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Siglo XIX: Arquitectura porfirista

Agustín Piña Dreinhoffer



Prólogo del Arquitecto Juan Urquiaga Blanco



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Prólogo


La arquitectura en el Siglo de las Luces


En estas breves líneas no se pretende hacer un análisis a fondo de lo que fue nuestra arquitectura en el último fin de siglo y en el despunte del presente, sino señalar, de manera general, algunas de las esencias que la caracterizan y la distinguen.

La arquitectura del Siglo de las Luces presenta en México ejemplares de gran calidad, comparables  en importancia, quizá, con algunas de las obras de la centuria que le había precedido y adquiere una significación y un interés tal que comienza a ser advertido por historiadores y críticos.

Es el siglo XIX, para la historia de México, un siglo axial, en el que tienen lugar acontecimientos políticos de extrema importancia, que van a ser determinantes en las formas de vida y en las formas culturales. En el primer cuarto del siglo tiene lugar la guerra que culmina con la independencia de la corona española, de los territorios que colindaban al sur con la Capitanía General de Guatemala y al norte con la Luisiana y las antiguas posesiones inglesas que habían dado origen a partir de 1782 a los Estados Unidos de Norteamérica. Años más tarde, la guerra de Texas, que trae como consecuencia la trágica pérdida de gran parte de las Provincias Internas de Oriente y de Occidente reduciendo el territorio nacional a poco menos de la mitad en su superficie; el establecimiento del Segundo Imperio por el archiduque Maximiliano de Austria con el apoyo de Napoleón III de Francia, el triunfo de la República, la Reforma y la interminable serie de luchas y de revoluciones internas, que culminarían con la instauración de la dictadura del general Porfirio Díaz al declinar el siglo.

Es éste el tiempo en el que se desarrolla una arquitectura en la cual se verán reflejadas todas esas circunstancias.

Haciendo un poco de historia, el rey Carlos III, por cédula del 25 de diciembre de 1783, estableció la Real Academia de San Carlos de la Nueva España, que propiciaría el fin del mundo barroco, para dar lugar al arte neoclásico. Las inmensas riquezas de las minas y la consolidación de los antiguos mayorazgos fundados en el siglo XVI, que impulsaban la producción agrícola y ganadera, harían que la Nueva España alcanzara su cenit, al finalizar el siglo XVIII, bajo el reinado de los Borbones, que por otra parte, no eran ajenos a la influencia cultural venida de Francia a la Corte de España y que se extendería más tarde en sus dominios allende los mares. Los viejos tratados de la arquitectura del Renacimiento italiano, asimilados por los maestros del plateresco hispano, que habían escrito obras tales como Las medidas del romano de Diego de Sagredo, impresa en Toledo en 1526 y De varia conmensuración para la escultura y la arquitectura de Juan de Arphe, aparecida en Sevilla en 1585, sirvieron de base teórica a la arquitectura del virreinato y desde luego no serían extraños en las lecciones de la Academia, que sintetizaría y, hasta cierto punto, reglamentaría el arte de la época, cuyas grandes obras se edificarían al comenzar el siguiente siglo, alcanzando su más alto grado de perfección y refinamiento en el Palacio de Minería, obra de un valenciano ilustre, Manuel Tolsá.

La arquitectura neoclásica concluye en México con la consumación de la Independencia, extendiéndose su influencia en los años inmediatos posteriores, ya que los maestros de la Academia y sus discípulos se hacen cargo de las edificaciones que se realizan, hasta la desaparición de la institución a la que tanto debió ese estilo.

Va a ser el año de 1843 la fecha que marca el renacimiento artístico, ya que por un decreto del presidente Antonio López de Santa Anna se ordena la reorganización de la desaparecida Academia, a la que van a ingresar maestros que se buscan en Europa, como el pintor catalán Pelegrín Clavé. Años más tarde es nombrado director el arquitecto italiano Javier Cavallari, ex director de la Imperial y Real Academia de Milán. A partir de ese momento, la influencia europea en la arquitectura es categórica, ya que, además, a los alumnos más distinguidos se les pensiona en Italia o en Francia trayendo a su regreso los tratados franceses de arquitectura que estaban en boga, como el de Durand, el de Reynaud y los de Violet Le Duc y posteriormente el de Cloquet y el de Gaudet. Sin embargo, la sección de arquitectura en diversos periodos estuvo dividida en dos partes: lo técnico se estudiaba en la Escuela de Minas y lo estético en Bellas Artes. Fue hasta 1867, al organizarse de nueva cuenta la Academia, cuando se unió el ramo de arquitectura, quedando otra vez como una Escuela dentro de la institución, temporalmente, ya que años más tarde se volvió al estado anterior.

Es preciso también señalar, que en estos años el liberalismo de la Reforma, traería consigo por razones de orden estrictamente político, la demolición de los antiguos conventos y, con ello, la modificación de la traza que hiciera en el siglo XVI Alonso García Bravo para la ciudad virreinal, tratando de acabar inútilmente con cualquier vestigio de la cultura que le había precedido.

