Material de Lectura

attila-jozsef-47.jpg Attila József



Selección y nota
introductoria
de Fayad Jamís



VERSIÓN PDF

 


 

Nota introductoria

 

Cuando el 3 de diciembre de 1937 se lanzó bajo las ruedas de un tren en un pueblecito de las orillas del lago Balaton, Attila József, nacido en 1905, puso punto final a una de las vidas más tensas y dramáticas de su tiempo y selló una obra poética que se situaría entre las primeras de un país que ya contaba, entre otras muchas, con las muy relevantes de Sandor Petöfi (1823-1849) y Endre Ady.

La vida de Attila transcurrió entre las dos guerras mundiales y, si no conoció directamente la experiencia del terror, la destrucción y la muerte, sí le tocó sufrir las consecuencias de aquellos grandes conflictos y presenciar —en actitud de protesta, desde luego—, el surgimiento y el auge del fascismo. Si a esto añadimos la pobreza, el desamparo y la errancia, podremos componer un marco de referencias, de valor relativo, para imaginar los orígenes de una obra poética de proyección universal, aunque todavía insuficientemente conocida en nuestros países, y no sólo, obviamente, a causa de las reales, espesas barreras lingüísticas.

El ámbito cultural del poeta, que llegó a poseer unas nueve lenguas, abarca los puntos cruciales de la cultura mundial. Algunos de los pensadores más avanzados de su tiempo, y de todos los tiempos, de Lucrecio a Romain Rolland pasando por Marx, contribuyeron a la formación humana de Attila.

Traductor de François Villon, Arthur Rimbaud, Emile Verhaeren, Alexandr Blok, Vladimir Maiacovski, y de otros muchos poetas que de algún modo impregnaron su obra, los poetas de la Revolución de Octubre, el dadaísmo y el surrealismo ensancharon el horizonte cultural y poético de Attila József, quien, en poco más de una década de "producción", abarcó en su obra —pero no sólo en el aspecto formal— diversos modos expresivos y diversas esencias, desde la poesía popular húngara hasta la versificación según el estilo, o los estilos, de los vanguardismos europeos. Los húngaros consideran a Attila József, con toda justicia, como uno de los grandes innovadores de su lengua.

Attila József afrontó con verdadera fortuna todos los temas e incitaciones de su universo poético y cotidiano, aunque en su obra podemos distinguir dos vertientes principales: la de la poesía civil y la de la amorosa, ambas entendidas en un sentido muy amplio y a partir de un concepto de la poesía que siempre tuvo en Attila a un iniciado en los misterios pero también a un navegante audaz y temerario, a un artista verdadero, a un hombre total. Como actor y testigo de su tiempo y de su clase social, a la que quiso reivindicar militando en las filas del Partido Comunista húngaro, escribió numerosos textos en los que está presente su aguda, revolucionaria visión de la realidad unida a aquella dramática búsqueda de orden, razón y saber que le urgían sus angustias y tensiones interiores. Sus poemas de amor —que pueden situarse entre los más grandes y bellos de nuestro tiempo— expresaron, en imágenes originales, las ternuras, placeres, obsesiones y desgarramientos de un amante que con frecuencia nos recuerda que el amor es también una manera, a veces desesperada, de mantenernos en contacto con el mundo, con la savia, las vísceras y el fuego de la tierra. Pero la poesía que aquí inadecuadamente llamamos civil, y la que arbitrariamente llamamos amorosa, se nos muestran, por lo general, en la obra del poeta, profunda y espontáneamente imbricadas y reducidas (¿reducidas?), por fortuna, sólo a eso: a poesía.

El lector hispanoamericano lamentablemente poco enterado del patrimonio poético de algunos países privilegiados por las "musas", y que habitualmente accede a otras culturas a través de metrópolis como Francia, acaso ya conoce algo de la obra de Attila József (en La Habana, Buenos Aires, Budapest y Madrid aparecieron, en orden cronológico, colecciones de sus poemas trasladados al español). Ojalá que la selección, necesariamente demasiado apretada, que hoy se entrega al lector mexicano, le abra, de algún modo, las puertas de una obra poética de singular intensidad y, en segundo término, las de una tierra permanentemente habitada por los ángeles y demonios, por el rumor y el fuego de la poesía.

