Material de Lectura

Ciudad y escritura: la Ciudad de México
en las Cartas de relación de Hernán Cortés


Rescatar o poblar


La diferencia esencial entre la expedición emprendida por Cortés con el objetivo concreto de conquistar las tierras ignotas, bautizadas luego como la Nueva España, y las expediciones que precedieron a la suya, la de Hernández de Córdoba y la de Grijalva, puede sintetizarse en esta disyuntiva: rescatar o poblar.

Rescatar es el simple acto de comerciar, intercambiar baratijas por oro y cabotear con precaución por la costa del Golfo de México, tal como lo habían hecho sus antecesores, por mandato expreso de Diego Velázquez. El propósito de Cortés es mucho más ambicioso; según sus propias palabras, su intención es “calar hondo en la tierra y saber su secreto”; desobedecer las instrucciones de rescatar —definidas expresamente en las capitulaciones firmadas con Velázquez—, trocar el objetivo de la expedición y, como afirman sus enemigos, “alzarse con el Armada” para empezar a poblar. Pero, ¿cómo empezar a poblar sin fundar una ciudad?

En efecto, en el acto mismo de la rebelión de Cortés está inscrito el proyecto de fundar una ciudad. Una vez que ha empezado a “calar” el terreno y a explorar en el “secreto” de la tierra, Cortés, al hacerse requerir por sus soldados como capitán general y, ante notario, justificar el nombramiento, hace visible su designio secreto: poblar equivale a conquistar. Y para poblar, insisto, es necesario fundar una ciudad. No es exagerado ni gratuito afirmar que la Conquista de México se hace explícita en el instante mismo en que Cortés funda, el 22 de abril de 1519, la Villa Rica de la Vera Cruz en un lugar cercano al actual puerto, llamado originariamente Chalchihuecan: los regidores y alcaldes que firman la llamada primera Carta de relación o “Carta de Cabildo” explican que, por convenir al servicio de “vuestras majestades”, Cortés se ha dejado “convencer” y ha aceptado el requerimiento de sus hombres, que le exigen trocar el signo de la expedición, desconocer el nombramiento otorgado por Velázquez y pretender que está directamente al servicio del rey: “Y luego comenzó con gran diligencia a poblar y a fundar una villa, a la cual puso por nombre la Rica Villa de la Vera Cruz y nombrónos a los que la presente suscribimos, por alcaldes y regidores de la dicha villa, y en nombre de vuestras reales altezas recibió de nosotros el juramento y solemnidad que en tal caso se acostumbra y suele hacer”.1

Para Cortés, la Conquista es como esas hachas de dos filos que esgrimen los indígenas y describe Bernal: uno de los filos es la acción, el combate, la batalla; el otro, la escritura. La primera ciudad novohispana, la Villa Rica de la Vera Cruz, es una ciudad imaginaria, una ciudad escriturada en un libro de actas ante escribano. Es la primera escena de una comedia en donde Cortés es requerido por sus hombres para convertirse en capitán general de una armada que intentará conquistar y poblar, privilegio que hasta 1518 conservaba solamente Diego Colón, hijo del Almirante. A partir del 13 de noviembre de ese mismo año, esa misma merced se le concede a Diego Velázquez: la audacia de Cortés no tiene límites; tampoco la de sus alcaldes y regidores, quienes ante escribano se toman libertades que sólo al rey corresponde otorgar. Con ese nombramiento, Cortés delimita una jurisdicción citadina, un ente imaginario sin sustancia de facto, de bulto, cuya realidad proviene de una legalidad ficticia respaldada por oficiales nombrados por él, quienes, como la misma ciudad, son el producto de un acto de escritura pergeñada por el Conquistador. La prueba la da Bernal cuando, al relatar de manera “verdadera” la historia de la Conquista, se niega a dar a los conquistadores “el apellido” que luego tuvieron. Bernal relata sólo lo acaecido, sólo lo que ha visto como testigo: “¿Cómo puedo yo escribir en esta relación lo que no vi?”.2 Una esencia fantasmática, la ciudad escriturada, abre la puerta de la realidad: Tenochtitlán, ciudad verdadera que sí ocupa un lugar en el espacio. Una realidad simbólica sustituirá a una realidad mítica.