Fue aquella una época de crisis, en la que después de las innumerables luchas, el clima era poco favorable para el desarrollo de las artes. Las viejas raíces culturales se habían roto en 1821; no existía un estilo propio y la filosofía positivista con sus nociones de simplicidad y de universalidad dominó el paisaje cultural hasta la caída de la dictadura en el año de 1911. Todos estos factores abonarán el campo para el desarrollo de un eclecticismo que va a marcar definitivamente la producción arquitectónica de esa época, eclecticismo que va a perdurar hasta bien entrado el presente siglo, cuando se sientan las bases de la arquitectura contemporánea.

Esta postura romántica, en la que se deja sentir una nostalgia por el pasado, haría posible que del neoclásico se pasara al neoprehispánico, al neoislámico, al neobizantino, al neorrománico y el neogótico en todas sus modalidades. Paralelamente, se desarrolla el llamado Art Nouveau con un sentido básicamente decorativo. Es muy fácil distinguir las variadas raíces estilísticas de la arquitectura de esta época.

Es de interés el señalar también la aparición de los nuevos materiales de construcción, que modifican los viejos sistemas constructivos; el hierro y el cemento, que al combinarse darán por resultado el concreto armado con todas las posibilidades que hoy conocemos. La revolución industrial va a crear necesidades que en el mundo antiguo habían pasado desapercibidas.

El problema de la habitación se va a replantear desde su origen, modificando sustancialmente los programas arquitectónicos tradicionales y reflejando su influencia en las artes decorativas.

De la casa novohispana a la casa porfiriana se produce un cambio radical en la arquitectura, tanto en la forma como en algo más sutil que es el concepto de la proporción, dando lugar a la supresión de los viejos sistemas de raíz islámica, que tienden siempre a la cuadralidad, característica indudable de la arquitectura del virreinato, representando esto la gran ruptura con la antigua herencia hispana. Surge un nuevo sistema de proporciones, que tiende, por el contrario, a alargar los vanos en sentido vertical. Desaparece el tradicional patio central abierto, que es reemplazado por el gran vestíbulo techado con vidrio, en el que se construye la escalera monumental. A partir de la Independencia había que liberarse de la historia, y las influencias europea y norteamericana se van a dejar sentir poderosamente.

En las postrimerías del Porfiriato dirigía la Escuela Nacional de Bellas Artes el arquitecto Antonio Rivas Mercado, que había sido alumno de la Escuela de Bellas Artes de París. Su formación francesa tendría necesariamente que repercutir en la enseñanza que se impartía en la escuela.

Las grandes obras del gobierno del general Díaz, que caracterizarían a toda una época, se encargan a arquitectos franceses e italianos. El Palacio Legislativo a Emile Bénard y Maxim Roisin; el Palacio de Bellas Artes y el de Correos a Adamo Boari. Este último es quizá, el más interesante de todos y el menos extraño, en el contexto urbano, ya que vuelve a engarzar en cierta medida con las raíces de la antigua tradición hispánica.

Algunos de los palacios particulares que se construyeron fueron proyectados en París, con sus techos a la Mansard, pero también intervinieron los arquitectos mexicanos egresados de la Escuela, que construyen según las enseñanzas de sus maestros, unos copiando las plantas y las fachadas de los tratados europeos, otros interpretando a su sentir lo aprendido, de ahí lo variado de las influencias que se pueden analizar en este interesante periodo de nuestra historia, muchas de cuyas obras, algunas de gran calidad, han desaparecido, dando lugar a una demolición más de aquella “Ciudad de los Palacios” que tanto impresionaría al Barón de Humboldt, cuyo perfil urbano y antigua traza han sido alterados de nueva cuenta, para dejar paso a la arquitectura contemporánea. Las siluetas de sus edificios dominan ahora el paisaje urbano, ocultando las torres de las iglesias de la vieja ciudad virreinal.

 
Juan Urquiaga Blanco
 

 


La arquitectura en el siglo XIX
y en el Porfirismo

 

El neoclasicismo, bajo cuyo signo se presenta la arquitectura en México desde el último cuarto del siglo XVIII, no se extingue con la consumación de la Independencia. Por el contrario, convertida en un símbolo de la autonomía nacional, y enfrentado al valor que recordaba la época colonial, perdura considerablemente como representativo de la nacionalidad nueva. Sin embargo, esta segunda etapa no es, ni con mucho, tan fecunda como la primera, por la ausencia de arquitectos notables y, principalmente, por el escaso propósito de construir en los primeros años después de la Independencia, no propicia para la creación arquitectónica, ya que los problemas de carácter político ocupan el primer plano de la atención. A pesar de ello, nuevas necesidades requieren edificios apropiados, como el de la Cámara de Diputados, que se levantó, poco después de proclamada la República, en la parte posterior de Palacio Nacional.