Las presentes versiones, obtenidas al final de prolongados y múltiples esfuerzos, no hubieran sido posibles sin la amistad y la ayuda incondicionales de Mátyás Horanyi, Vera Szekács, Gyórgy Somlyó y András Simor. Con la ayuda de todos ellos, pero particularmente la de éste último, el que suscribe logró dar fin —es un decir— a la tarea, difícil e intrincada, pero hermosa y apasionante como pocas, de trasladar y adaptar más a nuestra lengua la obra de uno de los poetas importantes del siglo XX.

 

Fayad Jamís


 

No soy quien grita


No soy yo quien grita: es la tierra que ruge.
¡Cuidado! ¡Cuidado! ¡El diablo ha enloquecido!
Escóndete en el fondo limpio de los manantiales,
fúndete al cristal de la ventana,
ocúltate tras los fuegos de los diamantes,
escóndete en el pan recién salido del horno.
Oh, tú, pobre, mi pobre.
Con el fresco aguacero fíltrate en la tierra.
En vano hundes tu rostro en ti mismo,
sólo podrás lavarlo en otro rostro.
Sé la delgada arista de una brizna
y serás más grande que el eje de este mundo.

Oh, máquinas, pájaros, frondas, estrellas,
nuestra estéril madre pide a gritos parir.
Querido amigo, cariñoso amigo,
ya sea terrible o maravilloso,
no soy yo quien grita, es la tierra que ruge.

 


 

Corazón puro


No tengo ni padre ni madre,
no tengo ni patria ni Dios,
no tengo ni cuna ni sudario,
no tengo ni sombra de amor.

Hace tres días que no como
siquiera un grano de frijol.
El poder de mis veinte años
se lo vendo al mejor postor.

Y si nadie quiere comprármelo
al diablo se lo venderé.
Robaré, puro el corazón,
y, si es preciso, mataré.

Seré atrapado y luego ahorcado.
La santa tierra me tendrá
y a mi precioso corazón
yerba fatal le crecerá.

 


 

Eres tan tonta


Eres tan tonta,
corres
como el viento de la mañana.
Un coche podría atropellarte.
Y yo que había limpiado mi mesita:
ahora
la tibia luz de mi pan es más clara.
¡Regresa! Si quieres
compraré una manta para mi cama de hierro,
una manta sencilla y gris:
sienta bien a mi pobreza
y Dios la ama
y a mí también me ama mucho.
Nunca viene demasiado irradiante
pues no quiere
deslumbrar mis ojos
que tanto anhelan mirarte.
Te mirarán muy bien,
te besaré con cuidado;
no te arrancaré la chaqueta
y te haré muchos chistes
pues he inventado tantos desde entonces
para que tú también te alegres.
Vas a ruborizarte,
mirarás la tierra, juntos reiremos
tan alto, que en la vecindad nos oirán
los jornaleros serios y callados,
y en sus sueños
cansados y rotos, ellos también sonreirán.

 


 

 

Por ti estoy enojado, no contra ti


Cuando el sol se levanta
y el rocío se inclina desde los cabellos de los que
nunca sienten ira,
que mi ira no te moleste nunca, querida.

Pienso a menudo en las plazas grandes, veloces,
donde acaso no me caeré.
Y los talladores de mástiles vendrán con los mástiles en filas cerradas,
y los seis millones de férreos obreros,
vencedores, lanzarán al cielo el martilleo de corazón
tintineante.
Bajo la tempestad celestial de las herramientas,
que pueda yo tener tus besos, querida.

No te das cuenta de que me empino
cuando hablo del futuro.
Si quieres, sólo volveré a ti después de la victoria
que canta la gloria de la ciudades,
o cuando los panaderos unen sus buenas paletas
que lanzan el pan
y en ellas me colocan, con la cabeza baja, cubierta de
harina,
y me llevan lentamente hasta tu cama.

Por ti estoy enojado, no contra ti.
Mira, apriétame esta mano que te levanta a lo alto
en mis sueños.
Que mi ira te fortalezca, y que no te moleste,
querida.

 


 

¡Oh! Europa

¡Oh! Europa tiene muchas fronteras,
y en las fronteras muchos asesinos.
No me hagas llorar por la muchacha
que en un par de años más habrá partido.

No me hagas estar triste por el hecho
de que soy europeo. En realidad,
yo, buen compadre de los osos libres,
me atrofio si no tengo libertad.

