Material de Lectura

La Delfina y el sistro

 

A veces, sin embargo, un destello de amor suele poner una nota menos bárbara en esa terrible realidad de los degüellos.

 

La Delfina y el sistro

 

Ataviada con una corta falda roja, botas de montar y un sombrero ornado con una pluma de avestruz, del que desborda su larga cabellera suelta sacudida al compás del galope, esa hermosa amazona, la Delfina, hija bastarda de un virrey del Brasil, según dicen, ha rendido el corazón de Francisco Ramírez, el caballeresco caudillo de Entre Ríos, a quien acompaña en todas sus empresas. Cada vez que la fortuna le es adversa ella lo reanima con el misterioso sonido de un sistro, del que nunca se desprende y que ejerce un extraño influjo sobre la voluntad de su amante.

Tras su invasión a la provincia de Corrientes, el Supremo Entrerriano abrigó, como un inmenso jardín mental, el sueño de un reino propio, instalado entre los vastos litorales. A él incorporaría, incluso, el territorio del Paraguay. Llega un momento, sin embargo, en que sus montoneras vacilan y una sorda desmoralización las invade, como si lo insensato del propósito minara aquellas voluntades vagabundas.

Ramírez acude entonces a la Delfina. Hace formar a sus hombres en una sola línea, a la luz de la luna, en pleno campo, y él mismo se instala a su frente, unos metros adelante de la inmóvil fila de jinetes, y tan electrizado por el rayo pasional que la Delfina descarga como todos esos gauchos que lo obedecen, sometidos ahora a la tensión de lago impreciso e insólito, que oscuramente se presiente, sin saberse qué forma tomará, hasta que la ven cruzar ante ellos a todo galope, bajo la nube de su pelo huracanado, desnuda sobre un potro negro. ¡Dios! La Delfina hace rayar su cabalgadura al llegar al extremo de la fila y vuelve grupas, para regresar a toda carrera, pero con una lentitud inaudita que provoca en los hombres de la tropa una emoción casi religiosa.

 

Están en medio del campo

 

Caballo y amazona se mueven como en cámara lenta. Puede seguirse nítidamente, centímetro a centímetro, el movimiento de las patas del caballo, de cada músculo del cuerpo desnudo de la Delfina, de sus miembros y su cabellera, como si ambos, el animal y la mujer, flotaran en el fondo de una opalina atmósfera de aceite donde los desplazamientos de la materia se produjeran con una duración muy larga.

Los grandes senos de la Delfina inician entonces, con la lentitud con que aumenta el volumen de una fruta, una solemne y perezosa levitación. Ascienden juntos, a la par al principio, aunque es evidente entre ambos el desarrollo de una carrera hacia arriba, sin que ninguno, por un prolongado espacio de tiempo, logre aventajar al otro, como ese instante en que los círculos del sol y la luna coinciden totalmente en un eclipse. Al fin un pezón triunfal asoma sobre la línea, hasta entonces idéntica, de sus carreras paralelas, el equilibrio se rompe y el seno vencedor se adelanta sobre el perfil del seno derrotado, para captar en su cúspide un destello lunar, que lo baña con una fosforescencia celeste, mientras el otro se sume en la oscuridad. Alcanzado ese punto máximo de su impulso ascencional, y como si recobraran la gravedad de sus masas, ambos descienden, igualados de nuevo, con el mismo esplendor retardado que regía la subida. Semejantes a dos blancas burbujas carnales, su pesada materia parece poseer, no obstante, la misma calidad aérea de la cabellera que, en la faz opuesta de ese cuerpo, y casi en ángulo recto con la espalda, acompaña, con idéntico ritmo, sus saltos dormidos.

Tales elementos de la figura ecuestre que cruza ante la fila, uno con los atributos de la pesadez —los senos—, el otro con las connotaciones de lo aéreo —la cabellera—, al aparecer a los hechizados espectadores con una dinámica idéntica, como si sus naturalezas contrarias intercambiaran mutuamente su signo, producían una fuerte sensación de irrealidad, una suerte de ebriedad, a causa de la enigmática, identificación, revela de golpe, que pueden revestir las formas más antagónicas de la materia al ser recorridas por la energía poética.

 

La ven

 

El inmenso escenario donde se desarrolla la ceremonia, en un silencio caliente, con el olor de los esteros y las naranjas, en medio de la noche, fue estremecido hasta las raíces por la música misteriosa del sistro. La Delfina lo agita, como presa de un estado mediúmnico, los ojos vidriosos, los labios ligeramente entreabiertos, por cuya comisura se desliza un delgadísimo hilo de baba que a veces se deshace en pleno vuelo.

Cuando pasa el caballo la luz de la luna destaca, con una dulzura casi angustiosa, el dorso de la opulenta criatura que lo monta, el fuerte contoneo de las nalgas, los dos pálidos hemisferios que duplican, sobre el lomo del animal, la imagen blanquísima del astro. Cuando la amazona se aleja, la larga cola del caballo —con la complicidad de la sombra y de la perspectiva— parece insertada en las propias nalgas de la mujer, le confiere un aspecto pánico, sugiere una fastuosa simbiosis que excita los sentidos, con asociaciones de látigo, fustigación, cabalgadura y galope, inconscientemente referidas al blanco cuerpo de la mujer en aquella mágica atmósfera.