Pero estos edificios son raros en esta época y, prácticamente, de 1821 a 1838, fecha en que llega a México Lorenzo de la Hidalga, la personalidad más interesante en la arquitectura en el lapso comprendido entre la Independencia y la caída del imperio de Maximiliano, la actividad constructiva sufre un receso, reflejo de las condiciones por las que atraviesa el país recién liberado e inexperto aún, que es apetecible botín para naciones extranjeras y campo de ambiciones personales o de grupo, hasta que con la Reforma se logra una estabilización que permite de nuevo el desarrollo de la arquitectura.

Ciertamente, esta época no es, como dejamos dicho, propicia para la arquitectura. Cortado definitivamente el sistema colonial, hay una total postración económica agravada por el desorden y el derroche de los reducidos medios disponibles. Las alternancias de federalismo y centralismo y la anarquía dan el signo de la época, situación extremada por la política expansionista de los Estados Unidos, que hace a nuestro país víctima de la pérdida de inmensos territorios en 1847.

Después de esta fecha no se mejora la situación general. Las luchas entre conservadores y liberales, la Reforma y el Segundo Imperio hacen que continúen las mismas condiciones: de este tiempo no es posible encontrar sino manifestaciones arquitectónicas aisladas, sin conexión estilística entre ellas y que repiten constantemente las mismas soluciones. Si la arquitectura de una época es el reflejo más fiel de la cultura en que se produce, la escasez de obras de importancia en este periodo nos da la medida de la situación.

Más bien se destruye que se construye: continúa la sustitución de retablos barrocos por neoclásicos, cada vez más abundantes y de peor calidad. Con yeso y pintura se trata de imitar mármol y, con purpurina, el oro. Pero el deseo de hacer manifiesta en forma visible la Independencia obliga a eliminar todo cuanto recuerde a España, y se destruye sin misericordia, sin hacer caso del valor, ya no artístico, sino ni siquiera intrínseco, de las obras barrocas recubiertas de oro, decoradas con pinturas de mérito. A ese grado llega el desprecio por estas manifestaciones, que se consideran como de un arte bárbaro, “gótico”, como alguna vez fue calificado el Sagrario Metropolitano.

De la misma manera, y por idénticas razones, se ordena raspar los escudos de las fachadas. En la República no tenían cabida las ostentaciones de los nobles, y mucho menos la afirmación plástica de la soberanía española que significaban los escudos reales, y con ellos se perdió la integridad de muchas portadas, tanto civiles como religiosas, ya que no fueron sustituidos sino dejados en blanco los espacios que ocupaban.

Este estado de cosas, en que la atención se dedicaba preferentemente a borrar toda relación con España, dura hasta que, sin haberse recobrado la tranquilidad, se suaviza la acción destructiva. En este momento es cuando la personalidad de Lorenzo de la Hidalga, arquitecto español a quien ya nos hemos referido, se impone, pues desde su llegada en 1838 se convierte en el arquitecto oficial, lo que quiere decir que, de hecho, casi todo lo que se construye entonces y principalmente las obras patrocinadas por el gobierno, es de su mano.

Aunque construyó mucho Lorenzo de la Hidalga, casi nada se conserva de él. Los deseos renovadores y la ampliación de calles cuando empieza el crecimiento de la ciudad capital, lo destruyeron todo, salvo la Capilla del Señor de Santa Teresa, adyacente a la iglesia del convento del mismo nombre y en la que se había reconstruido la cúpula derribada por un terremoto, y tal vez la casa que, aunque bastante deformada, aún subsiste en la esquina de las calles del 16 de Septiembre y Palma.

Todas las demás obras de De la Hidalga las conocemos sólo por referencias o por grabados del siglo pasado que dan una pálida idea de la calidad de este arquitecto. Construyó el Teatro Nacional, originalmente llamado de “Santa Anna”, que cerraba la actual Calle del 5 de Mayo a la altura de la de Bolívar, derribado por la apertura de esa calle. Debió ser una obra magnífica, con capacidad de tres mil espectadores, aparte de una serie de dependencias secundarias y un gran vestíbulo. Tal vez sin exageración este teatro fue tenido como la máxima obra arquitectónica del siglo pasado en nuestro país.

También construyó De la Hidalga el Mercado del Volador, en el lugar ocupado hoy por el edificio de la Suprema Corte de Justicia, e inició el Monumento de la Independencia en la Plaza Mayor, obra que no pasó del Zócalo, que a la larga dio su nombre popular a toda la plaza, y aun a las plazas principales de muchas poblaciones de provincia, siempre atentas a seguir el ejemplo, malo o bueno, de la capital.

Antes de referirnos a la Capilla de Santa Teresa, única obra subsistente de De la Hidalga, haremos mención al Ciprés, o altar mayor de la Catedral, que él levantó para sustituir al de Jerónimo de Balbás, mandado destruir por el propio cabildo catedralicio. Aunque no de tanta calidad como el de Balbás, culpable tal vez del crimen de ser churrigueresco, imperdonable en esa época, el nuevo ciprés era una buena obra neoclásica; fue destruido y no hace mucho, en 1943, también por decisión del cabildo.

