La voz
Lloro con una fluidez más triste y conmovedora que el ala de los muertos, tangente del acero, el solitario y lamentable acero de las campanas. "Oh Necesario, regresa a nosotros, insondable: Todas mis fibras plañen, todas las fibras de mi reino plañen y se lamentan, inconsolables por tu ausencia. Esposa, inconteniblemente con la vehemencia de la onda rápida, desplázate en el sol. De espaldas, de frente o más bien ligera, oblicuamente, vuelve, vuelve tú a nosotros, en las cuatro fulgurantes estaciones de los elementos. Que el imponderable soplo de tu alma franquee los áridos muros de la distancia: Que él recorra como una cabellera en sosiego, las inmarcesibles rutas en la arena ardiente de mi espíritu. Tengo prisa de tu presencia, acude. Mi palabra te guiará en la aventura del sueño, La palabra con su sombra vaporosa, La palabra que se escucha en el equilibrio y en la unción de la savia azul y dorada que orilla los canales de la hojarasca. El seno hinchado de amor y de promesa, Yo, la reina de las brisas en los países arborescentes, la nativa estrella en las resinas de la mañana (y amor bajo el signo de tus manos, cubrirá con una verdura de terciopelo la cal viva de las montañas), ¡yo te espero fielmente en la esperanza! Para las moscas el pudor y la yema de la desconfianza: Tus divisas son las nuestras, amiga, los perfumes de nuestros claros de cielo se exhalan bajo los pliegues de tu manto. Proveeremos sin tregua a tus necesidades de taciturna y a tus deseos de movimiento, (Y pueda el hacha, bajo los cielos de la luna, probar nuestro ineluctable furor). Morderemos en la paz de los conventos, esta hoja sonámbula, la coca, esta hoja para el bienestar de tus encías, La hierba soporífera, el estragón o la genciana y los granos crucíferos del anís que extrae su aroma de las más altas salivas de los glaciares. En verdad. Bienamada, tú vendrás a nosotros en la frescura de las venas de la infancia, a la hora extrema de la vigilia, como esta piedra, ¡mi pitanza!, que se enciende súbita en el sueño."
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Me encaminaba entonces, sombra de polvo, hacia los vegetales nacimientos de mi sueño, Cuando esta voz, atrayendo hacia sí todas las vibraciones de la noche, Como un torbellino de rosas en la extrema calma de mis sentidos, Esta voz plena del alma me sobrevino, Esta voz lustral de menta en las quemantes soledades de la memoria. El agrio licor de mis miradas se ufana de un cielo más dilatado. Parto, Adiós, sentencias todopoderosas del hogar. Mis riquezas andan por las urbes, se disipan y se modelan ahora bajo la elocuencia de los mercados. Silenciosamente, como una clepsidra del espacio, se derrumba el muro bajo las cerraduras. Adiós, inciertas imágenes de mi grandeza. ¡Lágrimas! Lágrimas, os llamo en la aspiración profunda de mi suspiro. Y viajero avizor de las eternas estepas del olvido, quemo las reliquias y los piensos, en el fuego del hogar, las últimas parcelas de mi presencia. Ya antes, cómplices de mi fuga, se consumen las pajas y los maderos, Hacinando la tiniebla de su ceniza con los cavernosos hálitos del río. Sombras, yo desgarro mi nocturna envoltura. El águila me embruja descubriéndome en la permanencia de su relámpago.
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Indolente cadena de montañas bajo mi peso: que un insecto razonador, privilegiado en sus medidas, te haya recorrido en el delirio y el insomnio, en toda la grandeza de tu edad, Oh sosegado, ello se debe a tu rigidez inmemorial, a tu reposo y tu silencio, a tu extraña y lejana solemnidad, Formas jadeantes de la tierra. En las más húmedas altitudes del pensamiento, veneradas formas como el esplendente y melodioso párpado de las nieves, inefable y melodioso párpado de mi prometida. Adiós, sombríos parajes de mi dolor. En adelante, os urgirán mil clamores: la desquiciada marcha de un forzado, el trueno, sus aullidos de diapasón, sus complicadas hierbas, el susurro de las gorgueras, el espíritu, en fin, buscando las mallas de su cristal y los hielos en la dureza del aire.
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¡Oh fronda en el viaje! ¡Huracán, huracán, vuelvo a encontrarte, oscuro eco de mis venas abatidas, eco sideral de mis lágrimas en la noche! El ala, antaño resplandeciente, ¿qué hace en la escarcha del espacio como una melancólica y lúgubre planta que se ahila? ¡Ah, que ella retire para siempre en la cadencia de mis párpados, la mejor substancia de su vuelo! ¿Y el insólito rechinar de mis rótulas, la hipócrita y temible sequedad y el gusto del árnica en mis tendones? Si mi prestigio mengua —la llama y el arrebato, el himno deslumbrante de mis entrañas— Entonces, si desfallezco, mujer, si me derrumbo, deja sobre mi rostro derramarse este filtro, este ungüento, hurtándome a las sórdidas apariencias de este mundo, sobre mi rostro, la celeste y argentina soledad de tus pupilas. Que el viento iracundo sepa, bajo la piel de tu fuerza, que sepa liberarme de toda angustia; Que yo permanezca novicio en la actitud de la palabra, como la hoja vagabunda bajo el oro del solsticio; Que yo sea para siempre la insaciada pulpa bajo la corteza de tu abrazo. Y podré ausentarme, demente, como las arenas del desierto, errantes sobre las planicies del horizonte, como las bestias nómadas que atraviesan los témpanos del Ártico y las brumosas y titánicas regiones de rocas fantasmales. ¡Tu empresa es más tenaz que el cemento de nuestras urbes y los músculos de la vida!
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¡Pero qué astro de nuevo me guía y qué fúnebre centelleo me extravía en los dédalos y en esta perniciosa provincia donde los tiernos reflejos de los tallos bañan la siniestra somnolencia de las serpientes! Inaccesible fardo de mis miembros. Fláccido y sordo, avanzo como la piedra que dibuja las superficies del éter, como la tenebrosa piedra de cataclismo que me interpela en el centro de mi silencio.
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Oh florestas unánimes en el gozo. No tenéis remedio para salvaros, oh florestas, del tormentoso viento que sopla y desarraiga las murallas del horizonte, del vertiginoso descenso, secular y vertiginoso descenso del firmamento. Os sustentan mil planchas, os sostienen mil vigas interiores en la eminencia de vuestro impulso. ¡Oh inaccesible! Te restituyo mi miseria, oh mujer. Yo me estiro y arrastro y es el torbellino de la desesperanza que me responde solitario mientras habito las cavernas de su aceite y las nocturnas ventosas de sus pulmones. Príncipe del sonido y de los colores, ¡qué sarcasmo! yo, el esposo nupcial, el único y el omnisciente, ¿iré en el polvo y los hipos de mi agonía —mi recompensa— iré yo hacia la más triste de todas las sombras de la noche?
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