Hago poesía para divertirte.
A la cumbre del monte llegó el mar
y una mesa bien puesta está nadando
sobre nubes y olas, sin cesar.

 


 

Yerbas amarillas


Sobre la arena, yerbas amarillas.
Una vieja huesuda es este viento.
La charca es una bestia estremecida.
El mar en su quietud sigue su cuento.

Tarareo mi saldo, silencioso.
Mi patria es una chaqueta vendida.
La tarde en las colinas se detiene.
Mi corazón me pide que no siga.

A través del azul cielo que fluye
brilla el islote de coral del tiempo,
zumbando; brilla un caserón,
un abedul, una mujer, un mundo muerto.

 


 

Al borde de la ciudad


Al borde de la ciudad, en donde vivo,
al derrumbarse los crepúsculos,
vuela el hollín en blandas alas
como murciélagos pequeños
y se solidifica como el guano
fuerte y grueso.

Así se asienta en nuestras almas este tiempo.
Y como espesos trapos
de pesadas lluvias
lavan el mellado techo de hojalata,
en vano la tristeza borra de nuestro corazón
lo que está sobre él petrificado.

La sangre también puede lavarlo. Así somos.
Gente nueva, enjambre de otra especie.
Pronunciamos la palabra de otro modo, el pelo
se pega a nuestra cabeza de otro modo.
Ni Dios ni la mente, sino
el carbón, el hierro y el petróleo,

la materia real nos ha creado
echándonos hirvientes y violentos
en los moldes de esta
sociedad horrible,
para afincarnos, por la humanidad,
en el eterno suelo.

Tras los sacerdotes, los soldados y los burgueses
al fin nos hemos vuelto fieles
oidores de las leyes:
por eso el sentido de toda obra humana
zumba en nosotros
como un violón.

Desde que se formó
el sistema solar,
aunque es mucho el pasado
tantas gentes no nos han destruido, indestructibles:
armas y glorias, superstición y cólera
en nuestras moradas devastaron.

El vencedor futuro
jamás se vio humillado
como nos humillasteis
bajamos al suelo la mirada. El secreto
guardado en la tierra se abrió.

¡Mirad cómo se ha vuelto una fiera
la fiel máquina!
Frágiles pueblos crujen
como el delgado hielo de un charco.
Cuando la fiera salta, el revoque de las ciudades
se desprende, y el cielo retumba.

¿Quién doma —quizá el terrateniente—
al perro salvaje del ovejero?
Su infancia es la nuestra. La máquina
se crió junto a nosotros.
Es un manso animal. ¡Vamos, llamadla!
Nosotros conocemos su nombre.

Y dentro de poco ya veremos
como todos os arrodilláis y le rezáis
a ella que no es más que vuestra propiedad.
Pero ella sólo lame
a aquel que le dio de comer en la mano.

Henos aquí, desconfiadamente unidos
los hijos de la materia.
¡Levantad nuestro corazón! (Él pertenece
a aquel que lo levanta.)
Tal fuerza sólo puede poseer
quien está lleno de nosotros.

¡Izad el corazón por encima de los talleres!
Un corazón tan grande y cubierto de hollín
sólo han visto aquellos que han mirado al sol
asfixiándose en su propio humo, aquellos
que han escuchado palpitar
las galerías profundas de la tierra.

¡Izad el corazón! Alrededor de esta tierra dividida,
la empalizada llora, se marea y tropieza
al soplo de nuestro aliento
igual que cuando se desata la tormenta.

¡Soplemos en ella, izad el corazón,
que humeé allá arriba!

Mientras llega la claridad,
nuestra capacidad maravillosa, el orden
con que la mente concibe
la finita infinitud,
las fuerzas de producción por fuera
y los instintos por dentro...

Al borde de la ciudad chilla esta canción.
El poeta, el pariente,
mira y mira cómo cae el hollín blando, espeso,
que cae y que cae
y se solidifica como el guano
fuerte y grueso.

La palabra chirría en la boca del poeta,
pero él, ingeniero
de las maravillas de nuestro mundo,
penetra en el futuro consciente
y construye dentro de sí —como después vosotros
afuera— la armonía.

 


 

Elegía

 


Como el humo que vuela por el triste paisaje
condensándose plenamente bajo el cielo de plomo
flota mi alma
a ras de tierra.
Flota, pero no echa a volar.