Al llegar al otro extremo de la línea, con la lenta suavidad de esos hilos de la Virgen que cruzan los campos, la Delfina, agotada por la tensión de atravesar aquel espacio magnético, se deslizó sin sentido hasta los brazos de Ramírez, quien, lanzándose a su encuentro, logró alcanzarla en el aire antes de que, ligero como un grano de polen, su cuerpo pesado y poderoso entrara en contacto con el suelo.

Se vio así a la Delfina, como si volara en sueños entre el olor penetrante del pasto, flotar hacia los belfos cubiertos de espuma del animal, detenido en seco, paralela al pescuezo mojado del mismo, al que rozaba todo a lo largo con la punta de sus pechos. En el trayecto, su cabellera y las largas crines de la bestia se entremezclaron. Poco a poco las bellas y poderosas piernas de la amazona se cerraron, su sexo se ocultó, al mismo tiempo que su cuerpo iniciaba una torsión, hasta quedar casi de espaldas en el aire, de nuevo los grandes globos de sus senos expuestos a la mirada de los gauchos, en la claridad de la noche.

Por un largo lapso el caballo, como inspirado, pareció posar sus ollares en esas tiernas esferas, e incluso aspirar profundamente el olor a sudor que las impregnaba, con una delectación insospechable en un ser de su especie, en tanto la Delfina comenzaba a perder altura, en un lerdo descenso, hasta llegar como una pluma a los brazos del Supremo Entrerriano. Al agitarse en la apasionada mano que lo empuñaba, el sistro emitió una última y agudísima nota y, como si se deshiciera un encantamiento, el potro se irguió de golpe, parado en dos patas, y ya con la velocidad natural, partió en una fuga frenética hasta desaparecer en la sombra. Simultáneamente todos los caballos de la tropa lanzaron un terrible relincho.

 

De todo aquello

 

Semejante visión despertó en aquellos hombres un fanatismo inextinguible, una ciega fe en su empresa. Sus nervios comenzaron a distenderse, animados por el mismo entusiasmo de antes, hasta lograr, en una de las más brillantes campañas del Supremo Entrerriano, una serie de victorias decisivas a su favor.

Mucho más tarde, al cabo de una desafortunada campaña contra López, el soberbio Gobernador de Santa Fe, Ramírez fue vencido en un maldito arenal cordobés, en ese último combate suyo, cerca de Río Seco. Tras el desastre, lo de siempre: la huida a toda rienda para no caer en manos del enemigo: Sólo un pequeño grupo acompaña al caudillo: la Delfina, tres gauchos y un sargento correntino revestido con una armadura del siglo xiii; en la cual el yelmo ha sido sustituido por una cabeza de burro coronada por un chimango. Una nube de murciélagos sigue sus pasos, casi a ras de la polvareda de la huida, a través de unos campos cubiertos, de tanto en tanto, por matorrales de espinillo amargo.

Ese siniestro augurio ensombrece el corazón de los prófugos. Sin que los demás lo adviertan, el caballo de la Delfina se retrasa. Unos hombres de la partida que los persigue la alcanzan.

No lanza un grito, los músculos de su vientre se contraen como en un espasmo. Descarga un golpe de fusta contra el atacante. La parte velluda de sus ingles adquiere el aspecto de un rígido astracán, en el cual los reflejos de la angustia se manifiestan por la violenta erección de cada pelo, en cuyo extremo se produce una pequeña descarga eléctrica. La amazona, jadeante, puede apreciar el deseo sin límites que despierta en los gauchos que la aprisionan. Con un movimiento automático agita desesperadamente el sistro, cuyo sonido inmoviliza a Ramírez en su carrera, lo hace volver, lo lanza al vértigo y al destino con el deseo de salvarla. Lo logra al precio de su vida. Rueda ensangrentado entre las patas de los caballos, volteado por un pistoletazo y un golpe de lanza, a tiempo que en la última luz de sus pupilas se refleja, cada vez más pequeña, hasta desaparecer como un punto en el horizonte helado de la muerte, la postrera visión de los gauchos adictos que huyen a toda furia llevando con ellos a la mujer a quien amó locamente.

 

La jaula

 

Le cortan la cabeza y se la envían, envuelta en un cuero fresco, al general López. El general López la hace colocar en una jaula de hierro. Toda una noche la tiene ante sí, sobre su escritorio, reconfortado con el espectáculo de ese despojo terrible impedido de esconderse en el fondo de la tierra. La cabeza golpea furiosamente contra los barrotes, aprieta el rostro contra ellos, husmea en torno en busca de una salida. De tanto en tanto sus labios helados farfullan juramentos y adioses, frases inconexas y turbias que López escucha con burla. Por momentos, el vencedor y su sangriento trofeo sostienen violentos diálogos, con voces roncas de furor, que hacen retumbar los muros del cuartel y estremecen las raíces, mientras en los oídos del decapitado no dejan de resonar, desde toda la lejanía, las notas misteriosas del sistro de la Delfina llamándolo sin tregua. Al día siguiente el Gobernador ordena que se cuelgue la jaula en uno de los arcos del Cabildo de Santa Fe.

Tales cabezas, que exaltan la ferocidad de la época, jalonan la República. La de Castelli en la plaza de Dolores, la de Acha en la Posta de la Cabra, la de Avellaneda en Tucumán, la del Cacho en la plaza de Olta, en plena Organización Nacional, etcétera, etcétera. Sobre el mapa aún informe del país ¿qué estratega de tumbas, en vez de alfileres, señala las conquistas del odio con semejantes cabezas clavadas en lo alto de una pica?