Material de Lectura

Eduardo Carranza



Selección y nota introductoria
J.G. Cobo Borda




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Eduardo Carranza

 

 

Si bien los primeros poemas de Aurelio Arturo, aparecidos en suplementos literarios de 1931 a 1934, constituyen el punto de ruptura en medio del largo dominio modernista, éste sólo falleció oficialmente en Colombia en 1936 con la aparición del libro inicial de Eduardo Carranza: Canciones para iniciar una fiesta.

Y fue quizás la personalidad beligerante de Carranza, nacido en Apiay, en los Llanos Orientales de Colombia, en 1913, la encargada de dar carta de ciudadanía a una poesía esbelta y emotiva, llena de sugerencias musicales, y que tenía como imágenes más propias un cielo perpetuamente azul y un coro de doncellas inmateriales, o de "doradas señoritas lánguidas", como las llamaría 40 años después. Esta poesía, que encontraba en Gustavo Adolfo Bécquer, "celeste abuelo mío", su paradigma, respiraba un clima de juventud y lozanía, regido por una gracia ágil, entre nebulosa y mágica, a través de la cual asomaba un idealizado pero perceptible paisaje tropical; y una vibrante sonoridad, surcada de juegos de palabras. Transparente en el sentimiento, y artificial en la forma, había en ella, sin embargo, algo íntimo, en medio de su levedad.

En contra de la altisonancia, predominante, Carranza opuso un adelgazamiento verbal y un acento más fino, hecho, casi siempre, de nostalgia. "Asomada en su alma, ella sonríe/ detrás del aire, pensativamente". Simultáneamente Carranza, amparado en Rubén Darío y Juan Ramón Jiménez, iniciaba sus campañas líricas y secundado por Bolívar, el Bolívar autoritario, el Bolívar de la constitución boliviana, sus escaramuzas políticas.

En 1935, por ejemplo, conocerá a Guillermo Valencia, quien había ejercido desde la aparición de Ritos (1889) una dictadura poética, dictadura que habría de prolongarse dos décadas más y a la cual no eran ajenos el hecho de haber sido dos veces candidato frustrado a la Presidencia de la República y el vivir, arisco y señorial, en una ciudad hecha a su medida, Popayan, de la cual llegó a ser cantor y símbolo. Carranza, de 22 años, quien acaudillaba un movimiento juvenil de tipo nacionalista, y redactaba un semanario llamado Derechas, le reprochó a Valencia el exceso de cultura en su poesía; de cautela y contención, que la tornaban fría, y recibió la respuesta que su insolencia merecía: "Amigo, en las más altas cumbres hace frío".

Años más tarde, en 1941, volvía a la carga calificando a Valencia de "retórico genial al servicio de un poeta menor", en un resonante artículo titulado "Bardolatria" en el cual esbozaba su poética: "En el lirismo lo esencial no es lo que se dice sino lo que no se dice, la dorada niebla de sugestión que esfuma los contornos del poema". Se afiliaba así a una ilustre tradición colombiana que de José Asunción Silva a Eduardo Castillo y de éste a Aurelio Arturo ha preferido la insinuación al énfasis.

Pero en ese entonces Carranza ya no era, como se autodefiniría, posteriormente, en un poema de 1974, "el secreto adolescente triste" sino "el joven victorioso en su relámpago". Su relámpago fue "Piedra y Cielo".