¡Alma dura, suave fantasía!
que sigues las pesadas huellas del mundo,
mírate aquí, abajo,
contempla tu origen.

Aquí donde bajo el cielo otras veces tan líquido,
en la soledad de las amargas medianeras,
el silencio monótono de la miseria
amenazando, suplicando,
disuelve la tristeza condensada
en el corazón de los meditabundos
y la mezcla
con la tristeza de millones.

Toda la humanidad
se prepara, aquí donde no hay más que ruinas.
La hirsuta lechetrezna despliega su sombrilla
en el patio abandonado de una fábrica.
Por las delgadas escaleras de ventanas
pequeñas y rotas, descienden los días
a la húmeda oscuridad.

Responde tú:
¿eres de aquí
y por eso nunca te abandona
el grave deseo
de parecerte a los demás miserables
en quienes se atoró esta gran época
y en cuyos rostros todos los rasgos se deforman?

Ahí descansas, donde la coja empalizada
guarda y vigila,
gritando, el voraz orden moral.
¿Te reconoces? Ahí las almas
esperan, vacías, un futuro construido, hermoso, firme,
igual que sueñan las parcelas,
grave, tristemente,
tener alrededor casas altas que tejan
un rápido murmullo. Los vidrios rotos,
incrustados en el fango, miran con sus ojos fijos,
sin luz, los solitarios y sufrientes prados.

A veces caen de las dunas
dedales de arena...,
y algunas veces revolotea, zumbando,
una oscura mosca, verde o azul,
atraída de los paisajes más plenos
por los excrementos humanos
y los harapos.

A su modo pone aquí la mesa
la bendita madre tierra
que sufre, hipotecada.
En una olla de hierro crece yerba amarilla.

¿Sabes tú
qué desnuda alegría —la de la conciencia—
te atrae y te arrastra para que el paisaje te atrape,
y qué rico sufrimiento
te empuja hacia allí?
Así vuelve a su madre el niño
que rechazan y golpean en tierra extraña.
En verdad
sólo aquí puedes reír o llorar.
Aquí puedes ser dueña de ti misma,
oh, alma. Esta es mi patria.

 


 

Oda

 

1

En la luminosa roca estoy sentado.
Vuela la suave brisa
del joven verano
igual que la tibieza de una dulce cena.
Al silencio acostumbro
mi corazón (no es tan difícil).
Todas las cosas desaparecidas en torno mío se reúnen mi cabeza se inclina, y cuelga
mi mano.

Contemplo la crin de las montañas.
Brilla en todas las hojas
la llama de tu frente.
En el camino, nadie, nadie.
Miro cómo tu falda
ondea al viento.
Bajo los frágiles follajes
tiemblan fugaces tus cabellos,
vibran tus blandos senos un instante
y, mientras el arroyuelo Szinva corre,
miro surgir una vez más
en los guijarros redondos y blancos
de tus dientes, la sonrisa de un bada.


2

¡Oh cuanto te amo,
a ti que has logrado hacer hablar a la vez
a la intrigante soledad
que está tejiendo su trama
en los resquicios más profundos del corazón,
y a todo el Universo!

Tú, como una cascada huye de su ruido,
me abandonas y corres silenciosamente,
mientras yo, entre las cumbres de mi vida,
próximo a la lejanía,
retumbo, chocando en la tierra y en el cielo,
y grito que te amo,
¡mi dulce madrastra!


3

Te amo como el niño ama a su madre,
como las mudas fosas a sus profundidades.
Te amo como las salas a la luz,
como el espíritu al fuego y el cuerpo al descanso.
Te amo como los mortales aman la vida,
hasta que mueren.

Tus movimientos, tus palabras, todas tus sonrisas,
acojo como la tierra los objetos que caen.
En mi imaginación mis instintos te penetran
como al metal los ácidos.
En mi mente tu imagen hermosa y amada, tu ser,
colma todas las cosas esenciales.

Los instantes pasan, ruidosos,
y en mis oídos tú estás muda.
Las estrellas descienden y caen,
pero tú te detuviste en mis ojos.
Tu sabor, como el silencio en una gruta,
flota enfriándose en mi boca.
Y sobre el vaso de agua tu mano
con sus venas tan finas
que apenas se vislumbran.


4

¡Oh!, ¿qué materia soy yo
que tu mirada me corta y me transforma?
¿Qué alma y qué luz
y qué fenómeno de asombros,
que pudo recorrer en la niebla de la nada
los paisajes sinuosos de tu fértil cuerpo?