Una fundación mítica



Podríamos precisar: antes de ser una ciudad escrita (o literaria), la Villa Rica de la Vera Cruz es, cuando se funda, una ciudad escriturada: su inserción en documentos notariales, su carácter de ordenanza legaliza la nominación de Cortés como conquistador, la transforma en un documento legal, en una de sus armas para consolidar la empresa, la justificación jurídica de su traición. Su transmutación en escritura se produce para nosotros cuando don Hernán resume el acta notarial en la crónica y nombra en ella, como si se tratara de un cuerpo concreto y verdadero, a la Villa Rica de la Vera Cruz. Inscribirla en el papel la crea, le da vida, como en la Biblia se hace la luz. De la misma forma, Cortés hace desaparecer, al nombrarlas en su Crónica, a varias de las ciudades del territorio dominado por los mexicas, y las convierte en ciudades españolas antes de haberlas conquistado, mediante el simple recurso de sustituir los nombres nativos por los cristianos: operación muy a menudo efectuada en las Cartas de relación, como lo demuestra, por ejemplo, la cita siguiente: “Y con este propósito y demanda (conocer a Moctezuma y desbaratar su imperio) me partí de la ciudad de Cempoal que yo intitulé Sevilla” (pág. 32).3 El procedimiento de bautizar ciudades para cristianizarlas y apropiárselas tiene una larga genealogía que, en América, proviene de Colón, sofisticada y refinada en Cortés. La escrituración de Veracruz cumple su cometido, legaliza ante sus soldados su nombramiento, le confiere la autoridad que necesita para poblar-conquistar y le permite que estén “todos ayuntados en nuestro cabildo” (pág. 19). Sin parar mientes en que el sitio elegido es inhóspito e insalubre y la fundación y población ficticias —pero escrituradas—, la ciudad fantasma ha cumplido su cometido. Más tarde, en junio de 1519, se abandonaría y se funda otra Veracruz cerca del río Pánuco.

Muy económico como siempre y troquelando lo que para él tiene un valor estratégico, Cortés, en la segunda Carta de relación, explica que deja en la nueva ciudad, cuya fundación no ha consignado, a ciento cincuenta hombres y dos caballos, “haciendo una fortaleza que ya tengo casi acabada” (pág. 32). El camino de la victoria se ha iniciado: la primera ciudad española concreta, la segunda Villa Rica de la Vera Cruz, es simple y llanamente una fortaleza (como aquellas otras primeras ciudades fundadas en las Antillas y en la Tierra Firme por sus antecesores). La construye Alonso García Bravo, el alarife que habría de edificar la Ciudad de México sobre las ruinas de Tenochtitlán.4

Las ciudades de la desenfrenada conquista no fueron meras factorías, reitera Ángel Rama en su Ciudad letrada. Eran ciudades para quedarse y por lo tanto focos de progresiva colonización. Por largo tiempo, sin embargo, no pudieron ser otra cosa que fuertes [...] más defensivos que ofensivos, recintos amurallados dentro de los cuales se destilaba el espíritu de la polis y se ideologizaba sin tasa el superior destino civilizador que le había sido asignado.5

Si la primera ciudad creada en la Nueva España es una escritura notarial, Tenochtitlán, en la escritura, es mítica. Lo sabemos también por los cronistas, y gracias a los informantes indígenas, quienes conformaron los relatos de los misioneros: fray Diego Durán relata cómo, en su peregrinación en busca de la ciudad prometida, los aztecas llegaron a una fuente

[...] blanca toda, muy hermosa [...]. Lo segundo que vieron, fueron que todos los sauces que aquella fuente alrededor tenía, eran blancos, sin tener una sola hoja verde: todas las cañas de aquel sitio eran blancas y todas las espadañas alrededor. Empezaron a salir del agua ranas todas blancas y pescado todo blanco, y entre ellos algunas culebras del agua, blancas y vistosas.6