Apropiándose del título de un libro de Juan Ramón Jiménez, y con el patrocinio de Jorge Rojas, mecenas del grupo, aparecieron entre 1939 y 1940 siete cuadernos que recogían producciones del propio Rojas, Carlos Martín, Arturo Camacho Ramírez, Eduardo Carranza, Tomás Vargas Osorio, Gerardo Valencia y Darío Samper. Con los ojos fijos en la generación española del 27 —la celebérrima antología de Diego— esta poesía aérea, delicada y suspirante, adquirió, sin embargo, en el caso de Carranza, una entonación propia. Base de su fama fueron sus sonetos, recogidos en Azul de ti (1937-1944). Allí se agrupan versos que la memoria colectiva no olvida, como aquellos de "Teresa en cuya frente el cielo empieza" o el conocido final de su "Soneto con una salvedad": "salvo mi corazón, todo está bien", que gozaron de justa resonancia. La poesía, ha dicho Carranza, es anécdota trascendida, y en ellos un neo-romántico exaltaba, dentro de la tradición clásica, el mito del amor juvenil. La palabra "melancolía" define, muy bien, dicho periodo, en el cual mantiene la añoranza de un paraíso feliz, y perpetuamente perdido. Un paraíso de palmeras y vastos horizontes por el cual flotan, translúcidas, varias muchachas en flor. Su lenguaje diáfano y su buen gusto le impiden caer en el riesgo sentimental, como lo ha subrayado, justamente, Fernando Charry Lara. Sólo que esta poesía primaveral corría varios peligros. El mayor, como lo manifestó, en 1944, refiriéndose a la totalidad del piedracielismo Joaquín Pineros Corpas era el ver cómo "la excesiva finura de las imágenes" comunicaba a esos textos "una fragilidad exasperante". Lo que fue asombro, y metáforas sorpresivas, se había trocado en fórmula. Carranza, erróneamente, y utilizando los mismos recursos de una poesía íntima, se dedicó, en voz alta, a cantarle a la patria.

Fabricó, así, una poesía pública y enumerativa, conmemorando paisajes y gestas, sobre la cual ha caído, en forma justa, el peso del tiempo. Subsiste ella, en el trasfondo de su personalidad creativa, del mismo modo que subsisten, sinceras y defendidas con empeño, sus rotundas convicciones: autor del primer artículo que se escribió en Latinoamérica sobre José Antonio Primo de Rivera; defensor, en el Juicio Universal, de Benito Mussolini; cantor de Cara al sol, "el himno más hermoso de amor y muerte que yo conozco", la vocación de Carranza es la poesía, y no el poder. Y si bien ella ha naufragado, en varias ocasiones, debido a su proximidad al mismo, ha sido ella, finalmente, quien lo ha salvado de sus aventuras políticas.

Carranza era ya, mediada la década de los 40, un poeta célebre quien, en cierto modo, había desplazado a Valencia, arrebatándole su "cetro de insigne marfil". Viajaría, entonces a Chile, como agregado cultural. Chile, donde su amigo Neruda lo reconocería como poeta del aire mientras se autocalificaba de poeta de la tierra, permaneciendo allí de 1946 a 1947, y más tarde, de 1951 a 1958, iría, como consejero cultural, a España. Una época radiante de su vida, en la cual Menéndez Pidal y Azorín, Aleixandre y Gerardo Diego, Dalí y Panero, lo exaltarían como un nuevo Darío, de vuelta a la Madre Patria. Pero el entusiasmo que despertaba en él una tierra tan próxima a su afecto, y de la cual su poesía se había nutrido en exceso, como no dejó de anotarlo el siempre riguroso Hernando Téllez, se manifestó, paradójicamente, en un libro desolado, libro que marca un viraje decisivo en su poesía: El olvidado y Alhambra, 1957.

"La idea del tiempo preside esta poesía": las palabras de Dámaso Alonso, en el prólogo, definen con certeza las características de dicho volumen. Al lado de la sensualidad, delicada y apasionada a la vez; en medio del carácter nítido, y casi dibujable de estos poemas —poemas árabes, los llama Alonso— se impone la presencia obsesiva, y avasalladora, de lo que pasa y no vuelve. "Me estoy hundiendo en el olvido,/ en su arena devoradora. (...) Amor, acaba de olvidarme./ Y Dios se apiade de mi alma". Unos renglones así comprueban la intensidad despojada que la poesía de Carranza había adquirido. Ya no era una poesía transparente y luminosa, aureolada de ensueños. Era una poesía elocuente en su tristeza. Era ya el tono que habría de permitirle escribir, a sus 60 años de edad, sus mejores poemas: los que se agrupan en sus dos últimos libros: Hablar soñando, de 1974, y Epístola mortal, de 1975.