La cúpula de la Capilla del Señor de Santa Teresa, es una obra magnífica, plenamente representativa de su época. Reemplaza a la original de González Velázquez que fue destruida por un terremoto. Se levanta sobre un alto tambor, el cual a su vez soporta otro más pequeño que recibe la media naranja. Al interior, se evita la huida del espacio vertical mediante un segundo casquete anular, procedimiento renacentista que fue copiado por el neoclasicismo. Es la más esbelta de la ciudad capital y, con las de Loreto y la Catedral, la de mayor dimensión. Resulta curioso que donde abundaron las cúpulas barrocas, las más importantes sean neoclásicas.

En 1852 llegó Javier Cavallari como profesor de la Academia de San Carlos, donde varios años antes enseñaban profesores europeos y se enviaba a Europa, para perfeccionarse, a los mejores alumnos. Cavallari ejerció profunda influencia desde la Academia, no sólo a las luces de la mera enseñanza, sino abriendo el camino a la técnica que por entonces se estaba transformando con gran rapidez. A él se debe la fachada de San Carlos, tal vez la primera que se hace en México con el sentido historicista que más tarde alcanzaría el magnífico éxito que llega hasta épocas posteriores de la Revolución. Resulta exótica y en su época debe haberlo parecido más esta fachada, que convirtió la venerable Academia en palacio florentino renacentista.

Esta obra es capital como iniciación de una nueva etapa, de influjos europeos en la arquitectura mexicana, principalmente franceses, ya que para entonces el neoclasicismo se había nacionalizado totalmente y en ocasiones aun abarrocado. Estos nuevos influjos franceses e italianos derivan del neoclásico, que totalmente academizado a su paso por la Escuela de Bellas Artes de París, domina en la arquitectura europea en forma simultánea con el historicismo, que alcanza más tardíamente a México.

El influjo francés llega principalmente por dos caminos: el primero, la Intervención, que tuvo como consecuencia el imperio de Maximiliano y trasplanta a suelo mexicano el academismo con todas sus fórmulas y tradiciones y el segundo, igualmente directo, el de los estudiantes que iban a perfeccionarse a Europa y, puestos en contacto con las mismas academias, asimilaron sus enseñanzas que después habían de practicar en México.

En forma casi simultánea, la aplicación de las Leyes de Reforma abrió un nuevo campo a la arquitectura. La supresión de conventos y la apertura de calles a través de enormes solares, independientemente de la destrucción que significaron, permitieron el desarrollo arquitectónico al proporcionar terrenos dentro de los cascos urbanos, ya que aún no se iniciaba la expansión urbana que caracteriza a las épocas posteriores y que comienza con la apertura del Paseo del Emperador, convertido en Paseo de la Reforma al triunfo de la República; unión entre la ciudad y el Castillo de Chapultepec, majestuosa vía proyectada según los modelos urbanísticos franceses del Barón Haussmann, constituye la muestra más clara de afrancesamiento que en esa época se inicia.

Aunque no es, con toda propiedad, una obra arquitectónica sino urbanística, señala un punto de partida para las composiciones subsecuentes, a base de profundos ejes de composición y la ordenación de espacios abiertos de grandes dimensiones, cuyo origen podemos encontrar en los conceptos tradicionales de Francia. Estos comienzan a manifestarse en la época barroca, con las composiciones de carácter monumental, tan distintas de las que, como en Italia, en la sorpresa tienen el factor predominante, o de las españolas, ordenadas según ejes angulares, en forma acodada, como lo ha demostrado el notable arquitecto español Fernando Chueca Goitia.

El Paseo del Emperador llevaba en línea recta al Castillo, es decir, constituía un eje urbano al que debía supeditarse cualquier otro elemento. De esta manera se valorizaba al máximo la residencia imperial no sólo arquitectónicamente, sino también simbólicamente. Otra obra de esta época es el Teatro Degollado, de Guadalajara.

Dentro del siglo XIX, la época porfiriana representa un tercer periodo arquitectónico, mucho más importante que los dos anteriores, los que corresponden estilísticamente a las supervivencias del neoclasicismo, mismas que también podremos apreciar en esta última etapa, aunque ya no con un absoluto predominio.

Durante el largo periodo del gobierno de Porfirio Díaz el país alcanza una prosperidad que nunca antes había tenido. La economía, que hasta entonces estuvo en continua bancarrota, logra estabilizarse. La solidez de la moneda atrae a los capitales extranjeros y se inicia la industrialización, cosa que ya había tenido lugar en Europa con anterioridad, con todas sus consecuencias. Las comunicaciones alcanzan un gran desarrollo, conectan grandes regiones del país y facilitan el intercambio de productos agrícolas y mineros, lo que origina un auge semejante al del siglo XVIII en las ciudades mineras. Algunas, como Guanajuato, casi se reconstruyen en su totalidad durante esta época.

Al aumentar la producción y las comunicaciones también aumentó el comercio exterior y, con él, el contacto con los países productores más importantes, sobre todo con Francia, que en poco tiempo se convierte en el modelo que hay que imitar.

