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I

No todos queremos
estos riscos. De pronto,
desde ahí, las nieblas
amortajan la tierra:
nuestra, pequeña, pobre.


II

Nadie me ha salvado
de la desesperanza.
Me hería el cristal
de mi tiempo. Al atardecer,
me adentro por el camino
de la fuente escondida.
Escucho el rumor
muy benigno del agua.


III

Más allá sabíamos,
calmado y amigo,
el mar abierto,
cuando en los arenales empiezan
a botar las barcas.


IV

Pero me alejo,
bajo las rocas altas,
por el gran silencio
profundo de los árboles,
por la cerrada oscuridad
arraigada.
Veo qué hacha
derribaba sus ramas.


V

Luz, nubes quietas,
deseo de la engañosa
paz. Alas anchas
de pájaros del viento acercan
lentitudes de campana.


VI

Viejo, cansado, de regreso
de un desnudo viaje,
me detenía un momento
bajo el sol, reposaba.
Comprendo, perdono,
pero el dedo me señala:
me conozco en el espejo
de la muerte aceptada.


VII

Es muy difícil
que tú seas a la vez
humilde y libre.
Si te atreves,
desde estas alturas pide
por los hijos, por el pueblo.


VIII

"Cras ingens aequor
iterabimus".
En la penumbra,
decían los labios
versos cojos,
palabras frágiles:
"Te deprecamur,
nigra regina,
ut tuearis
famulos tuos
in navi portu
semper optabili."