Poesía erótica, poesía exaltada, en ella un denso aroma carnal impregna sus palabras, grávidas de pasión. Sus dos temas centrales, la tierra y la mujer, se funden en un mismo abrazo desesperado: "declives azules confluyendo/ en un rosal vertiginoso/ con su rosa entreabierta o brasa húmeda". Este lenguaje cálido y exultante, que abarca desde "la venada en brama" hasta "el arroz nupcial" estalla, y se afianza, en su avidez desesperada, en el mismo instante en que el tiempo le recuerda su "manera de ser mortal"; en el mismo momento que las cosas le revelan "el horror que tienen detrás". Y es allí, en esa tensión enardecida y viril, donde la poesía de Carranza alcanza un deslumbramiento otoñal, lleno de agónica fuerza. Unas palabras de Álvaro Mutis expresan mejor este cambio: "El poeta que en sus primeros poemas cantara las muchachas, el cielo azul de la patria y los amores y jardines de una juventud feliz, ha comenzado ahora un desgarrado peregrinaje por las más oscuras regiones del alma, por los más secretos momentos del dolor y la insaciable pasión que define y nombra el destino del hombre sobre la tierra". El poeta que hizo de la poesía su bandera vuelve ahora a Ronsard, al Cantar de los Cantares, y reconoce su hermosa, digna, y felizmente aún no concluida derrota:


"Llevo toda la luz a cuestas. No puedo más."

 

J. G. Cobo Borda
Bogotá, 1980


Bibliografía de Eduardo Carranza

 

Canciones para iniciar una fiesta, Bogotá, 1936. Seis elegías y un himno, Bogotá, 1939. Ellas, los días y las nubes, Bogotá, 1941. El olvidado y Alhambra, Málaga, 1957. El corazón escrito, Bogotá, 1967. Los pasos cantados, Madrid, 1973. Hablar soñando, Bogotá, 1974. Epístola mortal, Bogotá, 1975. Una antología que recoge todos sus libros fue publicada en 1975 por el Instituto Colombiano de Cultura, en su Colección de Autores Nacionales, No. 8, con el título de Los pasos cantados.

De otra parte, Carranza publicó un pequeño volumen donde recoge lo que él denominó su poesía en prosa, con el título de Los días que ahora son sueños, Bogotá, 1973, y tres volúmenes donde se agrupan sus discursos, evocaciones, traducciones y notas críticas. Son ellos: La poesía del heroísmo y la esperanza, Madrid, 1967, Los amigos del poeta, Bogotá, 1972, Leyendas del corazón y otras páginas abandonadas, Bogotá, 1976. Una útil recopilación de materiales sobre la vida y la obra de Carranza es el Gran reportaje a Eduardo Carranza, de Gloria Serpa de de Francisco, Bogotá, 1978.


Soneto insistente

A Álvaro Bonilla Aragón

La cabeza hermosísima caía
del lado de los sueños; el verano
era un jazmín sin bordes y en su mano
como un pañuelo azul flotaba el día.

Y su boca de súbito caía
del lado de los besos; el verano
la tenía en la palma de la mano,
hecha de amor. Oh, qué melancolía.

A orillas de este amor cruzaba un río;
sobre este amor una palmera era:
agua del tiempo y cielo de poesía.

Y el río se llevó todo lo mío:
la mano y el verano y mi palmera
de poesía. Oh, qué melancolía.


Soneto a Teresa

 

Teresa, en cuya frente el cielo empieza,
como el aroma en la sien de la flor.
Teresa, la del suave desamor
y el arroyuelo azul en la cabeza.

Teresa, en espiral de ligereza,
y uva, y rosa, y trigo surtidor;
tu cuerpo es todo el río del amor
que nunca acaba de pasar, Teresa.

Niña por quien el día se levanta,
por quien la noche se levanta y canta,
en pie sobre los sueños, su canción.

Teresa, en fin, por quien ausente vivo,
por quien con mano enamorada escribo,
por quien de nuevo existe el corazón.


Soneto con una salvedad

A Pedro Laín

Todo está bien: el verde en la pradera,
el aire con su silbo de diamante
y en el aire la rama dibujante
y por la luz arriba la palmera.

Todo está bien: la frente que me espera,
el agua con su cielo caminante,
el rojo húmedo en la boca amante
y el viento de la patria en la bandera.

Bien que sea entre sueños el infante,
que sea enero azul y que yo cante.
Bien la rosa en su claro palafrén.

Bien está que se viva y que se muera.
El Sol, la Luna, la creación entera,
salvo mi corazón, todo está bien.