El campo, en contraste, casi no sufrió cambios en su organización. El sistema de haciendas, por el contrario, llega a su máximo, como reflejo de una vieja estructura social. Las tierras se concentran en unas cuantas manos; muchas pasan a poder de extranjeros, se pagan salarios ínfimos a los campesinos y cunde el descontento.

En las ciudades, como una consecuencia de la creciente industrialización, ocurre algo semejante. La explotación de los obreros en las fábricas y la negación de todos sus derechos, por parte de compañías muchas veces extranjeras, abren el camino a la revolución.

Pero mientras esto ocurría, en las poblaciones encontramos un reflejo de la belle époque europea, de la sociedad anterior a la Primera Guerra Mundial. La riqueza se concentra en ellas, y sus posesores, con los ojos puestos en el viejo mundo, tratan de vivir como en Europa. También en ese periodo la arquitectura es un reflejo de la cultura; por una parte el gobierno necesita emprender obras que resuelvan necesidades urgentes, cosa que se hace muchas veces en forma excesivamente dispendiosa, los grupos económicamente más poderosos levantan para habitar, o para su diversión, grandes edificios, mientras que en las poblaciones secundarias se trata de imitar, con las limitaciones lógicas y las consecuencias previsibles, lo que se hace en las grandes ciudades.

Corresponde esta época a un periodo de hondas transformaciones. No en vano se ha llamado al siglo XIX “El Siglo de las Luces”. La técnica alcanza un enorme desarrollo en todos los campos, y se abren nuevos caminos a una arquitectura que, desde el apogeo del neoclasicismo, no había encontrado expresión adecuada. Nuevos materiales, como el hierro, el cemento, el cristal, ayudan a que surja una nueva arquitectura cuando ésta necesita enfrentarse a la solución de nuevos problemas o debe dar un distinto enfoque, más acorde con los tiempos.

Conviene recordar, aunque sea someramente, las épocas en que empiezan a usarse los nuevos materiales. El hierro se empleó bajo la forma de fundición, el llamado “hierro colado”, a partir de mediados del siglo XIX. En 1830, Fontaine había hecho una cubierta de hierro y cristal para la Galería de Orléans del Palacio Real de París; en 1843 Henri Labrouste dirigió la construcción de la Biblioteca de Santa Genoveva de París, y en 1858 de la Biblioteca Nacional. En Inglaterra, John Paxton, en 1851, el Palacio de Cristal para la Exposición de Londres; John Nash sigue el camino, ya explorado a principios del mismo siglo, en el Pabellón Real. Algunos años más tarde, obras de gran audacia ponen de moda el nuevo material: el Salón de las Máquinas y la Torre Eiffel, para la Exposición de París, en 1889, marcan el inicio de una nueva época en la técnica constructiva de producción industrial, con elementos prefabricados, creados ex profeso para cada ocasión, como sucedía con el hierro colado.

El concreto armado es un poco más tardío. Sus primeros ensayos se remontan a 1850, cuando Lambert construyó una embarcación de este material que fue exhibida en la Exposición de París. Siguieron otros experimentos y en 1868 Monnier hizo de concreto un estanque. El camino al uso en la arquitectura de este material lo abrió François Hennebique, cuyo sistema constructivo, que patentó, se introdujo en México en 1902. Éste consistía en cimentaciones, apoyos, trabes y losas de concreto, muy similar a lo que es usado corrientemente hoy en día.

Ambos materiales tuvieron amplia acogida en México, en esta época, en el momento en que la concentración de riqueza permite los gastos necesarios para la edificación y se olvidan, al menos parcialmente, las tradiciones. Primeramente el hierro, usado al principio sólo para sustituir la madera en vigas que soportaban las techumbres, después en estructuras completas y luego el concreto, ayudaron a la arquitectura.

Un aspecto que favoreció la arquitectónica fue el auge de las “colonias”, nombre con el que desde un principio se conocieron los nuevos barrios. Aunque desde 1840 se habían iniciado (la primera fue la llamada “colonia francesa”, por haber sido habitada por franceses, situada entre Bucareli y el Mercado de San Juan), no fue sino hasta la época porfiriana cuando se generalizaron los nuevos fraccionamientos, consecuencia del aumento de población y el atractivo que la capital empezaba a tener ya entonces. Las “colonias” abrieron el camino a la ecléctica arquitectura porfiriana, al grado de que, durante el porfirismo, puede decirse, sin temor a exagerar, que se construyó tanto —o aún más— de lo que se había hecho durante el virreinato. Desgraciadamente, no se tomó en cuenta casi nunca la unidad urbana y cada nueva ampliación se hacía simplemente por yuxtaposición, causando esto los graves problemas que aún padecemos en este aspecto. Nunca hubo un plano regulador que mereciera tal nombre y se inició la época en la cual, detrás de la riqueza y la ostentación de los edificios, se esconden los graves problemas urbanos.