Ese espacio maravilloso, deslumbrante, revela, según Sahagún, la consumación de la profecía: “De cómo los mexicanos avisados de su Dios, fueron a buscar el tunal y el águila y cómo lo hallaron y del acuerdo que para edificar el edificio tuvieron”.7 Durán señala un sitio paradisiaco e impoluto, Sahagún subraya su carácter de espacio sagrado sobre el que se construirá un templo. La ciudad escriturada por Cortés podría ser a lo sumo fantástica por su carácter imaginario y porque en lugar de estar asentada en un territorio concreto está asentada en un libro de actas; en realidad es un proyecto político, una nueva visión del mundo, un tratado de apropiación y la segunda ciudad fundada por él, la otra Villa Rica de la Vera Cruz; es, repito, antes que nada un enclave estratégico. Oposición definitiva remachada en la literatura. La segunda Veracruz es una ciudad histórica; la Veracruz escriturada y la Tenochtitlán cosmogónica son un puro acto de escritura, donde lo inexistente se funda y lo destruido se consolida y resucita. Ambas definen antes que dos modalidades de escritura dos visiones radicalmente opuestas del mundo. Cortés inaugura lo que según Rama será la ciudad letrada del barroco, y los otros cronistas reconstruyen un mundo calcinado, el precortesiano.


La estrategia como metáfora

Significativamente, cuando, por fin, después de múltiples peripecias y posposiciones angustiosas, la ciudad de Tenochtitlán aparece ante los ojos maravillados de los españoles, Cortés la describe jerarquizando sus preferencias, y aunque asegure que “la pasión es la cosa que más aborrezco”, se contradice acudiendo a la hipérbole como verbalización incompleta de su entusiasmo. Al contemplar por primera vez la gran urbe, dice:

Porque para dar cuenta, muy poderoso señor, a vuestra real excelencia, de la grandeza, extrañas y maravillosas cosas de esta gran ciudad de Temixtitán [...] sería menester mucho tiempo, y ser muchos relatores y muy expertos; no podré yo decir de cien partes una, de las que de ellas se podrían decir, mas como pudiere diré algunas cosas de las que vi que, aunque mal dichas, bien sé que serán de tanta admiración que no se podrán creer, porque los que acá con nuestros propios ojos las vemos, no las podemos con el entendimiento comprender (págs. 61-62).


La incapacidad de verbalizar la maravilla termina en el silencio. Lo que las palabras pueden describir es lo concreto, aquello que “el entendimiento sí puede comprender”; comienza con la topografía y señala las “ásperas sierras” que rodean al llano donde están las dos lagunas, la de agua salada y la de agua dulce; habla ahora el político, el militar; descubre los múltiples peligros a los que los españoles estarían expuestos si no toman medidas estratégicas, primero para prevenir sorpresas en una ciudad cuya estructura acuática las propicia, en gran medida, por los numerosos puentes que cruzan sus calles de tierra y de agua, permitiendo el “trato”, es decir, un organizado y admirable comercio, pero también las emboscadas. Cabe aquí hacer una digresión: en el plano llamado de Cortés, enviado por éste a Carlos V, descrito por Pedro de Mártir de Anglería y publicado en Núremberg en 1524 junto con la segunda y tercera Cartas de relación, la ciudad parece inexpugnable; tanto, que Durero la toma como modelo arquitectónico de la ciudad ideal, punto de partida de los arquitectos visionarios del Renacimiento. De nuevo realidad y “desfiguro” se juntan permitiendo un muy débil margen de diferenciación.8

La inexpugnabilidad aparente de la ciudad y la conciencia del peligro aceleran una operación singular. La resumo y explico sus antecedentes: inmediatamente después de la fundación de la segunda Veracruz, la ciudad-fortaleza, Cortés cumple la hazaña de “quemar sus naves”. En su peculiar estilo, a la letra dice:

Y porque demás de lo que por ser criados y amigos de Diego Velázquez tenían voluntad de se salir de la tierra, había otros que por verla tan grande y de tanta gente y tal, y ver los pocos españoles que éramos, estaban del mismo propósito, creyendo que si allí los navios dejase, se me alzarían con ellos [...] tuve manera cómo, so color de que los dichos navíos no están para navegar, los eché a la costa por donde todos perdieron la esperanza de salir de la tierra (págs. 32-33).


Para andar en “tierra firme” son fundamentales los caballos, cuyo papel en la Conquista ha sido muy a menudo esclarecido. Menos relevancia se ha dado en este contexto al binomio agua-tierra firme, cuya resolución concreta estaría patente en la mancuerna bergantines-caballos, disuelta durante un tiempo por la decisión de Cortés de dar al través sus naves y entrar desembarazado de su peso en el inmenso territorio que, en breve, y bautizado por él, se conocería como la Nueva España. Una vez en la tierra prometida, apoderado provisionalmente del objeto de su deseo, la ciudad de Tenochtitlán, Cortés, previsor, calcula de inmediato que

[...] por ser la ciudad edificada de la manera que digo, y quitadas las puentes de las entradas y salidas, nos podrían dejar morir de hambre sin que pudiésemos salir a la tierra; luego que entré en la dicha ciudad di mucha prisa en hacer cuatro bergantines, y los hice en muy breve tiempo, tales que podían echar trescientos hombres en la tierra y llevar los caballos cada vez que quisiésemos (pág. 62).