Soneto a la rosa

A Jorge Rojas

En el aire quedó la rosa escrita.
La escribió, a tenue pulso, la mañana.
Y, puesta su mejilla en la ventana
de la luz, a lo azul cumple la cita.

Casi perfecta y sin razón medita
ensimismada en su hermosura vana;
no la toca el olvido, no la afana
con su pena de amor la margarita.

A la Luna no más tiende los brazos
de aroma y anda con secretos pasos
de aroma, nada más, hacia su estrella.

Existe inaccesible a quien la cante,
de todas sus espinas ignorante,
mientras el ruiseñor muere por ella.


El olvidado

A Jorge Gaitán Durán


Ahora tengo sed y mi amante es el agua.
Vengo de lo lejano, de unos ojos oscuros.
Ahora soy del hondo reino de los dormidos;
allí me reconozco, me encuentro con mi alma.

La noche a picotazos roe mi corazón,
y me bebe la sangre el sol de los dormidos;
ando muerto de sed y toco una campana
para llamar el agua delgada que me ama.

Yo soy el olvidado. Quiero un ramo de agua;
quiero una fresca orilla de arena enternecida,
y esperar una flor, de nombre margarita,
para callar con ella apoyada en el pecho.

Nadie podrá quitarme un beso, una mirada.
Ni aun la muerte podrá borrar este perfume.
Voy cubierto de sueños, y esta fosforescencia
que veis es el recuerdo del mar de los dormidos.


Soneto sediento

 

Mi tú. Mi sed. Mi víspera. Mi te-amo.
El puñal y la herida que lo encierra.
La respuesta que espero cuando llamo.
Mi manzana del cielo y de la tierra.

Mi por-siempre-jamás. Mi agua delgada,
gemidora y azul. Mi amor y seña.
La piel sin fin. La rosa enajenada.
El jardín ojeroso que me sueña.

El insomnio estelar. Lo que me queda.
La manzana otra vez. La sed. La seda.
Mi corazón sin uso de razón:

me faltas tanto en esta lejanía,
en la tarde, a la noche, por el día,
como me faltaría el corazón.

 


Tema de mujer y manzana

A Nicanor Parra

Una mujer mordía una manzana.
Volaba el tiempo sobre los tejados.
La primavera, con sus largas piernas,
huía riendo como una muchacha:
Una mujer mordía una manzana.
Bajo sus pies nacía el agua pura.
Un sol, secreto sol, la maduraba
con su fuego alumbrándola por dentro.
En sus cabellos comenzaba el aire.
Verde y rosa la tierra era en su mano.
La primavera alzaba su bandera
de irrefutable azul contra la muerte.
Una mujer mordía una manzana.
Subiendo, azul, una vehemente savia
entreabría su mano y circulaban
por su cuerpo los peces y las flores.
Gimiendo desde lejos, la buscaba
—bajo el testuz de azahares coronado—
el viento como un toro transparente.
La llama blanca de un jazmín ardía.
Y el mar, la mar del sur, la mar brillaba
igual que el rostro de la enamorada.
Una mujer mordía una manzana.
Las estrellas de Homero la miraban.
Volaba el tiempo sobre los tejados.
Huía un tropel de bestias azuladas.
Desde el principio, y por siempre jamás,
una mujer mordía una manzana.
Mi corazón sentía oscuramente
que algo suyo brillaba en esos dientes.
Mi corazón, que ha sido y será tierra.


Es melancolía

 

Te llamarás silencio en adelante.
Y el sitio que ocupabas en el aire
se llamará melancolía.

Escribiré en el vino rojo un nombre:
el tu nombre que estuvo junto a mi alma
sonriendo entre violetas.

Ahora miro largamente, absorto,
esta mano que anduvo por tu rostro,
que soñó junto a ti.

Esta mano lejana, de otro mundo,
que conoció una rosa y otra rosa,
y el tibio, el lento nácar.

Un día iré a buscarme, iré a buscar
mi fantasma sediento entre los pinos
y la palabra amor.

Te llamarás silencio en adelante.
Lo escribo con la mano que aquel día
iba contigo entre los pinos.