Pero refirámonos de nuevo a la vida de esta época, de la que hace un momento decíamos que tenía los ojos vueltos a Europa, y especialmente a Francia. Desde el segundo imperio se inicia la influencia francesa, que llega a su punto supremo en la época porfiriana. El París de la belle époque era la meca de la cultura, la capital del mundo. Y por ello, no sólo se estudia y reproduce lo francés, sino que la propia personalidad nacional cede ante el afrancesamiento general, que se impone hasta en los pormenores, ideas, costumbres, vestuario y lenguaje que llegan de París; la única educación admisible es la francesa, y esto en todos los niveles: se interna a las señoritas en colegios parisienses y los profesionales se preparan en las universidades de Francia. Quien no puede hacer el viaje, estudia en México en textos y con sistemas y maestros franceses. Los artículos de calidad son franceses, y quien no puede adquirir los originales se conforma con la imitación, siempre que ésta sea lo más fiel, ya que se considera, con mentalidad cercana al primitivismo, que la imagen conserva las propiedades del original. El idioma culto es el francés y llega a usarse hasta en documentos oficiales, olvidándose nuestra lengua.

Simultáneamente se pierde en forma deliberada y, como había sucedido, sin interrupción desde la llegada del academismo neoclásico, todo contacto con la tradición española, a la que se considera superada desde la Independencia. Todo lo que recuerde a la Colonia, recuerda a España y hay que eliminarlo de la flamante cultura. Para tener una idea de la importancia de estos conceptos basta con leer cualquiera de las obras de tratadistas del siglo pasado, que en forma unánime, sin pretender siquiera entenderlas, condenan las obras barrocas como algo bárbaro, retrógrado, símbolo de un tiempo felizmente superado. Es ésta una posición anticolonialista, alimentada por el odio a todo lo que recordase la dominación española y por el entusiasmo con que se acoge lo francés.

No significa esto que no haya brotes de nacionalismo inspirado en lo prehispánico, que empieza a imitarse, la mayor parte de las veces en forma absurda, ya que de hecho no se había estudiado científicamente el legado indígena, al menos por mexicanos. Tal vez, más que nacionalismo, sea esto historicismo, que derivado del romanticismo, perdura largo tiempo en México, cuando en Europa ya estaba en vías de ser olvidado como producto del pensamiento ecléctico, que en lugar de buscar nuevas expresiones acordes con la época creía encontrar el ideal y el carácter en diversas soluciones estilísticas preconcebidas y caducas: una iglesia no podía ser sino románica o gótica, porque, si no, no parecía iglesia, etcétera.

El prestigio francés se manifiesta igualmente en este aspecto: se importa una arquitectura ecléctica en la que todo tiene cabida, no sólo de tradición clásica sino aún lo más exótico, y para muchos arquitectos y hasta para el gobierno, el mérito no radica tanto en la fuerza creadora cuanto en la habilidad para adaptar formas extrañas a los usos de los edificios. Así vemos que, para representar a México en la exposición de San Luis Missouri, se proyectó un quiosco musulmán y para una escuela, lo mismo que para una delegación de policía, el estilo más indicado es el gótico. Pueden citarse multitud de ejemplos como éstos dentro de la arquitectura porfiriana, a pesar de que lo que la caracteriza en forma definitiva es la tendencia clasicista derivada de la Escuela de Bellas Artes de París descendiente directa de las Academias que se fundan en las postrimerías del Renacimiento y en las que se conserva el sentido, de lo clásico. Dentro de esta tendencia se realiza el mayor número de obras, sobre todo con destino residencial.

La era porfiriana, hacia sus postrimerías, se distinguió por emprender una serie de obras de carácter público o social. En los años cercanos a la celebración del Centenario de la Independencia se exacerba esta tendencia y gracias a ella surgen los edificios más típicos de la época, obra de arquitectos extranjeros, principalmente italianos; salvo la Columna de la Independencia, de Antonio Rivas Mercado, mexicano, pero educado en París.

 


La arquitectura civil

 

Consideraremos ahora los diferentes géneros de edificios que se construyeron en esta época, empezando por los civiles, que son los más importantes y numerosos.

Entre los edificios de habitación construidos principalmente en las nuevas “colonias”, en terrenos de superficie limitada ya que el costo de la tierra era elevado (mucho menos que en la actualidad, naturalmente), se buscan nuevas soluciones que permiten eliminar el patio tradicional, que ocupa demasiado terreno, tratando, en cambio, de que lo sustituyan los jardines exteriores, pues la casa forma un bloque cerrado. No se da mucha importancia al funcionamiento y por ello no se caracterizan adecuadamente las habitaciones: cualquiera puede ser recámara o comedor, y baños y cocinas se alejan bastante del resto de la casa. La composición se hace por agregación y no es unitaria, es decir, que las piezas se suceden unas a otras sin un plan armónico. Las fachadas, en cambio, pasan a un primer plano de interés y en ellas se desarrolla todo el repertorio del afrancesamiento. Órdenes clásicos, balaustradas, las casi imprescindibles mansardas, etcétera, en soluciones tanto más rebuscadas cuanto mayores son los recursos económicos de sus propietarios.