Estamos como en el teatro isabelino: en Macbeth la selva avanza, en Cortés el mar penetra en tierra firme. Pero lo más impresionante, sobre todo si lo comparamos con la ciudad actual, es que se trata de un hecho verdadero: cuando describe la laguna salada, el Conquistador señala cómo “[...] crece y mengua por sus mareas según hace la mar todas las crecientes, corre el agua de ella a la otra dulce tan recio como si fuese caudaloso río, y por consiguiente a los menguantes va la dulce a la salada (pág. 62)”.

La acción de construir los bergantines, concebida como simple estrategia, termina por convertirse en una especie de profecía histórica, y lo que Cortés intenta evitar al construir las naves, definitivas luego en la gran batalla final, se revierte sobre los mexicanos: son ellos los que, al ser quitadas las puentes y cegadas las entradas de las calles, perecen de hambre junto con su ciudad. Debido al gran abismo que existe entre la concreción y la hipérbole, se propicia en la Conquista una metáfora singular y, como decía en su interesante estudio Beatriz Pastor,9 la realidad se ficcionaliza.


Un minucioso proceso: cegar el agua


La populosa ciudad se destruye gracias al implacable mecanismo que consiste en cegar las calles de agua y hacerlas “tierra firme”, al tiempo que se quitan los puentes, se asolan y queman las casas, se organizan los ataques desde el lago, a bordo de los bergantines y los caballos vuelven a circular libremente por las calles cegadas como circulaban antes de llegar a Tenochtitlán. La imagen se vuelve macabra: la operación iniciada con palas y azadones se acelera al final del sitio, y son los cadáveres de los habitantes de la ciudad los que en lugar de las piedras, la madera y el carrizo, usados por los españoles para cubrir las zanjas, rellenan los estratégicos canales:

Y como en estos conciertos se pasaron más de cinco horas y los de la ciudad estaban todos encima de los muertos, y otros en el agua, y otros andaban nadando, y otros ahogándose en aquel lago donde estaban las canoas, que era grande, era tanta la pena que tenían, que no bastaba juicio a pensar cómo lo podían sufrir [...] y así por aquellas calles en que estaban, hallábamos los montones de los muertos, que no había persona que en otra cosa pudiese poner los pies [...] (pág. 161).


La conquista cambia totalmente la fisonomía de la ciudad. Bernal recuerda con nostalgia...

y diré que en aquella sazón era muy gran pueblo, y que estaba poblada la mitad de las casas en tierra y la otra mitad en el agua; ahora en esta sazón está todo seco, y siembran donde solía ser laguna, y está de otra manera mudado, que si no lo hubiera de antes visto, dijera que no era posible, que aquello que estaba lleno de agua esté ahora sembrado de maizales.10


Lo que Alfonso Reyes en la Visión de Anáhuac llamaba la lenta labor de desecación del Valle de México, ha sido definido mejor por Cortés, autor de la estrategia de la cegazón, estrategia que de manera implacable fue perfeccionándose a lo largo de los siglos hasta producir la ciudad más grande y contaminada del mundo, el páramo en que vivimos hoy.


Intermezzo: la ciudad moderna



La nueva ciudad se reconstruye desde 1522 sobre las ruinas de la primera. Para el 15 de mayo de ese año Cortés dice con orgullo que la ciudad está ya “muy hermosa”, aunque él no vuelve a habitarla sino hasta el verano de 1523; mientras, vive en Coyoacán, ciudad situada en tierra firme.