Oda con una orquídea

 

Tus pies de nácar.
Tus doradas piernas
donde el mar ha cantado.

Tu cuello de álamo primaveral
plateado por la risa y despeinado
por el viento y la risa.

Tu hombro derecho
lleno de palabras mías, de silencios míos
y de música dormida, en declive.

Y tu mano, Dios mío, donde he tocado el alma.
Tu mano con una orquídea entre los dedos.

Tu corazón donde una rosa gime
doblada por el temporal.

Tu voz, humedecida por la espuma del mar.
Tu voz, donde mi nombre ha dejado una huella.

Tu cabeza, alta y bella entre los hombros,
como la flor que se abre entre dos hojas.

Tu pecho, como un rumor de orquídeas
entreabriéndose.

Tu boca joven,
tus guerreros dientes,
donde la sangre se hizo blanca y dura
para morder y amar, brillar, reír
en relámpago tibio de jazmín.

Tus cabellos, revueltos como un fuego
negro. Tus cabellos.

Tus labios donde llevas pegados para siempre
mis besos, como el aire.

Y la frente de donde ningún viento podría
desprender las miradas de mis ojos.

Tu mirada que viene de lejos,
de lo oscuro, del origen de la música;
tu mirada que llega hasta tus ojos
húmeda de las flores y la luna
y el sueño, porque anduvo mucho tiempo
por dentro de tu cuerpo y de tu alma
siguiendo un sueño.
Tus miradas, que buscan otro mundo.

Tu cintura, delgada como la de las lámparas.
Tu cintura, delgada como el humo
saliendo de la botella.

Tu cintura delgada e inclinada
hacia el amor como la luna nueva.

Tus ojos que miran el cielo estrellado
y se llenan de lágrimas.

Tus cabellos, casi de niña,
para apoyarse en ellos y llorar,
llorar, llorar, porque no sabemos nada...


Alhambra

A Luis Rosales

Fue cuando el alma apareció en columnas.
Fue cuando el aire se agrupó en ventanas.
Y la luz en techumbre que sostienen
muros de amor.

Fue cuando la gacela sideral
llegó sedienta al agua inextingible.
Y halló, por fin, donde poner los ojos
la poesía.

Cuando una mano dibujó el ensueño
y lo perdidamente femenino.
Cuando la luna se olvidó en el día
de primavera.

Cuando el espacio se asomó a su reino
y volaba la recta tras la curva,
y la curva se abría como un ángel
quieto y volando.

Cuando el jardín soñó su desenlace
mientras cantaba un pájaro y cantaba
al extremo del mundo en que vivimos.
Cuando la luna.

Cuando lo aéreo, cuando lo ligero.
Cuando el jazmín subió a sus miradores
y el amor a sus torres espirales
y el azahar.

Cuando la música se hizo visible.
Cuando fue el tiempo de ver el aroma.
Y amaneció el delirio en geometría
transfigurado.

Cuando la reina, cuando los suspiros.
Y cuando tuvo el cielo azul un patio
para morar y con el vino rojo
y las palomas.

Fue cuando un cuento se quedó dormido.
Cuando la música entornó los párpados.
Cuando la juventud, cuando la noche,
¡oh, cuando el agua!...


Interior

 

Los ojos que se miran
a través de los ángeles domésticos
del humo de la sopa.
En la botella brilladora canta
el ruiseñor del vino.

Reluce y tintinea lo visible
en la fruta, el reloj, la porcelana.
El pan abre su mano cereal
sobre el mantel. Las flores.
En el grabado antiguo toca el arpa
una muchacha de mil ochocientos.
El cigarrillo como que te asciende
la mano. Y una puerta se entreabre
sobre la sala silenciosa y tersa:
y más allá un huerto se presiente
o tal vez el recuerdo de un jardín.
En el espejo estás ya como ausente.
Por un instante se detiene todo
y escuchamos, absortos, lo invisible
de la noche que se abre a nuestro ensueño.
Con el café llega un país lejano.

El tiempo nada puede.
Todas éstas son cosas inmortales.