Son importantes los intentos para resolver la habitación colectiva, ya no a través de vecindades (aunque éstas siguen haciéndose hasta nuestros días como una negación de la arquitectura) sino en conjuntos de casas solas agrupadas formando unidades. Tal es el caso de las que construyó la fábrica de El Buen Tono en la colonia de los Doctores, así como otro ejemplo, que se conserva aún y esperamos que por mucho tiempo, un conjunto ubicado en la calle de Bucareli, en la ciudad de México.

Aparecen en esta época los edificios comerciales, ya sean propiedad de un establecimiento o con despachos para alquilar. Es un fenómeno característico de este periodo, que sigue la tradición de las grandes tiendas francesas. Todas las de este tipo que se levantan en México adoptan idéntica solución de crujías alrededor de un patio cubierto por cristales. El Centro Mercantil1 es el ejemplo típico de este concepto de edificio comercial, mismo que vemos en el Palacio de Hierro que, aunque reconstruido, conserva el mismo plan de patios cubiertos. Otros, como el primitivo El Puerto de Liverpool, lo mismo que Puerto de Veracruz.2

Los edificios comerciales presentan una solución más variada. No tienen una fuente de inspiración tan directa como las grandes tiendas. Pero en todos ellos se trata de aprovechar al máximo el terreno, siempre volviéndose hacia la fachada en lugar de hacia los patios interiores. Estas fachadas se convierten, entonces, en un elemento monumental, símbolo de la compañía que los ocupa. Quedan aún bastantes ejemplos: La Esmeralda, en Madero e Isabel la Católica,3 y La Mexicana,4 en la contraesquina; el de la Compañía Bancaria de Obras y Bienes Raíces, en 5 de Mayo y Motolinía;5 la Perla, en Madero y Motolinía y, sobre todo, la Casa Böker, perdida en reciente incendio,6 uno de los más característicos de este tipo, al que se agregó una marquesina que seccionaba totalmente su composición de fachada. Hasta hace pocos años hubo otro magnífico en 5 de Mayo junto al Club de Periodistas en la esquina con Filomeno Mata, obra de Emilio Dondé, que fue demolido para dejar un lote de estacionamiento. Así es como destruimos las obras de valor de otras épocas, testimonio de las etapas por que atraviesa nuestra historia.

También se levantaron edificios para bancos, entre los que destaca el de la Mutua, hoy del Banco de México, que recuerda en la composición de la fachada hacia 5 de Mayo las obras manieristas del Palladio, con su orden colosal.

Se conservan igualmente teatros de este periodo, el más importante de ellos es el Palacio de Bellas Artes, que iba a ser el Teatro Nacional; no se terminó hasta 1934, y tal vez pueda considerarse como la obra más importante de la época, y, en escala menor, el Teatro Juárez de Guanajuato; también el Iris, hoy Teatro de la Ciudad en la capital, aunque data de 1917, plena época revolucionaria, conserva todavía los caracteres del periodo que estamos considerando.

Los edificios públicos más notables fueron los de Correos y Comunicaciones, ambos de arquitectos italianos, de Adamo Boari el primero y de Silvio Conti, el segundo, junto con la Cámara de Diputados, obra de Mauricio Campos. Los tres son de inspiración diversa, que manifiesta claramente las distintas tendencias de esa época: Correos es de un estilo gótico veneciano con muchos elementos isabelinos y algunos platerescos; Comunicaciones, un gran palacio manierista y la Cámara de Diputados a la que le da carácter su portada de templo romano, si bien se le agregan puertas y óculos en los intercolumnios. Los tres edificios presentan soluciones interesantes que delatan un cuidadoso análisis del programa arquitectónico.

Entre los edificios que se destinan a Servicios Sociales también hay —o hubo, ya que algunos no existen ya— ejemplos notables. El Hospital General fue el primer intento importante para resolver las necesidades relativas a la salud de la ciudad. Compuesto a base de pabellones aislados sobre una gran extensión de terreno, sigue una tendencia que puede observarse también en el posterior Hospital Francés. Idénticos conceptos tuvieron el Manicomio de la Castañeda y el Hospicio, ambos desaparecidos.

Los monumentos representan también de manera muy clara el criterio ecléctico de la época. Los hay de propensión nacionalista, naturalmente indígena, como el de Cuauhtémoc; clásicos, como el Hemiciclo a Juárez, en el que se usa el mármol para una mayor exactitud estilística, y neoclásicos, muy franceses, como la Columna de la Independencia, que ha llegado a ser un símbolo de nuestra ciudad, y que sin embargo es pariente cercano de la Columna de Julio de París y hermana gemela de la de los Girondinos en Burdeos, con “ángel” y todo.

1 El Centro Mercantil fue inaugurado por Porfirio Díaz en 1899, que se mantuvo en funcionamiento hasta 1968. Ese año, en que se realizaron los juegos olímpicos, se acondicionó y tomó el nombre de Gran Hotel Ciudad de México. (N. de los E.)
2 Puerto de Veracruz también fue una tienda de almacén, fundado durante el porfirismo. Desapareció tras la muerte del dueño en la década de 1960. En la actualidad, Telas Parisina ocupa este edificio (N. de los E.)
3 Desde 2003, es recinto del Museo del Estanquillo. (N. de los E.)
4 En el presente, este edificio aloja una tienda de discos. (N. de los E.)
5 Dreinhofer se refiere al Edificio París, que hoy alberga viviendas, oficinas y locales de comercio. (N. de los E.)
6 El incendio ocurrió en 1975. El edificio se reacondicionó y su esquina se renta a un restaurante. La ferretería Casa Böker sigue funcionando. (N. de los E.)

