudad barroca, que por debajo del boato y de la fiesta; atrás de las máscaras y los arcos triunfales, escondía sus inmundicias —aguas pútridas en los arroyos, excrementos en las calles, que no sólo servían de paso a los viandantes sino de establos a las vacas y de zahúrdas a los cerdos, inundaciones constantes, lodazales—, se transformó, con los virreyes Bucareli y Revillagigedo, en una ciudad civilizada, con instituciones culturales, servicios públicos —alumbrado, correos, fuentes de uso común, atarjeas, baños—, paseos, monumentos de ornato, placas para los nombres de las calles y los números de las casas.

Esa ciudad, opulenta como las anteriores pero más consistente y moderna, no tiene tanta presencia en la literatura neoclásica del siglo XVIII, que prefirió cantar en muy bien medidos hexámetros latinos los campos de México, donde deambulan las diosas de la antigüedad grecolatina entre nopales y magueyes, como en los libros de los viajeros ilustres de la primera mitad del siglo XIX, que la nombraron ciudad de los palacios. Por su grandiosidad; por la limpieza de su traza; por la magnificencia de sus edificios y por la prodigalidad de la naturaleza circundante, el barón de Humboldt dice de ella que “debe contarse sin duda alguna entre las más hermosas ciudades que los europeos han fundado en ambos hemisferios”.


CUATRO

La Independencia consideró el virreinato como un periodo oscurantista y puso los ojos en la cultura prehispánica, a la que le confirió jerarquía de clasicismo, de la misma manera que el Renacimiento había abjurado de la Edad Media y había rescatado los valores de la antigüedad grecolatina, de modo que numerosos edificios dieciochescos fueron adoptando una vocación republicana mientras que las ruinas prehispánicas, tan del gusto del espíritu romántico, fueron remozadas en el infranqueable ámbito de las litografías.

Como las precedentes, la ciudad del siglo XIX es, ante todo, un espacio moral, la casa propia, que se quiere limpia y digna. El Periquillo Sarniento de Joaquín Fernández de Lizardi, que, como signo inequívoco de independencia, inaugura la novela en nuestro continente, es un retrato moral y moralizante de la Ciudad de México, en el que tienen representación todos sus habitantes, desde los más encumbrados hasta los más humildes, con sus vicios seculares, detractados por las virtudes que han de prevalecer en la nueva patria.

Con la Reforma, la ciudad se escinde en el terrible dilema de conservar el pasado o de fundar el futuro; de mantener los antiguos edificios conventuales que representan el oscurantismo de los tiempos de la Colonia, o, por doloroso que sea, derribarlos para impedir su reocupación religiosa. Las voces de los poetas liberales Guillermo Prieto e Ignacio Ramírez fueron tan demoledoras como la picota que acabó con iglesias y conventos, y tan recias como las piedras con las que se cimentaron los edificios de las instituciones civiles. Donde antes se rezaba ahora se piensa, dice Ramírez. En la nave de la antigua iglesia de San Agustín, convertida en Biblioteca Nacional por designios de Benito Juárez para albergar los fondos bibliográficos expropiados a las órdenes religiosas, se yerguen las imágenes de Confucio, Aristóteles, Orígenes, Descartes, que reemplazaron al santoral cristiano y que con laica devoción veneran, posada en el ábside, el águila del escudo nacional.

Restaurada la República tras el imperio de Maximiliano, la ciudad se encamina hacia la ciencia y el progreso. Es la ciudad de Vicente Riva Palacio, que abre los archivos de la Inquisición para dar cuenta en sus novelas del oscurantismo de los tiempos virreinales; de Guillermo Prieto, cuya musa callejera se regocija con la partida de los franceses; de José Tomás de Cuéllar, que describe las costumbres urbanas con ejemplar agudeza crítica. Es la ciudad del telégrafo y el daguerrotipo, la ciudad apenas iluminada por lámparas de trementina que necesita la luz de la inteligencia, como lo había reclamado Ignacio Manuel Altamirano en estos versos anticlericales:

Ilumínate más, ciudad maldita,
ilumina tus puertas y ventanas;
ilumínate más, luz necesita
el partido sin luz de las sotanas.


Fiel a la divisa de Rubén Darío que dicta “el arte es azul y viene de Francia”, el porfirismo impuso los modelos franceses en la Ciudad de México y echó en el abandono la tradición arquitectónica de la Colonia. En muchos casos sustituyó con mármol la chiluca, que a su vez ya había desplazado, en el neoclasicismo, a su contraparte, el tezontle, esa piedra ligera, espuma de volcán enardecido, que le había dado carácter a la arquitectura mexicana y de la que el poeta Solís Aguirre dijo que era “una piedra que en sangre está bañada”. Construyó airosos palacios para albergar las artes, las leyes y las comunicaciones, sumó colonias enteras a su gusto y erigió monumentos nacionales por su advocación y franceses por su estilo en el que fue Paseo Imperial de Maximiliano para acabar de convertirlo en Paseo de la Reforma.