El desdichado

 

No tenemos sino este planeta
hermoso y triste.
No tenemos sino esta única vida
hermosa y triste.
No tenemos sino este corazón
que recorre un fantasma a veces transparente,
otras veces siniestro. Y esta punzada de la música.
Y este sorbo de vino soñador.
No tenemos sino este pan terrestre,
infernal o celeste de amar y de esperar
o morir...
Yo no tenía sino una campana
que llama y llama ahora para nadie
y la llave que abría aquella hermosa puerta
que ya no existe.
No tenemos sino eso: es decir nada.
Mejor dicho: no tengo nada. Y punto.

Si tocas las palabras anteriores
te quedará la mano ensangrentada.


Galope súbito

 

A veces cruza mi pecho dormido
una alada magnolia gimiendo,
con su aroma lascivo, una campana
tocando a fuego, a besos,
una soga llanera
que enlaza una cintura,
una roja invasión de hormigas blancas,
una venada oteando el paraíso
jadeante, alzado el cuello
hacia el éxtasis,
una falda de cámbulos,
un barco que da tumbos
por ebrio mar de noche y de cabellos
un suspiro, un pañuelo que delira
bordado con diez letras
y el laurel de la sangre,
un desbocado vendaval, un cielo
que ruge como un tigre,
el puñal de la estrella fugaz
que sólo dos desde un balcón han visto,
un sorbo delirante de vino besador,
una piedra de otro planeta silbando
como la leña verde cuando arde,
un penetrante río que busca locamente
su desenlace o desembocadura
donde nada la Bella Nadadora,
un raudal de manzana y roja miel,
el arañazo de la ortiga más dulce,
la sombra azul que baila en el mar de Ceilán,
tejiendo su delirio,
un clarín victorioso levantado hacia el alba,
la doble alondra del color del maíz
volando sobre un celeste infierno
y veo, dormido, un precipicio súbito
y volar o morir...

A veces cruza mi pecho dormido
una persona o viento,
un enjambre o relámpago,
un súbito galope:
es el amor que pasa en la grupa de un potro
y se hunde en el tiempo hacia el mar y la muerte.


Sueño de enero

 

Y soñé que el tejado se llenaba
de ángeles músicos.
Y soñé que subía por la Montaña
de la Maravilla.
Y soñé que llegaba a una ciudad dormida
entre hermosas palabras de amor.
Y soñé que dormía bajo un árbol
coronado de trinos y rocío.
Soñé que iba a caballo
con la espada desnuda del espíritu
y nacían en mi espalda dos alas llameantes.
Soñé que una persona me miraba y era
como tener el cielo estrellado en la palma de la mano.
Soñé que alguien, como en la leyenda
de San Julián Hospitalario, musitaba en mi oído:
Hoy estarás conmigo en el Paraíso.
Y soñé que volvía a ver con ojos puros
de niño-niño los ríos que atraviesan mis sueños.
Y soñé —cosa extraña— que era el Embajador
no sé si ante la reina Nefertiti
o ante la Primavera de Sandro Botticelli.
Soñé que despertaba.
Era primero de enero del año 1974.
Y no veía ni oía el Paraíso.


Galerón

 

Cuando la tierra continúe mis venas
hacia la rosa roja y el turpial,
el río, la luna y el jacarandá.
Cuando ya sólo el llano me recuerde
con una palma:

Cuando una venada me adivine
en el temblor del viento entre la yerba,
cuando para nombrarme, de repente,
vuele del pecho abierto del Ariari
un gavilán:

Cuando ya el negro potro, tembloroso,
no me espere en la puerta de mi casa
donde mi arpa y mi lanza estén colgadas
y en la alta noche azul cante mi estrella
de capitán:

Quiero que bailes, bailes sobre el polvo
que ha de contar mi historia enardecida,
entre la luz y el viento que me oyeron,
sobre la tierra que nos vio, que bailes
piernas desnudas, pelo delirante,
un galerón.


El insomne

A Alberto Warnier

A alguien oí subir por la escalera.
Eran —altas— las tres de la mañana.
Callaban el rocío y la campana.
...Sólo el tenue crujir de la madera.

No eran mis hijos. Mi hija no era.
Ni el son del tiempo en mi cabeza cana.
(Deliraba de estrellas la ventana).
Tampoco el paso que mi sangre espera...

Sonó un reloj en la desierta casa.
Alguien dijo mi nombre y apellido.
Nombrado me sentí por vez primera.