 


La arquitectura religiosa

 

Consideremos ahora los edificios religiosos, que no son muy abundantes. Mal que bien, las iglesias barrocas cumplían su cometido aun siendo obras de la proscrita época virreinal, y esto, aunado al laicismo imperante desde la Reforma, impidió que se levantasen nuevos templos. Con todo, podemos citar tres en la capital: San Felipe de Jesús, La Sagrada Familia y el Buen Tono, y en provincia un fenómeno curioso: la Parroquia de San Miguel de Allende, de tendencias goticistas, salida de manos de un maestro de obras.

San Felipe de Jesús, previa la imprescindible destrucción de una capilla barroca, fue construido por Emilio Dondé en el atrio de San Francisco, en un estilo más o menos románico, que choca absolutamente con la fachada de San Francisco y que muestra un congestionamiento espacial que no es común en la arquitectura mexicana.

La Sagrada Familia se terminó después de la Revolución, pero se inició en 1910. También es románica, pero grandilocuente en comparación con San Felipe, y es uno de los últimos ejemplos de la tendencia historicista, pretendiendo revivir los estilos del pasado en lugar de expresarse conforme lo exigía la época. Su fachada es un fiel reflejo de la de San Agustín de París, igualmente de tendencia románica, pero con estructura de hierro aparente.

Dedicada a Nuestra Señora de Guadalupe, la Iglesia de El Buen Tono se conoce con ese nombre por ser de la fábrica que mandó edificarla en el solar de la Iglesia de San Juan de la Penitencia, nombre con el que se conocía el barrio en que se ubica, la cual también fue destruida. Es un edificio totalmente francés, falto de carácter religioso, con reminiscencias góticas, barrocas y aun bizantinas, colocado paralelo a la calle, por lo que sus ejes se solucionan como se explicó respecto a las iglesias de monjas.

La fachada de la Parroquia de San Miguel de Allende es de un maestro de obras, Ceferino Gutiérrez, quien, con la inspiración que recibió de una serie de tarjetas postales, convirtió la iglesia del siglo XVII en una aparatosa cuanto pesada torre gótica, ajena totalmente al espíritu urbano de la ciudad del Bajío.

Por último, y por tratarse de un caso especial, me referiré a la máxima obra del porfirismo, que no llegó a realizarse al impedirlo el estallido de la Revolución, y hoy convertida en el monumento a la misma; nos referimos al proyecto para el Palacio Legislativo. En 1897 se convocó a un concurso internacional para su erección, en cuyo fallo hubo no pocas irregularidades, siendo encargada la obra, por último, a Émile Benard. Éste diseñó un gran edificio clásico, coronado por una enorme cúpula que cubría la sala de pasos perdidos, es decir, que se levantaba como un elemento simbólico sobre un lugar accesorio. Se llegó a construir toda la estructura metálica, cuyo peso fue mayor que el que podía soportar la cimentación, y empezó a hundirse de inmediato. Esto, y la Revolución, hicieron que se suspendiese la obra y que más tarde se demoliera todo, exceptuando la cúpula, cuya estructura se convirtió en el Monumento a la Revolución.

 



Ilustraciones

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Almacén “El Palacio de Hierro”; vista aérea.
Distrito Federal.
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Monumento a Cuauhtémoc; vista de conjnto.
Distrito Federal.
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Monumento a Juárez; vista de conjunto.
Distrito Federal.

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Monumento a la Independencia; vista de conjutno.
Distrito Federal.

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Secretaría de Comunicaciones
(actual Archivo de la Nación)7 ; vista aérea.
Distrito Federal.

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Castillo de Chapultepec; vista aérea.
Distrito Federal.

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Iglesia del Buen Tono; vista de conjunto.
Distrito Federal.

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Casa de la Cultura; fachada principal.
San Luis Potosí, San Luis Potosí.
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“La Lonja”,salón de fiestas; vista interior.
San Luis Potosí, San Luis Potosí.
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Casa Montejo; vista de conjutno.
Mérida, Yucatán.
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Pabellón de México en la Exposición de Nueva Orleáns. Arquitecto e ingeniero civil José Ramón Ibarrola. 1884-1885. Israel Katzman, Arquitectura del Siglo XIX en México,
tomo I, 1973.
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Proyecto de Iglesia para Zacualtipán, Hidalgo.
Arquitecto Manuel Gorozpe. México, D.F., 1910-1912.
Israel Katzman, Arquitectura del Siglo XIX en México,
tomo I, 1973.



7Hasta 1973, este palacio alojó el Archivo General de la Nación. Desde 1982 es sede del Museo Nacional de Arte. (N. de los E.)