Y como el verbo en una mente abierta,
yo puedo descender a sus misterios.
Tu red sanguínea, como los rosales,
tiembla sin cesar.
Ella conduce la corriente eterna
para que surja el amor en tu rostro,
para que tu matriz tenga un fruto bendito.
El suelo sensible de tu vientre
está bordando de raíces pequeñitas, hilos finísimos,
que se anudan y desanudan
para que las células que tus humores recojan sus
enjambres,
para que los bellos arbustos de tus frondosos pulmones
canten sus propias glorias.

La eterna materia pasa felizmente
a través de tu cuerpo, por los túneles de tus intestinos,
y la escoria recibe una vida plena
en los pozos ardientes de tus férvidos riñones.
Colinas onduladas se levantan,
constelaciones se estremecen en ti.
Lagos se mueven, fábricas trabajan,
hormiguean un millón de animales vivientes,
el insecto
y el alga,
la bondad y la crueldad;
un sol brilla, se nubla una aurora boreal.
En tu sustancia se desplaza, errante,
la inconsciente eternidad.


5

Como coágulos de sangre
caen hacia ti
estas palabras.
Tartamudea la existencia.
Sólo la ley es un claro discurso.
Mis órganos laboriosos, que día tras día
me dan vida, ya se preparan
a callar para siempre.
Pero todos clamarán hasta entonces.
¡Oh, tú, escogida entre la multitud
de dos mil millones de seres humanos;
oh, tú, la única,
suave cuna, recia tumba, lecho vivo,
acógeme en ti!

(¡Qué alto está el cielo del amanecer!
En sus minerales relucen ejércitos.
El gran resplandor deslumbra mis ojos.
Sé bien que estoy perdido.
Escucho cómo chirría y palpita sobre mí
mi corazón.)


6

Canción añadida

Me lleva el tren y yo sigo tus pasos
Tal vez hoy mismo estés entre mis brazos
y tal vez se enfriará mi rostro ardiente
o tal vez tú me digas suavemente:

"Te espera el agua tibia, ve a bañarte.
Toma la toalla, puedes ya secarte.
La carne se está friendo, te hartará.
Donde mi lecho está, tu cuerpo está."


 

Mamá


Desde hace una semana, en mi mamá
sólo pienso, abstraído; en mi mamá.

Con la chirriante cesta a la cintura,
iba siempre al desván en su premura.

Yo era un hombre sincero todavía:
chillaba, pataleaba. Le decía:

deja para otro ese pesado y gran
bulto, mi madre, y llévame al desván.

Sola se iba a tender, calladamente,
sin regañarme, sin mirarme, ausente.

Y las ropas crujían, luminosas,
revoloteando en lo alto, jubilosas.

Aunque para llorar es tarde ya,
sé cuan inmensa eres, mi mamá.

Flota en lo alto su agrisado pelo
y echa su añil en el agua del cielo.

 


 

Bella mujer de antaño


Bella mujer de antaño que quiero ver de nuevo,
ella en quien se escondía el cariño de un hada.
Cuando íbamos los tres a pasear por los prados,
iba, grave y risueña, sobre el fango ligero.
Y si ella me miraba no evitaba un temblor,
bella mujer de antaño que quisiera no amar.
Sólo quiero mirarla de nuevo, simplemente
mirarla soñadora bajo el sol del jardín,
un libro entre las manos, cerrado como ella,
y en torno, los tupidos follajes en el viento
de otoño. Quiero verla, meditando despacio,
como pensando en algo, en el quiosco sonoro,
mirar furtivamente y emprender el camino
que se oculta en las frondas y va a la lejanía.
Las dos hileras de árboles le dirían adiós.
Como un niño que mira a su madre ya muerta,
así quisiera ver una vez más a aquella bella
mujer de antaño que se pierde en la luz.


¡Ay! Por poco...


¡Ay!, por poco me rompe a mí el amor.
¡Ay!, por poco me aplasta a mí el temor.
¿Quién moriría conmigo, mujeres,
en un abrazo abrasador?

Largo es mi invierno; mi verano fugaz.
El dado del otoño ¿a quién me anunciará?
De este tiempo de mirón-guardaparque
¿quién conmigo se fugará?