No es de ángel o amigo lo que pasa
en esa voz de acento conocido…
...A alguien sentí subir por la escalera...


El poeta pregunta por su vida

 

A Ernesto Martínez Capella

¡Ah de la vida! ¡Nadie me responde!
Francisco de Quevedo

 

Eduardo, Eduardo: qué haces
mirando correr el río,
dando palabras al viento?
Y, qué has hecho de tu vida
mirando pasar las nubes
y los fantasmas azules
que creíste estaban fuera
y eran en tu corazón?
(Tú creías que vivías
y creías que tenías
el Azul, en pie, a tu lado,
y creías que creías
y sólo segismundeabas.
("Éste era un Rey"... no era nada...)
Ya se te acaban el aire
y la luz que te asignaron
y no puedes suspender
el respirar ni el mirar
por tu vida prolongar.
¡Y tú mirando las nubes
y tú hablando con el viento
y tú soñando ese río!
Eduardo ya no podrás
volver a tomar el tren
ni el día ni el sueño aquel.
Temo, Eduardo, que te irás
sin saber a qué viniste.
Y ya se te nota el nimbo
del viajero.
Y ya en la puerta del polvo
estás.


Soneto sentimental

Quella ond'io aspetto il como e il quando
del dire e del tacer

(Paradiso XXI)

 
 
 

Eres el cuándo, el dónde y el porqué.
La respuesta final enardecida
a mi pregunta de toda la vida.
Lo que es, lo que será y lo que fue.

Si hacia otro instante avanzo el pie,
si viajo a una ciudad entredormida
si la súbita estrella aparecida:
eres el cuándo, el dónde y el porqué.

Si me llevo la mano hacia la herida,
si ocupo este planeta y este día
y oye mi frente una palabra fiel,

si confundo llegada y despedida,
si en mis venas el tiempo desvaría:
eres el cuándo, el dónde y el porqué.


Madrugada

 

Me despierto de súbito.
Mi sangre se despierta
y pregunta por ti,
por la fiebre que ondula
en tus cabellos ebrios, en tu piel.

Se desborda el espejo
y hecho río
corre a buscar tu imagen

A esta hora tus brazos
serán dos ramas de amoroso sueño
de donde brotan flores
y hojas dormitan.

En el tejado arrullan las palomas.

Te persiguen mis cinco lebreles corporales.


 

Epístola mortal

 

"...y no hallé cosa en qué poner los ojos
que no fuera el recuerdo de la muerte
".
Quevedo

In memoriam Leopoldo Panero

 

Miro un retrato: todos están muertos:
poetas que adoró mi adolescencia.
Ojeo un álbum familiar y pasan
trajes y sombras y perfumes muertos.
Pienso en los míos: todos están muertos.
(Desangrados de azul yacen mis sueños).
El amigo y la novia ya no existen:
la mano de Tomás Vargas Osorio
que narraba este mundo, el otro mundo...
la sonrisa de la Prima Morena
que era como una flor que no termina
desvanecida en alma y en aroma...
Cae el Diluvio Universal del tiempo.

Como una torre se derrumba todo.
..."Las torres que desprecio al aire fueron"...
Voy andando entre ruinas y epitafios.
Por una larga Vía de Cipreces
que sombrean suspiros y sepulcros.
Aquí yace mi alma de veinte años
con su rosa de fuego entre los dedos.
Aquí están los escombros de un ensueño.
(Y, dónde están las nubes de otros días?)
Aquí yace una tarde conocida.
Y una rosa cortada en una mano
y, una mano cortada en una rosa.
Y una cruz de violetas me señala
la tumba de una noche delirante...
Hojeo el "Cromos" de los años treinta:
lánguidas señoritas cuyos pechos
salían del "Cantar de los Cantares",
caballeros que salen del fox-trot,
sonreídos, gardenia en el ojal,
(y tú, patinadora, ¿a quién sonríes?)
Y esos rostros morenos o dorados
que amó un niño precoz perdidamente.
Amigos, mis amigas, mis amigos,
compañeros de viaje y no-me-olvides:
Teresa, Alicia, Margarita, Laura,
Rosario, Luz, María, Inés, Elvira...
con sus pálidas caras asomadas
en las ventanas desaparecidas...