En su admirable libro Arquitectura mexicana del siglo XVI, George Kubler demuestra que México fue siempre una ciudad populosa: “La comunidad insular albergaba una población de cincuenta a cien mil personas entre 1522 y 1550; en consecuencia era la ciudad más grande del mundo hispánico y sobrepasaba a muchas de las capitales europeas”.11 Esta descripción sigue siendo válida pero con signo negativo. Cortés se preocupa sobre todo por la arquitectura civil, por la futura ciudad de los palacios. Las construcciones religiosas a cargo de los misioneros no se equiparan con los edificios particulares, al grado que, para 1554, cuando Cervantes de Salazar escribe sus Diálogos latinos, Alfaro, uno de los personajes, exclama al ver la Catedral: “Da lástima que en una ciudad a cuya fama no sé si llega la de alguna otra, y con vecindario tan rico, se haya levantado en el lugar más público un templo tan pequeño, humilde y pobremente adornado”.12

Desde el principio, Cortés piensa en una ciudad moderna y estratégica: la inicia construyendo las atarazanas:

Puse luego, por obra, como esta ciudad se ganó, de hacer en ella una fuerza en el agua, a una parte de esta ciudad en que pudiese tener a los bergantines seguros, y desde ella ofender a toda la ciudad si en algo se pudiese, y estuviese en mi mano la salida y entrada cada vez que yo quisiese. Está hecho tal, que aunque yo he visto algunas casas de atarazanas y fuerzas, no la he visto que la iguale (pág. 197).


Pero en realidad las atarazanas son una especie de museo para alojar a los bergantines, casi reliquias personales; situadas, como antes la ciudad prehispánica, mitad en el agua y mitad en tierra firme, ya no protegen contra nada. La idea de la fortaleza con que se inicia la fundación de la Nueva España se reproduce de nuevo en la muy noble Ciudad de México, pero apenas como otra forma de teatralidad y para mantener la vieja costumbre, instaurada en las Islas y en la Tierra Firme. Las verdaderas fortalezas son las casas particulares, las de los conquistadores, quienes han recibido como premio sus solares. La ciudad en sí, una de las primeras ciudades modernas en el mundo, carece de murallas.


La reconstrucción en la escritura


Entre la Villa Rica de la Vera Cruz, ciudad nacida en la escritura, y la Ciudad de los Palacios, ciudad concreta, se inscribe Tenochtitlán, ciudad de la memoria. De igual manera que las antiguas culturas de la Nueva España y sus cosmogonías resucitan en la obra de los cronistas, la labor inexorable de destrucción, el timbre de mayor gloria de que pueden alabarse los conquistadores, según Las Casas, se neutraliza en cierta forma gracias a la escritura. A pesar de que le falta lengua para hacerlo es Cortés quien mejor reconstruye a Tenochtitlán a lo largo de las páginas de las Cartas de relación: sólo se mata lo que se ama. En Bernal la descripción es diferente, es obvio, no tiene la inclinación política que hace de su jefe el gran estadista que conocemos. Parco al grado de ser severo y cuidadoso, en la medida en que sus Cartas de relación, sobre todo las tres primeras, determinarán su posición frente a Carlos V, Cortés se desmanda cuando habla de Tenochtitlán y, proporcionalmente, el espacio que le dedica en su segunda carta es inmenso. Después de los asuntos estratégicos, vitales para la Conquista, lo que más atención le llama es el mercado, porque en él se despliega con mayor perfección “el primor, las maneras y policía de una nación que, asombrosamente apartada de otras naciones de razón”, puede superarlas así. Compara lo que ve con lo que ha visto en Sevilla y en Córdoba, y señala que en ese espacio cabe dos veces Salamanca. Bernal, modesto, recuerda su propia ciudad, Medina del Campo, pero añade que varios soldados viajeros que han estado en Constantinopla y en Roma estiman que Tenochtitlán las supera.

El templo es descrito por el Conquistador con admiración y con horror; es comprensible, los sacrificios humanos parecen corroborar su necesidad de destruir esa cultura. Los palacios de Moctezuma sobrepasan todo lo que la imaginación pueda elaborar, y lo que le atrae específicamente es la facultad con la que los artesanos indígenas “contrahacen” todo lo que existe bajo la tierra, en orfebrería y en arte plumaria. Esa facultad de la contrahechura —¿podrá decirse así?— es muy significativa si se advierte que Moctezuma, además de los zoológicos donde se albergan todos los linajes de animales del reino, tiene encerrados en recintos especiales a los seres contrahechos. Contrahacer es “hacer una cosa tan parecida a otra, que con dificultad se distingan”, dice la Real Academia; a la vez, lo contrahecho es lo deforme, lo torcido, una desviación de lo natural. Instalados en un museo, los seres contrahechos sólo sirven para ratificar el orden. Quizá Cortés hubiera deseado poseer el talento de esos artesanos que contrahacían las obras de natura, cuando trataba de reproducir en sus Cartas la grandeza de la ciudad que destruyó. Con su pluma, copia “del natural”, a la manera de los artesanos, la ciudad que tanto admiró; la contrahace, es decir, la recrea, le da vida en la escritura, pero, consciente de que lo real no regresa, en la cuarta Carta, desde su palacio, construido en lo que antes fuera el palacio de Moctezuma, resume con nostalgia:

Es la población donde los españoles poblamos, distinta de la de los naturales, porque nos parte un brazo de agua, aunque en todas las calles que por ella atraviesan hay puentes de madera, por donde se contrata de la una parte a la otra. Hay dos grandes mercados de los naturales de la tierra, el uno en la parte que ellos habitan y el otro entre los españoles; en estos hay todas las cosas de bastimentos que en la tierra se pueden hallar [...] y en esto no ha falta de lo que antes solía en el tiempo de su prosperidad. Verdad es que joyas de oro, ni plata, ni plumajes, ni cosa rica, no hay nada como solía [...] (pág. 197).


Aparta lo extraño, lo indígena, “con un brazo de agua”, pero no puede resguardarse de la nostalgia, verdadera, como lo es también la destrucción: ni la primera ciudad fundada por Cortés, la Villa Rica de la Veracruz, ni Tenochtitlán existen ya: pueden revivirse gracias a su pluma, y pasar a formar parte de la fama, esa tercera vida, la que precisa de las letras para perpetuarse, o de la contrahechura. ¿Pues qué otra cosa es la escritura sino una contrahechura de la realidad?

1 Hernán Cortés, Cartas de relación, Porrúa, México, 1976 (en subsecuentes referencias a las Cartas de relación, la paginación se incluirá en el texto principal y corresponderá a esta edición de 1976). Es importante consultar “La ciudad ordenada”, primer capítulo de La Ciudad letrada de Ángel Rama (Ediciones del Norte, Hanover, 1984, pág. 8) sobre la fundación de ciudades durante la conquista: “Una ciudad, previamente a su aparición en la realidad, debía existir en una representación simbólica que obviamente sólo podían asegurar los signos...”. Comparado con los otros cronistas de la Conquista, y con sus predecesores en la conquista de las islas y Tierra Firme, Cortés se revela como un político moderno. Este dato, ahora muy reiterado, se advierte en esta idea suya de prefigurar la ciudad simbólica antes de su existencia real, que de manera concisa e inteligente fue formulada por Rama. Por su parte, Todorov piensa que: “Es impresionante el contraste en cuanto Cortés entra en escena: más que el conquistador típico, ¿no será un conquistador excepcional?...”: Tzvetan Todorov, La Conquista de América, la cuestión del otro, Siglo XXI, México, 1987, pág. 107.
2 Bernal Díaz del Castillo, Historia verdadera de la Conquista de la Nueva España, Patria, México, 1976, pág. 144.
3 Las ciudades indígenas suelen desaparecer muy a menudo en el cuerpo de las crónicas antes de su verdadera desaparición histórica. Abundan, tanto en Cortés como en Bernal y otros cronistas, datos al respecto. Me he conformado con citar una nota muy corta. Cabe agregar que este procedimiento forma parte de una especie de prontuario oral o escrito del que se valen los conquistadores para efectuar sus conquistas. Cortés es quizá quien, como Bach, refina al máximo los procedimientos para hacerlos ejemplares.
4 José Luis Martínez, Hernán Cortés, FCE, México, 1990, pág. 389.
5 Ángel Rama, op. cit., pág. 17.
6 Fray Diego Durán, Historia de las Indias de Nueva España y Islas de la Tierra Firme, Editora Nacional, México, 1951, t. I, cap. IV.
7 Fray Bernardino de Sahagún, Historia general de las cosas de la Nueva España, Porrúa, México, 1956, t. III, Libro X.
8 José Luis Martínez, op. cit., pág. 310.
9 Beatriz Pastor, El discurso narrativo de la Conquista: mitificación y emergencia, Ediciones Casa de las Américas, La Habana, 1983.
10 Bernal Díaz del Castillo, op. cit., pág. 239.
11 George Kubler, Arquitectura mexicana del Siglo XVI, FCE, México, 1982, pág. 76.
12 Francisco Cervantes de Salazar, México en 1554, UNAM. México, 1984, pág. 48.