Es la ciudad elegante, refinada y exquisita de Manuel Gutiérrez Nájera, quien, por cantar a la amada, canta, también, a la ciudad:

Desde las puertas de la Sorpresa
hasta la esquina del Jockey Club,
no hay española, yanqui o francesa,
ni más bonita, ni más traviesa
que la duquesa del duque Job.


Es la ciudad desvelada por la luz eléctrica, la ciudad ojerosa y pintada de Ramón López Velarde, casi excluida, por la aspereza de su ritmo acelerado, de La suave patria pero incluida moralmente, con todos sus pecados y sus arrepentimientos, en Zozobra y El son del corazón.

La ciudad del siglo XIX tiene una voz pudorosa, de tertulia y chocolate, en la que ni en los palenques, como dice la marquesa Calderón de la Barca, “se hablaba recio” y en la que, según cuenta el viajero Ludovic Chambon, “hasta las mismas cortesanas, en el ejercicio de sus útiles funciones públicas, rehúsan desprenderse de sus velos y de los accesorios del amor”.

Un siglo que vivió una guerra de Independencia, dos intervenciones extranjeras y una guerra civil no produce ningún poema épico memorable y se despliega, en cambio, en una finísima poesía lírica, que alterna con la poesía popular y continúa esa tradición criolla de Francisco de Terrazas y sor Juana Inés de la Cruz de la que habla Xavier Villaurrutia y que se prolonga hasta el siglo XX; una poesía meditativa, que no pierde la cabeza, profunda y discreta, susurrante casi porque, como decía el poeta tocado por la nostalgia de la muerte, “el mexicano es por naturaleza silencioso... Si no sabe hablar muy bien, sabe en cambio callar de manera excelente.” ¿No es asombroso que nuestro mayor poema civil sea profundamente lírico y se entone con una épica sordina?


CINCO

Al llegar a la capital en el año de 1914, las tropas zapatistas asolaron el jardincito japonés que como hai-kú ecológico había cultivado José Juan Tablada en su casa de Coyoacán. La Revolución acabó con el exotismo modernista de la ciudad del porfiriato, como ésta había acabado con la tradición hispánica.

Una vez instituida, la Revolución plasmó la historia toda del país en los muros de los edificios públicos, muchos de los cuales habían sido religiosos y habían sobrevivido a la Reforma por la transacción de su vocación original; construyó otros tantos donde se levantaban mansiones decimonónicas, erigió rascacielos, sustituyendo la tradición francesa con la modernidad norteamericana, de la que anticipadamente se quejaba López Velarde al recordar a un de mente que lo despertaba a deshora para decirle: “Plateros fue una calle, luego una rue, y hoy es una street”; elevó multifamiliares, convirtió los ríos en viaductos y abrió anchurosas avenidas de banquetas carcelarias para darle rienda suelta a la velocidad.

Es la ciudad de Salvador Novo, “nuestra ciudad mía”, que se transforma empeñosamente en aras de la modernidad, al precio de la destrucción:

...que la ciudad se hubiera conservado... colonial (o porfiriana; para el caso es lo mismo), habría seguramente colmado el sueño engreído y neurótico de muchos arcaizantes, o de quienes profesan que la nacionalidad, la autenticidad de un país o de una ciudad, estriba en que no se altere la residencia de su espíritu que ellos decretan por legítima; habría halagado y satisfecho a quienes claman contra “la obra demoledora de la piqueta” y se lamentan y añoran a la Ciudad de los Palacios, ciegos y renuentes a advertir, a examinar lo que pueda ofrecer de bueno, de normal, de evidencia de que sigue su vida, la ciudad sin palacios.


A favor de la transformación que al trazar el futuro recupera el pasado y en contra del exterminio inútil, escucho las voces adoloridas de los poetas que viven la ciudad despalaciada: la ciudad amarillenta, como “una hoja prematuramente marchita” que describe Alfonso Reyes en Palinodia del polvo; la ciudad de “luces tuertas”, de “imágenes rotas” de “palacios humillados, / fuentes sin agua, / afrentados frontispicios”, que ve entre sueños Octavio Paz en el Nocturno de San Ildefonso; la ciudad “...que tiene una corteza, algunos bosques / y ciento cincuenta cementerios / para más o menos diez millones de mediovivos”, que, enamorado de ella, sufre Efraín Huerta en su Circuito interior.