La reja de los astros brilla en la inmensidad
y mi mente me ata a ese oscuro desván.
¿Quién rompería conmigo, mujeres,
al equilibrio universal?.


Saludos a Thomas Mann1


Como el niño que ya quisiera descansar
y ha llegado a la calma del lecho del hogar
y todavía pide: "¡No te vayas y cuenta!"
(que así la oscura noche no lo asirá violenta),
mientras su corazón palpita atormentado
sin saber qué prefiere, si estar acompañado
o escuchar que le cuenten historias formidables,
nosotros te pedimos que te sientes y hables.
Hablamos como ayer, aunque no lo olvidamos.
Di que estás con nosotros y nosotros estamos
contigo, todos los que respetamos tu nombre
y tenemos problemas a la altura del hombre.
Tú que sabes muy bien que el poeta no miente,
háblanos de la luz que brilla en nuestra mente
y, allende lo real, muéstranos la verdad.
Así juntos podemos vencer la oscuridad.
Haz que, como Hans Castorp, que veía a través
del cuerpo de madama Chauchat, podamos
escrutarnos esta noche. Por tu hablar melodioso
no pasa el ruido. Háblanos de lo malo y lo hermoso,
que del luto al anhelo pueda el pecho ascender.
Al pobre Kosztolányi2 enterramos ayer
y, como abrió en su cuerpo el cáncer un abismo,
Estados-Monstruo roen sin tregua al humanismo.
¿Qué más vendrá, inquirimos —las almas de horror
plenas,
de dónde nos azuzan nuevas ideas-hienas?
¿Hierven nuevos venenos que quieren infiltrarnos?
¿Y hasta cuándo habrá un sitio en que puedas
hablarnos?
Queremos que, al oírte, o nos abandonemos
y que todos los hombres como tales quedemos,
y que nuestras mujeres sean libres y hermosas
—todos seres humanos— pues ahora estas cosas
escasean. Maestro, siéntate y haz tu cuento.
Te escuchamos. Y alguno estará muy contento
nomás que de mirar, aquí frente a estos bancos,
a un europeo entre los blancos.



1
Este poema debía ser leído por su autor, a nombre de la redacción de la revista Szép Szó, como saludo a Thomas Mann con motivo de la conferencia que éste pronunció en el "Teatro Húngaro" de Budapest el día 13 de enero de 1937. El departamento político del Ministerio del Interior, enterado del asunto, dio órdenes a la policía para que impidiera la lectura de la poesía a causa de la alusión que en ella se hace a los Estados fascistas. La poesía fue publicada en el número de febrero del mismo año en Szép Szó.

2 Dezó Kosztolányi (1885-1936), célebre narrador, ensayista y poeta húngaro.

 


 

Marzo


I

Una tibia llovizna cae serenamente
y la espiga del trigo joven sube hacia el cielo.
En una chimenea la cigüeña se instala
y el invierno, abatido, se muda a los glaciares.
Llegó la primavera con su alegre violencia,
llegó la primavera con verdes estallidos.
Delante del taller de un carpintero
exhala la esperanza olor a pino.

¿Qué dicen las revistas? Una banda saquea
a España y la devasta.
En China un general estúpido
quita a los campesinos
sus pedazos de tierra. La guerra hace amenazas.
Las camisas más limpias ya se empapan de sangre. Los pobres están siendo torturados.
Los que atizan la guerra gesticulan.

Alegre soy: tengo el alma de un niño
y Flora me ama. Contra nuestro amor
—amor bello y desnudo— avanza al populacho
desfilando con hierros y con tanques.
El celo de esta chusma
me asusta, desde luego,
y sólo obtengo fuerza y esperanza
en interés de nuestras vidas.


II

El hombre es mercenario, la mujer prostituta.
Entre sus corazones y el mío no habrá diálogo.
Sus maldades también están infladas
y temo por mi vida
que es todo cuanto tengo.
Mi mente, precavida, piensa en esto.
Y cuando el globo herido ya está helado
el amor de mi pecho y mi Flora arderán.
Una hermosa muchacha, sabia, procrearemos,
y también un varón inteligente y bravo.
Ellos heredarán un jirón de nosotros
como la vía láctea guarda la luz del sol.
Y cuando el mismo sol ya sólo parpadee,
mientras charlan, confiados, volarán nuestros hijos
a bordo de máquinas buenas
en pos de las estrellas laborables.