Panero, Souvirón y Carlos Lara,
Pablo Neruda y Jorge Zalamea,
Jorge Gaitán y Cote y Julio Borda
Mario Paredes, Mallarino, Álzate...
frente a sus copas de vino invisible
en sus asientos desaparecidos:
están aquí, no están, pero sí están:
(¡Oh margarita gris de los sepulcros!)
..."Sólo que el tiempo lo ha borrado todo
como una blanca tempestad de arena".

El que primero atravesó el océano
volando solo, sólo con su Arcángel,
y aquel en cuya frente ardía ya
el incendio maldito de Hiroshima,
los guerreros que al aire alzan el brazo
y la palabra libre como un águila
y aviones y estandartes y legiones
pasan cantando, pasan, ya van muertos:
adelante la muerte va a caballo,
en un caballo muerto.
La tierra es un redondo cementerio
y es el cielo una losa funeral.

El Nuncio, el Arzobispo, el Santo Padre
hacia su muerte caminando van:
Nadie les grita: ¡detened el paso!
que ya estáis en la orilla: el precipicio
que cae sobre el Reino del Espanto
y en cada paso vais hacia el ayer
y de un momento a otro cae el cielo
hecho trizas sobre vuestras altezas...
Somos arrendatarios de la muerte.
(A nuestra espalda, sigilosamente
cuando estamos dormidos,
sin avisarnos se urden muchas cosas
como incendios, naufragios y batallas
y terremotos de iracundo puño...
que de repente borran de este mundo
el rostro del ahora y del ayer,
llámese amor o sangre y ojos negros...
Y nadie nos había dicho nada.
Alguien sabe el revés de los tapices,
digo, de nuestra vida,
y es el otro, el fantasma quien lo teje...)

Las niñas de Primera Comunión
de cuyas manos vuela una paloma,
las blancas novias que arden en su hoguera,
días y bailes, reyes destronados
y coronas caídas en el polvo
la manzana y el cámbulo, el turpial
el tigre, la venada, los pescados
el rocío, mi sombra, estas palabras:
¡todo murió mañana! ya está muerto.
El polvo es nuestra cara verdadera.
Los Presidentes y los Generales
asomados al sueño del Poder
sobre un río de espadas y banderas
llevadas por las manos de los muertos,
el agua, el fuego, el viento, la sortija,
los ojos que ofrecían el infinito
y eran dueños de nada,
los cabellos, las manos que soñaban
¡"fueron sino rocío de los prados"!

La Dama Azul, las flores, las guitarras,
el vino loco, la rosa secreta,
el dinero como un perro amarillo,
la gloria en su corcel desenfrenado
y la sonrisa que ya es ceniza,
el actor y las reinas de belleza
con su cetro de polvo, el bachiller,
el cura y el doctor recién graduados
que sueñan con la mano en la mejilla:
muertos están, si que también las lágrimas:
todo fue como un vino derramado
en la porosa tierra del olvido.
Tanto amor, tanto anhelo, tanto fuego:
dime, Dios mío, en cuál mar van a dar?
"Los yunques y troqueles de mi alma
trabajan para el polvo y para el viento?"

Por el mar, por el aire, por el Llano,
por el día, en la noche, a toda hora,
vienen vivos y muertos, todos muertos.
Y sangre arriba vienen nuestros muertos
y desembocan en el corazón
donde un instante salen a las flores,
los labios delirantes y las nubes
y siguen tiempo abajo, sangre abajo:
¡somos antepasados de otros muertos!

Todo cae, se esfuma, se despide
y yo mismo me estoy diciendo adiós
y me vuelvo a mirar, me dejo solo,
abandonado en este cementerio.
Allá mi corazón está enterrado
como una hazaña luminosa y pura.

Miro en torno, los ojos entornados:
todos estamos contra el paredón:
sólo esperamos el tiro de gracia:
todos estamos muertos, muertos, muertos:
los de Ayer, los de Hoy, los de Mañana…
sembrados ya de trigo o de palmeras,
de rosales o simplemente yerba:
nadie nos llora, nadie nos recuerda.

Sobre este poema vuela un cuervo.
Y lo escribe una mano de ceniza.