Es la ciudad gigantesca y convulsa que inaugura su monstruosidad en La región más transparente de Carlos Fuentes, la primera novela de nuestra literatura que trata la ciudad no sólo como escenario o como ámbito moral, sino como protagonista, con su enorme multiplicidad de voces, y acaso también la última que pudo abarcarla por completo porque desde entonces la ciudad se ha reproducido y fragmentado en muchas ciudades distintas y distantes, amuralladas, inexpugnables, que ni siquiera se sospechan desde las alturas de San Nicolás Totolapan, donde está mi casa, que es la casa de ustedes. Una ciudad que ha desplazado sus fronteras para hospitalizar los bruta les accidentes de la demografía; que ha multiplicado por trescientos el espacio que ocupaba en los tiempos de los conquistadores, y quién sabe por cuánto el número de sus habitantes hasta llegar a ser una de las mayores concentraciones urbanas en la historia del mundo.

Quién lo diría. Con íntima tristeza reaccionaria, caigo en la cuenta de que la ciudad que por primera vez se autocomplace en su monstruosidad en la novela de Fuentes es la ciudad doméstica y apacible de mi infancia. Traspuesta la casa de meriendas rituales y panes bautizados, de médicos a domicilio y libros hereditarios, la ciudad entera metida en la metonimia de mi calle: el estanquillo, el carrito tintineante de paletas heladas, el coche distraído y esporádico que suspende el juego pero sortea las porterías, la bicicleta que convoca a los amigos tan azarosos como perdurables, el gendarme de la esquina, el robachicos, el pregón del gas, de la ropa usada, de la miel de colmena, la reja del enamoramiento prematuro. Y traspuesta la calle, la ciudad elemental: la vuelta a la manzana, la otra cuadra, la iglesia, el parque, la farmacia, la panadería; la avenida, el camión tripulado por mujeres sentadas y hombres de pie, el viaducto Miguel Alemán, la glorieta de Chilpancingo, el monumento a Cuauhtémoc, el Caballito, la avenida Juárez, la Alameda, el Palacio de Bellas Artes, y el centro, con su sangre centenaria escurrida por los aparadores de Tacuba, de Madero, de Cinco de mayo.

Y después, la ciudad adolescente, esquiva e intocable, entre más conocida más ajena. De los domicilios unívocos, los camellones arbolados, las glorietas risueñas, los tranvías amables a las calles desiertas y la noche sin coordenadas:

Mis pasos en esta calle
        resuenan
                 en otra calle
        donde
            oigo mis pasos
       pasar en esta calle
           donde
       sólo es real la niebla.


La ciudad recuperada en sus arterias y en su corazón —en sus centros, donde retiembla la tierra—. Ciudad de campanas profanas y banderas temerarias. Ciudad de plazas masacradas. Ciudad silenciosa, rehuida, desertada.

La ciudad autodidacta que se hunde noche a noche en sus bajos fondos.

La ciudad estremecida por sus entrañables terremotos.

La ciudad despedazada.

¿Qué es hoy día la Ciudad de México? Una mancha expansiva que se trepa por los cerros. Un inmenso lago desecado que en venganza por la destrucción a la que fue sometido, va mordisqueando los cimientos de los edificios hasta tragárselos por completo. Un amontonamiento de casas a medio construir que exhiben las varillas de la esperanza de un segundo piso que nunca se construye. Un muestrario de estilos abyectos. Un descomunal depósito de anuncios espectaculares orgullosos de sus barbarismos. Un vocerío sofocado por el claxon, la televisión permanente, los altoparlantes de las delegaciones, el fragor del Periférico, los aviones al alcance de la mano. Mercado ambulante y sedentario de fayuca y de pornografía. Circo de mil pistas en el que saltimbanquis, tragafuegos, niños disfrazados de payasos venden sus torpezas miserables. Barroco alarde del contraste que cotidianamente enfrenta la opulencia y la miseria como un auto sacramental de Calderón de la Barca que se volviera costumbrista. Madrastra de las inmigraciones provincianas. Guarida de asaltantes cuyas hazañas ya contamos, todos, en primera persona. Es una ciudad irreconocible de un día a otro día, de una noche a otra noche, como si entre una noche y otra noche o entre un día y otro día pasaran lustros, décadas, siglos. Es una ciudad en la que no se pueden recargar los recuerdos. Es una ciudad desconocida por sus habitantes. Torre de Babel que no se eleva sino que se expande en lenguas hermanas apenas comprensibles. Es la ciudad del anonimato protector, de la sonrisa escondida, de la fiesta esperanzadora, del clima benigno, de los ojos empeñosos. Atroz y amada, fascinante y desoladora, inhabitable e inevitable. Es la ciudad perdida por antonomasia, pero encontrada por la literatura que la construye día a día, que la restaura, que la revela, que la cuida, que la reta.

[1996]